Capítulo 9 Paradiso Perduto

Leonora llegó a la Cantina do Mori a las tres menos cuarto de la tarde del sábado. Cuando vio la fachada del local, con sus particulares puertas de vidrio de botella, se preguntó si habría sido víctima de una broma rebuscada. Quizá el oficial Bardolino se estaba riendo de ella, en complicidad con sus compañeros de trabajo. Leonora reaccionó de inmediato. ¡No estaba ya en la escuela primaria! Le había afectado tanto su situación en el trabajo que la paranoia se estaba apoderando de ella. El hombre parecía serio, era indudable que quería encontrar un inquilino para su prima. Entraría al bar y esperaría.

Llovía, así que el café estaba bastante concurrido. Sin embargo, a pesar del gentío, Leonora encontró una mesa tranquila en la parte de atrás, bajo un enorme espejo de doble hoja. Admiró el primoroso trabajo, el aspecto levemente verdoso del vidrio y su dorado marco barroco. El bisel le pareció perfecto. Aquel espejo debía de tener siglos de antigüedad. Pidió un café y miró a su alrededor, complacida. La clientela era mayoritariamente local, veneciana; el camarero se había dirigido a ella en véneto, y la misma Leonora se sorprendió por la fuerza con que replico en su fluido italiano, respondiendo al acento local del empleado con su propio deje, de manera muy natural. Se alegró de que el oficial Bardolino sugiriera aquel sitio. Todavía estaba a salvo de las hordas turísticas. Luego se le ocurrió que seguramente, de un modo educado y discreto, él había intentado agradarla.

«Si es que se presentaba».

Pero no tenía necesidad de preocuparse. A las tres en punto, con la eficiencia que había manifestado en la entrevista, apareció en la puerta. Le sorprendió verlo vestido con vaqueros y una elegante chaqueta. Era un atuendo más parecido al que llevaba la primera vez, en Santa María della Pietà, que al que utilizaba en la comisaría. De forma un poco absurda, Leonora se lo imaginaba presentándose en uniforme. Pero todavía le recordaba al personaje del cuadro, ¿cómo se llamaba...? Su presencia, su porte, hicieron volver la cabeza a un grupo de mujeres que almorzaban. Con cierto asombro, mientras el policía se sacudía las gotas de lluvia de sus rizos negros, Leonora tuvo que admitir que se trataba de un hombre atractivo.

«Es muy guapo. Todas se dan cuenta».

Sintió un escalofrío.

Él la saludó, se sentó y llamó al camarero con aire muy desenvuelto. Se quitó la chaqueta y se acomodó en el asiento. Parecía tener una elegancia natural y la capacidad de adaptarse y ponerse cómodo en cualquier situación. Leonora sonrió y esperó a que comenzara la conversación. De repente sentía mucha confianza. ¿Iría directo a lo que los ocupaba ese día o soltaría primero las cortesías de rigor?

—¿Por qué estás tomando café?

Leonora se echó a reír. Su pregunta le pareció extraña, la cogió por sorpresa.

—Te ríes de mí —dijo él, sin saber si reírse o enojarse.

—Un poco. ¿Por qué no iba a tomar café? ¿He cometido alguna inconveniencia social?

—No, no. Es que aquí la gente, por la tarde, suele tomar otras cosas.

Leonora sonrió.

—¿Crees que no bebo alcohol? Sí que bebo. Un montón. Bueno, un montón no. Pero me gusta beber una copa de vino de vez en cuando.

—Bien —sonrió él—. Due ombri, per favore —dijo al camarero que aguardaba a su lado.

—¿Qué es eso que has pedido?

El oficial Bardolino volvió a sonreír.

—Unas sombras.

—Ya sé qué significa. ¿Pero qué tipo de bebida son las sombras?

—No te preocupes. Es sólo vino de la casa. El nombre tiene siglos de antigüedad. En la época medieval había carros de vino en San Marcos. Los mercaderes los movían siguiendo la sombra del campanario. Para mantener fresco el vino.

El camarero puso las copas sobre la mesa de madera oscura. Leonora probó el vino y sintió que su sabor tenía, en efecto, el regusto de lo antiguo.

—Me encantan esas historias. Pero desde que llegué no he podido leer ninguna guía. Se diría que estoy demasiado ocupada mirando y viviendo, y no me queda tiempo para leer.

El policía asintió.

—Tienes razón. Es mejor descubrir todas estas cosas andando, escuchárselas a quienes viven aquí. Las guías están llenas de tópicos y frases hechas.

Ella sonrió, contenta porque sus opiniones coincidían.

—Cuéntame más cosas sobre este sitio.

Él le devolvió la sonrisa.

—¿Con una frase hecha? Casanova era visitante asiduo de este lugar.

—¿Por eso me has traído aquí?

«No debí decir eso. Qué presuntuosa y torpe. Me estoy comportando como una colegiala».

—Creíste que lo había dicho en broma —dijo él, con una agudeza que la sorprendió—. Es verdad, venía mucho. Pero en realidad te traje aquí por el espejo. —Lo señaló—. Es único. Este espejo doble es famoso porque fue el más grande de su época, con dos hojas que son exactamente iguales. Pensé que te interesaría, ya que trabajas en Murano.

«Lo juzgué mal. ¿Arruiné el día por pura frivolidad? ¿Debería hablarle de Corradino?».

—Oficial...

—Por el amor de Dios, llámame Alessandro. —Mantenía el buen humor, menos mal.

—Este sitio me encanta, gracias por traerme.

El volvió a sonreír, y luego asumió nuevamente su actitud profesional.

—¿Completaron el formulario en la fonderia?

—Sí. —Adelino no puso ninguna pega.

—Entonces tráelo la semana próxima; con eso ya podríamos conseguir el permiso de trabajo. Si también encuentras un apartamento, puedes tener, además, tu permiso de residencia.

Después de una pausa, en la que sonrió, agradecida, Leonora habló.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Alessandro asintió—. Parece que a ti te llevó menos tiempo que a los demás resolver el asunto. ¿Cómo es posible?

El hombre se puso algo serio.

—Detesto el papeleo, así que mi única solución es resolverlo lo más rápidamente posible. Mis colegas también odian el papeleo, pero ellos lo solucionan enterrándolo con más papeles, con la esperanza de que desaparezca. Creo que mi método es más eficiente. —Extendió unos papeles sobre la mesa. Ella pudo ver fotocopias de fotografías de casas, con los datos debajo. Parecía el dossier de un agente inmobiliario—. Mi prima Marta me dio las llaves de estos cuatro pisos. Iremos a verlos y, si te gusta alguno, puedes mudarte esta misma noche.

—¿Esta noche?

—¿Te sorprende?

Leonora agitó la cabeza, desconcertada.

—Es que hace un mes que estoy tratando de ver apartamentos y siempre hay retrasos, problemas, gestiones pendientes. —Aquel hombre extraordinario parecía capaz de sortear todos los inconvenientes de la perezosa Venecia.

—Ah, esto es lo bueno de conocer a un lugareño —Alessandro sonrió—. Éste es el que creo que deberías ver primero. Está muy cerca de aquí. —Señaló uno de los cuatro apartamentos, de dos ambientes, que estaba en una hermosa finca de tres plantas. Leonora siguió el dedo de Alessandro. La dirección estaba impresa claramente: Campo Manin. Como el viejo palacio de su familia.

El apartamento era un ático, en una casa enorme, antigua, que alguna vez debió de ser magnífica. Aunque moderna en todos los demás sentidos, desde el principio le intrigó la escalera original, que era el eje de todos los apartamentos, a los que se accedía ahora por feas y modernas puertas blindadas y preparadas contra incendios. La escalera era magnífica, primorosamente trabajada. Leonora extendió una mano y tocó la pintura azul turquesa, descascarillada, de la pared. La labor dorada de la barandilla y otros elementos ornamentales le resultaban familiares. Aquello tuvo que ser, mucho tiempo atrás, una casa señorial.

—¿Corradino? —preguntó a su acompañante.

—¿Qué? —dijo Alessandro, que luchaba en ese momento con la llave del apartamento 3 C.

—Nada. —Era demasiado pronto para confesarle que su mejor amigo en toda Venecia era un fantasma—. Pensaba si habría vivido el otro Manin en aquel edificio.

Alessandro se encogió de hombros, absorto en su trabajo con la puerta.

—Es posible. Muy posible. ¡Ah! —exclamó cuando la puerta cedió. Leonora lo siguió al apartamento. Era sencillo, había pocos muebles, pero tenía dos ventanas enormes que daban a la calle y, lo mejor de todo, una desvencijada escalera de caracol, de hierro forjado. Leonora se inclinó sobre la rota balaustrada y contempló el campanario, que se veía en la distancia. Allí podría oír las campanas.

«Aquí es donde quiero vivir. Lo supe en cuanto crucé la puerta».

La actitud práctica de Alessandro continuó asombrando a Leonora durante el resto del día. Suponía que su elección tendría como consecuencia dos semanas más de negociaciones, seguidas de un prolongado periodo de mudanza. Pero en cuanto dijo que se quedaba con aquel piso, Alessandro cogió el teléfono móvil con determinación y se comunicó con su prima. Aún no habían terminado la visita al rudimentario cuarto de baño («no esperes agua caliente todo el tiempo, aquí en Venecia es imposible») cuando apareció la prima, Marta. Era una mujer eficiente y amistosa, con gafas, pelo corto y ninguno de los atractivos físicos de su primo. Se sentó con Leonora, frente a la mesa, muy limpia. Cuando la joven firmó el contrato de alquiler por doce meses, Alessandro ya se había puesto en contacto con el almacén de Mestre y organizado una entrega de excepción, nada menos que en domingo, de las pertenencias de Leonora. Ambos primos se ofrecieron a ayudarla con los muebles. Leonora recibió la llave y ella y Alessandro se dirigieron al hotel para empaquetar y trasladarse.

Él no parecía tener prisa, ni tampoco se mostraba excesivamente amistoso. No tenía el aire adulador de los hombres que, como sus colegas de trabajo, no buscan amistad, sino otra cosa. Hablaron mucho mientras caminaban y trabajaban, casi siempre sobre la sagrada trinidad italiana: el arte, la comida y el fútbol. Una vez que su equipaje estuvo instalado en el nuevo apartamento, junto con algunas provisiones esenciales para la mañana, Leonora empezó a pensar que, increíblemente, él disfrutaba con su compañía. Su placer y su confusión fueron mayores cuando al anochecer Alessandro le hizo una propuesta inesperada, con sus característicos modales bruscos y sensatos.

—¿Vamos a tomar una copa? Deberíamos celebrar la solución de tus problemas. Conozco un buen sitio.

Leonora alzó una ceja.

—¿Tan interesante como la Cantina do Mori?

Alessandro se echó a reír.

—Nada puede superar el lugar que tengo en mente. Por algo se llama El Paraíso.

Ella lo miró con detenimiento. Los ojos del apuesto policía no parecían calculadores ni lujuriosos. La miraban con franqueza.

«Sé que no debería ir. Pero también sé que voy a ir».

El Paraíso, los sábados, era un sitio muy bullicioso. Leonora, apretada contra Alessandro, tuvo que gritarle directamente al oído que quería una Peroni. Él salió de la aglomeración de la barra con cuatro botellas, «para ahorrar tiempo», y luego la llevó hasta el extremo de una de las largas mesas, que tenían aspecto de haber pertenecido a un refectorio y que estaba repleta de ruidosos jóvenes bohemios. Alessandro guardó dos asientos, uno frente a otro, en un hueco oscuro, iluminado por la inevitable vela metida en una botella de vino. Las gotas de cera multicolor tapaban la botella por completo, y contaban la historia de las mil velas que habían pasado por ella. Como tenía por costumbre, Leonora comenzó a quitar la sólida masa. A su lado, sentado cerca de ella, un joven con múltiples piercings hablaba atropelladamente en véneto con una amiga igualmente perforada, que estaba sentada enfrente. Alessandro bebió un largo sorbo y Leonora lo observó. El ruido se había calmado un poco, pero todavía tenía que gritar para hacerse oír.

—¿Qué es este sitio?

Él sonrió.

—No fui totalmente sincero contigo. Esto no es El Paraíso, sino Paradiso Perduto, El Paraíso Perdido. Es casi el único bar abierto hasta muy tarde en Venecia. Siempre está lleno de estudiantes. Es un poco bullicioso, pero al menos puedes tomar una copa después de medianoche.

Leonora sonrió irónicamente, mirando su cerveza. El Paraíso Perdido.

«¿He perdido mi Paraíso? ¿Stephen, Belmont y St. Martin eran mi Paraíso? ¿O vine hasta aquí para encontrar uno nuevo?».

Como si estuviera leyéndole el pensamiento, Alessandro le hizo la pregunta más inesperada.

—¿Por qué te abandonó tu marido?

Leonora estuvo a punto de atragantarse con su Peroni. No dejaba de sorprenderse, día sí y día también, por la franqueza de los venecianos. Esperaba que fuesen cautos y circunspectos como los recónditos callejones de su ciudad, o tortuosos como su burocracia. Pero no eran ni lo uno ni lo otro. Justamente aquella mañana la señora que la atendía en el café donde desayunaba le había preguntado si tenía algún amor especial en su país. El recepcionista de su hotel, aquel caballero paternal y bondadoso, había adivinado su estado civil y que no tenía hijos. Y ahora, ese hombre incomprensible le hacía una pregunta de lo más personal. Parecía que los venecianos tenían la cualidad de ir directos al grano, tan decididos como la proa de un barco cortando las aguas del canal. Ella hizo tiempo, mientras acariciaba el corazón de vidrio colgado de su cuello para darse confianza.

—¿Cómo sabes que mi marido me dejó?

Alessandro se reclinó en su silla.

—Tienes una línea menos bronceada donde antes estaba la alianza matrimonial. Y el dedo ha cambiado un poco de forma, encorvándose hacia el nudillo, lo cual significa que usaste el anillo durante varios años, que no fue sólo un compromiso corto. Y estás triste, y además estás aquí. Creo que si tú lo hubieras dejado a él te habrías quedado en tu país. ¿Me equivoco?

Leonora levantó la mirada y vio compasión en los ojos oscuros e inteligentes del policía. Sintió angustia en el estómago. Se sorprendió ante su propia respuesta.

—El eligió el cofre dorado.

—¿Cómo es eso? ¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas El mercader de Venecia? Los pretendientes de Porcia tenían que elegir entre tres cofres: de plata, plomo y oro. La felicidad estaba en el cofre de plomo, no en el de oro.

Alessandro sonrió.

—Lo sé. Yo vivo aquí. ¿Crees que puedes residir en esta ciudad sin conocer la historia? Quería decir que cuál fue ese cofre de oro que eligió.

—Creo que se enamoró de mi apariencia. De cómo era externamente.

—No hagas eso.

—¿Qué?

—Decir «como era». No eras, eres muy hermosa —lo dijo sin rodeos, no a modo de elogio, sino como quien constata un hecho.

Ella retorció nerviosamente uno de sus dorados mechones de pelo.

—Alguna vez quizá lo fui. Pero la infelicidad y la pérdida parecen arrasarlo todo. Ahora me siento ajada, en blanco y negro, no en color. —Dejó su mechón—. Por aquel entonces yo era una artista, una persona creativa, un cúmulo de emociones, antes de que... —buscó una frase— de aquella cadena de reacciones químicas que desató Stephen. Creo que se enamoró de mí porque le atraen los opuestos. Pero después de abrir el cofre, se dio cuenta de que lo que realmente quería era algo práctico y científico, alguien exactamente como él.

—¿Y lo encontró?

—Sí. Se llama Carol.

—Ah.

Leonora bebió otro trago de cerveza, que empezó a animarla. En ese momento decidió que no mencionaría su infertilidad a Alessandro. Un instinto primario se lo impedía: no quería que aquel hombre supiese que ella no estaba completa.

Por fin habló su acompañante. Pero no de ella. A partir de entonces la conversación fue un fluido intercambio de ideas y sentimientos.

—Yo creo que a veces hay amores demasiado afines, y eso no es bueno. Yo tenía una novia hasta el año pasado, que era como mi melliza. Nos criamos juntos, nos gustaban las mismas cosas, los dos éramos ambiciosos, hasta simpatizábamos con el mismo equipo de fútbol. Entonces a ella le ofrecieron una gran oportunidad profesional, en Roma. Y la aceptó. Se fue. Fin. Finalmente, su ambición nos separó —dijo Alessandro, y bebió su cerveza.

Leonora se quedó perpleja. No le parecía que aquel hombre fuese vulnerable. Pero resultaba que a él también lo habían abandonado. Ella fue cautelosa.

—¿Ella también es policía?

—No. Periodista. —Pareció reacio a contar más y Leonora decidió dejar que su silencio sobre lo personal diera paso a una conversación más genérica. Sin embargo, finalmente él continuó con el tema—. Hasta ese momento éramos felices. Parecía que no había ningún problema. No hubo manzanas de la discordia.

Leonora se quedó sorprendida, tanto por la historia como por la fluidez de Alessandro al contarla. De pronto, se le ocurrió un modo de desviar el curso de la conversación.

—¿Dónde aprendiste a hablar inglés tan bien?

—En Londres. Viví allí dos años después del servicio militar, mientras decidía qué hacer con mi vida. Trabajé en un restaurante, con Niccolo, otro de mis primos. Pasaba el tiempo entre una cocina del Soho y el hipódromo de Londres, ligando con mujeres fatales —sonrió—. Lo primero que aprendí fueron las palabrotas.

—¿Dónde?

—En los dos sitios. Después fui a la Academia de Policía de Milán y volví a casa, a Venecia, cuando me gradué.

Alessandro sacó un cigarrillo con gesto experto y ofreció otro a Leonora con ese lenguaje universal de cejas levantadas y un gruñido interrogador. Ella hizo un gesto de negativa; él encendió su cigarrillo y dio una larga calada. La joven pensó en lo que él acababa de decir. A casa. Venecia.

«Ahora también es mi casa».

—¿Así que tomaste tus decisiones en Londres? —quiso saber.

—En realidad no. No tenía elección. Mis padres me consintieron esos dos años de reflexión, por decirlo así, dándome una falsa sensación de autonomía. Pero yo siempre supe que iba a ser policía. Ellos lo sabían y yo también.

—¿Por qué?

Alessandro se encogió de hombros.

—Es la tradición de la familia Bardolino. Mi padre, mis tíos, mi abuelo, todos fueron policías.

—¿Pero eres feliz?

—Lo seré, si apruebo el curso de detective. Para eso me estoy preparando ahora.

—Bien. Tu resolución del misterioso caso de la alianza matrimonial perdida fue muy convincente.

Él se echó a reír, halagado.

—Sherlock Holmes, ¿eh? Ya veremos. Depende de que apruebe los exámenes. Pero ser detective en Venecia no es muy divertido, a menos que te conformes con estar siempre rodeado de bellos panoramas. Todo se reduce a casos de cámaras robadas y equipajes perdidos, problemas básicos de los turistas. Y tenemos una terrible reputación de estúpidos: ¿conoces el chiste de por qué los policías venecianos van siempre en parejas?

Leonora negó con la cabeza.

—Uno sabe leer y el otro escribir. —Ella sonrió—. No creas que es del todo malo. A los bomberos les va peor: dicen que el cuartel de bomberos de Venecia tiene un contestador automático en el número de emergencias, y en él un mensaje grabado que dice que se ocuparán de tu incendio por la mañana.

Leonora se echó a reír.

—¿Por eso no pudieron salvar La Fenice? —Un incendio consumió el valioso teatro de Venecia diez años antes.

—No, aquello fue culpa de la ciudad. El canal que daba a La Fenice estaba tan lleno de cieno que los barcos de bomberos no pudieron llegar a tiempo para apagar el incendio. Me temo que fue irresponsabilidad cívica. Este sitio se cae a pedazos.

—¿Y se hunde?

Alessandro agitó la cabeza.

—Ningún lugareño cree realmente que la ciudad se esté hundiendo. Pero sí creen que mucha gente gana dinero por perpetuar el temor a que la ciudad se hunda. Hay muchísimas colectas de fondos para salvar Venecia, pero la mayor parte del dinero se queda en los bolsillos de los funcionarios. No, los turistas son un problema mayor que el agua.

Leonora se sorprendió por la afirmación y también se alegró de que Alessandro no pareciera incluirla entre los componentes de la terrible plaga de visitantes.

—¿Los turistas? —inquirió—. ¿No son el alma, la sangre vital de la ciudad?

Alessandro se encogió de hombros.

—Sí. Pero si la corriente, la presión sanguínea sube demasiado, puede matar, ¿sabes? En la actualidad hay aproximadamente cien turistas por cada veneciano. Todos los nativos nos conocemos. Somos una tribu. Y la ciudad sobrevivirá. Venecia ha estado aquí desde hace siglos y lo seguirá estando por muchos siglos más. Existe cierta continuidad, cierta conciencia de un destino común.

Leonora asintió mientras sus dedos continuaban quitando la cera de la botella.

—Sé a qué te refieres. —Habló como si estuviera dando un paso hacia la intimidad—. La primera vez que te vi pensé que te parecías a un personaje de un cuadro. Pero no sé a cuál.

—Yo sí lo sé. —El hombre sonrió, pero no dio más detalles—. Es muy frecuente aquí. Cuando paseas ves los mismos tipos humanos que han estado en Venecia durante cientos de años. Los mismos rostros. La única cara que nunca ves es la de la propia Venecia. Ella siempre lleva máscara, y debajo de la careta ha ocultado durante siglos su alma corrupta.

—Un detective tiene mucho trabajo, entonces, con una corrupción tan extendida.

Alessandro esbozó una sonrisa irónica.

—Sí, verdaderamente. El crimen de altos vuelos en Venecia es tan interesante como tediosos los delitos menores. Robos de arte, fraudes de propiedades, contrabando. Cosas de hombres.

Ella presintió que esta vez no bromeaba del todo.

—¿Y cuándo son los exámenes?

—Dentro de dos meses. Si los apruebo, seré feliz. —Terminó su cerveza y la miró por encima de la botella vacía—. Y a ti, ¿qué te hará feliz? ¿Estás buscando un cofre de plomo? ¿Un nuevo paraíso?

Leonora bajó la mirada. Una vez más los pensamientos de él se habían hecho eco de los suyos, llegando al fondo de sus sentimientos. La joven miró la vela que los separaba y se dio cuenta de que había quitado todo vestigio de cera de la botella. El vidrio volvía a ser verde y suave, como cuando contenía vino. Mientras miraba la botella, nueva cera, recién fundida y transparente, caía desde la mecha y adquiría una solidez blanca, lechosa, al deslizarse sobre el vidrio virgen. Por fin respondió.

—No. No estoy buscando nada.

«Dije lo que creía en ese instante. Lo seguí creyendo hasta el momento en que él se acercó a mí y me besó. Barba incipiente y áspera, boca suave y un fuego del que ya me había olvidado».

Caminaron en silencio por las calles vacías. La plaza de San Marcos estaba desierta. Era un espacio enorme, como una inmensa catedral sin techo. Las grandes constelaciones formaban los arcos transversales y las uniones arquitectónicas, allá, en lo alto. La noche era fría, pero Leonora sintió calor. Las palomas se habían recogido, pero sus pensamientos volaban.

Siguiendo un impulso inexplicable, dio varias volteretas laterales en la plaza, con las estrellas brillando a sus pies y el pelo rozando las piedras. Podía oír la risa de Alessandro durante sus cabriolas. No sabía qué significaba el beso, pero sí lo que sentía.

«Es algo muy parecido a la alegría; una alegría sin sentido».