7
Mechi tenía decidida la renuncia cuando invitó a Pedro a comer esa noche. Había desconectado el cable para no seguir escuchando la histeria sobre los chicos que volvían por televisión. Con Internet le bastaba: podía pasar horas leyendo noticias y teorías, visitando los foros pero jamás participando para no enloquecerse. Había entrado varias veces al MySpace de Vanadis. Los mensajes se habían interrumpido repentinamente, excepto los de Cero Negativo, el tatuador. El último, que había dejado hacía ya varios días, decía: «Te voy a buscar esta noche».
La mudanza también la preocupaba. No tenía dinero para alquilar otro departamento, no había ahorrado —su sueldo tampoco se lo permitía—, así que debía volver a la casa de sus padres. Ya lo había consultado con ellos, que parecían encantados ante su regreso. Le daba lástima dejar el departamento. Tenía una hermosa bañadera que jamás había usado porque debía arreglarle una filtración y no había encontrado el tiempo o las ganas de llamar a alguien para que hiciera el trabajo. En otro momento, el dueño, que era muy quisquilloso, seguramente rezongaría por el variado deterioro del lugar, que Mechi llevaba alquilando casi dos años: los agujeros en las paredes, desde el balcón hasta la habitación, hechos para que pudiera pasar el cable y ella se echara a mirar televisión en la cama. La mancha gris en la pared blanca sobre la computadora, que alguien le había explicado era normal —el calor de la máquina, el ventilador, algo así— pero que quedaba horrible y ella había empeorado tratando de limpiarla con agua. Otra mancha era un desastre: la de vómito color vino tinto en el pasillo camino a la habitación, resultado de una madrugada de borrachera y olvido; Mechi se acordaba de un chico que la había acompañado hasta la puerta del edificio, al que no había dejado entrar, y hasta de haber comprado Migral para el dolor de cabeza y una Coca Cola para la resaca en el kiosko, pero nunca había podido acordarse de ese vómito que encontró cuando se despertó la mañana siguiente, con una migraña radiante y toda la ropa puesta, incluso las botas. Encontró ese vómito ahí, apestando, y las llaves del lado de afuera de la cerradura. Por suerte nadie se las había llevado, por suerte ni sus vecinos se habían dado cuenta, porque de paranoicos habrían llamado a la policía.
Pero era posible que el dueño no le dijera nada. Incluso era posible que ni siquiera le cobrara los últimos meses de alquiler. La gente se comportaba de maneras muy extrañas desde que los chicos habían vuelto, con una indolencia depresiva, evidente en las miradas perdidas de los kiosqueros que se dejaban robar alfajores como si no les importara o en los empleados del subte que, si uno no tenía cambio, dejaban pasar gratis. Había una calma asordinada en todas partes, gran silencio en los colectivos, menos llamados de teléfono, la televisión encendida hasta tarde en los departamentos. Pocos salían y nadie se acercaba a los parques donde vivían los chicos. Ellos seguían sin hacer nada, solamente estaban allí. A meses del primer regreso, algo se había hecho evidente para la gente: los chicos no comían. Al principio había quienes les llevaban fruta y pizza y pollo al horno, y ellos aceptaban con una sonrisa, pero nunca comían delante de las cámaras ni de los vecinos que les acercaban la cena. Con el tiempo, algún camarógrafo más osado, y algunas personas con camaritas, comenzaron a registrar los hábitos diarios de los chicos. Dormían, eso sí, pero no comían, ni bebían. No parecían necesitar agua para lavarse, tampoco, por lo menos nunca se bañaban, solamente jugaban con el agua de las piletas públicas, las fuentes y los estanques que tenían los parques. Nadie quería hablar de eso, porque era indecible que los chicos no se alimentaran. Incluso pareció descender una sensación de tranquilidad cuando un comerciante de Parque Avellaneda aseguró que los chicos habían entrado a su supermercado de noche y se habían llevado montones de latas y lácteos. Pero después resultó que había sido un robo común, y los jóvenes responsables vivían en los monoblocs cercanos. Cuando se desmintió lo del supermercado, la ciudad volvió a contener el aliento, volvió a su espera insomne.
Pedro llegó puntual: habían quedado a las diez, y a las diez estuvo. Era raro que llegara a horario, no solamente porque él era impuntual sino porque el diario solía retenerlo con cuestiones de último momento. Ya no: estaba en animación suspendida, como casi todo lo demás. Otro ejemplo era el chico del delivery que les trajo la pizza: tocó timbres de otros departamentos antes de dar con el de Mechi, pidió disculpas entre dientes diciendo que se le había perdido el papelito donde tenía anotado el número de piso y casi se fue sin darles el cambio, pero no para quedarse con la plata, sino porque no estaba prestando atención.
Mechi le comentó a Pedro la actitud del chico del delivery mientras cortaba la pizza —eso también: ya nunca venía cortada en porciones— y él dijo que no con la cabeza y abrió un vino. Parecía decidido a emborracharse con firmeza, con la esperanza de la anestesia y el olvido.
—Mechi, mamita, ¿qué carajo es esto? —dijo, después de darle el primer sorbo a su copa—. Te juro que yo tenía las pistas de los traficantes, de los fiolos, y de repente las guachas aparecen acá, como si nada, y se cae todo a pedazos. Me arruinaron el laburo de todos estos años. Como si no hubiera sido real. Pero te juro que mi investigación es real, ¡puta madre, no es mía nomás! ¡Fijate hasta dónde había llegado la fiscal!
—¿Ella renunció?
—En eso está.
—¿Y el video de Vanadis?
—Esa pendeja satánica. Lo voy a vender a un programa de tele. Me dan la plata y te juro que me voy a vivir a Montevideo, a Brasil, ya fue, ya fue. Vení conmigo Mechi, esto es cosa de mandinga como decía mi abuela.
—El otro día leí algo en internet que me pareció… no sé, es una pavada.
—No andes tanto en Internet que enloquece a la gente. Pero contame.
—No me acuerdo muy bien, pero es algo así. Los japoneses creen que después de morir, las almas van a un lugar que tiene, digamos, un cupo limitado. Y que cuando se llegue a ese límite, cuando no quede más lugar para las almas, van a empezar a volver a este mundo. Esa vuelta es el anuncio del fin del mundo, en realidad.
Pedro se quedó callado. Pensó en la foto de Guachín con el pecho pegado al pavimento y las piernas partidas en tres partes que había visto en el juzgado.
—Qué concepto más inmobiliario del más allá tienen estos japoneses.
—Mucha gente en un país chico.
—Pero sí Mechi, puede ser. Puede ser que estén volviendo. Puede ser cualquier cosa, yo no sé más que creer. Anoche fui al Moridero, a la cárcel de Caseros.
—¿Fuiste a buscar a la amiga de Vanadis?
—Si, bueno… no sé a qué fui. Es al pedo encontrarla ahora, ¿no? Fui a ver qué onda. ¿Y sabés lo que pasa ahí? No hay nadie.
—Cómo no va a haber nadie, si estaba lleno de pibes paqueros, yo pasé varias veces cerca, había gente drogada por todos lados.
—Todos me dicen lo mismo en el barrio, y yo les digo que vayan a ver, como hice yo. No queda nadie. Me metí, de día porque estoy loco pero no tanto, y hay ropa por todos lados, cartones, colchones, hasta un par de carpas, miralos a los guachos con carpas, ¡una Doite tenían!… algún guacho de clase media hecho mierda. Gente no. Escuché algo, vi una sombra que se movió rápido, me cagué en las patas y me fui.
—Debió ser un perro.
—Qué se yo, puede ser cualquier cosa. En serio que no queda nadie ahí. Como si se hubieran escapado.
Se quedaron callados. Apenas habían tocado la pizza.
—¿Te vas a ir de Buenos Aires?
—No tengo más ganas de estar en esta ciudad llena de aparecidos con toda la gente loca, no se aguanta Mechi, ¿y vos por qué te vas a quedar?
—No tengo un mango.
—Pero yo sí y te presto… nos vamos un tiempo, hasta que pase algo. No soporto esperar, ¿te diste cuenta que todos están esperando algo? Les van a prender fuego a los pibes. Los van a gasear, les van a mandar la policía, yo no quiero ver eso. O los pibes van a empezar a atacar a la gente.
—Me parece que vos también estuviste pasando mucho tiempo en Internet.
—Y sí, por eso te digo que enloquece a la gente. Me voy hasta que pase lo que tenga que pasar, y estaría bueno que vengas conmigo.
Mechi se quedó callada y después miró a Pedro. Movía la pierna derecha como si estuviera activada por un mecanismo. Se tocaba tanto el pelo que lo tenía engrasado. No, con Pedro ella no iba a irse a ningún lado. Además, quería quedarse a ver qué era eso que tenía que pasar.
—¿Vas a venir conmigo, amiga?
—No.
—Sos más terca.
—¿Cómo sabés que no pasa en otros lados?
—¡Porque no pasa! Es en Buenos Aires nomás, vos sabés que es acá, te vas a Mar del Plata y ya no hay nada así, no te hagas la boluda.
—No, quiero decir cómo sabés que no va a empezar a pasar en otros lados.
—Sos satánica, Mechi. ¿Qué te imaginás, un plan fin del mundo onda vuelven los muertos vivos? Muchos de esos chicos no estaban muertos, para empezar. Cortala con Internet.
Se abrazaron fuerte cuando Pedro se fue de madrugada. Tenía decidido irse a Brasil, a la casa de un amigo suyo que trabajaba en un diario de San Pablo y al que le encantaría tener a un periodista de Buenos Aires testigo del regreso de los chicos, que, claro, ya tenía fama internacional. Antes de irse, le contó que su jefe le había autorizado las largas vacaciones de cuatro semanas sin pestañear, casi aliviado. Pedro le dijo a Mechi que tuvo la sensación de que el jefe no lo quería cerca. Que le tenía miedo.