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Mechi creía que su minuciosidad en el mantenimiento del archivo, su interés serio respecto a los chicos que faltaban tenía que ver con Pedro, uno de sus pocos amigos. Lo había conocido unos cinco años atrás, cuando ella aún trabajaba en pleno centro de la ciudad, en una oficina cerca de la Plaza de Mayo; desde la ventana se distraía viendo las marchas y manifestaciones, y ese era casi su único entretenimiento —y su única emoción fuerte—, cuando alguna protesta acababa en represión y llegaban hasta su ventana las sirenas, los gritos y el olor ardiente de los gases lacrimógenos. Algunas tardes Mechi decidía tomarse una cerveza antes de volver a su departamento. Ninguno de los bares le gustaba mucho. En el horario de salida, alrededor de las seis de la tarde, se llenaban de jóvenes ejecutivos, empleados administrativos con buenos sueldos, secretarias de ropa cara. En el after hours pedían cervezas importadas y trataban de llamar la atención, de encontrarse y, de ser posible, gustarse como para irse a la cama. Nadie trataba de conversar con Mechi. Ella era demasiado delgada y bajita, usaba botas con plataformas en verano y jamás se maquillaba. Era rara. Tampoco esperaba que alguno de los chicos de traje y afeitadas aromáticas la invitara a tomar una cerveza Iguana; Mechi aceptaba fácil la realidad de las situaciones y en general no se atormentaba. Esos bares no eran su lugar. Pero le gustaba volver a casa levemente borracha, caminando por la avenida mientras caía el sol y le resultaba muy sencillo ignorar lo que pasaba a su alrededor; incluso, a veces, se llevaba un libro, y eso atraía miradas, pero jamás nadie se había molestado en preguntarle qué estaba leyendo. Leer la ayudaba a no escuchar las conversaciones de los otros oficinistas, que no le interesaban.

Una de esas tardes conoció a Pedro, que la sacó de su aislamiento cuando le pidió compartir mesa, el bar estaba lleno. Él hablaba mucho, sin que hiciera falta hacerle preguntas: le contó que era periodista, que trabajaba en un diario cercano, que se especializaba en policiales y que rara vez dejaba la redacción para tomarse una cerveza a la tarde (salía de trabajar después de las diez de la noche), pero ese día había sido muy movido y necesitaba despejarse. Le pidió el teléfono y Mechi se lo dio sin demasiadas expectativas: Pedro era nervioso, atractivo, tenía un poco de barba y grandes ojos oscuros. Ese tipo de chicos rara vez la tenían en cuenta.

Sin embargo, Pedro la llamó la noche siguiente. La invitó a una cerveza en otro bar, distinto, más barato y lejos del circuito de oficinistas, y después a tomar algo más en su departamento. Mechi todavía recordaba el lugar. Las piedritas sanitarias del gato en el lavadero al lado de la cocina, rebosantes de mierda; no debía haberlas limpiado en semanas. Libros en los rincones, un balcón hermoso, de piedra, la computadora sobre la mesa y un poster vintage de Tarde de perros, la película de Al Pacino. Tomaron la cerveza sentados en el sillón y fueron a la cama antes de terminarla. Era un colchón en el suelo, con el despertador al lado de la cabecera, un cenicero lleno al alcance de la mano y las sábanas blancas demasiado usadas, tanto que hacia el centro se veían grises. Mechi no había disfrutado del sexo con Pedro. Por algún motivo había sido incapaz de concentrarse y se la pasó observando los detalles de estilo de las puertas del ropero, el cielo de la noche, los ojos curiosos del gato que se asomaba del otro lado de la puerta entreabierta, incluso la ventana iluminada del departamento de enfrente, que se veía desde la cama. Había actuado como si disfrutara, porque Pedro parecía estar pasándola bien y se comportaba con gran entusiasmo y delicadeza cuando hacía falta. Lo había besado profundamente y le había acariciado la espalda, pero cuando él amagó a buscar un segundo preservativo, Mechi le detuvo suavemente el gesto, lo besó en la mejilla y le pidió un cigarrillo. Se quedaron fumando hasta la madrugada; Pedro tomó un poco de cocaína —ella no tuvo ganas— y le contó detalles de algunos de sus casos más escabrosos. Le gustaba, y se lo dijo, que Mechi no se asqueara ante los detalles, que no se impresionara. Ella le explicó que las historias de crímenes le daban miedo, pero al mismo tiempo la entretenían. Se fue del departamento de Pedro cuando empezaba a amanecer, segura de que no volverían a tener sexo. Y no se equivocó, pero juzgó mal a Pedro cuando creyó que tampoco volvería a comunicarse. Pedro quiso seguir viéndola, aunque no insistió en acostarse con ella. Aquella primera noche había quedado claro lo que no se animaban a decir en voz alta: que no se gustaban tanto, que lo sabían desde antes de irse a la cama, pero igual quisieron intentarlo, porque estaban solos y los dos habían fantaseado con que ese encuentro podría ser, al menos, el comienzo de una compañía. El enamoramiento sencillamente no había sucedido, pero sí una amistad constante aunque no tan cercana. Al principio Mechi lo llamaba para comentarle sus artículos, y él para informarle la deriva de los casos que a ella le interesaban. Con los años, fueron confesándose relaciones frustradas y pequeñas esperanzas que en general se desvanecían pronto. Pedro cambiaba de novias seguido, Mechi era más solitaria, y aunque rezongaban, ambos sabían que les gustaba más estar solos.

En los últimos años, Pedro había cambiado de especialidad en sus casos policiales. Cansado y un poco asustado después de años de crímenes mafiosos, había empezado a investigar las desapariciones de adolescentes, especialmente de chicas. Terminó encontrando redes de trata de menores y personajes tan sórdidos y temibles como los asesinos narcos. Pero había algo en los terribles viajes de estas chicas —especialmente de chicas, aunque también investigaba desapariciones de varones— que lo hacía escribir crónicas especiales, muy largas y detalladas, que se comentaban muchísimo y generaban felicitaciones de sus jefes, y hasta aumentos de sueldo.

Casi como una casualidad extraña, mientras Pedro se internaba en prostíbulos de provincia y comisarías oscuras en busca de las chicas ausentes, a Mechi le ofrecían el trabajo en el archivo de chicos desaparecidos del Consejo. Ella aceptó inmediatamente, y lo primero que hizo después de dar el sí y averiguar qué trámites debía hacer para oficializar el pase, fue llamar a Pedro, que recibió el cambio de Mechi con gritos de alegría y muchos «no te puedo creer» que la aturdieron. Empezó a visitarla seguido y cuando el archivo finalmente tuvo el sello del orden y la dedicación de Mechi, se le hizo de consulta obligatoria. Antes de ella era un montón de papeles desordenados a los que nadie les prestaba demasiada atención, salvo los pobres desesperados familiares. En tres meses, según Pedro, el archivo era una joya.

—Boluda, esto es oro en polvo —le decía siempre, mientras pasaba las páginas y copiaba los datos necesarios en su cuaderno de notas—. Le hablo de vos siempre a la fiscal, la tenés que conocer, es una torta que fuma cigarros negros, tremenda voz de chongazo, toda mal teñida, ¡no sabés! Un día de estos almorzamos juntos, ¿dale?

La propuesta nunca se cumplía porque Pedro nunca estaba despierto a la hora del desayuno, y además viajaba por lo menos cada quince días, en la ruta de los secuestradores de chicas. Con ayuda del archivo de Mechi y las investigaciones de Pedro ya habían atrapado a uno de los zares de la trata de mujeres y adolescentes, un misionero afincado en Posadas, con varias salidas liberadas a Brasil y Paraguay, que alcanzaba con sus tentáculos hasta el sur del Gran Buenos Aires. Cuando lo llevaron a juicio y se supieron detalles espantosos, y se entrevistó a las chicas —algunas habían vivido en pleno Palermo, hacinadas en un departamento de un ambiente, no se les permitía ni salir a la calle, para eso tenían una celadora que les traía comida y objetos de primera necesidad; estaban pálidas por el encierro y con los labios resecos—, Pedro se convirtió en una estrella de la televisión, y participó de paneles, noticieros, hasta de programas con living. Se compró una docena de sacos y camisas blancas para su pico de fama, y Mechi pensó qué fácil resultaba la fama y la televisión para un hombre, nada más aparecer con sacos diferentes les garantizaba elegancia; si hubiera sido ella, tendría que haberse comprado doce diferentes vestidos, por ejemplo. Pedro fue sincero y generoso en las entrevistas, y nombró varias veces a Mechi, porque había descrifrado gran parte del armado de la red de prostitución cruzando datos; y los de los archivos del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes habían sido claves. Pero a Mechi no la habían llamado para hablar de sus chicos por tele, sólo la entrevistaron de algunos diarios. A algunos periodistas los recibió en la oficina de Parque Chacabuco, y todos comentaron sobre el ruido de la autopista que llenaba monótonamente la oficina. Mechi les dijo que después de un tiempo una se acostumbraba, pero no era cierto, y ellos no se lo creyeron, se les notaba en las sonrisas falsas. «Por lo menos tenés el parque cerca», le decían, y Mechi tenía que reconocer que era una recompensa por el traqueteo de la autopista sobre la cabeza. A veces ella aprovechaba la hora del almuerzo para recorrerlo: se comía un sándwich rápido sentada en un banco, o en un bar si no se había traído vianda, y después caminaba un rato. Le gustaba especialmente la parte cercana a la estación de subte, los bancos de un pequeño rosedal romántico, con sus glorietas y paseos, que pretendía una elegante decadencia arruinada por el constante paso de autos en la autopista, y los horrendos pilares con forma de gomera. A veces se llevaba algunas carpetas para repasar los nombres y circunstancias de los chicos, llenando mentalmente los puntos suspensivos para inventarles una historia. Le extrañaba que casi siempre la foto elegida por la familia, la misma que solía ser usada en los carteles y los volantes de búsqueda, fuera pésima. Los chicos se veían feos; el lente les tomaba los rasgos de tan cerca que los deformaba, o de tan lejos que los desdibujaba. Aparecían con gestos raros, bajo luces precarias; casi nunca eran fotos donde los ausentes estuvieran lindos.

Salvo por Vanadis. Ella, con su nombre tan extraño. Mechi lo había buscado en un diccionario enciclopédico: era una variante del nombre de la diosa nórdica Freya, deidad de la juventud, el amor, la belleza, y señora de los muertos. Vanadis, desaparecida a los catorce años, era la única verdadera hermosura de todo su archivo. Había más de veinte fotos de ella, muchísimas para el promedio, y en todas era un misterio de pelo oscuro y ojos achinados, los pómulos altos y los labios fruncidos en un gesto de seductora inmadura. Mechi nunca se había obsesionado con uno de los chicos, pero con Vanadis estaba cerca. Algo en su historia no encajaba, además: la habían encontrado prostituyéndose en Constitución, en una zona donde reinaban las travestis y en general no trabajaban mujeres, y mucho menos chicas jóvenes, nadie de su familia quiso hacerse cargo de ella cuando intervinieron los asistentes sociales, y la encerraron en un instituto de menores, del que se escapó. Nunca más se supo de ella. La familia no parecía interesada en encontrarla. Los que a veces aparecían con datos eran sus amigos de la calle. Otros chicos que la idolatraban, puesteros, taxistas que empezaban su recorrido de madrugada, jóvenes que atendían las pancherías y hamburgueserías abiertas las 24 hs., quiosqueros, otras prostitutas, algunas travestis. Algunos se presentaban en la oficina y contaban sobre Vanadis, pero otros dejaban cartas, pequeñas anécdotas escritas, hasta corazones dibujados o cintitas rojas para regalarle si ella aparecía. En muchos casos Graciela los grababa: después le pasaba el cassette a Mechi —no había forma de que entendiera cómo funcionaba un MP3— y ella los desgrababa. Esas voces después la acompañaban en el subte, cuando volvía a casa. El archivo de Vanadis era grueso y resultaba difícil cerrar la carpeta. Tanto que una tarde, en el horario del almuerzo, a Mechi se le cayó una de las fotos cerca de la estación Emilio Mitre. Cuando corrió a buscarla, porque había viento y temía que se volara, vio por un instante esa cara sobre la vereda, y pensó que nada malo debía haberle pasado a Vanadis, la chica que se parecía a Bianca Jagger pero había nacido en Dock Sud, porque nada malo le pasaba nunca a las diosas, ni aunque fueran tan tristes y callejeras.