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Cuando Vanadis se prostituía cerca de Constitución, solía cruzarse con los chicos de la cárcel. No se trataba de presos: eran chicos, varones y mujeres —algún que otro adulto también— que ocupaban las ruinas de la cárcel de Caseros. Se suponía que esas paredes debían haber sido demolidas hacía años, pero seguían ahí, enormes y peligrosas, y a nadie parecía importarle salvo a los vecinos. De a poco se había ido llenando de chicos adictos, en general a la pasta base, pero también al pegamento y el alcohol. Los chicos adictos expulsaron a las familias pobrísimas y los sin techo que habían elegido las ruinas para asentarse. Nadie podía vivir donde los chicos adictos vivían. Había peleas, muertes por sobredosis, dealers asesinados y asesinos, robos, una mugre abismal. Nadie se atrevía a pasar cerca, el barrio que rodeaba las ruinas se iba muriendo de a poco. Los chicos adictos solían abandonar las ruinas al atardecer, para pedir plata por los alrededores.

Una chica del Moridero de Caseros —así había llamado un canal de televisión a las ruinas, y el nombre macabro resultó y acabó siendo el usado habitualmente para referirse al lugar— se acercó un día hasta el Centro de Gestión y Participación de Parque Chacabuco y dijo que quería contar lo que sabía de Vanadis. No quería ir a la policía ni al juez, le dijo a Graciela, porque estaba hasta las manos y no quería ni caer presa ni rehabilitarse. Se quería morir en la calle, no le importaba nada, tenía las piernas y los brazos llenos de llagas y había perdido dos embarazos entre las ruinas de Caseros, no sabía quiénes eran los padres de sus hijos no nacidos, intuía que debían haber sido otros adictos, ella no se acordaba. Y seguramente se había acostado con ellos por plata, para otro paco, porque a ella le gustaban las mujeres. El testimonio no registraba el nombre porque no quiso darlo, pidió que la anotasen como La Loli. Graciela decía que La Loli apestaba, que tenía la ropa tan sucia que tanto los jeans como la remera que llevaba parecían marrones, y se le escapaban los dedos de los pies fuera de las zapatillas. Decía que tenía algo de loba, por lo flaca, con los dientes y la mandíbula sobresaliendo de la cara como las fauces de un animal. Y que le había contado la historia de su vida antes de hablar de Vanadis sólo porque no paraba de hablar nunca, nomás para respirar con un sonido áspero. Era la primera vez que Graciela veía a una persona moribunda pero caminando, a una persona cuya mente no registraba la muerte del cuerpo. La había impresionado mucho.

La Loli contó que una noche había salido desesperada del Moridero. No tenía un mango, le dolía todo, no podía pensar, necesitaba plata. Se fue para el lado de Constitución pero con cuidado, porque no quería que la viera ningún policía ni quería pedirle plata a las travestis, que le pegaban a chicas como ella. Tenía que encontrar a alguno que estuviera esperando el colectivo, o nomás caminando por ahí, yendo al kiosko o de vuelta a casa. Tenía el pico roto de una botella escondido en el bolsillo de la campera.

Pasó como una hora, le pareció, y no se cruzaba con nadie que diera para el arrebato. La gente común ya no andaba a esa hora por el barrio, sabían que se ponía peligroso. Y cuando ya estaba perdiendo las esperanzas, la vio a Vanadis. Ella estaba muy loca pero en seguida se dio cuenta de que no era una travesti. Se le acercó de atrás y le apoyó el filoso pico de la botella en la espalda. Vanadis se dio vuelta muy rápido, casi de un salto, estaba mucho más alerta de lo que La Loli creía. Se miraron y Vanadis cedió sin que hiciera falta volver a amenazarla. Le dio treinta pesos, y le dijo: «Pero ahora no me pedís más por quince días, ¿okey? No me rompés las pelotas. Acordate que te di, no seas rata».

La Loli salió corriendo con la plata y con una sensación extraña: no sentía que le había robado a esa chica. Si esa chica le hubiera dicho no te doy nada, Loli se hubiese ido sin apretarla más. No entendía por qué, si ella estaba tan desesperada por la plata, pero era así: la hubiera dejado en paz.

Unos días después —Loli no se acordaba cuándo, el tiempo no contaba entre los del Moridero— la vio otra vez. Vanadis le dijo: «Ni se te ocurra pedirme eh, acordate». La Loli se acordó, y cuando Vanadis le sonrió, se enamoró. Le preguntó si podía quedarse cerca y Vanadis dijo que sí. La Loli le contó su vida, le habló del Moridero y Vanadis se preocupó, ella no se drogaba, le parecía tan triste lo que hacían. Le dijo a Loli que quería verlo, quería visitar el Moridero, pero la Loli se negó a llevarla, era demasiado peligroso y además no quería que viera el terrible lugar donde vivía. Esas noches, cuando fumaban cigarrillos juntas entre cliente y cliente de Vanadis, la Loli pensó que podía dejar el paco, volver a comer, ir al hospital que era gratis para curarse todo lo que seguramente tenía hecho mierda, y confesar su amor; capaz que ella la correspondía, estaba lleno de putas tortas, ella había conocido un montón y hasta había tenido una novia puta antes de empezar a fumar paco.

Le contó a Graciela que Vanadis trabajaba muchísimo. Seguramente les sacaba trabajo a las travestis, pero por alguna razón la dejaban laburar tranquila, nadie la molestaba. Loli ni veía a los tipos que siempre estaban adentro del auto y de noche, pero Vanadis, que hablaba poco y casi nunca de sus cosas —jamás mencionaba a su familia, su casa, nada anterior a la vida en la calle; si Loli le preguntaba Vanadis nomás le sonreía y cambiaba de tema— le contó acerca de un par que eran «raros». Eso quería venir a contar Loli: porque cuando Vanadis se escapó del Instituto y desapareció, ella creía que a lo mejor se la habían llevado esos tipos raros. Además cuando ella se enteró que Vanadis había desaparecido —se lo contó una travesti—, Loli se dio cuenta de que no iba a dejar nunca el paco y que se iba a morir en Caseros, que esa pendeja era la última puerta y se había cerrado. Entonces quería contar para no morirse tan al pedo.

Los tipos raros se la levantaban juntos y la llevaban a un hotel de por ahí cerca, casi enfrente de la estación. Mientras uno se la cogía el otro filmaba, y se turnaban. La hacían hacer cosas normales: chupar pija, el culo, tirada de goma, garchar común. Nomás la filmaban. Vanadis les había preguntado qué hacían con los videos y ellos contestaron que eran para ellos, que no andaban en nada raro, que los miraban entre ellos. Vanadis no les creía, y Loli tampoco. Cuando les insistió mucho con que le contaran, dónde iban a parar los videos, a Internet o qué, ellos le dijeron que si decía algo la mataban, que era una pendeja de la calle, a quién le importaba un carajo algo de ella. Vanadis no peleó, y siguió haciendo los videos, pero les tenía miedo aunque no se hiciera cargo, Loli se daba cuenta, aunque siempre le negó todo, decía que eran dos pelotudos y que igual a ella no le importaba que pusieran sus videos en Internet o los vendieran, le daba lo mismo. Ellos, claro, le pagaban más que los clientes comunes, y con eso le alcanzaba.

Loli se había enterado de la llegada de los asistentes sociales y la policía a Constitución cuando Vanadis estaba internada en el Instituto. Esperó que volviera, y después de un tiempo larguísimo —le parecían años— la travesti le dijo que había desaparecido. Y eso la mató, decía la Loli, me mató. A lo mejor la mataron también a ella. Era hermosa esa nena, era lo más lindo que vi en mi vida.

Todos coincidían en lo hermosa que era Vanadis, sobre todo en su perfil de MySpace; era notable cuántos de los chicos desaparecidos dejaban perfiles de Facebook y MySpace detrás, que quedaban inmóviles, como lápidas, sólo visitados por un puñado de sus cientos de amigos y algunos familiares que seguían dejando mensajes con la esperanza de recibir una respuesta.

El perfil de Vanadis había sorprendido a Mechi. Seguía teniendo mensajes nuevos, casi todos los días. Había muy poco acerca de ella, sin embargo. Una foto extraordinaria, tomada con celular: ella llevaba el pelo recogido, bien tirante, y se le veía la cara entera, con los labios gruesos y una sonrisa suave. Había completado la información solicitada con una extraña mezcla de verdad y fantasías macabras: era fan del heavy metal y las películas de terror. Se presentaba como «Vagabunda de la Noche», se describía como «el gusano que vive en cada muerto» y declaraba 103 años. El casillero de «En cuanto a mí» lo había dejado vacío, y en «A quién quiero conocer» había puesto: «A todos».

El resto era así:

  • Intereses
    • General: Ahora no tengo tiempo, más tarde
    • Música: metal!!!
    • Películas: el juego del miedo, el ecsorcista, los otros, las japonesas
    • Televisión: no tengo hace mal!!!
    • Libros: jaja
    • Héroes: mis dedos
    • Grupos: marilyn manson, slipknot, korn
  • Sus datos
    • Estado civil: no tengo
    • Vengo a: amigos
    • Orientación sexual: bisexual
    • Ciudad natal: mundo subterráneo
    • Medidas: 1,60 re flaca!!!
    • Etnia: ?
    • Religión: nada
    • Signo: escorpio
    • Bebo/fumo: si y si
    • Hijos: pobres chicos
    • Formación: ?
    • Sueldo: jaja

Tenía 228 amigos y 7.200 mensajes. «ojalá aparescas amiga linda te quiero!!!!», «hermosa, te quiero volvé se te extraña acá». Algunos de los amigos tenían perfiles propios, pero pocos los habían llenado. Salvo Cero Negativo, un tatuador que tenía un extenso perfil lleno de fotos de su trabajo, entre las que había varias de Vanadis, porque le había tatuado dos alas sobre los omóplatos y una lágrima en la nuca —al menos esos eran los trabajos sobre la piel de la chica que él exhibía—. Pero en el perfil de Vanadis dejaba mensajes al menos una vez por semana: algunos eran cortos («decime dónde estás muñeca», «si alguien te hizo algo lo mato») y otros muy largos, hasta el límite de palabras permitidas para un mensaje: «nena bruja, no me olvido más de vos y de lo que me contaste, te busqué anoche por todos lados en constitución y en patricios hasta me metí en la cárcel y casi me afanan si empezaste a fumar esa mierda te cago a trompadas pero yo te salvo eh decime dónde estás me parece que no estás muerta la otra noche viniste en un sueño me flotabas arriba de la cama yo estaba en pelotas boca arriba y flotabas con alas de verdad como las que te hice y tenías los ojos más raros como plateados, me hacía acordar a cuando venías acá y me contabas que tenías que dormir tapada aunque hiciera calor porque sentías que a la noche te tocaban unas manos, tenías sueños recontra locos y a veces te hablaban en el oido y no te dejaban dormir, te busqué también en hospitales no estarás loca por ahí? A veces parecías re loca mi amor me fui a open door y al moyano pero no estás en ninguna parte me voy a volver loco».

Mechi le preguntó a Graciela si alguna vez había aparecido este tatuador, a dejar información, le dijo el nombre del chico pero no, nunca había venido. Mechi le creía, le parecía enamorado de verdad, y le daba tanta lástima que a veces pensaba en romper con su promesa de no involucrarse con los chicos más que a través del archivo y tenía ganas de ir a visitar al tatuador e invitarlo a que explicara mejor de qué se trataban esos sueños y esas voces, pero finalmente se decidió por la distancia. Le parecía injusto con los demás chicos la atención especial que le prestaba a Vanadis, y prefirió, como siempre, dejarlo estar.