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Las semanas siguientes se llegó a la histeria, y se fue un poco más allá. Los chicos que faltaban de sus casas empezaron a aparecer, pero no en cualquier parte: aparecían en cuatro parques grandes de la ciudad, el Chacabuco, el Avellaneda, el Sarmiento y el Rivadavia. Se quedaban ahí, dormían uno al lado del otro por la noche, y no parecían tener intenciones de irse a ninguna parte. Incluso había bebés, presuntamente esas víctimas de secuestro parental, aunque también podían ser criaturas robadas de hospitales, de maternidades. Los familiares enloquecidos los venían a buscar sin pensar demasiado en lo raro del caso, en lo inquietante de que todos los chicos volvieran al mismo tiempo. Los primeros en irse de los parques fueron, obviamente, los bebés. Entre los chicos grandes reinaba el silencio. Ninguno decía mucho, ni parecía querer contar dónde había estado. Tampoco parecían reconocer a las familias aunque se iban con los que los venían a buscar con una mansedumbre que resultaba todavía más espeluznante.

Nadie sabía qué decir, tampoco, y circulaban hipótesis descabelladas. Como los chicos no hablaban, no se podía afirmar que una organización criminal los había soltado a todos juntos, por ejemplo, pero había diarios que sostenían esta posibilidad. Incluso hubo redadas policiales, con detenidos que gritaban a cámara su inocencia, probablemente verdadera. No había evidencias para acusarlos de algo con respecto a estos chicos. Pocos de los investigadores, funcionarios y periodistas tenían la honestidad de Mechi o Pedro: ellos sinceramente no tenían idea de lo que pasaba, no podían explicarlo; solamente sabían que les daba mucho miedo.

Después del desconcierto eufórico de la primera semana, el escalofrío fue decantando. Sucedió que la primera semana los «recuperados» fueron casos normales. Excepto, claro, el caso del niño Juan Miguel, el muerto atropellado por el tren. Los medios habían decidido que padre y madre de Juan Miguel eran pobres y borrachos, por lo tanto poco confiables, y que se habían confundido de chico. La gente, para tranquilizarse, aceptó la versión. El resto de la primer semana, entonces, todo transcurrió en relativa normalidad: chicos y chicas que habían desaparecido recientemente, de familias más o menos estables, sin señales de violencia. Casi finales felices. Pero al promediar la segunda semana, se fue instalando un miedo sordo que nadie se animaba a vocalizar por temor a que los ecos no terminaran nunca. Uno de los detonantes fue el caso de Victoria Caride. Una chica estudiante de Ciencias Económicas, una de las pocas desaparecidas de clase media alta, de quien se decía que había sido secuestrada por una red de trata de mujeres, o que había sufrido un brote psicótico cuando dejó de tomar sus antidepresivos, o que había huído con un hombre casado. El caso de Victoria era un misterio, una chica que había salido a comprar galletitas y nunca había vuelto; una chica prolija, con amigos, dinero, una carrera universitaria y dilemas morales que canalizaba trabajando en un comedor comunitario. Había desaparecido hacía ya cinco años, y casi se habían perdido las esperanzas de encontrarla. Pero ahora había aparecido en Parque Avellaneda, cerca de la estación del trencito antiguo que le daba vueltas al predio, sentada en un banco mirando hacia la mansión que había sido casco de estancia. Su familia se alborozó y ni bien la vieron por televisión —había un móvil en cada parque, día y noche— vinieron a buscarla y se la llevaron estrujándola en un abrazo de lágrimas y mocos.

Ni ellos ni nadie, en ese momento, se atrevieron a decir que Victoria, físicamente, no había cambiado en nada en esos cinco años de ausencia y que tenía la misma ropa del día de la desaparición, incluso la misma hebilla en el pelo para su cola de caballo de enrulado pelo castaño.

El segundo caso resultó aún más difícil de explicar: Lorena López, una chica de Villa Soldati que había escapado de su casa con un remisero, y lo había hecho embarazada de cinco meses, apareció en el Rosedal de Parque Chacabuco, embarazada de cinco meses. Había estado desaparecida un año y medio. Los médicos ginecólogos confirmaron que ése era su primer embarazo. ¿Y entonces? No habrá estado embarazada cuando se fue, se habrá tratado de un error, a lo mejor la chica mintió — el remisero no apareció para confirmar o negar nada, y hacía bien, porque iría directo a la carcel por acostarse con una menor— , o los médicos se equivocaban, cómo podían estar tan seguros. Lorena volvió a Soldati, pero en quince días sus padres la «devolvieron» al juzgado de menores que le correspondía. Pedro había visto la entrega. La madre, le contó a Mechi, le había dicho a la jueza: «Yo no sé quién es esta, pero no es mi hija. Me equivoqué. Se parece mucho, pero no es mi hija. Yo parí a Lorena. La reconocería en la oscuridad, sólo por el olor. Y esta no es mi hija». La jueza ordenó un ADN, y se estaban esperando los resultados cuando apareció abajo del monumento a Bolivar en Parque Rivadavia, charlando con otros chicos, uno de los escapados más famosos, el Guachín o Super Guachín, nombre verdadero Jonathan Ledesma. Guachín era un escapista crónico y un ladroncito precoz: a los doce años, se había ido diez veces de su casa —en Pompeya— y había logrado violar la seguridad de dos institutos de menores. La gente lo veía por todas partes, porque Guachín andaba por la calle y arrebataba en los semáforos de 9 de Julio, pero nadie había conseguido localizarlo el tiempo suficiente para que fuera restituido. Además, pasaban largas temporadas sin que se supiera de su paradero en absoluto.

El caso de Guachín estaba cerrado, sin embargo. Hacía un año se lo había llevado por delante un camión en Puente la Noria. Se había caído sobre el asfalto mareado de bolsear. Las ruedas del camión le pisaron el pecho y no pudieron salvarlo. Pero la cara había quedado intacta, igual que la cara de Juan Miguel, el chico del tren. Y era la misma cara de las fotos y era la misma de este Guachín que estaba en el Parque Rivadavia, sólo que no era posible que Guachín estuviera ahí con los otros aparecidos, porque Guachín estaba muerto.

Hasta Guachín, Mechi se había aguantado seguir trabajando en la oficina debajo de la autopista, se aguantó ser parte del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Pero cuando Guachín apareció vivo y sin las costillas clavadas en los pulmones —ella había visto las fotos de la sangre en el pavimento, mezclada con algunas tripas—, y después otro chico que desapareció a los ocho años apareció de ocho años a pesar de que faltaba hacía seis, así que debía tener catorce, debía ser un adolescente y no un nenito, Mechi se dio cuenta de que no podía soportar más, ni a los padres que primero se alegraban y después se aterraban, ni las noticias sobre internaciones psiquiátricas ni las miradas de los chicos desde el Parque, sentados sobre el pasto, en las escaleras, en los juegos para los infantiles, jugando con los gatos y hasta tratando de meterse en la pileta. Ella acomodaba archivos, ella no podía explicar este regreso sobrenatural, ella quería volver el tiempo atrás.