DIEZ

El tiempo es fabuloso. El cielo se está despejando, y el azul alegra el ánimo. Hace frío, sin embargo: cinco grados bajo cero, más o menos. El aliento se congela en el borde de la capucha.

Anthony va aguantando muy bien. Si todo va según lo previsto, le estarán atendiendo en un par de horas. Woolley puede devolverle a casa de sus padres cuando esté fuera de peligro. Yo no me quedaré, me volveré rápido a casa de Thaddaeus. Antes o después, alguien se dará cuenta de que tengo un pariente que vive en el bosque y se lo dirá a las autoridades. Creo que lo que haremos será ponernos en marcha esta misma tarde hacia la cabaña que tiene el abuelo al otro lado de la sierra del Caribú.

Este trineo es fantástico. Con un solo empujón puedo hacerlo deslizar sobre la nieve llevando mucho peso. Por suerte, Anthony no es más que un pequeño asiático que no pesa mucho más que Zöe. Parece que fuéramos volando, estamos haciendo un gran tiempo. Por aquí, el bosque es de álamos. Durante un rato, avanzamos por una de las pistas que ha venido haciendo Thaddaeus. Con sus viejos pies ha ido abriendo con el tiempo un camino que le viene estupendamente a mis botas. Y el trineo engancha también a la perfección. Tras cuatro millas, llegamos al río Canoe, que en este punto no es muy ancho y corre hacia el este, cruzando la punta del valle hacia el gran lago al que brinda sus aguas del otro lado de la montaña.

El río está congelado. Tengo que tirar con fuerza al llegar a la orilla y luego, tras cruzar, también en la otra orilla. Pero, aparte de esto, todo resulta muy sencillo. Seguramente nos va a llevar menos tiempo de lo que habíamos calculado. Son las ocho y media de la mañana y el sol acaba de salir por encima de las montañas que coronan Swiftcreek. Todo lo baña una luz amarilla y difusa. Nos acompaña un vuelo de gaviotas. Se oyen urogallos, aquí y allá, y vemos también conejos blancos, de camino al país de las maravillas. Oh, Alicia, Alicia, Alicia, si tú supieras... La realidad es mucho más extraña que la ficción. Si los ingenieros sociales logran reformar a la humanidad y mi diario sobrevive, ¿habrá alguien, dentro de cien años, que se llegue a creer que hubo alguien como yo, o como Anthony, o Thaddaeus o, sobre todo, el padre Andrei? Pensarán que el sacerdote es algo así como un mito, o un druida, sin duda.

No, Nathaniel. ¡Tienes que evitar recaer en tu vieja amargura!

Curiosamente, todavía no me ha atacado. La amargura, digo. Puedo reflexionar con paz. Y puedo pensar en el futuro sin caer en el caos emocional. Ese terror solía engendrar violencia dentro de mí, ahora lo veo claro. Y en una sociedad ordenada no hay un blanco para esa violencia si no es dentro de uno mismo. Por eso hay tantos locos ahora, tantos criminales, y tantos jóvenes que se suicidan.

¿No lo cogen, los ingenieros sociales? No. Casi nunca captan nada, casi nunca entienden nada. Sólo aumentan la dosis de la medicina que nos está envenenando. Quizá lo mejor que podamos esperar, efectivamente, es que todo se destruya. Así la gente empezará a buscar algo en su interior, algo auténtico. Y lo encontrarán, porque está ahí. Mientras tanto, lo que tengo que hacer es salvar a este muchacho, que es la semilla de un futuro mejor.

Nos detenemos. Compruebo que esté bien abrigado.

—¿Tienes frío, Anthony?

—Todo bien, Natano.

—¿Te duele?

—Mucho.

Su cara todavía está descolorida, con alguna mancha rosácea en las mejillas. Ojos cansados pero también iluminados.

—¿Sangras?

—No.

Lo miro, de todas maneras, un rápido juego de manos apartando las mantas. Se estremece de dolor. Pero está seco.

Allá vamos otra vez. ¡Qué no daría yo ahora por una buena rehala de perros! Aun así, vamos avanzando bien. Nos impulsa un viento suave a nuestra espalda. Estoy cansado pero no exhausto, pese a haber dormido y comido poco. Mi corazón está en paz. Duele. Sí, duele mucho, pero ya no siento ese mordisco afilado de la angustia. Si lloro, no son las lágrimas amargas de la desesperación, sino el agua dulce de una pena que limpia. Woolley probablemente diría que los hombres de verdad no lloran. Te equivocas, Woolley, sólo lloran los hombres de verdad. Tienen corazones para escoltar sus cerebros prodigiosos y su valentía. No intentes engañarme, por favor, mi buen Woolley, ya no más. Sé que en algún lugar, en algún depósito oscuro donde no se distinguen tus honores, medallas y diplomas, tú también lloras a tu amor perdido y a un mundo que pudo ser y ya no es.

Entiendo tu dolor. El peor dolor es pensar que tu dolor no vale para nada. O echas por tierra esa mentira o te gana e intentas simplemente huir corriendo de ella. Pero los hombres de verdad no huyen, Woolley. De acuerdo, deberían huir de los niñatos que fantasean con ametralladoras y helicópteros. Y deberíamos huir de un virus o una bomba o un maníaco. Pero no podemos huir nunca de nuestro combate interior. Si huimos, terminaremos odiándonos a nosotros mismos y a los demás para siempre.

Woolley, ¿por qué arriesgas siempre tan poco? Podrías intentar, alguna vez, ser un perdedor. Es bueno para el espíritu, se aprende mucho. Una de las cosas que aprendes es que la realidad, en su escala humana, nunca es un fin en sí misma. Que el mal no es absoluto. Que no hay que perder nunca la esperanza. Hay una realidad más completa que existe más allá de los dedos anhelantes de nuestros sentidos y del orgullo de nuestra inteligencia. Intenta encontrar esa realidad, amigo mío. No dejes que ganen los mentirosos. No da igual que lo hagas o no, Woolley, no da igual. Todo lo que hacemos y decimos importa y suma y es observado. No se juzga al universo. Nos juzgan a nosotros.

A mi derecha veo las chimeneas del molino. El pueblo queda allí. Los cuervos vuelan en espiral en torno a la torre. Escucho su graznido. Es lo de siempre.

El viento cambia de dirección y sopla a mi izquierda. Empiezo a sentir frío. Espero que Anthony no.

—¿Estás bien, Anthony?

—Bien.

Los esquíes del trineo siguen deslizándose y todavía estamos yendo rápido.

Me encojo y trago saliva cuando veo un helicóptero cruzando el valle. No hace ruido. Está a una milla. Tengo el lienzo blanco doblado bajo el manillar. Me llevaría dos o tres segundos abrirlo para ocultarnos con él. Rezo para tener tanto tiempo de aviso.

Llegamos a una pista para motonieves. Cruza nuestro camino, viniendo desde la ciudad en dirección norte, hacia la sierra del Caribú. Me siento incómodo. Hay mucha gente que va ahora en motonieve. Y bien pudiera ser que la policía también fuera en motonieve. Me paro e inspecciono la pista con las manos. Está cubierta de hielo. Hace días que no pasa nadie; sólo hay huellas que se derritieron y volvieron a congelarse. Bueno, esto no está mal. Podemos seguir por ahí.

La pista va en sube y baja, entre árboles con las ramas cubiertas de nieve y paredes de piedra con pinos. El bosque se hace más claro y más bajo, y llegamos a un campo amplio y abierto que en verano es un cenagal. De pronto, nos vemos avanzando sobre el hielo puro. Me siento incómodo al estar tan expuestos, pero al menos vamos muy deprisa. Pasamos al lado de una caja de botellas vacías de cerveza, en un montón vario-pinto de basura, con colillas y restos de cartuchos. Serán los jóvenes, seguramente. El cielo sigue vacío. El trineo se desliza sin esfuerzo.

Conozco este lugar. Es lo que solemos llamar el Pantano del Arándano.

Y me siento sobrepasado por el más raro de los sentimientos. Desorientado, como un ahogado, busco la superficie de la realidad, busco aire y luz: por un momento, no sé si estoy viviendo en el pasado, en el presente, o en un déjá vu. Sea lo que sea, la literatura se va haciendo realidad.

¡Palabras mías, ciegas y valientes! ¡Nombre mío desconocido! ¡Alma mía aturdida, que esperas en la oscuridad las palabras que rompan tu sordera! En navegación solitaria, cantando las grandezas naturales como un ladrido de humanidad, ¿soy un niño que se convierte en hombre? ¿Soy Dédalo que al fin asciende, llevando el peso del amado Ícaro? Vamos volando y escucho la risa de mis ni— ños, y seguimos subiendo y subiendo, con miedo pero sin miedo. Por un momento, en la libertad de la imaginación, miro los árboles ardientes de verde, la extensión de aguas que corren sin frontera.

Los esquíes chocan contra unas piedras que rodean el hielo, sacudiéndome fuerte, rompiendo el hechizo, catapultándome de nuevo al presente. Anthony y yo llegamos ahora a un campo lleno de matorrales de sauce. Hay restos de cartuchos para conejos por todas partes. Seguimos de matorral en matorral pero la superficie, al menos, sigue siendo firme. Me hundo un poco a cada paso pero el trineo se desliza bien todavía.

Damos un bote y nos quedamos parados. El esquí izquierdo ha chocado contra un obstáculo. Anthony lanza un grito agudo.

—¿Estás bien?

—Bien.

Le miro a la cara. Sigue igual. Su mirada me da seguridad.

Un poco de maniobra y de marcha atrás y seguimos adelante. La nieve cada vez se hace más blanda. Tengo que empujar a la vez más lento y más cuidadoso y con más fuerza. Me estoy cansando mucho.

Son las diez menos veinte en mi reloj. Debemos de estar acercándonos. El pueblo ha quedado atrás. Llegamos a una puerta abierta. Hay una valla de alambre. ¡Esta tiene que ser la granja de Woolley!

—Aguanta, Anthony, ya estamos ahí. Intenta susurrarme algo.

Eufórico, cruzo la puerta y sigo la pista. Sé que la granja de Woolley es grande, de unos seiscientos acres como mínimo, casi todos de arbustos. Esta pista nos tiene que llevar a su casa. Y nos lleva. En cinco minutos, llegamos al arroyuelo que divide su propiedad. Del otro lado, el bosque tiene claros con pasto. Todavía quedan unas cuantas lomas hasta que lleguemos. Al coronar una, la casa aparece ante nuestra vista.

Siempre me ha encantado la casa de Woolley y le he tenido alguna envidia por ella. Parece algo totalmente ordenado y racional por fuera, pero por dentro está llena de libros, ceniceros, platos en el fregadero y el típico desorden en que viven los solterones. Por contraste, la cabaña del abuelo es una ruina por fuera pero por dentro está meticulosamente dispuesta. Sí, Thaddaeus y Woolley son dos polos opuestos. Aun así, si tuviera que elegir una casa donde vivir, me quedaría seguramente con la de Woolley. Es un chalé nuevo, pintado de blanco, con un ribete amarillo, rodeado de césped, topiarios y un caminito asfaltado. Luego hay otro camino de una milla que lleva a la autopista.

Hay un pequeño arado en su pickup. El Cherokee rojo está aparcado junto al garaje. Las ovejas están comiendo pacas de heno. El corral es de color rojo fuego con un techo nuevo de uralita. Sale humo de la chimenea de la casa. En el patio trasero, una antena parabólica apunta al cielo. Hay unas cuantas toallas de distintos colores tendidas sobre una cuerda. No hay ningún coche de policía y el cielo sigue vacío. En esta mañana de invierno fría y azul, es una escena increíblemente alegre.

—Natano, Natano.

Está retorciéndose de dolor. Ya no tiene esas manchas rosáceas en las mejillas. Me inclino a su lado. ¿Qué ha dicho?

—Muero, Natano —susurra.

—No, no vas a morir, Anthony. Estamos aquí. La casa del médico está aquí al lado. Aguanta unos minutos. Estamos llegando ya.

—Sangro.

Palpo bajo las sábanas. Dios mío, está chorreando sangre. Le quito los cobertores y los veo manchadísimos de sangre. La última manta está totalmente empapada. Está tumbado sobre un charco de su propia sangre. ¡No, Dios mío!

La sangre borbotea muy rápido. Hago presión con fuerza. Él dibuja penosamente una sonrisa sobre su cara.

—Estoy feliz, Natano.

—¿Qué?

—Estoy feliz —dice. Y exhala su último aliento.

No puedo creerlo. Me arrodillo en la nieve y miro su cara. Está vacía, es una máscara. Sus ojos son dos brasas de carbón recién apagadas. Le cierro los párpados. Miro sus dientes blancos, los labios azulados. Cierro su boca. Le aparto el negro flequillo de la frente.

¡No! No puede quedar así. Debes ser capaz de devolver la sangre a esas venas. Mis manos están empapadas de esa sangre. Me gotea por los dedos. Está fría, huele a mineral.

¡Anthony!

No puedo soportarlo. El mundo alrededor se detiene por completo. El viento, los pájaros, el tráfico en la autopista: todo queda en silencio y el tiempo avanza a cámara lenta.

Oh, Dios mío, sollozo. Le agarro. La cabeza se gira y se le abre la boca. Hay una mínima chispa en las órbitas de sus ojos. Beso su frente y le hago en ella la señal de la cruz. Le dejo recostado sobre su sangre y me limpio las manos sobre mi ropa.

Es un dolor que atonta. No se puede sentir siquiera. Es mortal.

Empujo lentamente el trineo hacia la casa. No me importa nada si veo aparecer, por entre los matorrales, un helicóptero.

En un lado del corral hay un pequeño apartadizo que Woolley usa durante la cría. Ahora está vacío. Está cubierto de paja limpia. La nieve ha mojado los extremos, pero el centro sigue seco. Meto el trineo dentro, deslizándolo con soltura sobre la paja. Me siento junto al cuerpo del muchacho y comienzo a llorar.

Suena un ¡guau! y veo de inmediato al gordo golden retriever de Woolley, Minder, avanzando desde la otra punta del corral. Minder se mueve muy lento y piensa más lento aún.

¡Guau! ¡Guau! Se acerca a nosotros. Huele el cuerpo sobre el trineo y estornuda, sorprendido. Chupa una gota de sangre que va a caer del lado.

Me sube la rabia por dentro.

—¡Fuera de aquí, Minder! —le grito.

El perro, pesado, alelado, se vuelve hacia la casa, entre ladridos que se van amortiguando. Woolley llama al perro. Debe de haber salido al porche de detrás de la casa.

Me levanto y voy hacia allá. Voy a cargarme a Woolley. Él ha matado a Anthony. No, yo he matado a Anthony. No, demonios, ¡el helicóptero ha matado a Anthony!

Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Parece absolutamente sorprendido.

—¡Bueno, bueno! Pasa, por favor —acierta finalmente a decir.

Subo las escaleras del porche y le sigo hasta la cocina. Me mira y cierra la puerta. Mis botas congeladas crujen sobre el linóleo.

—Siéntate. Me siento.

Me pone delante una taza de café. De fondo suena música clásica, guitarra. Hay una novela de John Le Carré abierta sobre la mesa. Hasta hace cinco días, sus libros me encantaban.

La casa rebosa una espléndida luz blanca. Todo parece horriblemente normal. ¿Por qué es todo así cuando el mundo se ha salido de su eje?

Se sienta frente a mí.

—El príncipe elfo ha muerto —digo, entrecortado—. Era sólo un niño.

—¿El príncipe elfo?

—El peón.

—¿Qué peón?

—Mi oveja.

—¿Dónde está la oveja?

—Fuera, en el corral.

—Ah —silencio.

—Ha muerto hace minutos.

—¿Tyler?

—Anthony. El hijo mayor de los Thu.

—Ah—. Escucho alivio en su voz. No es nadie importante en nuestra relación, está pensando—. Lo siento —dice, en tono profesional, compasivo pero despegado. Es el peor tono que podría poner. Por un momento, casi abro las compuertas del odio, pero me reprimo. Entiendo qué tipo de juguete roto es. No es un hombre. No un hombre de verdad, al menos. No puede llorar. No puede sacrificarse. Quizá hace mucho tiempo fuera un hombre, pero lo ha ido perdiendo por el camino. Me niego a despreciarlo, en la esperanza de que se reencuentre con él. Me causa compasión. Le perdono.

—Woolley, necesito que me hagas un favor. ¿Puedes llevar a este chico a donde sus padres? Enciende la pipa y veo que está debatiendo la cuestión en su interior.

—Es un riesgo —dice—. Si la policía me para, será un problema. Como mínimo, me quitarán la licencia médica.

—Es importante. Por favor, hazlo. Te lo suplico.

—He visto muchos cuerpos muertos en mi vida. ¿Por qué es éste tan importante?

—Porque es importante para ellos. Porque el cuerpo no es sólo una bolsa vieja que tiramos cuando ya la hemos usado. Es santo, como una casa llena de amor, como un santuario. Es un hogar, y no ha existido antes ni existirá nunca más uno como éste. Es una palabra dicha al vacío. Aleja las tinieblas sólo con existir. Ojalá hubieras conocido a este chico. No es un leño que arrojas al fuego. Por favor, Woolley.

—Lo intentaré. ¿Dónde vive la familia?

—En un barco en el muelle oriental del lago Canoe. No tiene pérdida. Es la última casa hogareña...

—Tengo que llamar por teléfono. Tengo que decir en el hospital que llegaré tarde a la ronda de visitas.

Sus ojos me escrutan. Es el médico que diagnostica, que mide, que analiza.

—Estás hecho un espanto de sangre. Métete ahí y lávate —dice, señalando el baño que hay al lado de la cocina—. Vuelvo en cinco minutos.

Qué maravillosa visión es un baño limpio y tibio. Me encantaría darme una ducha caliente. Me lavo las manos en el lavabo. El agua se lleva la sangre. La cabeza me da vueltas. Miro al espejo y veo a un salvaje que me mira. Un indio sasquatch. Más delgado de lo que recuerdo haber estado nunca. Con barba de cinco días, los labios cortados, los ojos rojos, las mejillas despellejadas. Un abrigo roto y manchado. Una mirada loca, quizá del todo enajenada, en los ojos.

El agua caliente y jabonosa sobre la cara es un lujo indescriptible. Suspiro hondamente. Y comienzo a pensar que hoy es sábado, y que Woolley no tiene ronda los sábados. Y entonces oigo el ruido de las hélices sobre el tejado. Antes de que pueda dar un paso, se abre precipitadamente la puerta del baño y hay tres hombres que me apuntan con sus pistolas desde el pasillo.

Woolley está tras ellos, mirándome. Da una calada a la pipa y adopta una expresión pensativa. Salgo lentamente del baño. Con la boca abierta. Le miro. Los has llamado tú.

Se encoge de hombros.

—Confiaba en ti, doctor.

—Tu error ha sido creer que hay algo que importa —dice.

—No. Tu error es creer que nada importa. Y todo importa. Todo.

—Sí, bueno. Estos señores de las pistolas piensan que esto también importa. Y hay muchos más como ellos que gente como tú. Miles de millones, amigo mío. Mil millones por cada uno de los tuyos. Asombroso, ¿verdad?

—Esa proporción, Bertram, es lo único que no importa. La policía se ha cansado del diálogo. Me llevan a empujones.

Estoy detenido en la celda del cuartel de policía de Swiftcreek. Es una celda temporal, supongo, porque todavía no me han inspeccionado del todo, sólo lo básico para buscar algún arma escondida. Estos chicos no saben que el alma es también un arma escondida. Me lo han quitado todo salvo el diario, que sigue entre las dos capas de mi camiseta de felpa.

Un joven cabo me trae sopa y café en vasos de plástico.

—¿Qué está pasando, Frank? —le pregunto.

—Hay un poco de discusión entre distintos órganos de la Administración. Te buscan tres. Los de Seguridad te quieren en Ottawa. La policía te quiere en su central de Kamloops. Y los nuevos, los de Inteligencia —ya sabes, los de verde y gris-quieren llevarte a Vancouver.

—¿Me puedes dejar un bolígrafo?

—Si me prometes que no te matarás con él.

—Lo prometo.

—¿Seguro?

—Te doy mi palabra.

Me pasa, a través de los barrotes, uno de esos bolígrafos de goma de los niños. Tiene tinta y se dobla.

—Tendrías que estar todo el día para cortarte las venas con eso —dice.

Escupe al suelo. Se ve a sí mismo como un viejo poli, apuntando a la escupidera en algún antro de los Klondike. En realidad, es un chico de granja, fuerte, limpio, el típico chico con principios. No le caigo bien; tan sólo le intereso como psicópata.

—¿Para qué es el bolígrafo?

—Quiero escribir una carta.

—¿Papel necesitas?

—Eh, sí, por favor.

Sale y vuelve con dos folios. Los cuela entre los barrotes y se queda mirándome.

—¿Por qué mataste a Bill?

—Yo no maté a Bill.

Me mira con una mirada que ya voy empezando a comprender. No dice nada.

—¿Cómo es que toda esa gente está interesada en tenerme?

—Ni idea.

—¿No te imaginas por qué?

—No, ni idea.

—¿Cuántos suicidios hay en el país a diario?

—No sé, creo que más de cien.

—¿Y asesinatos?

—Ochenta, noventa, o así.

—Y la cuenta crece día a día.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué mi supuesto asesinato es tan importante?

—No lo sé todavía.

—Y nunca lo sabrás. Lo tienen todo bien atado.

Frunce el ceño, empieza a decir algo. Finalmente, cierra la boca.

—Frank, alguna vez, dentro de muchos años, estarás en la cama, en mitad de la noche, y te preguntarás por enésima vez en tu vida si ese tipo —refiriéndote a mí— era inocente. Esa noche lo descubrirás, lo sabrás a ciencia cierta. Soy inocente, agente.

—He oído a mucha gente decirme esto mismo, casi palabra por palabra.

—Entonces lo sabrás. Cierra la puerta.

—Mira, me tengo que ir a cenar. No te cuelgues, no te autolesiones ni te mutiles. Hay cuatro tipos de gris y verde en el despacho festejando lo listos que son por haber triunfado en su cacería humana. Descansa, que tienes muy mala pinta.

—Gracias, agente.

—Pensaré en lo que me has dicho. No me gusta lo que está pasando en el país.

—A mí tampoco.

—Eso ya lo sé. Soy un suscriptor fiel. Tu periódico, a veces, me enfadaba mucho. Pero también me hacía pensar. No eres un asesino normal, desde luego. Así que sí, supongo que me acordaré de ti alguna noche, dentro de muchos años.

—Me gustaría.

—Es lo único que puedo hacer.

—Gracias.

—Está bien. Se retira.

Quiero escribirle una carta a Woolley, decirle que, aunque su traición haya sido algo más que una última broma de humor negro, y aunque el dolor es profundo, quizá irreparable, no puedo odiarle. La gracia de la confesión está dentro de mí: me he librado de mi rabia habitual.

¿Qué le diría si pudiéramos vernos otra vez para hablar?

—Eres un pobre hombre, Woolley. Empezaste como un idealista, como un amante de la vida, un joven enemigo de la muerte, un campeón de acero pulido. Con un bisturí en vez de una espada y con un título en vez de un escudo, luchaste con valor. Pero cuando la profesión médica se tiñó de muerte y viste tus manos manchadas de sangre, huiste. Huiste de la muerte hacia esa otra muerte secreta que se escondía dentro de ti. No puedes vencerla tú solo, Woolley, No la puedes extirpar quirúrgicamente. Es la peste, amigo mío. Necesitas una medicina muy dura contra ella.

Suspiro. Cojo uno de los dos folios, de los dos preciosos folios que me ha dado McConnell. Escribo.

Querido Woolley:

Creo en el hombre que alguna vez fuiste y que puedes volver a ser. Está ahí, en tu interior. Te perdono. Jaque mate.

NATHANIEL DELANEY

Le doy la vuelta al folio y escribo su nombre ahí. Luego hago con el papel la mejor avioneta que he hecho desde mi infancia. La ventana de mi celda es de cristal ultrarresistente montado sobre malla. Es tan pequeña que ni siquiera un niño cabría por ella. Pero alguien, quizá uno de mis predecesores aquí, ha logrado, haciendo palanca, hacer ceder mínimamente una bisagra. Hago fuerza y dejo caer mi misil hacia la noche oscura. Se lo lleva el viento. Sube y luego desaparece en el pueblo sin luz.

Me pongo a lo mío. Cojo el diario de la peste de entre las capas de mi camiseta. En tan poco tiempo, ¿cómo puedo resumir una vida, dos vidas, tres, la decadencia de una época? Escribo con una letra mínima, cubriendo los dos lados de cada página, rellenando los márgenes. Estoy varias horas escribiendo.

Pero no sé qué hacer con ello. Encontraré el momento oportuno. Los tiraré por la ventana uno a uno o desde el helicóptero que me lleve de aquí, lo primero que pueda hacer. Pero, sea como sea, dejaré este diario a los que vienen tras de mí.

¿Y si lo dejo mejor aquí mismo, bajo el colchón? ¿Podrá este agente ocultar la prueba? ¿Le he hecho dudar lo suficiente sobre el nuevo mundo que ha llegado? ¿Le daría esto a Matthew y a Jeanne? Así lo espero. Quiero que sepan lo que ha pasado con Anthony. Sus otros niños podrán comprender, cuando sean mayores y sepan lo que supo su hermano. Aunque también ellos pueden ser engullidos. El agente no es más que un soldado raso entre un montón de buenos chicos que no han entendido nada de lo que pasa. Tal vez coja el montón de hojas y lo tire a la papelera. O tal vez se lo quede como un recuerdo para dárselo a sus propios hijos, en memoria de una era ya pasada. Algún día podría incluso figurar en un museo del delito de pensamiento.

—Pensaré en lo que me has dicho —ha comentado.

Con eso vale, agente. Te lo dejo a ti, mi testamento literario, mi última voluntad. Esto es lo que Dédalo canta al hundirse, preso en el abrazo del amor. Al caer, al ir cayendo, con miedo y sin miedo, he descubierto que sólo ascendemos con las alas de la gracia. Soy un hombre libre. Soy consciente. Ya sé para qué estaba hecho.

Suena una campana. Luego otra, y otra. Un montón de campanas.

¿Qué hace que suenen? ¿Y por qué?

Conozco ese sonido. Lo conozco. Lo conozco bien. Apostaría mi vida a que son las campanas de Jan Tarnowski.

Él murió, pero, de alguna manera, su palabra todavía suena a través de un fondo oscuro, de un paisaje de dragones.

—¡Fuego, enemigos, falsedad! —repica por el valle.

Sí, Natano, señor director, papi, viejo luchador, vencedor de tantos miedos: ten ánimo, escritor sin ánimo. Pues, pese a todo, aún hay gente ahí fuera. Y algo en su interior aún puede oír la palabra que destruye la mentira.