CINCO

19 de enero, seis de la tarde

Hemos encontrado refugio temporal en el barco de la familia Thu, en el puerto del lago Canoe. Estoy verdaderamente agradecido a esta maravillosa familia. Matthew se ha ido al pueblo en su cacharro con ruedas. Tiene turno de noche en el restaurante. Los chicos le están enseñando a Tyler su enorme colección de cromos de hockey. Zöe les lee en voz alta El Señor de los Anillos a las niñas. No creo que comprendan mucho pero están sentadas a su lado en el sofá, con los ojos negros bien abiertos por la emoción.

He llamado antes a mi padre, pero no cree en mi versión de la historia. Pensé que, él al menos, sí me concedería el beneficio de la duda. Pero me parece que no ha logrado escapar del gueto izquierdista. Esto ha sido un dolor muy grande. Y no sé qué vamos a hacer ahora.

—Natano, tú estar triste —dice Anthony. Dejo la pluma y asiento.

—Sí, creo que estoy triste.

—¿Por tu amigo al teléfono?

—Sí.

—¿Él no creer?

—No, no me cree.

¿Cómo es posible que un chico de diecisiete años entienda las cosas tan bien? No es un muchacho especialmente brillante, pero sí es perceptivo. Toda la familia es como él. ¿Somos nosotros acaso para ellos algo así como libros abiertos en los que pueden leer con toda facilidad?

Me mira con compasión pero no dice nada más.

Tras la cena, Tyler, Zöe y yo lavamos los platos en una bañera galvanizada. Los Thu más pequeños ya se están poniendo sus pijamas en el camarote de popa. La abuela salió con el bebé al camarote de proa y ahora vuelve. Esperemos que el bebé se quede ya dormido toda la noche. Jeanne está dando órdenes, e incluso los mayores obedecen humildemente. Quiere el cuarto principal bien recogido tras el alboroto del día.

Luego se nos insta a arrodillamos en torno a la mesa de la cocina. También obedece la familia entera, como si fuera algo perfectamente normal. Es un gran choque cultural para nosotros estar arrodillados entre un montón de cristianos orientales. Tyler y Zöe me miran, yo digo que sí con la cabeza, y hacemos caso. Nosotros también rezamos en casa, generalmente por Navidad y por Pascua y también en los funerales, pero nunca es nada como esto, ya que somos católicos perezosos de Occidente. Para nuestra sorpresa, nos quedamos callados, sumergidos en un hondo silencio que abarca a todos salvo a las niñas más pequeñas, que se remueven un poco, aunque sin perder del todo la atención, como ocurre con los niños pequeños siempre.

La abuela comienza a rezar con los ojos cerrados. Las palabras son en vietnamita pero su fervor tiene una cualidad universal, notablemente semejante a la expresión de las voces y las caras que he oído y he visto en Roma, en un sótano de Kiev, en una iglesia copta en Egipto, en un santuario en Portugal y durante una Misa en lo más escondido de la selva centroamericana. He dado la vuelta al mundo como periodista. He estado en muchos sitios hermosos y he sido testigo de ceremoniales singulares. Pero nunca he experimentado lo que hoy está pasando aquí.

La anciana calla, abre un libro y se lo pasa a Anthony. Él lo lee con su voz amable. Así va calmando nuestras almas. En mi mente casi puedo representarme los acontecimientos que relata.

¿Es esto lo que pasó en Pentecostés, hace ya tanto tiempo, cuando gente de muchas lenguas y naciones pudo comprender lo que los apóstoles predicaban? Imagino que son fenómenos parecidos. Ésta es la buena nueva, la gloriosa buena nueva. Casi sin saberlo, me voy llenado de la más dulce paz, de un silencio interior tan seguro que creo que por fin puedo hacer frente a cualquier cosa, mal católico norteamericano. Malo no porque sea un pecador compulsivo de enormes pecados, sino malo porque soy un hipócrita. No amo a mis enemigos como dijo el Señor. Aborrezco lo que han hecho con mi familia y con mi mundo. Lo han destrozado todo y les odio con todas mis fuerzas. Pero también soy un mal católico porque no he sido ni frío ni caliente con respecto a mi fe. He sido, simplemente, un mediocre durante demasiado tiempo.

Nuestra época necesitaba desesperadamente una convicción, las palabras de una esperanza verdadera. Yo había creído en el poder de mis análisis; yo había pensado que podía rescatar el mundo con mi inteligencia y con mi pluma. Muy tarde aprendí que a la mayoría de la gente no le interesaba. No piensan. Toman decisiones sobre prácticamente todo según sus sentimientos, según sus impresiones subjetivas de la realidad. Yo había creído que mi padre, que es un racionalista frío, sería inmune a este poder de la impresión que lo ha invadido todo. Al final, él también ha sido vulnerable a sus seducciones. Sé que era lo propio mantener el periódico y luchar contra la erosión de la civilización todo el tiempo que pudiera. Al mismo tiempo, he confiado demasiado en mi propia habilidad para convencer a los demás. No he rezado lo que debiera. ¿Es ésta mi parte de culpa?

Ahora comienza el rosario, cada misterio rezado por uno de los niños. Es como una canción salmódica, y con ella me vienen imágenes mentales de cada escena, de cada misterio. Pasa media hora y aún seguimos arrodillados. Me duelen un poco las rodillas, pero de alguna manera, nada parece importar salvo permanecer en esta paz inexplicable, ajena al tiempo.

Luego termina el rosario y todo el mundo grita, ríe, se gasta bromas, se lava los dientes en el grifo del pasillo. La abuela apaga la luz y todos se dan el beso de buenas noches. Jeanne es una mujer muy guapa y sus hijos tienen la suerte de haber heredado su belleza, pero el brillo familiar es algo más que una herencia física. Tiene mucho que ver con el espíritu de amor que todo lo penetra en esta casa.

¿Dónde vamos a dormir? Jeanne señala las literas vacías. Las dos niñas pequeñas que suelen dormir ahí se han adelantado para ir a dormir con la abuela y el bebé. Los dos chicos más jóvenes se acuestan en la cama inferior de una litera. Zöe se queda con la cama de arriba. Tyler duerme en la parte de arriba de la segunda litera, y yo en la de abajo, que es la cama de Anthony. Anthony nos dice con una sonrisa que dormirá en el suelo. Protesto y le insisto en que yo debo ser el que duerma en el suelo, que no quiero molestar a nadie. Jeanne, Anthony y los niños pequeños me miran con gran sorpresa. Eso sería «no bueno», dicen. Anthony, que es especialmente persuasivo, me hace sentirme culpable por desear el peor sitio. Con una expresión facial muy medida, me trata con diplomacia magistral: al final, no me queda ninguna elección; Anthony duerme en el suelo dentro del saco de dormir, y los queridos invitados en las literas. Todos sonríen victoriosos cuando doy mi brazo a torcer.

Luego, cuando todo el mundo está en su cama salvo Anthony, miro mi reloj. Son las nueve y media. Quiero encender la radio para saber lo que dicen sobre mí. Luego me doy cuenta de que no quiero oírlo. No. No quiero. Este cuarto es la realidad: Anthony lee al amparo de una pequeña lámpara de queroseno, que debe de emitir lo equivalente a diez vatios de luz. La vela del templete tiembla bajo las imágenes. Suenan, aquí y allá, suspiros y ronquidos. Tyler está totalmente dormido, con la boca abierta, respirando pesadamente, mascullando las palabras de un sueño, con sus pies grandes, con calcetines, saliéndole de la cama. Zöe se mueve pero seguramente está dormida. El bebé se agita pero luego lo calman con dulces palabras. El fuego chisporrotea. Anthony apaga la lámpara y se tiende sobre el suelo. La escena ahora sólo queda iluminada por el brillo suave del corazón metafísico.

Me quedo despierto largo rato escuchando estos ruidos y paladeando esta luz. No me atrevo a explicármela ni siquiera a mí mismo, temeroso de atraparla y perder así su forma esencial, su poder, quizá incluso su misma existencia.

En esta época se van tantas cosas, sin un grito de protesta, sin un mínimo suspiro que diga que aquí hubo algo sustancial. Pienso en tantas almas únicas que llenaron mi familia, mi pueblo, mi mundo. Gente de esa calidad ya no la habrá. Pienso en Bill, y quiero aullar a la cara de la oscuridad:

«¿Por qué? ¿Por qué tuvisteis que matarle, cabrones?» Nunca hizo daño a nadie. Amaba los libros, simplemente, y se los dejaba a los niños, recogía lo que los mocosos dejaban a su paso y se iba a casa, una casucha donde se alimentaba de comida de lata, hacía crucigramas y oía la radio. Pienso también en Turid L'Oraison, esa tirana de mentirijillas, que murió el año pasado de neumonía, y que hizo que la ciudad fuera honesta por seis décadas con su sentido del humor. Y pienso en Jan Tarnowski, que falleció diez años atrás, entrando en coma tras una larga y callada batalla contra el cáncer.

Sufrí mucho por él, porque era amigo mío. Era un hombre que había padecido lo mismo bajo fascistas que bajo marxistas, y que no dejaba de sorprenderse cada vez que veía un nuevo padecimiento en el Occidente de la libertad. Tenía, como se suele decir, un tornillo algo suelto, pero en el fondo estaba bien en sus cabales: totalmente en sus cabales, más bien, porque sabía lo que era esencial. Durante años, en mi niñez y en mi juventud, le ayudé a construir una torre llena de engranajes, campanas y trompetas, que él dio en llamar el «reloj findelmundo». Él sabía, como saben los locos y los santos, que tenía la vocación de alertar y proteger, y como estaba separado de los vecinos por su falta de conocimiento del idioma, escogió la única forma de lenguaje que podía escoger un genio mudo, inventando una palabra que sacudiría la sordera de nuestras gentes. Era un signo de contradicción, una torre con campanas que sonarían ante incendios y enemigos, y un juego de trompetas que se activaría el «día findelmundo», como él lo llamaba. Muchas veces lo vi sentado allá arriba, simplemente en actitud contemplativa. Fielmente, la campana sonaba a las tres en punto. Pero las trompetas nunca sonaron. Nunca en mi vida han sonado. Todavía no han sonado.

La torre ardió con el gran incendio, claro, y los últimos años de la vida de Jan estuvieron ocupados en la reconstrucción de la torre, trabajo monumental en el que, de cuando en cuando, le ayudaba. Era un gozo trabajar en esa máquina imposible, escandalosa e inútil. Y era una liberación. Me recordaba que, cuando la gente normal está haciendo locuras y justificándolas con argumentos racionales, el loco puede ser el tipo que mejor esté entendiendo la realidad.

Tras la muerte de Jan, no había testamento y tampoco había herederos. La casa y la propiedad salieron a subasta pero, ¿quién iba a tener interés en hacerse con un sitio que se estaba yendo a la ruina cada día que pasaba y que tenía la reputación que deja la locura? Yo ardí de deseos de hacerme con el «reloj findelmundo», pero The Echo estaba coqueteando con la bancarrota en aquel tiempo. De haber tenido dinero, habría comprado la torre y la hubiera trasladado al lado de mi casa. Pero los planes alocados no siempre se cumplen. Hoy, el «reloj findelmundo» sigue abandonado entre las ruinas de la propiedad de Jan.

Me estoy quedando dormido cuando oigo el ruido del coche de Matthew que llega. Minutos después, entra, moviéndose sigilosamente. Se pone un plato de sopa que estaba calentándose en el horno. Jeanne lo había dejado ahí para él. Come sin hacer ruido.

—Matthew —susurro.

—Ah, Natano...

—¿Todo ha ido bien, has tenido algún problema en el pueblo?

—No problema —dice, dudando—. No problema yo. Pero policía parar coche. Parar todos coches. Abro maletero. Ellos buena gente, hablar buenas palabras, pero llevar pistola en las manos.

No, esto no suena bien. No suena nada bien. ¿Será una bendición disimulada el que mi padre no viniera a recogernos en su coche? Es casi seguro que nos hubieran cogido.

—Natano, subir a hablar.

Nos ponemos botas y abrigos y salimos a la cubierta, cerrando suavemente la puerta tras nosotros. Las nubes pasaron. El cielo está moteado de estrellas. Podemos ver la Vía Láctea. Un satélite asciende hacia el suroeste. Durante unos minutos, permanecemos en silencio. Hace frío pero no hace viento; nos llega un poco de calor del casco a nuestros pies. Estamos juntos por la parte de popa, ante una vista panorámica del lago y de la montaña Canoe en la orilla opuesta. La luna llena flota sobre el pico de la montaña.

Se siente la ilusión de que estamos en el mar y la cubierta se balancea. Aspiro profundamente el aire fresco. Enciendo mi pipa y su cazoleta de cerezo me ofrece un asidero. La brasa y el aroma me recuerdan que los hombres hemos sido creados para algo mejor que el desarraigo. En el fondo, soy como un hobbit: quiero mi pipa, mi pinta, el contento del corazón. Ataco la pipa con cierta impaciencia. Es como un corazón móvil, para nómadas.

Matthew abre una botella de algo y se vierte un poco de líquido; luego abre otra botella y se vierte de nuevo un poco de líquido, y yo me doy cuenta de que todos mis deseos han sido concedidos.

Me sonríe.

—Esta cerveza mía. De casa.

Doy un trago a mi botella. La cerveza es verdosa y ligera y sabe a jengibre. Pero está rica.

—Me gusta mucho. Miramos las estrellas.

—¿Miedo?

—Ya no tanto.

—Tú no miedo. Todo bien. Al final, todo bien.

—Eso espero. Eso espero, de verdad —doy otro trago.

—Noticias en televisión, en restaurante, en cocina. Ver fotos. Tú y Tie-lore y Sis y... muerto.

—¿Qué muerto?

—Bill de escuela. Así que ya lo sabe.

—¿Y qué han dicho?

—Tú matar Bill.

Quizá sea por su lenguaje, pero el pánico me vuelve al pensar por un momento que está afirmándolo, como si dijera: «Tú has matado a Bill».

—¿Les crees? —pregunto con una voz inaudible.

Bajo la estrellas, tengo luz suficiente para ver que se ha dado la vuelta hacia mí. Y su cara parece tan afligida como su voz.

—¡Yo creer en ti, Natano! ¡Yo conocerte, yo conocerte! Me siento avergonzado. Le doy un abrazo. Me da unas palmadas en el hombro, con su mano de miniatura.

—¡No preocuparse! Yo conozco esta gente. En Vietnam, yo como tú. Yo corro, yo esconderme. Gran, gran problema. Ellos cogerme, torturarme, luego matarme.

—Cuéntame de eso.

—Ah, no. Mucho tiempo, mucho tiempo. Yo olvidar.

—Por favor, cuéntame.

Se vuelve hacia mí. Es un hombrecito rechoncho con gafas gruesas y un acento aún más grueso, un don nadie a ojos del mundo. No es especialmente agradable de mirar. Tiene mala dentadura. No hace un trabajo prestigioso. Es, de alguna manera, un esclavo, el único tipo de esclavo aceptable en una democracia capitalista: en una ex-democracia, para ser precisos. Si hubiera que hacer el retrato de un perdedor, Matthew sería un buen modelo. Pero él no es lo que parece ser. Es, como descubro pronto, lo más lejano que hay a un esclavo que puede encontrarse en esta época.

Me cuenta largamente y, al final de su narración, estoy tiritando, y la luna ya ascendió la cuarta parte del cielo. Hemos bebido otra botella sin sentir el paso del tiempo. Nunca he pasado una noche así antes. Este liliputiense cuenta una historia extraña en la cubierta de un arca ridícula, varada en la orilla de un lago congelado en una tierra fría del norte, en la orilla también de un siglo cruel. Justo al final de una época, encuentro un hombre verdadero.

No intentaré contarlo en su peculiar dialecto, porque sería muy difícil darle un sentido a todas sus referencias, a sus recuerdos, a sus decursos sobre su filosofía de vida, a su análisis de las tácticas de la guerra entre el bien y el mal. Añádase a esto su enfado tanto con el materialismo norteamericano como con el materialismo marxista (es de las pocas personas que sabe que, en esencia, son lo mismo). Hemos pasado un buen rato hablando del asunto. Pero también hay mucho de su lenguaje particular, de su extraño vocabulario. Así que es un trabajo coger todo el material para hacer un conjunto coherente.

Todo empezó con la caída de Vietnam del Sur ante el comunista Vietnam del Norte en 1975. Matthew y Jeanne vivían en un pequeño pueblo llamado Nam Binh («El lugar de la paz»), cien kilómetros al sureste de Saigón. Tenían unos ultramarinos especializados en pasta, pescado seco, latería, prensa de Saigón, puros y cigarrillos. Era un pequeño local en una calle polvorienta por la que se paseaban pavoneándose algunos gallitos y los niños podían jugar sin miedo a que les atropellara ninguna de las motos que ocasionalmente pasaban por allí de camino a otros lugares. El centro de la vida del pueblo era la iglesia. Había budistas también, pero la mayor parte de la población era católica, descendientes de las gentes convertidas por los franceses en el siglo XIX. Un tío bisabuelo de Jeanne había sido martirizado en época de un emperador confuciano. Dicho ancestro se había negado a abjurar de su credo y fue desmembrado y frito en un gigantesco wok en la plaza de la capital provincial. Ahora es un santo canonizado por la Iglesia Católica.

La fe era fuerte en estos pueblos. La oración y los sacramentos marcaban el paso del tiempo, y a los jóvenes se les recomendaba seriamente no visitar Saigón y Danang, pues eran lugares de corrupción. La familia, la Iglesia y la aldea lo eran todo, en este orden. Cuando los norvietnamitas llegaron, comenzaron por arrestar a todo aquel que hubiese sido funcionario de la administración de Saigón, y mataban en el sitio a quien hubiese sido miembro de las fuerzas especiales de Vietnam del Sur. Se estableció en la ciudad una dependencia del ejército y una oficina de la policía política: el Cong An. Espías e informantes actuaron con todo dinamismo y eso mantuvo al pueblo a raya. De cuando en cuando desaparecía la gente, pero nunca eran muchos. Había interrogatorios y palizas, pero no tantos como para que el nuevo régimen pareciera el monstruo que se había proyectado en la imaginación pública desde la batalla de Dien Bien Phu. Todos los horrores ocurrían en lugares discretos. No se freía a nadie públicamente en woks.

Yo llegué a Saigón el año después de su caída a manos de los comunistas. En aquella época, ser un periodista canadiense implicaba una posición de privilegio que permitía tomarse libertades que uno no podría haberse tomado de ser estadounidense. Habíamos sido comprensivos durante la guerra; como resultado, pude pasearme arriba y abajo por las calles de Ho Chi Minh City usando mi cámara sin llamar mucho la atención. Quería averiguar las condiciones reales de vida de la gente común. Me acompañaba una «sombra» —por supuesto, un«guía turístico»— que se aseguraba de que yo viera lo que el régimen quería que viese. Intenté ser manso como una paloma y astuto como una serpiente, y a su debido tiempo pude comprobar que había escasez de comida, juicios políticos y un gran número de niños huérfanos, algunos de los cuales habían perdido a sus padres en las purgas subsiguientes a la guerra. Aunque había un cierto sentimiento de «normalidad absoluta» en el aire, podían verse signos de que se estaban desplazando los fundamentos mismos de una cultura. La familia como corazón vivo de todo se sustituía por la visión del hombre como peón en un tablero ideológico mayor. Poco sabía yo que, a sólo unas millas de ahí, vivía una joven familia que un día me iba a salvar la vida.

Regresé a casa y escribí artículos, reportajes y editoriales sobre la esquizofrenia de las naciones. Eran piezas —pensaba yo— bastante buenas. Explicaba que el totalitarismo es esencialmente una enfermedad del espíritu, y que podría darse en nuestro propio país algún día, igual que se había dado en naciones subdesarrolladas y en la Europa del Este. Mi cerebro sigue todavía atestado de esos viejos textos. Escribía cosas como:

El ciudadano normal que camina por una calle normal en un Estado totalitario no vive su mundo como una locura absoluta y continuada. Por angustiado que esté, el paso de los meses y los años da incluso a la más extrema de las situaciones una cierta semblanza de normalidad. Ésa es una dinámica fácil de observar en otro país. Pero, ¿y en el nuestro? La imagen que tenemos de nuestra sociedad es una construcción mental irreal. Ya no es «el hogar de los libres», sino un paisaje de secreta pesadilla donde innumerables niños son asesinados cada año, discreta e higiénicamente, en las clínicas y hospitales del país. El asesinato legalizado, la pérdida de la visión trascendente en la cultura y la muerte del arte son, cada uno por sí mismo, síntomas de la caída de una sociedad en el totalitarismo. Las democracias no son inmunes al autoengaño, aunque tienden a formas de opresión que no son abiertamente violentas. Las democracias en declive irán por el camino de la opresión encubierta y la abierta erosión de los derechos humanos.

Así era el panorama para mí en los setenta y en los primeros ochenta. Era un moderado que se desviaba a la derecha del centro, pero tenía mis cautelas con el conservadurismo. La cuestión es que el mismo centro se estaba moviendo radicalmente, debido al vértigo de la ingeniería social. Cuando empecé a comprender los elementos de mitología que había en el izquierdismo de Occidente, me puse a escribir lo que pensaba con mayor frecuencia y audacia creciente. A nadie le interesaba mucho lo que decía, menos aún a los de izquierdas. Al fin y al cabo, en la naturaleza de las mitologías está el ser impermeables a la razón. Cuando la gente formada es subjetiva, puede serlo de una manera muy articulada; pueden sonar tremendamente «razonables»... y así se vuelven incapaces de ver lo que mentes menos privilegiadas pueden ver con tanta claridad. Es propio de los puntos ciegos el crear zonas muertas en nuestro ángulo de visión. «¿Zonas muertas?», pregunta el señor de izquierdas: «¿Qué zonas muertas? ¡Yo no veo ninguna!».

Las primeras acusaciones llegaron como cartas al director. Decían que era un alarmista. Un buen tipo, decente, pero dado a sobrerreaccionar y a dramatizar. Puede que fuera verdad esto, y que siga siendo verdad. Pero la situación, objetivamente, permanecía y ha permanecido.

Para los Thu, aquellos años en Vietnam se pasaron con menos discusiones academicistas. Vivían en una nube de sospecha. Eran capitalistas: todavía vendían cosas, aunque sus proveedores fueron agotándose paulatinamente en tanto que la economía se desintegraba. Eran también unos fanáticos religiosos reaccionarios, agentes de la Roma imperialista: sus niños ayudaban a Misa, y Matthew y Jeanne enseñaban clandestinamente el catecismo a los chicos del pueblo, una incursión peligrosa en el campo de la «contrapropaganda». La iglesia seguía abierta, pero había sido prohibida toda instrucción religiosa. Por no hacer caso a la prohibición, el padre Tran fue en varias ocasiones arrestado, golpeado y devuelto a la parroquia con una clara advertencia. Desaparecieron algunos catequistas laicos. A Matthew se le ordenaba con frecuencia que se personara ante el comandante local para ser sometido a un exhaustivo interrogatorio. Jeanne también fue interrogada. Su tienda fue saqueada por soldados a plena luz del día, sin que los culpables recibieran condena alguna. Los Thu se convirtieron en pobres, pero —generalmente— tenían suficiente para comer. Mantenían un huerto en su patio trasero y criaban pollos y cerdos, aunque en ocasiones se los confiscaban. La familia guardaba una parte de la cosecha para dársela a las viudas, los huérfanos y los sacerdotes clandestinos. Esperaban. Esperaban que la situación mejorara conforme los años de la guerra quedaban atrás en la memoria. Amaban a sus hijos; se preocupaban por ellos. Rezaban.

Una tarde llegó una mujer a visitarles. En lenguaje velado, les dijo a Jeanne y a Matthew que, a la mañana siguiente, arrestarían al padre Tran. Esta mujer tenía un hijo del que se pensaba que era informante de la policía. No se sabía a ciencia cierta si él había sido responsable directo de la muerte o de la desaparición de alguno del pueblo, pero de alguna manera se había hecho sospechoso a ojos de todos. Jeanne no sabía qué pensar del mensaje recibido. La mujer era conocida por ser una entrometida y tenía fama de crear problemas entre la gente. También era una mentirosa. Tal vez sólo se tratara de un acoso, quizá de envidia, pues los Thu tenían fama de ricos por el modesto éxito de su tienda, por su gallinero y por pertenecer a una amplia familia de granjeros y pescadores extendida por toda la provincia.

A la mañana siguiente, Matthew fue a la Misa que el padre Tran celebraba antes del alba. Su hijo mayor, Anthony, hacía de acólito. Era un muchacho devoto y su padre estaba orgulloso de él. Matthew y el padre Tran eran buenos amigos. Habían crecido juntos en la misma calle y, durante un tiempo, en su juventud, habían ido juntos también al seminario. Luego Matthew conoció a Jeanne en unas vacaciones de verano y los caminos de ambos hombres se separaron para volver a unirse más adelante en la corriente del tiempo. Matthew pensaba mucho en el misterio del tiempo y el destino. Por entonces, tenía tres hijos. Tran tenía muchos cientos de hijos e hijas en el espíritu. Vivían distintos modos de paternidad, pero en el fondo era el mismo misterio.

El padre Tran seguramente tuvo una premonición, una intuición espiritual, de que aquella podía ser su última Misa. En la homilía dijo:

—Mis queridos hermanos y hermanas, no sabemos lo que ha de pasar. Tened siempre presente lo que os digo: aun cuando destruyan nuestras iglesias, aun cuando destruyan nuestros sagrarios, nunca podrán destruir el sagrario de nuestro corazón, donde tienen su morada Jesús y María.

Cuando el sacerdote y el muchacho se retiraban del altar al finalizar la Misa, cinco miembros de Cong An se colaron por la puerta trasera de la iglesia. Tenían pistolas en la mano y una sonrisa perversa en cada cara. Expulsaron a los ancianos y a los niños a la calle. Matthew corrió hacia la sacristía.

—Tran, debes huir. Creo que es verdad lo que nos dijo una vecina anoche. Nos van a arrestar a ti y a mí.

Tran se asomó por fuera de la sacristía y observó a la policía entrando.

—Vete —susurró Matthew—. Yo los entretengo.

—No. Tú debes irte. Yo los detendré. Tú tienes que cuidar de los niños y de Jeanne. Insisto.

Al decir esto, cerró la puerta de la sacristía, echó el cerrojo y empujó a Matthew hacia una ventana.

—Vete, corre, escóndete. Soy tu párroco y debes obedecerme.

Matthew obedeció. Trepó hacia fuera. El sacerdote ayudó a Anthony a seguirle. Padre e hijo volvieron corriendo a casa. Mientras corrían, escucharon un disparo. Matthew se volvió para mirar pero no vio a nadie. Concluyó que los soldados habían disparado a la cerradura de la sacristía. Pocos minutos después, se escuchó otro disparo.

Jeanne y sus padres estaban en las escalerillas de la tienda mirando en dirección a la iglesia cuando llegaron Matthew y Anthony. El muchacho corrió a abrazarse a su madre. Cuando Matthew recobró el aliento, le explicó lo que había sucedido.

Justo entonces vieron correr a una muchacha calle abajo, llorando.

—Han matado al padre Tran —sollozaba. Jeanne se volvió a Matthew y le dijo:

—Ve y coge la bicicleta. Rápido.

Matthew lo hizo, y cuando los hombres del Cong An llegaron a la tienda él ya estaba cinco millas más allá, en pleno campo.

La familia no sabía nada de su paradero. Los sucesivos interrogatorios no lograron sacar ninguna información. Matthew Hoang Van Thu había emprendido un largo viaje comercial, para proveer de mercancías a su tienda. No iba a volver por mucho tiempo.

Matthew vivió seis meses con la bicicleta, yendo de pueblo en pueblo, escondiéndose en las casas de parientes y de sacerdotes. Una fotografía suya apareció en el diario de la provincia con la leyenda «Buscado para interrogatorio sobre asesinato». El periódico decía que un sacerdote había sido asesinado y que el propietario de la tienda había desaparecido esa misma mañana. Los del pueblo sabían cuál era la verdad, pero daba igual lo que pensaran: el suyo era un pueblo pequeño en una región sin importancia, y todo el asunto se fue diluyendo entre tantos acontecimientos similares.

Aun así, cada pocas semanas la policía política volvía a irrumpir en los dos cuartos que había tras la tienda, allí donde se alojaban los Thu, en la esperanza de atrapar a Matthew. Él regresaba de cuando en cuando, por unas pocas horas, generalmente después de la medianoche. Siempre partía antes del amanecer. La policía, cuando iba, registraba la casa, hacía las preguntas de siempre y se volvía a marchar, con todos los agentes cargados de pasta o de salsa de pescado.

Una noche, Matthew estaba en casa y comenzaban su esposa y él a tomar algo de comer cuando sonó la puerta delantera y se levantó el pestillo. Matthew había estado jugando con el niño sobre sus rodillas. Lo puso sobre el suelo y él mismo se quedó agazapado, inmóvil, debajo de una cama. El niño estaría en torno a los dos años y pensaba que todo era un juego. La policía y los soldados entraron en el cuarto y miraron los dos platos sobre la mesa. Jeanne no perdió su compostura.

—¿Por qué estás comiendo a estas horas de la noche? —le preguntaron.

—El pequeño tiene hambre —dijo ella.

La mujer hubiese preferido la muerte a proferir una mentira. Y no estaba mintiendo, porque en verdad el niño tenía hambre. Lo sentó frente al plato y empezó a comer. La policía dio vueltas por el cuarto, miró bajo las camas, dentro de un armario, detrás de las cortinas. Los padres de Jeanne, que dormían en el mismo cuarto, se sentaron sobre su cama, se abrazaron, y comenzaron a rezar en voz alta. El niño terminó la comida y se dirigió, cruzando el cuarto, a la cama donde Matthew se escondía. Era la cama que no habían inspeccionado todavía. Anthony y el hijo mediano dormían sobre ella. El niño se inclinó y miró por debajo, canturreando felizmente:

—Pa-pá, pa-pá.

Un policía se adelantó. Sus botas estaban a unos centímetros de la cara de Matthew. Jeanne quedó congelada. Los padres de Jeanne comenzaron a sollozar.

—Pa-pá, pa-pá.

Matthew tenía un rosario entre las manos y rezó en silencio.

—Madre de Dios, ésta es cuestión de vida o muerte. Acudo a tu ayuda. ¡Intercede por mí, sálvame a mí y salva a mi familia, por amor de tu Hijo!

El padre de Jeanne se levantó. Pesaba unos cincuenta kilos y había vivido más de setenta años. Ayudándose de un bastón, se llegó al jefe del grupo y comenzó a reprenderlo muy duramente.

—Cállese, viejo —dijo el policía, pero no le golpeó. Parecía lleno de tedio.

—Pa-pá, pa-pá —seguía el niño.

Los intrusos se volvieron a Jeanne y la instruyeron en la responsabilidad de educar a sus niños como buenos ciudadanos. Arrancaron de la pared un calendario religioso. Confiscaron cartones de tabaco y unas botellas de vino de arroz y se marcharon.

Más tarde, aquella misma noche, Jeanne y Matthew hablaron de lo que debían hacer.

—Debemos abandonar el país —dijo Matthew.

—Pero, ¿cómo?

—Hace ya muchos meses que la gente se está yendo en barco. Se van a Malasia y a Tailandia y a otros sitios. Algunos han llegado a América.

—Sería muy peligroso.

—¿Qué hay más peligroso que quedarse aquí?

Tras debatir intensamente, se pusieron de acuerdo. Matthew volvió a esconderse durante varias semanas y, a su vuelta, regresó con oro.

—Es de mis dientes —dijo. Sus coronas de oro habían sido reemplazadas por un metal gris, y tenía un pequeño lingote en la mano. Jeanne tenía un dinero insignificante de la tienda, y de un agujero en el suelo su padre sacó una bolsa anudada con una buena cantidad de piedras valiosas, sobre todo jade y ópalo.

—He encontrado a un hombre que nos va a llevar a través del mar de China —comunicó a la familia—. Habrá treinta personas en el barco. Es un pesquero y va al descubierto. No es seguro que logremos escapar.

—He oído que hay piratas que roban a la gente y a veces hunden los barcos —dijo Jeanne.

—¡Si al menos tuviéramos una pistola para defendernos! —dijo Matthew—. Pero es imposible.

—Tengo los cuchillos de carnicero.

—Sí, y el abuelo su mal genio. Todos rieron.

—Ningún pirata se atrevería a pelear con nosotros. ¡Estaremos a salvo! —proclamó Anthony.

—Un poco de respeto, por favor —dijo el abuelo, aunque ni siquiera él podía ocultar la risa. Finalmente, los abuelos decidieron quedarse. Insistieron en que no querían ser una carga. No querían hacer lento el camino. Encargarse de la tienda no sería difícil. Además, dijeron, si el negocio familiar continuaba, las sospechas serían menores. Con el tiempo, todo mejoraría. Matthew y Jeanne volverían algún día a visitar sus tumbas y rezar por ellos.

Aquella noche, Matthew cogió la bicicleta y se marchó. Volvió al día siguiente con un remolque de bambú que podía ser arrastrado con la bicicleta. Tenía grandes ruedas de goma y cabían en él muchas cosas sin que fuera difícil de mover. Salieron antes del alba, Jeanne y Anthony caminando, Matthew conduciendo lentamente, los dos niños pequeños dormidos en el carro. A través de caminos rurales y carreteras secundarias, lograron llegar a la costa. Nadie les detuvo. En cuatro días estaban ya donde el barco les esperaba.

Una multitud intentaba hacerse a bordo. El dueño del barco estaba airado y no quería llevar su exceso de equipaje a bordo. Aun así, iba a estar ya sobrecargado. Pidió pago completo por adelantado. Hecho esto, encendió el motor, dirigió la proa hacia el suroeste y el barco comenzó su singladura. Los Thu lloraron de dolor al dejar su país. El sonido de sus lágrimas se confundía con el bang-bang-bang del motor y el llanto de los otros pasajeros. A la mañana siguiente, la tierra era una pálida línea de color verdoso tras ellos.

Hay muchas historias de horror a propósito de los balseros. Se dice que más de cien mil de ellos murieron en el mar de China. Los barcos inestables se anegaban y se hundían. Las lanchas del gobierno hundían otros, tras usarlos como blanco de prácticas. Los piratas eran los peores de todos: con sus barcos dotados de potentes motores, perseguían los pequeños esquifes de los vietnamitas, los obligaban a parar, apuntaban con sus ametralladoras a la multitud sobre la cubierta y pedían todos los objetos de valor. Sus ojos eran como ojos de demonios. Violaban a las muchachas y a las mujeres y luego las arrojaban al agua, a los tiburones. Había otras atrocidades, hechos directamente innombrables y malignos. Eran hombres malvados y lo parecían. Los oficiales comunistas del interior parecían, por comparación, seres civilizados. Algunos barcos regresaban y entonces sus supervivientes contaban estas historias. Muchos vietnamitas las oían y decidían entonces no abandonar el país.

El motor continuó petardeando toda la mañana, hasta que, a primera hora de esa tarde de calor, decidió dejar de funcionar. Ninguno de los trucos intentados por el dueño lo hizo funcionar. Le entró rabia y comenzó a golpear el motor con un martillo. Luego se sentó sobre la cubierta y se puso a maldecir a los pasajeros, retorciendo sus manos. Matthew cogió el martillo y una cuerda. Alguien le dejó una buena vara de seda; otros le dieron retales de ropa o de sacos, cualquier cosa que pudiera utilizarse. Jeanne y las mujeres cosieron una vela. Matthew clavó dos postes y usó los remos para disponer la vela en torno a ellos. Cuando estuvo lista, el barco comenzó a moverse de nuevo.

El dueño del barco se encontraba en un estado de colapso total. No respondía a las preguntas que se le hacían. Tan sólo les había dicho que les llevaría por el paso más estrecho entre la costa suroeste y la península de Tailandia. Nadie sabía en qué rumbo se encontraba aquello. Matthew tomó el timón. Cerró los ojos y oró. No sabía del mar más que el resto de los viajeros pero recordaba que alguien, una vez, le había dicho que las tierras situadas más allá del mar de China estaban en la dirección de la estrella de la mañana. Mirando al sol, dispuso el rumbo del barco según lo que intuyó en aquel momento. Pasaron la noche y, a la mañana siguiente, sintió alivio al ver que sólo estaban desviados por unos grados. Los tres niños Thu, sentados a la proa, rompieron espontáneamente a cantar una canción mariana vietnamita: «Eres la estrella de la mañana».

Viajaron así durante doce días, siguiendo la estrella de la mañana. Al séptimo día se les acabó el agua. Mucha gente murió de sed y sus cuerpos fueron arrojados al mar. Esto aminoró considerablemente el peso del barco, que comenzó a navegar con rapidez. En la mañana del décimo día, Jeanne abandonó sus respetos humanos y dirigió el rezo del rosario. Los budistas y los ateos se unieron. Una nube del tamaño de una mano fue creciendo en el horizonte y se dispuso sobre el barco, cubriendo el cielo, en una hora. Llenó la cubierta de agua, y se alejó de ellos dejando un perfecto azul de cielo de horizonte a horizonte. Nadie murió después de esto, y dos días después divisaron Indonesia. No habían visto a un solo pirata.

Los Thu pasaron un año en campos de refugiados antes de llegar a California. Matthew aprendió a cocinar en Los Ángeles, en un restaurante de cocina de Sichuan. Pero ellos detestaban la ciudad, corrupta como Saigón. Un año más tarde, consiguieron el permiso para irse a Canadá. Unos meses después, ya estaban haciendo una casa de su barco y pescando su comida en el lago Canoe.

—Tú ves —dijo Matthew—, no tener miedo por ti. Si tú mueres, Natano, Dios ve todo. Nada perdido. Nada perdido.

—Ojalá pudiera estar de acuerdo. Se han perdido muchas cosas buenas. Mucha gente ha sufrido horriblemente, mucha gente se ha perdido. Piensa en todas esas muchachas arrojadas al océano. ¿Y toda la gente que murió en tu barco? Hemos perdido a Bill.

—Ah, Bill —dijo pensativamente—. Bill no perdido. ¿Quería decir que estaba «salvado», en el sentido en que los predicadores decían que alguien estaba salvado?

—Dios ve todo —repite—. Él ve, Él espera. Nada perdido.

¿Qué puede uno decir a eso? ¿Quién le puede decir nada a un hombre con la experiencia de primera mano que él ha tenido? Desde luego que yo no.

La historia de mi familia parece algo mucho menos salvaje, por comparación. Pensé que mis ancestros eran exiliados. El viejo Stiofain y Annie, cierto, estaban huyendo de malas circunstancias. Las de Anne eran ideológicas; la huida de Stiofain era bastante más urgente: el asesinato de mi bisabuelo y todo lo demás. Pero llegaron de tierras de habla inglesa a una tierra de habla inglesa. Pese a los estragos de la guerra, sus sociedades creían en las mismas verdades universales. Las cosas no han cambiado tanto; todavía vivimos en una sociedad decente, aunque se esté minando muy rápido y, pronto, esta revolución escondida lo dirigirá todo en conformidad con la mente colectiva. Pero a los soldados todavía no se les permite asaltar con impunidad los supermercados. No hay piratas en los Grandes Lagos. Por otra parte, sí parece que tenemos ya una policía política. Y nos hemos despedido de lo bueno que tenía el sistema judicial.

—¿Qué haces, Natano?

—No sé qué voy a hacer. No hay ningún lugar al que ir.

—¿Ningún lugar? —chasquea la lengua y señala al gran vacío del paisaje.

—Quiero decir... —bueno, ¿qué quiero decir? ¿Cómo te lo digo, Matthew? Cómo decirte que éstas no son exactamente las selvas de Indochina. Ésta es una tierra extensa pero congelada, y llevará un enorme gasto de energía y de ingenio el sobrevivir ahí fuera, aun cuando sea como salvajes. ¿Qué vamos a hacer cuando se nos terminen las galletas, cuando tengamos agujereados totalmente los calcetines? ¿Dónde compramos anzuelos, y con qué dinero? Una pequeña tarjeta de plástico va a acabar con el dinero de aquí a dos años. ¿Dónde consigue un loco asesino una de esas tarjetitas, eh?

¿Y cómo puedo convencerte de que el tiempo del final es el tiempo en el que no queda ningún sitio al que ir? Las civilizaciones caen lentamente, tan lentamente que uno piensa que quizá no suceda, y a la vez tan rápido que hay poco tiempo para maniobrar. ¡Piensa, Matthew! Dime por qué los judíos no huyeron de Europa en los años treinta, antes de que fuera demasiado tarde. Dime por qué los veinte mil esclavos sacrificados a Quetzalcóatl, el dios de cabeza de serpiente, no huyeron antes de que fuera demasiado tarde. ¿Era demasiado tarde o se les había convencido de que era demasiado tarde? Es una pregunta importante. La vida y la muerte dependen de ella.

Grábatelo en la cabeza, señor director, tu periódico se ha muerto para siempre. Estás intentando escribir un artículo en tu cerebro y el cerebro es cosa huidiza. Y, aun cuando pudieras escribirlo sobre un papel, ¿qué ibas a decir? ¿Qué iban ellos a entender?

Queridos amigos y conciudadanos, vosotros que compartís conmigo el dudoso honor de ver el final del mundo que hemos conocido, queridas «masas», pues eso es lo que muy pronto seréis. Escribo sólo una pregunta muy sencilla: ¿por qué es tan difícil de creer que lo peor está sucediendo?

¿Por qué os es tan difícil a vosotros, que tenéis fe en el progreso? Mirad los helicópteros ultrasilenciosos que surcan nuestros cielos. Son maravillosos pero están pilotados por una fuerza policial que no responde ante vosotros ni ante mí. Tenéis fe en la erradicación de la pobreza. Considerad la eficiente manera en que los ordenadores están planificando una economía global, cómo nos van a numerar a todos, cómo hemos de estar contentos, sin nada más que podamos pedir. Mirad la manera en que están acabando con los mismos pobres, quemándolos hasta la muerte con agua salada o descuartizándolos en el útero materno. ¡Luego pensaremos en los woks del martirio! Ésta es una edad muy rara, ¿verdad? Pero vosotros la sentís como muy normal.

De acuerdo, cada persona, en cada edad, ha sentido que su tiempo era normal. También nuestro tiempo es normal. Como en cualquier época en el corto tránsito de la prehistoria al presente, nos abrazamos desesperadamente a la normalidad. Cuando los acontecimientos son más y más extremos, va creciendo la tentación de enterrarnos a nosotros mismos en sueños escapistas o en las distracciones de la comodidad. La capacidad crítica queda adormecida. Estar despierto y atento exige energía y voluntad de persistir en un estado de tensión crónica. Es mucho más fácil ser «positivo»: tener confianza en lo que nos dicen nuestros líderes. El optimismo elimina muchos problemas, aunque gran parte de lo humano se va muriendo dentro de nosotros, sin apenas protesta.

¿Qué pensaría Matthew si le digo todo esto en voz estentórea? ¡Heraldos de la batalla final, uníos! ¡No tenéis nada que perder salvo vuestras ilusiones! Es un buen entretenimiento particular, el ser un profeta quejoso frente al espejo de tu baño, afinando tu estilo, pero no solivianta a un pueblo contra el tirano. Y nuestro tirano ni siquiera parece un tirano. Si gritamos todo lo alto que podamos, la diferencia será escasa, pues ahora el escenario de la batalla se desarrolla en nuestro interior. Se van a efectuar pocos disparos, y recaerán tan sólo sobre aquellos que se atrevan a decir que estamos en zona de guerra, sobre aquellos que se atrevan a decir que ellos mismos son el enemigo.

Éste es otro gran tópico del siglo XX.

El tiempo en que tuvimos que haber discutido todo esto fue hace diez o veinte años. Era la época en que la nueva clase de los ingenieros sociales comenzaba su ascenso. Consejeros, terapeutas, trabajadores sociales, psicólogos y coordinadores de lo que fuera iban surgiendo por todas partes. No se podía negar que, de cuando en cuando, su trabajo profesional era de ayuda a las familias, pero tenía que haber quedado claro que algo muy malo estaba sucediendo cuando la terapia se hizo in— dustria. Pronto llegó a ser nuestro modo de vida, toda nuestra cultura. Ahora, diez, veinte años después, se ha vuelto imposible oponerle resistencia. Son muy pocos los que no están alienados por sueños utopistas y modelos de reconstrucción social.

Pero, ¿quién podía haber identificado el punto preciso en que ya no habría vuelta atrás? Incluso ahora, Matthew, ¿habría alguna respuesta si unos cuantos profetas ruidosos aparecieran para gritar unas últimas protestas en los cruces de calles y en las iglesias vacías? Así, incluso, perderían toda credibilidad, probando ante la nueva sociedad que la vieja visión del mundo producía personalidades antisociales. El hombre se ha comprometido a una reprogramación de sí mismo que varía cada tanto. Las relaciones interpersonales se viven conforme a un puritanismo sociológico mucho más asfixiante que el moralismo antiguo. La disfunción ha reemplazado al pecado. La sociedad se ha convertido en una sociedad ordenada y no violenta (si excluyes el crimen clínico del aborto). Los elementos sociópatas se cultivan o se eliminan del caldo genético (Dios mío, Tyler, Zöe, ¿qué va a ser de vosotros?). Y nadie parece darse cuenta de la ausencia de arte, de literatura, de oración y de amor.

Sé lo que me contestaría Matthew. Recordaría cómo entregó su vida a las aguas y cómo su vida le fue devuelta. Recordaría los trabajos de la divina providencia. Hablaría de milagros. Me forzaría a elegir entre la creencia verdadera o una recaída en el escepticismo. Me recordaría que, cuando toda la ecuación parece señalar a un cierto fin, ése es precisamente el momento en que aparece lo inesperado, lo desconocido. Su mensaje esencial siempre es: ten confianza.

—¿Qué crees que debo hacer? —le pregunto. Es una pregunta seria.

—Mi corazón quiere tú quedes. Mi alma dice tú vete.

—¿Y adónde voy?

Repito y repito la pregunta como un corredor con una pierna encadenada al suelo.

No contesta. Tiene la cabeza gacha y creo oír el musitar de una oración. Esta gente es impresionante.

Por mi mente pasa la imagen no buscada de mi otro abuelo, del padre de mi madre, Thaddaeus Tobac. Vive en North Thompson Valley, a nuestro oeste, más allá del lago, al otro lado de la montaña Canoe.

¿Por qué no había pensado antes en él? Supongo que había contado con que papá nos rescatara y no había considerado otras posibilidades. ¡Thaddaeus es perfecto! Nunca van a pensar en molestar a un viejo indio que vive en un cobertizo junto a una cascada a los pies de la sierra del Caribú.

Ahora lo estoy viendo. Muy claramente. Va a ser muy duro. Gran parte del viaje será bajo el cielo abierto. Pero si, al final, todo se ve, y al final todo termina bien, ¿qué hay que temer, entonces? Tal vez nos libremos del wok. Los ángeles pueden cegar a los piratas. Las huestes de orcos pueden ser reconducidas a su dominio de sombras.