DOS
Éste debe de ser el día más raro de mi vida. Estamos en la cabaña del abuelo, intentando averiguar lo que ha pasado. Todo comenzó esta mañana.
El teléfono empezó a sonar tras el desayuno. Me estaba volviendo loco. No había podido dormir mucho por la noche y estaba de mal humor. A mi corazón también le pasaba algo extraño: arritmias.
Hasta aquí, no era nada muy distinto a como ha sido cualquier otra mañana de estos últimos meses. Ya entonces, las cartas insultantes y las llamadas anónimas eran parte habitual de mi vida. Mañana y media mañana, tarde y noche con acosadores, ideópatas, vecinos entrometidos. ¿Por qué se enfada tanto esta gente? ¿Porque escribo críticas tan amargas sobre su mundo maravilloso? Hey, que el periodismo es democrático, ¿no? No tenían que comprar mi producto, pero es que lo han cerrado. Así que, ¿para quién se supone que soy una amenaza?
El teléfono volvió a sonar tras la comida. Me caí del sofá y me encontré tumbado medio dormido sobre la alfombrilla del cuarto de estar. Busqué aliento y mi corazón latió salvajemente.
Perfecto, me dije a mí mismo, lo único que me falta ya es un ataque al corazón para que todo sea perfecto. Woolley me dijo que aprendiera a relajarme. ¡Calma, chico, calma!
Otra vez, la serpiente y el ciervo blanco. Tranquilízate, sólo era una pesadilla. Afloja el pensamiento. Comienza a flotar.
El timbre sonaba al otro extremo de la casa. Di tumbos por el pasillo oscuro, busqué en la mesa y por fin cogí el aparato.
—¡Aaaahhh... Kriga-Bundolo! [Kriga-Bundolo es el grito de guerra de Tarzán antes de enfrentarse con algún animal de la selva.] —grité—. Acaba de llamar al despacho del Horno sapiens complicatus.
—¿Eh? Ah, señor Delaney, hola, soy Tracy, de la droguería. Ya están reveladas las fotos que dejó.
—Muchas gracias, Tracy. Las recojo esta tarde.
—Muy bien. Ah, el chico de la venta por catálogo me dice que le diga que los calcetines de deporte de Tyler ya han llegado. ¿Se los va a querer llevar hoy?
—Sí.
—Serán doce dólares con noventa y cinco, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Hasta luego, entonces.
—Hasta luego. Clic. Clic.
Un ruido curioso, pensé. Habrá algún problema en la línea. Volví al sofá y estaba de nuevo en un estado de semiconsciencia cuando el teléfono volvió a sonar.
Era una mujer. A mí me gustan las mujeres. Me informó, con una voz dulce y sincera, de que era de ascendencia canadiense aborigen, una poetisa físicamente discapacitada, estudiante de universidad. Llamaba de parte de una organización de Lesbianas para el Progreso de las Artes. Decidí de inmediato huir del asunto, por instinto: le dije la verdad, que yo era un heterosexual de mediana edad con tendencias depresivas, padre soltero, medio alcohólico, económicamente insolvente, al borde de la bancarrota emocional y financiera. Como medida de seguridad, le dije que yo también tenía raíces aborígenes. Eso ayudó. Me dijo que se hacía cargo.
—Cuídate, hermano.
—Tú tambien, hermana.
Clic. Clic.
Me arrastré quejosamente de nuevo hacia el sofá y noté que mi corazón ya latía más despacio aunque no con menos angustia. Me estaba preocupando sobre los calcetines de Tyler, pues no sabía si el cheque con que iba a pagarlos tendría fondos. Era posible que se nos hubiesen acabado la semana anterior. Y, desde que se unió al equipo de atletismo, Tyler gasta calcetines como quien come cacahuetes. Y come como un rinoceronte... Estaba triste, cansado. Sentí ganas de llorar.
En ese momento, el teléfono decidió sonar de nuevo.
—¡Será posible que no me dejen en paz! —me lamenté. Totalmente destemplado, ladré por el aparato:
—¡Mire, quienquiera que sea, espero que sea urgente!
—¿Señor Delaney?
—¡Sí!
—Le llamo de la consulta del doctor Woolley. Siento molestarle, pero es que el doctor me ha dicho que tal vez tenga que cancelar su partida de ajedrez de hoy. Tiene que intervenir de urgencia esta noche en McBride y acaba de marcharse. Me ha dicho que, si todo va bien, la partida se mantiene.
—Gracias. ¿Le puede decir, entonces, que me llame?
—Claro que sí. Y perdone la molestia.
—No, no ha sido ninguna molestia. Soy uno de sus pacientes y siempre me encuentro muy inestable. Grito mucho. Perdone mis modales.
Ella me contestó con gravedad extrema:
—Sé que usted no es uno de sus pacientes. Sé quién es usted.
—Oh, oh. Pues aún peor.
—Usted es uno de sus amigos.
—Como le he dicho, aún peor de lo que usted pensaba. Añadió, compasivamente:
—No se preocupe. Todos tenemos días malos.
—Tengo un mal año. Una mala década. Una mala...
—Bien. Bueno, muchas gracias. Le daré su mensaje. Adiós. Clic. Clic.
Ah, qué manera tan delicada de terminar esas llamadas que en cualquier momento parecen ponerse obsesivas... Sabía exactamente lo que ella debía de pensar de mí. Hipocondríaco y paranoico: una pésima combinación.
Me quedé dormido por media hora, antes de que sonara otra vez. Venían a por mí como un bombardeo.
Imitando a un contestador automático, dije:
—Hola, ha llamado al Hogar de la Paz. Si desea hablar con uno de nuestros consultores, por favor pulse uno. Si desea hablar con uno de nuestros guías espirituales, por favor pulse dos. Si desea hacer una donación a nuestra fundación, por favor manténgase a la espera y uno de nuestros asesores financieros atenderá su llamada. Si desea dejar un mensaje de voz, por favor pulse tres y deje su mensaje tras la palabra «Paz»...
—Paz, amigo mío. Oye, dime algo.
—Woolley, ¿eres tú?
—Sí, soy yo. Felicidades por el mensaje grabado. Muy creativo. Parecías un contestador.
—Gracias.
—Da igual. No me digas que te has ido al hospital de McBride a hacer una cirugía cerebral y que has vuelto en una hora.
—Falsa alarma. Era una apendicitis y al final no ha sido más que un dolor de tripa. El nieto de la señora Zosky, Ryan, ya sabes, ese niño infernal, había comido demasiadas galletas.
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde el coche. Estoy volviendo a Swiftcreek.
—¿Todavía quieres que te machaque esta noche?
—Oh, oh... vamos fuertes de confianza, ¿eh, don Presuntuoso?
—Has perdido tres partidas este año, Woolley. ¿Quién es el presuntuoso?
—Porque mi atención se desvió por puro aburrimiento, eso es todo —me dijo, en su mejor imitación de acento escocés—. Simplemente aprovechaste una debilidad momentánea.
—Intentaré ponértelo más interesante, entonces.
—¿Tienes bourbon? A mí sólo me queda brandy en casa.
—Sí, llevaré un poco. Tengo media botella que he estado guardando para la Gran Depresión.
—La crisis fue hace mucho, amigo mío —dijo Woolley—. Bebámosla. Suspiró.
—Suenas cansado.
—Ha sido una semana muy larga.
Parecía exhausto, tan cansado en ese momento como yo lo estoy siempre.
—¿Estás seguro de que te apetece una partida esta noche? ¿Por qué no descansas, mejor?
—Necesito distraerme —me dijo.
—La radio dice que está viniendo una tormenta.
—Tienes un todoterreno. No dejes que un poco de nieve nos dé el jaque mate.
—Muy bien. No sabía que eso significara tanto para ti.
—No te pongas sentimental. Me lo paso bien cuando nos vemos. Además, ¿a quién tengo para hablar que no sea al decrépito director de un periodicucho antediluviano?
—Ah, ¿y qué otra persona querría estar contigo?
—Eres tan tolerante...
—Y tú tan sensible... no sé qué haría sin alguien como tú.
—Te darías a la bebida.
—Ya me he dado... ¿y qué harías tú, compañero?
—Oh, bueno, me entretendría salvando a la humanidad.
—Oye, qué bien suena... no sé, me da cosa malgastar tu tiempo.
—Era broma, era broma... incluso los genios como yo necesitamos malgastar un poco de tiempo. Engrasa el cerebro.
—Me alegra serte tan útil.
—A mí también me alegra —me dijo, con voz de Drácula. Y colgó con una risotada de monstruo.
Qué buen tipo es Woolley. El último amigo que me queda. Está casi tan mal de la cabeza como yo. Es buenísimo imitando voces, acentos.
Llamé a su casa y me saltó el contestador. ¡Perfecto!
—Hola —dije lloroso a la máquina—. Soy Nathaniel Delaney. Mira, no voy a poder ir a la partida de ajedrez esta noche. Estoy verdaderamente deprimido. No me siento nada bien. Tengo pensamientos suicidas.
Cogí de la mesa la pistola de aire comprimido de Tyler. Llevaba semanas planeándolo.
—Necesito hablar contigo —lloré—. Necesito hablar con alguien, con quien sea. Y todo lo que consigo es un contestador automático. He dejado mensajes aquí y allá, desde hace días, y nadie me devuelve las llamadas. ¡Por favor, ayúdame, por favor! ¡Por favor!
Para un mayor efecto, dejé tres segundos de pausa. Luego disparé la pistola, cargada de aire, al lado del aparato. Hice un ruido como de gargarismo y colgué.
Me volví a tumbar en el sillón, riéndome histéricamente. Era demasiado divertido, demasiado perfecto. Sé que era algo completamente loco. Loco, loco, loco, loquísimo: un humor tan negro que Woolley nunca iba a poderlo superar.
Todavía me estaba riendo cuando el teléfono sonó otra vez.
—Si dices mi nombre, colgaré de inmediato —dijo una voz que sonaba extrañamente fina y metálica, como a través de un filtro.
—¡Oooh, qué misterioso! —reí.
—Esta conversación nunca ha tenido lugar.
—¡Oooh, qué misterioso y alarmante!
—Escúchame.
—Muy bueno, Woolley. Nunca me habías puesto esta voz. ¡El soprano Darth Vader!
Esperé su respuesta, pero no llegaba. Su silencio era un toque de dramatismo genial. Es muy bueno en estas cosas.
—¿Woolley, eres tú?
—Pues yo, un niño de lengua todavía adormecida...
Había algo así como una vieja tristeza en la voz. Esa frase me sonaba porque mi abuela me la había enseñado cuando apenas había aprendido a leer. Empecé a hacer asociaciones en mi cabeza y a sospechar que no me hablaba Woolley.
—Hay muy poco tiempo —dijo la voz.
—¿Quién eres? No respondió.
Paulatinamente, un sentimiento sutil y extraño me llegaba a través de las ondas telefónicas, haciéndome temblar.
—Dime quién eres —dije—, o cuelgo el teléfono. Pausa.
—Tiempo atrás nos conocíamos —dijo la voz.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Cuando eras un niño. Con la piragua.
De pronto supe quién era. Mi instinto de periodista me llevó a obedecerle. No dije su nombre. Si él tenía una buena razón para no desvelarlo, ¿quién era yo para cuestionar esto?
—Escúchame con atención —siguió—. Tienes la línea pinchada, pero les llevará un minuto al menos saber desde dónde te llamo. Estoy en una cabina. Te volveré a llamar cuando encuentre otra línea. Ahora voy a colgar.
Se oyó el ruido de colgar, pero la línea no empezó a comunicar de inmediato. Luego hubo otro clic y el sonido normal de la línea.
Ahora estaba del todo consciente, con un sentimiento creciente de aprensión. Este tipo misterioso era nada menos que un alto cargo de la nueva agencia de seguridad estatal. La OSI, la llaman, seguridad interior o algo así. El nombre del tipo es Maurice L'Oraison. Su nombre ya no aparecía en los periódicos, lo cual sólo quería decir que ya era alguien muy importante. Era al menos viceministro de rango. Había nacido en nuestro pueblo y había asistido a las clases de mi abuela, donde se aprendió de memoria el poema que ella había enseñado a tres generaciones de niños. Se fue de Swiftcreek muy joven, se hizo abogado y ascendió rápidamente por las escalas del poder.
Sentí una oleada de rabia hacia él. Era su departamento el que me había rematado un año antes. Con las nuevas leyes, un tribunal me acusó de «incitación al odio» por mis artículos. Se me impusieron multas. No pude pagarlas. Apelé y perdí. Algún benefactor se ofreció a ayudar con los fondos suficientes como para mantener el periódico en pie durante unos meses, mientras yo esparcía mis criminosas ideas sobre responsabilidad personal en una sociedad justa. A continuación, el sistema estatal de correos rechazó los paquetes que enviaba The Echo, de modo que tuve que mandarlos por mensajería a amigos de confianza en distintas ciudades: gente que apoyaba la distribución de una publicación ilegal como la mía. Fue ahí donde aprendí que todavía quedaba algo de valentía en nuestra tierra. El número de nuestras suscripciones nunca había sido muy grande, pero muchos de los lectores eran alguien en el mundo de la cultura o la política, o en lo que quedara de ese mundo. En un momento dado, una cantante de ópera muy diva y un viejo inconformista que casualmente era senador federal, contribuyeron a la venta puerta a puerta del último número de The Echo. Recibí tantas llamadas felicitándome por la calidad de nuestra disidencia que caí en un falso sentido de inmunidad.
Luego fue cuando los matones entraron a destruir todo mi equipo de edición. ¿Quién lo hizo? Nunca lo sabremos, pero estoy convencido de que no eran unos vándalos bajo la influencia de las drogas. Eran agentes políticos. Seguramente gente de la OSI o de alguna otra agencia del Ministerio de Justicia. Buenos chicos, estos funcionarios. Por supuesto, el Gobierno insistió ad nauseam en que las nuevas leyes estaban diseñadas precisamente para eliminar este tipo de violencia. Aun así, toda discrepancia quedaba ahora sumergida bajo la superficie de la cultura artificial. La prensa del país canturreaba el mantra: «Paz, paz, paz». Cierto, había sido un mal siglo, todo el mundo buscaba la paz, también yo mismo. Pero yo había apuntado a una paz falsa, a un orden social marcado por la erosión de los derechos humanos fundamentales. Tan sólo repetía palabras muy manidas, muy viejas, pero justo las palabras que han venido construyendo las sociedades sanas. Ya muy poca gente quería oír hablar de esto. Es obvio que alguien se dio cuenta del problema. Yo tenía que haber sabido que mis artículos sobre el nuevo orden mundial iban a tocar un área muy sensible.
Me senté a la mesa de la cocina y miré por la ventana al bosque sobre la montaña. Estaba muy cansado. Ayer mismo, los niños oyeron cosas raras en la ruta del colegio. Algo más que la burla habitual sobre su padre delincuente. Alguien le dio un puñetazo a Bam, y otro escupió a Zizzy a la cara. Al principio me llené de rabia, porque sé que esos niños lo habían aprendido de sus padres, mis educadísimos vecinos. Del enfado pasé a la amargura, luego un miedo profundo se apoderó de mi alma. Esta mañana me planteé si llevarlos o no la escuela, pero estaban animados y llenos de valor, y pensé que era una lección que debían aprender ya: en esta vida no puedes comenzar a huir, o nunca dejarás de hacerlo.
Antes de la primera llamada de teléfono había estado intentando volver a dormir, y había soñado otra vez mi sueño de dragones, serpientes, osos y ciervo blanco: un mundo en caos, con legiones de hombres grises y mujeres grises intentando poner orden. En un tono muy medido, nos aseguraban que, matando a todos los niños y ancianos «disfuncionales», todo volvería a estar en paz. Yo discutía con ellos pero nada cambiaba. Estaban absolutamente convencidos de que así iban a salvar a la humanidad. Cuanto más discutía, más amables eran ellos, pero era una buena educación fingida, una argucia profesional para mantenernos a raya hasta que llegara el oso-leopardo-dragón. Cuando finalmente llegó, yo ya sabía desde siempre que llegaría. Pero no había previsto la aparición del ciervo, que se interponía entre la bestia y yo. Un sueño que quedó incompleto.
Todavía estaba exhausto, intentando despertarme, frotándome la cara. Quedaba un poco de café de verdad en la cocina. Un admirador lo había mandado. Me tomé una taza. Luego otra. Un adicto, como todos los periodistas.
Pero, ¿qué le había pasado a Maurice para que me hiciera una llamada políticamente tan comprometida? Está claro que no quería que sus colegas supieran nada. ¿Qué se estaba cociendo por los pasillos de la capital?
Sonó el teléfono. No dije nada; sólo escuchaba el ruido del tráfico a través del teléfono. Me llamaba desde la capital, donde caía la noche, tres husos horarios más allá. Aquí eran las dos de la tarde.
—¿Sabes quién soy? —hablaba lenta y cuidadosamente.
—Sí.
—Bien. No tenemos mucho tiempo. Van a actuar de inmediato cuando te diga lo que te tengo que decir. Están escuchando esto ahora o al menos alguien va a oír esta grabación de aquí a una hora. Entonces irán a buscarte.
—Déjate de misterios. Dime qué está pasando.
—Debes comprender que no he podido disuadirles. Durante treinta años he estado con ellos porque pensé que iban a hacer un mundo mejor. Pero parece que van a ir demasiado lejos.
—Entonces, ¿por qué les ayudas?
—Me he implicado demasiado como para poder salirme. Además... a pesar de todo lo que he hecho, todavía hay una oportunidad de que pueda demorar un poco el proceso. No mucho, ya te imaginas.
—¿Qué quieres decir con que no puedes salirte? Todo el mundo puede despedirse del trabajo. A esta frase siguieron varios segundos de silencio.
—No entiendes nada. Escucha. Estoy gastando un tiempo precioso al discutir esto. Los dos estamos en peligro ahora mismo, pero por distintas razones. Te volveré a llamar.
Clic. Luego, otro clic. Luego el tono habitual: posiblemente, un grabador automático que un anónimo funcionario estaba chequeando en algún lugar de una ciudad remota.
Me volvió a llamar un cuarto de hora más tarde. Para entonces yo me había dado una ducha caliente y me había tomado otra taza de café, y mi sentido de la realidad se convertía en la confusión de cada tarde. Curiosamente, ya no me sentía deprimido. Había tenido demasiado tiempo vacío en los últimos meses, y me parecía que un misterio de verdad podría darle algún escape al hecho de que mi imaginación se convirtiera en un gueto.
Había un ruido de restaurante de fondo, con una cantante y un sonido apagado de conversaciones. Un piano. El tintineo de las copas. El bip-bip de una caja registradora.
—Debes comprender que la decisión final no era mía. La toman instancias más altas. Tu nombre y el de otros dos directores de periódico, y el de una página web, llegaron hasta una reunión del Consejo Privado. Vais a ser mantenidos bajo custodia por el bien de...
—¿Arrestados? ¿Con qué cargos?
—Sin cargos. No hay necesidad de cargo ni habrá fianzas. No habrá un juicio. Es permanente.
Di vueltas y vueltas a la palabra en mi cerebro. ¿Permanente? Todavía daba vueltas cuando oí de nuevo el doble clic.
—¿Qué quieres decir con que es permanente? —pregunté con calma cuando volvió a llamar.
—No hay cobertura jurídica para evitar que desaparezcas indefinidamente en algún campo de internamiento de civiles o cualquier laberinto subterráneo. Quieren saberlo todo. Y hay medios científicos para saberlo todo. Ahora los estamos usando.
¿Ellos, nosotros? ¿De qué habla este tipo? ¿Qué sé yo que ellos no sepan?
—Esto es rigurosamente cierto. Dentro de veinticuatro horas, tú y tus hijos dejaréis de ser ciudadanos. Para todo propósito, simplemente habréis dejado de existir, aunque quizá por mucho tiempo sigáis vivos. Vas a ver que éste es el mayor de los males posibles, créeme.
—¿Y qué pasa con mi mujer?
—Tu mujer te dejó hace ocho años. Es el tipo de persona que simpatiza completamente con nuestra posición aun sin saber de ella. No nos interesa en absoluto.
—¿Y con mi hijo Arrow?
—Era demasiado joven como para ser contaminado con tu ideología. No nos interesa en absoluto.
—¿Dónde están ellos? —no pude ocultar la intensidad de mi tono.
—No te alarmes. Llevan una vida perfectamente normal según los parámetros de la contracultura, te lo aseguro —aquí, la voz de Maurice se hizo irónica—. Ella piensa que es una revolucionaria. Vive con el niño en una comuna rural junto a la costa. Cree vivir de modo absolutamente anónimo. Como ves, lo sabemos todo.
Clic. Clic. Y luego el tono.
Me llamó de nuevo diez minutos más tarde. Grité directamente por el aparato:
—¡No lo sabéis todo, demonios! Si lo supierais todo, no necesitaríais aplicar vuestros métodos.
—Esto nos está llevando ya demasiado tiempo. Tan sólo te llamaba para darte la información. Si quieres permanecer en libertad, te recomiendo que te vayas a un lugar seguro de aquí a una hora, y que te lleves a los niños contigo.
—Mira, esto no puedo creérmelo: si pueden grabar esta llamada, ¿cómo no pueden saber que eres tú quien la hace?
—Uso un dispositivo electrónico de camuflaje de voz que confunde las voces. El monitor todavía graba todo lo que decimos, sin embargo, y por eso no quiero que se pronuncie mi nombre. Solamente van a saber que, en las veinticuatro horas inmediatamente anteriores a que vinieran para llevarte en custodia, alguien te hizo una serie de llamadas breves. El problema es que, si te arrestan y te aplican sus métodos, seguramente yo también pase a ser un no-ciudadano.
—¿Si me arrestan?
—Sería lo peor que pudiera pasarte. Para conservar mi trabajo, me vería obligado a silenciarte antes de que me traicionaras.
—¿A silenciarme? ¿Qué demonios quieres decir? Silencio.
—¿Qué te ha pasado? ¿Dónde estás?
—Sólo soy un hombre que está intentando salvar tu vida y la vida de tus hijos.
—Pero, ¿para qué? Tú y tus amigos estáis intentando destruir todo lo que hace que vivir la vida merezca la pena.
—Yo no empecé así —dijo, tras una pausa.
—Pero respóndeme, dime por qué. ¿Por qué quieres dejar suelto a un virus en tu sistema? Yo destruiré vuestro programa si puedo.
—No podrás.
—Te aseguro que voy a intentarlo con todas mis fuerzas.
—Para responder a tu pregunta: quiero saber si tú tienes razón o la tenemos nosotros. Es un problema que me interesa. Y no va a haber manera de comprobarlo justamente si eliminamos toda discrepancia.
—Yo pensaba que trabajabas para ellos. ¿Por qué me dices todo esto?
—Es un problema que me interesa.
—Exactamente, ¿qué problema?
—La relación entre libertad individual y orden social.
—Oh, es muy noble por tu parte. Estoy impresionado por tu sentido moral. Sin hacer caso a mi tono de desprecio, continuó.
—Ese problema por sí solo no me hubiera impulsado a intentar salvarte. Hay otras cuestiones. Tu abuela plantó una duda en mí que aún no he podido resolver. No es algo que pueda discutir ahora, pero sí te diré que hay una posibilidad de que nos estemos equivocando, de modo que quiero dejar una semilla de alternativa para el futuro. Tu abuela es la responsable de este indulto. Ella está muerta. Su nieto puede ayudar. Puedes aceptar mi ayuda, o puedes rechazarla. Pero te lo digo ahora con toda la certeza: si no te vas ahora, habrás dejado de existir.
Clic. Clic. Y luego el tono. Me quedé pegado al aparato.
Espera, espera un momento, me dije a mí mismo. ¡Éste tiene que ser Woolley!
Quizás fuera su broma más elaborada. Y la merecía, después de mi bromazo fingiendo un suicido esa misma tarde. Sopesé esta posibilidad durante medio minuto. Incluso me reí, o reprimí un impulso de risa. Pero luego me di cuenta de que no podía haber pergeñado todo esto en unos pocos minutos. Es listo, pero no tan listo. Y, además, estaba convencido de que no sabía nada del poema que nos enseñaba la abuela.
Esto que pasaba, ¿era realidad?
Sentí una acometida de rabia. Vamos, Maurice, ¿a qué estás jugando? ¿Qué eres tú? ¿Una especie de topo virtuoso en una organización tiránica? ¿O una mala persona que se arrepiente?
El asunto era como una esquizofrenia. Primero me dice que él trabaja para destruir todo aquello en lo que creo, pero que quiere salvarme. Luego viene a decir que tal vez tendría que hacer algo drástico en mi contra si me cogen, pero que quizá lo que yo defiendo sea la verdad, así que quiere darme una oportunidad. Una pequeña oportunidad, ojo. ¿Qué le pasa a este tipo? Quizá sea un enfermo, alguien con doble personalidad.
El escéptico que hay en mí encontraba todavía más objeciones. Habían asumido mucho poder en los meses anteriores, pero no podían ir tan lejos. Todavía había conciencia en la nación. Todavía había un sistema legal. La gente creía en la libertad y en la ley. Pese a esto, por mi mente cruzó un momento esa vieja fotografía de los jueces del Tribunal Supremo de Alemania, saludando a Hitler con el brazo alzado. Era un país civilizado, antes de que las cosas fueran mal.
Quizá Maurice no estaba tan loco. Ésta podría ser una manera indirecta de hacerme huir. Se me da un buen susto y así se termina con la oposición sin necesidad de esposarme. Es un planteamiento a la altura de su astucia.
Me convencí de que ésa era la situación real. Comencé a pensar en una edición nueva de The Echo. Decidí rescatar la vieja prensa de la abuela, en el almacén de la redacción. Los que forzaron la entrada se olvidaron de acabar con ella. Y así haría un número que les desvelaría por completo y levantaría al pueblo... ¡ya era hora de mostrar sus engaños! En los últimos tiempos, había pensado en cambiar de casa y mudarme a la ciudad; quizás encontrando algún trabajo de escalafón bajo en un diario de Vancouver y enterrándome en el fondo del sistema para vivir en el anonimato un tiempo. Pero casi siempre he rechazado este tipo de trucos, por ser escapistas y cobardes.
Aquella misma mañana les había dicho a Bam y a Zizzy:
—Niños, no podéis esconderos de los problemas. Si comenzáis a huir, nunca dejaréis de hacerlo. Me levanté del sofá, me acerqué a la ventana y contemplé el valle. Una tormenta, un frente llegado del norte, se iba incubando sobre el pico de la montaña Canoe.
Me senté a la mesa de la cocina y bebí dos tazas más de café fuerte. Encendí mi pipa, aspiré, tosí. Y luego me tomé otra taza más.
Ya eran las tres y diez de la tarde y no quería que Bam y Zizzy volvieran a tener problemas en la ruta. Vamos a dejar que las cosas se enfríen un poco, pensé. Así que decidí ir al pueblo a recogerlos con el coche.
Mientras me ponía el abrigo en la cocina, me quedé mirando al guiso de venado que se estaba haciendo en el fogón de leña. Los niños lo comen mucho —no soy un chef muy imaginativo. ¡A olvidarse, pensé, del guiso de venado! Cogeremos una pizza congelada en el supermercado y un vídeo en Pino's Videoflix. Creo que todavía nos fían en ambos sitios. Haré palomitas... Será una noche divertida en la casa del terror. Son unos chicos estupendos pero no es fácil vivir con un padre que bordea la locura.
La tarde estaba muy gris. La tormenta iba llegando. Comenzaba a nevar. Al principio, el coche no arrancaba. Activé el dispositivo de las cuatro ruedas y me dejé caer calle abajo, metí primera y arrancó. Había que ir con cuidado porque la carretera estaba sin asfaltar. Por la radio sonaba música country. Un vaquero, con toda desesperanza y abandono, se quejaba: «Y todo eso ya no importa...», pero no explicaba qué era «todo eso». Claro que quién no sabrá que se refiere al amor...
Conduje lentamente y no llegué demasiado pronto a la escuela; los niños se subían ya a la ruta. Pero Bam y Zizzy no aparecían por ninguna parte. El conductor no sabía dónde estaban. Pregunté a otros niños, pero se encogieron de hombros. Uno de ellos me dijo que había visto a Bam hablando con la señorita Parsons-Sinclair.
Dejé el todoterreno parado en la calle y entré en la escuela. Avanzando rápido por la entrada, por poco no veo a Bill, el conserje. Me miró con la mirada más rara con que nadie nunca me ha mirado. Hombre generalmente muy callado, me agarró por la solapa y comenzó a hablarme al oído.
—No puedo creerlo, señor Delaney. Y nunca me lo voy a creer. Usted es un buen hombre, y yo sé que nunca jamás le haría eso a sus niños. Ni a los niños de nadie.
—Bill, ¿de qué me estás hablando?
—Me han dicho que avise si le veo venir, pero ha aparecido de pronto, así que no le he visto, ¿vale?
—Bueno, vale.
Bill habla de una manera muy extraña. No es su lengua materna, sino una especie de lenguaje que se ha hecho tras treinta años como bedel, y que creo que le vale para protegerse. Es su manera de aparecer como alguien que no cuenta a los ojos de los demás. Así tiene libertad para leer y para pensar. Sé perfectamente que es un hombre inteligente, pues una vez le cogí leyendo una novela de Dickens en el cuarto de la caldera cuando yo estaba en primaria. Y en tiempos más recientes le he visto con la Utopía de Tomás Moro y con algo de Solzhenitsyn. Siempre le da muchísima vergüenza que lo encuentren así, no ya por estar leyendo en horario de trabajo sino porque se le quita la careta. Creo que Bill es el único hombre formado y educado que hay en el pueblo. Pero él sigue interpretando su papel en toda circunstancia, y también me atribuye a mí un papel: el del joven «maestro» que ha ido mucho más alto de lo que el viejo Bill puede entender. Así que yo finjo adoptar una pose democrática, permitiéndome la máscara de igualdad condescendiente que tienen los que son socialmente superiores, cuando en realidad él es superior a mí. Él lo sabe y yo lo sé, pero por razones muy complicadas, hace mucho que acordamos dejar las cosas como están.
La oficina de la directora queda a la izquierda, más allá de la entrada. Bill señaló en esa dirección. Había una luz tras la gran ventana de cristal que oculta la recepción. Llamé por el postigo.
La secretaria llegó y pasó su mirada sobre mí. Su mirada era muy distinta de la del bedel. La analicé y detecté en ella elementos de miedo y de control. Esos ojos me despreciaban. Nunca se había comportado así conmigo. Hasta entonces, había sido bastante simpática. Yo era el padre de dos de los mejores alumnos de la escuela, un descendiente de los fundadores del pueblo. El señor director del periódico, y esas cosas. La basurilla habitual. Era bonito ser respetado.
—Hola, Marty. ¿Has visto a Bam y a Zizzy? La carretera está mal, así que me los voy a llevar yo a casa.
Su cara era un muro de hielo. Un «no» apenas sofocado, y luego una mirada a los papeles en los que estaba trabajando.
Me quedé mirándola. ¿Qué? ¿Ni un mínimo interés, ni preocupación, ni indicación a un padre preocupado? Esto era muy, muy curioso, como diría Alicia.
Luego se oyó la voz débil de un niño a través del despacho de dentro, seguida de la pregunta de una mujer. Después, silencio.
Miré a la puerta cerrada. La secretaria también miró y luego se volvió otra vez a sus papeles. De pronto me di cuenta de que mis niños estaban ahí y de que me habían mentido.
Entré por la puerta al cuarto de la secretaria y luego, rápidamente, abrí la puerta del siguiente despacho. Marty protestaba a grandes voces tras de mí. Frente a mis ojos, Bam y Zizzy estaban sentados en un banco, con expresión de miedo. La directora estaba inclinada sobre ellos. Vi cómo se enfadaba en cuanto me miró. Los niños atravesaron el despacho para abrazarme.
—Te dije que... —gritó a la secretaria.
—Lo siento, señorita. Es como si hubiera sabido que estaban ahí, y de pronto...
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté.
—De acuerdo con las leyes, señor Delaney, no le debemos ninguna explicación. Le ordeno que se retire de inmediato. En breve plazo contactará con usted el Ministerio de Desarrollo Social — hizo una pausa. Su gesto se endureció—. Y la policía.
—¿De qué está usted hablando? Ziz, Bam, poneos los abrigos, que nos vamos a casa.
—Zöe y Tyler no se van a parte ninguna, señor Delaney. De acuerdo con las leyes, no se nos permite dejarlos bajo su custodia hasta que la investigación esté completa.
—¿Qué investigación?
Me miró con una mirada tempestuosa.
—En la última media hora, nos han sido dadas instrucciones telefónicas de que sus niños han de quedarse aquí hasta que los funcionarios del Ministerio lleguen desde Prince George.
—¿Qué Ministerio?
—Desarrollo Social. Y también el de Bienestar Infantil. Y el de... Su expresión indicaba una lucha interior.
—¿Qué tipo de hombre es usted? —preguntó con voz furiosa—. Hasta la Oficina de Seguridad del Estado parece estar en esto. ¿Qué ha hecho? ¿En qué ha metido a estos niños?
—¿De qué demonios me está usted hablando?
Un pálpito de miedo frío me subió del estómago a la garganta.
—Se ha llamado a la policía y pronto van a estar aquí —le echó una mirada a Marty, quien salió al otro despacho y comenzó a marcar un teléfono.
—Creo que es un problema con sus prácticas sexuales, señor Delaney. Se ha elevado una queja al Ministerio por el bien de sus hijos. De acuerdo con las nuevas leyes, se nos exige proteger a sus hijos hasta que su... inocencia... sea probada.
Sonrió con la palabra «inocencia».
—¿Mis niños parecen niños que sufren abusos? —le gruñí.
—No me hable usted en ese tono —me dijo, exudando autoridad—. Esa violencia emocional también es un abuso y no estoy dispuesta a tolerarla.
—¡Espere un momento! Yo no soy culpable de nada. De hecho, en una sociedad normal, una persona es inocente hasta que se demuestra que es culpable.
Se detuvo un momento.
—Como sea, yo le insisto en que se retire pacíficamente. Sus niños estarán bien cuidados. El procedimiento de la ley posibilitará la solución mas justa.
Fue su jerga la que me llevó a actuar. El uso de las palabras «solución más justa» me pareció un signo seguro de un cerebro contaminado. No sé cómo ni por qué, ni de dónde me vino (quizá de las llamadas telefónicas de la misma tarde), pero mi cerebro se representó un escenario complejo de lo que podía pasar de ser tragados y digeridos por las entrañas del sistema. En cualquier otra situación, hubiese tenido compasión del hombre que, en pleno pánico, hiciera lo que yo iba a hacer. Pero había visto con tremenda claridad y rara lucidez que era la única solución. Cogí a Zizzy y a Bam del brazo y me apresuré con ellos hacia la puerta.
La señorita Parsons-Sinclair chilló y me agarró por el abrigo. Hubiese sido algo divertido, casi charlotesco, de no ser porque el miedo llenaba el despacho como un gas venenoso. La secretaria gritó por teléfono. Me liberé de la directora y salimos del despacho. Estábamos haciendo justamente aquello contra lo que les había prevenido a mis hijos por la mañana. Estábamos escapando. Corrimos por los pasillos encerados, derramando el friegasuelos, esparciendo basura y perdiendo guantes de niño aquí y allá, a toda prisa.
La calle estaba vacía bajo las nubes negras; mi coche estaba allí. Nos metimos dentro y lo arranqué. De un solo acelerón ya estábamos a más de una manzana, justo cuando por el retrovisor vi al coche de la Policía Montada local entrando en el aparcamiento de la escuela. Cogimos la carretera en dirección sur, hacia el viejo y baldío valle en el que nuestra familia ha vivido durante cuatro generaciones.
El tiempo empeoraba y terminaría por paralizar el tráfico. Di las gracias a la bendita nieve.
—¿Qué estoy haciendo y por qué? —me pregunté a mí mismo—. Piensa, Nathaniel, ¡piensa!
Nos había sido concedido un periodo de gracia en el que podíamos planear nuestros próximos movimientos. Pero el lapso sería breve. Conduciendo en la oscuridad, mi pulso se relajó pero mis manos agarraban ferozmente el volante. Los niños estaban confusos, nerviosos, aterrorizados.
—Papá —me dijo Tyler—, ¿qué es lo que pasa? —usó esa voz suya que quiere decir «ya no soy un niño». Y de una mirada vi que su expresión era una máscara de valentía.
—No estoy del todo seguro, hijo. Pero creo que tiene que ver con el periódico. Lo quieren cerrado para siempre.
—Pero ya está cerrado, y las máquinas están rotas.
—Sí, pero yo no estoy roto, y tienen miedo de eso.
—¿Por qué nos hacía todas esas preguntas asquerosas la señorita Parsons?
—¿Qué preguntas asquerosas? —pregunté yo, con voz muy firme.
—Ya sabes... cosas sucias. Pervertidas.
—¿Cosas sucias? ¿Pervertidas?
—Sí, bueno, estaba todo el rato preguntando a Zizzy si tú alguna vez... bueno, le habías hecho cosas. Claro, ella no se enteraba de nada de lo que decía la señorita Parsons. Pero tras preguntar como veinte veces si alguna vez nos habías hecho dormir en la misma cama contigo o si nos acariciabas en sitios raros... pues ya te dabas cuenta de a dónde quería ir a parar. Así que le dije que todo eso era apestoso y que eras el mejor padre del mundo y que jamás harías esas cosas.
Sentí elevarse mi gratitud hacia el niño y, al mismo tiempo, rabia hacia esa mujer estúpida y perversa. La próxima vez que la viera, sin duda, iba a ser víctima de abusos verbales.
—Así que la señorita se volvió a la secretaria y le dijo: «Como ves, muy a menudo las víctimas son leales a la gente que ha abusado de ellos. Intentan protegerlos». Nos miró con cara de dolor y volvió a empezar con las preguntas. Mareó mucho a Zizzy y ella, en vez de mover la cabeza de lado a lado tras cada pregunta, la movió de arriba a abajo un par de veces, como si dijera que sí, porque no entendía las preguntas. Cuando la directora lo vio, se emocionó mucho y dijo que «por fin la verdad estaba saliendo a la luz». Y empezó a ser muy, muy dulce con Ziz y le dijo que no tuviera miedo y que ella nunca le dejaría que le volvieras a hacer esas cosas. Intenté decirle que nunca nos habías hecho nada, y Ziz también intentó decírselo, pero no escuchaba. Y en ese momento apare— ciste tú.
Zizzy se sacó el pulgar de la boca y se volvió hacia mí con una mirada de dignidad y justicia heridas, al borde las lágrimas, y dijo:
—Es que se estaba volviendo loca cada vez que movía la cabeza, así que pensé que decir que sí una vez la calmaría. No sabía de lo que me estaba hablando, papá. Pero yo sabía que se lo explicarías todo cuando llegaras, así que no importaba si decía que sí o que no.
—Pero sí importaba —murmuró Bam, mirando enfadado a su hermana—. Ahora estamos muy mal porque no tuviste el valor de enfrentarte a la vieja.
—Sí que me enfrenté —lloró ella, y empezaron a discutir.
—Callaos, niños —dije yo—. Tengo que pensar.
Ambos cayeron en un profundo silencio y pude ver que la niña estaba reprimiendo un sollozo, otra vez con el pulgar en la boca. Mi hijo apartó la mirada, enfadado. Ziz ya era muy mayor para chuparse el dedo todavía.
Cinco minutos después, la puerta de entrada apareció en medio de la oscuridad, con las señales luminosas que indicaban la curva. Otros cinco minutos de conducción tortuosa sobre la carretera sin asfaltar y ya estábamos en casa.
Todo parecía perfectamente normal. La cocina nunca me había parecido un lugar mejor. Encendí todas las luces de la casa. El café todavía humeaba, narcótico. La radio sonaba débilmente al fondo. El guiso de venado burbujeaba. Tenía muy buena pinta. Lo sentí por la pizza.
Zizzy me abrazó y me dijo, con una voz muy fina:
—Perdona, papi.
—No te preocupes, cariño. No has hecho nada mal.
—Pero, ¿por qué me hacía todas esas preguntas estúpidas?
—Creo que quería saber si yo era un mal padre. Si os pego u os hago cosas malas como comer hígado y espinacas.
Se rió.
—Bueno —dijo rápido—, sí nos haces comer hígado y espinacas, y es verdad que es muy cruel. Nos reímos los dos. Sólo esta niña me puede hacer reír en medio de la crisis.
La amo hasta el punto de que me distrae. He intentado no mimarla. Tiene la misma belleza extraordinaria de mi mujer, pero sus ojos tienen todo el carácter heredado de mi abuela.
Ziz estaba en el baño, sonándose la nariz, cuando el teléfono sonó.
—¿Señor Delaney? Soy Bill, de la escuela. Como le dije, no tengo nada contra usted, y no le tengo mucha simpatía a la directora...
—Bien, Bill. Mire, siento lo del pasillo. Creo que lo hemos dejado hecho un estropicio al salir. Bill se rió.
—Lo he visto todo enterito, señor Delaney, y lo disfruté un montón. Pero le llamo por otro asunto. Hay un montón de coches que acaban de llegar de Prince, y vienen llenos de unos tipos extrañísimos. No me huele nada bien, y son del Gobierno. Me parece haberle oído a uno decir que lo mejor sería que fueran a verle a su casa. La directora y McConnell les han dicho dónde vive usted, y es posible que el jefe de policía esté encabezando ya mismo la comitiva. Hace menos de un minuto que se han marchado.
—Gracias, Bill. Se lo agradezco con toda mi alma.
—No es nada. Clic.
Y otro clic. Luego, el tono.
Corrí al cobertizo y cogí tres cajas de cartón y luego le grité a Bam que las llenara de comida. Se me quedó mirando. —Latas, arroz, azúcar, té, cereales, ¡rápido! —ladré.
—¿Eh? —se quedó sorprendido, pero obedeció al instante.
Hice una batida por la casa y cogí tres sacos de dormir, calcetines de lana, todo lo que veía útil al pasar. Los eché en la parte de atrás y luego metí a los niños literalmente a empujones. En el último momento, corrí de nuevo a la casa, cogí un termo y lo llené con el guiso del venado y volví a salir.
Habrían pasado cuatro minutos desde la llamada de Bill. El motor del coche aún estaba caliente y arrancó al instante. Tenía que controlar mi impulso al acelerar carretera abajo. Tras lo que pareció una eternidad, llegamos a la carretera principal. No había luces de coches que vinieran del pueblo todavía. Giré a la izquierda, alejándome a toda velocidad hacia el sur, en dirección opuesta, hacia el valle que ya estaba bajo la bendita oscuridad de la tormenta.
—¿A dónde vamos, papá? —me preguntó Bam. Nos estábamos adentrando en la niebla y, pese al sonido reconfortante del motor y las luces del salpicadero, había un tono en su voz que me preocupó. No parecía seguro de mí.
Es fascinante la manera que tiene la mente humana de llegar a conclusiones: no hubo ningún proceso racional en la velocidad con que di respuesta a su pregunta.
—Vamos a donde el abuelo —dije con voz serena, añadiendo sólo un poco de firmeza para enfatizar. Era una voz en la que se podía confiar.
—¡Ah! —dijo él.
Mi corazón latía a toda velocidad pero sonreí calmosamente, dándome cuenta algo tarde de que aquello podía parecer macabro.
Todo les tiene que haber parecido muy extraño. El comportamiento de su padre aquella tarde era raro, desacostumbrado, por decir lo menos. Sólo los locos se comportan así, y ellos lo saben. Estábamos huyendo de las figuras de autoridad que habían desempeñado los papeles más importantes en sus vidas, tras la figura del padre y de la... bueno, de la madre ausente. Estábamos también transgrediendo las relaciones normales con el mundo natural, acogiéndonos a él cuando era menos razonable: el viento crecía, caía una nieve gruesa en un mundo ya sin arraigos.
Pobres niños.
Ziz se sacó el pulgar de la boca.
—¿Te refieres al abuelo de Prince George? ¿No estamos yendo en dirección equivocada, papi?
—No. A donde mi abuelo. El papá de mi papá.
—¡Pero él ya se murió! —dijo ella.
Les miré. Ahora sí que estaban preocupados.
—Ya sé que se murió. Vamos a su casa. A la vieja cabaña.
—¡Ah! —y continuó chupándose el pulgar.
—¿Por qué estamos haciendo esto, papá? —balbució Bam, con tono ansioso.
—Te... te lo explico más tarde, Bam.
Comenzaba la angustia de la duda. Era un viejo fallo mío, una voluntad de no creer en mí, ahora renovada por las muy comprensibles dudas de mis hijos. Es un mal defecto para un padre. Por supuesto, los hay peores, pero éste es importante. Dios mío, los amo, pero nunca he sido lo suficiente para ellos. De pronto me sacudió un miedo terrible: ¿y si yo era la víctima de mi propia paranoia? Quizás esa huida de la sociedad ordenada no era sino la floración tardía de una neurosis en reacción a la marcha de mi mujer y otras crisis, como la destrucción de mi carrera y un enorme montón de estrés. Podía ver los titulares:
Padre soltero se vuelve loco y secuestra a sus hijos ¡Capturado y retenido en un manicomio para observación psiquiátrica! Hum... si eso pasa cada día, ¿por qué no me va a pasar a mí?
Pero seguí conduciendo. Supongo que la enfermedad mental también tiene sus procesos lógicos. Estas dudas inútiles me hicieron el daño añadido de no ver la gran cuesta que hay en el cruce antes del río, a pocos metros de que cambie de dirección y avance hacia el gran lago. Las ruedas de la derecha se dejaron caer hacia la cuneta y avanzamos inclinadísimos por el terraplén. Los niños gritaban. Yo les mandé que se sujetaran. Pasamos al lado de docenas de abetos y de montones de nieve que ocultaban rocas, y fue un auténtico milagro que no los rozáramos. El coche botaba y rebotaba. Me golpeé la cabeza contra el techo en varias ocasiones. Finalmente, al cabo de lo que parecían cinco minutos de caída libre, chocamos contra una señal oculta por un montón de nieve junto al río. El coche estaba enterrado hasta los faros. Todavía gritábamos los tres. El motor había muerto.
—¡Ziz, Bam! ¿Estáis bien?
—Sí, estamos bien... creo —balbució Bam.
Ziz lloraba a pleno pulmón, lo cual quería decir que estaba bien. La abracé e intenté consolarla.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Bam, disgustado.
—Vamos andando. No puede estar lejos.
Ziz intentó, valientemente, secarse las lágrimas.
—Tal vez esto sea una suerte, en el fondo —dije con tono optimista—. Lo cierto es que podían habernos seguido a casa del abuelo con sólo mirar el rastro de las ruedas. Hasta ahora no había caído en eso. Qué locura. Gracias a Dios que había esa cuesta.
Los niños me miraron sin dar crédito.
—¿Quiénes son ellos, papá? —me preguntó Bam, con voz apagada. No respondí.
—¿Quiénes son? —insistió él.
—Luego hablamos de eso, Bam —respondí con firmeza—. Venga, vámonos de aquí.
Las puertas estaban semienterradas en la nieve. Salimos como pudimos a través de las ventanas, sacando el equipaje también a rastras. Bam sacó de la parte de atrás el trineo y dos pares de botas de nieve que había debido de coger del garaje. Esas botas de nieve están hechas para andar por lo más duro del bosque. Son una pequeña maravilla de color gris, hechas de goma y con estructura de aluminio, mucho mejores que las bonitas zapatillas de monte de Alaska.
—Buen chico —le dije, dándole un golpecito en el hombro—. Me alegra que te acordaras de cogerlas.
Me miró con una mirada de duda, todavía preocupado, todavía evaluándome. Luego debió de surgir dentro de él una corriente subterránea de confianza porque, de pronto, sonrió levemente, una sonrisa del color naranja de los pilotos del coche.
—Prepárate —me dijo—. Es lo que siempre dicen los boy scouts, papá.
Dispuso un par de cajas en el trineo, las anudó con una cuerda, y luego cargó también un hacha y los sacos de dormir; por último, sin ceremonias, montó a su hermana. La niña metió los pies bajo el arco, agarrando las cuerdas de los lados con las manos.
Mientras yo alargaba la mano hacia el salpicadero para apagar las luces, oí que Bam decía:
—Agárrate fuerte, Ziz, que ahora vamos a vivir una aventura de las de verdad. Buen chico.
Apagué las luces y miramos ciegamente en torno. La noche era un muro oscuro. Bam apretó un botón y el haz de luz de su linterna buscó el río. Vimos que estábamos a pocos metros de él. Fue una suerte quedarnos donde nos quedamos, pues la capa de hielo era demasiado fina para soportar un coche pero seguramente sería lo suficientemente gruesa para poder atravesarla a pie. Mi hijo se dirigió hacia allá y yo empujé el trineo tras de él.
—Cuidado, Bam. Puede que el hielo tenga partes más débiles. La nieve lo tapa todo, también los agujeros.
—Vale, papá.
La nieve no tenía más de una pulgada de profundidad sobre el hielo de tres pulgadas, así que la capa aguantaría. Un viento duro batió el lago, y el cañón del río lo recogió como un embudo una milla al sur de nuestra posición. Estaba despejando el hielo rápidamente. Sobre la carretera, donde el viento soplaba con menor intensidad, la nieve caía pesadamente, cubriendo nuestras huellas. No podríamos haber pedido una noche mejor para que nos persiguiera nuestro Gobierno. Perfecto: como había dicho Bam, una aventura de las de verdad.
Le di alcance en la orilla.
—Éste es el plan, hijo. Tenemos que evitar dejar huellas como sea. Cuando se pase la tormenta, es posible que pongan helicópteros a sobrevolar el valle buscando rastros o signos inusuales de movimiento. Tenemos que ir camino abajo del río hasta la boca del lago. Iremos por el hielo para que el viento borre nuestras pisadas. Antes de que el río llegue al lago, justo a la izquierda, está el arroyo del abuelo. Vamos por el cauce hasta donde lo atraviesa el camino y luego seguimos andando hasta el campo. No creo que nadie nos vea.
—Muy bien —dijo, riéndose por lo raro que era todo. Podía casi percibir la sangre bullendo en su rostro, el pulso acelerado, el vapor de su aliento saliendo en nubes congeladas. Lo estaba disfrutando. Me sentí agradecido por esto: podía haber sido exactamente lo contrario. Podía haberse enfurruñado por perderse la pizza y la película. Buen chico, me dije otra vez, calladamente: buen chico, buen chico. Nada como una crisis para sacar a la superficie los contornos ocultos de un carácter. Así me sentía aliviado del dolor y la duda sentidos sólo momentos antes en la carretera. Todavía no sabía lo que íbamos hacer, pero ahora ya sabía que no estaba acarreando un peso muerto. Bam, al menos, y seguramente también Lizzy, me iban a ayudar. Me había preocupado más el peso emocional que el del equipaje.
Llevábamos cerca de media hora avanzando lentamente sobre el hielo cuando, por encima de nosotros, en el camino, vimos una luz azul y escuchamos el sonido de maquinaria pesada. Era la quitanieves del pueblo, cuya tracción hacía mucho ruido rumbo a la casa de Van Thu junto al lago. Ahí daría la vuelta, al ser ése el final del camino transitable en invierno y también el final de las líneas de luz y de teléfono. Después de ese punto sólo había doscientas millas de naturaleza y absoluta soledad. Ni un solo establecimiento humano hasta los grandes embalses del río Columbia.
—Muy buenas noticias, Bam —le dije—. La quitanieves ha borrado todas nuestras huellas. No las han visto.
—¡Hurra, hurra! —festejaron los niños.
En diez minutos más, el trineo dejó de arañar el hielo para deslizarse sigilosamente al encontrar la nieve, blanda y callada, acumulada en torno al arroyo del abuelo. El pequeño barranco estaba lleno de montones de nieve. Todo era profundamente oscuro: nadie, esperaba yo, tendría la idea de buscar fugitivos por allí. Seguimos caminando, ascendiendo hacia el este a cada paso. La marcha era ahora más dura, y mi hijo y yo tirábamos de la cuerda que arrastraba a Ziz con el equipaje.
—¡Yuju! ¡Me siento la reina de las nieves! —dijo, encantada de la vida—. ¡Ésta es una aventura de las de verdad!
—Sí —añadió Bam. Y me miró sonriente.
De pronto me di cuenta de que nuestras miradas habían coincidido bajo una luz que no era la de su linterna. Sobre nosotros, una luna muy pálida aparecía por entre las nubes. La nevada se debilitaba. Ahora se podían ver los límites del barranco, y cuando la luna apareció con todo su brillo plateado, el mundo se llenó de luz. Los árboles proyectaban largas sombras. El cielo era un mar al revés. Los últimos copos de nieve caían sobre nuestros abrigos, reluciendo cada cristal como mi— neral de mica.
—Se oye caer la nieve —dijo Bam.
Contuvimos la respiración para escucharlo. Pasaron así varios minutos.
—Vamos otra vez —dije, padre viejo y práctico.
Pasaron otros diez minutos y nos metimos por el cauce del propio arroyo. Tenía una anchura de unos seis pies, y sólo yo tenía que ir ligeramente inclinado. Por dentro podíamos deslizarnos mejor. Todo era oscuro salvo por la visión de la luna al final. Había demasiada magia para que hubiera claustrofobia, pero me preocupaba el ruido del trineo sobre los palos y las piedras congeladas en la superficie. ¿Y si había ahí arriba un coche, aparcado, en silencio, con alguien encargado de vigilar la carretera? Zizzy echó a andar por primera vez. Bam y yo avanzamos empujando el trineo entre nosotros. La cuesta seguía. El trineo parecía ir borrando casi todas nuestras huellas y era muy improbable que alguien que pasara por arriba mirase al lecho del arroyo. ¿O sí? Yo esperaba que no. Pero aun cuando miraran, tendrían que esforzarse para poder encontrarnos.
Veinte minutos después llegamos al lugar donde el arroyo atraviesa el campo que hay justo por encima de la cabaña del abuelo. Subí a la orilla para evaluar la situación. Todo estaba oscuro y en silencio; la casa estaba como la había dejado al morir, meses atrás. Ni una luz. Tan sólo un rectángulo negro recortado ante las nubes iluminadas por la luna. Un rectángulo lleno de recuerdos. Sentí un impulso de alegría.
—Ya estamos aquí —susurré audiblemente.
—¡Hurra, hurra! —susurraron a su vez.
El campo parecía una hoja inmaculada de papel sin una sola letra en su blancura. La llave colgaba aún del clavo que había bajo la escalera posterior.
La puerta chirrió y entramos a la seguridad de un santuario de nuestro pasado. Nuestras botas hacían ruido sobre el suelo de madera. La cocina olía a tabaco de pipa. Un olor estupendo. Las ventanas parecían parches de luz azul. Nuestras vidas, de nuevo, tenían un anclaje. Una isla— universo que flotaba fielmente sobre las aguas del abismo.
—Tengo frío —dijo Ziz.
Tapé los cristales de las ventanas y eché las cortinas. Había un cuarto de milla de espeso bosque de coníferas entre la casa y la carretera, y el camino hacía varias revueltas, así que estábamos completamente ocultos a la vista, pero era mejor no correr riesgos. Por suerte, no había pasado la quitanieves desde la muerte del abuelo. Así que ningún coche podría avanzar por el camino hasta la primavera. Pero me preocupaba que nuestros perseguidores se pusieran a buscarnos por parejas a pie y así enviar a alguien a hacer comprobaciones. Eso de momento parecía poco probable, pues aún estarían pensando que viajábamos en el coche, y estarían buscando huellas de neumáticos. Nada nos llevaba a esta casa salvo un rastro debilísimo de trineo en lo más profundo de un barranco. Quizá estuviésemos seguros.
Encendí las lámparas de aceite.
—Sombras furtivas que huían de las sombras de sus antorchas... —susurró Zizzy.
La casita estaba llena de paz. Me volvió a sorprender ese silencio peculiar y delicioso que tienen las casas sin electricidad. Y el calor de los troncos también era distinto de los radiadores eléctricos o del calor de una caldera de gasóleo. El abuelo siempre había sido muy bueno con la leña. Cortaba cada año las quince cuerdas de leña de abedul que consumía durante el invierno, con tres años de provisión. Un hombre organizado.
Tras el fogón había una caja de manzanas llena de astillas de cedro para encender la lumbre, y sentí como si hubiera partido la leña esa misma mañana. Ahora, en cinco minutos, vendría él del cobertizo tras haber hecho algún arreglo ingenioso. Encendería el fuego y luego se sentaría una media hora, con un gato y la Biblia sobre las rodillas, leyendo y acariciándolo, leyendo y acariciándolo, mientras esperaba a que hirviera el agua del té. Todo eso ya sólo era posible en el recuerdo, pero había una presencia en la ausencia.
La caja de la leña estaba llena de troncos añejos de abedul, un último gesto antes de su marcha. Bam amontonó papel y cerillas en la chimenea y prendió la llama con una luz que hería y sanaba al mismo tiempo. El calor se expandía. No pudimos evitar una sonrisa. El dibujo del niño sonriente con cara de manzana en la caja parecía ahora más comprensible. La vida era otra vez casi normal. Volvíamos a un mundo donde de nuevo era normal que la gente sonriera al comer una buena manzana.
La radio no tenía pilas y no había televisión en la cabaña, gracias a Dios. Caramba, el abuelo era totalmente contracultural. En el camino hasta el pueblo habría media docena de cabañas como ésta, algunas con una vieja furgoneta por fuera, varias con caballos en una corralada: eran casas que parecían de un siglo anterior. Pero cada una de ellas tenía una antena parabólica en la fachada. Es la peste nacional. No, la peste mundial. No, ¡la peste cósmica!