UNO

Día de Año Nuevo, en casa, Swiftcreek, C. B.

Zizzy me regaló este cuaderno por Navidad, y le prometí que escribiría en él, así que allá voy. Ha tenido que pasar muchos días decorándolo, porque la cubierta es un mosaico de pequeñas imágenes recortadas de revistas y catálogos de venta por correo, pegados juntos para hacer una obra de arte con su ori— ginalidad. Predominan el malva, el violeta y el lavanda. Hay heroínas exóticas del siglo XIX, plantas, flores, paisajes en miniatura y sus cuadros favoritos del Renacimiento, todo mezclado a modo de un jardín de las delicias —de las delicias que llaman la atención a una niña de diez años.

En la primera hoja ha pegado la vieja cabecera de mi periódico adolescente, The Quill (cuyas suscripciones llegaron, en su mejor momento, a cuarenta y siete). Por encima de la cabecera ha escrito una dedicatoria con caligrafía muy vistosa:

A mi padre, el mejor escritor del mundo.

Es una pequeña exageración. Cuando lo abrí el día de Navidad y leí la dedicatoria, tuve que reprimir la risa, hasta que de pronto me emocioné. Lágrimas en los ojos, gran abrazo.

Qué niña más buena. Ojalá hubiera sido un mejor padre para ella y para Bam. «Ojalá, ojalá»: la canción de mi vida.

—Es para que escribas en él, papi —me dijo.

—¿Para que escriba el qué? —le pregunté.

—Pensamientos, secretos y cosas que quieras recordar. Las cosas buenas —me sonrió—. No como lo que escribes para el periódico.

—Es precioso, Zizzy. No quiero tocarlo. Es un tesoro. No me perdonaría ensuciarlo.

—¡Se supone que tienes que ensuciarlo! Es para lo que está —me dijo, riendo.

Es una percepción interesante para una sonriente niña de diez años. ¿Una obra de arte que, se supone, hay que ensuciar? Como mi misma vida, imagino. Bien, la vida es sucia, con perdón por el lugar común.

6 de marzo

El alma es un mosaico o, más propiamente, una obra de arte multimedia y torrencial. Pienso constantemente en la relación alma-cerebro. ¿Cómo funciona? ¿Por qué funciona? Los chimpancés y los cangrejos se representan cosas dentro de los parámetros de su limitada visión del mundo, pero sólo el hombre piensa que piensa, sólo el hombre piensa el pensamiento.

Y eso es lo que estoy haciendo ahora mismo.

Zizzy quiere que escriba «cosas buenas». Pensamientos, secretos y recuerdos, según ella. Pero ya han pasado dos meses, a lo largo de los cuales no he encontrado un minuto libre para ordenar mis pensamientos, para buscar en el fichero rebosante de los últimos acontecimientos en pos de algún mínimo tesoro.

Casi todos los tesoros son fugaces. Me adentro en la memoria para sacar a la luz alguno de ellos: Un recuerdo: la sonrisa de un niño, íntima pero enigmática. Diciendo adiós, Bam sube la montaña Delaney solo, con sus raquetas para la nieve en los pies, igual que hacía yo cuando tenía su edad.

Diciendo hola, Zizzy construye una fortaleza en las ramas de un álamo enorme. La ascensión es lo natural en los niños: es su hambre instintiva de trascendencia.

Un recuerdo: Ziz finge ser una bailarina tras ver un vídeo de El Cascanueces. Extiende los brazos para equilibrarse, temblando al ponerse sobre la punta de la zapatilla. Está segura de su belleza, aún no comprobada. Es como un polluelo, que tiene alas pero aún no puede volar. Éste es el momento delicado, el primero de los muchos sucesos que ocurren en el largo paso de la infancia a la edad adulta. Necesita la sonrisa paterna de ánimo y total —aunque fingida, a veces— confianza. Las meteduras de pata son comunes en este punto. Un padre sabio tiene que comprenderlo.

«Eres papá», me dice su sonrisa, «y te quiero, pero yo tengo que tener mi propia búsqueda, mi propia vida interior, donde he de descubrirme a mí misma.»

Un recuerdo: el puro contento de despertar de un sueño tan profundo y reparador que volvemos a la conciencia como quien amanece al primer día de la Creación. Quedan olvidados el cansancio, la fatiga y la conciencia de fracaso que siempre nos acompaña. Se disipa el saber que uno es un padre soltero, amargado, de mediana edad. Te estás frotando los ojos, preparándote para ser un adulto responsable un día más, cuando ante tu mirada aparecen de pronto media docena de ositos, siete muñecas, un mono de peluche y una imagen de la Virgen sobre el edredón arrugado de la cama, cada una de las figuras mirándote con pleno afecto. Y además hay una nota:

¡El desayuno estará listo en seguida!

¡En la cama, por supuesto!

¡Feliz día del padre, papi!

Y huele a tostadas y a huevos con bacon.

Un recuerdo: tengo seis años y estoy tumbado en un banco de arena —plateado, moteado de mica— junto al riachuelo. Sólo llevo mi traje de baño y el sol me quema en la espalda. Estoy mirando los cansados coletazos de los salmones que, exhaustos, llegan a la última cascada de Swiftcreek, el lugar ancestral de su desove. Están a punto de completar su viaje de cinco mil millas desde el mar. Pondrán los huevos y morirán. Por primera vez en mi vida, siento la inmensa dignidad de la determinación de la vida en prevalecer sobre la muerte. Me siento enamorado y me dejo arrastrar a las aguas frías del arroyo para unirme a ellos. Yo también soy un pez.

Un recuerdo: la primera nieve de hace dos, quizá tres años. Cae en el momento del crepúsculo, a la muerte de la tarde. El mundo está en silencio y los niños salen corriendo por la puerta de atrás y se lanzan a la nieve, a hacer muñecos. Tras dudar, yo también salgo, sin abrigo, y me lanzo entre ellos para hacer un ángel de nieve de tamaño humano entre los querubines.

Un recuerdo: en lo más profundo del invierno. Bam, Ziz y yo estamos acurrucados en el sofá, en frente de la llama de piñas de pino en la chimenea. Nuestras manos entran y salen del cuenco de las palomitas mientras se oye la tormenta aullar tras la ventana. Enciendo una vela y les comienzo a leer El Hobbit de Tolkien.

—¡Para ahí, papá! —ordenó Zizzy, poniéndose recta—. Lee eso otra vez.

—¿Que lea otra vez el qué, cariño? —pregunté.

—La parte de la roca.

—¿La roca?

—Por favor, papi, antes de que se me olvide... Bam lo explicó:

—Creo que se refiere a la parte en la que están huyendo de la guarida del dragón. Lo acabas de leer hace un minuto.

—¿Ah, sí? —dije yo, en verdad muy sorprendido. Había olvidado por completo a qué se podían referir. Tal vez leía con el piloto automático puesto. Rápidamente, volví unos párrafos atrás y encontré el pasaje en el que los enanos y el hobbit se escapan por galerías subterráneas, esperando contra toda esperanza huir de Smaug el Terrible.

—¿Te refieres a cuando están subiendo las escaleras de roca? —pregunté.

—Sí, eso es —asintió Ziz con ensoñación, sugestionada por alguna iluminación oscura—. Léelo otra vez.

—Aunque todos los viejos ornamentos hace mucho ya que habían sido destruidos o reducidos a polvo, y aunque todo estaba aparatosamente reventado y sucio por las idas y venidas del monstruo, Thorin aún conocía cada galería y cada curva. Subieron por las largas escaleras, y dieron la vuelta y cambiaron de sentido por pasillos por los que retumbaba el eco, y volvieron a cambiar de sentido y subieron más y más escaleras. Estas escaleras estaban bien escarbadas en la roca viva, y los enanos siguieron escalones arriba, sin encontrar signo de cosa viviente alguna, tan sólo sombras furtivas que huían de las sombras de sus antorchas que palpitaban de luz en el pasadizo.

—¡Escarbadas en la roca viva! —Zizzy suspiró, mirando al espacio—. ¡Es precioso! Bam y yo nos echamos a reír. Tendemos a pensar que es una romántica sin remedio.

A sus trece años, Bam aborrece todo exceso emocional. En los últimos meses, se ha dedicado a explorar el mundo masculino del estoicismo y los músculos grandes.

—Los enanos nunca hubieran dicho que es precioso —corrigió a su hermana con seca condescendencia—. Les interesaba hacer cosas. Cosas útiles, no bonitas. Túneles, ciudades subte— rráneas, espadas, herramientas...

—¿Papi? —Ziz no le hizo ni caso—. ¿A que Tolkien es un genio en encontrar la palabra exacta? Asentí. Y tanto que lo era.

Y, mientras tanto, daba en pensar que había leído el pasaje —y en voz alta, nada menos— sin meter en él el alma. Con cierto sobresalto, me di cuenta de que la mente puede funcionar simultáneamente en más de un nivel. Es algo absolutamente extraño.

¿Qué quería esto decir? ¿Mi cerebro estaba fragmentado y yo, por tanto, estaba loco? ¿O acaso era yo un prototipo de algún hombre nuevo: Horno sapiens multiplex, un ser superior que puede a la vez darse palmaditas en la cabeza y ponerse la mano en el estómago?

La petición de Zizzy me había llevado a los escondidos peligros de buscar la complejidad: estar descentrado, tener el pensamiento en compartimentos estancos, perder la atención, ser indiferente a la luz de cada momento.

Me quedé mirando al fuego con los ojos borrosos. También de modo extraño, oí un fragmento de un poema de Robert Frost, con sus palabras ascendiendo directamente de la memoria: «Algo hay ahí que no ama los muros.»

¿Y de dónde demonios me venía ese verso? ¿Y por qué me venía en ese instante preciso? ¿Es que hay una oficina de redirección automática en el centro del cerebro? ¿Una minúscula secretaria que dirige todas las preguntas al departamento correspondiente? ¿O hay un índice completo que cruza las referencias de cada retazo de significado absorbido por el alma durante la vida, y cruza de nuevo las referencias con las referencias ya cruzadas?

La palabra roca, piedra —por ejemplo—. A través de mi mente pasaron una serie de imágenes: El pasaje de Tolkien que acababa de leer.

El poema de Frost sobre cercas en el campo. Recordé el título: «Un muro por arreglar».

Aquella vez, a los ocho años, cuando ya dominaba el arte de lanzar las piedras al río para que rebotaran sobre la superficie, y lancé una piedra muy plana al río Canoe, que rebotó doce veces sobre el agua antes de hundirse.

La piedra roja que me lanzó Bobby MacPhale a los catorce años, que me hizo caer al suelo y me consiguió unos cuantos puntos en la frente.

Las cinco piedras de formas suaves de David, una de las cuales había matado a Goliat.

La cruz de piedra de mi abuelo Stiofain, que ahora pende de un clavo en la cabaña que tiene camino abajo.

La piedra que rodó por la entrada de la cueva donde me escondía del fuego del bosque, hace ya tantos años.

La roca removida del sepulcro de Cristo.

Mi abuelo Stiofain, cuando me decía: «Tanny, nuestros corazones son como la piedra dura, y sólo el sufrimiento los moldea hasta ser cuencos capaces de albergar la alegría». Palabras incomprensibles para mí en su día, pero también inolvidables.

Y así muchas más.

Aparté mis ojos de la lumbre, cerré las compuertas de la memoria y volví a leerles a los niños.

20 de mayo, Swiftcreek

Coge una palabra, cualquier palabra, y mira a ver qué sacas en el índice. Prueba con amor. O con odio. ¿Guerra? ¿Verdad, mejor? ¿Esposa? ¿Maya?

No, esposa no. Maya no. Definitivamente, Maya no. ¿Y la palabra «dolor»?

El doctor Woolley dice que el cerebro es básicamente una gran máquina, con un piloto al frente, pero un piloto condicionado por el instrumental que cree controlar. Hay algo no del todo cierto en esta idea, pero no estoy seguro de qué. Hasta el momento, he sido capaz de situar y distinguir distintos niveles de conciencia que agrupo vagamente bajo el título «Yo». Yo. Nathaniel Delaney:

1. Intelecto: datos, ideas, construcciones racionales.

2. Imaginación: el teatro interior. Todas las imágenes y dramas que aparecen en la pantalla, con o si invitación.

3. Emociones: crudas arremetidas de sentimiento, algunas agradables, algunas no tan agradables.

4. El cuerpo: los sentidos. No necesita explicación.

5. El abuelo Delaney insiste en la categoría del espíritu. «El alma de un hombre», como él dice. Estoy indeciso en lo que respecta a este punto, tras no haber recibido pruebas del todo convincentes de los otros compartimentos. Aunque hay temblores en el filo de la consciencia que señalan dimensiones no descubiertas de nuestro ser, por el momento uno sólo puede concluir esto: que la persona humana es compleja, impredecible, un misterio. Sobre todo, que no somos máquinas.

8 de junio, en casa

Mi hija Zöe y mi hijo Tyler se han ido de aventura. Se han ido a una aventura de las de verdad.

Se han ido en una excursión de cuatro días, organizada por el colegio, a Vancouver. Los dejé en el autobús y me volví a la casa vacía. Estoy solo, completamente solo, por primera vez en muchísimo tiempo. Me encuentro a mí mismo flotando, confuso, en un inesperado hiato de silencio. «Escucho» a Bam y a Zizzy riendo y hablando en el jardín, lo cual es imposible, por lo que debe ser algún tipo de memoria residual, un fallo de programación o tan sólo el piloto automático, que se recoloca en tiempo real. ¿Quién sabe? A veces me doy la vuelta para ver de dónde han venido las voces, sólo para verme a mí mismo como víctima de una no ingrata alucinación. Me río, me doy una palmada en la cabeza; después, me pongo la mano en el estómago.

Esto es todo lo que pude escribir. El mosaico mental se vio atravesado de historias multicolores, imágenes, fragmentos, pero nada de esto llegó a reunirse en una sola forma coherente, y yo tampoco pude forzar que fuera así. ¿Era el típico bloqueo del escritor o agotamiento general? Como sea, el índice estaba cerrado.

Me fui al porche de atrás con una taza de café y mi pipa. El tocón del jardín había sido descompuesto por la lluvia y después se había secado, dejando así un lugar propicio para la meditación. Suspiré. Estaba demasiado cansado para la meditación. Pensar lleva esfuerzo. Pero me senté sobre el tocón de todos modos.

Una ardilla bajó por el tronco del árbol y pareció reprenderme por haberla molestado. O quizá sólo era una declaración de intenciones: un macho, sin duda, definiendo las fronteras de su pequeño mundo geopolítico. El tamaño no significa nada cuando el instinto territorial se pone a trabajar. Posiblemente me regañaba por mi superficialidad, mi pesadez, por lo que sea: por mis muchos fallos.

—Para ti es muy fácil, para ti está claro que es muy fácil juzgar —le dije—. No eres compleja, ni eres un misterio para ti misma.

—Oye, oye —le dije—, que no es mi culpa.

Pero por su mirada sí daba a entender que era mi culpa. Abriendo bien los brazos, protesté:

—¿Acaso he sido yo quien inventó la bomba de neutrones? ¿Acaso he sido yo quien inventó los campos de concentración? ¿Eh?

—¡Siempre quitándoos las culpas! —me acusó con voz enfadada—. Siempre lo mismo, ¡siempre quitándoos las culpas! Suspiré de nuevo.

Cuando estaba subiendo al autobús esta mañana, Zizzy se dio la vuelta, corrió escalones abajo y me dio otro beso de despedida.

—Mientras estemos fuera, no estés solo, papi. ¿Me lo prometes?

—Lo siento, cariño. No voy a poder evitarlo —le dije—. Ni siquiera os habéis ido y ya estoy solo. Te quiero.

Ella sonrió y me miró con su mejor mirada de colegiala dulce.

—Tal vez te sientas mejor si escribes en el diario que te regalé por Navidad.

—¡Gran idea, cariño! Me voy a ir a casa y voy a hacer eso mismo.

—Papi, puedes escribir esto: «Mi hija Zöe y mi hijo Tyler se han ido de aventura. Se han ido a una aventura de las de verdad».

—¡Es genial! —respondí—. ¡Caramba, señorita Delaney, usted y el señor J. R. R. Tolkien tienen un genio impresionante para encontrar las palabras exactas!

Y así siguió, hasta que nos vimos obligados a separarnos por el conductor impaciente, los profesores impacientes y los impacientes estudiantes. Sonó el claxon, el cambio de marcha, el ruido de un motor diésel exhausto.

Así que me volví a casa a escribir obedientemente en el diario. Pero ahora voy a ocuparme en darme palmadas en la cabeza y ponerme la mano en el estómago, rumbo al diario mental' que emprendo cada vez que no estoy hablando con ardillas.

14 de agosto, Hotel Royal York, Toronto

Me he venido a la convención nacional de la prensa. Hace un calor achicharrante en la calle pero, por suerte, mi cuarto tiene aire acondicionado. Ziz ha debido de meter el diario en la maleta. He sido muy descuidado. Han pasado los meses y no he tenido ocasión de escribir nada. He estado atareado, como siempre.

Los niños se lo estarán pasando bien en la cabaña del abuelo Delaney. Los echo de menos. Me gustaría llamarles, pero el abuelo no tiene teléfono.

Me sentí un poco ofendido cuando los organizadores de la convención me informaron, nada más llegar, de que mi ponencia había sido eliminada del programa. Sin explicaciones, tan sólo palabras huecas. Me enviaron al chico que lleva las relaciones públicas para que me contuviera, y sin duda es un as en lo que hace. Me dijo que alguien en la organización había cometido un grave error, que había demasiados ponentes y demasiado pocas salas de conferencia. Por esto me pedía perdón profundamente. Sus ojos se desviaron un instante. El año que viene, me dijo, quieren que sea el ponente principal.

Bien. Vale.

Por supuesto, esto tiene que ver con mis últimos editoriales. Me he separado del confortable centro. O, más precisamente, de su concepto de centro. Por supuesto, jamás admitirían que ésa es la razón verdadera.

Me he encontrado a Pete Stanford en el lobby, esta mañana. No le he visto desde hace años, desde que era reportero para el Vancouver Star. Tenemos más o menos la misma edad; los dos mediando los cuarenta, pero él parece diez años mayor que yo. Parecía en mala forma, con las manos temblorosas y la mirada huidiza.

Puso cara de «viejos amigos» durante medio minuto y, en seguida, se derrumbó. Un tipo con problemas. Me dijo que tenía ganas de oír mi charla y que le había sorprendido ver que no estaba en el programa. Quería saber qué había pasado, así que le conté.

—Me han echado —le dije.

—Eso es una locura —gruñó—. No han echado a ninguno de los idiotas —nombró a algunos gacetilleros—. Así que, ¿cómo te han echado a ti?

—No estoy seguro de por qué. Probablemente por asuntos de corrección política.

—¡Qué dices! ¿Tú? ¿Por políticamente incorrecto? —sacudió la cabeza, sin creérselo.

—Sí, supongo que lo soy. Se rió sin ganas.

—Vamos, Delaney, ésa no puede ser la razón.

—Sí que puede serlo.

—¿Tú? ¿Un fascista?

—No, Pete —dije, tan amablemente como pude—. No soy un fascista. Ni siquiera un conservador. No lo que quieren decir con «conservador».

Me miró con curiosidad.

—Entonces, ¿qué demonios eres?

—No sé bien. Todavía no lo he averiguado del todo. Frunció los labios, se quitó las gafas y se quedó mirando al suelo.

—¿Es por lo de la ética médica?

—Creo que sí. Hoy se considera de un mal gusto horrible, además de muy mal periodismo, publicar una opinión honesta. ¿No te has dado cuenta?

—Sí, me he dado cuenta. Unos somos más iguales que otros, ¿no?

—Exactamente. Estamos viviendo en un país orwelliano, Pete. ¿Cuándo se ha producido esto?

¿Cómo se nos ha podido colar?

—Aún no está tan mal.

—¿No está tan mal? Si el Tribunal Supremo dice que está perfectamente bien ponerle una inyección letal a tu madre, o cortar a trozos a un niño en el útero, ¿es que aún no está tan mal?

No respondió.

—Así que cualquiera que todavía lo llame «asesinato» es un calumniador e incita al odio y debe ser juzgado por difamación, ¿no?

—Como mínimo, es un tipo molesto —balbució Pete.

—En fin, que te entiendo perfectamente si quieres separarte de mí... creo que nadie se ha dado cuenta aún de que estabas hablando conmigo.

Dije esto con toda la ironía. Él se me quedó mirando.

—Vaya, Nathaniel, gracias por el insulto. Ahora que te iba a proponer tomarnos algo... Y me dio un golpe en el brazo, sonriendo oblicuamente.

—Invito yo —dijo.

Me llevó al restaurante giratorio que hay en el último piso de la torre CN. Con mil ochocientos pies de altura, se supone que es una de las estructuras más altas del mundo. La altura no es mucho mayor que la de una colina en el lugar de donde vengo, pero cuando todo queda mucho más abajo que tus ojos, incluso una ciudad inmensa como Toronto parece no más que un montón de dados y las perspectivas se alteran. Espero que hayan dejado escrito, sobre el tejado, algo semejante a «Ni Dios ni el hombre pueden echar abajo esta torre». Sólo Dios lo leería, por supuesto.

La vista era nietzscheana. Ahí estábamos, un siglo después de Nietzsche, dos superhombres — übermenschen—, dando vueltas en un círculo eterno. El camarero nos trajo las bebidas y nosotros nos quedamos mirando por las ventanas, viendo cómo el mundo giraba alrededor. Podía verse el horizonte curvado que hace la tierra.

La actitud de gallito de Pete duró bien poco. Sin decir nada, se quedaba mirando fijamente las profundidades de su cerveza de importación, mientras yo removía los hielos de mi vodka con naranja. Para romper el incómodo silencio, le pregunté por su familia. En algún sitio, seguro, había oído que estaba casado.

—¿Mi familia? ¿Qué familia? —dijo, con la apariencia de sentirse miserable.

—Tu mujer, tus hijos...

—Tenía dos. Quiero decir, dos mujeres, cuatro hijos entre las dos. Dos familias, pero no a la vez, ojo.

—¿Cómo que tenías?

—Todo ha terminado.

—Lo siento mucho —le dije—. No sé si prefieres no hablar del asunto.

—Es igual. Fue culpa mía.

—Bueno, mi matrimonio también terminó —repliqué, como consuelo—. También por culpa mía.

Volvió los ojos hacia mí, vagamente interesado.

—Por lo de siempre, ¿no? —preguntó.

—Depende de lo que entiendas por lo de siempre. No le fui infiel, si te refieres a eso. Es sólo que no estaba allí.

—Igual que yo. No hubo infidelidad, no hubo abusos de ningún tipo... en realidad, no hubo nada de nada.

—¿Qué pasó?

—Lo mismo que a ti. No estaba allí. Siempre buscando noticias, preocupándome por hacer la gran carrera... Conoces el asunto.

—Sí, lo conozco demasiado bien. El problema conmigo, Pete, es que yo estaba allí, pero mi cabeza no. Y quizá mi corazón tampoco.

—¿Niños tienes?

—Tres.

—¿Y quién tiene la custodia?

—Yo tengo a los dos mayores, mi mujer tiene al pequeño. Era un bebé la última vez que lo vi, hace ya años.

—Mal asunto.

—Ya ves. Te deja un hueco en el corazón.

—Lo entiendo perfectamente. Mis ex mujeres tienen la custodia. No veo a los niños a menudo. No les caigo bien.

—Gajes del oficio.

—Sí, gajes del oficio.

La conversación no iba a parte alguna. Chicos listos, de pronto nos dimos cuenta de que estábamos deslizándonos por una espiral de pensamiento tan ampulosa como el agua que se va por la pila.

Pete se puso recto y paseó la mirada por las torres más altas del horizonte, levantando los hombros. Se bajó media cerveza de un trago.

—Y, por lo demás, ¿qué tal te va? Me miró torvamente.

—¿Por lo demás? Pues escribo mis columnas, pago lo que tengo que pagar mensualmente a mis hijos e intento no convertirme en un padre agotado.

—Leo tus artículos sobre África y los Balcanes. Son cosa muy, muy fina.

Se encogió de hombros. Mientras le miraba, sus manos comenzaron a temblar, sus ojos a parpadear con demasiada rapidez. Su lenguaje corporal se iba tensando.

—Ha tenido que ser una catástrofe lo de allí —le dije.

—Eso es tirar demasiado por abajo —su voz era casi un susurro. Acabó la cerveza y llamó al camarero para pedir otra.

Nos quedamos sentados, ahí, los dos, en un silencio dolorido.

—Te ha removido mucho, ¿verdad? —acerté a decir. Asintió.

Decidí no ir más allá. Había leído sus reportajes sobre las masacres, con las iglesias llenas de mujeres y de niños destrozados, las salas de tortura y las fosas comunes. Todavía, sin duda, se estaba recuperando de aquello.

Carraspeó.

—Perdona —me dijo—. Es difícil hablar del asunto. Incluso para un perro viejo como yo.

—Tiene que serlo.

—No te creas que me he recuperado bien —siguió diciendo—. El médico me ha recetado Valium. Pero no te creas que funciona del todo. No duermo. El trabajo me hace sufrir.

—No lo parece. Te lo digo porque leo tus columnas.

—Gracias por los ánimos, pero sé bien lo que pasa. Ser corresponsal en el extranjero no es algo que puedas hacer siendo deshonesto contigo mismo. La realidad es que mi redacción, mi escritura, ha empeorado. Si mis funciones cerebrales continúan cortocircuitando, no creo que pueda mantener mucho tiempo mi puesto. El editor quiere que ingrese en un hospital, y luego está dispuesto a pagarme un tiempo extra de descanso. Es generoso por su parte.

—No es tan generoso: considéralo como una prima de riesgo, o la compensación por el efecto postraumático.

Sonrió con tristeza.

—Sí, seguramente tienes razón. Se lo explicaré así cuando recupere la confianza.

—Él sabe bien lo que tú vales.

—Supongo... —la voz de Pete se hizo un hilillo. Se quedó mirando largo rato al horizonte. No insistí, sabiendo que era mejor que él siguiera cuando tuviera ganas.

—Y además pasan otras cosas... —dijo, de pronto.

—¿Qué tipo de cosas? Se encogió de hombros.

—Nada sobre lo que puedas hacer mucho.

—¿Cosas personales, entonces?

—No. Nacionales. E internacionales.

—Ah, vale. Cosas de relaciones internacionales, ¿no? Negó con la cabeza.

—No, no lo ves. Nadie lo ve.

Ahora sí, le pedí una explicación, pero se mostraba reticente a darla. Sólo farfullaba, gesticulaba con negligencia.

—Sombras, pesadillas, hombres del saco en la oscuridad. Seguramente no es nada, en el fondo.

—No suena a que no sea nada.

Contuvo su respuesta, siguió mirando al horizonte, y luego habló con un críptico comentario:

—Nathaniel, no tengo más pruebas que unas cuantas intuiciones y sucesos aparentemente inconexos. Nada de eso es material para un periodismo de verdad. Quizá todo esté en mi imaginación, quizá todo sea por el insomnio o el agotamiento.

—O quizá no.

—Sí, quizá no.

—¿Por qué me estás contando estas cosas?

—¿Por qué me has preguntado tú?

—Yo también soy un perro viejo. Confío en mis instintos, y he leído suficientes artículos tuyos como para confiar en el tuyo también. ¿Qué ha pasado, Pete? ¿Qué te ha afectado tanto que ya no confías en ti mismo?

Por un momento pensé que lo había perdido. Su cara se puso blanca, frunció el ceño. Paseó la mirada por la mesa, sin decir nada, suspirando pesadamente. Cuando se recompuso, me miró y me dijo, en tono grave y quedo:

—No has pasado por esto. No sabes lo que es.

—¿No sé lo que es qué?

—No sabes lo que eres. Nadie lo sabe hasta que su mundo se derrumba.

—Tienes muchas cosas en tu favor, Pete. Tienes que darte tiempo.

Me miró como si acabara de llegar de otro planeta. Me estaba empezando a sentir muy incómodo. Y a considerar si Peter Stanford regía del todo bien o no.

Interpretó muy bien lo que yo pensaba.

—Sí, tienes razón, Nathaniel. Tengo un par de tornillos algo flojos, soy el primero en admitirlo. Estoy medicado y estoy bebiendo demasiado, me estoy dejando ir —me señaló con el dedo y dijo, con énfasis—: pero no creas que tú eres inmune, jamás creas que eres inmune.

—¿Inmune a qué?

Se incorporó y dijo amargamente:

—Un tipo con éxito ve el mundo de una manera concreta y se ve a sí mismo de una manera concreta.

—Yo también he tenido mis fallos.

—Hum. No. Tú te ves a ti mismo, básicamente, como un tipo sólido con algún que otro defecto, ¿no? Yo antes era así también. Pero cuando se hunde el mundo alrededor de ti, y tu mundo interior también se hunde, un día te levantas y ya no te conoces más a ti mismo, no sabes ya quién eres. Te miras en el espejo y sólo ves a un tipo loco que te mira a ti. Y te preguntas quién demonios es ese que está ahí.

—No estás loco. Pete bufó.

—No sé si estoy o no estoy en el camino que lleva al manicomio. Con un poco de suerte lo evitaré, o al menos eso es lo que dice mi terapeuta. Yo no lo sé. Pero al menos vamos a intentar mirar cómo van desarrollándose las cosas los próximos años. Quizás en el futuro, en una de estas convenciones, nos volvamos a tomar una copa y a reírnos de cómo el viejo Pete sufrió su fase depresiva, cuando todo ya esté color de rosa.

—Muy bien. Hagámoslo. De aquí al año que viene, si te parece.

—Perfecto. Muy bien. Nos vemos el año que viene, en la misma época y en el mismo lugar.

Pero quedaba del todo claro que Pete no pensaba que volviéramos a tener una nueva conversación al año siguiente.

—Si me equivoco —dijo, levantándose de la mesa—, atribuiremos todo a gajes del oficio. Si se cumple lo que pienso, no creo que nos volvamos a ver.

—Es un poco serio eso que dices, ¿no crees? Dejó el dinero para pagar sobre la mesa.

—Bah, lo que pasa seguramente es que estoy bastante paranoico.

8 de septiembre, Swiftcreek

Qué bueno es volver a las montañas. El viaje a Toronto ha sido totalmente depresivo. ¿Quién demonios quiere vivir en una ciudad? Por supuesto, me imagino que los urbanitas se preguntarán que quién demonios quiere vivir en la naturaleza. Bam y Ziz se lo han pasado muy bien con el abuelo. Los llevó a andar por la montaña Delaney y les mostró la cueva a la que yo solía escapar cuando era niño, la cueva donde daba en soñar los mejores sueños. Los niños siempre necesitan algo en que soñar. Por supuesto, también es el sitio donde tuve una lucha cuerpo a cuerpo con un oso mitológico: hace ya tantos años que casi lo había olvidado.

El espíritu es algo frágil, muy frágil. Pete Stanford tenía mucha razón al respecto, pero creo que, en el estado de sus emociones, estaba sacando las cosas de proporción. Pobre chico. Es un hombre muy inteligente y un periodista de primera clase, pero creo que, entre sus fallos acumulados y el horror que vio en África y en los Balcanes, le ha que ha honda cicatriz. Lo superará, creo.

He estado pensando mucho últimamente sobre la paranoia. Parece que hay unos pocos movimientos de derechas, que surgen aquí y allá, advirtiendo con gritos histéricos de que Occidente se encamina hacia un «nuevo orden mundial», de que hay conferencias sobre un gobierno mundial y reuniones secretas de importantes financieros. Waco, Texas. Ruby Ridge. Las bombas de Oklahoma. Ejércitos privados. Teorías conspiratorias. Un matiz lunático muy americano.

Hablé de todo esto el otro día con Woolley. Como siempre, me ganó al ajedrez y me sirvió un Baileys doble. Estábamos muy a gusto y nos sentamos en su cuarto de estar a mirar la primera tormenta del otoño, llegada del norte a arrancar las hojas ya amarillas de los álamos. Me dijo que los lobos acabaron con varios corderos la semana pasada. Se llegaron directamente a la nave mientras él estaba de guardia en el hospital. Se le había olvidado cerrar la puerta. Al volver a casa, se encontró al perro escondido bajo el porche, temblando y quejándose dolorosamente.

—¿Qué te parece, señor director? —me preguntó (parece que nunca vamos a dejar de llamarnos por nuestros cargos, cómicamente)—. ¿Por qué Minder, el perro, dejó de proteger al rebaño? ¿Es un cobarde o un realista?

—Bueno, doctor, yo diría que ambas cosas a la vez. Woolley rió.

—Buena respuesta.

Miramos al perrazo, que sesteaba y roncaba sobre una alfombrilla frente a la hoguera.

—Minder ya ha racionalizado la experiencia —comentó Woolley secamente—. Ayer me demostró que la discreción es la mejor parte del valor. Con total dignidad, ha preferido guardarse para una ocasión mejor. ¿Qué hubiese habido de bueno en que el rebaño perdiera a su perro pastor? Es muy listo, Minder, vaya si lo es.

—¿Saldrá de ésta?

—Sí, se pondrá bien. Tiene pesadillas, aprieta los dientes y se queja en sueños. Pero va a menos ya. Ya está casi como antes, aunque aún le asustan las sombras de cuando en cuando.

—Pobrecillo. Tal vez se esté volviendo paranoico... Woolley sonrió con ironía.

—Un poco. Pero eso es natural.

—Sí lo es. Llega un punto en el que todos somos paranoicos. Es una cuestión de gradación.

—Bueno, bueno. Ahí no puedo darte la razón —Woolley enarcó las cejas y me miró detenidamente.

—¿No? Vamos, hombre. Eso es que no tienes suficientes traumas.

—Eso no es verdad.

Se rió y no dijo nada más.

—Ya sabes que la primera vez que nos vimos yo estaba en pésima forma. En el inicio de un colapso nervioso.

—Una intentona de colapso, amigo mío. No más que una intentona.

Le odio cuando me llama «amigo mío». Cuando usa esta expresión, su acento inglés se vuelve distante y cortante como una hoja de afeitar.

¿Una intentona? Si ahora lo pienso, creo que ese episodio no era tan serio como pensaba en el momento. Peter Stanford, por otra parte, sí que parecía estar padeciendo algo verdaderamente serio. Le comenté a Woolley mi encuentro con Pete.

—Hum, hum. Es un caso típico. Tu amigo periodista ve de cerca todo lo bajo que puede caer el hombre y todo su pequeño mundo de ambiciones y confort americano se le derrumba. Eso sí que es un trauma de primera magnitud.

—Pero tú también viste cosas horribles cuando estuviste trabajando en los campos de refugiados. Miró hacia la tormenta, a través de la ventana.

—Sí, he visto algunas cosas horribles. He visto fosas comunes, mujeres y niños mutilados. Pero lo importante es cómo luchas con eso después.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, al final de todo, cada persona escoge qué conclusiones saca del horror. Se puede decir a sí mismo que toda existencia es horror, y entonces queda hecho pedazos. Pero también puede decirse, bien, lo que he visto es una explosión de sinrazón, de los instintos primitivos que viven en la naturaleza humana, y ya ha pasado todo. Volvamos a lo de siempre. El mundo no se para.

—Vaya, me dejas impresionado con tu fuerza de espíritu. ¿Pero eso no es un poco frío? Frunció el ceño.

—Nosotros elegimos. O nadamos o nos ahogamos.

—Sí.

—Todo esto de la paranoia no deja de ser interesante. He pensado mucho en ello. Creo que es un fenómeno muy típico de finales del siglo XX en Occidente.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que, a lo largo de la historia, los ataques han venido desde fuera. Estaban ahí. El tigre en la maleza, el bárbaro invasor, el fuego en el bosque, la riada. El alma humana está hecha de una manera tal que resulta admirablemente capacitada para tratar con estos problemas de naturaleza, digamos, finita: hechos sólidos, dolores reales, hambre, frío, la amenaza inmediata de la muerte, etcétera. Ahora, la civilización ha llegado a un punto en el que la mayor parte de los peligros objetivos están bajo control. ¿Qué hace entonces el alma humana, dónde pone su miedo natural?

—Estás asumiendo que el miedo es esencial al alma. ¿No es eso mucho asumir?

—No creo —replicó fríamente—. ¿Has conocido a alguien que nunca haya mostrado temor? Intenté pensar en alguien.

—No. Creo que no.

—Claro, porque está dentro de nosotros. La existencia es esencialmente peligrosa. Y el miedo es un mecanismo saludable. Sólo se vuelve nocivo cuando el instinto se congela o se inflama.

—Y esto ¿cómo se conjuga con la paranoia?

—Llega un punto en la evolución de la humanidad en el que los peligros objetivos están lo bastante contenidos por la estructura social. Sin embargo, el reflejo de temer y huir (o de temer y luchar) permanece. ¿Cómo lo abordamos? ¿Qué hacemos con él?

—Usando la razón.

—Corrijo: tú usas la razón. Recuerda, amigo mío, que, en términos generales, los seres humanos no son prototipos de racionalidad. En mayor o menor grado, siempre luchamos con lo irracional que llevamos dentro.

—Salvando lo presente, claro.

—No. Yo admito mi irracionalidad y ajusto mi vida de acuerdo con ello. No creo que tú hayas llegado a ese punto. —Ah, y ¿por qué no?

—Porque aún piensas que eres un hombre racional.

—¡Es que lo soy! —protesté, frunciendo el ceño, irritado—. ¡Soy un hombre racional! Woolley se rió abiertamente. Me sirvió otra copa y volvió a reír.

—Estados Unidos fue fundado como cuestión de vida o muerte —dijo Woolley—. Los fundadores y pioneros escapaban de los peligros reales del Viejo Mundo: persecuciones, guerras, hambrunas, plagas. Querían un mundo nuevo, comenzar otra vez. Generación tras generación, iban ganando terreno a los campos incultos. La imaginación fue creciendo. Los sueños se fueron haciendo realidad. ¿Ves?

—Hum, no, creo que no es así.

—Todos los miedos eran externos: los indios, los osos, los lobos. No había tiempo para permitirse una neurosis. Pero, ¿qué pasó cuando la marcha hacia el Oeste llegó al Pacífico?

—¿Que se fueron de pesca?

—No, construyeron los estudios Metro Goldwyn Mayer, Paramount, Fox, y llevaron la atención de la imaginación hacia dentro. La frontera interior —quedaba claro— era ilimitada. Y, por tanto, accesible. La carrera espacial es más problemática...

—¿Me estás diciendo que la industria del cine es paranoica?

—A veces. Pero, más importante, crea la ilusión de espacio y libertad dándonos un sinnúmero de pasadizos por los que podemos llegar a otros mundos. Todavía es vida o muerte: todavía todos, y subrayo lo de «todos», estamos intentando escapar.

Reflexioné sobre sus palabras, sin llegar a creérmelas del todo.

—Es una teoría interesante —acerté a decir.

—Piénsalo más, amigo mío. Pregúntate por qué los guetos urbanos explotan de violencia.

—¿Los guetos?

—Sí, los guetos. ¿No es paranoia hacer de la imaginación un gueto?

Y aquí estoy, en casa, dándole vueltas a estas palabras. Los niños duermen. Yo estoy insomne. Me pregunto si Woolley no tiene algo de razón. Quizá sea uno de los más privilegiados de este país, por haber nacido y haber vivido siempre en la naturaleza y tener así más espacio y libertad que el 95 por ciento de la gente de este planeta. Soy un chico con suerte.

Swiftcreek, 2 de febrero

Ha pasado un año desde que recibí el diario de Navidad, y los apuntes son muy escasos y están muy separados temporalmente entre sí. Quería haber dejado un legado de brillantes estampas de la naturaleza, de la vida familiar, iluminaciones de distinto tipo; quizá incluso algún esbozo intelectual de corte sociopolítico. Lamentablemente, he hecho muy poco de esto y lo he mezclado todo con mis quejas. Quizá, sin embargo, estos papeles signifiquen algo para mis hijos cuando los encuentren en algún baúl en el ático, cualquier día dentro de mucho, mucho tiempo.

El regalo de Zizzy tuvo el efecto colateral —inesperado y bienvenido— de despertarme a mi nueva costumbre de llevar una suerte de diario mental. Memorizo mis propios pensamientos, en la esperanza de convertirlos algún día en texto escrito. El abuelo Delaney diría que esto es un examen de conciencia. Woolley lo llamaría una biopsia. Quizá sea una biopsia del alma.

El sábado celebramos el cumpleaños de Zizzy. Cumplía once. Le regalé Lilith, de George MacDonald. Desdeñando el resto de regalos, se sumergió en el libro sin molestarse en limpiarse las migas de pastel de las mejillas, y ahí estuvo, pasando páginas, devorando pasajes al azar.

—¡Pero, papi! —me gritó, levantando un momento la mirada—. ¡Es aún mejor que Phantastes!

Oye esto: «El propósito del universo es volverte tan tonto que llegues a tomarte por tonto y sólo así comiences a ser sabio» —se rió—. No sé lo que quiere decir, pero este tipo te hace pensar.

Yo sí sé, exactamente, lo que quiere decir. Et tu, George.

1 de marzo

Me he estado preguntando por qué Bam y Ziz han tenido tantos cambios de humor últimamente. Salen del autobús cada tarde con la misma cara aburrida y abotargada que muestran casi todos sus compañeros. No es propio de ellos. Bam ha estado contestón esta tarde, algo inusual en su carácter.

¿Malhumor adolescente? ¿Algún problemilla? He estado un poco brusco con él. Luego nos hemos pedido perdón.

12 de abril

Estoy tan molesto que tengo la impresión de estar echando veneno. Tras la cena, Bam ha puesto sus deberes sobre la mesa de la cocina y ha dicho: «Papá, ¿por qué tenemos que aprendernos todo esto?». A continuación, me ha mostrado los libros de las nuevas asignaturas que va a comenzar a estudiar en la escuela. En un primer momento, aquello parecía un material bueno y razonable. Pero no se trataba —lo vi— de inculcarle una formación académica, sino de estimular su conciencia social.

Cuando los niños se fueron a dormir, me quedé un rato leyendo los libros despacio. Es una ingeniería social de magnitud tremenda, con expertos que dictan cómo tenemos que vivir, pero en el mejor tono del estilo académico: nada que pueda poner nervioso a un padre salvo que uno se acerque mucho y empiece a reflexionar sobre lo que dice de verdad. El contenido mismo es un problema: sexo, orientación sexual, «discernimiento de valores», raza, religión. Lo que me molesta más del tema es que estas son materias que son desde siempre competencia de los padres.

16 de abril

He tenido un encuentro desagradable con la señorita —ella dice ssseñorita— Parsons-Sinclair, la directora de la escuela, esta misma tarde. Fui allí para discutir con ella mis pegas sobre los nuevos programas. Un programa alecciona a los niños para que se cuiden muy mucho de que los adultos les toquen, especialmente padres, abuelos, hermanos y tíos. Parece que el mundo rebosa de incesto, si hacemos caso a ese montón de gentes con doctorados en psicología de la educación. Otro programa describe con detalle el acto sexual a niños de siete años, a través de unos diagramas que lo enseñan todo. Perdón, hay cosas que no muestran, por ejemplo la dignidad, la modestia, una cosa que se llama amor, otra cosa que se llama enamorarse.

La señorita P-S fue profesionalmente amable, me trató con diplomacia y replicó a mis objeciones con respuestas perfectamente medidas. Un gran ejercicio de relaciones públicas por su parte. Quedé intrigado al no ver doblez ni astucia en su mirada. Está claro que era una operación de relaciones públicas virtuosa: ella cree en lo que está haciendo.

Se puso nerviosa cuando le expuse las implicaciones de subvertir la autoridad de los padres.

—Subvertir es una palabra un poco fuerte —sugirió.

—Tiene razón —me disculpé—. No quiero decir que sus intenciones sean malas, sino sólo que, tal vez, el comité de dirección de la escuela no es tan sensible como debiera a las responsabilidades propias de los padres.

—Estamos ayudando a los padres —respondió en tono firme.

—¿Y no cree que se debería animar a los padres a cargar con estas responsabilidades? Torció el gesto.

—Creo de verdad que muy pocos padres están lo suficientemente preparados para entender los temas y perspectivas que nosotros queremos inculcar a los estudiantes.

¿Ustedes? —repliqué con voz pausada.

—Los niños tienen que estar bien informados si quieren afrontar con éxito los retos del mundo moderno.

—Yo creo que es trabajo mío el informar a mis niños. Quiero retirar a Bam y a Ziz de esos programas.

Me miró antes de responder.

—Eso no es habitual. Y debo hacerle ver que sus niños van a ser los únicos en no asistir.

—¿De verdad? —dije, sonriendo beatíficamente—. Los únicos... —y le mantuve la mirada hasta que ella la apartó—. ¿Los únicos? ¿Usted cree?

—Bueno, ahora que lo dice, están los niños de esa familia fundamentalista que hace poco se ha mudado aquí. Y una familia investigada por abuso sexual. Entenderá que no puedo decir sus nombres, sería una quiebra del secreto profesional.

No había que ser un genio para entender su mensaje. Me estaba diciendo: menuda compañía se está buscando.

—Me da igual —le dije—, mis hijos no necesitan esas clases. Ella inclinó su cabeza reflexivamente y, con una entonación de concordia, me dijo:

—Está usted en su derecho. Pero me gustaría pedirle que considerara la posibilidad de estar privando a sus hijos de un recurso muy valioso para su formación.

—Eso es discutible.

—Y, si me lo permite, señor Delaney, usted es un padre soltero. ¿Ha pensado en lo que necesita su hija?

—¿Lo que necesita Zizzy?

—Zöe está en una edad en la que necesita aprender las realidades de la reproducción humana. Ha habido muchos niños perjudicados por tener un conocimiento insuficiente del asunto.

—Mi madre viene a vernos muchas veces —argüí—. Es una mujer muy sabia, y ya ha guiado a la niña en las primeras cosas que debe saber. Yo también respondo a las preguntas de Zizzy. Lo hacemos a nuestro estilo y conforme a nuestros tiempos.

La señorita P-S endureció el gesto.

—Entiendo.

—Espero que entienda, sí —respondí yo. Nos levantamos. Terminada nuestra charla, me acompañó hasta fuera con una cordialidad tan correcta como fría.

Esta mujer tiene un problema. Le diría que fuera a ver a la directora, pero es que la directora es ella.

1 de septiembre

Este año no he ido a la convención anual de la asociación de la prensa. Curioso: no me invitaron a ser el ponente principal. A Pete le escribí hace unos meses pero aún no me ha respondido.

También he escrito unos cuantos editoriales sobre todo lo que conlleva el hecho de que el Gobierno acapare los derechos de los padres. Resultado: alguna cancelación de suscripciones, alguna carta de enfado, una llamada anónima.

Hoy he perdido los nervios en el despacho de la señorita Parsons-Sinclair. Me había acercado para verla después de saber que los niños que no toman las clases de ingeniería social deben quedarse de pie en el pasillo durante las horas de clase por órdenes de la dirección.

—Eso es un castigo —le dije, convencido y firme.

—No lo es de ninguna de las maneras —hablaba suavemente—. Los niños pueden leer o hacer los deberes durante ese tiempo.

—¿Leer o hacer los deberes estando de pie?

—Bueno, pues se sientan.

—¿En el suelo?

—Pondremos algún pupitre suelto en el pasillo mañana mismo, si insiste.

—Sólo a los rebeldes se les manda al pasillo, y usted lo sabe. Está mandando un mensaje alto y claro: que esto es algo político.

—Es usted quien lo está volviendo político, señor Delaney —contraatacó—. Está usted siendo causa de enfrentamiento.

—¿Yo, causa de enfrentamiento?

—Sí. Usted está generando una preocupación innecesaria entre algunos padres, sobre todo entre los poco informados y fácilmente influenciables. De hecho, usted está dividiendo esta ciudad.

—Oh, sí, seguro... —me reí en su cara.

Ella levantó la voz. Yo también la levanté. Cada uno hizo su previsible alegato. Llegamos a un pacto, finalmente: que los niños van a ir a la biblioteca durante esas clases. Pero esto, sin embargo, no resuelve el problema de los carteles que están por todas partes. Diagramas que muestran cómo es el acto sexual. Hermosas fotografías de parejas que se abrazan: hombre y mujer, hombre y hombre, mujer y mujer, etcétera. Estas parejas aparecen vestidas, pero quién sabe lo que traerá el año que viene, cuando den otro paso adelante. Eché el ojo a algunos de los libros recomendados a los niños: Tina tiene dos mamás y Johnny tiene dos papás, entre otros. También los había de una serie llamada Piel de gallina, que parece consistir en una celebración de lo macabro.

Todo estaba aparatosamente reventado y sucio por las idas y venidas del monstruo. ¿Dónde he leído yo eso?

5 de octubre

Me estoy empezando a poner muy nervioso. Están bajando las suscripciones. Ha habido varias cancelaciones más. Las finanzas no van precisamente boyantes. No he podido pagar el seguro de la redacción de The Echo, y éste es el primer año que pasa. Tendrán que esperar unas semanas hasta que les mande el cheque. Estoy a la espera de un dinero por un artículo que escribí mostrando las inconsistencias de las mitopoéticas de la ecoespiritualidad —mi intento audaz de salir del gueto. Extrañamente, el artículo me lo publicó una revista de izquierdas muy sesuda, Pacific Review.

Le comenté a Woolley mis problemas y se ofreció a dejarme algo de dinero para el seguro y gastos de comida. Lo rechacé. Supongo que por orgullo.

Y, además, todo en la misma semana, se ha roto la junta de culata del coche. Así que al final he tenido que ir a pedirle un préstamo a Woolley. Ha estado muy amable y yo he tenido que comerme mi maldito ego por una vez. La reparación cuesta mil pavos. Un problema de la vida en la naturaleza es que necesitas vehículos de motor y combustible para vivir la vida rústica. Ay.

8 de diciembre

Estoy intentando hacer algo de escritura creativa. De momento el resultado no es muy impresionante pero podría ser una fuente de ingresos si resulta que soy bueno. Aquí va algo que escribí el domingo, después de ir a patinar con los niños. Sólo es un borrador, el esbozo de una pieza más larga, ya planeada. Podría intentar hacer con ella una narración breve y enviársela a Fénix: Revista trimestral de la nueva literatura canadiense. Es dificil saber si mi nombre manchado y mi mala reputación me permitirían sobrepasar las barreras de la mafia literaria canadiense. Soy un optimista. Título provisional: La caída de Ícaro.

LA CAÍDA DE ÍCARO

¡Oh, qué día más luminoso! El Pantano del Arándano estaba absolutamente congelado. La nieve se había depositado por todo el valle. Zöe y Tyler tenían inmensas ganas de probar sus nuevos patines. Los de ella eran blancos, con el empeine dentado y cordones rosas. Los de Tyler eran negros, de plástico, con cordones de color naranja fluorescente.

El agua no estaría, aun así, lo suficientemente congelada. Les dije que esperaran. Lo primero es la seguridad. Pero es poco profundo, repusieron. Cierto: a través del hielo podía verse el fondo, un panorama de hojas y piedras inmóviles sobre las que deslizarse como dioses hasta el momento en que hay que dejar el trono y bajar a la realidad.

Los niños se agarraron a la trabilla de mi abrigo y comenzaron a deslizarse. Ese otoño, yo estaba construyendo el cobertizo, y el frío me animaba a continuar con mi labor. Estaba, pues, atareado.

Siempre lo estaba. Pero les apetecía tanto sentir la luz del invierno y la ilusión de la velocidad que al final me rendí. No sabían lo que cuesta aprender a volar. El hielo no es más que una finísima membrana sobre el vacío.

Afilé las cuchillas en una piedra de afilar. También las cuchillas de mis viejas botas. Los niños se inclinaron para verlo, sonrientes. Hacían preguntas sólo por el gusto de que se las respondiera yo, maestro entonces del fuego y de la rueda. Importaban poco las respuestas ese día. Los patines, para ellos, no eran juguetes, sino instrumentos que nos iban a liberar como Ícaros en horizontal. Intenté advertirles. Siempre hay un precio. Basta con apartar la vista o con que una ramita sobresalga del hielo para catapultamos directamente hacia el dolor. Les conté sobre mi propia juventud, de cómo mi padre me llevó al pantano cuando yo tenía doce años. Les enseñé la punta de mis botas, cuarteada de tanto como había jugado al hockey con ellas. Les enseñé también la cicatriz que me hizo el tío Jackie cuando patinó, accidentalmente, por encima de mi pie. Era una prueba sólida de que casi nunca conseguimos aquello a lo que aspiramos, de que nunca llegamos a ser los dioses que queremos ser.

¿De qué manera decirles que basta con ser humano?

Pero tomaban su propia humanidad como algo regalado y obvio. Estaba bien que lo hicieran así. Era lo natural. La introspección no debe llenar de nubes el hermoso día de invierno de un niño. Ya al borde del hielo, nos lanzamos a patinar. Iban patinando hacia su futuro con rapidez. Yo avanzaba lentamente, poniendo atención a esta vieja recopilación de rajaduras. Los huesos viejos son fáciles de romper. Deja que los castores, rápidos y ligeros, sobrevuelen el abismo, me dije.

Durante toda la tarde, hasta que el cielo fue una sombra de azul índigo y la primera estrella brilló en el este, navegamos solitarios, cantando las grandezas naturales como un ladrido de humanidad. Mi Tyler, mi muchacho retozón, iba adquiriendo la forma de un hombre, y yo la forma de un niño. Mi Zöe, cuidándose una mejilla raspada y algún golpe de sus caídas, se contentaba con ir comiendo una naranja congelada. El cristal de hielo brillaba en su boca, y sus carrillos despedían llamas rojas, último reflejo del sol poniente.

Se iba haciendo de noche, y la luna se elevó, alta y fría, sobre las cimas, más arriba de nuestra casa. A cualquiera que mirara, le hubiese parecido una escena de postal navideña, perfecta con su casita de campo al pie del monte y un humo blanco perdiéndose incesantemente por el aire. ¿Había una mamá y una luz dorada del otro lado de las ventanas? No. Nuestra casa padecía la ausencia de la madre y de un hermano al que mis hijos ni siquiera habían llegado a conocer. La casa era una concha vacía. Así que seguimos patinando, y la sugestión temerosa de la noche quedó envuelta en la lana cálida que se iba mojando. Nos quitábamos y nos poníamos las bufandas. Sudábamos bajo nuestras gruesas ropas. La velocidad era un loco abandono: parar y seguir, girar y seguir recto, dejarse ir... Reíamos juntos, volábamos, bajando, bajando con miedo y sin miedo.

Recuerdo los últimos cortes de la cuchilla como una firma sobre el hielo iluminado por la luna. Luego nos acurrucamos en nuestro viejo coche. Sólo se oía el silencio. Mis niños estaban aturdidos de tanta risa. El sueño los tomó como una madre. Ah, hijos míos, hijos míos, tan ciegos y puros.

Vuestra cera se ha derretido y se han caído vuestras plumas. El viejo Dédalo lloraba por ellos sin saber por qué lloraba.

Luego nos dejamos caer en la cama para soñar los sueños profundos que tienen los hombres.

Como tantas veces en mi vida, el sueño me evitó. Quedé mirando a la oscuridad. Aún escuchaba el rasgar de las cuchillas sobre el hielo, la emoción de volar. Lo vi entonces por primera vez. Más tarde, lo olvidé casi todo, y por momentos lo olvidé por completo. Pero siempre volvía el pensamiento: que no prestábamos atención, que éramos la noche, que lo conocíamos todo salvo a nosotros mismos, quedábamos un nombre a todo pero a nosotros no nos dábamos nuestro propio nombre. Vi que esperamos en la oscuridad por la palabra no dicha, la palabra que rompe nuestra sordera. Esperamos la luz, la buscamos en los árboles que arden de verde, en la extensión de aguas que corren sin frontera.

Primer borrador de Ícaro.

Bien, ahí está. Necesita ser cinco veces más largo y también menos poético. Pongo aquí el primer borrador para obedecer las órdenes de Zizzy de reunir «buenos pensamientos». El diario se va llenando: recortes de periódicos, billetes de avión usados, notas de amor de Zizzy y otros recordatorios. Hoy más que nunca era necesario consignar algún buen recuerdo porque Pacific Review me ha devuelto mi ensayo sobre los mitos ecologistas, aun advirtiendo de que me será pagado. El hecho es muy frustrante porque lo han tenido durante casi un año entero y todavía está por publicarse en donde sea. Me han dado las excusas más desesperadamente vagas por no publicarlo —¡y eso que ya lo habían aceptado!—: «El público lector ya no está interesado en esta visión del mundo», explica el director. Si las cartas pudiesen tener una mirada esquiva, ésta la tendría. ¿Son cobardes o realistas? Supongo que las dos cosas. ¡Guau, guau! ¡Échate a un lado, Minder!

21 de diciembre

El intento anual de Maya de ser una madre ha llegado en el correo esta mañana: una caja con regalos de Navidad para los niños y tarjetones vagamente artísticos con dibujos babosos. Nada para mí. Ni una palabra. Como siempre, no había remitente en la caja, pero el matasellos decía Vancouver. Intentar localizarla sería como buscar la proverbial aguja en el pajar. Yo haría esfuerzos completamente sinceros para corregir las cosas si ella me dejara. Pero tal vez le guste tanto su nueva vida que no quiere ninguna intrusión de la vieja.

Esta mañana, el abuelo Delaney me ha dado la paga de su pensión, así que podré comprar comida y regalos de Navidad. Más tarde, hoy también, el abuelo Tobac se ha pasado con una caja de pescado ahumado y medio ciervo que me ha ayudado a despiezar y a meter en el congelador. Ambos se han ofrecido a rezar por mí. ¿Por qué será que, teniendo dos abuelos tan religiosos, no he heredado ningún gen suyo?

He llamado a Woolley y le he comentado mis angustias económicas, explicándole que tengo grandes facturas que pagar a la imprenta y a la oficina de correos y ninguna manera de pagarlas. Él ha sido de lo más comprensivo, y me ha dicho que desearía poder ayudarme pero que hace poco había metido todo su dinero en fondos extranjeros. Que se sentía muy mal por no poder venir al rescate. Le creo.

Por alguna extraña razón, comenzó de pronto a imitar al pato Donald. Era tan raro, absurdo e inesperado que sólo pude reírme a carcajadas. Luego siguió con una imitación perfecta de John Wayne, diciéndome que ser un periodista fanático era un trabajo duro pero que alguien tenía que hacerlo. Supongo que lo que pretendía con estas tretas cómicas era poner mis problemas en perspectiva.

Al final de la conversación, Woolley volvió a su tono habitual y dijo, con toda sobriedad, que trataría de ayudarme pero que, de momento, sólo podía darme algún consejo médico.

—Muy bien. Soy todo oídos.

—Intenta no hundirte porque no va a durar para siempre. Ven a casa la semana que viene a jugar al ajedrez. Te dejaré ganarme. Léete una novela de espías. Bebe más alcohol.

—Gracias, pero no puedo tolerar el alcohol ya. Algo tiene que haberle pasado a mi metabolismo: una botella de cerveza, y mi cerebro empieza a gotear. Y, peor aún, ahora voy a esconderme al porche. Los niños me dicen que hago ruidos en sueños y que muevo las patas nerviosamente.

—Bienvenido a Traumalandia, señor director.

—No sabía que la paranoia pudiese ser tan divertida. —Siempre con moderación —concluyó. Buen tipo, Woolley. Es un excéntrico pero está ahí cuando le necesitas. Un amigo de verdad.

23 de julio

El abuelo Delaney ha muerto mientras dormía. Se ha ido con paz, en medio de la noche, por la edad. Duele incluso el hecho de escribir sobre ello.

28 de julio

Dos días después del funeral, me han impuesto una multa de cinco mil dólares por «incitación al odio». Se refieren a mi editorial sobre la eutanasia, claro. No puedo pagar esa suma. He apelado. He hablado con un buen abogado de Vancouver, que se ofrece a llevarlo gratis. Cree que el Gobierno está dando algunos pasos preliminares de cara a la suspensión de los derechos básicos. Según él, es altamente improbable que esto se materialice pero, de ser ésos los planes, él quiere actuar pronto y mandar así un mensaje al gobierno de Ottawa.

Mis economías van a peor. Ningún periódico de importancia acepta mis artículos. Mis ganancias son microscópicas. El día antes de morir, el abuelo me otorgó un cheque de 1600 dólares, que era lo que tenía en su cuenta. El cheque me llegó por correo la mañana después de su muerte. Junto al cheque había una nota:

Para mi querido nieto.

Un regalo.

Con el amor y las oraciones de tu abuelo.

Quizás había tenido la premonición de que le quedaba poco tiempo. O quería ahorrarme pasar por un apuro. El dinero debiera valernos para pasar unos meses. Gracias al Cielo, no tenemos hipoteca y los impuestos de los terrenos están pagados. Ahora llevamos una vida más sencilla. Los niños se quejaron un poco al principio pero ahora parecen estar ajustándose bien.

No estoy tan seguro sobre su padre, sin embargo. He estado luchando contra el insomnio desde hace meses. Inicios de depresión. Woolley me sugirió el Prozac, cosa muy, muy curiosa, pues él no es de los que creen en la medicación fácil. Lo rechacé. No creo estar tan mal todavía. Pero me he dado cuenta de que alguna vez las manos me tiemblan. Y me ocurre otra cosa más. He comenzado a llorar. No me pasaba desde la infancia. Es un poco sonrojante, pues aunque intento contener el llanto hasta que ya es tarde y los niños están en la cama, yo creo que me oyen. La muerte del abuelo ha desatado algo. Quizás un miedo primitivo a la soledad. Quizás algo del ego masculino, el miedo al fracaso. Demonio, si ya soy un fracaso, no sé a qué tanto alboroto.

12 de septiembre

Pésimas noticias. Yo sabía que estaba al llegar, era una intuición que tenía hace días, como cuando se forma una tormenta. Cuando vi aparecer el coche del cabo de la Policía Montada, ya sabía lo que estaba pasando antes de que me dijera nada. Se llama McConnell y es un buen tipo. Le invité a pasar, y tomando café me dijo que alguien había entrado en las oficinas de The Echo, destrozando buena parte de las instalaciones. Fui con él a la ciudad a evaluar los daños.

Al principio parecía sólo cosa de ladrones y de vándalos. McConnell pensaba que sería un asunto de adolescentes con problemas de drogas, que se habrían llevado los ordenadores porque hay un buen mercado negro para revender el hardware.

Pero luego empecé a ver que la destrucción parecía curiosamente selectiva y rigurosa. Los aparatos de offset y todo el equipo necesario para la producción del periódico son imposibles de reparar (sólo se han olvidado de destrozar una antigua prensa de mano que guardo en el almacén). Lo peor de todo: todos mis datos, mis ficheros, estaban en el disco duro de mi ordenador. Mis copias de seguridad también faltan. Y los discos duros de seguridad. Por culpa de mi estado reciente de di— sipación, había olvidado traerme a casa mis discos. He perdido la lista de los suscriptores. El desastre es total.

Y además estoy sin seguro. Es el final del periódico, a menos de que pueda mandar un SOS y que algunos benefactores echen una mano. El lunes veré si puedo recordar algunos nombres y direcciones. Aún tengo contactos, gente que cree en lo que hago. Tal vez quieran prestarme algo para comenzar.

Bam y Ziz estaban consternados y furiosos por lo acontecido. Me ha llevado un tiempo largo calmarlos y acostarlos. Estoy más confuso que otra cosa. Nada me parece del todo real.

Ziz rompió sin querer una taza al lavar los platos después de cenar. Se me dispararon los nervios y comencé a gritarle. Nunca había hecho eso. Se puso a llorar. Luego nos abrazamos y lo recompusimos todo.

Tengo que pensar sobre mi vida seriamente. No puedo seguir así.

Tengo sueños raros. Serpientes, osos, dragones, y un ciervo blanco. Supongo que es simbólico. Cosas del inconsciente. Woolley dice que es la manera que tiene el alma de exteriorizar el miedo que lleva dentro.