SIETE

Ya estamos donde los árboles. La luna asciende y es casi de noche, con una leve raya de color salmón por donde el sol se escondió. Sobre nosotros están las primeras estrellas. Nos quedamos escondidos entre los árboles, en las estribaciones del bosque. Subimos un poco, donde los árboles son más altos, aunque todavía son coníferas enanas, apenas del tamaño de un hombre. Hay una pequeña calva, grande como dos cuerpos; pasaría disimulada a los ojos salvo si uno sabe dónde buscarla. He sacado la tienda de campaña y, al intentar montarla, el viento la agita como si fuera una corneta. Resulta muy difícil clavarla a la nieve y no hay cuerda suficiente para atarla a ningún árbol.

Como siempre, Anthony, el muchacho de los bosques, va por delante de mí.

—Necesitamos calor, Natano.

Se pone manos a la obra, en esta luz incierta, usando una bota de nieve como pala. Cava una fosa de diez pies de diámetro, amontonando la nieve alrededor. Llega, cavando, a tocar la tierra, que es una alfombra de musgo.

—Cortar árboles pequeños ahora —dice. Y Tyler y él, con el hacha y la sierra, empiezan a cortar alguno de los que crecen al lado. Nadie que sobrevuele la zona se daría cuenta de que ha pasado algo pues elige con cuidado cuáles cortar para que no se note su ausencia en la masa de los árboles.

Dispone las ramas como una choza india, superponiéndolas de modo que nos rodea una doble capa de ramaje. Tyler y Zöe, obedeciendo sus instrucciones, vuelven a acumular la nieve en torno de la choza. Sólo se ven sobresalir unas cuantas ramas por la parte superior. Un lado queda libre para poder entrar y salir. Nos metemos en el agujero y comprobamos con todo placer que dentro hace más calor. Ni la luz ni el viento llegan al interior. Tyler enciende su linterna y salgo para comprobar que la luz no traspasa. No traspasa en absoluto: estamos a salvo.

Anthony me pide que corte algunas puntas de hojas de abeto para extenderlas sobre el musgo. Ahora estamos no sólo más templados sino que el suelo también está seco. Dentro de la choza hay espacio para abrir la tienda de campaña, pero, al abrirla, su piel sintética parece algo duro y de mal gusto y la volvemos a cerrar. Sacos de dormir, mantas, equipaje y comida: todo está dentro, y metemos el trineo también. Cubrimos la entrada con las ramas. Nuestro refugio es acogedor, hermoso, como perfumado de incienso: huele exactamente como la Navidad cuando éramos niños. Dormimos bajo las ramas y esperamos la mañana con una emoción en el corazón que ya había ol— vidado hace mucho tiempo, con una emoción que, de hecho, había perdido. La Gracia se ha vuelto a instalar sobre la tierra. ¡Paz a los hombres de buena voluntad!

Anthony hace una revelación sorprendente y dice que hay regalos para todos. Matthew me ha mandado una navaja de bolsillo y una botella de cerveza de jengibre, ya semicongelada. Los niños Thu les regalan caramelos a Tyler y Zöe. La abuela ha añadido un termo de horroroso guiso de pescado para Anthony. Para cada uno de nosotros hay un pañuelo bordado con nuestros nombres por Jeanne. Luego, abrimos la caja de la comida y encontramos pastel de frutas, carne y pescado seco, frutos secos, bolas de arroz con salsa de ciruelas y una especie de rollitos primavera bañados en salsa de soja. Más caramelos: monedas de chocolate con envoltorio dorado, caramelos de menta con envoltorio verde, campanitas de limón con envoltorio plateado. Me da igual que estemos a mediados de enero: estas son las mejores Navidades de mi vida. Se lo digo a Anthony y a los niños. Se ríen. Me dan la razón. Comemos y brindamos.

Los viejos circuitos del subconsciente comienzan a emitir sus luces intermitentes. Quizá sea algo que ha despertado el pastel de frutas, o todo el hielo que hemos cruzado hoy. Es tiempo para volver a pensar un momento en el pasado...

Recuerdo haber visto una vez a Turid L'Oraison haciendo pasteles de Navidad. Ella tendría entonces ochenta años. Sufría una diabetes muy grave, andaba quejosamente: todo le era dolor.

Vivía junto al lago, en una pequeña casa no lejos de la nuestra. Era viuda y por toda compañía tenía un chucho llamado Buffy. Pasaba la mayor parte de su tiempo mirando a los pájaros y a las ardillas y a algún lobo que se dejaba caer junto al lago congelado. Leía los periódicos con una lupa gigante y se quejaba mucho de las locuras que hacían los personajes públicos, cuyas actividades ella vigilaba como un halcón. Sentía un enfado especial hacia su hijastro Maurice, que había llegado ya a grandes alturas en la política y era considerado el hijo predilecto del pueblo. Ella era una mujer directa, decente y honesta.

Como iba diciendo, ella estaba preparando pasteles de Navidad. Iba de un lado a otro en su cocinita, del horno a la en-cimera y luego a la nevera y otra vez a la sartén. Cada paso costaba algo en términos de dolor. Eran mil detalles, una miríada de decisiones que iban a influir sobre la textura, el sabor y el posible encanto de los pasteles. Era la reina de los pasteles, quizá la tirana de los pasteles: tenía buena reputación por sus pasteles. Sospecho que ésa era su única vanidad, pero bien la merecía en este punto. Estos pasteles eran su regalo de cada Navidad a su familia y a sus vecinos.

Por supuesto, todos podríamos haber ido al supermercado y comprar paquetes de pasteles comerciales de Navidad por 5,95 dólares. No hubiesen sido tan sólidos y sabrosos ni hubieran tenido tan buen color como los de ella, pero hubiesen pasado: también hubiesen parecido pasteles de Navidad, hubiesen olido a pastel de Navidad, y hubiesen tenido, sin duda, una dulzura en la boca genérica, típica de la producción en masa. Hubiese sido un pastel «eficiente». Pero no hubiese sido el pastel de Turid. No hubiese tenido su dolor ni su experiencia en hacer pasteles. No hubiese tenido su amor.

Ese día, ella se arrastraba lentamente y hablaba lentamente, pero su mente era rápida como los juegos con los que se entretenían Bam y Zizzy fuera, en la nieve. El viento había despejado de nieve el lago, y los niños estaban deslizándose gozosamente en todo ese espacio abierto y libre. Los veíamos desde la ventana de la cocina. Eran jóvenes y fuertes. No creían en el dolor. Era ya media tarde. El cielo se iba oscureciendo y apareció la primera estrella. Turid sonrió al ver las niñerías de Bam y Zizzy, pero al poco tiempo ya estaba otra vez manejando los instrumentos de su arte.

—Es muchísimo trabajo —le dije, bobamente, para hacerme el simpático, mirando la cocina: apenas un padre divorciado que siente una punzada de nostalgia al ver una situación tan femenina.

Me miró.

—Tiene que estar bien —gruñó—. Tiene que estar perfectamente bien o estará simplemente muy mal.

Me quedé pensando en eso. Y de pronto me di cuenta de hasta qué punto mi generación era distinta a la suya. Una vez, ella me dijo que la gente había cambiado mucho desde que ella era una muchacha. Y es verdad. Somos diferentes. Nos apresuramos a lo largo de la vida, intentando resolverlo todo, intentando hacer demasiadas cosas demasiado rápido. Y, como resultado, tomamos decisiones apresuradas. Hemos perdido la facultad de apreciar las cosas. Casi nunca somos agradecidos. Trabajamos y jugamos y consumimos a la carrera. «Mejoramos» nuestra mente a la carrera. Progresamos en el trabajo a la carrera. Hablamos y cocinamos y comemos a la carrera. Nos quedamos en la comida basura, en una sustancia incierta y producida en masa que a veces huele e incluso sabe a comida. Casi nunca optamos por hacer una cosa con amor apasionado por la cosa en sí misma. Hemos desarrollado el hábito de hacer muchas cosas a medias en vez de pocas cosas bien hasta el final. ¿Es posible pensar con claridad en un estado así?

¿Y la comida sociopolítica que tenemos de ración diaria? Nos hemos venido acostumbrando a proyectos también producidos en masa, a brebajes a medio hacer que saben dulces pero no alimentan. ¿Y qué pensar de esos agudos artículos periodísticos que mezclan una parte de verdad con un montón de ingredientes verdaderamente extraños? Nos han programado para tragar más de un pastel en el que el cocinero ha echado tachuelas, clavos y tornillos. Pero me pregunto si nos vamos a quedar tranquilos al saber que estos grandes cocineros han estudiado en las mejores escuelas de cocina. ¿Deberíamos sentir alivio cuando nos digan que el pastel en cuestión contiene algunos ingredientes excelentes, además de los ingredientes extemporáneos? Y, si alegan que en nuestra dieta faltan últimamente minerales, ¿deberíamos confiar en su opinión sólo porque tachuelas, clavos y tornillos contienen, efectivamente, muchos minerales? Sí, tenemos mucha hambre, y el pastel tiene buena pinta, huele bien y sabe bien hasta que empezamos a masticarlo. Pero si confiamos en este cocinero, al final nos encontraremos con un montón de dientes rotos y estómagos desgarrados. Y seguiremos con hambre. Quizá sería más sabio encontrar a una vieja cocinera que sabe bien lo que es el hambre de verdad y sabe lo que es la comida de verdad. En lo que respecta a mi casa y a mí, creo que nos quedaremos con la sabiduría de Turid, que opina que el pastel tiene que estar perfectamente bien o estará simplemente muy mal.

¡De acuerdo! Ya dejo de rumiar estos pensamientos...

Cojo mi pipa y el tabaco del fondo de la mochila. La enciendo y exhalo alegremente.

—Es malo para la salud —dicen los niños, sombríamente. Sonríen y aspiran el humo dulce.

—Un corazón móvil —afirmo con sabiduría—. Muy útil en caso de urgencia.

Saben que fumar es un mal hábito —una droga—; se lo han contado todo en el colegio. Pero no pueden evitar que les guste el humor y se recuestan en sus sacos de dormir mirándome sonrientes.

¡Qué niños tan raros! Qué mal ejemplo les doy. Tengo una sensación de culpa al mismo tiempo que el efecto calmante de la nicotina. Soy un desastre, para qué negarlo.

Estamos muy cansados. Nos duele todo el cuerpo. Duele de verdad. Y mañana será más duro, cuando los músculos comiencen a quejarse en serio. Pero, al menos, a partir de ahora nuestro camino será ante todo cuesta abajo y pisando nieve blanda, sobre la que no importa dar algún tumbo. Después de eso, un pequeño tramo atravesando la autopista y luego seguimos la pista de Tobac hacia la sierra del Caribú. Incluso tomándolo con calma, deberíamos estar ahí a media mañana.

¿Cómo es que tengo tanta suerte? No mucha gente en el mundo tiene abuelos con casas en el bosque para usarlas cuando se necesitan.

Cada año, cuando yo era un niño, mis abuelos Stiofain y Annie disponían una gran carpa en el prado junto a su cabaña y nos invitaban a todos a una comida. Generalmente era a finales de septiembre, después de que hubiesen cosechado sus primeras patatas y mi otro abuelo, Thaddaeus Tobac, hubiera abatido su primer venado. Todavía recuerdo el olor embriagador de los leños de abedul, de las hojas de otoño, de la carne de caza asándose sobre el fuego, bajo la carpa. Todos olíamos como indios puestos a ahumar... y esto no es ninguna sorpresa, pues alguno de nosotros somos indios de verdad y otros, como yo mismo, somos medio indios.

Mi abuelo irlandés sacaba su flauta y ponía a todo el mundo a bailar. Mi abuelo shuswap sacaba su acordeón, y estos dos parientes míos alegraban el ambiente mientras los más jóvenes se daban a la danza. Recuerdo a mi madre, silenciosa y piadosa, sonriendo y sonriendo. Siempre parecía tener horas de sobra para consolar las aflicciones propias de los adolescentes. Mi abuela inglesa se ponía a discutir sobre política con cualquiera que estuviera con ganas de desafiar su intelecto. Había tías y tíos que jugaban con los niños y les decían adivinanzas. Se hacían cunitas y pequeñas representaciones. Había pasteles y ponche casero, y la luz lo bañaba todo, con las lámparas de queroseno colgando en torno a los postes.

En una fiesta de este tipo uno veía mucha riqueza: la sabiduría lentamente ganada por los matrimonios más viejos, siempre dispuestos a pasársela a los más jóvenes. Yo me quedaba mirando, pensativo, sus bellas manos ancianas, siempre juntas. Miraba también las manos, siempre en movimiento, de los jóvenes, liándose entre sí, y veía sus mejillas encendidas y la llama de sus corazones, con ese fuego que arde sin consumirse. Yo era un niño y no sabía del conocimiento secreto que tienen juventud y ancianidad. No era como ninguno de ellos. ¿Qué era yo, cuál era mi lugar? No lo sabía entonces, pero mi lugar estaba entre todos ellos, entre los niños que se metían en la boca unas monedas, unas hierbas, lo que fuera. Mi lugar estaba ahí, entre lo incoherente y lo abstracto, entre las alegres tías que hacían dulces, entre sus maridos callados, entre los granjeros y molineros que luchaban con las inundaciones, la maquinaria y las palabras. Entre los raros solitarios —los invitados— que se sentaban en los bancos, junto a la pared, cerca de la puerta, dispuestos a salir disparados hacia el bosque. Entre los músicos, los cuentacuentos, los filósofos de andar por casa, los locos. Entre los gregarios más fuertes, que ocupan el lugar central en cualquier estirpe, esos que siempre parecen saber quiénes son o quizá nunca se lo han preguntado. Entre esos que hablan del tiempo o de la política municipal y también entre aquellos que callan y escuchan y aprenden. Sí, en medio de esta multitud abigarrada había siempre una perennidad de risa, de amargura y de sarcasmo, de consejos prácticos, de alegatos, de alabanza, de palmadas en la espalda, de besos robados y de rumorología feliz. De historias, en definitiva, de la creación de las leyendas que nos hacen una familia, un clan, un pueblo.

¿Dónde ha ido a parar todo esto? ¿Sigue ahí, esperando que lo reencontremos? Muchos de nosotros faltamos ya, muchos están aislados. ¿Dónde están la vida y la muerte que compartíamos?

¿Por qué no comprendimos lo que pasaba cuando la familia comenzó a desintegrarse? ¿Por qué no nos resistimos a que ocurriera? ¿Por qué no luchamos contra la corrupción de nuestra cultura? ¿Por qué no rezamos como tuvimos que haber rezado? ¿Defendimos a nuestros pequeños del ataque de los lobos? Y ahora, tras tantos años ya pasados, ¿cuidamos a nuestros mayores y a nuestros enfermos? ¿Nos gusta que los niños crezcan en un número amplio, ruidoso y exigente? ¿Llevamos con dignidad el dolor de la existencia o lo evitamos cueste lo que cueste? ¿Hemos ido perdiendo poco a poco nuestra reverencia por el misterio de la vida humana y su belleza, perdiendo en el proceso nuestra capacidad de amar a los pobres y a los sencillos, a los difíciles y a los alocados, a los enemigos, a los santos y a los pecadores? ¿Vemos todavía nuestro rostro reflejado en el espejo de sus ojos?

Una vez, en uno de estos grandes festejos bajo la carpa, mi abuelo Stiofain me observó haciendo una crítica de las travesuras de mis primos indios, los cuales, creo recordar, estaban dándose un poco excesivamente a la bebida ese día. Con doce años, ya era un crítico social... Me imagino que se me puso una cierta cara de aprensión y mi abuelo se dio cuenta. No me regañó.

Sólo me miró a los ojos y me dijo:

—Tanny, un pastor que ama su rebaño no condena a sus ovejas negras o de raza mezclada sin saber antes lo que tienen de bueno.

Es todo lo que me dijo. Ni una palabra más, ni una palabra menos. Todavía puedo sentir la vergüenza que sentí ese día. Tal vez mis primos eran débiles, pero no eran ni tan débiles ni tan estúpidos como un muchacho convencido de su propia superioridad, como un muchacho sin misericordia... como era yo.

Estoy intentando amar, abuelo, de verdad que lo estoy intentando. Al final, me he hecho con mi choza y mi rebaño, ¿no lo ves?

Cada vez hace más frío. Nos acurrucamos cada uno en su saco de dormir y nos quedamos mirando a la oscuridad. De cuando en cuando, una ráfaga de viento duro y frío pasa y arranca una rama para dejar a la vista una estrella. Estoy increíblemente exhausto pero a la vez contento. Estoy muy orgulloso de mis niños. No se han quejado ni una sola vez. Están teniendo una aventura. Una aventura de las de verdad. También me impresiona mucho este muchacho, Anthony, llegado de un país lejano. Alguna vez se lo diré a Matthew y a Jeanne. Les diré que estoy tan orgulloso de él como si fuera hijo mío. Espero que mis niños lleguen a desarrollar al menos la mitad de su madurez e inteligencia.

Tyler está a mi izquierda. No dice nada. En estos últimos seis meses, no ha hecho mucho salvo comer y crecer. Ahora está destrozado y no tarda en dormirse ni un minuto. Pero Zöe brilla como una moneda recién acuñada. La rodeo con mi brazo derecho. Sólo su naricilla sobresale del saco de dormir. ¿Qué diría la policía sexual si nos viera así? Intento no pensarlo. Apenas sirve de consuelo que el mal está en el ojo de quien mira, en este caso, y que sus sospechas me dicen más del conte— nido de su imaginación que de mí mismo.

—Buenas noches, papi.

—Buenas noches, hija.

—Me ha encantado lo de hoy. Ha sido duro.

Interesante conjunción de pensamientos. Le doy vueltas.

—Es así como se sentían Frodo y Sam y Merry y Pippin —dice.

—¿Sí? ¿Cómo se sentían?

—Asustados y felices a la vez.

—¿Y ése es un buen sentimiento?

—Sí. Muy bueno.

Pausa.

—Papá, ¿tú también lo sientes?

—Sí, yo también. Incluso los mayores lo sienten de vez en cuando.

Cuánto perdemos con las ambiciones de la edad adulta. Cuando era un muchacho dormí al raso en estas montañas con el perro y la escopeta. Había estado asustado y feliz muchas veces en mi vida, pero nunca de esta manera. He mirado a menudo la infinitud que rodea nuestro pequeño planeta. Muy pronto descubrí que el universo no era un fondo escenográfico irrelevante para el teatro de lo humano. Es profundo. No lo miras: miras dentro de él, siempre. En mi infancia, muchas veces había deseado el surgimiento de algún signo llegado de este misterio. Quería una comunicación de lo trascendente, me valía cualquier cosa: una estrella fugaz, un ángel, una visión. Anhelaba una escritura ardiente que se me quedase grabada en la imaginación. Un verano, tras leer La muerte de Arturo, de Malory, y las leyendas de los santos caballeros, me quedé mirando las negras montañas, invocando, deseando la aparición de un ciervo blanco con una cruz en su cornamenta que me dijera para qué estaba hecho y qué palabra mía debía darle al mundo. El ciervo nunca apareció. Aún lo estoy esperando.

Más allá de Tyler, Anthony duerme con su pasamontañas sobre esos ojos increíbles de remoto origen mongol. Debería estar caminando descalzo entre arbustos de bambú, y no aquí arriba con nosotros. Tiene una manta más, enrollada junto a la cabeza. Parece un pastor loco vigilando su rebaño. Ha recostado el cuerpo junto a la pared y ha hecho un pequeño agujero para poder mirar a través de las ramas. Está mirando a través de él.

—Duerme, Anthony. Ha sido una ascensión larga y dura.

—Sí. Duermo pronto, Natano. Ahora miro estrellas.

—¿Pasa algo ahí arriba?

—Nada. Quizá la estrella de la mañana.

—No aparecerá hasta que estemos más cerca del amanecer.

—Sí. Pero me gusta esperar. Me gusta ver.

Le entiendo bien. Él, tiempo atrás, era el niño que buscaba con su padre esa estrella de la mañana que significaba vida o muerte. Esta anticipación ha pasado a ser parte de mitología personal. No necesita razones. Tiene su propia razón en la intuición. Es el arte de esperar. Es un arte que conocen los muy dotados y los ancianos humildes. Y los puros de corazón.

20 de enero, por la noche

Escribo a la luz de la linterna. Hemos cruzado el lago y ahora estamos acampados en la montaña. Los niños y yo estamos cansados pero estamos muy bien, dentro de lo que cabe. Periodista irreprimible como soy, no dejo de tomarme mi pulso mental y emocional. Han pasado demasiadas cosas como para dejar cruda constancia de ellas. Las guardo en el archivo de la memoria. Todavía estoy experimentando oleadas alternas de euforia y depresión, que quizá tengan un origen físico. Mañana deberíamos llegar sin dificultad a la cabaña del abuelo Thaddaeus. Podremos reponemos al llegar allí, y tal vez entonces pueda articular algunas de las cosas que he estado pensando. Una de las mayores sorpresas que me ha dado esta escapada es el darme cuenta de las múltiples dimensiones de la mente. He meditado, analizado y recordado durante estos dos días más de lo que había hecho en años. Y lo he hecho, literalmente, al galope. Dejo de escribir por ahora.

Estoy dormido cuando Anthony me coge abruptamente del brazo. Me dice algo pegando su boca a mi oreja.

—¡Natano! —susurra—. Algo ahí fuera. No hacer ruido ni movimiento, por favor.

Nos quedamos absolutamente petrificados, respirando el mínimo necesario para mantener la conciencia, dejando escapar breves vaharadas de aire congelado.

Sí, sin duda hay algo ahí fuera. Camina al lado de nuestra choza. Se puede oír su respiración, su aliento, el sonido irregular de sus pasos. Está a sólo unos pies de nosotros.

Silencio de nuevo. Aguantamos la respiración. Oigo el latido de mi corazón. Anthony se agacha sigilosamente para mirar por el agujero.

El chico inhala y suelta el aire poco a poco. Hay algo de llanto contenido ahí, como en el viento que atraviesa la montaña como un suspiro sobre los campos de nieve bajo la luna. La noche es sorprendentemente clara y brillante, llena de luz azul. Anthony suspira otra vez pero no hay en su suspiro miedo alguno.

—¿Qué es?

Me ayuda para que pueda mirar. Ahí. Ahí.

Es blanco. Siento un momento de júbilo. Es blanco como la nieve, tan blanco que parece casi azul.

—Alce, quizá. Caribú, quizá —susurra Anthony.

Posiblemente sea un caribú. Su capa es blanca, color crema. Por entre la humedad de mis ojos, puedo distinguir que el animal se ha detenido y se ha vuelto hacia nosotros, escuchando, la cornamenta alzada hacia el cielo. No sabría decir si tiene la característica cornamenta del caribú, con su forma de pala. Podría ser un animal parecido. Pero es blanco y majestuoso.

Siento su inmensa dignidad. La siento con nosotros.

Anthony, me digo por dentro, ¿tú también lo sientes? Aquí, alrededor de nosotros, ante nosotros, alto y fiero en la montaña, ya no un animal sino una presencia, con sus ojos cristalinos a nuestro lado, esperando, velando nuestro silencio. ¿Se alegra cuando, al fin, podemos ver las estrellas?

Y sí, hay estrellas fugaces esta noche. Creo que sólo las había visto en agosto. Una lenta y larga explosión anaranjada se deja caer a lo largo del cielo y desaparece justo por encima de las montañas de la otra orilla, el lugar desde donde hemos partido esta mañana. Unos minutos después, una estrella azul, luminosa como una antorcha, se deja caer hacia el norte y se borra del cielo. Mientras tanto, el ciervo blanco —ya es el ciervo blanco, para mí— nos mira sin moverse.

Respiro. El ciervo mueve la cabeza y se retira lentamente.

—¡Bonito! ¡Bonito! —susurra Anthony.

—Bonito —susurro yo.

Al final, se queda dormido y me quedo a solas con mis pensamientos.

¿Es ésta la palabra que he esperado durante toda mi vida? ¿Me ha llevado toda la vida el prepararme? Si hubiese llegado antes, ¿la hubiese guardado en mi corazón como la guardo ahora? Cuántas, cuántas noches he suplicado que me llegara una palabra de más allá de las fronteras de nuestra mortalidad y, tras no oír ninguna, he pensado que, más allá, detrás de la última casa hogareña, allí en el vasto territorio inexplorado había... ¿Qué había? ¿La nada? He llegado a conclusiones ridículas toda mi vida. La arrogancia de los presuntamente sabios, supongo. ¿Cuántas veces he pedido saber y se me ha dado el camino del no saber? Poco sabía yo que el mejor camino era justamente éste.

Zöe se agita y se da la vuelta. Tiene hielo en la capucha del abrigo. Su naricilla está al descubierto. Me quito la manta y se la pongo por encima. No la necesita, pues lleva el edredón hecho para soportar hasta cuarenta grados bajo cero. El mío es más liviano, pero lo suficientemente cálido. Aun así, creo que necesito este gesto de paternidad aunque ella no lo necesite. Es un acto que ha sido repetido miles de millones de veces a lo largo de la historia humana. Quizá sean estos gestos aparentemente innecesarios los que hacen la verdadera historia humana.

Los niños son los que te enseñan la mayor parte de las lecciones verdaderas. Esto es, si intentas amarlos bien. No me refiero al amor de los yuppies, a malgastar fortunas en conseguirles lugares estupendos y juguetes estupendos, relaciones estupendas y experiencias estupendas. Maya quería eso para ellos. Ella era una chica estupenda de padres estupendos y venía de una ciudad donde la mejor gente sólo experimentaba la pobreza indignándose al respecto teórica y políticamente. Ni siquiera querían experimentarla por sí mismos. ¿Y quién puede echarles la culpa? Entonces me encontró: un romántico cascarrabias, mestizo de mala calidad de dos razas opuestas. Éramos exiliados dentro de nosotros mismos y no lo sabíamos. Se casó conmigo, sin saber que en realidad estaba enamorada de mi lado de hombre de las montañas. Tenía raptos con el olor de la leña, con el éxtasis de las cumbres ante nosotros, con el ciervo que se deja ver a través de la niebla en los prados de octubre, con la pureza de nuestros arroyos que vienen directamente del glaciar. Creía que nuestro estilo de vida era más auténtico que el suyo. Naturalmente, lo era, pero ella no supo anticipar cómo iba a ser, de verdad, vivir esta vida. No sospechaba que hay pecado original en todas partes. Nadie le había inculcado esta noción. Era una romántica y yo era un romántico, pero éramos dos tipos de románticos muy distintos. Me enamoré de ella, ella se enamoró de mí. Pero nunca la llegué a conocer de verdad, al menos no llegué a conocer su alma, y ella tampoco llegó a conocerme nunca. No tuvimos la oportunidad de aprender el amor verdadero. Ese amor que surge cuando muere el puro romance.

Cállate, cállate ya, Nathaniel. Esta noche es demasiado bonita como para merecer tus viejas angustias.

¿Te acuerdas, te acuerdas de cuando esta niña que duerme bajo tu brazo te enseñó lo que más necesitabas saber? También era invierno. Ella era un bebé. Acuérdate.

Todo padre sabe que hay épocas en la vida de una familia en que los problemas parecen agrandarse y el ánimo decrece. En casa, habíamos tenido un mes de ésos. Aquel año, a principios de diciembre, había caído una cantidad de nieve nunca vista.

Nevó durante semanas sin fin, sin un solo rayo de sol. La nieve acumulada amenazaba con romper el tejado, y la capa de hielo por debajo de la nieve se iba licuando a través de la techumbre, causando así goteras incontables por toda la casa. Aquel invierno ya me había subido al tejado, enterrado en nieve hasta la cintura, para quitar la nieve a paladas como un loco, pero disfrutando mucho la novedad del asunto. Bam se lo pasaba muy bien lanzándose desde el tejado a los montones acumulados en el suelo. La nieve llegaba prácticamente a los aleros de la casa, y tuve que abrir un agujero por la parte del salón para que pudiera entrar algo de luz. Pero, para el tiempo en que tenía que haber hecho una cuarta pasada, tuve un absceso purulento en la espalda. Debía ser extirpado con cirugía, pero las largas listas de espera del hospital implicaban una demora de varios meses. Yo estaba verdaderamente dolorido, incapaz de sentarme, de estar de pie o estar tumbado sin sentir molestia. Hacia el año nuevo, ya era completamente incapaz de valerme por mí mismo, cuestión verdaderamente frustrante para un cabeza de familia. Mirar y esperar cómo nos entierra la nieve es algo en verdad espantoso. La familia y los amigos más íntimos estaban demasiado lejos para venir a rescatamos y tampoco hubiesen podido acceder, por estar las carreteras cortadas. Todo el mundo, además, estaba en nuestra misma situación desesperada.

El día en que finalmente llegó la quitanieves, la seguí en coche hasta el pueblo para recoger el correo. Pensaba que ya habían pasado nuestros problemas, pero un conductor distraído quiso incorporarse sin ver que pasaba nuestro coche y destrozó así los dos vehículos. Gracias a Dios, nadie resultó herido de gravedad, pero quedamos sin transporte hasta que se arreglaron los papeles del seguro. Los pequeños desastres se iban, pues, acumulando, siendo uno de los más molestos un retrete atascado por cierto miembro de la familia que arrojó un camión de juguete dentro y tiró de la cadena «por ver qué pasaba», según dijo inocentemente.

—Creí que papá se reiría —añadió. Para terminar, con pícara sonrisa, cerró con fuerza la tapa doble del retrete, ¡bambam!, con un ruido que hubiese puesto nervioso hasta a los muertos—. ¡Bam, bam! —repitió como argumentación final. A partir de entonces, claro, le llamamos Bam.

El fontanero del pueblo estaba de vacaciones en Florida, granjeándose así la envidia y la malicia del vecindario. Desmonté el retrete e hice cuanto era humanamente posible para desatascarlo, pero estaba atrancado sin remedio. Hasta que pudimos comprar uno nuevo, tuvimos que recurrir a un viejo orinal, asunto que el pequeño Bam encontró emocionante y rústico. Este y otros acontecimientos nos habían dejado en perfectas condiciones de pontificar acerca de la extraña manera que la vida tiene de pasar del blanco al negro, sin que perdiéramos por ello la sonrisa. Pero, en algún momento, poco tiempo después, empezamos a perder el sentido del humor. Papá dejó de sonreír. Habíamos sido agraciados con una gripe excepcionalmente violenta, y no podíamos llamar al médico porque la línea telefónica no funcionaba debido a otro temporal de nieve. El médico, además, estaba a cincuenta kilómetros y tampoco hubiese podido llegar, a causa del bloqueo de las carreteras.

En una edad de la abundancia, hay maneras de lidiar con los problemas. Si tienes suficiente dinero o influencia, salud y poder, puedes mantener lejos los problemas durante mucho tiempo. Puedes aislarte y amortiguar los golpes hasta que la ilusión de dominio es completa. El único fallo de este método aparentemente perfecto es que tu vida, entonces, se vuelve un ejercicio continuo de aislarte, amortiguar y tener ilusiones de dominio. Casi todos hacemos así, en mayor o menor medida. En realidad, no podemos evitarlo. El dolor no es divertido y da miedo sentir necesidad. Pero el sufrimiento, al final, nos encuentra siempre. No hay escondite, no hay refugio y, al criar una familia, estás especialmente expuesto a los peligros de la vida.

No lo sabía entonces, pero el precio que se paga por una familia feliz es la muerte del egoísmo. El padre debe morir si quiere dar vida a su esposa y a sus hijos. No es un pensamiento agradable pero es verdadero. Nos podemos entretener una vida entera evitándolo, pero no es suficiente con proveer y proteger. Por supuesto, proveer y proteger son cosas buenas y necesarias. Son nuestra responsabilidad. Pero un padre puede proveer de una montaña de bienes materiales a su familia y defenderla de toda molestia, pensando que puede estar tranquilo por haber cumplido su parte, y aun así haber olvidado el punto central: que debe ser una imagen del amor y la verdad. La casa con que él les provea, sea una cabaña, una mansión o una barcaza, debe tener como centro un corazón dispuesto a admitir la pobreza. Mientras estemos convencidos de nuestras propias fuerzas, de nuestra inteligencia, de nuestra callada capacidad de resistir, todavía pensaremos que todo permanece a nuestro cargo. Erigimos un estilo de vida consistente en eliminar dificultades al precio que sea. Pero hay que aislarse mucho si queremos evitar las rachas injustificables, inesperadas, de sufrimiento. Al final, llega un momento en que todo nuestro elaboradísimo sistema de defensa cae por completo.

Recuerdo con claridad la noche de invierno en que mis barricadas comenzaron a caer. Aquella noche no había podido dormir por el absceso en mi espalda y el cuidado de los niños enfermos. Además, nuestro matrimonio no iba bien. Maya odiaba vivir en un pueblecito en el bosque, lejos de las candilejas donde se había criado y encontrado su exótica identidad. No sólo estaba físicamente enferma sino que también era profundamente infeliz y, como resultado, la preocupación había empezado a corroerme a mí también. Tenía mis refriegas con el desánimo, de las que todavía solía salir victorioso, pero cada vez costaba más vencerlas, y los ataques de ese desánimo eran cada vez mayores y más frecuentes. No sólo había dejado de reír, también había dejado de esperar. ¿La primavera? ¡Je! La primavera no era más un mito primitivo en el que había dejado de creer.

Aquella madrugada, a eso de las tres, la pequeña volvió a llorar. El cuerpo de su madre ya se había rendido, tras haberse levantado cuatro veces a cuidar de la niña desde la medianoche. Exhausta, Maya era del todo incapaz de atender al llanto y sólo tuvo energía para pedirme que la cogiera yo.

Gruñí, maniobré para salir de la cama sin dañarme la espalda y me dirigí hacia aquel volcán de llanto y ruido. Muera la nieve caía en copos pesados y húmedos, igual que hacía semanas. Yo ya lo empezaba acusar. Mi cabeza, mi espalda y cada una de mis células sentían el tormento. Y sentía mucha pena de mí mismo.

Zöe ya tenía un año y medio entonces, y era la niña de nuestros ojos. Una niña que había salido del útero materno haciendo ya encantadores ruiditos de bebé y que muy pronto había mostrado ingenio y el don de la risa. Pero, aquella noche, allí estaba ella quejándose y llorando, un ser muy pequeño pero que gritaba como un prisionero injustamente condenado. También había una inflexión de terror en su llanto porque le costaba respirar. La lamparilla nocturna mostraba la nariz totalmente obstruida.

La cogí, murmurando nuestro mínimo lenguaje del consuelo, pero mis palabras no funcionaban esa noche. No quería ser consolada. Me senté en la mecedora rota, aquella cuya madera chirriaba, y limpié la nariz y los ojos de la niña. Tenía los miembros tensos, con las manos agarrando mi bata y todo su cuerpo temblando y quejándose entre mis brazos. Miré a ver si necesitaba un cambio de pañal y lo necesitaba urgentemente. Aun así, no quería que la soltaran, y su angustia se volvió his— teria cuando la tumbé para cambiarle el pañal, pero lo primero es lo primero y aquello estaba goteando igual que el tejado. Pero ella se resistía. Moviendo frenéticamente la pierna, logró quitar un imperdible y clavármelo en el pulgar y, con un poco más de gimnasia, derramó el contenido del pañal sobre mis manos, su cuerpo y la mesa. Luego, en un momento, gritó con toda intensidad junto a mi oreja. Apreté los dientes. Me recorrió un espasmo de ira, que se fue en un instante. Nunca la había visto así, aunque su madre me había dicho que estas cosas ocurren. En la semioscuridad, apenas podía ver lo que estaba haciendo. Encendí la luz y de pronto nos inundó una luminosidad hiriente, dolorosa.

La verdad a veces es así, pensé. Es una luz que llega hasta lo hondo y revela las áreas de miedo de nuestro ser, los cuartos oscuros donde nos escondemos cuando dejamos de tener confianza. Examiné mi brote de ira y me sentí avergonzado. El enfado, ya lo sabía, tiene su raíz en el miedo. Un padre, por la noche, puede tener miedo de un buen número de cosas: enfermedad, pobreza, caos, aislamiento, la caída del tejado, otra reparación del coche, su propia mortalidad... o, más aún, su absoluta impotencia frente a la realidad. Puede descubrir un secreto en la horrible oscuridad: puede llegar a aprender hasta el fondo de su ser que no es Dios.

Maya musitó unas palabras desde el cuarto, preguntando si necesitaba ser rescatado. Con voz de calma augusta, y obviando el hecho de que en verdad me hubiese gustado ser rescatado, dije que todo estaba bien y bajo control, y que se durmiera. Era verdad, pues un cierto orden se había restaurado. Apagué la luz. Me llevé a la niña conmigo a la mecedora. Meciendo y meciendo, teniéndola abrazada contra mí, escuchaba su sinfonía de lloros y quejidos. No paraba de llorar, pero la nota de histeria ya iba bajando.

Durante la noche, los nervios del padre pueden mostrarse en toda su crudeza, con sus miedos y neurosis ocultas abriéndose paso entre la oscuridad. Los innumerables pequeños quebrantos de sacar adelante una familia pueden llegar a suponer un peso considerable, especialmente si, al lidiar con la tormenta de las mil exigencias de cada día, el padre olvida de dónde le viene la fuerza. Pero en aquellos años yo sólo conocía una mitad de la ecuación. Sabía que un padre tenía que ser fuerte.

Sí. Pero un padre también debe saber cómo ser débil. Pues la debilidad es una bendición o una maldición en función de cómo respondamos a ella. Durante la noche puede ser algo difícil de entender, pues los peligros de la vida pueden aparecer como orcos ante nuestros ojos: la corrupción de valores en la sociedad, la velocidad con que las naciones llegan al borde de la guerra, la economía que coquetea con el desastre... Podría haber continuado interminablemente, de habérmelo permitido. Sin darme cuenta, podría haber hecho uso de las armas que tanta gente utiliza para protegerse a sí misma. Durante la noche, transido de oscuridad, solo y con miedo, la tentación es intensa.

—¿Dónde hay luz? —gritaba en mi corazón—. ¿Nos han dejado solos en la oscuridad?

A modo de respuesta, un recuerdo vino a herirme: un día después de que la niña naciera, su madre fue atacada verbalmente por un desconocido en los pasillos del hospital. Maya lo había visto al principio como un hombre inteligente, con aires de abuelo, triunfador, lleno de vigor a sus setenta años, preocupado por muchas cuestiones sociales. A lo largo de la conversación, le preguntó si la bebé era su primer hijo. Cuando ella respondió con orgullo que era su segundo hijo, la cara de él se puso solemne.

—¿Y cuántos hijos piensa usted tener? —le preguntó.

—Tres o cuatro, quizá alguno más —contestó ella.

Él la miró con desprecio y comenzó a criticarla amargamente por «contaminar» el mundo con tanto niño. Ella lo sobrellevó con paciencia, pero él se fue poniendo como un basilisco y terminó insultándola. Ciertamente, no es un incidente común, pero es, de todas maneras, un signo de los tiempos. Había sido el primer encontronazo de Maya con el hombre nuevo de hoy. No le gustó. No le gustó ese hombre, y se abrazó orgullosamente a su preciosa niña recién nacida, pero a partir de ese momento, sus pilares empezaron a temblar. Su confianza comenzó a perder pie. Siempre había sido hermosa, dotada, admirada. Tener a un montón de gente aplaudiéndola como Titania, reina de las hadas o, aún mejor, como Ofelia, era mucho mejor que ser criticada por lo que de verdad era.

Estos desprecios e insultos fueron especialmente mortificantes, al provenir del tipo de gente ilustrada a la que ella admiraba en secreto. Esa gente vibrante, inteligente, cultivada, que salía a correr y pasaba las vacaciones en la China comunista e iba a bucear al Caribe y leían lo que había que leer hoy y tenían familias apenas simbólicas. Sí, esa gente que llegaba robusta a los setenta años y tenía ideas de izquierdas y pensaba que era mejor matar a un niño que matar a una ballena. Yo pensaba que ambas cosas eran delito pero, sin duda, la primera era un mal mucho mayor. Maya me daba la razón en la teoría, hasta que poco a poco fue descubriendo que la gente estupenda pensaba de otra manera. Ella quería ser contracultural y a la vez tener éxito social. No le importaba desdeñar al pobre viejo yuppie y a los de su clase por su ceguera, pero nunca aprendió a soportar sus desprecios por no tener las opiniones políticamente correctas. Había una nueva ortodoxia extendida sobre el país, y ella había perdido algo de comba al estar durante unos pocos años enclaustrada en un remoto valle con un reaccionario como yo. Cuando finalmente hizo la cuenta de lo que le iba a suponer nuestro estilo de vida, comenzó a sufrir. Desde pequeña, le habían enseñado a evitar la incomodidad y el dolor. Como resultado, su incapacidad para encarar el dolor existencial de los anatemizados, de los parias sociales, terminó por romper nuestro matrimonio.

Creo que fue nuestra pequeña Zöe la que me enseñó a respetar el sufrimiento. Aquella noche no me estaba gustando la lección. «Así que el sufrimiento es esto», pensaba sarcásticamente, odiándolo. ¿Por qué la experiencia no parecía tener ningún significado? ¿Por qué era simplemente crudeza, miseria, fealdad, sin implicaciones místicas ni artísticas ni consuelo interno? Intenté rezar las oraciones que recordaba a medias, pero Dios parecía ausente, y las palabras estaban secas como las cenizas de Adán. Estaba vacío. Era un corazón estéril, sin nada que ofrecer. No tenía una sombra de afecto hacia esta pobre criatura gritona que yo había ayudado a hacer posible; no tenía ninguna voluntad de afrontar reto alguno, de mantener el valor bajo el fuego. No había ningún poema que pudiera ayudarme. No había nada. ¡Nada! Pero al menos, al final del todo, tengo como mínimo mi voluntad. Puedo elegir el dar hasta lo último que haya en el fondo de este tonel y raspar y seguir raspando ese fondo si es necesario... Por el resto de mis días, si ha de ser así. Comencé a recitarme fragmentos rotos de un poema que había aprendido mucho, mucho tiempo atrás. Me lo había enseñado mi abuela. Intenté recitarlo, y la rareza de su ritmo pareció llamar la atención de la niña:

Desde la cuna que sin fin se mece, desde la garganta del pájaro, del vaivén musical, desde la medianoche del mes noveno, sobre las estériles arenas y los campos por donde el niño, abandonando el lecho, se echó a andar solo...

Miré a mi hija y mi hija me miró. Estos versos melancólicos nos iban bien a los dos. Teníamos el mismo estado de ánimo. El viejo himno a la mortalidad de Whitman se mezclaba al chirriar de la vieja mecedora, tal como el hombre y su hija se hacían al mar, a las aguas de la presencia, al gran océano misterioso del ser que fluye en todo, por encima y por debajo de todo. Sus llantos dejaron de escucharse. Estaba ya en silencio, bajo el calor de mi mano.

«Bueno», pensé, «cuando todo te sea arrebatado, quizá te quede alguna cosa como ésta, el único poder que significa algo, una mano cálida y una canción». Temblaron sus manos de pa-jarillo y me dio unas palmaditas en el hombro, como una mínima madre que consolara a quien le llevaba el consuelo. Ambos nos sentíamos ya mejor. Empezaban a surgir más palabras. Mi abuela me había enseñado bien y había vuelto a recordarlo todo:

Pues yo, un niño de lengua todavía adormecida, te he escuchado, y ahora sé súbitamente cuál es mi destino, he despertado, mil cantores, mil canciones...

¿Se había quedado dormida? No sabía si atreverme... Cuidadosamente, fui deteniendo la mecedora e intenté levantarme para dejarla suavemente en su cunita, dormida. Pero otra vez me volvió a abrazar fuerte y a llorar. Así que me volví a sentar. Y volvimos a mecernos los dos...

Esa palabra sonora y deliciosa que, deslizándose hasta mis pies, (o como una anciana envuelta en livianos ropajes que se inclina sobre la cuna y mece), me susurró el mar.

Aún llevó otro rato pero, finalmente, se calló de nuevo. Y me encontré con un montón de tiempo para pensar. Si así tiene que ser, me tendré que quedar con ella hasta por la mañana, meciéndola. Y sentí un raro contento al pensar en esta posibilidad. Si me necesitaba, ayudaría a esta pequeña criatura a pasar la noche.

—Sí —pensé—. No me queda nada más que darte, Zöe. Esto es lo que te doy.

Un hombre loco, en medio de la noche, que escucha y espera. Que mece y acaricia. Después, con el paso de los meses y los años, olvidaría con frecuencia cuanto oí esa noche. A veces dejaría de tomármelo en serio, en medio del turbión de distracciones y obligaciones, de dolores, celebraciones y gozos. Pero las palabras, esas palabras, volverían. Y yo podría así recordar la paz que llenaba el mundo aunque el mundo pareciera estarse derrumbando. Oía otra vez la música que ya no esperaba oír: la canción de la pobreza, un niño que vuelve a respirar normalmente, el quejido de un pájaro en la noche, la poesía del viento, el susurro de la nieve. Y en las profundidades de la noche, el pitido de un tren que rompe el muro de la oscuridad. Eso me pareció un reflejo de las trompetas del Juicio, del nuevo y tremendo comienzo que queda en algún futuro. Así, la vida de mi mujer y de mis hijos se me mostró con una claridad mucho mayor de la que había experimentado nunca. No había visto ninguna estrella. No había oído a ningún ángel. Pero entre mis brazos había una niña pura como un ángel, y que era algo más que un ángel, pues era una imagen viviente, «una palabra deliciosa y fuerte» nunca antes vista, nunca después repetida.

Era muy frágil y muy fuerte. Ella iría despertando hasta saber para qué estaba hecha, para encontrar su lengua, para cantar sus mil canciones. Y aunque las ciudades de nuestros días estén más que nunca cubiertas de sangre de niño, todavía su palabra será dicha, y la oscuridad nada ha de poder contra ella.

La levanté y la puse sobre la cuna. Suspiró y se dio una vuelta, acomodando su cuerpo. Le puse la mantita por encima y luego me paré a decirle esas palabras que apenas se insinúan. Vi que, detrás de la ventana, la nieve continuaba llenando el mundo como una misericordia. Cerré la puerta y su voz de pajarillo me dijo:

—Buenas noches, papi.

Me acosté. Y, desde la materialidad de mis propios sufrimientos, entretejí una palabra para dar las gracias.

Ahora, nueve o diez años después, el recuerdo de aquella paz y aquella seguridad se ha borrado y me encuentro huyendo de Herodes. Aquí estoy, acampado bajo una fría luna en medio de una montaña, acurrucado en una choza de ramas, entre la nieve, con dos de mis hijos, un adolescente vietnamita refugiado y un ciervo blanco caminando alrededor de nosotros que podría ser simplemente un ciervo despistado o una proyección de mi cerebro psicótico. Todo lo mío parece disperso en una desorientación total. Intento hacer un mapa en mi mente. Vamos de aquí hasta allá. Hemos salido y llegaremos. Tendremos una vida que ha de moverse en una progresión más o menos lineal y no nos hemos de disolver, pese a lo que sintamos a cada momento, en la indistinción total. Aun así, el realista que hay en mí sabe que ya no queda ningún santuario. Mi mujer, mi hija menor, mi hogar y mi carrera y mi futuro han sido sacados del escenario sin aviso.

Herodes, viejo egomaníaco, ¿cómo nos has hecho esto? Si estuvieses al alcance de mi escopeta...

¡cometería un regicidio! En tiempos pasados, eras un tirano que parecía un tirano, y es así como te recuerda la historia. Pero de nosotros no se contará ninguna historia verdadera. Nuestros tiranos serán recordados como salvadores de la humanidad. Aquí estás de nuevo, dos mil años después.

Esta vez tienes un director de comunicación y de relaciones públicas; tienes modos agradablemente burocráticos y traje de negocios y una imagen nueva, mejorada. Pero sientes hacia la vida la misma furia que sentías. Herodes, Herodes, Herodes, aún estás derramando la copa de libaciones de tu dios. Asesina, asesina, dices, asesina estas palabras susurradas que contradicen tu canto de muerte: ¡La vida es muerte!, dicen tus sirvientes. ¡La muerte es vida, la oscuridad es luz!, dicen. ¡La luz es oscuridad!

Mi mente da vueltas, herida, y sollozo bajo la luz derramada en torno a estos niños fugitivos que se recuestan en este santuario de abetos en este tiempo sin santuarios. Estoy corriendo, Herodes, estoy corriendo. No me importa si todo el mundo está saciado con tus juegos de ordenador y borracho de conocimiento, con sus consentidos niños cubiertos de las mejores cosas. Son expertos en caramelos eléctricos. Están saturados de neones color púrpura y la canción de las sirenas de los grandes almacenes. Han tenido visiones lisérgicas. Saben que sus hermanos y hermanas ausentes perecieron bajo un cuchillo y no por el mandato de un rey malicioso sino por el deseo de sus madres y sus padres. Han envejecido cuando eran demasiado jóvenes.

Les has engañado, sí. Has seducido a toda una generación. Oh, ya sé que eres muy listo y que has hecho signos y maravillas ante ellos. Pero has hecho que se oiga una voz en los centros comerciales, sollozando y lamentándose: es nuestro propio llanto, roto, el sollozo por nuestros propios hijos porque ya no existen. Pero hay algunos que sí tendrán infancia. Y hay unos pocos que se te escaparán de entre los dedos. No tendrás a mis hijos. No te dejaré.

Así lo espero. Dios mío, así lo espero. Por favor, ¡no dejes que todo lo bueno sea devorado! Tengo miedo otra vez.

Es invierno. Es de noche. ¿Está mi vida a punto de consumirse? ¿Me estoy volviendo loco? ¿He estado cuerdo alguna vez?

«Y todo eso ya no importa...»: así cantaba el vaquero anteayer. Ha sido la última pieza de música sintética que he escuchado antes de la sobresaltada huida de mi vida. Y todo eso ya no importa...

Quizá, en efecto, ya no importa nada, nunca más. Pero, aun así, puedo elegir esperar aquí, en esta última noche, y saborear lo amargo de nuestro tiempo. Me sentaré en el vacío en que ninguna voz se oye, ninguna palabra, donde sólo un viento absurdo contradice las pésimas noticias que los hombres llaman buenas.

Pienso otra vez en el ciervo blanco. ¿Una coincidencia? ¿Tan sólo un movimiento azaroso de los ciclos interconectados de la vida biológica? ¿O acaso una palabra inscrita en la limpia pizarra de la naturaleza? ¿Y quién ha inventado esa palabra? ¿Quién decide cuándo ha de ser dicha?

A los exiliados del pasado se les ofrecieron grandes signos, cuando huían de su propia tierra, cuando volvían al lugar del cautiverio. Ángeles en sueños, estrellas por sorpresa, sabios de Oriente. Pero no podemos vivir de signos, pues pronto pasaríamos a depender de ellos. Vivimos de la fe y, si de cuando en cuando el velo se entreabre parcialmente, es para animarnos a cumplir una tarea determinada o para sostenemos durante un periodo que de otra manera no podríamos soportar. Pero es la fe lo que más necesitamos. ¿Por qué dejé morir la fe? ¿Por qué he dejado pasar tantos años sin dedicarle un solo pensamiento? ¿Qué me he estado perdiendo? La fe es la gran maestra, la afinadora de las almas, el yunque que templa los corazones como el oro probado al fuego vivo. Matthew podría habérmelo dicho. De hecho, me lo había dicho sin palabras. Cuando falla el resto de nuestras fuerzas, en el fondo de nuestras almas vacías queda una riqueza callada y misteriosa. Sí, en el fondo del tonel es donde está la fuerza verdadera, no el poder de los recursos, no la sabiduría mundana ni un sólido sistema defensivo, sino el deseo de seguir amando y viviendo por la verdad. ¡La voluntad humana! Esa curiosa facultad que puede hacer tanto bien pero que con tanta frecuencia opta por las bombas y las armas y que, incluso, en sus peores momentos, llega a creerse la ilusión de ejercer un dominio sobre todo cuanto ve. ¿Por qué sufrimos así cuando falla esta ilusión? ¿Por qué huimos del conocimiento de nuestra fundamental debilidad humana? ¿Tan malo es, cuando el aprendizaje verdadero comienza?

El viento sopla ahora muy duro. Sólo un poco de aire penetra a través de la filigrana de ramas de hoja perenne en nuestro refugio temporal al borde del abismo. Me quedo aquí tumbado por obediencia a una autoridad interna de código abstracto que habita dentro de mi mente y busca formas concretas y reales. Abrazo a Zöe mientras duerme. Me doy la vuelta y abrazo a Tyler. Los amo. Por encima de mi hijo, extiendo una manta sobre Anthony. Se mueve, farfulla algo en sueños en lengua vietnamita, se abraza a su escopeta del 22.

Aquí está el hombre, sujetando el frágil cetro de su reino. ¿Podría Anthony matar o herir a un semejante con eso, con esa arma suya? Sí. Podría.

Yo también agradezco mi escopeta, aunque no duermo con ella. Está ahí, apoyada contra la pared más lejana de nuestra choza. ¿Podría yo matar o herir? Creo que no. Después de esta noche, creo que no. Pero sí que podría quitarle la corona a un tirano.