VEINTICINCO

Una hora más tarde, mientras Gav dormitaba y yo esperaba a que Tobias volviera, se me ocurrió que había una última cosa que podía intentar, y cogí la cajita de jeringuillas que me había llevado del laboratorio de papá. No íbamos a encontrar a ningún médico que pudiera ayudar a Gav, eso era evidente, pero aún podía darle mi sangre y, con ella, los anticuerpos que contenía.

No me lo pensé dos veces. Me remangué y me limpié la piel de la parte interior del codo. Entonces me senté con una de las jeringuillas, cerré el puño y estudié las venas.

Me acordé de cómo Nell me había clavado la aguja cuando me había sacado sangre para dársela a Meredith. Había parecido facilísimo. Pero, claro, ella era médica; por supuesto que le resultaba sencillo. Apreté los dientes, reseguí una vena con la punta de la aguja y finalmente me la clavé.

Lo único que quedó tras el primer pinchazo de dolor fue una vaga sensación de incomodidad. El denso líquido rojizo empezó a llenar el tubo de la jeringuilla. Me sacaría solo veinticinco mililitros; una transfusión corriente consistía en prácticamente veinte veces esa cantidad. Ni siquiera lo iba a notar. Me habría encantado darle más, pero bastante me iba a costar ya convencer a Gav de que aceptara una dosis.

Al retirar la aguja de la vena me estremecí. Gav se revolvió en la cama. Rápidamente, me cubrí la pequeña herida con una de las tiritas del botiquín de primeros auxilios y me bajé la manga.

—Eh —dije entonces, y me senté en la cama. Gav parpadeó y me dirigió aquella nueva mirada que me oprimía el pecho—. ¿Te acuerdas de cuando ayudé a Meredith cuando se puso enferma? —dije rápidamente—. ¿Recuerdas que le di parte de mi sangre para que los anticuerpos pudieran combatir el virus? Pues voy a hacer lo mismo contigo, ¿vale?

Su sonrisa se desvaneció.

—No —contestó—. No voy a dejar que te hagas daño, Kae. Ni hablar.

—Casi no me ha dolido —le dije—. Ya me la he sacado y te la tengo que inyectar de inmediato.

Pero Gav negó con la cabeza y se echó hacia atrás.

—¿Qué especie de cretino egoísta acepta la sangre de su novia? Yo no soy ese tío. Lo siento pero no lo soy.

—No, no lo eres —dije yo—. Tú eres un tío que entiende que su novia tiene que intentarlo todo para salvarle, porque si no lo hace se va a sentir culpable durante el resto de su vida. ¿Vale?

Su expresión se suavizó un poco.

—¿Culpable? —preguntó—. La culpa no es tuya, sino de la mierda de virus este. Joder, de todas las cosas que podrían haber acabado con nosotros…

—Gav —le dije, y le cogí la mano—. Lo tengo que hacer. Por mí. Por favor.

Me observó, y su mirada volvió a extraviarse.

—Por favor —insistí.

—Tienes que intentarlo todo —dijo, en tono resignado.

—Te enamoraste de una chica que no se rinde nunca —respondí en voz baja.

Esbozó una media sonrisa. Me pregunté si, a pesar de que el virus le afectaba el cerebro, se acordaría aún de lo que me había dicho.

—Sí, supongo que es así —dijo finalmente con un suspiro—. Vale, adelante. Pero solo por esta vez, ¿eh? No quiero que te vuelvas a hacer daño nunca más.

—De acuerdo —dije.

Entonces apartó la cabeza y cerró los ojos, y le di la inyección. Vi cómo mi sangre se iba introduciendo en su brazo y se me revolvió el estómago. Era muy poca sangre, costaba creer que pudiera bastar. Y a lo mejor practicar la transfusión de aquella forma, en lugar de utilizar el suero que Nell había creado antes, no serviría de nada.

Pero lo había intentado, por lo menos lo había intentado.

Estaba tan concentrada en Gav que no oí las voces que sonaban fuera del dormitorio hasta que terminé y él se desplomó sobre la cama. Tobias había vuelto. Las pocas esperanzas que aún tenía se desmoronaron: no había anunciado inmediatamente que era hora de ponerse en marcha, y eso significaba que no había encontrado el camión, o por lo menos que este no funcionaba.

Al cabo de unos minutos, Leo llamó a la puerta del dormitorio.

—Tobias va a montar guardia, y Justin y yo saldremos a ver si encontramos un coche —dijo—. El camión ha desaparecido.

Su voz tenía un tono de pregunta: ¿cómo íbamos de tiempo? De pronto me vino una imagen a la mente: los demás y yo atrancando la puerta del dormitorio, y Gav gritando por la ventana que lo dejaran salir de allí, que quería ir a buscarme. Me la quité de la cabeza.

—Yo también voy —dijo Gav, que intentó levantarse. Lo cogí por la cintura—. Estoy bien —dijo, aunque apenas se tenía en pie—. Y puedo ayudar.

—No, nos quedaremos aquí —le dije, y lo obligué a tumbarse de nuevo en la cama—. Echaremos un vistazo al mapa para ver cuál es la mejor ruta de salida de la ciudad. Estoy demasiado cansada como para caminar —añadí.

Esa última parte pareció que lo convencía. Se apoyó contra la pared y estornudó.

—Vamos a Atlanta, ¿no? —dijo—. Bueno, siempre pensé que si alguna vez viajaba a Estados Unidos sería a California. Suena más guay. Pero a lo mejor podemos ir después de Atlanta. ¿Por qué no?

—Sí, claro —respondí—. Te prepararé alguna cosa para desayunar.

—Puaj —dijo Gav—. Estoy hasta el gorro de la comida enlatada. Tengo el estómago todo… revuelto.

—Veré qué encuentro —contesté, y mientras me levantaba sonreí para que no se notara cómo me temblaba la mandíbula.

No quiso la sopa que le llevé, ni siquiera se tomó una taza de té. Se fue quedando afónico de tanto hablar y hablar, y al final se volvió a adormilar, hundido entre las almohadas. Me quedé a su lado hasta que estuve segura de que dormía, y entonces lo cubrí con la manta y salí del dormitorio. Estaba en la cocina, contemplando una hilera de latas y cajas, y preguntándome qué le podía dar que le gustara, cuando llegaron los otros.

Hablaban entre susurros, pero sus voces tenían un fondo inflamado. En cuanto me vieron se callaron en seco y yo me preparé para lo que se avecinaba.

—¿Qué tal ha ido? —pregunté.

—Mal, no hemos encontrado ningún coche que nos sirva —dijo Leo—. Pero Justin cree que, de todos modos, nos tenemos que marchar ahora mismo.

—¡No nos queda otra! —dijo Justin, que volvió la mirada hacia la puerta del dormitorio. Me crucé de brazos y esperé a que continuara, y a él se le tensó la mandíbula—. Sé perfectamente lo que le pasa a la gente que lo pilla —murmuró—. Pronto se le irá la cabeza y entonces se pondrá a gritar y a bramar, ¿no? ¿Cómo vamos a impedir que el tal Michael nos encuentre?

—Siguen patrullando —añadió Tobias—. Mientras montaba guardia, he ido un momento al callejón a mear; al volver he visto un cuatro por cuatro que se acercaba por la calle: negro, con cristales tintados. El conductor ha bajado la ventanilla y me ha preguntado si estaba solo. Le he dicho que sí y he actuado de forma cordial. No me ha parecido que sospechara, pero como vuelvan por la zona y oigan algo…

—¿Y qué proponéis? ¿Que vayamos a pie? —pregunté. Estaba aterida y no sabía si Gav podría caminar, por lo menos no lo bastante lejos—. ¿No creéis que cantará a la legua, cinco chavales deambulando por la ciudad con los trineos llenos de provisiones? Aunque no pasen en coche junto a nosotros, vamos a dejar un rastro bastante evidente. Además, nos llevará medio día salir de la ciudad, por lo menos.

—Ahora mismo no hay demasiada nieve en las aceras —dijo Leo—. A lo mejor lo logramos. Si crees que Gav puede, claro…

—No lo sé —contesté. Pero sí lo sabía: apenas se tenía en pie. Aunque lograra que comiera algo, y aunque lo sujetara durante todo el camino, tenía serias dudas—. Está bastante débil. Y es posible que nos cueste obligarlo a mantenerse callado…

—En ese caso, tal vez sea mejor que no nos lo llevemos —dijo Justin, y se le pusieron las orejas coloradas.

—Yo ya le he dicho que eso no era una opción —intervino Leo, y le puso la mano en el hombro, pero el otro chico se lo quitó de encima.

—¿Se puede saber qué ha pasado con eso de que lo más importante es la vacuna? —preguntó, con una voz que estaba a medio camino de un gemido—. Sabemos que si queremos encontrar a alguien que produzca más cantidad de vacuna nos tenemos que ir, ¿no? Y también sabemos —añadió dando un paso hacia la puerta del dormitorio— que no va a mejorar. La gente que coge el virus no mejora. Lo estamos arriesgando todo cuando… Gav podría morirse ahora mismo y no cambiaría nada.

En un momento estaba ahí, con sus palabras resonándome dentro de la cabeza, y al siguiente había cruzado la sala con cuatro pasos y me había abalanzando encima de él, cegada por la ira. Tobias dio un paso hacia el frente y me agarró del brazo. Me quedé a pocos centímetros de Justin, que retrocedió, aterrorizado.

—Kae… —dijo Leo.

Me fallaron los brazos y Tobias me soltó. Tenía razón. Por eso me dolía tanto oírlo. Pero Gav aún no estaba muerto.

—¿Dirías lo mismo si fuera tu madre? —le pregunté—. ¿O tu padre?

Pero antes de que Justin pudiera responder llamaron a la puerta.

Nos quedamos todos helados. Tobias se llevó la mano al bolsillo interior del abrigo y sacó la pistola. ¿Nos habrían oído? ¿O simplemente estaban llamando a todas las puertas y, si no contestaba nadie, pasaban a la siguiente?

Volvieron a llamar y una voz femenina, conocida, dijo:

—Abrid de una vez. Soy Anika.

Mierda.

Tobias se acercó a la puerta y yo miré a mi alrededor, buscando algo que me pudiera servir de arma.

—No me pienso ir —dijo Anika—. Vais a tener que hablar conmigo, os guste o no. Además, he traído algunas cosas que seguramente querréis tener, mejor antes que después.

No parecía que se estuviera tirando un farol: sabía que estábamos ahí. De los dos cuchillos que había en la cocina cogí el más afilado y di un paso hacia la puerta.

—¿Quién más hay contigo? —pregunté.

—Nadie más, estoy sola —respondió—. Antes, fuera, vi a Tobias.

—¿A mí? ¿Cuándo? —preguntó este, y de pronto comprendí lo que aquello implicaba: Tobias había salido tan solo unos minutos a hacer pis. ¿Qué probabilidades había de que hubiera estado ahí por casualidad en el mismo momento que el cuatro por cuatro?

—Iba en el coche —dijo Anika con voz de frustración—. En la parte trasera. Se suponía que si reconocía a alguien o si veía algo que me hiciera sospechar que podíais estar cerca se lo tenía que decir. Pero no lo he hecho, ¿vale? ¿Has visto que el conductor ha mirado hacia atrás después de hablar contigo? Era para que le dijera si te reconocía, pero yo le he dicho que no. Por eso ha seguido adelante.

Tobias hizo una pausa y relajó el semblante. Yo pasé a su lado y acerqué un ojo a la mirilla de la puerta. Solo veía a Anika, con la capucha puesta, pero podría haber habido alguien más pegado a la pared. Pegué la oreja a la rendija que quedaba entre la puerta y el marco. Se oyó un crujido de tela cuando la chica cambió de posición, pero nada más.

—¿Y por qué no se lo has dicho? —le pregunté—. Les contaste todo lo demás, ¿no?

—No lo entendéis —dijo Anika—. Hace unas semanas, un niño, ¡un niño!, intentó atracarme y robarme la comida que llevaba encima con una pistola que había sacado vete tú a saber de dónde. No tengo sensibilidad en las puntas de los dedos de la mano izquierda porque una noche fui tan idiota que me quedé dormida sin mitón encima de los guantes, y hacía demasiado frío. Cada vez que salgo a la calle hay gente tosiendo, estornudando y gritando, y sé que la próxima podría ser yo. Sabía que si podía unirme a los guardianes, volvería a estar bien. Yo solo quería volver a estar bien.

Su voz se desvaneció.

—Pero ¿por qué no has delatado a Tobias? —insistió Leo.

—Porque no estaba bien —respondió en voz baja—. Cuando llegamos al apartamento y descubrimos que os habíais marchado, uno de los tipos me dijo que tendría que haberlos informado antes. Me pegó un empujón y me tiró contra la pared. Aún me duele el hombro cuando lo muevo. Y luego me obligaron a acompañarlos mientras os buscaban por toda la ciudad, día y noche, y el día siguiente otra vez, y hoy también. Solo me dejaron dormir unas horas en mi casa, anoche, y por la mañana pasaron otra vez a buscarme.

—Sí, nos das mucha pena —dijo Justin con un sarcasmo nada disimulado.

Pero Anika siguió hablando como si no lo hubiera oído.

—Empecé a pensar que no estoy más segura con ellos que con vosotros. Tenéis pistolas, tenéis comida, tenéis la vacuna… Además, me aceptasteis sin pedirme nada a cambio. No me hicisteis daño ni siquiera cuando os intenté fastidiar. —Hizo una pausa—. Siento lo del gas pimienta.

Justin resopló.

—Sí, también tenemos a un montón de gente que nos quiere hacer daño pisándonos los talones —dije—. No estamos ni mucho menos seguros.

—Sí —admitió Anika—, pero si Michael consigue la vacuna, no estoy segura de que vaya a dejar que se use. Vosotros pretendéis que la pueda utilizar todo el mundo, y yo no quiero seguir sufriendo por si me contagio.

—No vas a disponer de la vacuna a menos que encontremos a alguien que sepa producir más —advertí—. Y, la verdad, no sé cuánto falta para eso.

—Me parece bien —aseguró Anika—. Mejor eso que nunca.

«Podría ser que fuera nunca», pensé, pero no lo dije. No me fiaba de ella. No me imaginaba perdiendo la nevera de vista mientras aquella chica estuviera cerca. Pero la verdad era que, por cómo hablaba, parecía que por lo menos ella misma se creía lo que decía.

Creía más en nuestra manera de hacer las cosas que en la de Michael y su gente. Creía en mí.

Tobias vaciló un instante. No había bajado la pistola, pero se notaba que no estaba seguro. Justin meneó la cabeza y Leo me miró fijamente, como si confiara en que la decisión que tomara sería la correcta.

A lo mejor nos podía ayudar, pero también nos podía volver a traicionar. No había forma de saberlo. En cualquier caso estaban todos esperando a que yo tomara una decisión.

Tal vez Anika sabría cuándo sería la siguiente patrulla de los guardianes. Si conocía sus hábitos nos podía ayudar a diseñar una ruta a través de la ciudad que nos permitiera evitarlos. Incluso podía ser que supiera dónde podíamos encontrar un coche.

De pronto me acordé del día en que nos habíamos topado con Tobias y su camión, en el puerto al otro lado del estrecho. Tampoco nos habíamos fiado de él. Tobias había tomado parte en una catástrofe mucho peor que cualquier cosa que hubiera hecho Anika, pero sin él no habríamos logrado ni siquiera acercarnos a Toronto. De hecho, era muy posible que a aquellas alturas, sin él, todos estuviéramos muertos.

Alargué el brazo y, haciendo caso omiso del gemido de protesta de Justin, abrí la puerta. No se nos echó nadie encima apuntándonos con pistolas. Ahí afuera solo estaba Anika. Llevaba varios botellines en los brazos, y tenía la cara pálida y demacrada bajo la capucha oscura.

—Gracias —dijo, y me tendió los botellines—. Te he traído esto. Ya sé que no compensa lo que os hice, pero me ha parecido que por lo menos tenía que intentarlo. Son medicinas. Para tu novio, Kaelyn.

Leo dirigió una mirada suspicaz a los botellines y se los quitó de las manos.

—¿Medicinas? ¿De dónde las has sacado?

—De una clínica veterinaria —contestó Anika—. No se le ocurrió a mucha gente buscar ahí. La primera en la que eché un vistazo aún estaba bien surtida. Mi abuelo fue veterinario y estuve estudiando sus viejos almanaques. No encontré nada que pudiera matar un virus, pero sí hallé sedantes. Si pueden tranquilizar a un perro o a un gato, digo yo que también servirán con una persona, si le das una dosis suficiente.

Un sedante animal. ¿Cómo era posible que no se me hubiera ocurrido a mí? Si nos podíamos asegurar de que Gav estuviera calmado, tal vez no podría caminar, pero sí viajar en coche.

Si es que encontrábamos uno.

Anika me dirigió una mirada esperanzada y me chocó pensar que, debajo de todas aquellas capas de maquillaje, había una chica tan solo uno o dos años mayor que yo. En las vidas que habíamos perdido, las dos habríamos pasado el día en cafés, con amigos, o discutiendo con nuestros padres, que aún estarían vivos, en lugar de preocupándonos por si moríamos al día siguiente. Pero era lo que había.

—Gracias —dije—. Pero aún puedes hacer algo más, algo que compensaría por todo. ¿Nos puedes conseguir un coche?

Lentamente se le fue dibujando una sonrisa en los labios.

—Sí —dijo, y se le iluminó la mirada—. Ya lo creo.