NUEVE
—He intentado no hacer ruido —dijo Meredith con voz temblorosa—. Sabía que no queríamos que esa gente nos encontrara.
Le quité el mitón tan delicadamente como pude, mientras hacía un esfuerzo por mantener la voz tranquila.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo te lo has hecho?
Ella hizo una mueca. Tenía un tajo que le cruzaba la palma de la mano y del que seguía saliendo sangre.
—Creo que ha sido cuando me he caído, mientras salíamos de la carretera —respondió—. Había algo cortante bajo la nieve, me ha dolido un montón. Pero me he dado cuenta de que si me apretaba la mano me dolía menos. He sido fuerte, Kaelyn, como tú —añadió con una sonrisa afligida.
Fuerte como yo. En aquel momento no me sentía nada fuerte.
—Toma —dijo Tobias, que me tendió un trozo de gasa. Di un respingo, no lo había oído acercarse—. Creo que también tenemos algunas toallitas antisépticas —añadió mientras rebuscaba en el primer botiquín que había abierto.
Abrí el sobre que me había dado y empecé a limpiar el corte.
—Has sido muy valiente, Meredith —la elogió Leo—. Has hecho lo que tenías que hacer para que no nos pasara nada.
La niña esbozó una sonrisa y se mordió el labio cuando le empecé a frotar la palma con la gasa. Yo, en cambio, no había hecho lo que tenía que hacer para que no le pasara nada a ella. Ni siquiera me había dado cuenta de que se había hecho daño. Tobias había dicho que teníamos «algunas» toallitas antisépticas. ¿Íbamos a ser capaces de mantener la herida limpia hasta que se curara? ¿Y si se le infectaba?
Ni siquiera tenía un mitón nuevo que darle, y el viejo estaba demasiado empapado como para que la mantuviera caliente. ¿Por qué no nos habíamos llevado guantes de recambio cuando habíamos cogido las mantas y los gorros?
—Supongo que ahora ya sabemos qué esperaban los del pueblo —dijo Tobias—. Realmente querían lo que tenemos.
—Por lo menos han descartado esta ruta —intervino Tessa.
—De momento —añadió Leo—. No hay muchas más opciones. Si realmente nos quieren encontrar, volverán.
Gav pateó la nieve.
—A lo mejor deberíamos volver y resolver este asunto de una vez por todas. Convencerlos de que no les conviene buscarnos las cosquillas.
Me acordé del cañón de la escopeta que asomaba por la ventanilla de la furgoneta.
—¡No vamos ni siquiera a acercarnos a esa gente! —dije, en un tono más brusco de lo que quería. Me quité uno de los guantes, se lo puse a Meredith, le di un beso en la frente y me levanté—. Voy a echar un vistazo al mapa.
Cogí el plano de carreteras de la parte de delante de mi trineo y eché a andar entre los árboles. Unos seis metros más allá, me detuve y me apoyé en el tronco de un abedul. Tenía las piernas como dos flanes y, por un momento, lo único que me mantuvo en pie fue la sólida superficie del árbol.
«Meredith está bien», me dije. Se había hecho un corte feo, pero no dejaba de ser un corte. Teníamos provisiones, la vacuna y un mapa. Nada había cambiado.
Excepto tal vez que ahora nos perseguía una gente con escopetas, que no sabíamos cuánto tiempo ni hasta dónde nos seguirían y que cualquiera de nosotros podía terminar herido o algo peor en cualquier momento: a causa de nuestros perseguidores, por un accidente como el de Meredith o por el frío. Aún no habíamos pasado ni una sola noche sin calefacción. ¿Cuántas de esas noches nos esperaban antes de llegar a Ottawa? Nos quedaban cientos de kilómetros antes de alcanzar la ciudad.
¿Era lo bastante fuerte como para empujar a todo el mundo hasta el final?
Aunque, por otro lado, ¿me quedaba otra opción? Si sugería que regresáramos a la isla, seguramente los demás accederían a ello, pero el trayecto sería igual de peligroso. Y además significaría volver a pasar por el pueblo donde habíamos dejado la furgoneta de Tobias.
Me llené los pulmones del frío aire invernal, con la esperanza de que eso me ayudara a aclarar los pensamientos, pero estos seguían girando sin parar. Abrí el plano de carreteras. Si queríamos seguir yendo hacia Ottawa, debíamos alejarnos de la autopista. Tal como había dicho la mujer de la furgoneta, había tramos en los que nos verían desde varios kilómetros de distancia.
El camino entre los árboles era más irregular que la carretera y estaba cubierto de nieve en lugar de hielo, pero yo no creía que fuéramos a ir mucho más despacio. De hecho, era posible que los trineos resbalaran más fácilmente. Podíamos seguir la autopista por el bosque hasta dar con otro coche y poner distancia real entre nosotros y los de la furgoneta.
Oía las voces de los demás, a lo lejos. Me incorporé y oí pasos sobre la nieve. Me giré, esperando encontrar a Gav, pero quien se acercaba hacia mí era Leo.
—¿Estás bien, Kae? —preguntó.
La preocupación que desprendía su mirada y su forma de pronunciar mi nombre hizo que me diera un vuelco el corazón, como hacía unos días en el garaje. Noté una oleada de frustración que me tensó los hombros y se me hizo un nudo en la garganta. Aquello era lo último que precisaba en aquel momento. O en cualquier otro.
—Solo necesitaba un minuto para pensar —dije.
—Lo que le ha pasado a Meredith no ha sido culpa tuya —señaló, aunque sabía tan bien como yo que sí lo era.
—Es culpa mía que estemos aquí —le respondí—. Tú me avisaste de lo peligroso que sería, ya sabías que la gente se había vuelto loca, pero yo decidí seguir adelante de todos modos.
Leo no contestó, se limitó a encogerse de hombros y bajó la mirada. Me di cuenta de que volvía a refugiarse en aquel lugar dentro de su cabeza, y de pronto me cabreé el doble. Yo quería al Leo de verdad; al Leo que se tomaba con una sonrisa todos los comentarios sarcásticos que nuestro profesor de quinto soltaba sobre los «extranjeros»; al Leo que practicaba un giro cien veces y que, cuando volvía a caerse, se reía y decía que lo tenía que seguir intentando; al Leo que, el día en que me caí de un árbol y me abrí la cabeza, se quitó su camiseta preferida para utilizarla como venda y luego se sentó conmigo, me cogió de la mano y me estuvo contando chistes hasta que llegamos al hospital.
El chico que tenía ante mí, derrotado y hundido (el chico que me había besado cuando su novia estaba a menos de una manzana y luego había fingido que no había pasado nada), no era mi mejor amigo. Y no tenía ni idea de qué podía hacer para recuperarlo.
—Estás haciendo lo que tienes que hacer —dijo él finalmente—. Por la vacuna. Y todos lo sabemos.
No estaba muy convencida de que fuera cierto, pero tampoco tenía ganas de seguir discutiendo.
—Vale —me limité a responder, y eché a andar, pero en cuanto pasé junto a él me cogió del brazo.
—¿Y entre nosotros? ¿Está todo bien? —preguntó.
Había cuatro capas de ropa entre su piel y la mía y, aun así, percibí un leve calor donde me tocaba. Aparté el brazo.
—Sí, claro —respondí, pero mis palabras sonaron tan ásperas que no me lo habría creído ni yo.
—Lo siento —dijo Leo en voz baja—. Siento lo que pasó en el garaje… Fue una estupidez por mi parte. Pero me reafirmo en lo que dije. No intentaré… No volverá a pasar.
—Es que no debería haber pasado ya la primera vez.
La cara de Leo registró demasiadas emociones a la vez como para contarlas todas, aunque una resultaba inequívoca: estaba dolido.
—Lo siento —repitió—. No me di cuenta de que fuera algo tan horrible.
Cerré los puños dentro de los guantes.
—No digas eso. La cosa es mucho más complicada, Leo. Tessa es mi amiga. Y se supone que tú también. No puedo…
Pero no podía seguir hablando de aquello, y menos aún al ver que Gav se volvía hacia nosotros desde donde estaba con los demás, junto a la autopista.
—¿Kae? —me llamó a través de los árboles.
Leo me observaba casi con curiosidad. Noté un vacío en la boca del estómago.
—Da igual —dije—. Tenemos que ponernos en marcha. De todos modos, ya no importa.
Pasé junto a él y me marché hacia lo que sí importaba.
Caminamos diez kilómetros más antes de detenernos a pasar la noche en un pueblecito formado por apenas un puñado de casas, una iglesia y un colmado, amontonados alrededor de una carreterita que salía de la autopista. Alguien se había cargado el escaparate del colmado con una camioneta. El cristal estaba hecho añicos y, hasta donde podíamos ver, el vehículo tenía el morro chafado. Me pregunté si el conductor habría estado enfermo o habría sufrido alucinaciones en el momento del accidente.
Aunque no vimos ni pisadas ni marcas de ruedas en las calles, entramos en el pueblo con cautela, deteniéndonos de vez en cuando para escuchar. No se oía nada más que el viento. Me dolían los ojos a causa del frío, y las piernas de tanto andar. Empezaba a tener entumecidos los pies a pesar de que llevaba dos pares de calcetines y botas gruesas. A Meredith le colgaba la cabeza encima del pecho, pero aún teníamos que caminar un poco más.
Por suerte encontramos una casa abierta al segundo intento. Entramos, pero antes nos limpiamos las botas en la alfombra, por pura costumbre: nadie iba a preocuparse ya por si el suelo estaba más o menos limpio. Las paredes de la sala de estar estaban llenas de clavos sin cuadros, y se habían dejado las camas desnudas. Las personas que vivían en aquella casa debían de haber intentado huir del virus. La desolación del pueblo parecía resonar entre las paredes de la casa.
Gav echó un vistazo a la chimenea.
—Creo que aún la podremos utilizar —dijo—. Quedan incluso un par de troncos apenas quemados.
—Si los de la furgoneta nos están buscando, ¿el humo no nos va a delatar? —preguntó Tessa.
—En cuanto oscurezca estaremos a salvo —dijo Tobias—. Iré a echar un vistazo por el bosque, a ver qué encuentro. Las ramas de abeto o de saúco hacen menos humo.
—¿En serio? —preguntó Gav—. La madera es madera, ¿no?
Tobias se encogió de hombros y bajó la cabeza.
—Tuvimos una sección de entrenamiento sobre cómo evitar que el enemigo nos descubriera si acampábamos al aire libre. Lo vi con mis propios ojos.
Al cabo de una hora había fuego en el hogar, y un leve aroma a abeto se extendía por toda la habitación. Nos acurrucamos delante de las llamas y nos turnamos para calentar latas de sopa en el hogar. Lentamente fui recuperando la sensibilidad en los pies.
—Deberíamos tener cuidado con cuánto comemos —dijo Leo—. Teniendo en cuenta que vamos a pasar más tiempo en la carretera de lo que habíamos previsto inicialmente, digo.
—Pero tampoco podemos reducir demasiado las raciones si vamos a pasarnos los días andando —señalé yo.
—Las raciones del ejército llenan bastante —apuntó Tobias—. Están hechas con esa idea. Yo creo que nos durarán unos diez días más —aseguró, e hizo una pausa—. Me preocupa mucho más el agua. Podríamos derretir un poco de nieve y llenar las botellas vacías antes de marcharnos.
Después de comer, Tessa, Leo y él salieron con tres cazos que habían encontrado en la cocina y los trajeron llenos de nieve.
—Con cuidado —dijo Tobias mientras dejaba el suyo junto a la chimenea—. Tenemos que añadir un poco de agua primero, porque, si no, aunque cueste de creer, el hielo puede quemar el fondo del cazo.
—¿Y vamos a dormir aquí? —preguntó Meredith—. ¿En el suelo?
—Podríamos bajar los colchones de los dormitorios de arriba —sugirió Tessa—. Así estaríamos más cómodos.
—Y más calientes también —añadió Tobias.
Tessa y Meredith se quedaron a controlar la nieve mientras se derretía; los demás fuimos arriba. Gav y Leo cogieron el colchón doble del dormitorio principal y lo bajaron al piso inferior. Tobias y yo cogimos el que había en un cuarto más pequeño y empezamos a arrastrarlo por el pasillo. Intenté no fijarme en los chismes que había en los estantes y en los libros de las estanterías.
Para cuando llegamos con el colchón a lo alto de las escaleras, tenía la frente perlada de sudor.
—Si estás acalorada, es mejor que te quites el abrigo —dijo Tobias—. Si la ropa coge humedad, conserva mucho menos el calor.
Asentí con la cabeza y colgué el abrigo de la barandilla para poderlo recoger desde abajo.
—Conoces muchos trucos de supervivencia en el frío.
—He recibido instrucción aquí, en Canadá —contestó—. No habría durado mucho si no hubiera aprendido cuatro cosas.
Entonces lo miré, me fijé en él, de verdad, por primera vez desde que nos había avisado de lo que sucedía en el puerto, cuando solo había sido capaz de ver en él a otro soldado que debería habernos protegido, pero que nos había fallado. Tendría apenas unos años más que yo. Sus padres estarían en alguna parte, seguramente tenía hermanos, hermanas, amigos, gente que no sabía si estaba viva o muerta. Había tenido que abandonar el refugio seguro donde vivía. Por mucha instrucción que hubiera recibido, seguro que una parte de él estaba asustada; pero, aun así, seguía allí, con nosotros.
—Gracias —le dije—. Por ayudarnos con todo. No quiero ni imaginarme lo jodidos que estaríamos sin ti.
Volvió la cara, azorado, pero pronto se relajó y me dirigió una sonrisita vergonzosa.
—Yo me limito a hacer lo que sé hacer —respondió.
Mientras los demás nos metíamos debajo de las mantas, Tobias encendió la radio que había insistido en llevarse y salió con ella al porche. Diez minutos más tarde volvió a entrar, cubierto de nieve y meneando la cabeza.
—Esta noche no detecto ninguna señal.
Dormimos como lo habíamos hecho en la furgoneta, envueltos con una manta cada uno y acurrucados juntos bajo los sacos de dormir extendidos. Mi cuerpo se resistió a aquella postura tan incómoda tan solo unos minutos, hasta que el agotamiento terminó imponiéndose. Me dormí con el aliento de Gav en la oreja. Cuando el sol de primera hora de la mañana que se colaba por las ventanas me despertó, tuve la sensación de que no había pasado ni un momento.
El fuego había quedado reducido a ascuas, pero la sala de estar conservaba aún cierto calorcito. Los músculos de la cintura me palpitaron cuando me incorporé, desde luego a causa de haber estado todo el día anterior tirando del trineo. Salí como pude de entre Gav y Meredith, que también habían empezado a desperezarse, y fui a echar un vistazo a la vacuna.
La temperatura de la nevera parecía correcta, pero las compresas heladas ya habían empezado a derretirse. Saqué tres de las cuatro y las coloqué encima del trineo, con la esperanza de que volvieran a congelarse mientras andábamos durante el día, y rellené la nevera con un puñado de carámbanos que cogí de las ventanas de la casa.
Los demás se habían levantado ya cuando terminé. Nos comimos un par de latas de melocotón en almíbar entre todos y masticamos unas barritas de cereales mientras cargábamos los trineos. Mientras los sacábamos al exterior, Meredith soltó un chillido de excitación:
—¡Mirad, un coche! —exclamó, señalando una montaña de nieve que había varias casas abajo—. ¿Creéis que las llaves estarán en la casa?
—No perdemos nada echándole un vistazo —dijo Gav, y nos dirigimos todos hacia allí.
Mientras él y Tobias empezaban a desenterrar el coche, Tessa y yo subimos las escaleras de la casa. La puerta se abrió sin problemas.
—Si tú fueras una llave de coche, ¿dónde te meterías? —pregunté.
Tessa comprobó el vestíbulo.
—No hay ningún colgador de llaves, ni ninguna mesita de recibidor. ¿En un cajón de la cocina, tal vez?
En un cesto junto al estante de los zapatos encontramos unos mitones de lana. Los cogí para Meredith, que se había quedado sin los suyos. Nos adentramos más en la casa y el corazón se me aceleró. Aún tenía muy presente lo que le había dicho en su momento a Tobias: si el coche seguía en la casa, seguramente los dueños también estarían ahí. Y que no hubieran protestado por nuestra intrusión significaba que estaban muertos. Sin embargo, afortunadamente, tan solo encontramos una mesa cubierta de polvo, una cafetera aún medio llena pero con el café congelado y, en el tercer cajón que Tessa comprobó, la llave del coche.
—¡Ajá! —exclamó, en tono tan triunfal que no pude reprimir una sonrisa cuando volvimos a salir a la calle.
El coche, un viejo sedán marrón, ya estaba casi desenterrado del todo. Tessa abrió la puerta y subió. A mi lado, Gav se revolvió, inquieto. El motor carraspeó y chisporroteó, pero finalmente se puso en marcha con un rumor constante. Meredith soltó un gritito de alegría.
Tessa puso marcha atrás y retrocedió medio metro, un metro, hasta que de pronto las ruedas resbalaron sobre la nieve amontonada. Se me cayó el alma a los pies. Tessa maniobró varias veces hacia delante y hacia atrás, pero apenas logró ganar unos centímetros. Finalmente apagó el motor y salió a examinar la situación.
—Hay demasiada nieve —dijo Leo, expresando con palabras lo que los demás ya nos temíamos—. Tendríamos que despejar el camino a paladas hasta la autopista.
Pero, incluso así, solo podríamos avanzar mientras en la calzada hubiera solo hielo o nieve muy fina, y eso era algo con lo que no podíamos contar.
—Vamos a necesitar algo más grande —dijo Tessa—. Como la furgoneta.
—O sea, ¿que no nos sirve? —preguntó Meredith, con voz temblorosa.
—Parece que no —dije yo, frotándole la espalda—. No te preocupes, Mere. Solo tenemos que esperar a encontrar otro vehículo que esté mejor preparado para la nieve.
Como si no hubiéramos tenido una suerte increíble encontrando aquel coche y las llaves. Miré al oeste, hacia donde íbamos, y tuve la sensación de que Ottawa se perdía en la distancia.
—Pues habrá que seguir caminando —dijo Gav, preparando ya su trineo—. Será mejor que nos pongamos en marcha.