DIECINUEVE
Ya había perdido la cuenta de los días que llevábamos en la casa cuando una mañana, al despertar, divisé el cielo azul al otro lado de la ventana del dormitorio, como si fuera una mañana de Navidad y nos hubieran traído los regalos.
Salí de la cama y me acerqué al cristal, temerosa de que fuera un espejismo, pero no lo era: los campos se extendían hasta el horizonte, blancos y luminosos, y reflejaban la luz del sol. No había ni una sola nube que empañara el cielo.
Era el mejor regalo que me habían hecho en la vida.
Me tambaleé levemente y de pronto me sentí mareada de hambre. El día anterior solo había comido una lata de maíz y una pequeña porción del estofado que Gav había cocinado en la hoguera, después de freír un poco de carne sobre la que preferí no hacer preguntas. Mientras me la tragaba no podía dejar de pensar en el gato que habíamos encontrado atrapado en la trampa.
Pero ahora nada de aquello importaba. Salté sobre la cama y me abalancé sobre Gav, como si realmente fuera la mañana de Navidad y yo tuviera diez años menos. Lo agarré por los hombros y lo sacudí.
—¡Despierta, despierta! —exclamé, y él hizo una mueca—. ¡La tormenta ha terminado! ¡Nos podemos ir!
Abrió los ojos de golpe y se incorporó.
—Pues larguémonos de una vez de aquí —dijo, al tiempo que salía de debajo de las mantas.
Me puse las botas y crucé el pasillo, corriendo y llamando a las puertas de los dormitorios.
—¡La tormenta ha pasado! —grité—. ¡Nos vamos!
Cuando Gav y yo terminamos de llevar las mantas del dormitorio a los trineos, los demás ya se habían levantado. Nos reunimos en la cocina. En cuanto vi la comida que nos quedaba encima del mármol se me encogió el estómago: cinco barritas de cereales, dos latas de melocotón en almíbar y tres latas de guisantes. Nada más. Pero por fin nos podíamos volver a poner en marcha, me dije, e íbamos a encontrar más comida. No nos quedaba más remedio.
—Guarda las barritas —dijo Tobias—. Nos las podemos repartir más tarde si hace falta. Eso sí, antes de empezar a caminar será mejor que comamos todos un poco, o no llegaremos demasiado lejos.
—Deberíamos ir a echar un vistazo al granero —apuntó Leo mientras yo abría la tapa de una de las latas de melocotón—. A lo mejor encontramos algo útil.
Me había emocionado tanto con la partida que se me había olvidado que aún no habíamos explorado aquella parte de la casa.
—Buena idea —respondí, y me bebí de golpe un trago de almíbar.
Noté un pinchazo en el estómago. Nunca me había dado cuenta de que, cuando tienes tanta hambre, a veces comer duele más que no hacerlo. Cuando no comía, el hambre se convertía en un mareo sordo. Cuando comía, en cambio, era como si al hambre le salieran garras.
—Démonos prisa —dijo Gav—. Estamos perdiendo horas de sol.
Tuvimos que abrirnos paso entre la nieve acumulada en el porche con la ayuda de una pala. Arrastrando los pies por la nieve, que nos llegaba hasta las rodillas, atravesamos el patio y llegamos al granero.
A un lado, la pared que daba a la casa tenía una puerta ancha, como de garaje. Justin se acercó a un botón que había en el marco de la puerta y lo pulsó con fuerza. La puerta empezó a subir con un chirrido de engranajes y casi me quedo sin aliento.
Al otro lado, dentro del granero, vi un camión con una pala quitanieves incorporada a la parte delantera. Tobias soltó un silbido y Gav se rio. Me lo quedé mirando con ojos como platos. Aquello sí que era un regalo de Navidad.
—¿Tendrá la llave puesta? —preguntó Justin mientras entraba en el granero.
Los demás lo siguieron y empezaron a mirar a través de las ventanas del camión y a examinar los neumáticos. Nada más cruzar la puerta, vi un segundo coche aparcado dentro del granero, un pequeño utilitario de dos puertas con manchas de óxido en el parachoques.
La emoción inicial pronto dio paso a una sensación de incomodidad. Ahí dentro solo había sitio para dos vehículos, y por lo que había visto en la casa no creía que la familia fuera lo bastante rica como para tener un tercero. ¿Por qué se habrían marchado a pie?
Tal vez un amigo los hubiera acompañado al hospital. O a lo mejor habían logrado volver, habían salido a buscar comida a alguna de las casas vecinas y se habían perdido en una tormenta como la que nos había empujado hasta allí.
—¡Aquí están! —exclamó Gav desde un rincón. Descolgó unas llaves de un gancho y se las colgó del dedo anular—. Comprobemos que funcione.
Montó en el camión y accionó el contacto. El motor roncó.
—Aún le queda un tercio de depósito —dijo, asomándose por la ventanilla—. Entre eso y el combustible que sacamos de la furgoneta podemos llegar bastante lejos.
Gav sacó el camión del granero; tras de sí quedó un fuerte olor a gases de escape. Jugueteó un momento con los mandos e hizo subir y bajar la pala quitanieves.
—¡Es genial! —dijo Justin, que montó en el asiento del acompañante y echó un vistazo a los asientos traseros—. Y hay sitio para todos.
Naturalmente que había sitio para todos. La familia se habría comprado un camión en el que cupieran todos: la mamá, el papá y todos los hijos. Recordé la fotografía que había visto en el pasillo de la casa. Me alejé de la luz del sol.
El garaje ocupaba solo una parte del granero. Ahora que mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad interior, logré distinguir una puerta en la pared lateral. Me quedé un momento delante, mientras los chicos probaban la pala quitanieves. Era la única parte de la propiedad que aún nos quedaba por inspeccionar.
Dudé un segundo, sin saber muy bien por qué. Alguien tenía que echar un vistazo ahí dentro, y no veía por qué no iba a hacerlo yo. Me acerqué a la puerta haciendo un esfuerzo por mover las piernas y la abrí.
Al otro lado había una hilera de casillas de ganado vacías que conducían a una sala ancha, con el techo alto. Había varias balas de paja amontonadas junto a la pared del fondo, donde la luz de los ventanales les confería un brillo dorado. Di un paso hacia adelante y me relajé un poco. Entonces mis ojos se toparon con una mancha oscura en el suelo de cemento, al otro lado de las casillas de ganado.
Una mancha oscura y, entre las sombras, la silueta de una mano vuelta hacia el techo.
Dejé atrás las primeras casillas y me detuve en seco. Debí de hacer algún ruido, pero no lo oí, solo me di cuenta de que me cubría la boca con la mano, como si pudiera volver a tragarme el grito. Como si con aquello pudiera lograr que lo que estaba viendo fuera menos real.
La mano del suelo pertenecía a una figura pequeña, con la cabeza vuelta hacia el otro lado y una larga cabellera enmarañada alrededor de un rostro azulado. Más cerca de la pared había otros tres cuerpos, tendidos entre manojos de paja esparcidos y manchados de rojo. Dos llevaban sudadera con la capucha puesta, de modo que no se les veía la cara, pero el tercero, el hombre, yacía con la mano extendida, como si me pidiera ayuda, con el pelo y parte de la cara cubiertos de sangre ya reseca, y con la forma angulosa de un revólver a pocos centímetros de la mano.
Se oyeron unos pasos a mis espaldas, procedentes del garaje. Retrocedí tambaleante y me agarré a la estructura de una de las casillas.
—¿Qué sucede, Kae?
La voz de Gav sonó como si llegara de muy lejos, mucho más lejana que el latido que me llenaba la cabeza. Me di la vuelta rápidamente.
—Eh —dijo, y al ver mi expresión se le pusieron unos ojos como platos. Abrí la boca para contarle lo que había visto, pero lo único que salió fue un sollozo. Gav me abrazó con fuerza—. No sé qué has visto, pero no pasa nada.
«Eso se lo cuentas a ellos», pensé, temblando. Nos habíamos comido su comida, habíamos quemado su leña y habíamos dormido en sus camas, mientras ellos yacían allí, rodeados de frío y sangre.
Alguien pasó junto a mí; los pasos se detuvieron de golpe, con un suspiro ahogado.
—¿Qué pasa? —preguntó Gav.
—Hay cuatro… —respondió la voz de Leo, que tuvo que tragar saliva—. Cuatro cuerpos. Parece… la familia al completo.
—Eran cinco —dije, hundiendo las manos bajo el abrigo de Gav—. En la foto eran cinco.
Gav me abrazó más fuerte.
—¿Por el virus? —le preguntó a Leo.
—No, a tiros —dijo Leo—. Creo que el padre disparó contra todos y al final se disparó a sí mismo.
—¿Cómo? —preguntó Justin, que pasó junto a nosotros—. ¿De qué habláis?
Vi que apartaba a Leo y que, al ver los cuerpos, daba un respingo y retrocedía, trastabillando.
—¿Cómo pudo hacer algo así? —pregunté.
La escena se me había quedado grabada, demasiado nítida como para atribuirla a algún tipo de alucinación demente. Los había llevado hasta allí a propósito, para matarlos. Para asesinar a sus propios hijos. Y a su mujer.
—No sabemos qué sucedió, Kae —dijo Gav en voz baja—. A lo mejor estaban todos enfermos y pensó que era mejor esto que dejar que la situación empeorara.
—Pero tenía la quitanieves —repliqué—, podría haber intentado ir a por ayuda.
Pero no, en lugar de eso había decidido por todos que no valía la pena ni intentarlo.
Tal vez debería haberlo entendido. También yo había pasado por un momento en que ya no quería seguir intentándolo. Me había convencido de que estaba sola y de que nada valía la pena, pero estaba equivocada; no estaba sola, tenía a Gav, a Tessa y a Meredith. Si no lo hubiera seguido intentando, seguramente Meredith habría fallecido y las muestras de la vacuna se habrían quedado muertas de risa en el laboratorio del centro de investigación hasta que ya no quedara nadie que pudiera encontrarlas.
Pero es que, incluso en el peor momento, yo había tomado la decisión por mí sola. Nunca habría osado arrastrar a nadie más hasta aquel precipicio.
—Larguémonos de una vez —dijo Leo—. No podemos hacer nada por ellos.
Eso era verdad.
—Sí —respondí, y aparté la cabeza.
Cuando llegamos al camión, Justin ya había recuperado su entusiasmo habitual.
—¡Me pido ser el primer conductor! —exclamó, levantando la llave que debía de haber sacado del contacto, donde la había dejado Gav.
—Tienes catorce años —replicó Tobias—. Es imposible que tengas permiso de conducir.
—Estuve practicando —dijo Justin—. Salía con mi padre los domingos por la mañana y conducíamos por carreteras secundarias. Además, ni que nos fuera a parar la policía para multarnos…
—Me apuesto lo que sea a que no practicaste en autopistas llenas de nieve —le replicó Leo.
—Da igual —intervino Gav—. La llave la he encontrado yo, o sea, que conduciré yo primero. Andando.
Extendió la mano, pero Justin dio un paso atrás y cerró el puño.
—Dadme una oportunidad —dijo—. ¿No dijisteis que queríais que cargara con mi propio peso?
Tobias suspiró.
—Bueno, dijiste que tu padre te había enseñado a disparar y supongo que era verdad…
—No creo que este sea el mejor momento para descubrir si eso también es aplicable a la conducción —dijo Leo.
—¡Vamos, tíos! —insistió Gav—. Estamos perdiendo tiempo.
Fue a agarrarle la mano a Justin, pero este la apartó. Sin embargo, Gav ya se había visto envuelto en unas cuantas refriegas, así que, antes incluso de que yo pudiera protestar, le había sujetado el otro brazo a Justin y se lo había doblado a la espalda. El chaval empezó a agitar el brazo que le quedaba libre y la llave salió volando entre los dedos. Un destello plateado describió un arco a través del cielo y murió entre la nieve, al otro lado del caminito, donde desapareció. Se me paró el corazón.
Gav soltó a Justin, que se liberó y se giró de golpe.
—¡Mira qué has hecho! —exclamó—. ¿Se puede saber a qué ha venido eso? ¡Me has hecho perder la llave!
—Si no hubieras actuado como un niño de cinco años… —le espetó Gav mientras examinaba la nieve—. Te tendría que haber…
—¡Ya basta! —grité.
Mi voz retumbó en el silencio. Me pasé las manos por el pelo. Si seguíamos peleándonos de aquella manera no íbamos a llegar nunca a la ciudad. Y si no encontrábamos la llave, el camión no nos serviría de nada.
Me acordé del hombre del granero y de cómo había tomado la decisión por toda su familia, pero aparté aquella imagen de mi mente: ponerme dura en aquel momento no hacía que me pareciera a él en lo más mínimo. Mi intención era mantener al grupo con vida.
—Tenemos que llegar a Toronto —dije—. Lo demás no importa. Los que tengan permiso de conducir conducirán; los que no, no. Y no hay más que hablar. No vamos a hacer nada que no sea acercarnos más a la ciudad o que no evite que nos muramos de hambre. Y si a alguien no le gusta, puede quedarse aquí o hacer lo que le plazca.
Debí de sonar mucho más enfadada de lo que estaba en realidad.
—Ningún problema —dijo Leo con actitud sumisa.
—Lo siento, me he dejado llevar —se disculpó Gav.
Tobias asintió y bajó la mirada. Al cabo de un momento, Justin se hundió de hombros y murmuró:
—Sí, vale.
Nos reunimos alrededor de donde habían caído las llaves y empezamos a palpar la nieve. Levanté los ojos hacia el cielo y supliqué: «Por favor, esto no puede terminar aquí».
En ese momento, Leo soltó un grito victorioso y desenterró las llaves. Retrocedí unos pasos, con un suspiro de alivio. Gav se levantó y cogió la llave que le ofrecía Leo. Entonces me dio un achuchón en el hombro y dijo:
—¡Toronto, allá vamos!