DIECISIETE
Justin estudió las sábanas con escepticismo mientras yo les contaba cómo utilizarlas, pero no protestó cuando le pasé una. Cortamos las de matrimonio con la navaja de Tobias, cubrimos los trineos y nos atamos la tela sobrante al cuello del abrigo. Las sábanas ondeaban al viento.
El fulgor del alba teñía de marrón las nubes que colgaban sobre el horizonte, mientras volvíamos caminando hacia la autopista.
—Dejaremos algo de distancia entre nosotros y la carretera, como antes —dije—. Y no hablemos si no es imprescindible. Tenemos que estar atentos por si alguien nos sigue.
Cruzamos los campos. Los copos de nieve caían, silenciosos, y me pellizcaban la cara con dedos fríos. Las chimeneas de las casas de campo que veíamos en la distancia no sacaban humo, y el único rastro visible sobre la nieve era el que dejábamos nosotros.
Habíamos cruzado la frontera de otra provincia, pero todo seguía igual de muerto.
La gente que no había enfermado habría terminado acudiendo también a los hospitales de pueblos y ciudades, me dije. Debían de haber llevado a miembros enfermos de su familia y se habrían quedado allí con la esperanza de podérselos llevar a casa otra vez. O a lo mejor se les había terminado la gasolina y se habían quedado tirados. No todo el mundo que había vivido allí había muerto. De pronto me acordé de lo que le había dicho a Leo hacía tan solo unos minutos, que estaba segura de que el mundo volvería a ser como antes, y mi certeza flaqueó.
¿Qué sabía yo del mundo? No había previsto que nos topáramos con un grupo como el de la colonia, ni con la red de merodeadores, ni tampoco había imaginado que el Gobierno pudiera haber abandonado Ottawa. Lo cierto era que no sabía qué iba a encontrar en Toronto. No tenía ni idea de si alguien iba a ser capaz de reconstruir el rompecabezas del mundo a partir de las pocas piezas que quedaban.
Dejamos atrás el último campo y nos adentramos en un bosque de abetos. En cuanto volvimos a salir por el otro extremo, el viento nos azotó con fuerza y nos echó un puñado de copos de nieve en la cara. No nevaba mucho, pero los copos se arremolinaban con fuerza y se mezclaban con la nieve que el viento levantaba del suelo. Me sequé la cara y me puse bien la bufanda.
—Esto pinta cada vez peor —dije, aunque la idea de volver a parar tan pronto no me hacía ninguna gracia. Me acordé de cómo se nos había echado encima la primera ventisca. Si la cosa volvía a ponerse igual de fea, nuestros perseguidores también iban a tener que detenerse—. Tal vez deberíamos buscar un lugar donde refugiarnos hasta que el viento amainara un poco.
Justin apuró el paso y tomó la delantera.
—Esto no es nada —dijo—. ¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí desde la costa si no aguantáis ni un poquito de viento?
«Si no va a más, aguantaré —pensé—. Pero si empeora…».
—Las nubes tampoco son tan oscuras —afirmó Gav sin detenerse—. Creo que podemos seguir un rato más.
Sí, las nubes eran algo más claras que la otra vez, pero, aun así, inspeccioné el paisaje mientras caminábamos: a menos de un kilómetro divisé un grupo de casas arracimadas alrededor de un camino que se bifurcaba de la carretera principal. Más allá había una granja solitaria con su granero. Estaba más cerca de la autopista y más lejos de nosotros que el resto de las casas, pero algo hizo que le echara otro vistazo. En un costado de la casa había una pila de algo marrón apoyada en la pared amarilla.
Era leña.
Me fijé en la chimenea, pero no vi ni rastro de humo. Imaginé que estaría abandonada, como las demás, pero aquella casa debía de tener un buen hogar.
El viento me arrojó una oleada de nieve, pero me la sacudí de encima. Parecía que ahora los copos eran más densos. Cuando volví a fijarme en la casa, no logré distinguir el montón de leña.
Justin seguía abriendo la marcha. Si la tormenta nos concedía un rato más de tregua, todo iría bien.
Pero no había dado ni diez pasos cuando el viento volvió a cambiar, me pasó silbando en los oídos y me cubrió de nieve por los cuatro costados. Noté que me empezaban a llorar los ojos y que las lágrimas se me congelaban sobre la piel. La casa había desaparecido. Incluso Justin flaqueó un instante y se volvió hacia el resto del grupo. El frío gélido me provocaba pinchazos en la garganta y los pulmones. Bajé la cabeza.
Podíamos quedarnos allí y esperar que la tormenta pasara tan rápido como había llegado, pero cada vez teníamos más frío y estábamos más cansados. Y, sin embargo, la imagen de la casa amarilla seguía fresca en mi memoria. No estaba lejos, si es que lográbamos encontrarla a tientas.
Cerré los ojos y la imaginé. Los pájaros migraban cientos de kilómetros y siempre volvían al mismo lugar. Perros y gatos eran capaces de cruzar vastas distancias de territorio desconocido y volver a sus casas. No sabía qué les daba aquel sentido innato de la orientación, pero a lo mejor yo también lo tenía, oculto en algún recoveco del cerebro.
A la siguiente oleada de nieve sentí un escalofrío, pero me forcé a seguir adelante. Paso a paso, continué avanzando a través de la nieve. Les hice un gesto a los demás y me coloqué la sábana blanca en la parte de delante, para que mi abrigo fuera más fácil de ver. Se me habían empezado a dormir las piernas donde me rozaban los vaqueros, pero no hice ni caso. «Tú sigue andando hacia la casa. No pienses, solo anda».
Tenía la sensación de que llevábamos horas caminando, entonces, de repente, la punta de mi bota tropezó con algo y di un traspié. Por suerte, alguien me cogió del brazo e impidió que me cayera. Temía tanto desorientarme que ni siquiera me volví para ver quién había sido. Iba con los dientes apretados para evitar que me castañetearan. Pero la casa estaba ahí, lo sabía: una casa con leña, una chimenea y paredes que te protegían del frío.
Caminaba tan rápido como me lo permitían las piernas. Tenía que llegar antes de perderme.
El viento giró bruscamente, me empujó por detrás y me echó hacia delante. Mis manos se toparon con una superficie sólida. Bajé la mirada y estudié la superficie lisa que había debajo. Me llevó un momento comprender lo que estaba viendo: una pared cubierta con tablones de madera amarillos.
Cuando en el colegio habíamos hablado sobre quemar libros, la simple idea me había hecho estremecer. Y, sin embargo, mientras iba cogiendo volúmenes de las estanterías de la sala de estar de la casa amarilla, no sentí ningún tipo de remordimiento. Teníamos frío. Había un hogar de hierro colado y un par de troncos en el soporte para leña, pero nada pequeño para iniciar el fuego.
Arranqué varias páginas de un ejemplar manoseado de Lo que el viento se llevó y las metí en el horno. Gav le prendió fuego a la que le quedaba más a mano y cerró la puerta. Las llamas lamieron el cristal empañado.
—¿Crees que los troncos van a prender? —le pregunté.
—Si no prenden, podemos echarles un poco de queroseno del hornillo de camping —dijo a mis espaldas Tobias, que tembló y se acercó un poco más.
Al otro lado de la ventana caía una nevada imponente.
—Por lo menos nadie va a ver el humo —dije.
Sin embargo, no creía que fuera prudente mandar a alguien a por la pila de leña. Había oído historias de gente que se había perdido en una ventisca a pocos metros de la puerta de su casa.
La nevada que nos había sorprendido en la colonia solo había durado una noche; a lo mejor con la leña que teníamos nos alcanzaría.
En cuanto las llamas empezaron a extinguirse les eché más páginas. Después de repetir el proceso varias veces, el fuego empezó a consumir la madera. Los troncos crujieron y su calor se fue expandiendo por toda la sala.
—No veo ni rejillas de ventilación ni radiadores —apuntó Leo—. Creo que calentaban toda la casa solo con el horno.
—Apuesto a que lo podríamos usar también para cocinar —respondió Gav, que golpeó el suelo con el atizador.
Nos quedamos cerca de las llamas, disfrutando del calor, mientras un agradable cosquilleo me iba subiendo por las piernas y la cara, señal de que mi piel volvía lentamente a la vida. Al cabo de un momento me quité el abrigo y lo dejé encima del sofá, que tenía un estampado de margaritas.
—Parece que vamos a estar aquí hasta mañana, por lo menos —dije—. Echemos un vistazo a la casa.
—Alguien debería quedarse aquí cuidando de que no se apague el fuego —replicó Tobias, y Gav le tendió el atizador.
—Gracias por ofrecerte voluntario —le contestó con una sonrisa burlona.
—Voy a llenar los cazos con nieve para derretirla —dijo Justin—. Mi cantimplora está vacía.
—Vale, pero no te alejes del porche —le advirtió Leo.
Justin hizo una mueca.
—No soy idiota.
No encontramos zapatos o chaquetas ni en la puerta delantera ni en la trasera, pero cuando Gav y yo echamos un vistazo en los dormitorios de la primera planta encontramos varios armarios llenos de ropa. Las camas estaban hechas. Había una foto de familia colgada en el pasillo: la madre y el padre, el hijo mayor y dos hijas menores, todos con el pelo castaño oscuro y la cara cubierta de pecas. Gav me pilló estudiándola atentamente.
—¿Crees que se marcharon corriendo? —preguntó.
—Se habrían llevado más cosas —respondí—. Seguramente uno o dos enfermaron y se fueron al hospital.
—Para no volver.
—Sí.
Se habrían quedado aislados, o a lo mejor el virus había ido pasando de uno a otro hasta matarlos a todos.
Leo estaba en la cocina.
—He encontrado un saco de patatas y un puñado de nabos en el sótano —anunció, y los colocó encima del mármol—. La mayoría de las patatas están blandas, pero seguro que encontraremos algunas que podamos usar.
—Patatas y nabos para cenar —dijo Gav, flexionando las muñecas—. Puedo preparar un plato de narices con eso. Tenemos pavo enlatado, ¿verdad? ¿Nos han dejado especias?
—Que yo haya visto, en el armario solo hay un salero y un pimentero —contestó Leo.
Gav hizo una mueca.
—Bueno, ya nos apañaremos.
El calor del horno había empezado a filtrarse también en la cocina.
—Tendría que añadir más nieve a la neverita —dije—. A lo mejor la pongo en el porche, así seguro que se mantiene fría.
Habíamos dejado los trineos entre el pasillo de entrada y un extremo de la sala de estar. El mío estaba justo delante de la puerta de la cocina. Levanté la sábana y me quedé petrificada y sin aliento.
—¿Pasa algo? —preguntó Leo.
—La nevera —dije—. Ha desaparecido.
—¿Qué? —preguntó Gav, que se giró de golpe.
Me levanté, medio mareada. Era imposible que la hubiera perdido en la tormenta, ¿verdad? Habría notado que pesaba menos…, o tal vez, con la que nos estaba cayendo encima, no habría notado nada. Pero no, recordaba que la había encajado perfectamente, y el resto de las cosas estaban ahí.
—¿Ninguno de vosotros dos la ha tocado?
Gav y Leo negaron con la cabeza y fui a la sala de estar, donde Tobias estaba ajustando los troncos con el atizador. Vi los cazos que Justin había llenado de nieve alrededor del horno. La nieve había empezado a derretirse.
—¿Has visto la nevera? —le dije.
Tobias frunció el ceño.
—Está en tu trineo, ¿no?
—Ya no —contesté, y me di cuenta de que tenía la boca seca.
A lo mejor la había cambiado de sitio sin pensar. Habíamos entrado en la casa de forma tan precipitada… Me acerqué corriendo a la puerta principal, me preparé para el bofetón que me iba a dar el viento y eché un vistazo al porche. Allí solo había nieve. Regresé a la cocina. Con la ayuda de Gav y Leo, empecé a abrir y cerrar los armarios.
Nada.
Tenía que estar en alguna parte. Me dirigí al solárium que había junto a la cocina y me quedé helada junto a la puerta.
Justin estaba sentado en una silla al lado del ventanal de cristal, con la nevera entre los pies y la tapadera encima de la mesa. También había abierto el contenedor de dentro y sujetaba uno de los frascos delante de los ojos, a la débil claridad del sol que lograba filtrarse a través de la tormenta, que seguía arreciando en el exterior.
Al verme se asustó. El frasco resbaló de entre sus dedos y durante un segundo aterrador creí que se le iba a caer y que se estrellaría contra el suelo de baldosas. Pero lo agarró justo a tiempo y se lo puso encima de la falda.
—¿Se puede saber qué haces? —le pregunté, con el corazón a mil—. No puedes desaparecer de esta manera.
Justin frunció los labios con expresión malhumorada.
—Solo estaba echando un vistazo. No parece gran cosa, ¿no? Desde luego, no dirías nunca que es algo que puede salvar vidas. De hecho parece una muestra de orina…
Agitó el frasco y el líquido ambarino se arremolinó contra el cristal.
—Vuelve a dejarlo donde estaba —dije, y di un paso al frente. Estaba tan enfadada y al mismo tiempo tan asustada que me temblaba la voz—. Estás dejando salir todo el aire frío, se van a echar a perder. No, ¿sabes qué?, dámelo a mí —le ordené, y le tendí una mano.
Justin soltó un suspiro y me pasó el frasco.
Las otras dos muestras estaban en la bandeja, donde siempre. Coloqué la tercera en su sitio y cerré el contenedor de plástico.
—No les habrá pasado nada, Kaelyn —dijo Gav, a mi lado—. Este cuarto ni siquiera ha empezado a calentarse aún.
Le puse la tapadera a la nevera y erguí la espalda. Tenía razón, el frío exterior se filtraba por la ventana, lo notaba incluso a través del jersey. Cuando solté el aliento, este formó una nube de vapor.
—Pero eso no significa que lo que ha hecho esté bien —insistí—. Si llega a dejar la nevera abierta durante demasiado tiempo, las muestras se podrían haber echado a perder.
—Pero no la he dejado abierta durante demasiado tiempo —dijo Justin—. He tenido cuidado.
—¿Cómo vas a tener cuidado si no sabes nada sobre vacunas? —pregunté—. ¡Solo coger la nevera ha sido ya una temeridad!
La agarré por el asa y le lancé a Justin una mirada furiosa. Entonces me volví hacia Gav y Leo, que estaban en la puerta.
—A partir de ahora esto no lo toca nadie, aparte de mí, ¿estamos?
—Kae… —empezó a decir Gav.
—¿Estamos? —insistí.
Gav se encogió de hombros.
—Sí, claro.
—De todos modos, no lo habría hecho —dijo Leo.
Volví a mirar a Justin.
—Vale —murmuró.
Me bastaba. Me llevé la nevera al exterior y la escondí detrás de la barandilla del porche. Entonces volví a subir las escaleras, abrí la puerta y me metí donde estaba segura de que nadie me iba a seguir. Sentada encima de la tapa del váter, apoyé la cabeza en las manos y me empezaron a brotar las lágrimas entre los dedos.
En aquel silencio, los disparos del día anterior todavía resonaban en mis oídos, igual que el ruido sordo que había hecho el cuerpo de la mujer de la gorra roja al caer al suelo. El bramido del viento en el exterior me retumbaba en los huesos.
Todo aquello era demasiado.
Solté el aliento entrecortadamente y me enjugué los ojos. Poco a poco, aquel torbellino de emociones fue amainando, y en su lugar quedó una extraña calma. Me levanté, me apoyé con las manos en el lavabo y me examiné los ojos enrojecidos en el espejo. Entre eso y que llevaba el pelo chafado y revuelto por culpa del gorro, tenía un aspecto horrible, pero también el de alguien decidido.
Tenía derecho a enfadarme con Justin, ¿no? Había muchas cosas que yo no sabía, no tenía ningún problema en admitirlo, pero nadie era capaz de manejar la vacuna como yo. Si había algún aspecto en el que podía imponer mi opinión, era en ese. Y eso era justamente lo que había hecho. No podía haber tenido las muestras fuera de la nevera más de un minuto, lo había pescado antes de que pasara nada. Y no creía que lo volviera a hacer. La vacuna estaba segura.
—Y eso es lo que importa —le dije a mi reflejo.
Nos quedaba aún un buen trecho de camino, pero no iba a permitir que le pasara nada a la vacuna. Iba a hacer lo necesario para asegurarme de que la única razón por la que habíamos llegado hasta allí no se fuera a la mierda.
Porque si la perdíamos no me quedaría ningún motivo para la esperanza.