E P Í L O G O
Paloma y yo merodeábamos bajo los calores de un Madrid semivacío en el día de Santiago y cierra España tratando de localizar mi nueva cárcel. No éramos capaces de encontrar un edificio que se correspondiera con los patrones estéticos a los que estábamos acostumbrados para identificar una prisión. Y es que en el lugar al que iba destinado no existen muros de cemento gris, ni alambres de espino, ni patios enrejados, ni controles bordeados por guardias civiles de servicio provistos de sus inseparables metralletas. El Victoria Kent es un conjunto destartalado de edificios de época, en estado de conservación claramente mejorable, que podría asemejarse a un hospital, a un centro psiquiátrico, a alguna Dirección General sin excesiva alcurnia política o a un centro de acogida de menores descarriados. Pero prisión, lo que se dice prisión, no parecía. Y es que propiamente no se trata de una cárcel, aunque la regenten funcionarios de prisiones. Es un Centro de Inserción Social (CIS) al que los presos en tercer grado acuden a dormir para ir preparándose, para ser testados, antes de que alcancen la libertad condicional.
Localizamos la puerta, pulsé sobre el cacharro ese que transmite voces al interior del recinto y la puerta, accionada desde dentro, se abrió. Me despedí de Paloma y entré en mi nueva casa de nocturnidad. Me recibió un patio de cemento puro y duro bordeado a su izquierda por unos edificios de escasa altura y a su derecha, tras un trozo de jardín nada despreciable, otros edificios, esta vez más altos y robustos, y al fondo el cuerpo principal, con la avanzadilla de un lugar acristalado tras el cual se encuentra el funcionario de recepción y salidas. Era, como digo, el 25 de julio de 2005, y en esa época y a esa hora nadie se encontraba en el recinto.
Me presenté. Me esperaban. Me recibió el jefe de Servicio. Me pusieron al corriente de los pormenores de mi nueva vida. En el edificio principal, en la primera planta, tras una puerta situada en el hall que distribuye las distintas dependencias, la dirección había habilitado un espacio destinado a presos que reclaman algún trato especial en materia de seguridad. Algo parecido al módulo de policías de Alcalá-Meco, pero en versión tercer grado, por lo que algún preso no policía pero notorio, como es mi caso, tendría allí su alojamiento. Pues allí me condujeron.
Tras la puerta que abrió el funcionario con su llave, porque el recinto, por si las moscas, permanecía cerrado con llave durante el día, penetré en un pasillo más ancho y con más luz que el de mi Moraleja de Meco y algo más corto. Avanzando por su piso dejaba a la izquierda 4 habitaciones de tamaño más bien considerable, con 2, 3 y hasta 4 camas cada una. La mía se situaba al fondo. Grande, muy grande, provista de unas mamparas que delimitaban un trozo de su espacio para confeccionar un pequeño cuarto de baño, un lavabo incrustado en la pared, una mesa y 2 sillas, un pequeño armario y 2 camas muy bajitas. Eso era todo. Comparado con una celda de Meco, me pareció la suite del Palace, y eso que jamás había estado en ese recinto supuestamente lujoso. Allí me instalé. De casa, siguiendo las recomendaciones de un experto en CIS, me traje sábanas y mantas, aunque en julio no las iba a necesitar, pero mejor tenerlas que echarlas de menos. Hice mi cama, saqué de la bolsa mis libros y algo de ropa y me senté en la silla apoyándome en la mesa para tratar de leer un rato antes de dormir.
Pero imposible dedicarse a esa labor. Un entorno nuevo que enfatizaba mi alegría por reencontrarme con más cantidad de libertad de la que había dispuesto durante los últimos años.
Observé que las puertas de mi habitación eran eso, puertas de una habitación normal y no chapas de celdas carcelarias. No se cerraban. Un funcionario pasaba a las 12 de la noche para efectuar un recuento. Como de lo que se trata es de que duermas allí, podría alguno tener la tentación de registrarse, subir a la habitación y después escaquearse. No es fácil ni lógico, desde luego, pero en la vida en general, y en el mundo carcelario en particular, siempre tienes que asumir la posibilidad de que se presenten sorpresas insospechadas. No hacía falta que te pusieras en pie cuando llegara el funcionario. Podías, incluso, quedarte durmiendo. El funcionario comprobaba y se iba. A mí me daba corte y siempre esperé de pie. Se ve que todavía arrastraba algunos hábitos de mi recién extinguido segundo grado carcelario.
Elegí mi horario después de las entrevistas de rigor con los funcionarios del Centro.
Especialmente interesante me resultó la conversación que mantuve con la psicóloga. Uno alberga prevenciones cuando la experiencia no es estimulante, y admito que cuando me dijeron que debía entrevistarme con la psicóloga, el recuerdo de la pobre doña Sole enturbió un poco mi mente antes de la entrevista. Por cierto, que en aquellos días me llegó la información de que en realidad tras el cese de Jesús Calvo como director se encontraba una especie de denuncia anónima confeccionada por 2 personas, una de las cuales era, precisamente, la buena de doña Sole. Quizá fuera mentira, pero tampoco veo el motivo para que se inventara la historia quien me la relató. Dejando esto a un lado, que tampoco es cosa de cebarse demasiado en la pobre mujer, que bastante tiene consigo misma, me enfrenté a la conversación en el pequeño despacho de aquella mujer.
Nada que ver. Totalmente diferente. Una persona seria, afable, profunda, inteligente. Pasé un gran rato en esa conversación y salí restaurado de mis relaciones con ciertos especialistas penitenciarios. Hablamos de budismo, de hinduismo, de religión, de mente… Como digo, salí encantado. Y en general del trato recibido de los demás funcionarios, que fue indudablemente amable. Entre ellos destaco al jurista, un hombre todavía joven, de muy buen aspecto, bastante más alto que yo, conocedor de su oficio de letrado. Me mandó llamar y charlamos en su despacho. Se quedó tocado con la revocación de las redenciones, pero su prudencia evitó que formulara juicios negativos. Me pidió toda la documentación y se la reenvié. De nuevo me sentía a gusto hablando con esas personas. Recordé que al jurista de Alcalá-Meco, del que decían que era alcohólico profesional, ni siquiera tuve el gusto de verlo físicamente, y fueron muchos los años y variadas las cuestiones jurídicas que en ellos planteé.
Llegaba al CIS por la noche, a eso de la 10 y media, y me iba por la mañana, a eso de las 6 y pico. Cuando arribaba por la noche ejecutaba mis labores de limpieza. Vivía solo en aquellos primeros días. En ese departamento especial, sólo 3 personas y en 3 habitaciones independientes. A mi costado alguien que ya había sido vecino mío en Meco, ocupando la celda 31, la mía en el segundo encierro. Más allá, en la siguiente habitación, un guardia civil del CESID encarcelado por el asunto GAL, que también había vivido en Alcalá-Meco su segundo grado.
Bueno, pues, como digo, mi primera actividad nocturna era llenar el cubo de agua, verter un poco de alguno de esos líquidos de limpieza que dejan buen olor y que me traje de casa, y con la fregona recorrer el pasillo de principio a fin y después mi cuarto. Y lo ejecutaba con maestría, debo reconocerlo, porque durante mi segundo encierro me convertí en un profesional del cubo y la fregona. Y ahora en Victoria Kent repetía la faena. Se trataba de no olvidarme de que todavía era preso del Estado. Finalizada la limpieza, me sentaba a leer o a pensar un rato envuelto en aquella soledad. Y meditaba sobre la utilidad de esos centros. Realmente habría que reconstruir el sistema penal y reconsiderar la privación de libertad. La cárcel tiene sentido cuando de sujetos peligrosos se trata, de personas que no saben vivir en convivencia pacífica con los demás. Pero en los demás supuestos es más que discutible que sirva para algo diferente a perder tiempo y oportunidades. Sería mejor que a algunos individuos se les condenara a trabajar en favor de la comunidad, pero haciendo las cosas que hacen en libertad, aprovechando sus conocimientos y capacidades en favor de los demás. Pero ese modo de ver las cosas se alejaba cada día más por aquello del Derecho Penal del Enemigo en el que lo único que importa es castigar.
Un día de aquellos me recibió el director, Santos Rejas. Había oído hablar de él como uno de los más prestigiosos, junto con Jesús Calvo, en el mundo penitenciario. Dirigía desde mucho tiempo atrás el Victoria Kent. Mi conversación con él sirvió para reconciliarme con Instituciones Penitenciarias, dado que mi relación resultó dañada interiormente a la vista del comportamiento de la nueva dirección instalada tras el cese en falso de Jesús Calvo y la renuncia voluntaria de Jaime Alonso. Santos Rejas era un hombre equilibrado que trataba de llegar al fondo de las cosas. Se dio cuenta de que el auto que había dictado José Luis de Castro, el Juez Central de Vigilancia gracias al cual dejé Meco, era un primer paso para cubrir políticamente mi abandono de aquella cárcel, y que en el fondo reunía todos los requisitos para que se me concediera el tercer grado. Y eso fue lo que decidió. No le conocía de nada. Jamás había tenido relación alguna con él.
Y asumió ese tercer grado como una exigencia de justicia penitenciaria. Casualmente en aquellos días le elevaron de rango y le nombraron subdirector general de la Dirección. Abandonó la dirección del Victoria Kent asegurándose de que la Junta de Tratamiento del CIS aprobaba la propuesta.
El nuevo director resultó ser el jurista con quien había conversado días antes. Julio Casado como director me pareció más que bien porque percibí claramente su respeto por el Derecho y su muy poca disposición a torcer la ley con los fórceps de la política. No me equivoqué y en mis conversaciones con él nos fuimos descubriendo humanamente hasta ir cimentando una relación capaz de pasar por encima de las vicisitudes concretas de ser director e interno, pero, eso sí, sin que en ningún momento dejara de referirme a él por su nombre de cargo, es decir, llamándole director, lo cual en ocasiones le agobiaba, pero así tenía que ser.
Mi habitación se fue llenando de inquilinos porque el CIS rebosaba por los 4 costados. En un momento dado llegamos a ser 4 internos en mi habitación, para lo que tuvieron que poner 2 camas supletorias. A pesar de vivir en una habitación abarrotada, no alteré ni un miligramo mis costumbres, de modo que a las 5 me levantaba, eso sí, con el menor ruido posible, y, después de las asanas de rigor, dedicaba mi tiempo a meditar en la postura tradicional con las piernas cruzadas una sobre la otra, a la que llaman loto. Aquella madrugada, como cualquier otra, el vecino de mi izquierda se levantó al cuarto de baño. Era un chico joven, alto y practicante de culturismo. Todo el movimiento de levantarse, encaramarse, ir al cuarto de baño, hacer sus cosas y regresar, se llevó a cabo casi sin abrir los ojos. Pero cuando se iba a tumbar de nuevo en la cama, se fijó en algo raro, en una especie de bulto quieto y sentado en el suelo de la habitación. Pegó un respingo hacia atrás que casi se da contra el lavabo del fondo, al tiempo que profería un grito de horror que casi despierta a todo el edificio, pero que provocó un sobresalto de los otros 2 compañeros de habitación. Encendieron las luces y los 3 de pie, mirándome medio en pelotas, porque era verano del 2005, compusieron un cuadro inolvidable.
Terminé en aquellos días mi libro Derecho penitenciario vivido, una obra editada por Comares, en la que unía Derecho y experiencia en una modalidad jurídica muy poco conocida, pero creo que de gran utilidad. La prisión me propuso redenciones extraordinarias. El juez De Castro las aceptó. El fiscal se opuso. La Audiencia me las quitó. Algún etarra tuvo redenciones extraordinarias por algo que había escrito en prisión no relacionado con el mundo penitenciario.
Yo no tuve derecho a ello.
Avanzaba el tiempo y el director Casado entendió llegada la hora de mi control presencial, una modalidad jurídica que te permite seguir en tercer grado, pero en lugar de ir a dormir bastaba con que hicieras acto de presencia 1 o 2 días por semana, además, en algunos casos, de someterte a un control de cierto tipo, como, por ejemplo, llevar una pulsera en el tobillo o lo que se llama el control telefónico. La pulsera en mi caso resultaba obviamente inadecuada, porque «canta» cada vez que entras en un aeropuerto, en un Juzgado o en cualquier lugar en los que exista control de metales.
Decidieron ponerme el control telefónico, que consiste en una llamada que efectúa un ordenador a determinadas horas para garantizar que te encuentras en el lugar al que pertenece el teléfono fijo que suministras. Se necesita, por tanto, tener ese teléfono fijo, lo que, aunque pudiera parecer otra cosa, no se halla al alcance de todo preso. Y, además, grabar unas frases en el ordenador central de Instituciones Penitenciarias para que el programa de voz las procese.
Esas frases las tienes que repetir cuando se produzca la llamada del ordenador y el programa descompone tu voz y comprueba que se ajusta a las pautas previamente registradas. Las frases que se utilizan carecen de sentido, como, por ejemplo, los salmones ascienden para poner sus huevos o los plataneros florecen cuando la primavera es aciaga, o cosas así, porque de lo que se trata es de que contengan sonidos determinados para ser procesados por el ordenador. Me contaron que un preso que tenía ese sistema vio cómo su familia llamaba al médico creyendo que le pasaba algo raro. Y cuando el doctor indagó acerca de en qué consistía el motivo de alarma, la mujer del preso dijo:
—Es que, doctor, de vez en cuando coge el teléfono y habla sólo diciendo cosas sin sentido de unos salmones y de unos plataneros. 20 de agosto de 2006, Pollensa, Mallorca. Lourdes y yo dejábamos que la tarde cayera suavemente sobre nosotros situados en el porche de poniente de Can Poleta, protegidos del calor y la humedad habituales en esa época del año en la isla en la que hemos consumido nuestros veranos y algunos trozos de varios inviernos, desde el ya casi legendario año de 1974. En los últimos 3 veranos, desde que me encarcelaron por tercera vez el 29 julio 2002, no había podido volver por sus lugares, y Lourdes se vio obligada a vivirla en soledad, en lo que ella entendía como soledad, esto es, la ausencia de mi presencia. Esa tarde del 20 de agosto de 2006 celebrábamos un acontecimiento tan sencillo y profundo a la vez como recuperar, aunque sólo fuera parcialmente, la habitualidad de nuestra vida, al menos de nuestra vida estival mallorquina.
Nuestro primer nieto, Fernando Guasch Conde, acababa de nacer y Lourdes y yo nos sentíamos felices con esta nueva incorporación y con mi tercer grado telefónico.
Aun a pesar de ese forzado diálogo con un ordenador, anticipo de lo que inevitablemente sucederá en muchos órdenes de nuestra vida en un próximo futuro, habíamos conquistado algo tan simple como volver a dormir juntos en nuestra casa de Madrid, y poder, además, hacerlo en otros lugares en los días de permiso penitenciario, lo que nos proporcionaba la posibilidad de viajar una semana al mes. Desde 1994 no disponíamos de semejante activo. Cierto es que aún entonces, 13 años después, no podría salir fuera de España sin autorización del Juez de Vigilancia, pero asumía que su titular, De Castro, no parecía empeñado en amargarme innecesariamente los años de vida que pudieran quedarme después de lustros de lucha y sufrimientos.
Exprimíamos la tarde porque en pocas horas tendría que salir hacia Palma para tomar el avión que me conduciría de regreso a Madrid. Empezaba una nueva etapa en nuestra vida, así que Lourdes, siempre austera en expresiones grandilocuentes, quiso resumir el inmediato futuro con una frase mitad programa y mitad advertencia:
—Bien, ahora tranquilidad. Ya se ha pasado lo peor, así que tenemos que dedicarnos a lo que no hemos podido hacer estos años. Por ejemplo, viajar. Tienes que llevarme a Argentina, pero antes hacemos un crucero por los fiordos del norte, que me apetece una barbaridad…
Hablaba con un énfasis medido, con una emoción controlada, como si la esperanza y la alegría que en esos instantes sentía debieran ser matizadas por el siempre imprevisible curso de los acontecimientos de eso que llamamos nuestro futuro. Lourdes rechazaba traducir sus emociones al exterior y controlaba el proceso al máximo. Su vida interior era abundante e intensa y la edificaba en este mundo emocional a costa de no permitir que se exteriorizaran más allá de lo inevitable. Por eso no me extrañó demasiado el tono algo apagado con el que dibujaba un momento tan emotivo como el que vivíamos en ese instante, perfilando nuestros pasos venideros, nuestra vida parcialmente recuperada, nuestra tranquilidad reconquistada en ciertos trozos de nuestra existencia. Algo de vieja tristeza hermanada con la recién llegada alegría debería traducirse en un tono semejante en su voz y expresión de la cara. Pero aun así, cierto resquemor me quedó para mis adentros, como dicen por el sur. Por eso no contesté de inmediato. Permanecí unos segundos en silencio. La tarde calma nos inundó a los dos. Los viejos olivos milenarios que se divisan desde el porche permanecían en asombrosa quietud, exhibiendo el tiempo vivido en los meandros esculpidos en sus troncos, como si ellos fueran oficiantes del rito de la meditación profunda. Los ojos de Lourdes se fijaron en ellos. Los contemplaba en silencio casi todos los días, porque eran sus olivos amigos, sus compañeros silenciosos y brillantes de esa tierra del norte de la isla. Un año de aquellos nevó sobre Baleares y la nieve acumulada sorprendió a uno de sus viejos olivos y quebró una de sus ramas. Lourdes lo sintió como un golpe en su cuerpo. 21 de agosto de 2006. Madrid. Seis de la tarde. Mi teléfono móvil registra una llamada de Lourdes. Me encuentro en el pantano de San Juan, en casa de José Martínez Atorrasagasti, amigo de la infancia de Lourdes. No podía sospechar cuando contesté lo que iba a suceder a partir de ese instante. Lourdes me informaba de que con los Domenech, nuestros íntimos amigos mallorquines, compañeros desde 1974, había ido al médico conforme a lo previsto, y que después de analizarla y conocer los síntomas en detalle, habían descartado que se tratara de un problema de cervicales y habían aconsejado un TAC o algo parecido, quizá una resonancia, en fin, un medio técnico para averiguar qué sucedía en el interior de su cabeza. Con voz algo doliente, pero sin el menor atisbo de calma perdida, dijo:
—El informe es bastante regular.
—¿Cómo que es regular? Léemelo, por favor.
Comenzó a hacerlo, pero no pudo continuar y no por la emoción, sino por la vista, porque tenía dificultades de visión, sobre todo en el ojo derecho, así que cedió el papel a Gabriel Domenech, quien sereno leyó una frase que difícilmente podré olvidar mientras viva. Decía, en esta terminología médica por esencia conservadora, tratando de nadar y guardar la ropa, que se trataba de una lesión de gran edema (entonces no tenía ni idea de qué era eso) y que las imágenes eran «sugestivas» de un tumor primario o de metástasis en el cerebro de tumores con diferente origen.
Obviamente, no hace falta saber nada de medicina y menos de patología cerebral para percibir al instante que el asunto era de lo peor que despacharse pueda. Sencillamente lo peor.
No necesitaba más aclaraciones. Ese lenguaje era confirmatorio de lo peor, porque de otra manera me habría infundido un miligramo de esperanza. En mi casa de Triana traté de conciliar el sueño, pero me resultó casi imposible. Caí en un duermevela en el que imágenes de todo tipo se entremezclaron en mi sueño ligero con una cadencia enloquecida en la que nada se ajustaba a eso que llamamos realidad. No sabía si vivía vigilia o permanecía envuelto en sueños.
Me acordé de la historia de Zuangzi, uno de los padres del taoísmo, cuando relató que un día soñó que era mariposa y volaba y al despertarse se formuló una pregunta que para las mentes claras jamás tendrá respuesta segura: ¿soy Zuangzi que ha soñado ser una mariposa o soy una mariposa que está soñando ser Zuangzi?
No podía ser verdad. Después de catorce años de lucha. Justo el día en el que acariciábamos la libertad de poder volver a dormir juntos, no podía ser que semejante crueldad volviera a asolar nuestras vidas. No podía ser. Tenía que estar soñando.
Julio Casado, el director, me relevó de la obligación de atender el teléfono. Gracias a su sentido de lo justo pude pasar más tiempo con Lourdes. Siempre albergando la esperanza de que no podía ser cierta tanta brutalidad.
Lourdes murió el 13 de octubre de 2007, a las 7:40 de la mañana. Yo seguía en 3er grado penitenciario. Seguía siendo un preso al despedirla en silencio y soledad cuando su cuerpo físico dejó de respirar.
El 4 mayo 2009 nació el segundo de los hijos de Alejandra, a quien llamaron Alejandro Guasch Conde. Yo, su abuelo, seguí siendo un preso en libertad condicional.