20 - EL HOMBRE… ESA IMPERFECCIÓN

En mi nueva etapa carcelaria me encontré con la sorpresa, presentida al finalizar el segundo encierro, de que los funcionarios encargados del departamento habían sido sustituidos por otros nuevos. Fernando, Pablo, Carmelo y Miguel Ángel pasaron a trabajar en el interior de la prisión, en los módulos. La plantilla del departamento de Ingresos y Libertades quedaba encomendada a aquellos que cumplieran los requisitos para alcanzar la categoría de V2, aunque no sabía bien en qué consistía ese peldaño administrativo. Mauricio, José Antonio, Ángel —el de León—, Angelito, Juan Antonio y Santiago se organizaban en equipos de 2 personas que atendían durante 2 días consecutivos el departamento, comenzando a las 8 de la mañana y terminando a las 10 de la noche, lo que equivale a 2 largos días de trabajo por 4 libres. Además de ellos apareció en escena Vicente, un funcionario muy gordo, más bien antipático y algo malencarado, que había sido jefe de Servicio y que a consecuencia de un amago de infarto —eso contaba— le fue concedido un régimen laboral algo especial. De lunes a viernes llegaba a trabajar a las 8 de la mañana y se iba sobre las 2, después de consumir a diario un pedazo de tiempo nada despreciable en la cafetería del Centro, aunque creo que no podía tomar café por la posible lesión del corazón. Con todos ellos me llevé estupendamente bien. José Antonio era un hombre educado, recto, que medía siempre sus actos en términos de equilibrio. Compartíamos la afición por la informática y muchas horas de conversación sobre asuntos variados formaron parte de nuestra relación de aquellos años, en la que también participaba de modo muy activo Ángel, el de León, un personaje notable, de origen maragato, interesado en temas orientales, aficionado a alabar y piropear al género femenino. Benjamín, responsable de cocina en ese trío, resultó ser también un conocedor de la informática y aficionado al Tao de Lao Tse. Mauricio, listo, originario de Alcalá de Henares, donde vivía, de buena estampa física, simpático y con don de gentes, formaba tándem con Angelito, aficionado a la psicología, preocupado por asuntos sociales, quizá el de mentalidad más progresista, buen conversador y amante de la tertulia. Juan Antonio, de edad más madura que los anteriores, meticuloso, algo quisquilloso, celoso de sus competencias, buena persona, y Santiago, oriundo de Meco, más directo y primario de gestos, aficiones y conversaciones, completaban el trío de parejas. Valentín, más bien bajito, muy rápido de mente, divertido y ocurrente, se ocupaba de cocina. Todos ellos, como digo, mantuvieron una buena relación conmigo que creo fue correspondida por mi parte.

En este tercer encierro, estuve sin salir de prisión prácticamente desde el 29 de julio de 2002 hasta el 23 de julio de 2005. 3 años continuados. Durante ese período de tiempo conviví con estos funcionarios. Y una convivencia intensa porque comenzaba mi jornada laboral a las 7 de la mañana y la concluíamos a las 9 y media de la noche. Y así durante años, y en ese período atravesé por todas las estaciones varias veces, viví los fríos y los calores, las lluvias y las sequedades… Y sufrí inevitablemente estados de ánimo cambiantes. Días de calma, de agitación, de serenidad, de cabreo… Quizá por eso las personas que mejor me conocen en el mundo son ellos, estos funcionarios, porque me han visto un número enorme de horas y en todas las circunstancias posibles en las que se manifiesta el ser humano, además, claro, de que en prisión te acabas mostrando como eres de verdad, porque sentirte privado de libertad trae a la superficie, por mucho que quieras controlarte, por energía que consumas en el arte del disimulo, tus instintos más primarios, tu verdadera forma de ser. La cárcel es un espejo de tu verdadero carácter, de tu auténtica estructura anímica y emocional, de cómo realmente eres. Esas personas estoy seguro de que podrían definirme con mucha mayor precisión que otros que presumen de saber quién y cómo soy.

Mi horario era particularmente duro sobre el papel porque a las 7 de la mañana me abrían la celda y comenzaba mi trabajo para atender a los reclusos que salían a diligencias, es decir, a realizar cualquier labor en diferentes Juzgados. Los funcionarios de sus respectivos módulos los acompañaban al departamento de Ingresos. La noche anterior recibíamos los partes de salida y con ellos confeccionábamos un documento en el que luego se punteaba a cada uno de los presos salientes, para que huellaran en su autorización individual de salida y volvieran a repetir de nuevo la ceremonia al regresar al Centro agotado el trámite para el que fueron conducidos a las dependencias judiciales, o al hospital, que este tipo de salidas por razones médicas también resultaban numerosas.

Mi primera misión diaria consistía en algo tan concreto como preparar el desayuno para los presos que iban a ser conducidos fuera de prisión. Oficialmente el desayuno se daba a partir de las 8 u 8 y media de la mañana, y como es evidente que necesitaban tomar algo, no quedaba más alternativa que prepararlo nosotros. Los jueces, curiosamente, se ponían muy nerviosos con esto del desayuno si un preso alegaba que no quería declarar a consecuencia de encontrarse mareado o sin fuerzas porque en la prisión no le habían dado de desayunar. Daba igual que fuera excusa y que evidentemente el preso ejemplificara con ella una farsa burda. Los jueces no querían vicios formales en sus procedimientos y ese, al parecer, podía ser uno de ellos. Así que nos apremiaban y enviaban de vez en cuando partes a la dirección insistiendo en esta labor doméstica.

Como digo, mi trabajo residía en calentar unos litros de leche, añadirles café y azúcar, y complementarlos con unas galletas que, por cierto, no estaban nada mal. Por alguna razón que ignoro el café les gustaba a la mayoría cargado y muy, pero que muy azucarado. Una vez preparada la jarra con el café con leche, en una caja de cartón depositaba los envoltorios de papel transparente que contenían cada uno 3 o 4 galletas, y añadía un número de vasos de plástico calculado más o menos conforme al número de presos salientes. Con esta parafernalia en las manos —en más de una ocasión se me cayó algo al suelo— dejaba el almacén y atravesaba el pasillo con destino a las celdas americanas. Cuando los presos advertían mi presencia, formaban cola para tomar el vaso con sus manos, extenderlo a través de las rejas de la celda, esperar a que lo llenara de café, tomar uno o 2 paquetes de galletas y volverse a su rincón en la celda a dar buena cuenta de todo ello. No todos querían probarlo, a pesar de mi esmero, salvo que corriera la voz de que tenía azúcar por un tubo, en cuyo caso el porcentaje de consumidores aumentaba muchos enteros.

A medida que fue transcurriendo el tiempo y aumentando la confianza entre nosotros, los funcionarios me permitieron ayudarles en misiones más administrativas. Podía escribir partes, introducir datos en el ordenador, preparar las fichas de los presos, expedir los documentos de salida y un largo etcétera de la multitud ingente de documentación que se genera en un Centro penitenciario. Menos los cacheos y las labores del huellado, en todo lo demás creo que les fui útil.

Eso, lo confieso, me hacía sentirme bien. Además, deseaba corresponderles porque el régimen de vida dentro del departamento había mejorado de forma notable respecto de mi estancia anterior.

Los funcionarios se quedaban a comer en nuestro almacén, y prepararon una mesa especialmente para esa labor. Así que alguien tenía que cocinar y un preso se encargaba de ello, para lo que tenía que disponer de ciertos conocimientos, aun cuando, como es fácilmente imaginable, aquello no era un local dedicado al gourmet de altura. Aprovechando esta circunstancia, el preso responsable de esta misión cocinaba también para él y para el resto de los que trabajábamos allí. Del papel de restauradores se fueron encargando sucesivamente Rubén, Luna y Charlie. Con este último conviví más tiempo que con los demás. Los materiales generalmente venían de cocina, así que era la misma comida que la de los demás, aunque cocinada con mayor esmero, o, cuando menos, no tan masificada como la del resto. A mí eso me importaba más bien poco porque dado que no comía ni carne, ni pescado ni embutidos, me alimentaba de arroz, garbanzos, judías verdes, cebollas, ensalada, tomate, fruta y queso. Y pechugas de pollo, que cuando tenían en cocina nos sentaban muy bien. A través del demandadero de la prisión compraba las lechugas, los tomates verdes, queso y fruta, mucha fruta. No exagero si digo que comía 7 kilos de manzanas cada semana. Mi cena era siempre la misma: ensalada, tomates, cebolla y una o 2 pechugas de pollo. En ocasiones sustituía la carne de pollo por una lata de atún. Para almorzar garbanzos, o lentejas, o judías… en fin, vegetarianismo en estado puro. Nada, absolutamente nada de alcohol. Ni carne roja de ningún tipo. Ni grasas animales. Insisto: vegetarianismo casi puro, de no ser por el pollo y el atún, pero me insistían en que algo de proteínas tenía que comer.

Una vez finalizadas las salidas de los presos, me duchaba y desayunaba en el almacén. A continuación me ponía a saltar a la comba. Un ejercicio muy duro, cuya intensidad y duración fui incrementando con el paso del tiempo. Llegué a estar una hora y media seguida. Para acompasarme ponía alguna canción especialmente diseñada para este fin. En ocasiones practicaba un ejercicio casi de artesanía porque en uno de los programas del ordenador de tratamiento de archivos de audio cambiaba el compás, el ritmo de la canción, disminuyéndolo al comienzo, restaurándolo al suyo propio en pocos minutos para ir creciendo en rapidez de manera progresiva, lo que intensificaba el esfuerzo y el consumo de energías. Mi misión —ya se comprende— no consistía en perder peso ni nada parecido, aunque sólo fuera porque a lo largo de mi vida muy poco peso he tenido disponible para ser perdido. Más bien lo contrario. Se trataba de cansarme, de agotarme, de consumir tensión; en fin, un ejercicio específicamente orientado al equilibrio emocional, uno de los bienes más preciados —y al tiempo escasos— en los recintos carcelarios. Según los días y el trabajo, saltaba por las tardes en lugar de las mañanas, pero en cualquier caso, finalizado el ejercicio y la ducha de rigor —terminaba absolutamente empapado en sudor—, consumía algunos minutos en estiramientos y una suerte de meditación de andar por casa.

A eso de las 9 llegaban los restantes compañeros de faena. Enrique Lasarte estuvo conmigo los primeros seis meses. El día de nuestra llegada, el 29 de julio, Jesús Calvo no pudo atendernos, así que encomendó esa misión a Pepe Comerón, el subdirector de Seguridad, con instrucciones muy precisas respecto a que ambos teníamos que estar destinados en ese departamento y que debíamos ocupar una celda en La Moraleja. A mí me tocó la 30, la primera de ese especial pasillo, la que albergó al político de Móstoles. A Enrique la última. El reparto de funciones entre los 4 o 5 destinados en esa zona en aquellos días me excluía de las labores de fregado. Solía ser responsabilidad del último que llegara, pero como yo me propuse voluntariamente para ser el chico de los desayunos y los demás se mostraron encantados de la vida porque nadie tenía especial interés en madrugar, quedé fuera de ese cometido. Enrique lo cumplió un tiempo. Era una labor que yo dominaba no sólo porque todos los días fregaba mi celda, antes de salir y nada más llegar por la noche, justo antes de dormir, sino porque, además, en mi etapa anterior, siendo el único que se encontraba en el departamento los domingos, aprovechaba para fregar los 2 almacenes y el pasillo, así como, de vez en cuando, las celdas americanas. Resultaba cansado, pero no se trataba de un trabajo meramente material. Lo más importante era aprender a ejecutar esas funciones tan rudimentarias en un plano diferente al meramente físico. Ciertamente alguno pensaría que se trataba de un enorme desperdicio de energías. Sí y no, porque para el cultivo de la humildad sincera no viene nada mal. Y por eso mientras pasaba la fregona por el suelo una y otra vez, mientras la escurría en el cubo de agua siguiendo una técnica secular entre los prisioneros, mientras vaciaba el agua sucia en las letrinas del cuarto de baño de Ingresos, pensaba en lo que estaba haciendo en ese instante mientras en un rápido recorrido a mi vida evocaba momentos de la llamada y va pasada gloria… Y sonreía.

Sinceramente sonreía… sonreía.

En los primeros días de septiembre, de regreso al Centro, Jesús Calvo nos recibió al tiempo a Enrique Lasarte y a mí en el ya famoso despacho del Juez de Vigilancia. Era la tercera vez en mi vida que me tocaba atravesar ese puente de comunicación con el director del Centro y todo me sonaba sabido. A Jesús también. Aquella mañana le noté especialmente abatido. Como buen profesional sabía lo que significaba una condena de veinte años, aunque fuera sólo sobre el papel. Asumía el efecto impacto en jueces y autoridades penitenciarias. Comprendía que se trataba de un castigo, de un mazazo —como tituló El Mundo – del poder a Mario Conde y eso iba a tener sus costes que irremediablemente se medirían en tiempo de privación de libertad. Quería hablarme, y al tiempo rehuía hacerlo. Sabía que yo dominaba mejor que muchos el Derecho Penitenciario, amén del mundo de la política, y tendría perfectamente asumido que con la laxitud propia de los conceptos jurídicos de esa rama tan especial, y las derivadas políticas del caso, mientras el poder, léase en ese instante Aznar, mantuviera una posición de abierta hostilidad, como parecía ser el caso, mi libertad brillaría por su ausencia. Por ello optó por dirigirse a Enrique.

—Teniendo en cuenta que tu condena es de 4 años, yo creo que en febrero puedes estar en permiso y enseguida tercer grado.

A Enrique aquellas palabras le sentaron a cuerno quemado. Pensaba que podría salir mucho antes, aunque ignoraba quién era responsable de una información a todas luces falsa. No había nada que hacer. Enrique peleó por salir en Navidades de ese inolvidable 2002, pero todo su esfuerzo fue inútil. Jaime Mayor, ministro entonces y amigo de Enrique, no pudo conseguirlo.

Supongo que lo intentaría, pero posiblemente entendió que el coste político de provocar una salida anticipada de Enrique sería superior a esperar 2 meses más. Claro que eso puede parecerte lógico cuando no has experimentado en carne propia lo que significan 2 meses de prisión.

—En cuanto a ti, Mario, ¿qué quieres que te diga? Todo depende de la acumulación. Si te la conceden…

Esa palabra, «acumulación», se convirtió en mi objetivo. Una norma técnica del Código penal advierte que cuando se trata de delitos conexos las penas impuestas no pueden ser superiores al triplo de la más grave. Es algo muy conocido en el mundo forense, que utiliza para referirse a ella la expresión «el triplo de la mayor». Que me concedieran ese derecho era tan vital como ajustado a la Ley. Y digo vital porque en tal caso, dado que la mayor de mis condenas era la de 6 años y 1 día que me impusieron por los 300 millones que di al CDS de Adolfo Suárez, el total no podía superar los 18 años por el Código antiguo. Pero, claro, de esos 18 años ya tendría cumplidos 4 años y 6 meses, es decir, los correspondientes a Argentia Trust (en esto reside la gracia de la acumulación), lo que quiere decir que mi tercer ingreso en prisión se haría con una cuarta parte de la condena ya cubierta, lo que me permitiría estar como mínimo en permiso ordinario y, de ser coherentes con la doctrina que venían aplicando desde siempre, acceder de modo inmediato al tercer grado. Por eso —me decían voces autorizadas— te han subido la condena, porque si mantenían los 10 años de la Audiencia Nacional ni siquiera hubieras tenido que ingresar, salvo para cubrir los trámites de concesión del tercer grado. Seguro que ese debería haber sido el resultado, pero estaba convencido de que cuando, en un ejercicio tan insólito como evidenciador de una terrible crueldad, decidieron doblarme la condena e imponerme 20 años, más que un asesinato, no tomaron en consideración ese dato técnico. Sus deseos iban por otros derroteros. Se trataba de destruirme. Eso era todo. Sin más paliativos. La acumulación, si me la concedían, era un punto de esperanza en el que seguramente ni siquiera habrían pensado, pero podría servir para algo. Así que a esperar.

Aun alimentando ese resquicio de la acumulación técnica y el posible recorte de pena que implicaba, admito que no podía sustraerme en aquellos días a la carga de maldad, o de crueldad si se prefiere, que contenía la sentencia. Nadie, creo sinceramente que nadie, mínimamente conocedor del asunto pensaría que semejante número de años pudiera considerarse siquiera proporcionado. Y la desproporción se alimentaba de crueldad. Por ello mi concepto del ser humano descendió muchos enteros. Empecé a pensar que se trataba de un producto esencialmente imperfecto.

Por si fuera poco, además de consumir como una fiera el nihilismo de Cioran, pedí cuantos libros pude encontrar sobre el catarismo. La herejía de aquellos llamados «perfectos» me fascinó.

Las portadas de los libros las pegaba como decoración en la pared blanca del fondo del almacén, allí donde instalé la mesa de trabajo. Su dualismo me parecía algo infantil, si se quiere, pero su concepto del mal, la esencial maldad de lo corpóreo, encajaba muy bien con mi estado de ánimo de aquellos días. La Iglesia católica los persiguió hasta generar niveles de crueldad realmente inconcebibles. Los quemaba vivos, les quitaba sus bienes, asesinaban a sus familias… La odisea cátara, ocurrida en la maravillosa tierra de Languedoc, fue un brutal genocidio humano. Pero la resistencia de los practicantes de esa fe, su inquebrantable creencia en la primacía del espíritu sobre la carne, su insobornable dignidad, constituían algo capaz no ya de ser admirado, sino de agitar tormentosamente los cimientos de mi equipaje emocional más profundo en aquellos días.

Veía sufrir a los míos. El dolor de Lourdes ante la brutalidad de la sentencia no me permitía alejarme de esos campos, huir de convicciones referidas a la maldad sustancial del ser humano, en general, y en particular de aquellos que ejercen algunas parcelas de poder. Vivía atormentado con esa idea que sabía nociva. Algo así podría fácilmente convertirse en el pórtico de entrada del odio en mis adentros. Y estaba convencido de que ese veneno acabaría con mi vida emocional, espiritual y quién sabe si física. Pero admito que renunciar a esas ideas cuando todavía estaban en carne viva las heridas abiertas por la condena multiplicada por 2 y elevada a 20 años en un ejercicio de ingeniería jurídica en el que ni siquiera se respetó la contradicción probatoria, se me convertía en una cuesta arriba demasiado pronunciada. Tendría que ir poco a poco. Día a día.

Mes a mes. Año a año… ¿Hasta cuándo?

A las 7 y media de la mañana, después de una breve ducha, llegué al departamento. La noche anterior, un Juzgado de no sé dónde había ordenado el ingreso de 2 musulmanes por el interminable delito de robo con violencia. Mozos jóvenes de apenas 18 o 20 años, que roban, ingresan en la cárcel, se alimentan, descansan, vuelven a la libertad, a robar, a reingresar, así en un círculo vicioso que no alcanzo a comprender. Pero no es el momento de filosofar sobre semejante barbaridad, sino de prepararles sus papeles, las fotografías, preguntarles el nombre de su padre, que siempre suele ser Mohamed, el de su madre, que con inaudita frecuencia coincide con Fátima, en qué fecha nacieron, que, casualmente, casi siempre suele ser el uno de enero del año que daría como resultado una edad de 18 o 20 años. En fin, una farsa sin sentido que me veo obligado a aceptar como parte de mi trabajo.

Inmerso en semejante clima laboral y vital, los conceptos de gravedad desdibujan un tanto sus perfiles y pierden intensidad en su dramatismo. Lo verdaderamente grave es sentirte privado de libertad como consecuencia de una decisión que al margen de otras consideraciones rezumaba brutalidad, exceso, demasía. Tal vez por ello el escenario carcelero constituye una plataforma adecuada para pensar en los territorios de la libertad sin que la histeria nacida de los intereses personales pueda nublar la claridad de ideas. Tal vez no. En fin, quién sabe. Lo mejor es escribir, reflejar sentimientos, pensamientos y juicios tal y como vienen, como nacen, y posteriormente ya los analizaremos.

Salí al patio principal a buscar a Enrique. Un coche de la policía nacional se apostaba junto al rastrillo mientras un miembro del cuerpo, con el pelo rasurado al máximo, escribía, con gesto mecánico y ausente de cualquier emoción, el formulario de entrega de un nuevo moro —otro-apoyado sobre el capó del vehículo policial. Enrique caminaba a velocidad considerable entre los 2 extremos del patio. En su mano derecha sujetaba un ejemplar del Abc. Cuando llegué y se percató de mi presencia, sin cesar su marcha abrió el periódico, buscó en las páginas de hueco grabado y sin pronunciar palabra me mostró una fotografía en la que aparecía Fernando Almansa, todavía jefe de la Casa Real, y el presidente Aznar, que había acudido a Palma de Mallorca para entrevistarse con el Rey, supongo que a propósito del último atentado etarra.

Caminamos un rato más en impenitente silencio mientras deglutíamos confusos la fotografía y su simbolismo, que vibraba en nuestro interior con un patetismo superlativo en ese mundo de hierro y cemento. En esas, Enrique dijo:

—Teóricamente, en estos momentos, con Jaime Mayor, amigo, situado como quizá el hombre más fuerte del PP después de Aznar, y con Fernando Almansa como jefe de la Casa del Rey, nuestro entorno, en especial el mío, porque Jaime es amigo mío y no tuyo, es el mejor que imaginarse pueda en el plano político. Y, sin embargo, lo real, lo auténtico y lo increíble es que a pesar de todo nos encontramos aquí.

Continuamos caminando. Se abrió la puerta metálica que da acceso al patio de preventivos desde el correspondiente de cumplimiento y apareció un funcionario que transportaba con gesto indiferente a unos cuantos moros hacia el departamento de Ingresos. Ahora les tocaba el turno de la libertad después de consumir escasos días en prisión. Al verlos salir con destino al mundo de los libres pensé que en cuestión de días, tal vez de horas, todos o algunos de ellos volverían a recorrer el camino en sentido contrario, en dirección nuevamente a sus celdas. Pero los moros, su libertad o confinamiento, no constituían mis preocupaciones fundamentales en aquellos momentos en los que, por alguna razón u otra, nuestras mentes volaban hacia Fernando Almansa.

La verdad es que aquella generación de Deusto había proporcionado nombres notables a nuestro país. Desde Almunia, ministro con González y secretario general del partido socialista por un breve período de tiempo, pasando por José María Rodríguez Colorado, «Colo» para casi todo el mundo, director general de la Policía con el PSOE, hasta Almansa, jefe de la Casa del Rey, pasando por Enrique y por mí, que habíamos ocupado los nada despreciables puestos de consejero delegado y presidente del Grupo Banesto. Que todos nosotros perteneciéramos al mismo curso de la Universidad de Deusto la convertía en una promoción de alta densidad política y financiera.

Colo, desgraciadamente, había sido condenado por el asunto de los fondos reservados y si su recurso de casación no resultaba estimado, tendría inevitablemente que cumplir algún tiempo de prisión. Almunia se estrelló en su intento de sustituir a González, posiblemente porque, al margen de sus cualidades intelectuales, no cumpliera el patrón de los aspirantes a liderazgos políticos, independientemente de que, justo es reconocerlo, sustituir a González no constituía misión particularmente fácil. Quedaba Almansa, y hacia él volaban nuestras mentes en aquella mañana carcelaria.

Dormí regular aquella noche. Me embrujó la luna. De madrugada, a eso de las 6 menos cuarto, me encaramé sobre la cama y muy despacio, porque todavía sentía ciertos dolores de espalda por excesos de estiramientos, me situé en la silla de plástico frente a la mesa de obra de mi celda. Eché una ojeada al exterior y allí estaba. Situada sobre el costado izquierdo del trozo de cielo que me es permitido contemplar. Decididamente, la luna llena es más llena y brilla con mayor intensidad cuando la contemplas cautivo, encerrado en un espacio de 8 metros cuadrados, desnudo, silente, cansado, preso.

El tono del cielo comenzaba a girar cromáticamente con destino al azul añil, aunque en Castilla ese color no alcanza la increíble tonalidad que despliega en las tierras de María Santísima. Sobre ese campo, el brillo intenso de la luna proporcionaba cierta textura mágica al conjunto, que, lamentablemente, se perdía al instante porque las luces amarillentas de seguridad seguían impenitentes arrojándose sobre el patio de presos, reflejándose sobre el muro, fijándose en los alambres, impidiendo que la cálida tonalidad de una luna llena vertiera sobre el patio, inmensamente vacío de presos a esas horas del alba, algo de su flujo sagrado. Todo te recuerda tu condición de preso, la silla de color blanco rancio situada en la esquina izquierda del patio, junto con un trozo de ropa desteñida y sucia; el cantar de los pájaros tempraneros, que pierde todo su encanto porque acuden a nuestro patio a picotear sobre los trozos de pan abandonados por los presos antes de subir a sus celdas. Comen desperdicio de preso. Quizá por ello su canto dibuje en el espacio melancolía.

Me acordé del postulado sufí: El león no come carne de perro.

La luna, como es femenina y está acostumbrada a girar alrededor del inmóvil sol, permanecía alegre y ajena a la tragedia que habitaba en nuestro módulo de Ingresos y en los demás, de preventivos y cumplimiento, que integran la prisión. Se la veía feliz, contenta, encantada de sí misma. Claro que, como buena mujer, en poco tiempo perdería su brillo y caminaría hacia la oscuridad plena, para volver a nacer y retornar a su esplendor. Mientras tanto, el sol, como buen macho, permanecería quieto, sin moverse un ápice, sin alterar sus tonos, cromía o temperatura, permitiendo que la luna revoloteara retozando a su alrededor mientras cambia de forma, tono y brillo una y otra vez para volver nuevamente a empezar. El sol no sonríe. La luna sí.

Conversé con el padre Garralda. Hombre ya mayor, de más de 80 años, había dedicado, según me cuentan, una parte muy sustancial de su vida a moverse por estos ámbitos carcelarios, supongo que para tratar de ayudar a los presos, no sé si a practicar el cristianismo o simplemente a soportar la vida. Me llamó la atención cuando lo vi charlando con Enrique poco después de nuestra arribada forzosa por este departamento. No lo recordaba de mis 2 estancias anteriores.

Aquella mañana, escuchaba algo de música mientras permitía a la mente viajar sin control a través de sus propios pensamientos e imaginaciones cuando apareció la figura de Vicente detrás de la mesa cubierta con mantel de cuadros blancos y rojos. Me hizo un gesto con la cabeza y me levanté. En voz baja me indicó que alguien me quería ver. No sabía de quién se trataba. Me acompañó al despacho del médico, lo que excitó un poco más mi curiosidad porque no había solicitado ningún tipo de consulta. Abrí la puerta despacio y le vi.

Era el padre Garralda. Su pelo blanco, lacio y largo, peinado hacia atrás, su nariz aguileña sin exceso, con el punto necesario para añadir elegancia a un rostro, sus ojos grandes situados en los extremos de su cara y su boca fina, sin asperezas, proporcionaban una estética agradable que contrastaba con su oficio de cuidador espiritual de presos, además de que en modo alguno habría podido suponer que aquel rostro pertenecía a un hombre de más de 80 años. Me senté frente a él, separados ambos por la mesa de formica de los médicos sobre la que se encontraban algunas páginas escritas a mano, con esa letra tan increíblemente ilegible de la que suelen hacer gala los profesionales de la medicina.

Cuando comenzó a hablar su rostro parecía relajado. Tuve la sensación de que quería transmitirme una buena noticia. La verdad es que en el brevísimo primer encuentro me insinuó que tenía en la cabeza alguna idea buena para mí, capaz de explotar de la mejor manera posible mis capacidades. No presté demasiada atención, lo reconozco, pero el hombre, constante y concienzudo, insistía ahora.

—He hablado con el director y le ha parecido muy bien lo que te voy a exponer.

La apelación al argumento de autoridad siempre es un recurso aceptable, incluso en libertad. En este mundo, mucho más. La autoridad que los funcionarios ejercen sobre los presos es total, inmediata, directa. La del director es sobrenatural. Para un amante de la autoridad por encima de cualquier otra cosa, el cargo es incluso peligroso porque el poder de mandar casi sin límite sobre cientos de personas que, debido a su condición de presos, tienen el estigma de engañar y mentir, lo que limita de modo considerable su capacidad de protesta, es un atributo difícil de manejar porque los límites casi te los proporcionas tú a ti mismo y el ser humano suele ser más amante del exceso que de la moderación. Por eso es admirado Jesús Calvo en este entorno. Ejerce la autoridad con mesura, dejando que su lado humano modere la crudeza que rezuma el entorno. Nadie duda de que sabe ser duro cuando alguien confunde humanidad con blandura, comprensión con debilidad.

—Le he comentado al director —prosiguió el padre Garralda— que dadas tus capacidades lo mejor sería disponer de un módulo especial en el que vivieran unos cuantos chicos de los que no quieren volver a la cárcel y que tú pudieras hablar con ellos, formarles, enseñarles, explicarles cómo funcionan las cosas por ahí fuera. De esta manera los conocerías y podrías avalarles para que encontraran encaje cuando vuelvan a la libertad. Al director, como te digo, la idea le ha gustado mucho. Ahora mismo tiene cierta dificultad para encontrar un módulo adecuado, pero si lo ponemos en marcha lo hará.

Se inclinó hacia delante, acercándose a mí, como queriendo ganar intimidad al reducir el espacio que nos separaba. Sus ojos expresaban satisfacción y su boca cinceló una amable sonrisa. Esperaba mi respuesta.

—Pues te agradezco muy sinceramente lo que me propones, pero debo decirte que no me apetece nada. Absolutamente nada.

Se tensó. Su rostro cambió bruscamente. Sus ojos transmitían estupefacción. Su boca, un rictus de desagrado. Sus manos se juntaron una con la otra, como para ayudarse mutuamente.

Irguió la espalda.

En ese instante se abrió la puerta y penetró Enrique en el recinto. Saludó con una voz fuerte que sonó amplificada en el ambiente espeso y tenso creado en aquel pequeño despacho.

Se sentó a mi derecha. Continué:

—Como te digo, no tengo el menor interés en atender lo que me propones. Sin duda alguna, si esta conversación se hubiera celebrado en los primeros días de prisión, allá por las Navidades de 1994, mi respuesta habría sido entusiásticamente positiva. Incluso en 1998, cuando me encarcelaron por Argentia, es más que probable que hubiera aceptado el envite.

Ahora no.

Enrique, ajeno a los prolegómenos de la conversación, atendía a mis palabras sin saber exactamente a qué se referían, aunque como había charlado algo con el padre Garralda y me conoce a la perfección, no albergaba demasiadas dudas de que rechazaba un ofrecimiento de esos de llamado tinte humanitario. La expresión de nuestro interlocutor, por otro lado, no permitía excesivas dudas. Sus ojos se convirtieron en elocuentes discursos de su estado de ánimo. Proseguí.

—Durante estos años he aprendido mucho sobre el ser humano. Lamentablemente, he llegado a una conclusión: el ser humano es un foco de maldad. En él viven, habitan los peores instintos y salen al exterior a la primera de cambio. No hay nada que hacer.

Ello, sin duda, es compatible con sujetos capaces de aportar muestras inequívocas de una alta dignidad. Pero son excepciones minúsculas en número en comparación con la generalidad.

El silencio reinaba en el pequeño despacho blanco.

—Curiosamente, durante toda mi vida he creído en el individuo, en los valores que le adornaban. Mi concepto de la amistad se edificaba sobre tal convencimiento. Cuando llegué a Banesto, con 39 años, pensé que disponía de la oportunidad de promocionar a personas que lo merecían. Por ello, al margen de hacer banca, quise crear un centro de estudios superiores financieros y pedí a los accionistas autorización para crear una fundación cultural desde la que pudiéramos, como decía entonces, devolver a la sociedad en forma de cultura una parte de lo que ella nos permitía acumular en forma de beneficios. Cuando intervinieron Banesto, Botín, sin ninguna razón, cerró la fundación y clausuró el centro de estudios. Bueno, sin ninguna razón no.

Precisamente porque la creamos nosotros, para que no viviera nuestro nombre en las labores de este tipo que uno y otro, centro de estudios y fundación, pudieran desarrollar.

—Ya —fue todo lo que pudo musitar el padre Garralda.

—No creo en el hombre, en el individuo. No deseo conocer a nadie más. Me basta con aquellos que tengo. Me parece profunda y absolutamente inútil dedicar mis esfuerzos a una labor que nace muerta porque es sembrar semillas de trigo sobre un campo de cemento.

Lo siento, pero es así. Comprendo que tu vida dedicada a estas labores carcelarias se basa en un concepto sustancialmente opuesto al mío. Pero este es el que tengo hoy, el que vive en mi interior.

—Pues lo siento.

La voz del padre Garralda sonaba lastimera. Enrique, asintiendo levemente con la cabeza, asistía a la escena.

—Pues sinceramente lo siento-insistió el sacerdote—. Comprendo que todo lo que has vivido es muy duro» y por muy Mario Conde que seas, te tiene que afectar. Por eso ahora estás en un pozo y lo que hay que hacer es luchar con todas las fuerzas para salir de él. Cuando lo consigas volveré a la propuesta. Ahora lucha por salir del pozo.

—Creo sinceramente que no me has entendido —repliqué.

Mi voz sonó con cierta aspereza. El volumen ascendió ligeramente. Me erguí. No sentía la menor tensión interna. Hablaba con la calma que te proporciona la convicción absoluta en tus ideas.

—No estoy en ningún pozo. Para nada. Tengo mis ideas muy claras. Estoy lleno de ilusiones, de cosas que quiero hacer cuando termine este encierro forzoso. Me sobran proyectos y capacidad de ilusionarme con ellos. Conozco a personas extraordinarias. Sé con quién quiero vivir y compartir los restos de mi espacio-tiempo. Todo ello me proporciona un estado de ánimo de ilusión y tranquilidad al mismo tiempo. No odio a nadie. Quiero a algunos. Deseo vivir mi vida, superar este momento dibujado y cincelado por la maldad. No te equivoques.

—Bueno, entiendo.

—La verdad es que resulta quizá algo complejo de entender —proseguí—, pero ya no creo, te insisto, en el ser humano. No deseo conocer a nadie más. Mi proverbial confianza en los demás ha mutado hacia una exquisita desconfianza. Creo que cuando alguien se me acerca su aproximación se motiva en sentimientos de corte inferior. Será o no siempre cierto, pero no tengo el menor interés en descubrirlo. Mis afectos están llenos, mis ilusiones también. He sufrido demasiado cuando he visto la estructura moral de personas a las que he querido entrañablemente y a las que he dado casi todo lo que podía entregar en mi vida. El hedor que desprende el ser humano es tan brutalmente fétido que no quiero volver a sentirlo. Quizá me pierda con ello conocer a alguien de la talla de algunos que comparten conmigo sus vidas. Es muy posible. Pero a cambio me ahorraré con plena seguridad el fétido olor que despide ese producto capaz de odiar, envidiar, mentir, difamar, ofender, disfrutar con el dolor ajeno y si es inmerecido mucho más. No hay ningún pozo en mi vida. Coexisten ilusiones y convencimientos.

Eso es todo.

No pudo responder. Mis palabras sonaban sinceras, nacidas de un interior cincelado a golpe de sufrimiento. No existía alternativa. Me puse de pie. Enrique hizo lo propio. Le dimos la mano ambos a nuestro interlocutor y abandonamos el despacho del médico. Allí se quedaba el sacerdote, con su vida dedicada, según creo, a los presos y presas, y con un concepto del hombre, su material de trabajo, que se aproximaba mucho a los desperdicios de un estercolero.

Volví a mi lugar de trabajo en el almacén. La música sonaba. Me sentía tranquilo y sereno.

Al comienzo, cuando este tipo de pensamientos se apoderaban de mí, cuando los veía crecer en mi interior, sufría porque deseaba que otras plantas crecieran en ese trozo de jardín, pero no había nada que hacer. Cada día, cada hora, se convertía en un nuevo testigo de la certeza de mis ideas. Poco antes de volver por aquí alguien me habló de un libro llamado «El hombre en busca de destino». Era una especie de diario intimista de un judío prisionero en Auschwitz, Víctor Frankl, sobreviviente de semejante locura. Escribió: «Hemos conocido al hombre tal como es. El hombre es el ser que inventó las cámaras de gas de Auschwitz; pero también es el ser que al entrar en esas cámaras de gas murmuró Shemá Israel».

Ya, pero lo importante consiste en que los que son capaces de inventar las cámaras de gas y disfrutar con ellas componen la inmensa mayoría, abrumadora mayoría, de los individuos que constituyen la humanidad. Los capaces de entrar calmos en el horror de perder sus vidas por una crueldad enloquecida y sin sentido, gritando Shemá Israel u otro grito de similar textura y porte, componen una ínfima porción, unas rutilantes excepciones. Son productos grandiosos en los que viven los valores que verdaderamente definen al hombre, le atribuyen su grandeza, le hacen auténticamente semejante a Dios. Conocerlos y compartir con ellos la existencia te permite creer en la esencia de la vida. Seguramente por ello son excepciones. Sin duda la masa retoza en la maldad enloquecida.

Tal vez por ello me resulte tan atractivo el pensamiento mosaico. «Dios comprendió que exigía demasiado a los seres humanos cuando les solicitaba que demostraran cualidades morales en una comunidad esencialmente inmoral. De modo que en lugar de pedir a los individuos que se eleven por encima de su sociedad, Dios se aboca a crear una comunidad donde el común de la gente, no los santos, se respaldan mutuamente en sus esfuerzos por actuar con rectitud.» Pero aun así la comunidad debe ser necesariamente pequeña, reducida. Tal vez por haberlo comprendido con tanta nitidez, quizá por esta asignación del papel de modelo que se autoatribuyen los judíos al definir su idea de pacto con Dios plasmado en la Tora, quizá en esa filosofía de base reside la esencia de su persecución secular. Ellos, los judíos, sostienen que el cristianismo arranca de una base judía. No en vano Jesús, el profeta cristiano, pertenecía a su raza. La diferencia radica en que ellos, los judíos, eran ya un pueblo antes de tener una religión.

Descubrieron el monoteísmo y pactaron con Dios. El cristianismo se dedicó a universalizar el mensaje, desproveyéndole de algunos datos esenciales de forma y manera que permitiera su deglución por el gran público. Es evidente que no fueron los judíos —insisten— quienes crucificaron a Jesús. La responsabilidad recae en los romanos y la razón deriva directamente de la proyección política contraria al Imperio que emanaba de toda la doctrina del revolucionario de Nazaret.

Los calores estivales, como mis esperanzas en el ser humano, nos habían abandonado tiempo atrás, pero esos días finales de agosto, con el menguante lunar, nos inundaban con temperaturas absolutamente inhabituales. Esas últimas noches ya no nos visitaba una brisa templada, sino más bien una racha fría. No gélida, como las del invierno, que ya llegaría el tiempo de sufrirlas.

La tarde ya la habíamos echado para atrás y en el fondo del almacén de Ingresos, como todos los días, sonaba una música con la que buscábamos unos momentos de tranquilidad antes de ascender nuevamente a la celda. No me inspiraban ninguna nostalgia esos instantes. A algunos les producía cierta depresión pensar en que nuevamente, como protagonistas de un eterno mito de Sísifo, teman que ascender hacia el calabozo para volver a descender la mañana siguiente, y así día tras día, mes tras mes y año tras año. No veía las cosas de tal manera. Una tarde vencida era un día menos, y, aplicando las redenciones ordinarias y extraordinarias, 2 días menos. Es la teoría del «mirar para atrás», regocijarse en lo consumido, en el tiempo malgastado entre rejas por imposición forzosa de algún tribunal o lo que sea. Por ello, cuando llegaba al convencimiento de que había vencido al día, de que había echado la tarde para atrás, no sólo no me invadía un sentimiento depresivo, sino todo lo contrario: había vuelto a ganar la batalla de cada día a este mundo, a este entorno y a las gentes que me habían enviado a él.

—Vuelve Escolar.

El jefe de Servicios anunciaba oficialmente lo que para mí constituía un inevitable: el retorno de Rafael por estos lares. Cuando días atrás salió por la puerta de Libertades aquella tarde, en el comienzo de la anochecida, los ojos de Rafael transmitían una alegría especial: la que se siente cuando crees recuperar, aunque sea parcialmente, tu libertad. Yo, sin embargo, sabía que las cosas no discurrirían por un sendero de flores y hierbas verdegueantes recién nacidas a la vida, semejante al que Rafael en su fuero interno, en su espíritu que retozaba en su nuevo estado, imaginaba. Así fue. Estuvo, desde luego, en un hospital, pero penitenciario, y eso imprime carácter. Una pequeña habitación, de dimensiones inferiores a las de una celda, 2 camas —afortunadamente para él una de ellas se encontraba vacía—, un aire acondicionado que brillaba por su ausencia y un pequeño ventanuco que debía permanecer inexorablemente cerrado de acuerdo con «las normas», constituyeron el nuevo escenario en el que consumió unos cuantos días mientras se ejecutaban las pruebas forenses para determinar su estado de salud con la finalidad de concretar su situación penitenciaria. Concluido el trabajo de los especialistas, el destino de Rafael no podía ser otro que el territorio regentado por Jesús Calvo.

La imagen de su nueva entrada distaba mucho de los cánones de belleza griegos: esposado, con la camisa fuera de los pantalones cubriendo el cinturón, y una chaqueta algo arrugada, como equipaje de regreso, acompañado de una expresión de indescriptible tristeza. Al vernos, se vino arriba, como dicen por el sur. Aparentó fortaleza y serenidad. Seguramente algo de ello viviría en su interior.

Al día siguiente nos volvimos a reunir Enrique y yo con él y Jacques. En efecto, como preveía, el gusano carcelario comenzaba a producir sus efectos. La voluntad de abandonar este recinto a costa de lo que sea comienza a ser perceptible, aunque todavía conserva la suavidad de las rachas de viento térmico que visitan la bahía de Palma de Mallorca cuando caen las tardes del estío. Pronto tomarían la acritud de las ráfagas del mistral de octubre. Mientras llega, la mente todavía dispone de cierta quietud para pensar. Jacques tenía las ideas claras:

—Seguimos sin saber qué fuerzas son las que nos encerraron aquí con tanta crueldad. Pero lo que tenemos que hacer es pensar en cómo salir de aquí. Ese es el objetivo. El Tribunal Constitucional no servirá para nada, porque seguirá nuevamente instrucciones.

—Yo ni siquiera pienso acudir en amparo. Lo harán mis sociedades, pero yo no —dijo en tono seco y duro Rafael.

Pronto se irían los 2. El sistema penitenciario impone sus reglas y la Junta de Tratamiento de Madrid II seguramente aprobaría su tercer grado por razones de salud y edad, previo a solicitar de la Juez de Vigilancia que les aplicara el correspondiente anticipo de la libertad condicional debido a la lejana fecha de su nacimiento y a las especiales condiciones de salud que les acompañaban. En unos días, como mucho un mes, se encontrarían libres —parcialmente— de esta pesadilla. Volvería Rafael por sus fueros. Seguiría en su lucha. Tal vez muy poco efectiva, por la desproporción de fuerzas en litigio, pero si servía para mantenerle vivo, para suministrarle energía para levantarse con ánimo cada mañana y soñar algunos minutos cada noche, pues muy bien.

Cuando se fueron, volví por el despacho de Ingresos a charlar con Pepe de los ejemplares humanos que abundan por estas tierras. Me contó, como uno de los más singulares de su vida, ya dilatada por encima de treinta años en el mundo de las prisiones, el de un tal Abito Luciano.

Debió de ser un ejemplar memorable. Limitado de mente —es decir, un poco corto el hombre—, gangoso en el hablar para adornar su figura, Abito era un impenitente creador de problemas a los funcionarios, claro que el método para ello no dejaba de ser doloroso y cruel porque con cualquier instrumento que tuviera a mano comenzaba a hurgarse en el antebrazo izquierdo. Poco a poco, centímetro a centímetro, horadaba en su carne, creando un foso de 3 o cuatro centímetros de largo y 2 o 3 de ancho. Primero apartaba la piel, después llegaba a las venas y los nervios. Jugaba con ellos como si fueran cuerdas de guitarra. Seguía profundizando mientras en el suelo verde comenzaba a dibujarse un charco con su sangre, espesa y oscura. Abito no parecía sentir el menor dolor porque toda la maniobra la ejecutaba impertérrito, sin perder en sus labios una mueca que se parecía mucho a lo que en los humanos «normales» recibe el nombre de sonrisa. Seguía con la vocación de un peregrino atraído por la llamada de su Dios hurgando y hurgando hasta que el hueso de su antebrazo aparecía a la vista de quien se asomara a semejante ventana. Lo limpiaba para que reluciera y lo mostraba encantado, como quien consigue una obra de arte fruto de un esfuerzo de la imaginación y las habilidades manuales.

Lo peor de todo es que Abito, una vez concluido el primer hoyo corporal, comenzaba, centímetros más arriba, con el segundo, y si alguien no lo remediaba, se cubría todo su brazo con tan inequívocas muestras de desequilibrio mental.

Los funcionarios lo prendían y lo sujetaban, pero Abito poseía, entre otras cosas, una habilidad especial para liberarse de ataduras. Me contaba Pepe que lo situaban de espaldas a una pared cualquiera y Abito, echando los codos hacia atrás, clavándolos en la desnuda pared y apoyándose con los tobillos, pies y piernas, conseguía ascender por la esquina a una velocidad endiablada sin que nadie supiera describir el juego de fuerzas que le permitía semejante ascensión.

Por mucha fuerza que consumieran en atarle las ligaduras y numerosos los nudos de ajuste, Abito, en una versión carcelaria de las habilidades de Houdini, se liberaba de todas las trabas y comenzaba de nuevo con la aventura de horadarse el antebrazo. Decidieron llevarlo a un psiquiátrico, porque otra solución no les quedaba. Pero ¿cómo sujetarlo hasta el día siguiente? El método que me describió Pepe para calmar al personaje no pudo ser más expeditivo. Lo envolvieron en un colchón que rodeaba su cuerpo por completo, las manos se las sujetaron firmemente a la espalda. El colchón lo ataron contra su cuerpo con cuerdas y cinta adhesiva.

Concluida la primera parte de la operación, dio comienzo la segunda: lo colgaron en semejante estado desde la ventana de la celda. Su cuerpo pendía sobre el patio de presos, aunque la altura era más bien escasa. Si hubiera sufrido una rotura de ligaduras o ataduras, no se habría provocado demasiado daño al estrellarse contra el suelo, en todo caso mucho menos que el que el bueno de Abito se dedicaba a sí mismo con sus manías de buscador de tesoros escondidos en la carnes y huesos de sus brazos. A todo esto, Abito, con su voz gangosa que inevitablemente transmitía comicidad, rompía el silencio de la noche con una frase repetida mecánicamente:

«Funchionayo achechino».

El 29 de agosto se cumplía el primer mes de mi tercera estancia carcelaria. Mis penalidades interiores se agolpaban entonces en torno a mi futura ahijada, la hija de Jaime Alonso. Leonés de cepa pura, de los montes altos, cercano a la Puebla de Lillo, honrado a carta cabal, capaz de llevar la amistad y el respeto por lo digno hasta confines no hollados más que por una inmensa minoría de humanos, Jaime quiso que yo fuera el padrino de su hija Alejandra, cuyo nacimiento se esperaba para el siguiente mes, fruto de su segundo matrimonio. Esa hija constituía un pilar decisivo en el que Jaime apoyaría su vida futura. Su designación de padrinazgo era de las decisiones más trascendentes de su vida. Yo era perfectamente consciente de lo que eso significaba para él. Y lo acepté como un honor además de un servicio. Jaime pertenece en teoría a eso que llaman la extrema derecha. Sin embargo, yo, que no he militado en esas filas, en ningún momento he tenido que enfrentarme a él por cuestiones referidas, por ejemplo, a la economía de un país, a las relaciones Oriente-Occidente, a la necesidad de asegurar igualdad de oportunidades… En fin, a muchas otras consideraciones esenciales para la vida en común. Al margen de que en cualquier caso esa discusión teórica no producida no quebrantaría la cimentada solidez de la amistad entre nosotros forjada. Su hija nacería en los próximos días. Y yo no podría estar allí.

Pronto vendría septiembre y con él se reanudaría la actividad judicial, lo que provocaría que los abogados vinieran a verme, a contarme las pocas cosas de las que teníamos que hablar, porque cuando te sentencian, te condenan y encierran, las palabras comienzan a sobrar. Es el turno de la fortaleza interior, que se verá golpeada una y otra vez por la amarga inercia de la vida carcelaria, con el añadido de que cualquier noticia que llegue desde los lugares en los que viven y trabajan esos hombres de negro con puñetas blanquecinas en sus mangas será, seguramente, negativa para tus intereses, esto es, tu libertad o hacienda, con lo que el efecto demoledor que añadirán a tu estado de ánimo te provocará 1 o 2 días de intenso ataque del gusano carcelario, en los que todo será agrio, ácido, perverso. Pero se pasa. Si quieres, sobrevives. Por mucha patología que te circunde.

Por cierto, que Rubén, uno de los que trabajaban en el módulo, aunque en su caso de manera ocasional y no fija, vamos, una especie de eventual por horas de la prisión, me contó que su vecino de celda era un personaje para el anecdotario carcelario. Su ficha de módulo reflejaba que el delito por el que vivía en la celda contigua a la de Rubén era «estafa». Yo sabía que en algunas ocasiones se utiliza esa figura delictiva con la intención de que no trascienda en exceso el verdadero motivo de la privación de libertad. El vecino de Rubén también vino para este mundo etiquetado con la polivalente «estafa». Y de tal delito económico, nada de nada. En realidad se trataba de un muchacho que no había recibido de la naturaleza excesivas bellezas corporales. Su padre tenía un negocio un poco peculiar: una funeraria. Alguien tiene que ocuparse de enterrar a los muertos, o de incinerarlos, procedimiento cuya clientela aumenta cada día. Bueno, pues, al parecer, el hijo del padre funerario se dedicaba a un deporte de sustancia necrófila: cuando llegaba alguna muerta de buen ver —es un decir— el chaval, impulsado por unos instintos sexuales un tanto peculiares, se introducía en la caja, se ponía encima de la muerta y fornicaba con ella. No debía de importarle demasiado ni la rigidez del cuerpo, ni la ausencia de movimiento, ni la frialdad de la temperatura. Otra cosa es cómo podía superar esos condicionantes para hacer el amor —es un decir— con una fallecida. Tal vez dispusiera de algún secreto ancestral inaccesible para los comunes mortales como nosotros.

Era, según cuentan, el encargado de preparar el cuerpo, limpiarlo, peinar el pelo, situar los miembros superiores e inferiores en la posición adecuada para que se ajustaran a la caja de madera elegida por la familia con arreglo a los gustos y posibilidades económicas propias de cada uno. Se ve que en esa labor no tenía más remedio que tocar la carne de la muerta y verla desnuda integral, y eso, al chico ese, tal vez porque no encontraba demasiada receptividad entre las vivas debido a su escasa belleza corpórea, le debía de provocar impulsos sexuales irrefrenables y ni corto ni perezoso se dedicaba a la tarea de amortajarlas sexualmente. Al fin y al cabo, la muerta no podía denunciar la agresión. El delito parecía bastante cómodo de cometer. Fornicaba a la muerta y punto final. En realidad punto y seguido porque no fue un caso, sino varios hasta que alguien, por un método que desconozco, tuvo constancia de que el hijo del funerario se dedicaba a tan atrabiliarios menesteres con las clientes pasivas de su padre. Le denunciaron y le metieron 12 años de cárcel. Por eso vivía al lado de Rubén.

Aquello me produjo una reacción interior brutal, lo confieso. Comenzaba a acostumbrarme, después de 3 encierros, a las patologías propias de algunos —quizá muchos— ingresados en prisión, pero aquello sobrepasaba un poco los límites. O tal vez no. Digo esto último porque cuando tuve ocasión de comentarle a Lourdes el caso, lo trató con distancia, asegurando que los violadores de vivas le parecían repugnantes, pero que en ese caso, como se trataba de personas ya fallecidas, el caso tenía menor importancia.

Rubén andaba muy fastidiado esos días porque a pesar de que llevaba muchos años en prisión, casi 5 continuados, de una condena de 9 años, no le concedían ni un solo permiso, a pesar de que había superado la cuarta parte muy de lejos. Sobre todo le encendía el alma que a su compañero de causa, que incluso tenía 1 año más de condena que él, le dejaran salir de permiso en varias ocasiones. El agravio comparativo se lleva muy mal por las tierras de la libertad, pero por los cementos y espinos mucho peor. Y en el mundo de la droga, de las condenas por tráfico de estupefacientes, se provocan situaciones realmente injustas en las que chicos que trafican con cantidades pequeñas para ganarse malamente la vida sufren condenas superiores a las de algunos organizadores del narcotráfico a gran escala.