18 - EL DOLOR DEL ODIO
El 29 de julio de 2002, a eso de las 3 horas de una calurosa tarde, me encontraba nuevamente forzado a pasear, por tercera vez en mi vida en los últimos 8 años, por las dependencias de la cárcel de Alcalá-Meco. Nuevamente un papel con el membrete de la Administración de Justicia firmado por algún magistrado era capaz de encerrarme, de privarme de libertad. ¡Qué frágil la libertad que agoniza en un trozo de papel adornado con la caligrafía de un magistrado del Estado!
Resulta muy fácil pronunciar la frase, pero arduo vivir su contenido. 3 veces en prisión, en el mismo Centro penitenciario, en un lapso temporal de 8 años. La primera, en las Navidades de 1994-1995. Acababa de cumplir 46 años. La segunda en los años 1998-1999, cuando ya contaba 49, y ahora, la tercera —quizá sea como dice el refrán la vencida— entre el 2002 —mi calendario indica la cifra de 53 años cumplidos— y ya veremos cuándo. Si repasamos la historia moderna de España y del mundo occidental, es más que probable que algo así carezca de precedentes. Los episodios de crueldad derivados de una epilepsia instalada en los centros del poder no florecen —afortunadamente— todas las primaveras. Su amenaza, sin embargo, es real. La semilla se sembró en los barbechos del Sistema y con algo de agua y un poco de calor, destilada la primera y artificial el segundo, nos manifestará la brutalidad de su presencia. Producto humano.
La verdad es que casi todo lo que me ha tocado vivir en este mundo del triángulo Justicia-Política-Medios de comunicación constituye, al menos en apariencia, innovación singular respecto del comportamiento en el pasado. Creo, sin embargo, que la historia siempre se repite.
La esencia del comportamiento humano es idéntica, aunque su maldad latente tiende a aumentar a través de la entropía, pero sus decisiones son similares. Ocurre que los tiempos cambian y, por tanto, idénticas actitudes, análogas decisiones se disfrazan con nuevos ropajes, se guardan en diferentes cofres, se transportan en nuevos carruajes. Bueno, pues en mi caso los ropajes, disfraces y cofres parecían constituir inventos vanguardistas de la era de la modernidad.
La primera vez que alguien mencionó la posibilidad de que algún día me encontraría entre rejas sucedió hace ya muchos años, en la casa de Jaime Botín, presidente de Bankinter y hermano menor de Emilio Botín, el presidente del Banco Santander. Aquel día se celebraba el referéndum que el presidente del Gobierno socialista, Felipe González, en contra de los postulados tradicionales del PSOE, su partido, convocó para la entrada de España en la OTAN, en medio de una marejada política de consistencia considerable. Jaime nos invitó a Lourdes y a mí a cenar en su casa con él, con Arenas, entonces director general de Bankinter, y con un hombre mayor a quien no conocía. Contemplamos algo atónitos la postura para mí inconcebible del entonces líder de la oposición, Manuel Fraga. Triunfó el sí a la entrada en la Organización del Atlántico Norte, que no por esperado nos dejó de parecer una magnífica noticia. El socialismo se occidentalizaba, al menos en la epidermis de las organizaciones político-militares.
Concluida la cena, llegó el tierno turno de las despedidas; situados todos los asistentes en el pórtico de la entrada de la casa de nuestro anfitrión, evidenciando gestualmente el cansancio, aquel hombre mayor se acercó despacio al lugar que ocupaba mi mujer en el porche y, con una voz serena, un cierto deje de amargura y la sensación de que iba a transmitir un enorme secreto existencial, le dijo:
—Ten cuidado con tu marido porque lo pueden meter en la cárcel.
A pesar de la noche y algo de vino, una frase así, en la que aparece el vocablo mítico de la prisión, pronunciada con pocas trazas de broma y con un apunte de cierta solemnidad, provocó una sorpresa de tamaño considerable en mi mujer, que abrió con ímpetu sus ojos amarillos a la vez que esbozaba una ligera mueca de disgusto, y eso que era muy poco dada a los aspavientos emocionales. No quiso conservar para ella sola una frase de tan alto contenido enigmático y preguntó a aquel hombre las razones para que dijera una cosa así.
—Porque le he escuchado durante la cena y es un hombre muy inteligente y debes saber que en este país se mete en la cárcel a los hombres inteligentes.
Bueno, pues, piropos aparte, Lourdes se quedó muy tranquila porque no quiso asumir que la historia humana es la del encarcelamiento de la inteligencia, o, mejor dicho, de las potencias del alma que ascienden nítidas sobre los aleteos de la mediocridad. Claro que los mediocres también pueblan las cárceles e, inevitablemente, en mucha mayor proporción. A ellos se les encarcela por sus actos. A las potencias del alma, a los portadores de ellas, simplemente por existir.
El hombre se marchó a su casa muy sentido. Lourdes y yo nos quedamos unos minutos más con Jaime Botín consumiendo los últimos turnos de la larga noche. Lourdes, sin especial énfasis, comentó la intervención del hombre en cuestión y Jaime desveló su identidad: se trataba del padre del que llegaría a ser vicepresidente y ministro de Economía Rodrigo Rato, que entonces se perfilaba como uno de los descollantes miembros de la derecha española. Lo relevante del caso es que ese hombre y su hijo mayor, padre y hermano de Rodrigo Rato, respectivamente, sí que estuvieron en la cárcel. No podía precisar Jaime cuánto tiempo, pero manejó alguna cifra sensible, más de un año. Creo que más bien cerca de dos. Al parecer tuvieron algunos problemas con la banca Rato en materia de tráfico de divisas o algo parecido, y en los tiempos de Franco y su retranca ese asunto era gasolina inflamable. Les pillaron en algo o simplemente resultaba conveniente enviarlos a prisión. No lo sé. Lo cierto es que el padre y el hijo mayor dieron con sus huesos en Carabanchel, porque creo que en aquella época no estaba construida la cárcel de alta seguridad del Estado español llamada Alcalá-Meco. Claro que el juicio del padre de Rodrigo acerca de que en este país se encierra a la inteligencia entre el jolgorio de los mediocres perdía valor al conocer que él mismo y su hijo fueron encarcelados. Rodrigo Rato no.
Al margen de anécdotas —quizá no exactamente— de este tipo, lo cierto es que la opinión de su padre resultó premonitoria. Por 3 veces fui enviado a prisión. En todas las ocasiones, sea como preventivo o penado, mis ingresos carcelarios derivaban del singular caso Banesto que arrancó el 28 de diciembre de 1993, día de los Santos Inocentes, con una decisión, insólita donde las haya, de intervenir uno de los grandes bancos españoles y sustituir a todo su Consejo de Administración de un golpe. Nunca mejor dicho. El juicio del caso Banesto duró la nada despreciable cifra de 2 años. Se dice pronto. Se vive lentamente, desesperadamente. En sus sesiones consumía horas tomando notas y reflejando pensamientos en un pequeño libro que encuadernó Luis Mínguez y que se convirtió en mi compañero inseparable. A esperar la sentencia después de centenares de testigos, miles de documentos y alguna fauna pericial de singular corte, como los inolvidables Monje y Román, inspectores del Banco de España. A las 2 de la tarde del inolvidable viernes 31 de marzo de 2000 se concentraba sobre nosotros, sobre nuestras familias, amigos e, incluso, enemigos, la inmensa tensión vivida desde el 14 de noviembre de 1994, seis años atrás. Quedaban minutos para que oyéramos la voz escrita en los folios de la llamada Administración de Justicia de 3 hombres: Siró García, el presidente; Choclán, el ponente, y Díaz Delgado, el vocal para formar la Sala. 4 años de instrucción y 2 de juicio oral. No está nada mal. Por fin llegaba la conclusión, al menos del primer acto.
Paseaba agitado e inquieto alrededor de la mesa de juntas del despacho de Juan Sánchez-Calero, donde mi abogado, junto a Adolfo Domínguez, su colaborador más directo, Paloma, mi secretaria, Paco Cuesta y yo, permanecíamos en un intenso y espeso silencio, sin atrevernos siquiera a pronunciar palabra, moviéndonos unos, quietos los otros, transmitiendo todos una inevitable sensación de angustia nacida de nuestra experiencia con la Justicia, de comprobar aturdidos cómo los factores políticos y mediáticos, los intereses subyacentes, constituían el caldo de cultivo del que nacían por fermentación autos, providencias, sentencias y decisiones judiciales en los que el principal ingrediente no eran ni el Derecho, ni la Ley, ni la Justicia, sino una especie de juicio de fatalidad, una cadena inevitable entre la condena política y la decisión judicial. Por si fuera poco, los augurios de los días precedentes se inclinaban en la dirección de una catástrofe nuclear. Yoldi, periodista de El País experto en temas judiciales, había confesado a un amigo común que Clemente Auger, presidente de la mentada Audiencia, había transmitido la información de que la sentencia iba a ser ejemplarizante, con condenas para todo el mundo, y, en concreto respecto de mí, más de 20 años de cárcel.
Aquella mañana los minutos se convirtieron en horas, pero, por fin, llegó el momento. Los procuradores entraron en la Sala en la que se les iba a entregar el texto de la sentencia, previsiblemente voluminoso. Cientos de periodistas esperaban expectantes la buena nueva de una brutal condena para Mario Conde. Las radios no ocultaban la ansiedad. Detrás de ellos, años de continuas descalificaciones, insultos, acusaciones y sentencias desde las páginas de los periódicos, las imágenes televisadas y las voces de las ondas. Nada de eso podía verse ahora desplazado por un texto de la Administración de Justicia que desautorizara una labor tan sistemática como grosera, ejecutada inmisericordemente, siguiendo un patrón de gélida crueldad.
Paloma recibió la información de su amiga Pilar, periodista de la COPE. Traté de escudriñar en los ojos de mi secretaria el contenido de lo que recibía al otro lado del inalámbrico, pero Paloma permanecía inexpresiva, como si en su interior colisionaran 2 fuerzas que se anularan la una a la otra para dejar la expresión en un sin-saber-qué-sentir. -10 años para ti. En Trescientos Millones hay absolución, Garro está condenado a 6 años por Locales. Se confirma lo de Pérez y Romaní en Carburos y la absolución en toda la trama suiza y en artificios contables.
Me quedé algo aturdido. ¿Cómo que absolución en Trescientos Millones? Entonces, ¿en qué otra operación me habían condenado? Si absolvían en Isolux, en Promociones Hoteleras, en Carburos, en Artificios, ¿entonces? Paloma me dio la respuesta.
—Dice Pilar que te han condenado en Dorna.
Su propia voz transmitía incredulidad. Nos miramos en silencio unos a otros y nuestros gestos eran expresivos de nuestro sentir íntimo.
—¿En Dorna? —exclamé en voz alta dando por primera vez algo de rienda suelta a la acumulación de sentimientos guardados en un alma aturdida—. ¿En Dorna? —volví a preguntar elevando ostensiblemente el tono de voz, lo que me situaba al borde del inicio de la explosión—. ¡No puede ser! ¡Tiene que ser un error!
—No es un error —insistió Paloma—. Me lo confirma Pilar.
—Es cierto —ratificó Juan Sánchez-Calero—. Es Dorna. El procurador viene con la sentencia.
La mirada de Juan indicaba un estado de ánimo diferente, como si de alguna manera tuviera la sospecha de que Dorna podría haber sido el gato encerrado de nuestro proceso penal, la trampa mortal urdida entre la mala fe de algunos y la ignorancia de otros, entre una pésima acusación y algunas lamentables defensas.
La prensa sentía la sentencia en términos muy próximos a la derrota. Latía en el ambiente que el resultado se aproximaba mucho a una victoria de nuestro bando. Ante todo, por la gran cantidad de operaciones en las que había sido absuelto, porque la gran bestia negra de mis actividades delictivas, la trama suiza, había sido despachada por el tribunal con una absolución rotunda (tanto que ninguna de las acusaciones se atrevió a recurriría en casación) y, por si fuera poco, la absolución en el capítulo de artificios contables se transformaba en una victoria sobre la intervención de Banesto en 1993. La decepción era patente en las voces que surgían de las ondas y en las imágenes que transmitían los aparatos de televisión. Ese era, según Yoldi, el estado de ánimo que se vivía en la redacción de El País. Renuncié a pronunciar palabra. No entendía cómo podían construir una condena mía en Dorna; me resultaba un arcano incomprensible. Algo así jamás había formado parte de mis cálculos. No sólo porque el fiscal Orti nunca me había acusado de esta operación y el juez García-Castellón jamás me había abierto juicio oral sobre ella, sino porque era tan clara, tan diáfana mi actuación en las 2 operaciones concretas que integraban ese capítulo acusatorio llamado Dorna, que no podía imaginar el «artificio penal», la «ingeniería penológica» según la cual pudieron articular una condena —y de 6 años— sobre mí y, al parecer, por estafa, en este asunto. Bueno, pues no quedaba más alternativa que el recurso de casación. Pero antes, ¡cómo no!, necesitaban someterme a un nuevo puyazo de castigo. El fiscal y las acusaciones solicitaron prisión provisional. La Sala la acordó, eso sí, con la posibilidad de liberarme de acudir a prisión si depositaba una fianza de quinientos millones en metálico —en metálico, nada de avales bancarios— y con la obligación de presentarme todos los días, insisto, todos los días, ante la Policía Judicial de la Audiencia Nacional. Pude atender a ese requerimiento gracias a la colaboración de mi madre y amigos. En fin…
En más de una ocasión, cuando tomaba el ascensor del edificio de la Audiencia Nacional para ascender a la planta quinta, sede de la Policía Judicial, pedir el libro de presentaciones, abrir la página correspondiente y firmar dejando constancia del día y la hora, me encontraba casualmente con un abogado, un procurador o, incluso, algún miembro de las fuerzas de seguridad del Estado. Muchos de ellos se quejaban de mi situación. Les parecía terrible que yo tuviera que acudir a diario y que para algunos narcotraficantes de gran escala resultara suficiente una o 2 veces mensuales.
Algunas personas saben hasta qué punto estuve tentado de no seguir aceptando su juego.
Era obvio, absolutamente obvio de toda obviedad que no existía el menor riesgo de fuga. Lo acredité durante años en los que algunos, de manera harto interesada, me estimulaban a que abandonara España a la vista de la politización de la Justicia en mi caso. Ni siquiera escuché sus cantos de sirena. Ahora la Sala, decidiendo dar más sangre a las fieras, me volvía a someter a esa nueva e innecesaria humillación. Me rebelé, pero me convencieron. Hoy es evidente que me equivoqué. 2 años más tarde nos anunciaron que en los primeros días de mayo de 2002 se celebraría -¡por fin!- la vista del recurso de casación contra la sentencia que Siró García y otros 2 magistrados habían dictado en marzo de 2000. Desde ese preciso instante, mi vida, la de mi familia, amigos y colaboradores, comenzó a girar en torno a un horizonte vital: el reingreso en prisión. Mi abogado, Antonio García-Pablos, se mostraba cautamente esperanzado por el resultado de la vista en la que, según todo el mundo me transmitía con elocuentes muestras de entusiasmo, sus intervenciones constituyeron parlamentos especialmente brillantes. La verdad —pensaba para mí- es que en mi caso las cosas eran particularmente claras. Cuando conocí la sentencia de la Audiencia me dediqué a estudiar concienzudamente los motivos para mis condenas. El resultado lo traduje en un libro que, encuadernado por Luis Mínguez, dediqué a mis hijos y a algunos de mis mejores amigos con el elocuente título de Mis condenas en el caso Banesto. Quería que dispusieran de él para la historia, para cuando llegara el momento en el que perecieran los odios y envidias que tantos desparramaron sobre mi persona, se consumieran en la hoguera vacía de leña seca con la que seguir creando fuego en el que ardieran algunas miserias. Mientras esperaba la resolución del Tribunal Supremo trataba de aprovechar al máximo mi tiempo, los trozos de vida de que disponía antes de volver a recibir uno de esos papeles judiciales en los que se contiene la irremediable pérdida de tu libertad. Cuando te levantas y acuestas, día tras día, noche tras noche, semana tras semana, con dosis considerables de angustia, a pesar de que la razón reclama aparcar los sentimientos para no «pagar» 2 veces la condena, una en la cárcel y otra en libertad, cuando tu capacidad de concentración, sea en jugar al golf, al tenis, escribir o leer, se ve cercenada de raíz por la tensa espera de acontecimientos vitales, cuando aunque no quieras debes dedicar un poco de tiempo a prever cómo funcionarán las cosas cuando ingreses en la cárcel, cuando ignoras siquiera el tiempo que permanecerás entre sus muros, la vida, tu vida y la de quienes te acompañan en la aventura de existir, se convierte en un ejercicio lacerante.
Trataba de grabar en el disco duro de mi memoria cada una de las imágenes que vivía, desde la sierra pedregosa de La Salceda al verdor grisáceo de los olivos de Los Carrizos, el olor del vino tinto, el color ocre de la caída de la tarde, la temperatura tibia en las primeras horas del alba, las caras, las miradas, los gestos de mis seres queridos, para, una vez en la celda, recordarlos para mis adentros, sin recurrir obligatoriamente a ninguno de los ingenios electrónicos que la tecnología ha puesto al servicio de semejantes cometidos. Si albergaba sus imágenes en mi interior y las traía al alma en medio de la tensa soledad carcelaria, serían propiamente, exclusivamente, mías, y su posesión me aportaría unos cuantos gramos de felicidad en medio del erial del dolor.
Llegó el día en el que, a eso de las 7 de la tarde, recibíamos una filtración dolorosa: según un oficial del Supremo, las cosas saldrían muy mal para mí. Hasta ese preciso instante, todos los efluvios que emitían las doctas mentes encargadas de intentar averiguar, por el procedimiento que fuera, el resultado de mi nuevo encuentro con la Justicia disponían de una textura suave, tranquilizadora. Ya está bien, insistían. Son muchos años de sufrimiento los que has soportado y todo el mundo es consciente de ello. Además, los escándalos que preñan el país, los dineros ocultos del BBVA, los delitos fiscales de Botín, todo eso te favorece, al menos para comprender que lo tuyo al lado de tales barbaridades no deja de ser un asunto de corte menor.
Cierto —pensaba para mí—, pero Mario Conde es Mario Conde. Trataron de eliminarle en su primera estancia en prisión, allá por diciembre de 1994. Le condenaron y enviaron a la cárcel por el asunto Argentia. De ambos envites salió vivo. ¿Le dejarán en paz?
—Sí, papá, seguro, ya no aumentarán tu condena porque te has portado bien —me decía esperanzado pocas horas antes de mi nuevo encierro mi hijo Mario almorzando en El Cacique.
Sí, en efecto, siguiendo sus parámetros, ajustándome a su ortodoxia, mi comportamiento no podía haber sido mejor. Había mantenido silencio. Había dejado de comparecer en los medios de comunicación social. Pero, con todo y con eso, el fantasma de Mario Conde seguía vivo y por ello mismo desconfiaba para mis adentros. No me fiaba de ellos, así que cuando Paloma me dijo que no sólo no modificaban a la baja ninguna de las condenas de Siró García, sino que, al contrario, las aumentaban para meterme más años de cárcel por los trescientos millones de pesetas que le di al CDS de Adolfo Suárez, además de las supuestas falsedades contables, no me extrañó en absoluto. Debo reconocer que por unos instantes todo comenzó a girar a mi alrededor y sentí una rabia inmensa ascender desde los lugares más recónditos de mi espíritu. Pero tuve capacidad de control. Aquella noche cenaba con Iván y Elena Mora, una de sus hermanas y su novio, en un restaurante de La Moraleja en el que en muchas ocasiones, en vida de don Juan de Borbón, habíamos consumido horas y ginebra mientras charlábamos de los asuntos más variados, aunque el mar, el maravilloso, increíble, inaudito e inagotable mar, siempre acudía a su cita con nosotros.
Al día siguiente, después de una noche en la que no pude evitar que mi mente viajara hacia el Supremo, su sentencia, sus actores, Alcalá-Meco, sus presos, su director, sus funcionarios, llegué temprano a nuestra oficina. Encerrado entre sus paredes trataba de encontrar algún mecanismo para cerciorarme de que la filtración disponía de solvencia. Llegó Enrique Lasarte y lo comenté con él.
En la Universidad de Deusto formábamos un trío Enrique Lasarte, Fernando Almansa y yo.
Amigos desde entonces. La vida laboral separó nuestros caminos, pero para volver a reencontrarnos profesionalmente años después. Enrique entró por propuesta mía en el Consejo de Banesto y asumió la presidencia del Banco de Vitoria. En 1993 le propuse y fue nombrado consejero delegado del banco. Almansa, por su lado, siguió la carrera diplomática.
En 1992, cuando sus planes profesionales le conducían a Estados Unidos, el Rey, con quien en ese momento yo mantenía una relación de gran confianza, decidió nombrarle jefe de su Casa. En ese puesto se encontraba aquella mañana. Decidimos llamarle para ver si podía corroborar nuestras informaciones. Hablé personalmente con él y veinte minutos después me devolvía la llamada.
—Sí. Siento ser transmisor de noticias tan horribles, pero me dicen que la sentencia ya está votada y fallada y que, en efecto, te implican, a ti y a otros, en nuevos delitos. Lo siento mucho, de verdad.
—¿Qué es eso de otros? ¿No se tratará de Enrique, verdad?
—No. De Enrique no me dicen nada.
—Bueno. Gracias. Adiós.
Fernando habló con el presidente del Supremo y este con Luis Román Puerta, presidente de la Sala Segunda y del tribunal que vería mi recurso de casación. Lo recordaba nítido porque también formó parte de la Sala del Supremo que vio mi recurso en el asunto Argentia. Luis Román Puerta presentó un voto particular contra la condena de los otros cuatro magistrados, porque en lugar de los cuatro años de prisión que finalmente me cayeron encima, deseaba que fueran seis.
Desde el momento en el que recibimos la información de Almansa y sabiendo que su calidad era máxima, Enrique y yo tuvimos la conciencia de que el resultado final se acercaría mucho al relato de nuestro amigo, a pesar de que desde otras fuentes llamadas seguras se nos transmitía que la decisión no se podía adoptar porque las discrepancias entre los magistrados impedían el consenso. Incluso nos hablaron de un voto particular del presidente en materia de prescripción. En fin, rodeos sin sentido, deseos alejados de las dolorosas realidades.
El 29 de julio a las doce de la mañana los procuradores recibirían el texto de la sentencia. A las 12 y 5 la voz dolorida, casi sin vida, de Juan Sánchez-Calero, mi abogado defensor durante el interminable juicio oral del caso Banesto, me transmitía pesarosamente la pésima nueva:
—Las peores noticias. Te meten lo de Suárez y, además, condenan por artificios contables.
—¿A todos?
—No. Solo a Enrique y a ti.
—¿Solo a Enrique y a mí?
—Sí. Solo a Enrique y a ti.
Giré hacia mi derecha. Enrique, anonadado, recibía idéntica información de su abogado, Álvarez Pastor. Se había quedado en Madrid para acompañarme en el trance en el absoluto convencimiento de que la condena por artificios contables constituía un imposible existencial, sencillamente porque la sentencia de Siró García insistía hasta la saciedad en que, después de miles de pruebas, no había podido acreditarse que ni Enrique ni yo, ni nadie, diéramos orden a los encargados de elaborar la contabilidad para que alteraran los balances del banco. Ahora nos condenaban. A él y a mí. Belloso, consejero delegado desde 1988 a 1993, quedaba libre. Ramiro Núñez, encargado de la auditoría interna de Banesto, también. A ambos les acusaba el fiscal. No importaba. Comenzaba a sentir la crueldad que destilaba por todos sus poros la sentencia. La exclusión de ambos, Núñez y Belloso, y la inclusión de nosotros 2 en un llamado delito de artificios contables evidenciaba la realidad que subyacía.
Me fui hacia mi casa en el completo convencimiento de que me quedaban muy escasas horas de libertad. Quería vivirlas junto a los míos. Cuando llegué a casa, Lourdes y Alejandra lloraban desconsoladamente. Mantener la serenidad en circunstancias tan especialmente dramáticas resultaba ciertamente complicado. Hice lo que pude. Llegaron todos a despedirme.
César y Silvia, Iván y Elena, Gonzalo y Mercedes, María José, la mujer de Enrique, Elena, la hermana de Lourdes, Paco Cuesta… en fin, todos. Recibí la llamada de Ángel, el oficial de la Audiencia, quien me preguntó si deseaba que el coche de policía que me conduciría a prisión viniera a casa o yo me pasaba por la Audiencia Nacional. Elegí la segunda alternativa. Bebí un poco de vino blanco. Abracé a todos y en compañía de Paloma me dirigí a las dependencias de la comisaría de la calle Genova. Llevaba el alma rota, pero me debía a mí mismo y a los míos la imprescindible fortaleza. Tenía 53 años. Y a esa edad, cada año de vida es un mundo y mi interrogante vital residía en cuántos mundos más querrían arrancarme del trozo de tiempo que me concediera Dios.
Con una celeridad que según me cuentan resulta inaudita, salvo que se trate de delincuentes peligrosos, la sala presidida por Siró García, o quizá el propio Supremo —que no lo sé—, ordenó el ingreso en prisión de todos los condenados. Enrique Lasarte incluido. Le mandaron un coche de policía a su casa en Puerta de Hierro, como hicieron conmigo al ejecutar la sentencia de Argentia Trust. Cuatro años después, en las postrimerías del mes de julio del año 2002, nuevamente volvía a «llegar la hora» de ingresar en prisión. La experiencia de la ejecución de la sentencia en el caso Argentia Trust me eliminó cualquier incertidumbre acerca de cómo se desarrollarían los acontecimientos: sin la menor duda seríamos encarcelados de inmediato, con toda la celeridad del mundo. Ahora, en esta ocasión, Enrique no sería un testigo indignado, sino, lamentablemente, un actor pasivo de una orden de encarcelamiento.
Trataba de imaginar la reacción de Enrique ante su envío a prisión. Primero recibía la brutal noticia de su condena, absolutamente inesperada, y sin tiempo para deglutirla se encontraba con la brutalidad adicional de tener que ingresar de inmediato en prisión. Tenía que ayudarle en lo posible, facilitarle el trance, no sólo por mi amistad de tantos años, sino, además, por el profundo convencimiento de que esa amistad vieja, incorruptible, era la última razón de que, violentando lo que fuera menester, tuviera que consumir un tiempo de su vida en alguna de las cárceles españolas.
Olía a odio, a crueldad. Dolían el odio y la crueldad. Necesitábamos recorrer hasta el último de los rincones de nuestro interior para obtener una fortaleza que se convertía en angustiosamente imprescindible. El odio huele, como también huele el amor.
Cuando era joven, después de una noche de amor, al despertarme por la mañana y respirar un poco de aire limpio, notaba el olor humano de quien había compartido conmigo aquellos momentos y trataba de cuidarlo, de acariciarlo —porque se puede acariciar un olor— y de esta manera prolongar espiritualmente lo que horas antes había sucedido. Dicen que la vejez comienza cuando pesan más los recuerdos que las ilusiones. Si es así, no tengo duda de dónde estoy en el plano de la ecuación espacio-tiempo porque sigo oliendo, aunque de otra manera, en cualquier caso no menos intensa para el espíritu. El olor del odio es fétido, porque nace de la podredumbre humana. Sus gases derivaban de la descomposición del alma. Cuando los cuerpos comienzan a pudrirse, las normas de higiene aconsejan enterrarlos o incinerarlos no sólo por motivaciones religiosas, sino para privarnos del olor que despiden. Sin embargo, tratándose de la podredumbre de los espíritus, seguimos condenados a tener que soportar su miserable hedor.
Claro que como el hombre es trino, el odio es la podredumbre de todo el conjunto y su olor, el más intenso que imaginarse pueda. Como la naturaleza es sabia y tiene sus propios mecanismos de autodefensa, en la inmunología del espíritu se ha visto obligada a desarrollar los anticuerpos necesarios para combatir a los antígenos que transportan el olor del odio. Por eso son tantos los que conviven rodeados de él sin percibirlo. Atrofia de la pituitaria espiritual.
Afortunadamente, gracias al comisario de la Audiencia, conseguí que Enrique y yo fuéramos conducidos en el mismo furgón hacia las dependencias de Alcalá-Meco. Allí, en aquella especie de furgoneta verde, blindada por dentro y por fuera, en la que tantos días recorrí, de ida y de vuelta, el trayecto que separa la cárcel de la Audiencia Nacional para asistir a las sesiones del juicio, sentados en su interior y sujetándonos para no ceder a los inevitables vaivenes del vehículo, golpeados en lo más profundo, vivíamos ambos un nuevo camino de nuestra existencia, impensable, inconcebible, pero dotado del ácido olor de un producto de la llamada Justicia de los hombres.
La Justicia. Hoy, cuando alguien, letrado o no, culto o lerdo, pronuncia en mi presencia semejante palabra, no soy capaz siquiera de sentir ira o indignación. Controlo mis sentimientos.
Los adormezco con mesura contenida. Tengo tiempo. Sigo esperando.
Cuando por tercera vez en mi vida huellaba mis dedos sobre el papel oficial de la prisión, vino a mi memoria el comentario de Clemente Auger al periodista de El País. El tiempo lo convirtió en certero. Lo que no consiguieron en primera instancia lo alcanzaron en casación.
Seguramente no existirá en la historia un caso en el que el Supremo haya doblado la condena de un recurrido. Ya dije antes que mis carruajes y arcones son ejemplos novedosos de la llamada cultura de la modernidad.
También acertó mi fiscal pariente. Cuando Orti, el primer fiscal del caso Banesto, concluyó su escrito de calificación, pidió la excedencia y se fue al despacho de Garrigues. Realmente dibujó un comportamiento exquisitamente anómalo para un representante de la Ley porque si tienes el valor de acusar a una serie de personas y pides para ellos ingentes cantidades de años de prisión, lo normal, lo serio, lo sensato consiste en que no abandones en ese preciso instante, sino que permanezcas, hagas honor a tu acusación, vivas el juicio oral y después, consumada la tarea, te vayas. Orti no siguió ese patrón. Se fue. No sólo porque tenía pactado su destino de antemano, el despacho de Garrigues, de excelentes relaciones con el Banco de España, sino porque además, como le confesó a un compañero de pupitre en aquellos días, no se sentía con valor suficiente para sostener la acusación que se vio obligado a firmar. La vida ha querido que el fiscal de antaño fuera poco después el defensor de uno de los acusados por apropiación indebida en el escándalo formado en torno a Ybarra y el BBVA. A Orti le sustituyó un tal Luis López, un chico bajito, de andares, mirada, gestos y comportamientos esencialmente discretos. Pertenecía a la llamada Fiscalía Anticorrupción. Le ayudaba en el cargo otro fiscal joven al que un escrito de acusación le resultaba idéntico a un tema de oposición. Este último, curiosamente, estaba casado con una chica en la que coincidía la circunstancia de ser hermana del novio de Virginia Garro, hija de uno de los acusados en el caso Banesto. A pesar de ello no se abstuvo. Tampoco, según creo, lo puso en conocimiento del tribunal.
Una vez concluido el juicio, con Garro condenado por estafa, sucedió algo terrible: la mujer del fiscal se suicidó ingiriendo pastillas. Dicen que pidió la excedencia para defender a otro acusado del BBVA y allí sostener con idéntico ardor de jurista profundo exactamente lo contrario de lo que utilizó para formular acusaciones en el caso Banesto contra mí. Ironías del destino, que no quiere dejar de entretenerse a costa de nosotros, los humanos.
Lo peculiar de Luis López residía en que de alguna manera mantenía una lejana, muy lejana relación de parentesco conmigo. Sin embargo, su tío abuelo, el obispo Luis López, vicario general castrense, y, como digo, pariente de mi abuela, casó a mis padres, nos dio la primera comunión a todos los hermanos, y ofició el matrimonio de mis hermanas Carmen y Pilar. Manteníamos con él y su familia una relación muy estrecha. Recuerdo perfectamente al abuelo de mi fiscal que entonces era magistrado del Supremo. A las tías del fiscal Luis López en mi casa se las llama las obispas y mi madre mantiene relaciones cordiales y frecuentes con ellas. El padre del fiscal, también magistrado, le escribió una buena carta a mi madre con ocasión del fallecimiento de mi padre.
Cuando se hizo público el nombramiento de Luis López como fiscal del caso Banesto, sus tías acudieron a Serrano, a casa de mi madre, y le dijeron que estaban anonadas, que habían intentado convencer a Luis de que por nada del mundo aceptara acusarme, dadas las relaciones entre nuestras familias. La voz de sus tías sonó especialmente angustiada cuando le reconocieron a mi madre:
—No hubo manera de convencerle. Dice que es una oportunidad profesional para él, para hacerse conocido, y que, además, no tiene riesgo porque Mario Conde ya ha sido condenado políticamente.
Mi madre guardó silencio. Sus tías también.
El 30 de marzo de 2000 se les aguó la fiesta porque la condena a la que me sometieron les pareció ridícula.
Los periódicos del 30 de julio de 2002 reflejaban la inmensa felicidad con la que fue recibida la noticia de la duplicación de mi condena. No había más que echar una ojeada a El País para comprobar el cósmico regocijo, el júbilo, la euforia, el placer, el gozo y la algarabía con la que recibieron el nuevo maná judicial.
Mi fiscal pariente celebró la sentencia con entusiasmo. El tiempo le dio la razón: Mario Conde había sido condenado políticamente. Mi madre le escribió una carta en la que le decía:
«Espero que cuando el sufrimiento inevitablemente te llegue, te acuerdes del que voluntariamente causaste tú».
A lo largo y ancho de 9 lacerantes años de sufrimiento profundo, que por todos los medios a mi alcance intentaba evitar que trasluciera al exterior de mi vida, aprendí a esculpir en mi alma, con el martillo de la constancia y el cincel de la inteligencia, el más rotundo convencimiento de la inconmensurable fuerza de la llamada razón de Estado. Algunos de los hombres vestidos de negro con puñetas blancas encargados de esa encomiable labor de administrar justicia, de aplicar con decencia el postulado de la supremacía de la Ley, de traducir en trozos de realidad la teoría del llamado Estado de derecho, funcionan como terminales del poder político. No todos son iguales, desde luego. Es seguro que algunos, posiblemente bastantes, individuos que disfrutan del título oficial de miembros de la judicatura son capaces de producir resoluciones judiciales dictadas exclusivamente al amparo de la Ley. Tal vez constituyan una mayoría silente, pero no pongo mi mano en el fuego por semejante afirmación.
Sentado en el almacén de Ingresos y Libertades, en el que he consumido tantas horas de mi vida y en el que preveía un horizonte temporal por delante que se me antojaba dolorosamente extenso, tecleaba sobre el ordenador estas palabras, construía las frases, expresaba los sentimientos con miedo a exagerar, a ser víctima de un ataque de rabia, de una mutación de ecuanimidad derivada de volver a convivir, a subsistir como mejor supiera, entre las rejas y los alambres de espino, acompañado de ejemplares destacados de la zona inferior de la raza humana, aunque ciertamente no peores que otros elementos con los que me vi obligado a compartir trozos de tiempo en los campos de la libertad.
Volver por tercera vez a la cárcel es capaz de alterar el equilibrio mental de cualquiera, por fuerte que sea. Tal vez de ahí derivan mis juicios. Es posible que en ese barbecho germine la siembra de mis ideas. Quisiera que fuera así, lo desearía con toda la fuerza de la que soy capaz.
Preferiría mil veces que mis asertos carecieran del menor sentido, que reflejaran una paranoia interior, una neurosis de condenado, de triple encarcelado. Tal vez por ello dejé transcurrir algunos días antes de volver a esta dolorosa labor de escribir, dibujar en blanco y negro mis sentimientos y experiencias. Ciertamente 48 horas nada son cuando de alteraciones psicológicas profundas se trata. Pero, insisto, lamentablemente no son esos los circuitos que impulsan mis manos sobre el teclado de mi ordenador portátil del que la administración de la cárcel me permite disponer para que produzca estas páginas.
No me centro en exclusiva en el aparato judicial, aunque dispondría de títulos más que legítimos para ello, no sólo por la intensidad de mis experiencias en sus campos de actuación, en sus dominios territoriales, sino porque, además y sobre todo, en tales sujetos —insisto— se deposita la fase terminal de las creencias —por decirlo de alguna manera— que constituyen el engendro al que llaman Estado de derecho. La limpieza o suciedad de sus actos, de sus decisiones, de sus comportamientos, traduce en términos contantes y sonantes la veracidad o mentira del Sistema en su conjunto.
Pero, aun así, resultaría ingenuo creer que la corrupción, como algunas células cancerígenas, es identificable y aislable con exclusividad en ciertas dependencias judiciales. No.
Ni siquiera es cierta la disección intelectual entre los llamados poderes del Estado. Si la Justicia fuera corrupta, no podría ser debido más que a la certeza de que el Sistema en su conjunto participa de idéntico atributo. No son aislables partes o elementos más que en el idílico terreno de unas ideas prefabricadas con el único propósito de ser vendidas a las mentes ingenuas, haraganas o dispuestas a comulgar con ruedas de molino si el precio por ello resulta suficientemente suculento. El cinismo es soporte inmanente en la arquitectura del modelo que nos toca vivir. Mejor dicho, sufrir.
Parece que la estrategia de subsistencia del modelo reside en la erradicación de los disidentes, de cualquiera que pretenda introducir siquiera sea algo de tímida reflexión sobre el modo y forma de comportamiento de las llamadas instituciones democráticas. El axioma se convierte en el principio intocable y ponerlo en cuestión se traduce en pecado de lesa majestad.
Ellos, los libertarios de palabra, definen la ortodoxia y conceptualizan a la libertad como la potestad de elegir dentro de las únicas opciones que el Sistema ofrece y siempre conforme a sus postulados previos. Exterminan la disidencia creativa, aniquilan la denuncia con la misma placidez con la que los hombres de campo arrancan las malas hierbas.
Durante algunos años creí que el Sistema impulsaba la mediocridad, lo cual, de por sí, resulta suficientemente triste. Ahora mi convencimiento pasta por prados más horrendos: compruebo una y otra vez que la esencia del modelo reside en la maldad aplicada con unas dosis de crueldad tan exponencialmente increíbles que sólo vivirlas permite acercarse a comprenderlas.
«¿Qué es la maldad? Eso que has visto tantas veces», decía Marco Aurelio. El modelo fabrica personas, mejor sería decir sujetos, tan ausentes de una escala de valores medianamente aceptable que, sin siquiera conocerlo, fermentan en su interior formas hediondas del vicio en toda su gama. Lo malo es que con esos bueyes no podrían conducirse otros carros, de la misma manera que con tales mimbres sería imposible confeccionar distintos cestos. Quizá resulte algo tarde para comprenderlo, pero no para, al menos, disponer del desahogo de escribir sobre ello.
Carezco de orden premeditado, no dispongo de una imagen mental del resultado, no existe un proyecto de libro en mi mente. Escribo a borbotones porque las ideas y los sentimientos se me acumulan desordenadamente en mi interior y mi esfuerzo radica en la nada fácil tarea de evitar que se desborden, que se desparramen en cualquier momento por el almacén de Ingresos, la celda, el patio, los corredores, la enfermería o cualesquiera otras de las dependencias de esta nuevamente mi morada.
Es de noche. Desde la ventana enrejada de mi celda contemplo a lo lejos las luces de Alcalá de Henares. Un viejo preso, de esos que llaman «treinta» porque cumplen el máximo legalmente establecido para permanecer en la situación de privación de libertad, me contó en mi primera visita a estos páramos humanos que, dada la cortedad de las distancias en las que nos movemos, se pierde vista, porque los ojos se acostumbran a enfocar a distancias nunca superiores a los treinta o cuarenta metros. Por ello me recomendó encarecidamente que solicitara de las autoridades carcelarias una celda situada en la parte superior del módulo de Ingresos para poder ejercitar la vista sobre el fondo, disponer de un horizonte lejano sobre el que depositar la mirada no con el propósito de ver, sino de evitar la atrofia parcial del músculo visual. Nada hay de bello, sugerente o atrayente en un paisaje desértico rodeado de una inmensa nada, que seguramente constituye el entorno idóneo para un lugar en el que se aíslan a 700, 800 y hasta en ocasiones algo más de 1000 personas, y cuyos mecanismos de vigilancia, por muy alta que sea la seguridad a la que las fuerzas del Estado someten al recinto, de vez en cuando algún preso desesperado consigue burlar para vivir, por un breve plazo de tiempo casi siempre, la ilusión de una libertad recuperada.
Sobre el muro de cemento, más allá de unos alambres de espino enrejados, un estrecho pasillo conduce a la garita de la Guardia Civil, que domina en todos sus ángulos los recovecos de nuestro módulo. Por cierto, que, según gritaba un preso la pasada noche, los guardias resultan ser también humanos y como desde hace algún tiempo se permiten mujeres en tan digno cuerpo, al que sinceramente respeto, y como alguno de sus ejemplares femeninos dispone de atributos físicos nada despreciables, resulta que, por verde que sea el uniforme, férrea la disciplina y potente el honor de la divisa de la Guardia Civil, el poder de atracción de los sexos opuestos reviste tal intensidad que puede en ocasiones debilitar creencias, blasones y hasta honores. Así debió de suceder, como digo, la pasada noche, porque uno de los presos cuya celda es la más cercana a la garita contempló la entrada del turno nocturno, compuesto por un hombre y una mujer. Al cabo de un rato, siempre según el recluso, los movimientos en el interior de su lugar de control nada parecían tener que ver con los gestos propios de actos de vigilancia. Más bien asemejaban un apareamiento. Daba toda la impresión de que los guardias, protegidos por su garita y víctimas de lo que vulgarmente se llama un «apretón», se dedicaron a menesteres tan antiguos como el de la fornicación, creyéndose invisibles por la nocturnidad que invadía el recinto carcelario.
El preso, sometido a las temperaturas de agosto y, sobre todo, a las limitaciones que impone la prisión, comenzó a gritar enloquecido que dejaran de fornicar o que, en otro caso, le dejaran participar. Al oír los gritos inundados de excitación del recluso recalentado dejé el libro que leía sobre la mesa de mi celda y miré hacia el recinto. El silencio y la quietud lo invadieron de forma repentina. El patio se llenó de ojos concentrados en la garita. ¿Cierto o falso lo que gritaba el preso enloquecido? ¿Delirio derivado de la privación de libertad combinada con los calores del verano? Más que posible. En cualquier caso, muchos de los prisioneros del módulo observaban sepulcral silencio con la vista, y diría que casi todos los restantes sentidos, concentrada en el lugar de guardia. No buscaban acusar, increpar, denunciar, sino algo más simple: sentir en cuerpos ajenos la ausencia de tales sensaciones en los propios. El ruido de los motores de un avión con destino al aeropuerto de Barajas alteró por un segundo el increíble silencio de la noche carcelaria. Ni siquiera los yonquis posesos del mono más recalcitrante osaban romper la magia de aquellos instantes. La quietud se apoderó de todos nosotros. Ya poco importaba si el guardia y la guardia fornicaban o no, ni siquiera que mantuvieran el más inocente de los jugueteos entre un hombre y una mujer. Los pensamientos volaron hacia nuestros propios contactos sexuales de tiempos pasados. Las imágenes comenzaron a tomar una cruel realidad en nuestro interior, una nitidez enconada en nuestra profunda soledad. El silencio de la noche me llevó a mis tiempos de juventud y por unos instantes volé fuera de los espinos, del patio, del cemento, de Alcalá de Henares, de los olores y colores de la cárcel. Me fui transportado por el sentimiento que vivía en mis recuerdos. Cerré los ojos. Volví a sentir la suavidad del roce, la dulzura de la caricia, la deliciosa armonía que habita en un beso apasionado, el acompasamiento de los cuerpos fundidos en el diseño de la vida, el latido de corazones expectantes; sólo la brusquedad, la tosquedad, la pura animalidad son capaces de romper la magia de un encuentro en el que el compás adecuado de los gestos, actos y movimientos dibuja en el espacio, interno y externo, el más profundo y mejor concepto de belleza. El amor, en esta maravillosa forma de expresión, no resulta inerte a la magia de los números pitagóricos.
Nadie puede encerrar a la imaginación. La libertad no es un atributo del cuerpo, sino del espíritu y al de los hombres realmente libres nadie puede convertirlo en esclavo, por mucha cárcel en la que encierren a su envoltura corporal.
Ya es tarde. El calor tórrido del día decide acostarse por unos instantes. Quizá como ayer la madrugada me sorprenda desnudo sobre la sábana de mi catre, apoyada la cabeza en la almohada y presa el cuerpo de un sueño que despertó con un escalofrío provocado por una brisa que penetraba por la rendija con la que dejé entreabierta la hoja central de mi ventana. Me cubrí con la sábana de la prisión, sin excesivo esmero, depositándola de mala manera sobre mi espalda. Sonreí por dentro. Hasta en Alcalá-Meco, en los abrasadores inicios del tórrido mes de agosto, en un recinto de menos de 8 metros cuadrados que recibe impenitente el calor solar durante todo el día, porque su orientación al poniente no le concede otra alternativa, una suave brisa nocturna es capaz de redescubrirnos el placer del escalofrío. Ni siquiera pueden matarme a calores sofocantes porque el aire del cielo, como el espíritu de los hombres libres, se les escapa.
No quiero seguir escribiendo esta noche porque percibo que un punto de emoción comienza a apuntarse por mis adentros, como dicen por el sur. Abrí, gracias a la magia del ordenador, algunas de las fotografías digitales que almaceno en el disco duro y al contemplarlas, al percibirlas en mitad de este sórdido mundo, tuve que redoblar los esfuerzos para evitar que unas ingenuas lágrimas comenzaran a desfilar por mis mejillas en un gesto de debilidad inaceptable.
Cuando tu padre es el sufrimiento y tu compañera la soledad, no puedes permitirte el lujo de las emociones incontroladas.