1 - ENTRANDO EN ALCALÁ-MECO

23 diciembre 1994 Prisión de Alta Seguridad MADRID II (Alcalá-Meco)

—Ahora, Mario, vas a ir a la celda. Comprendo que el primer encuentro puede ser desestabilizador. Te ruego que no te vengas abajo y que procures leer para evadirte. Al ver el sitio donde vas a vivir es muy posible que… en fin…, no te preocupes porque te sobrepondrás enseguida. Por eso, por favor, lee y no pienses demasiado. Mañana será otro día.

Jesús Calvo, el director de la prisión de Alcalá-Meco, y yo charlábamos en el pequeño despacho encalado en blanco que teóricamente se destina al llamado Juez de Vigilancia Penitenciaria, una especie judicial de cuya existencia, contenido y funciones jamás escuché una sola palabra antes de ingresar en prisión, ni siquiera cuando estuve dedicado a las oposiciones a abogado del Estado.

—No te preocupes, director —fue mi respuesta, sin que percibiera que esas palabras admonitorias de algún posible y hasta probable desperfecto emocional me causaran demasiado impacto. Al fin y al cabo, era mi primer encuentro con la autoridad del Centro y no era cosa de extenderse excesivamente en discursos improvisados.

Con ese «no te preocupes», una frase de esas que pronuncias cuando no sabes qué pronunciar, cuando la mente consume puros reflejos mecánicos condicionados, dimos por finalizado este primer contacto, asumiendo que volveríamos a vernos en alguna que otra ocasión dentro del recinto, a pesar de que no es demasiado usual el encuentro personal y directo entre el director y el recluso, porque para eso están, como tendría ocasiones múltiples de comprobar durante mis estancias, los psicólogos, educadores y demás componentes de eso que llaman Equipo Técnico. Abandoné sin ruido el despacho blanco. Presentía que Jesús Calvo contemplaba en silencio mis movimientos, tratando de descubrir en cualquiera de ellos, por inocuo que pudiera parecer a los profanos de este arte, alguna información relevante sobre mi estado de ánimo, que se suponía abatido, destrozado, descompuesto por ese tránsito forzoso entre la gloria y la cárcel, entendiendo, claro, la finanza como gloria y la cárcel como abismo de lo insondable… Que es mucho entender, desde luego.

Jesús Calvo, además de gran director de prisiones, excelente persona, es psicólogo, por lo que no debe extrañar ese escudriñamiento de mi lenguaje gestual. Sintiendo la punzada de su observación en mi nuca, me volví repentinamente hacia él siguiendo un extraño impulso con la finalidad de cruzar miradas y sonrisas, como alargando, estirando la despedida final, como los ministros con sus cargos cuando saben que van a ser cesados. Me fijé en sus ojos: apuntaban curiosidad… y algo más indefinible. ¿Tristeza tal vez? ¿Simpatía? No lo sé.

Recorrí el pasillo en dirección contraria y volví al lugar en el que me habían tomado minutos antes las huellas dactilares. Frente a la mesita de formica y aglomerado dedicada a esos menesteres, inmediatamente antes de la puerta que da acceso al lugar en el que se encuentran las llamadas celdas americanas, la prisión cuenta con una especie de control de equipajes, de esos que se utilizan en los aeropuertos para analizar el contenido de las maletas de los que quieren subirse al avión, aunque aquí, en esta prisión de alta seguridad, no se encuentren maletas propiamente dichas, y mucho menos viajeros en tránsito hacia otro lugar, sino personas que llevan sus bolsas, más bien cutres en muchos casos, y que se ven forzadas a quedarse un tiempo en semejante monasterio de la oscuridad.

El funcionario del departamento de Ingresos, con movimientos lentos que traslucían meticulosidad, fue vaciando poco a poco, pieza a pieza, la bolsa que Lourdes, con la ayuda de Alejandra, me había preparado. Sentí un poco de rubor cuando vi cómo un extraño manejaba con sus manos mis calzoncillos, calcetines, pijamas y otras piezas de ropa que, por cierto, evidenciaban que por mucho que le dijeran a mi mujer que me iba a la cárcel, cualquiera que viera el contenido de mi bolsa pensaría que mi destino era algún lugar de alta montaña para esquiar o dedicarme a leer y escribir. Cosas del subconsciente, supongo. Bueno, lo que cuenta es que en principio todo mi equipaje se encontraba en orden penitenciario, esto es, cumplía el reglamento, lo que no es tan sencillo como parece, y precisamente por ello el primer escollo se mostró con la evidencia del primer susto carcelario: mi ropa de abrigo no era reglamentaria.

Mi primera sorpresa penitenciaria nació al conocer que en la cárcel está prohibido el color azul marino porque es el que utilizan los funcionarios y se trata de evitar que algún preso pueda vestirse con esos tonos con la finalidad de que la cromía de su vestimenta facilite su fuga carcelaria… Un poco sofisticado y hasta infantil, pero… Desgraciadamente, me habían comprado un anorak de ese color y lo habían metido en la bolsa, y el funcionario, cumpliendo las instrucciones recibidas de la superioridad, quería retirármelo. Le dije que era el único que tenía, que yo no conocía esas reglas y que no me lo arrebatara porque hacía mucho frío. Y es que el frío de aquel 23 de diciembre de 1994 penetraba en los huesos y se instalaba como inquilino de pago entre ellos. Sobre todo en los míos porque, además de que no acostumbro a acumular demasiada grasa en mi estructura corporal, por alguna razón tengo una piel muy sensible a esa inclemencia.

El calor lo soporto mejor. Pero el frío no. Así se lo expliqué al funcionario, que comenzaba a sentirse incómodo con la situación. Por un lado, yo percibía simpatía en su mirada y era adivinable sin esfuerzo su deseo de entregarme el anorak. Por otro, la necesidad de cumplir las normas. Máxime en el caso de Mario Conde, porque podría ser letal para su carrera que le acusaran de trato de favor, aunque fuera una nimiedad. El hombre se debatía en cierto tormento interior. No todos los días un personaje como Mario Conde llega a Alcalá-Meco. No sabía si, como decía aquella vieja película, con él llegó el escándalo, pero de momento había llegado un problema…

En ese punto nos encontrábamos el funcionario y yo, en un diálogo más plagado de gestos que de palabras, cuando apareció de nuevo Jesús Calvo. El funcionario, evidenciando ante mí con sus gestos el poder de la autoridad que reúne el director de la prisión, le explicó a su jefe, con respeto y casi en voz baja, lo que ocurría. El director echó una mirada a mi ropa de abrigo, la tomó en la mano, la giró y de inmediato encontró una solución salomónica: podía retener mi anorak, pero debía utilizarlo al revés, es decir, que la tela que se mostrara al exterior fuera el forro interior, de color granate oscuro, con la obligación de pedir inmediatamente a mi casa que me trajeran otro de color distinto para dar cumplimiento estricto a las normas de prisionero.

—Gracias, señor director —fue mi respuesta. El funcionario sonrió aliviado. Me puse el anorak a toda velocidad porque comenzaba a helarme. También me requisaron la camisa, de color azul pálido, porque, nuevamente, coincidía con la que utilizaban los funcionarios que dedican su vida a vigilar a los presos. Eso me dio exactamente igual, porque una cosa es el frío y otra, ponerse a presumir nada más ingresar en prisión. Por cierto, algún tiempo después de ese incidente, un Juez de Vigilancia Penitenciaria declaró que esa prohibición de usar ropa azul era ilegal, tanto el oscuro como el pálido, porque los presos no son responsables de que los funcionarios de prisiones lleven uniforme azul, verde, caqui militar o de cualquier otra tonalidad.

Bastante lógico, por otra parte.

Recorrí el pasillo de Ingresos con dirección al módulo PIN, una extraña palabra nacida de la «P» de Preventivos y de la «IN» de Ingresos, del que nos separaba una pequeña puerta metálica.

El funcionario encargado de acompañarme a mis nuevos aposentos introdujo la llave y la giró varias veces, 2 o tres, con unos inconfundibles chasquidos en cada una de las paradas del movimiento circular de la llave, de derecha a izquierda. Se abrió la puerta y ante mí apareció el módulo de Ingresos. La cárcel pura y dura, y, encima, de alta seguridad. Y su olor característico, denso, penetrante. Me detuve un segundo. El corazón se agitó muy levemente. Mis ojos trataban de retener toda la información.

Entramos en un pasillo en cuyo fondo aparecía otra puerta, pero esta vez enrejada, que para eso estábamos en una cárcel y no en un hotel de sierra ni de playa levantina. La observé desde lejos: era una puerta terrible, confeccionada con gruesas láminas de hierro escasamente pulidas, ensambladas en cruz unas con otras, pintadas en color verde oscuro, formando un conjunto capaz de intimidar a cualquiera. Avanzamos en dirección a la puerta. De una garita situada a la derecha del pasillo apareció con pasos y gestos silenciosos otro funcionario, vestido de idéntica manera, más alto y más rubio, más displicente y menos acogedor, quien, con movimientos deliberadamente cansinos, me miró de reojo, como no queriendo dar importancia a lo que sucedía en esos instantes, al tiempo que no podía sustraerse a un cierto control de imagen porque seguramente tendría que comentar algo, dentro y fuera de su trabajo. Llegó a nosotros provisto de una llave que por su tamaño podría ser de prisión o de convento de clausura, con la que abrió esa nueva puerta, curiosamente con más facilidad que las anteriores, y me descubrió el acceso a las celdas. De nuevo el ritual de varios giros de llave. De nuevo los chasquidos…

Empezaba a familiarizarme con los sonidos que componen la melodía carcelaria.

Tras la puerta, las escaleras por las que se asciende a las celdas, a los alojamientos de los prisioneros. Subí despacio pero sin arrastrar los pies, siguiendo como una sombra al funcionario que me abría camino. Al fondo, en el primer descansillo, una nueva puerta enrejada, pero quizá más liviana, algo menos aparatosa. Una vez cruzada, un largo pasillo. Por primera vez desde que se produjo mi ingreso la visión de ese corredor me impresionó, quizá por memorizar de manera inconsciente los pasillos carcelarios que nos mostraban en las películas norteamericanas. En el costado izquierdo de aquel profundo, frío, húmedo y algo lúgubre pasillo se encontraban las celdas, numeradas correlativamente. Contemplé con toda la atención que pude el espectáculo.

Cada una de ellas estaba cubierta en el exterior con una gruesa placa de hierro pintada en verde militar, en la que, escritos con tiza blanca, figuraban los nombres de los internos que vivían en ellas. Esas placas verdes, «chapas» en el argot carcelario, eran las puertas de la celda, que se desplazaban lateralmente sobre guías de metal enclavadas en el suelo para permitir la entrada y salida de sus inquilinos. Me asignaron una de esas habitaciones con carácter provisional. Así me lo advirtió el funcionario mientras introducía la llave en el cajetín de la chapa, giraba las 3 vueltas de rigor, desplazaba la placa metálica al costado izquierdo, y pronunciaba la palabra del ritual:

—Entre.

Lo hice. Sin un ruido. Sin un gesto. Sin una pizca de emoción. Sencillamente, entré. El funcionario me siguió. Tratamos de encender la minúscula luz que se vislumbraba en una placa de plástico, más bien corroída por el tiempo, situada justo encima del lavabo. Insistimos varias veces. No funcionaba. El funcionario no se inmutó. Me dijo que no me preocupara porque estaba previsto cambiarme a otra celda una vez que terminaran de prepararla, una que, por lo visto, estaría contigua a la que ocupaba Arturo Romaní.

La celda era un pequeño cubículo de forma rectangular de unos 8 metros cuadrados de superficie. Nada más entrar, a mano derecha, una plataforma en la que se encontraba el retrete, parecido a los que utilizaba en África, en pleno campo, cuando fui de safari. Inmediatamente a su costado, un pequeño hueco en la pared hacía las veces de armario en el que colgar las cosas, con 2 repisas para dejar las bolsas y algunos libros o enseres personales. Al fondo, pegadas a las 2 paredes, 2 literas. la de abajo construida en obra, y la de arriba en metal. Una pequeña ventana pintada de verde, una mesita de trabajo también del mismo color, a cuya izquierda, colgada de la pared lateral, alguien había colocado una repisa de aglomerado y cartón; un lavabo y un espejo, situado entre el retrete y el «armario», completaban la «decoración» del lugar en el que iba a pasar un tiempo de mi vida. Recordé las palabras de Jesús Calvo acerca de que mi primer encuentro con la celda podría ser desestabilizador. Pues no. Al menos en ese instante no percibía especiales latidos de emoción en mi interior. Quizá es que sentía tan fermentada en mis adentros, como dicen por el sur, la obra político-mediática que representaba este instante de mi vida que me comportaba como el actor de un guión escrito para conseguir éxito de público y audiencia. Quizá…

Hacía un frío terrible. Toqué con la mano los 2 gruesos tubos de calefacción, igualmente de color verde militar, y comprobé con gesto doliente que estaban helados. Tenía que dedicar un mínimo de tiempo a las labores de intendencia y, aun a pesar del carácter provisional de esa mi nueva estancia, me dispuse a ordenar un poco mi equipaje. Con calma, sin prisas, que en la cárcel nunca hay prisas —salvo para salir, claro—, saqué las cosas de la bolsa, me quité el traje y la corbata y me vestí de preso. Recordé con cariño el gorro de lana que mi hija Alejandra me había comprado en El Corte Inglés. Lo apreté contra mi pecho mientras pensaba en mi hija, que el día anterior me había dicho:

—Este gorro, papá, es de preso total.

Tenía que saber controlar mis emociones, sobre todo en esos primeros momentos en los que circulaban a flor de piel, máxime después del agotador interrogatorio al que había sido sometido durante 5 eternos días.

Eran las 5 y media de la tarde de aquel 23 de diciembre cuando me asomé a la ventana de la celda. Desde ella se veían los muros de ladrillo y cemento, rematados con alambres de espino, formando figuras parecidas a ochos irregulares, que delimitaban el patio de presos. «Seguro que si estuviera aquí un ocultista me diría que no son ochos irregulares, sino símbolos del infinito puestos en pie», pensé con cierta sorna. Después de ese primer muro había otro patio, de pura seguridad, vedado a los presos, también rematado con el mismo tipo de alambre y al que arrojábamos los restos de pan que eran devorados por cientos de pájaros que acudían todas las mañanas a comerse nuestras sobras. Una plástica curiosa: el pájaro que simboliza la mejor de las libertades, la que se desplaza por la tierra y el cielo. Y, a su vera, como dicen los andaluces, nosotros, los presos, que constituíamos la más sana de las privaciones de ese sueño inacabado al que llaman libertad… Contraste de intensidad, desde luego.

Más allá, una especie de foso y una nueva pared de cemento y hierro en la que aparecía un voladizo por el que paseaban los guardias civiles, provistos de metralletas, encargados de nuestra seguridad en el Centro, a los que en más de una ocasión, entre el regocijo de mis colegas, sorprendí caminando con la cabeza vuelta hacia atrás, tratando de descubrir dónde se encontraba el preso Mario Conde. Al fondo, con la luz tardía de aquel día, primero después del solsticio de invierno, vi, tras las copas de unos chopos vacíos de hojas que indicaban la estación del año en la que nos encontrábamos, las siluetas recortadas de unas colinas peladas. Era, como digo, el primer día después del solsticio de invierno, es decir, el momento en el que la luz comienza a vencer a la oscuridad. «Bueno, pues puede ser todo un presagio —pensé—. ¡A ver si es verdad que esto sirve, al menos, para que la luz comience a vencer a las sombras! No es tan fácil —seguía dialogando conmigo mismo—, porque este país siempre ha tenido especial predilección por instalarse en la negatividad.»

Algunos presos, unos 10 o 12, más o menos, paseaban indiferentes por el patio y, al verme, giraban sus ojos hacia mi ventana con un gesto que desde el primer momento me pareció amable y de complicidad. A fin de cuentas, cualquiera que fuera tu posición en el otro mundo, cuando estás dentro eres preso. Quizá no igual que cualquier otro, pero preso, al fin y al cabo.

Un grupo de 3 personas recorría el recinto de un lado a otro a gran velocidad. En medio del grupo se encontraba Arturo Romaní, vestido con atuendo carcelero: el inefable chándal de deporte… Le llamé con un grito tranquilo desde mi ventana y al oír mi voz detuvo su marcha y miró hacia arriba. Traté de adivinar su estado de ánimo en aquella primera observación. Estaba bien, aunque la expresión de sus ojos reflejaba una profunda tristeza, mezclada con un cierto estupor y algo de temor, porque Arturo siempre fue temeroso y quizá no de Dios, precisamente.

Cruzamos algunas palabras livianas y sonrió cuando le dije:

—No te he escrito porque estaba seguro de que pronto estaría aquí.

El grupo siguió moviéndose, desplazándose en su caminar hacia ninguna parte, y yo observando lo que veía: unos cuantos hombres, en su mayoría jóvenes y no todos con buen aspecto, moviéndose de un lado al otro, con velocidades distintas, en un ir y venir constante, en un movimiento lineal que a fuerza de reproducirse sobre sí mismo se transformaba en circular.

Se trataba de una especie de cuadratura del círculo pero al revés: convertían en círculo lo que físicamente era un rectángulo. Pensé que, en gran medida, esa es la ley de la vida: un continuo caminar hacia un imaginario adelante sin percatarnos de que, en el verdadero fondo, nos limitamos a describir un círculo existencial.

Poco después llegó el funcionario y utilizando las palabras justas, ahorrando energía en el consumo de lenguaje, me cambió a la celda definitiva, idéntica a la anterior, aunque situada más al fondo del pasillo. La puerta metálica de mi «chabolo» —palabra del lenguaje carcelario para designar a nuestras celdas— era, como decía, de color verde y en su parte derecha, contemplada desde la ventana, tenía un pequeño agujero por el cual los funcionarios hacían el recuento de los internos. Una voz llamó desde fuera. Miré por la mirilla y vi a un chico joven con gafas.

«Bienvenido», me dijo, e introdujo un pastel envuelto en papel de celofán por debajo de la puerta. Después de contemplarlo atentamente por si contenía algún mensaje o, sencillamente, no estaba en buen estado, me lo comí muy contento y decidí ocuparme de las cosas domésticas, así que me puse a hacer la cama con el colchón, las sábanas y las 2 mantas que me habían entregado en la sección de Ingresos, que con los platos, cubiertos y un par de rollos de papel higiénico, constituyen el «equipo habitual» aportado por la prisión a cada interno. Tras ello, leí algo transversalmente el manual del recluso para enterarme superficialmente de cómo funcionaban las cosas por la cárcel. Me entregaron un par de platos, uno sopero y otro plano, de color blanco, acompañados de un juego de cubiertos de color rojo que, al igual que los platos, eran de plástico. Ya disponía de información acerca de que cualquier objeto metálico se encuentra rigurosamente prohibido en los recintos carcelarios.

Empezaba a caer la tarde y la única luz de la celda era una amarillenta proveniente de una plancha de plástico situada justo encima del lavabo, por lo que me resultaba imposible leer con tan escasa iluminación. Necesitaba un flexo y nadie me había hablado de un detalle tan trascendente. Afortunadamente, poco después Arturo Romaní me lo consiguió, y amablemente el funcionario me permitió introducirlo en la celda. El único enchufe era el situado en las proximidades del lavabo, así que un cable alargador se convertía en instrumento imprescindible.

Lo dejé cruzando la celda de cualquier manera, pero con el tiempo aprendí a cuidar el decorado de mi habitación con algo más de esmero.

Objetos aparentemente estúpidos, a los que no prestas ni un segundo de atención cuando campas por la libertad, comenzaban a convertirse en instrumentos indispensables para disponer de un mínimo de confort —por así decir— en tu vida de prisionero.

Gracias a la luz del flexo pude leer el auto de prisión, cosa que no había hecho hasta ese momento. Verdaderamente estar en la celda de prisionero y ponerte a leer el auto de prisión que te condujo allí no es un deporte que yo recomiende encarecidamente a cualquiera, pero me daba la impresión de que debía someterme a semejante tormento. Me pareció una solemne salvajada jurídica, pero pensé que ese juicio era debido a que se refería a mi encierro y, por tanto, me encontraba situado en las posiciones de juez y parte, lo que no es excesivamente recomendable para llegar a conclusiones objetivas. Descansé un rato, dejé mi querido auto dormitar sobre la mesa carcelera, paseé de un lado a otro, como oso encerrado, entre la ventana y la chapa de la celda, procuré calmar las puntas de cabreo interior que recibía desde el papelito judicial que me había enviado a ese sitio, y, aparentemente más calmo por el ejercicio de autocontrol practicado, volví a leerlo de nuevo, a ver si ahora que estaba más tranquilo me parecía algo mejor. Pero no; la impresión era todavía peor. Su construcción lógica me resultaba más que deficiente. En ese documento no se contempla un razonamiento cuya conclusión fuera la prisión incondicional, sino más bien al revés: era una decisión de prisión incondicional y unos cuantos hechos construidos de forma que sirvieran de cobertura aparente.

Lo más llamativo era el indudable proceso de «ingeniería penal» que se contenía en sus líneas. No se trataba sólo de que los hechos relatados no eran delictivos, al menos tal y como los describía su Señoría, sino de algo más grave: la justificación de la prisión preventiva era la «alarma social». Con las prisiones preventivas debería tenerse mucho cuidado porque son violaciones del principio de presunción de inocencia que todas las constituciones del mundo proclaman como esencial en la convivencia moderna. Claro que una cosa es proclamar y otra, dar trigo. Y como al poder no le gusta demasiado tener las manos atadas frente a postillados jurídicos, siempre se las ha arreglado para inventar algún resquicio con el fin de componer los desperfectos que puede ocasionarle una excesiva exigencia de rigor en el respeto a la Ley, a los derechos llamados constitucionales, y precisamente la tan manoseada «alarma social» era uno de sus mecanismos favoritos para destrozar el Derecho.

Este concepto me había llamado la atención desde que se lo aplicaron a Mariano Rubio, el gobernador del Banco de España de los tiempos del socialismo. Más tarde supe, por eso de mi insana curiosidad innata, que tenía su origen en la noción de «irritación social» acuñada por la legislación de los nacionalsocialistas alemanes de Hitler. El asunto estaba claro: el poder, sin desagregaciones, siempre ha tratado de disponer de instrumentos «legales» con los que conseguir meter en la cárcel a las personas incómodas económica, social o políticamente hablando. El instrumento más contundente es, sin duda, la prisión preventiva. Por eso es necesario algún concepto abstracto —que, por ello mismo, es fuente de poder discrecional— con el que «legalizar» una decisión tomada fuera de ámbitos estrictamente jurídicos. La verdad es que el término «irritación social» es bastante gráfico: me imaginé a los generales alemanes adornados con la esvástica, que en todas las películas de guerra aparecen siempre nerviosos y dando gritos, diciendo que un determinado demócrata o judío provocaba irritación social. Era obvio que los irritados eran ellos, pero con eso no bastaba: había que trasladar su ánimo, al menos conceptual y teóricamente, al conjunto de la sociedad para producir ese efecto de irritación social, a pesar de que la sociedad no estuviera en absoluto irritada con el reo y, por el contrario, albergara ese sentimiento respecto del encarcelador.

—Ánimo, don Mario, de aquí se sale —dijo al despedirse el chico del pastel.

«De aquí se sale» es uno de los gritos de guerra de la cárcel, un instrumento de control psicológico para los internos, una luz de esperanza, un eslogan carcelario construido para evitar que percibamos esta estancia, por larga que sea, como un estadio definitivo en nuestras vidas.

«De aquí se sale», pensé. ¿Zanahoria? Hombre, no, porque salir se sale, la cuestión es cuándo.

A las 7 y 30 minutos de aquella fría tarde noche me subieron la cena: un par de filetes empanados y unos embutidos. Nada de beber, así que me tragué el agua helada que salía del grifo después de pensar por unos instantes si podía correr algún riesgo de infección, a pesar de lo cual la sed es la sed y bebí un par de vasos porque de muertos al río. Sobre las 8 de la tarde apareció Romaní, acompañado de un hombre de unos 50 años, de pelo blanco, que, sin pronunciar palabra, y bajo la atenta mirada silente del funcionario que abrió la chapa, entró en mi chabolo con un televisor en la mano y lo situó encima de la repisa de madera y cartón situada a mano izquierda de la mesa de trabajo, tras lo cual abandonó mi celda como un rayo para que el funcionario cerrara la puerta con llave. Ni una sola palabra cruzamos en la ceremonia. El sonido carcelario de la chapa abriéndose y cerrándose cortó el silencio del pasillo del módulo. Concluido el cierre de la celda, de nuevo el silencio. Un silencio en el que se podía adivinar cierta violencia latente…

«Bueno, pues no está mal», me dije. Desde mi primera noche tema televisor, aunque, la verdad, no sentía ningunas ganas de ver lo que dirían los telediarios sobre mi ingreso en prisión.

Nunca he sido aficionado a la televisión y en aquellas circunstancias mucho menos.

A eso de las 8 y cuarto se volvió a abrir la puerta y un funcionario alto, vestido de azul, con gafas, mirada un poco indefinida, gestos que demostraban un espíritu blando, me mandó salir, casi sin decir nada, con una especie de ruido sustituto de las palabras, como si quisiera ahorrarse el esperpento de dedicarse a pronunciarlas. Un gesto de corte gutural cumplía esa misión sobradamente.

Bajé de nuevo a la sección de Ingresos y después de muchos esfuerzos, puesto que la centralita de la prisión tenía más valor como antigüedad que como instrumento telefónico, pude hablar con Lourdes. Entonces me enteré de que los internos tienen derecho a hacer una llamada el primer día de su llegada a la cárcel, una llamada gratuita porque la paga la cárcel. A partir de ese instante, las comunicaciones telefónicas, amén de muy restringidas, corren a cargo del interno que quiera efectuarlas.

Vivía una extraña situación, desde luego nunca imaginada en nuestro proyecto de vida:

Lourdes en nuestra casa de Triana, yo en prisión, en mi nueva morada, y entre nosotros un diálogo insólito a través de un teléfono antediluviano de una cárcel de alta seguridad… Cosas de la vida. Al tomar el teléfono en mis manos y acercarlo al oído no pude evitar ese flash recorriendo mi cerebro a toda velocidad, pero, en fin, lo inevitable es lo inevitable y lo mejor era aprovechar ese derecho del interno y charlar, y guardar las elucubraciones de tinte filosófico para mejor ocasión. Pronuncié el «hola, Lourdes» procurando el máximo control interior. Lo conseguí sin excesivo esfuerzo.

—Hola, Mario.

Lourdes estaba muy bien, aunque algo excitada. Lo mínimo que podía pedirle. Ella sabía de los motivos profundos de mi encarcelamiento. Ya lo advirtió en multitud de ocasiones, pero vivía la tragicomedia que escribíamos con cada golpe sobre nuestras vidas con mayor carga de tragedia que yo. La claridad de ideas propia de su inteligencia práctica le permitía ver la realidad, pero sus sentimientos, su buena alma, no podían controlar de modo absoluto el dolor. Algo de dolor, quizá mucho sufrimiento, se colaba por las rendijas de su alma y se almacenaba en el lugar en el que vivía su espíritu. Lourdes, mi querida Lourdes, sufriendo por obra y gracia de nuestro Sistema… Y, claro, por mi manera de llevarme con él…

Mario, mi hijo, con quien crucé breves palabras, sencillamente fantástico. Pensé que, de repente, se había hecho mayor. Razonaba con gran serenidad. Bueno, la verdad es que a lo largo de todo el proceso me había demostrado una gran madurez, sabiendo en todo momento qué era lo que, de verdad, estaba ocurriendo conmigo y con nuestra familia. Alejandra, mi hija, fue mayor desde pequeña, así que su comportamiento no me extrañaba en absoluto.

Colgué con cierto desaliento, agradecí la llamada, crucé el pasillo de Ingresos y regresé a la celda recorriendo el camino de vuelta siempre acompañado del funcionario de rigor. Me senté de nuevo en la silla blanca de plástico, aposté mis brazos sobre la mesita de obra, miré hacia la oscuridad de una noche heladora y me puse a pensar. Sentía en mis adentros el frío y percibía el olor extraño que, de vez en cuando, venía de la taza del retrete. No era un mal olor, sino algo ácido, que penetraba por la pituitaria y que, desde luego, no provocaba ningún tipo de sensación agradable. Mi mente intentaba controlar los sentimientos y poner en orden las imágenes de los últimos días vividos. Cierto es que «de aquí se sale», pero en aquellos primeros compases de la tarde noche mi mente voló incontrolada, mecida por el sonido nocturno carcelario, hacia el desarrollo de los acontecimientos que me habían traído aquí, que me empujaron al departamento de Ingresos y Libertades, que me obligaron a subir las escaleras, a recorrer el pasillo, a desplazar la puerta, a sentarme en la celda.

Duelen en ocasiones los recuerdos. Duelen al ser traducidos en términos de presente y mis presentes de esos instantes eran poco más que espacios reducidos, libertades cortocircuitadas, olores ácidos, fríos silenciosos, alambres de espino… Duelen a veces los recuerdos… Y ese dolor fortalece el alma. En aquellos instantes ni siquiera podía imaginar el sufrimiento que me quedaba por vivir y el fortalecimiento interior que conseguiría al vivirlo, al fermentarlo, al deglutirlo.

Cuentan que poco antes de morir tu vida circula por tu mente en una especie de revival a toda velocidad como si de una película se tratara, como si pudieras volver a verte a ti mismo antes de desaparecer para siempre en una forma determinada de individualidad. Algo así me debió de suceder en aquel instante de mi vida, envuelto en la nocturnidad del silencio carcelario, pisando, viviendo, sintiendo por primera vez la experiencia de ser preso, de ser habitante de aquella celda, miembro de aquel club, socio de ese mundo, individuo de aquella humanidad.

Fui así, en ese retroceso, visionando a velocidad de urgencia el Congreso de los Diputados, las sesiones de aquella representación teatral a la que llamaron Comisión de Seguimiento de Banesto, la sensación de pasteleo en las preguntas y respuestas que formulaban todos los grupos parlamentarios y las personas por ellos designadas para crear poco a poco la «alarma social» que condujera al encarcelamiento… «Alarma social», qué concepto más peligroso. Veía cómo la confeccionaban a golpe de imágenes destinadas a ser consumidas por la masa, siguiendo las mejores técnicas hitlerianas de la llamada irritación social que utilizaban los nazis para encarcelar judíos. Pero la sociedad sedienta de sangre no se percataba de aquello. Se alimentaba una parte de los instintos más depredadores del ser humano, que se incrementan exponencialmente en intensidad cuando quien la recibe es ese magma llamado masa.

Algunos de aquellos rostros que circulaban por mi mente carecían de perfiles precisos. Sólo nombres vagos, ya difusos, carentes de contraste y brillo en aquellos instantes, quizá por la conciencia de inevitabilidad a la que debía acostumbrarme. Alfredo Sáenz, señora Aroz, Trocóniz, Rojo, Miguel Martín… sombras de un escenario en el que se apagaron las luces, en el que minutos antes se representaba la tragicomedia con la que rodearon mi existencia y la de los considerados míos.

Bueno, los míos que se mostraban ahora como tales, porque no siempre los amigos, o quienes se decían serlo, siguieron una conducta de siquiera neutralidad, sino que, por miedo, ambición o lo que fuera o fuese, se alinearon al lado del poder destructor del Sistema. Y los medios de comunicación social, con los que tantas relaciones tuve, formaban parte imprescindible de ese diseño del poder, eje capital del funcionamiento del Sistema… Me costó, pero no pude negarme a aquella evidencia: los medios trabajan, casi unánimemente, en la misma dirección. En aquellos días ignoraba hasta qué punto mi suposición era correcta, hasta dónde llegaron en alinearlos con sus tesis demoledoras de imagen.

Días difíciles los que siguieron a la publicación de mi libro El Sistema en septiembre de 1994, 3 meses antes de ese mi primer encarcelamiento. Aquel conjunto de páginas parece que terminó de activar las alarmas. Los trabajos de la Comisión Banesto comenzaron a teñirse de un color verde militar, esto es, carcelario. Se presentía incluso por los menos dotados para percibir presentimientos. Yo avanzaba, impulsado por la evidencia de esos vientos sobre las velas de mi vida, en el convencimiento interior de lo inevitable. Por fin, el domingo 30 de octubre, con un despliegue insólito de 3 páginas, El País ejecutaba sobre mí un ataque frontal en el que aparecía una foto épica: todos los miembros de la Comisión Banesto bajo un titular que decía: «Veredicto final». El Parlamento actuando de jueces sin juicio…

No podía negarme a la evidencia: El País trabajaba de manera intensiva en el objetivo del encarcelamiento, de mi visita a prisión. Me quedé paseando por el claustro de la casa de Los Carrizos, dando vueltas sin parar en dirección contraria a las agujas del reloj, rodeado de los trofeos de caza que a cientos cuelgan de sus paredes, mientras mi mente se hacía a la idea, a una idea nada atractiva, más bien penosa, un cáliz que nadie, creo, puede pensar en deglutir sin que el sabor ácido le queme al atravesar la garganta.

Había llegado la hora. Tenía que comenzar a explicar a mi familia lo que iba indefectiblemente a ocurrir. Debía prepararla ante ese juego político-financiero-mediático que me iba a conducir implacablemente a la cárcel.

Me reuní a comer en mi casa de Madrid con mis padres, mi hermana Carmen, Lourdes y mis hijos Mario y Alejandra. La tragedia se respiraba en el ambiente, así que no podía mantenerme silente, sin abordarla, sin ofrecer una mínima explicación.

—Quiero deciros cómo están las cosas. Todo el movimiento de estos días está destinado a un fin: meterme en la cárcel. No les importa demasiado cuánto tiempo, sólo quieren la foto, porque con ella justifican la intervención de Banesto.

—Pero ¿pueden hacerlo? —preguntó mi madre con voz temblorosa.

Era la pregunta que todos deseaban formular y nadie se atrevía porque conocían de antemano la respuesta y no deseaban escucharla, así que procuré ser claro aunque no contundente en demasía.

—Mamá, en este ambiente y en este país pueden hacer cualquier cosa. Nos estamos acostumbrando a que sean los periodistas, en cuanto agentes del poder, los que juzguen, y los fiscales y los jueces los que tengan que seguir sus dictados.

Mario, Lourdes y Alejandra seguían la escena en silencio, aunque en sus rostros se reflejaba la inquietud interior que sentían. Mario se decidió a dar un paso al frente y dijo:

—Está claro que todo esto es político y eso lo sabe todo el mundo, pero si te meten en la cárcel se les volverá contra ellos.

—Es posible, hijo, pero ya comprenderás que lo que estamos hablando no es nada agradable.

—Y ¿por qué no te vas? —dijo mi hermana Carmen—. Si estás seguro de que van a cometer una injusticia contigo, no entiendo por qué te quedas.

Esa pregunta encerraba la rabia contenida contra una situación que se sentía insoportablemente injusta: el fantasma de la huida, la opción de dejarles el espacio libre, de no jugar un juego que se sabía de antemano iba a ser con cartas gruesamente marcadas…

—Sencillamente, porque no puedo ni debo irme, Carmen.

—Mario no se puede ir —sentenció mi madre.

—Lo que quiero deciros es que tengáis claro que su objetivo es meterme en la cárcel para tratar de justificar la intervención del banco. Por tanto, tenéis que acostumbraros a que eso puede pasar. No es agradable, pero es posible y a fuer de ser sincero creo que es muy probable.

Claro que en la vida todo lo que pasa termina algún día. Pero, en fin, las cosas están así.

Fue un momento muy duro. Hay pocas cosas más difíciles para un hombre que reunir a su familia para decirle que es más que posible que le metan en la cárcel como consecuencia de una razón de Estado, sobre todo cuando tienes el convencimiento de que de probabilidad nada, que la certeza es lo único que se ajusta como el guante a la situación que te toca vivir. Pero no convenía alarmar antes de tiempo, aunque sólo fuera porque ese mismo convencimiento latía en la mente de todos nosotros, sin querer pronunciarlo en voz alta. Lourdes mantenía una impoluta entereza, puesto que siempre pensó que, más tarde o más temprano, vendrían a por mí. Mario y Alejandra reaccionaron muy bien, aunque sus miradas demostraban que eran conscientes de la carga dramática en términos de vidas que se almacenaba en nuestra conversación. Mis padres apenas si disimulaban su dolor, su congoja. Concluida la conversación, todos se fueron a sus diarios quehaceres. Yo me quedé solo, pensando, paseando como un león enjaulado a lo largo y ancho del salón de mi casa de Triana.

A pesar de mi frase de que «todo termina algún día», el problema residía en que, si te encierran a consecuencia de eso que llaman «razón de Estado», nunca podrás confiar en la Ley que por definición mediante el juego de esas 3 palabras se destruye. Penetras en el mundo de la más exquisita inseguridad jurídica. Pero no quedaba más remedio que soportarlo.

Un extraño sonido interrumpió mis recuerdos en ese instante. Era noche cerrada, en esa época del año la noche es especialmente larga. Miré al exterior a través de la ventana enrejada.

El patio de presos se cubría de silencio. Algunas voces a lo lejos y el inconfundible ruido de las televisiones. A la derecha de mi ventana, en la esquina del muro enrejado, una garita iluminada albergaba a los guardias civiles encargados de la seguridad del Centro.

Los guardias civiles no dependen del director de la prisión, a diferencia de los funcionarios, sino que ejercen su misión respetando su propia jerarquía militar. Pero en este caso concreto su cometido es evitar fugas de presos. Nada que ver con la seguridad del interior del Centro. De hecho, cuando por algún motivo tienen que penetrar dentro del recinto carcelario, deben hacerlo sin armas de fuego. Pero en ese pasillo que constituía una especie de circuito independiente, los guardias portaban armas, metralletas para ser más precisos. Y el ruido que escuchaba era el cambio de guardia.

La pareja entrante la integraban un hombre y una mujer. Se detuvieron unos instantes en el sendero de cemento que bordeaba el patio en su parte superior. Uno de ellos, se giró señalando las ventanas del módulo en el que se encontraba mi celda. Distinguía a duras penas lo que comentaban entre ellos pero resultaba obvio que de alguna manera estaban hablando de mí y hasta diría que tratando de localizar mi ubicación concreta. Uno de ellos levantó el brazo y señaló un punto del edificio, pero no se correspondía con mi lugar. En ese instante el silencio arreció. La música nocturna se detuvo y percibí con nitidez lo que en media voz uno de los guardias comentaba:

—Lo he leído en El Mundo.

El Mundo… El diario que ayudé a crear de una manera cierta, no con dinero, pero sí con apoyos decisivos en momentos cruciales de su historia… El Mundo, en el que Casimiro García-Abadillo escribió aquella barbaridad de que tenían que encerrarme para justificar el encierro de Romaní aunque no estuvieran atadas las operaciones sobre mí… El Mundo…

Casualmente fueron ellos, su director y Abadillo, quienes me informaron de la querella.

El 15 de noviembre, a eso de las 2 de la tarde, recibí una llamada de Pedro J. Ramírez, el director de El Mundo, en la que me transmitía la información fehaciente de que era cuestión de horas que los fiscales de la Audiencia Nacional presentaran una querella contra mí. Me dijo que no conocía en concreto las acusaciones penales, pero decía saber que no se solicitaban medidas de prisión preventiva. Traté de comprobar la información con Mariano Gómez de Liaño, a quien sorprendió la noticia y me dijo que le extrañaba muchísimo que pudiera ser cierta, salvo que por presiones políticas extremadamente fuertes el fiscal general del Estado pudiera haberse impuesto al criterio de los fiscales de la Audiencia, porque estos, los fiscales, querían que esa querella se viera en lo que llaman Junta de Fiscales, y es bastante lógico porque la importancia del caso lo requería. Al menos querían tener indicios de sobre qué iba la cosa… Pues no.

A las 2 y media de la tarde seguía sin saber absolutamente nada al respecto. Nos reunimos a almorzar en casa Lourdes, Mario, Alejandra, Paloma y yo. Cuando todos estábamos sentados alrededor de la mesa, rodeados de un silencio espeso que nadie quería atreverse a romper, conscientes de que sólo se convertiría en sonido para anunciar malas nuevas para nuestra casa, les dije:

—Me acaba de llamar Pedro J. para decirme que es seguro e inminente la presentación de una querella contra mí. También me ha dicho que no piden ningún ingreso en prisión provisional.

—A mí no me extraña nada —contestó Lourdes—. Llevo tiempo diciéndote que iban a por todas y si hay fiscales influenciables políticamente, está claro que lo intentarán por todos los medios.

—Pero eso de la querella ¿qué es? —preguntó mi hija Alejandra.

—Pues que te acusan de una serie de delitos que ni siquiera sé cuáles son por el momento —contesté.

—¿Y qué puede pasar? —volvió a preguntar, esta vez con más angustia en su tono de voz.

—Que habrá un juicio y tendrán que demostrar las acusaciones que formulen —le respondí.

—Estos juicios pueden acabar en multas o incluso en la cárcel —aclaró Lourdes.

Los ojos de Lourdes brillaban. Por su mente corrían los muchos instantes en los que me insistió en que me alejara de Banesto, de la notoriedad, de las relaciones con la Casa Real, con cualquier suerte de políticos, en los que me advirtió de la especial catadura moral de muchos de los habitantes de nuestra sociedad española, de cómo se consume envidia aderezada en diferentes platos, condimentada de mil maneras, pero envidia pura y dura al fin y al cabo. Ni una sola voz de protesta, sin embargo. Ni un esbozo de recriminación. Silencio activo porque en esos instantes se preparaba interiormente para seguir ayudando en los momentos que, con total certeza, nos iba a tocar vivir. Pero a pesar de la aparente calma de la que todos queríamos hacer gala, el ambiente que se respiraba en casa era particularmente tenso.

—Tenéis que estar tranquilos. No sabemos nada y, además, si ponen la querella ya nos defenderemos.

—Yo casi prefiero que la pongan —dijo Lourdes—, porque así terminaremos de una vez con esta situación. Lo que está claro es que en este país no se puede luchar contra el Sistema.

—Bueno, eso es harina de otro costal, pero en cualquier caso lo que os pido a todos es que, pase lo que pase, hagáis el favor de mantener la calma y la tranquilidad y ya veremos cómo salimos de este asunto. Si todos nos ponemos nerviosos, es lo peor que podemos hacer.

Sobre las cuatro de la tarde la noticia comenzó a correr como cura perseguido por el diablo: existía una querella criminal, pero nadie sabía nada y nosotros no teníamos ninguna comunicación oficial al respecto. Unos minutos después pude hablar con Casimiro García-Abadillo, jefe de la sección de Economía de El Mundo, que fue quien transmitió a Pedro J. la noticia.

—¿Qué sabes? —me preguntó.

—Absolutamente nada —le respondí.

—Pero ¿no habéis tenido ningún tipo de comunicación oficial?

—En absoluto.

—Esto suena muy raro.

—Desde luego, pero tú ¿cómo te has enterado del tema?

—Porque esta mañana hemos tenido una conversación con Granados, el fiscal general del Estado, y nos ha dicho que se iba a interponer una querella.

—Esto huele raro y parece como si existiera alguna orden del fiscal general al fiscal jefe de la Audiencia, pero todo es demasiado confuso.

La tarde, aquella inolvidable tarde, estuvo plagada ad náuseam, como dicen los juristas y sus cursis imitadores, de llamadas de toda la prensa y, como se mascaba el inicio formal de la tragedia, decenas de periodistas infectados de cámaras en las manos y sonrisas en sus caras, y unos cuantos trabajadores de las cámaras de televisión, se apostaron en las puertas de mi casa tratando de obtener alguna información, asistidos de la paciencia de los cazadores de recechos al amanecer. Yo permanecía tranquilo. El espectáculo de los fabricantes de noticias ni siquiera me inquietaba. A eso de las 9 de la noche llegó a casa nuestro abogado, Mariano Gómez de Liaño.

—Hay un ambiente muy extraño en la Fiscalía porque puedo decirte que esta querella ha sido presentada sin consultar con la Junta de Fiscales. Algo ocurrió el domingo y Aranda, el fiscal jefe, obligó a Florentino Orti a redactarla a toda prisa.

—¿Y qué dicen los fiscales?

—Creo que van a solicitar una Junta de Fiscales con carácter extraordinario y están muy calientes. No conviene hacer nada porque posiblemente el asunto se líe por sí solo.

Algo se agitó en la celda colindante que ocupaba Arturo. Se escuchaban voces. Pegada la boca a la rendija de la chapa de la celda se puede comunicar con la colindante, aunque la postura no sea la más cómoda del mundo para dialogar. Pero funciona para el envío de mensajes cortos.

Romaní trataba de decirle algo a Fontanella, el ocupante de su celda contigua, de quien en ese momento carecía de más información. Fue él, el tal Fontanella, quien me introdujo la televisión en mi celda entrando y saliendo como una exhalación, aunque con el tiempo suficiente para pronunciar a media voz su nombre, «Fontanella». Seguro que lo vería al día siguiente. Algo tramaban Arturo y el tal Fontanella, pero no podía escucharles, no alcanzaba a entenderles, así que me retiré de nuevo a la silla y seguí mirando por la ventana la oscuridad de la noche.

Regresé de nuevo a mis pensamientos y ahora fue Romaní quien ocupó un lugar en mis recuerdos.

Arturo, abogado del Estado, hombre brillante y de una fortaleza física realmente extraordinaria, fue mi jefe en el Servicio de Estudios de la Dirección General de lo Contencioso del Estado, entonces la propia del cuerpo de abogados del Estado. Arturo quiso ser político y en sus primeras andaduras vitales llegó a ser sub-secretario de Hacienda y de Justicia con UCD.

Curiosamente en esa etapa fue el promotor de la construcción de algunas cárceles, singularmente Daroca. Ahora, era inquilino de uno de esos inmuebles para encierros forzosos financiados con los fondos que él administraba. Ironías del destino.

Esa tarde, después de los anuncios de presentación de la querella, apareció por mi casa un agente judicial. Portaba la información referente a la querella interpuesta al tiempo que me notificaba que como medida cautelar el juez García-Castellón había decidido prohibirme la salida del territorio nacional y me reclamaba la entrega de mi pasaporte. Subí a mi cuarto, lo saqué del cajón en el que lo guardaba y sin ninguna nostalgia y sin el menor aspaviento se lo entregué.

Comenzaba la historia judicial más penosa de mi vida.

Esa misma noche Arturo Romaní y Aurelia Sancho, su mujer, vinieron a cenar con Lourdes y conmigo. Les encontré bastante bien y relativamente tranquilos. Quizá no sentían dentro, como yo, la inexorabilidad de la amenaza real del Sistema. Hablamos de muchas cosas y, entre ellas, de nuestro pasado juntos. Siempre que una desgracia futura se presenta ante nuestras miradas adornada con altas dosis de certeza, el retorno al pasado se convierte en expediente inevitable, como si traer los recuerdos de lo vivido nos proporcionara oxígeno y alimento para lo por vivir.

Lourdes volvió a referirse a que siempre se había opuesto a mi entrada en el banco y a que tuviera cualquier tipo de protagonismo público. Claro que, como ella misma reconoció, ya era tarde para ese tipo de consideraciones.

Ahora, ante los hechos crudos, resultaba ineludible vivir en el nuevo escenario. No nos cabía a ninguno de nosotros duda alguna de que el procedimiento seguido para la interposición de la querella revelaba un contenido esencialmente político, puesto que el hecho de no consultar a la Junta de Fiscales ponía de manifiesto que se trataba de una orden del fiscal general del Estado, procedente del propio ministro Belloch, que parecía querer adquirir el papel de «justiciero mayor del reino». En todo caso, era difícil creer que se obedeciera exclusivamente al Banco de España. No. Esta decisión tenía que haber sido impulsada desde arriba. ¿Felipe González en su papel de presidente del Gobierno? No hay más remedio que admitirlo. Visto lo visto, no podía negarme a esa evidencia.

Esa tarde recibí una llamada de Matías Cortés, el abogado granadino amigo y asesor de Polanco que trabajó conmigo en algún frente en mi época de Banesto.

—He hablado con Clemente Auger. Me ha dicho que no se alegra en absoluto, pero que todo esto se habría podido evitar…

Clemente Auger era en ese instante presidente de la Audiencia Nacional y nunca ocultó su buena relación con Felipe González, desde antes de que en el inolvidable 1982 este alcanzara la presidencia del Gobierno arropado por la mayoría abrumadora del PSOE en aquellas elecciones generales. Cuando tuve datos suficientes, pude comprobar que, de grado o de fuerza, Clemente Auger había formado parte activa en todo el proceso penal contra nosotros, empezando por el nombramiento de García-Castellón como juez ad hoc para hacerse cargo de la querella con el cometido principal de enviarme a prisión preventiva. En cualquier caso, la frase «esto se habría podido evitar» tenía el valor de una confesión sobre el contenido político de lo que estaba ocurriendo. Pero convenía no escandalizarse, aunque sólo fuera por economía de energía vital, dado que, mirara por donde mirara, en todos los rincones del aparato del poder encontraría a alguien que, con mayores o menores dosis de entusiasmo, había colaborado con la «obra», así que, como digo, mejor no rasgarse ninguna vestidura porque, además, en la cárcel, como arriba, hace frío, bastante frío.

Al día siguiente nos reunimos en el despacho de Mariano Gómez de Liaño todos los consejeros afectados por la querella. Ahora tocaba abordar otro plato fuerte: explicar a unas personas que eran consejeros del banco, que pertenecían a familias de nombre en España, que eran profesionales de reconocido prestigio, abogados del Estado, catedráticos, en general personajes que se limitaron a ser honestos en su presencia en el Consejo del banco, que se iban a ver sometidos a una querella criminal en un caso que tenía aspecto de escatológico judicial y políticamente hablando. En general el ambiente era bastante bueno atendidas las circunstancias del momento, con todos los ojos del país pendientes de nosotros, por lo que sus caras, sus gestos, sus movimientos corporales expresaban esa mezcla de inquietud de fondo y tranquilidad de formas que suele aparecer en estos casos. Era la primera vez en su vida que recibían una noticia de semejante calado capaz de poner patas arriba el mejor edificio emocional de un individuo. Mariano Gómez de Liaño fue, con voz firme y algunos aspavientos morbosos, desgranando una exposición de síntesis de los acontecimientos de los últimos días. Cuando terminó de hablar tomé la palabra:

—Quiero deciros que siento mucho lo que está sucediendo. Es absurdo que una querella se dirija sólo contra un grupo de consejeros y que en ella no se encuentre Juan Belloso, que ha sido consejero delegado durante todos estos años. Hay un factor común a todos vosotros: ser amigos míos. Por eso esta querella es la querella de los amigos de Mario Conde. Siento de verdad las molestias que inevitablemente esto os traerá, pero os agradezco sinceramente vuestra lealtad.

Podéis estar seguros de que siempre la mantendré para con todos vosotros.

Noté en sus miradas afecto. Al tiempo, preocupación. En general la respuesta fue gestual y silente. Salimos envueltos en ese silencio denso del despacho de nuestro abogado. Todos eran conscientes de que una querella de los amigos de Mario Conde si evidenciaba algo de manera tan obscena como tremendamente peligrosa era su intencionalidad política. Y es que de eso se trataba. Si hubiera seguido los parámetros de la lógica, incluso de las exigencias de tipicidad penal, jamás se habrían excluido algunos nombres, pero el poder no sólo no quiso ocultar esta dimensión, sino que, al contrario, procuró evidenciarla, transmitirla al exterior del modo más burdo posible, para que todos entendieran que, como decía Lourdes, en este país no se puede pelear contra el Sistema. Lo que comenzaba con aquella querella tenía toda la pinta de querer ser convertido en un «ejemplo con manzanas» de lo que puede hacer el Sistema si le tocas las narices de su poder.

El ritmo que proporcionaron al desarrollo de los acontecimientos fue vertiginoso. De forma inmediata empezó el desfile de los querellados por la Audiencia Nacional. El lunes siguiente declaraba Martín Rivas, antiguo director general del banco, y quedaba en libertad sin fianza. Poco después, Vicente Figaredo y Antonio Sáez de Montagut obtenían idéntico resultado. César Mora y Ramiro Núñez también, aunque con la obligación apud acta. El peregrinaje continuaba sin consecuencias dramáticas.

Mientras tanto, yo había sido sometido a una «discreta» vigilancia policial ordenada por el juez García-Castellón. Digo «discreta» porque el primer fin de semana me fui a La Salceda y aunque parezca alucinante me seguían 3 coches, una moto y por el aire un helicóptero que nos abandonó una vez pasadas Las Ventas con Peña Aguilera. Aquello habría sonado un poco a broma, de no ser por el despilfarro de los fondos del Estado que todo ese montaje suponía. Era obvio que yo había dispuesto de todo un año para abandonar España si me hubiera dado la gana y, además, aun con todo ese «aparato» policial, era facilísimo para mí eludir su control y evadirme de la Justicia. Pero no era esa mi intención. Aunque tal vez fuera su íntimo deseo.

Porque les habría ahorrado una enorme cantidad de problemas si me hubiese ido de España.

Entre otras cosas, habría evidenciado mi culpabilidad. Voluntariamente me habría convertido en un convicto de cualquier delito que tuvieran en gana imputarme. Así que a mi convicción moral se unió la estratégica. Bajo ningún concepto obstaculizaría lo más mínimo la labor de quienes me controlaban por orden judicial.

Antes al contrario: decidí facilitar el trabajo de mis vigilantes. Mis escoltas informaban previamente a los policías de todos nuestros movimientos con anterioridad a las salidas. Incluso más: cuando llegábamos a La Salceda, en vez de obligarles a permanecer en el recinto exterior de la finca, les dejaba llegar hasta el patio de coches de la casa y allí, en el cuarto de seguridad, podían estar mucho más cómodos que en la carretera. A pesar de todo esto, lo cierto es que El País publicaba a toda plana que el Ministerio del Interior había tenido que doblar la vigilancia para poder controlar mis movimientos… Cuando mis «vigilantes de la playa» leyeron la noticia me comentaron:

—Pero, don Mario, ¿cómo es posible que la prensa mienta de esta manera?

La prensa… Esa mañana en la que el juez me encerró no quise leer siquiera el periódico, a reserva de lo que publicaba El País sobre el texto de la querella. Pero no lo traje conmigo. Ni ese diario ni ningún otro. En mi habitación de esa noche, encima de mi mesa tenía exclusivamente el auto de prisión que me notificó el juez y los papeles que recogí para conocer las normas de funcionamiento del Centro penitenciario. No quería saber nada ni de prensa, ni televisiones, ni de radios.

Me levanté de la silla blanca de plástico carcelario como impulsado por algún extraño resorte. Quizá se tratara del recuerdo de la prensa de aquellos días que me ponía algo nervioso, quizá más irritado que otra cosa, pero que claramente conseguía alterar en algunas décimas mi temperatura interior. Paseé de un lado a otro de la celda, pero los cuatro metros de largo, cortados por la mesa y la silla de obra, no daban más que para un par de pasos mal andados, así que me volví a sentar. ¿Cómo olvidarme de los paseos solitarios de aquellos tensos días en los que esperaba las primeras andaduras de la querella criminal? Días duros en los que la lucha es con tu propia mente, en los que el objetivo es mantener a toda costa la estabilidad emocional, tuya y de quienes te rodean, porque cuando de uno dependen muchas personas, los estragos emocionales que manifiestes al exterior se convierten en plaga emocional para cuantos te circundan.

Paseaba incansablemente todo el día por los porches, los patios, las cercanías de la casa de La Salceda. Un asunto me obsesionaba: al final, estaba en manos de una persona a quien no conocía, un hombre llamado García-Castellón, un juez de provincias que había llegado hacía poco tiempo a la Audiencia Nacional. En aquellos momentos ignoraba las peculiares circunstancias que habían rodeado su nombramiento y hasta qué punto Clemente Auger había forzado las cosas —ley incluida— para disponer de un juez ad hoc para el caso Banesto (al menos eso me contaron conocedores del movimiento). ¿Quién era ese hombre? ¿Cuáles eran sus características humanas? No tenía ninguna información al respecto y, sin embargo, de él iba a depender mi libertad. ¿Sería influenciable por el poder político?

En realidad me comportaba como un imbécil. Un caso como el de Banesto, que conmovió los cimientos del sistema financiero, que provocó una rueda de prensa dada por mí el 11 de enero de 1994 que fue atendida por el extraordinario número de más de 20 millones de españoles y televisiones de todo el mundo, una rueda de prensa que hizo temblar al Gobierno, que intentó evitarla como fuera hasta el minuto antes de dar comienzo, que implicó al J. P.

Morgan, el primer banco del mundo que defendió lo arbitrario de la decisión de intervenir el banco, aunque hubo de plegarse, como todo superviviente, a los aplastantes poderes del Sistema, eso no podía jamás ser tratado como un asunto jurídico, lo diga quien lo diga y lo sostenga quien lo sostenga.

Inventamos afortunadamente el orden jurídico para superar la brutalidad del absolutismo monárquico, pero creamos a su costado un instrumento extremadamente peligroso: la razón de Estado. ¿Y en qué consiste el juego de esas 3 palabras? Pues muy sencillo: la razón de Estado sirve para derogar en un momento dado el orden jurídico. Es decir, para aplicar la arbitrariedad en su forma pura. Claro que razón de Estado equivale a intereses de los gobernantes que a ella apelan. Por supuesto, así es, pero… No me gustaba llegar a esa convicción interior porque soy abogado del Estado y por encima de todo fui un enamorado del Derecho. Pero era evidente, tan evidente como lacerante, que mi caso no lo resolvería un juez, ni 20 jueces, ni un fiscal, ni una docena de miembros de esa carrera. Se resolvería en las instancias del poder, del verdadero poder. Y los jueces, fiscales y demás personas que intervinieran en el proceso no podrían sino ejecutar las órdenes. De lo contrario, serían apartados y sustituidos por otros que se prestarían encantados a esa labor, que de tal género de individuos abundan hasta la extenuación los ejemplares concretos. Así que dejé de preocuparme por García-Castellón. No importaba nada.

Una pieza en la maquinaria. La mano que firma. Nada más.

Llegó el día en el que el juez encarceló a Arturo Romaní. Algo se rompió en mi interior.

Sentí un dolor agudo, difícilmente soportable, y, al mismo tiempo, la tensión nerviosa que me había dominado durante los 2 interminables días se quebró como por arte de magia.

Nos fuimos a casa de Romaní, para estar con Aurelia. Tenía que ordenar las cosas, porque ya estaba claro como el agua lo que iba a suceder conmigo. Traté de calmarlos a todos, a mi familia, amigos y colaboradores, saqué fuerzas de flaqueza para intentar poner un poco de método en el tratamiento de los problemas inmediatos, de orden doméstico, con los que teníamos que enfrentarnos. Porque, claro, te meten en la cárcel, te aíslan, pero la vida fuera sigue, con los problemas de siempre y los añadidos derivados de encontrarte en prisión, y los problemas de intendencia hay que resolverlos. Y no eran pocos, desde luego. Llamó Arturo desde la prisión para hablar con su mujer y sus hijos. Yo intercambié unas breves palabras con él. Le encontré bien, pero el tono de su voz expresaba consternación por lo sucedido. Poco tiempo después se presentó César Mora con su mujer y Enrique Lasarte con la suya.

El teléfono sonaba constantemente con las llamadas morbosas de los periodistas. Tenía una prioridad que cumplir: hablar con nuestros hijos y explicarles la situación, lo cual, por cierto, no me costó demasiado porque los encontré fuertes como rocas y comprendiendo lo sucedido.

César, Enrique y yo, delante de nuestras mujeres, hablamos de lo ocurrido y, sobre todo, de lo que iba a suceder. César Mora pertenecía a una de las familias claves en la historia de Banesto. Su padre y su abuelo ya fueron consejeros importantes de la entidad. Enrique Lasarte era amigo desde nuestros tiempos en la Universidad de Deusto y en el año 1993, tras la dimisión de Juan Belloso, le nombramos consejero delegado del banco. Ambos conocían perfectamente el verdadero fondo de lo que sucedía con nosotros y a nuestro alrededor. Por eso les dije:

—Yo creo que no debemos engañarnos. Todo estaba decidido de antemano. Se trataba, sencillamente, de ejercer presión sobre el juez para que hiciera lo que tenía que hacer. Por eso es evidente que me va a llamar a declarar de forma inmediata, porque no puede sostenerse la situación actual y, además, es irreversible que el juez dicte auto de prisión incondicional sobre mí. El problema consiste en que en estos momentos mi mente está confusa y no sé exactamente qué es lo que tengo que hacer, si hablar o no hablar. Este es mi país, aquí viven y seguirán viviendo mis hijos y tengo que hacer un ejercicio de responsabilidad, pero noto que por dentro me sube la rabia.

—Hay que hacer lo que hay que hacer —dijo César.

—Sí, pero el problema consiste en saberlo, César —contesté.

—Basta con verlo —respondió.

—El problema es que las sociedades tienen su propia estructura biológica, que, en grandes parámetros, responde a la de los seres humanos. Por eso en determinados momentos de la historia alguien decide alimentarla con sangre. Esta es una técnica que se utiliza para los perros de presa y, una vez que la prueban, no sólo se desarrolla su instinto de fieras, sino que, además, ya no quieren comer otra cosa. Alguien ha decidido alimentar a nuestra sociedad de sangre de sus propios miembros y esto ya no hay quien lo pare.

Los éticos negros son, en realidad, suministradores de sangre a la fiera social. César esbozó una sonrisa de complicidad, porque entendía perfectamente lo que estaba diciendo. Era ya tarde —las 3 y cuarto de la madrugada— cuando abandoné la casa de Arturo y Aurelia. Estaba aturdido por lo sucedido y no sentía el menor sueño. Al llegar a mi dormitorio me quité las lentillas y bebí 2 o 3 vasos de agua, encendí un pitillo y apagué la luz. Notaba a mi lado el cuerpo de Lourdes, que transmitía nerviosismo y cariño al mismo tiempo. Lourdes, mi querida Lourdes, iba a sufrir mucho, a soportar lo que siempre previó que pasaría. No podía conciliar el sueño y me levanté hasta que, por fin, a eso de las 5 de la madrugada me quedé medio dormido, en un estado de semivigilia pensando en que todo era una especie de pesadilla que terminaría al amanecer.

Pero llegó el día 16 de diciembre, viernes, y mientras me afeitaba contemplaba mi imagen en el espejo: tenía los ojos enrojecidos por la hora y media escasa en la que había conseguido conciliar el sueño. La prensa era espantosa y apenas si pude pasar de las primeras páginas de cada periódico, aunque me llamó la atención un artículo de Casimiro García-Abadillo publicado en el diario El Mundo que terminaba con la siguiente frase: «Atadas o no las operaciones irregulares que apuntan directamente a Conde, sus posibilidades de seguir en libertad son bastante reducidas. ¿Cómo explicar ante la opinión pública que se ha metido en la cárcel al hombre de confianza del presidente de Banesto si a él no se le aplica la misma medicina?». Sonreí para mis adentros. Así que aunque no estuvieran atadas las operaciones en términos jurídico-penales, había que meterme en la cárcel para explicar por qué se metió a Romaní… Realmente alucinante.

Sorprendente. O no tanto. O no tanto…

A última hora de la mañana del viernes recibí la notificación del Juzgado para acudir a declarar el siguiente lunes, 19 de diciembre de 1994. Era la confirmación de cuanto yo había pensado la noche anterior y el dato que me ponía en el camino de concluir que la suerte estaba echada. Si el juez había decidido —como yo sospeché- adelantar mi declaración, es que existía una decisión previa al respecto.

Esa noche cenamos en mi casa mis padres, mis hijos y mis hermanas. Les expliqué la situación con total claridad, pero también con normalidad, tratando de desdramatizar un asunto que contenía una carga emocional y vital tremenda. Mi padre estaba abatido, pero mis hijos y mis hermanas no. Lo comprendían perfectamente, incluso decían que era la única forma de terminar con este asunto.

—Mira, papá —dije, procurando que ninguna de mis palabras aumentara la tensión emocional del momento—. A través de los medios de comunicación social han creado una verdadera bola sobre el caso Banesto. No se puede seguir viviendo con esta tensión porque un día nos va a dar un infarto. Es necesario pinchar el tema de una vez y la única manera de hacerlo es, sencillamente, que yo vaya a la cárcel. No sé cuánto tiempo estaré dentro, aunque espero que no mucho. De esta forma los periódicos dejarán de hablar del asunto y nosotros podremos vivir con más paz. Luego tendremos una instrucción sumarial muy larga y penosa, pero se hará ya sin la presión diaria, constante, agobiante, insoportable de los periodistas y de los medios de comunicación social.

—El problema, hijo, no está en nosotros, sino en ti, porque el que va a sufrir dentro de la cárcel eres tú y nosotros sufriremos pensando en ti.

Esa noche dormí bien, dentro de lo que cabía. A la mañana siguiente me encontré con lo que esperaba: toda la prensa dedicaba sus portadas al asunto con grandes titulares en los que se destacaba que yo iría a declarar el lunes. El clima de alarma social estaba de nuevo corregido y aumentado y las tenues esperanzas que mentes ingenuas o plagadas de cariño pudieran albergar se habían desvanecido, descompuesto, transformadas en anhelos de que lo inevitable tuviera al menos corta duración.

No tenía ganas de preparar mi declaración, porque realmente sabía que, dijera lo que dijera, la decisión estaba tomada de antemano. Sin embargo, no tenía más remedio que declarar y hacerlo en la única forma posible: bien. Es cierto que se trataba de un ejercicio inútil, pero en todo caso, para el juicio oral y para la historia, todo lo que dijera iba a tener indudable importancia, aunque sabía que pronto estaría con Arturo en Alcalá-Meco.

—Lo malo, Mario, es que te meterán y te sacarán, pero mientras estés vivo y no te rindas nunca, jamás te dejarán en paz. Al menos mientras vivan ellos —me dijo Lourdes.

A continuación apagó la luz de nuestro dormitorio. Ella no podía dormir. Yo tampoco. Agarré su mano en silencio, en la oscuridad de nuestro dormitorio. Apreté fuerte. Me giré sobre mi costado derecho y me acurruqué junto a ella. Lourdes se volvió hacia mí. Permanecimos quietos, silentes, abrazados; el amor era más fuerte que la preocupación.

El viernes 23 de diciembre de 1994 me desperté muy temprano, a eso de la 6 y media de la mañana. Había sufrido ya 4 días de interrogatorio muy intenso y, a pesar del optimismo de mi abogado —a la vista de mis contestaciones a las inquisitorias del juez y del fiscal—, tenía el presentimiento de que esa fecha iba a ser la definitiva, porque el juez ya no resistiría más la presión de enviarme a la cárcel, a pesar de que las radios anunciaban que, posiblemente, los interrogatorios continuarían después de las vacaciones de Navidad. Sin embargo, en mi interior presentía que lo que tenía que suceder iba a ocurrir ese día, víspera de Nochebuena.

Lo cierto es que el juez García-Castellón había intentado suspender el interrogatorio y continuarlo en el mes de enero. Me lo dijo personalmente, delante de mi abogado, el miércoles por la tarde. La propuesta de continuar el día 9 de enero me pareció buena, puesto que, en alguna medida, significaba un cierto triunfo y permitía pasar las Navidades con la familia. Antonio González-Cuéllar, ex fiscal, ex miembro del Consejo General del Poder Judicial, que actuaba de modo directo como mi abogado porque trabajaba en el despacho de Mariano Gómez de Liaño y que presenció mis interrogatorios, era de la misma opinión.

Esa mañana, el diario El País publicaba el texto íntegro de la querella, lo que constituía una flagrante violación del secreto del sumario tan celosamente guardado por el juez. Este aparentaba estar muy enfadado con el asunto y mi abogado se reunió con él y con el fiscal —quien también aparecía como algo «pasado» por el hecho— para hacerles llegar nuestra protesta. Pero de nada sirvió. Lo cierto es que, basándose en dicha publicación, el juez decidió continuar con los interrogatorios. ¿Excusa? Sí, claro, pero en todo caso se trataba de seguir los dictados de El País, que se convirtió en el verdadero fiscal con autoridad incluso superior a la que formalmente ejercía nuestro juez ad hoc. Dicho más claramente, es posible que «alguien» pensara que si se suspendían las declaraciones fuera mucho más difícil dictar la prisión incondicional en enero y, por tanto, diseñase una estrategia adecuada para que la suspensión no pudiera tener lugar. Lo que era obvio es que se trataba de violentar la imaginaria «independencia» del juez. Alguien, quien fuera, había dicho: «Mario Conde tiene que ir a la cárcel y punto final. Arreglaos como podáis, pero el resultado tiene que ser ese». Entre la «razón de Estado» y la necesidad concreta de los fiscales y del juez de quedar bien, se estaba urdiendo la tela de araña que tenía necesariamente que provocar mi primera visita a Alcalá-Meco. Estos pensamientos fueron corroborados con datos concretos una vez que recuperé mi libertad.

Como todos los días, el viernes 23 de diciembre de 1994 llegué a la Audiencia Nacional a eso de las 9 y media de la mañana, después de haber tenido una pequeña reunión en el despacho de Mariano Gómez de Liaño. Estaba realmente cansado, pero saqué fuerzas de dentro.

Me acordé de que la noche anterior, cuando estábamos en la cama, Lourdes me había dicho:

—Quiero que sepas que tus hijos y yo estamos orgullosos de ti. Estás demostrando una entereza y una fuerza moral extraordinarias. Particularmente, yo te admiro ahora más que nunca.

En circunstancias personales y emocionales como las que estaba viviendo, una frase así, sobre todo proviniendo de Lourdes, era capaz de agregar cantidades ingentes de la energía espiritual que necesitaba. En algún momento había sentido la tentación de negarme a declarar ante el convencimiento íntimo de que todo era inútil, superfluo, banal. A pesar de que era consciente de esa inutilidad, decidí declarar y hacerlo lo mejor posible, pelear con todas mis fuerzas, como si la «sentencia» dependiera de mi capacidad de convicción y de explicación de los hechos. Era algo que debía a mi familia, a mis amigos y a mí mismo, por lo que cada día, hora tras hora, pregunta tras pregunta, fui proporcionando respuestas y dejando claro que, en todo caso, aun a sabiendas de que la decisión estaba tomada, a pesar de que me resultaba imposible pelear por mi libertad, sí al menos lo haría por seguir siendo como era, acariciando el placer de eso que llaman dignidad.

Aquella mañana, cuando vi por primera vez a Florentino Orti en aquel viernes inolvidable, me vino a la memoria una frase que el acusador público había dicho a última hora de la tarde del jueves. Me preguntó si me encontraba en condiciones físicas de seguir declarando, a lo que respondí que sí. Curiosamente, ante mi respuesta, el fiscal dijo:

—En ese caso me gustaría que constase expresamente en las declaraciones del querellado que está en buenas condiciones.

Aquello sólo tenía un sentido: saber que iba a dictarse auto de prisión incondicional y que el fiscal estaba tratando de evitar que el día de mañana le pudiesen acusar de haber practicado un interrogatorio inquisitorial que había provocado indefensión. Coñas jurídicas, desde luego, en un proceso fermentado en los caldos y ejecutado en los reactores del poder político. La complacencia del juez con la petición del fiscal, las miradas cruzadas entre ellos, me demostraron que ambos estaban de acuerdo en la decisión a adoptar, lo cual, por cierto, pude comprobar al día siguiente.

Paseamos por el pasillo de la Audiencia Nacional en un largo ir y venir y poco a poco, de manera lenta pero progresivamente inexorable, el ambiente se fue haciendo cada vez más espeso. Las puertas de las dependencias de la Audiencia, que siempre habían permanecido abiertas, se cerraron. Los funcionarios mantenían una actitud distinta a la usual, como cabizbajos, tristes y herméticos. El jefe de Policía de la Audiencia Nacional apareció llamado por el juez. Poco después, el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Aranda, entraba en el despacho de García-Castellón. Todo comenzaba a estar meridianamente claro.

En un descuido de los funcionarios conseguí entrar en la secretaría del Juzgado y vi en la mesa de Teresa, la oficial del Juzgado, mujer del fiscal Orti, un texto redactado a mano. Era el auto. Así se lo dije a Antonio y en más de una ocasión tuve que darle ánimos porque parecía que iba a derrumbarse. Vi llorar a Diosdado, el auxiliar que redactaba al ordenador mis declaraciones.

Respiré profundamente y entré tranquilo en el despacho del juez. Poco antes habían salido, como despavoridos, el fiscal Aranda y el fiscal Orti. En ese instante Juan Carlos, un miembro de mi seguridad que permanecía en el hall de entrada de la planta en la que me encontraba, se acercó a la puerta, me hizo un gesto, me aproximé a él, y, con voz rota y gesto destrozado, me dijo:

—Es prisión incondicional. Lo acaba de decir la COPE. ¡Era alucinante! Me había enterado de la querella porque me lo había contado Pedro J. Ramírez, porque la prensa tenía información antes que los propios querellados. Había conocido el auto de prisión de Arturo Romaní a través de la COPE. Ahora, nuevamente, me informaba de mi situación gracias a una radio y con suficiente anterioridad a escuchar el veredicto de la boca del propio juzgador. Esta connivencia entre prensa y justicia era una aberración miserable, pero con un sumario respecto del cual se había declarado el «secreto de las actuaciones» no es que fuera patológico, es que se trataba, pura y simplemente, de un delito.

Me senté en la silla de costumbre y miré fijamente a los ojos a García-Castellón. Una nueva mujer actuaba ahora como secretaria. El magistrado no podía ocultar agitación interior. Su mirada no era limpia. Su tormento interno se traslucía al exterior con la evidencia del desgarro físico.

Su mirada permanecía fija sobre la mesa de trabajo, en la que unas pocas hojas de papel aparecían como casi única intendencia. No se atrevió a mirarme a la cara cuando, por fin, tras un esfuerzo físico y moral perceptible a millas de distancia, tomó la palabra y en voz baja, casi inaudible, como no queriendo siquiera oírse a sí mismo, dijo:

—Lo siento mucho, pero he tenido que dictar auto de prisión incondicional contra usted.

Acabo de hablar con el director de Alcalá-Meco y está todo preparado por si usted quiere ir allí con su amigo Romaní, salvo que tenga algún tipo de incompatibilidad con él, en cuyo caso le mando al Centro penitenciario que usted prefiera.

Ni siquiera se había atrevido a leerme el contenido del auto. Antonio González-Cuéllar estaba pálido y era incapaz de articular palabra porque aquello le parecía un atropello indefinible.

La secretaria no perdía la sonrisa, una sonrisa mecánica inexpresiva, carente de cualquier atisbo de vida. El juez traslucía enormes ganas de que aquel momento durase lo menos posible. En mi alma sentí una sonrisa interior, pero no la dejé traspasar al exterior. Acababa de escuchar un auto de prisión incondicional y tanto yo como mi abogado éramos perfectamente conscientes de que no existían motivos para ello. Esta era, entre otras, la tremenda responsabilidad que estaba asumiendo aquel hombre, García-Castellón, que el destino había situado en mi vida en una posición de fuerza y que era incapaz de mirarme a los ojos o de abordar la lectura del auto.

Lo lógico era que yo sintiera rabia, que los nervios contenidos durante tanto tiempo estallaran al comprobar que mi esfuerzo había sido inútil, pero, afortunadamente, nada de eso sucedió.

—Por supuesto que no —le contesté—. Más bien todo lo contrario.

Estaba entero y tranquilo. Cuando paseábamos por el pasillo minutos antes de que esas palabras fueran pronunciadas, había pensado qué era lo que debía decirle al magistrado si me anunciaba, como sospechaba, la decisión de prisión incondicional, pero al ver la escena preferí no decir nada. ¿Para qué? Aquel hombre había cedido. Por suerte o desgracia para él, le había caído este asunto entre las manos y desde el primer momento fue consciente de que no tenía más opción vital que ser el hombre que metió en la cárcel a Mario Conde. Es humano. Al final siempre aparece el individuo con su circunstancia personal. Era un caso típico de la afirmación de Goethe: por mucho que nos empeñemos, al final caeremos en que lo justo, lo recto, es lo que conviene a nuestra circunstancia personal. El mecanismo tiene poca importancia. Por eso, cuando con aquella mirada huidiza y la voz temblorosa me anunció mi prisión incondicional, me di cuenta de que estaba escribiendo páginas de la historia, si no de España, sí, al menos, de mi pequeña historia particular. Quizá algún día se arrepintiera de su posición actual, pero no era el momento para ese tipo de reflexiones, así que me puse en pie y le dije:

—Durante 5 largos días he peleado por mi libertad, proporcionándole a usted toda clase de explicaciones acerca de mi comportamiento. Veo que no lo he conseguido, pero la vida es así, unas veces se gana y otras se pierde.

—Le doy las gracias por su entereza —me contestó con una voz que cada segundo se percibía más endeble—. No quiero que usted vaya a la cárcel en un furgón, así que le he dicho al jefe de Policía, que está aquí presente con nosotros, que prepare un coche para que le lleven en él. Espero que esté usted en prisión el mínimo tiempo posible, mientras hago las comprobaciones oportunas.

Me despedí uno a uno de todos los miembros del Juzgado con los que había convivido aquellos largos 5 días. Diosdado todavía lloraba. Acompañado de Juan Carlos e Ignacio, miembros de mi seguridad, y del jefe de Policía, bajé al despacho del comisario de la Audiencia, donde el juez quería que esperara hasta mi salida para Alcalá-Meco, con el propósito de ahorrarme el desagradable trance de pasar por los calabozos de la Audiencia, lo cual a la vista de las circunstancias me pareció un detalle puramente estético, que más que bondad o consideración personal parecía reflejar un cierto cargo de conciencia en aquel hombre que me había mandado a la cárcel. Era algo difícil de creer. Toda mi vida había sido un buen estudiante, saqué matrículas de honor en mi carrera, oposité con tremendo esfuerzo a abogado del Estado, dejé la Administración y entré en el difícil mundo de los negocios, compré, gestioné y vendí una empresa, llegué a presidente de Banesto y me jugué una parte sustancial de mi patrimonio, y todo eso, en aquellos momentos, era sustituido por la decisión de un solo hombre. Bueno, de un solo hombre como punta de iceberg, porque la masa sistémica se encontraba actuando como su soporte y hasta su energía…

La verdad es que todos los funcionarios de la comisaría fueron especialmente amables. Ante todo, me dejaron llamar por teléfono, eso sí, después de comprobar que mi prisión no era incomunicada. Pude hablar con Lourdes, Mario y Alejandra:

—Bueno, pues ya sabéis: prisión incondicional. Todo el esfuerzo no ha servido aparentemente para nada, pero queda ahí, no sólo para el juicio oral, sino para la historia.

—Por supuesto —me dijo Lourdes—. Has hecho todo lo que has podido y ahora tienes que estar tranquilo porque nosotros estamos muy bien.

Un vuelco al corazón al oírla. «¡Qué grande eres, Lourdes!», pensé.

Después hablé con Mariano Gómez de Liaño para pedirle calma y que hiciera todo lo que tuviera que hacer pero sin estridencias innecesarias. Intenté hablar con Enrique Lasarte, pero no estaba en casa. Llamé a César Mora y le pedí que echara una mano a Lourdes. Después de decirme que por supuesto, añadió:

—Han ganado esta batalla. Veremos si son capaces de ganar la guerra.

A mi alrededor se agolpaba un número cada vez mayor de policías que me miraban de una manera un tanto extraña. Yo notaba, al menos en algunos de ellos, una cierta simpatía hacia mí y, sobre todo, una extrañeza ante el tipo de actitud, calmada y serena, que estaba demostrando en momentos que teóricamente son dramáticos para la vida de una persona. Tenía hambre y pregunté si podía comer algo. Uno de los policías dijo que podían bajar a comprar unos bocadillos, y poco después, sentado en la mesa del comisario, me los comía acompañados de una coca-cola, hasta que uno de los asistentes a aquel espectáculo me dijo:

—¿Quiere usted un poco de vino?

—Se lo agradecería mucho porque, además, creo que en el sitio al que voy no está permitido beber bebidas alcohólicas.

Desde la ventana de la comisaría veía a los cientos de periodistas que con sus máquinas fotográficas y sus cámaras de filmar querían inmortalizar el momento de mi salida hacia la cárcel.

Intentamos engañarlos haciendo que Juan Carlos e Ignacio fueran en un coche para que les siguieran a ellos y no a nosotros. Cuando transcurrió un tiempo prudencial desde su salida, bajamos al garaje los cuatro policías y yo. Todos eran particularmente amables y cariñosos conmigo. Uno de ellos, rompiendo un poco sus nervios, me dijo antes de arrancar el coche:

—Todo esto es una putada. No hay derecho a lo que están haciendo con usted. Es clarísimo que es un asunto político y los hijos de puta que se lo están llevando siguen en libertad y a usted lo mandan a Alcalá-Meco. Me parece una putada sin nombre.

No quise contestarle. En un coche anodino con cristales oscuros salimos a la calle. Yo iba en la parte de atrás, rodeado de 2 policías y acompañado de otros 2 situados en la parte delantera del vehículo. Nuestro intento de despistar a los periodistas resultó un fracaso, puesto que se dieron inmediatamente cuenta de que en aquel coche iba su objetivo y a partir de ese momento comenzó un viaje sencillamente increíble.

Íbamos rodeados por 4 o 5 motoristas de la Policía Municipal que, haciendo sonar sus sirenas a toda pastilla, trataban de apartar los coches de nuestro camino, lo cual resultaba extraordinariamente difícil, puesto que era el día 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, y Madrid, como es normal en tales fechas, se encontraba totalmente atascado. Las motos de los periodistas nos seguían jugándose la vida, tratando por todos los medios de obtener una instantánea. La escena recordaba a los mejores momentos de Franco circulando por las calles de Madrid. Imaginé el espectáculo cuando fuera retransmitido por las televisiones nacionales.

Doblamos hacia María de Molina y el paso subterráneo estaba atascado. La parte superior también. No había nada que hacer. «¡Me cago en la leche puta!», gritó uno de los policías al ver que nos habíamos metido de lleno en una ratonera, y, por si fuera poco, el coche olía a quemado porque el embrague parecía que iba a fallar definitivamente de un momento a otro. Estábamos atrapados en la selva de coches y los periodistas consiguieron bajarse de sus motos para, a través del cristal delantero del vehículo, tomar algunas fotos que se publicarían en la prensa del día siguiente. Algunos sonreían al ver que todos nuestros esfuerzos para despistarles habían sido baldíos y ahora nos tenían ahí, quietos, imposibilitados de movernos en cualquier dirección, constituyendo un blanco fácil para sus «armas» de reproducir imágenes, con la única protección de los cristales ahumados de los laterales del vehículo en el que efectuaba mi transporte hacia Alcalá-Meco.

Conseguimos salir del atasco con un ejercicio ciclópeo de paciencia, y, una vez en la Avenida de América, camino del aeropuerto de Madrid, las cosas fueron algo más llevaderas, porque ya se podía circular con cierta normalidad. Dentro del coche, aparte de los insultos a los periodistas por carroñeros, el ambiente era bastante agradable. Uno de los policías, el que iba a mi derecha y que tenía el aspecto de estar más abatido que ninguno, me comentó:

—He tenido que hacer este trayecto en mi vida con varias personas y nunca, sinceramente le digo, he visto la serenidad que tiene usted. Incluso tratándose de etarras que saben muy bien lo que hacen, no han sido capaces de mantener la calma que usted demuestra.

—¡No tiene nada que ver un etarra con don Mario! —dijo en tono cabreado el que conducía.

—Yo creo que no tiene ningún mérito especial —contesté—. Se trata de tener la conciencia tranquila y saber qué es lo que está sucediendo.

Llegó el momento de contemplarlo. Desde lejos centré mis ojos en el edificio de Alcalá-Meco. Me pareció una especie de mamotreto arquitectónico, de esos que se encuentran en los países que han estado dominados por los comunistas. Gris, todo gris; cemento, todo cemento; hierro, mucho hierro.

A la entrada, cientos de periodistas, cámaras de televisión, emisoras móviles instaladas ex profeso, que debían detenerse en ese punto y no podían traspasar la barrera que separaba la cárcel de la libertad. Pasamos como una exhalación el puesto de control de la guardia civil y entramos en lo que sería mi morada en el tiempo venidero: la cárcel de Alcalá-Meco, una de las —así llamadas— de máxima seguridad en el país. Detuvimos el coche en la «recepción» de aquel «hotel» y tuve tiempo de despedirme de Juan Carlos e Ignacio. Les veía muy afectados y les pedí calma y serenidad y que siguieran haciendo lo que tenían que hacer. En el propio vehículo, después de traspasar una verja enrejada que se desplazaba lateralmente de izquierda a derecha obedeciendo el impulso eléctrico que había provocado una llave en la mano de uno de los funcionarios de prisiones, llegamos a un patio interior en el que se paró el coche de policía. Poco imaginaba la cantidad de horas de mi vida que consumiría en ese lugar.

Bueno, ahora empezaba el ritual del capítulo «ingresos». Atravesé una puerta de desplazamiento lateral que en aquel momento ignoraba que era conocida como «rastrillo». Se cerró dejándonos en un espacio reducido franqueado por otra de idéntico porte. Cerrada la primera, se abrió la siguiente y nos dio acceso a un hall en cuyo frontal había 2 grandes celdas tipo americano, de esas que tienen sus puertas compuestas íntegramente de rejas para que pueda contemplarse lo que sucede en el interior. Luego supe que precisamente por esta fisonomía se las conoce como celdas americanas.

Por fin un despacho de puerta metálica con la parte superior acristalada. Es el departamento de Ingresos y Libertades por el que indefectiblemente transitan los nuevos ingresos en prisión para ejecutar el ritual carcelario. Un funcionario vestido de azul marino, de mirada un tanto inexpresiva, seguramente forzada por las circunstancias, y que se empeñaba en demostrar que no sentía ninguna emoción especial por el momento que estaba viviendo, me preparó para el acto «inaugural», el más sagrado: la toma de las huellas dactilares, ceremonia que fue cumplida dedo tras dedo, mano derecha tras la izquierda, estampándolas en un impreso diseñado para este fin.

Me llamó la atención este dato. Pensé que cómo era posible que todos y cada uno de los humanos tuviéramos unas huellas diferentes. Sin duda es un signo de individualidad. Llevado por esa curiosidad y con ánimo de desdramatizar, pregunté al funcionario:

—Oiga, ¿es seguro que todos tenemos huellas diferentes?

El hombre me miró sorprendido, casi aturdido por mi pregunta en un momento así. No sabía si contestar o dejarme en paz con mi pequeña locura. Al final dijo algo así como «Eso parece», pero no consiguió arredrarme y volví a la carga:

—Entonces eso quiere decir que desde que el hombre es hombre nuestras huellas son diferentes y así seguirá hasta que desaparezcamos como raza. ¿Cómo es posible? ¿Quién es el diseñador de este invento?

El funcionario me miró estupefacto. Esta vez ya no contestó. Demasiado para ese instante.

Tomó los cartones, 2 o 3, con mis huellas estampadas y en silencio se fue a su despacho a depositar esos documentos encima de su mesa. No era cosa de ponerse a discutir conmigo de temas de ese orden en el momento de mi ingreso en prisión. Sonreí al ver lo atribulado de su actitud ante semejantes preguntas.

Ya estaba fichado: desde ese momento era un recluso. Esa idea vino a mi mente, pero, nuevamente, no consiguió más efecto que el volver a dibujar una sonrisa interior. Me retiraron todos mis objetos personales, incluyendo mis gemelos y la agenda, así como el dinero. A través de Romaní había recibido el mensaje de que en la cárcel se necesita dinero, puesto que hay una serie de cosas, como por ejemplo el televisor, que si las quieres tienes que pagar por ellas, por lo que había decidido llevar unas 500 000 pesetas, no sólo para mí, sino, también, por si a Arturo le hacía falta algo. Me pasé, sin duda, pero es que en esos momentos las decisiones no son las más equilibradas del mundo. Me retuvieron el dinero y me dieron, a cambio, unos vales diseñados como si fueran una pequeña bandera de 3 franjas, la superior y la inferior de un rosa feo y sucio y la intermedia de un blanco apagado. En la parte superior, en letras mayúsculas, aparecía escrito: «CENTRO PENITENCIARIO». En la inferior «MADRID II» y en la intermedia «1000 pesetas». En el anverso de aquel billete aparecían 2 firmas: la de «La Administradora» y la de «El Director», aunque este último se limitaba a dar su visto bueno. Al contemplar aquel billete especial me acordé de mis tiempos en la banca y de la firma de aquel gobernador llamado Mariano Rubio que antes que yo había traspasado el mismo umbral. Ese es el dinero de curso legal en la cárcel y tienes derecho a unas 8 000 pesetas semanales. Así que me retuvieron el resto y me entregaron 7 de esos vales, dado que yo había llegado un viernes y el día de paga son los jueves.

El siguiente acto rutinario fue la fotografía. Recostado contra la pared blanca del despacho de Ingresos, uno de los funcionarios me apuntó con una máquina Polaroid y me hizo la fotografía de «preso». Ya iba quedando menos y pasé al examen médico. Me recibió un chico relativamente joven, vestido con la ritual bata blanca, acompañado de 2 enfermeras también relativamente jóvenes y ataviadas de idéntica manera. Me preguntó una serie de lugares comunes, siendo perfectamente consciente de que no le quedaba más remedio que hacerlo. Aparte del elemental «¿se encuentra usted bien?, ¿tiene algún problema psicológico?» y cosas por el estilo, el interrogatorio carecía del más mínimo interés.

Llegó el momento de ser recibido por el director. Supuse que eso era un privilegio, ya que la máxima autoridad del Centro no atiende personalmente, ni mucho menos, a todos los reclusos.

Sencillamente porque no puede. Pero mi caso era diferente. Yo, más que un recluso, era un problema enorme para él en su condición de director de ese Centro. Debía leerme alguna cartilla.

Era su obligación por el bien del Centro.

Al fondo del pasillo de Ingresos, a mano derecha, según se entra en la cárcel, existe un pequeño despacho, encalado en blanco, de pocos metros cuadrados, en el que una mesa de formica, 2 sillas, otra mesita auxiliar y un cenicero de pie constituyen todo el mobiliario. Dicen que es el despacho del llamado Juez de Vigilancia Penitenciaria. Allí me recibió Jesús Calvo, un hombre de algo más de 50 años, más bien bajito, peinado hacia atrás, con expresión de buena persona, correctamente vestido, de hablar calmo y pausado, director de mi nueva morada.

—¿Te importa que te tutee? —fue su primera pregunta.

—En absoluto —le contesté.

—Yo soy el director de este Centro y estoy seguro de que comprenderás que no debo opinar sobre lo que ocurre fuera, aunque siéndote sincero tengo que decirte que no me gusta nada lo que está pasando en este país. Conozco lo importante que ha sido y sigue siendo Mario Conde en España. Para mí sigue siendo el mismo. Yo quiero hacerte aquí la vida lo más agradable posible, porque aun cuando para mí es evidente que no todos son iguales, la ley es la ley. Por eso, y para empezar, te anuncio que no vas a estar 2 días aislado en tu celda. Eso es lo normal, pero yo sé que en tu caso no es necesario y mañana mismo podrás estar con Romaní, porque supongo que tendrás muchas ganas de verlo. Quiero que sepas que en este terreno el juez y yo estamos en la misma onda. También es cierto que me ha llamado Belloch y me ha dicho que haga todo lo posible por evitar cualquier trato de favor que pueda provocar críticas en la prensa…

Mientras hablaba observaba sus movimientos y gestos. Parecía un hombre difícilmente perturbable, ideal para un oficio que reclamaba esas características emocionales. Hablaba tranquilamente, midiendo las palabras, dando al acto una importancia muy especial. Pensé que era un hombre que me tenía simpatía cuando viví en libertad y que la seguía manteniendo, seguramente porque tenía ideas claras de los motivos que me llevaron a ese instante de conversación con él, pero, en cualquier caso, pensase lo que pensase —que tampoco me interesaba demasiado en aquellos momentos—, era más agradable escuchar aquel discurso que otro de corte recriminatorio jesuítico. Supuse que para él era un problema serio tener entre «sus» presos a Mario Conde, porque cualquier deferencia le podía crear un conflicto y cualquier indiferencia, también. El primero a corto, el segundo algo más a medio plazo.

—Muchas gracias —contesté.

—Ahora, Mario, vas a ir a la celda. Comprendo que el primer encuentro puede ser desestabilizador. Te ruego que no te vengas abajo y que procures leer para evadirte. Al ver el sitio donde vas a vivir es muy posible que… en fin…, no te preocupes porque te sobrepondrás enseguida. Por eso, por favor, lee y no pienses demasiado. Mañana será otro día.

Recuerdos, vivencias, senderos, caminos, nombres, apellidos, medios… la película visionada concluía enfrentada a la realidad lacerante. Frío, celda, olores, ruidos, nocturnidad carcelaria… Estaba en prisión. Punto final. ¿Hasta cuándo? No lo sabía nadie. Aquella frase de «hasta que haga las averiguaciones oportunas» que pronunció García-Castellón sonaba a excusa tan infantil que provocaba una sonrisa de un solo costado de la boca. Pero no podía atormentarme con esas banalidades. Debía acostumbrarme a lo inevitable. Así que intenté dormir porque al día siguiente tenía por delante toda una experiencia: mi primera Nochebuena en una prisión del Estado.