EPÍLOGO

Por fin esta historia ha llegado a su término, sin embargo seguirán otras: conspiraciones cortesanas, traiciones de alto y bajo nivel y, naturalmente, sangrientas pendencias y asesinatos secretos que han ido siguiéndome los pasos como sabuesos a lo largo de los años. Si tiempo no me falta los iréis conociendo a todos: hombres astutos y sutiles, mujeres con fuego en los ojos y el diablo en sus corazones.

Y aquí tenemos de nuevo a mi capellán, saltando sobre su taburete. «¡Creéis que todas las mujeres son unas fulanas! —exclama el hipócrita—, ¡cada muchacha, una ramera!».

¡Es un contumaz embustero! ¿No traería a colación a las pobres muchachas que di de comer en el pueblo? ¿O a las muchas que hice reír sin haber hecho derramar lágrimas a ninguna? Con ninguna mujer fui descortés. Ni rompí el corazón de nadie ni me burlé de sus penas, aunque el amor me hiciera pedazos mi corazón sobradas veces que recuerde. Nunca conoció a Katerina. ¡Oh, dulce Señor, había brujería en sus labios! Aún derramo lágrimas en cuanto pienso de veras en ella.

¿Y por qué escribo mis memorias? Para exorcizar los espectros que todavía embargan mi espíritu. Esta noche, cuando el sol se ponga y la luna se oculte tras las nubes, retornarán los fantasmas, conducidos por la Muerte en su caballo de palidez mortecina. Se deslizarán por el sendero congregándose una vez más ante el ventanal de mi habitación.

Narro también mi historia con fin instructivo para la juventud. Para corregir la relajación de las costumbres, y como advertencia contra el abuso del exceso de bebida y las mujeres fáciles. Desearía que Benjamin pudiera contar su historia. Desearía poder verle de nuevo una vez más. Él lo entendería. Deploraría la depravación de nuestro tiempo, la seducción del sexo, las vanas promesas del mundo. ¡Oh, qué tiempos! ¡Oh, qué emponzoñadas mentiras! ¡Oh, qué carencia de honestidad! ¡Oh, para la gorda Margot y una profunda copa de botín!