Capítulo 1
Nací, así se lo digo a mi familia —la prole de mis cinco esposas—, en un tiempo de terror cuando la peste asoló Londres, difundiéndose desde las chozas de Southwark a los magníficos palacios de Westminster Hall. Nadie fue perdonado: grandes y pequeños, buenos y malos, nobles y plebeyos, poderosos y humildes. Ocurrió en el verano de 150Z durante el reinado de Enrique VII, padre del Gran Homicida. A Enrique Tudor, el vencedor de Bosworth, de afilado rostro y torcida boca, le restaban siete años de vida. Podría contaros unas cuantas historias de él, ¡oh, sí! Mató a Ricardo el Usurpador en Bosworth y su cuerpo, descuartizado en mil pedazos, lo arrojó a un abrevadero en Leicester antes de partir para Londres y casarse con la sobrina del Usurpador, Isabel de York. En cierta ocasión pregunté a la reina, que Dios bendiga sus intenciones, quién mató a los príncipes de la Torre.
—¿Fue vuestro tío el usurpador Ricardo o vuestro abuelo Enrique Tudor cuando los encontró vivos en la Torre?
Meneó la cabeza y se llevó su sarmentoso dedo a los labios.
—Existen celdas en la Torre, Roger —murmuró la reina Isabel—, que ahora no tienen puertas ni ventanas. Están cegadas, borradas de planos y mapas. Se dice que en una de esas celdas yacen los cadáveres de los dos jóvenes príncipes.
(Me preguntaba si ella creería que me estaba diciendo la verdad porque, en cierta ocasión, ¡conocí a uno de los príncipes vivo! Pero ésta es otra historia).
Bueno, volviendo al principio. Nací cerca del embarcadero de San Botolph en las proximidades del río, al final de una encrucijada de callejuelas infestadas de ratas. El primer rumor que oí, que recuerdo y que siempre hace que me pare al oírlo, fue el imparable graznido de las insaciables gaviotas al entrar en los malolientes establos próximos al negro y cristalino Támesis. Mi primera sensación de miedo: el temor a la peste. Los pordioseros se arracimaban ante los portales; los leprosos, encapuchados de blanco, olvidándose de sus miserias, corrían en tropel ante la proximidad de la epidemia. Los mercaderes, de grasientos delantales y sucias sobrecalzas, temblaban y en sus plegarias imploraban para que la peste los excluyera. Sus patronos y los bien situados pensaban que no iba con ellos y se sentaban a la mesa, engullendo manjares exquisitos sin descanso —venado y rodaballo cocidos a la crema—, regados con tinto napolitano en copas talladas. Pero nadie estaba a salvo.
La peste se llevó a mi padre; cuando menos esto es lo que nos contó mi madre. Alguien sostenía que su comercio de telas se fue al traste y salió huyendo para enrolarse como soldado en los Países Bajos. ¡O fue mi aspecto lo que le asustó! Yo era la más fea de las criaturas y, recordando el cabello rubio de mi madre, lo más seguro es que deba a mi padre mi contrahecha figura. Veamos, nací con un mes de retraso, con la cabeza llena de abolladuras y con uno de mis ojos ligeramente desviado debido al rudo manejo del instrumental de la comadrona. ¡Oh, Señor, qué feo era yo! La gente venía a verme en mi cuna dispuesta a reírse entre dientes, echaba una mirada y se iba farfullando condolencias a mis pobres progenitores. A medida que iba creciendo y cuando ya andaba a gatas, libre de fajeros y pañales, los mercachifles de los muelles con su voz estentórea, se dirigían a mi madre diciendo:
—¡Oiga, señora! ¡Un vaso de vino para vos y un poco de fruta para el mico!
La cosa es que, cuando mi padre se largó, mi madre se arrimó al calor de su familia en la próspera pero tediosa ciudad de Ipswich. Se cubrió con las tocas de las viudas, pero yo a menudo me preguntaba si mi padre realmente se escapó, raudo como un lebrel, como diría el maestro Shakespeare. (Por supuesto, favorecí a Will brindándole mi apoyo en lo que pude tanto en sus escritos como en el montaje de sus obras). De cualquier modo, mi madre, cuando cumplí siete años, se amancebó con un tabernero de la localidad y luego contrajo matrimonio con él en la iglesia parroquial. Un día hermoso. Mi madre lucía una túnica casera bermeja con manto de fino estambre y yo, de raso de seda, portaba delante de ella la copa nupcial, con una ramita de romero dentro. Estuve muy enfermo luego, después de sobrepasarme con el vino y atiborrarme del pastel nupcial relleno de almendras.
Mi padrastro era una persona amable conmigo y me consintió más de la cuenta. Me envió a la escuela local donde aprendería matemáticas, latín, astronomía, griego y a leer las Crónicas de Fabyan y por lo tanto me flagelaron, me cubrieron de moratones, me encerraron, me deslomaron y me molieron a correazos como a los otros chicos. A pesar de aplicarme en mis estudios, un día, después de la misa dominical, mi maestro le dio a mi madre un informe tan vehemente que ella me recompensó con una bandeja de plata de confites. Cuando me senté a digerirlos con toda mi cachaza planeé nuevas diabluras contra mi maestro. Un alumno que no intervenía en ninguna de estas chiquilladas y travesuras maliciosas era mi futuro maestro, Benjamin Daunbey: tranquilo, estudioso, demasiado aficionado a los libros. Un día, yo y otros diablejos de la clase la tomamos con él, cogimos un jarro, lo pusimos sobre una puerta, y nos desternillamos de risa cuando su contenido, densa orina parda de caballo, le empapó por completo. Secándose la cara se me acercó.
—¿Te diviertes con esto, Roger? —preguntó plácidamente—. ¿De veras? ¿Te divierte hacer daño a los demás?
No estaba enojado. Sus ojos me miraban curiosos: cristalinos, aniñados en su inocencia. No pude más que tartamudear y volver la espalda. Llegó el maestro, la capa al viento como las alas de un murciélago. Agarró a Benjamin por el cogote echándole una reprimenda mientras cogía su vara de abedul, a punto de propinar al desventurado una soberana tunda. Benjamin no pronunció palabra como oveja conducida al matadero. Sentí piedad de él, sin saber por qué. Mi lema siempre ha sido: «Ama al prójimo como a ti mismo». En raras ocasiones me he mostrado valeroso y siempre he creído que los que salen en defensa de alguien nunca reciben la recompensa en esta vida. Tal vez fuera la dócil forma de caminar de Benjamin, tal vez el cobarde silencio de mis camaradas…
Di un paso al frente.
—Maestro —interrumpí—, Benjamin Daunbey no debe ser castigado.
—¿Quién, pues? —replicó vociferando el bruto del maestro.
Mojé mis labios nerviosamente y extendí mi mano.
—¡Él! —dije señalando al más pequeño de mis compinches—. ¡Él fue quien puso el jarro sobre la puerta!
Benjamin se libró del castigo, que otro recibió injustamente, congratulándome yo de mi innata astucia. Bueno, fui de mal en peor. Por las noches no me acostaba. Y por las mañanas no me levantaba. No me lavaba las manos, no estudiaba mi cartilla; me convertí en un salvaje. De nada sirvió que mi madre, descompuesta por los disgustos, me mirara sin abrir la boca, los ojos hundidos, mientras las manos de mi padrastro batían el aire como las alas de un pájaro cansado e impotente. Me reí de sus advertencias como el joven mentecato que era. Mis posaderas se endurecieron a la vara del maestro y comencé a hacer novillos por campos y huertos de manzanas en sazón a las afueras de la ciudad. En cierta ocasión el maestro me cogió por su cuenta, preguntándome en dónde había estado.
—Maestro —repliqué—, he estado ordeñando las ánades.
Me agarró por las orejas…, pero yo le golpeé en todo el mentón y escapé más deprisa que un carro ligero. No me dirigí a casa —bueno, quiero decir que no fui a ver a mis padres—. Les robé algún dinero, llené un mantel de lino de comida y tomé el camino de Londres, con sus calles empedradas de oro. Londres me gustó por sus callejuelas estrechas, por sus muchas tabernas en Cheapside y, naturalmente, por sus bien aprovisionados burdeles. Pasaré por alto mis muchas aventuras, basta con decir que, con el tiempo, me integré en la casa de la vieja alcahueta Mother Nightbird que dirigía uno de los más caros burdeles cerca de la posada Bishop of Winchester en Stewside, próximo al puente de Southwark. Aprendí más de las mujeres en un mes que algunos hombres en una docena de vidas. Me convertí en un camorrista, uno de esos mozalbetes bravucones que beben sin descanso, y pasean a grandes zancadas por las calles con camisa de fina batista de lino, calzas acuchilladas de aparatosa bragueta y botas de montar. Fanfarroneaba de un lado a otro, armado de daga y puñal, rogando a todos los santos que nunca tuviera que hacer uso de ellos.
Me junté con malas compañías, nombro una en particular, la de un tipo de cabello lacio y ojos de comadreja llamado Jack Hogg. Nos dedicábamos al robo con escalo, nos llevábamos de las casas costosas sedas y objetos preciosos que dejábamos a Mother Nightbird en espera de encontrar un comprador. Naturalmente, no tardamos mucho tiempo en ser apresados. Dos noches en Newgate y sin más tardanza ante los jueces de Guildhall. Fuimos condenados a la horca, pero el juez principal del estrado me reconoció. Claro que le conocía yo, y comprendí que si callaba sus aventuras sexuales en mi última confesión se me daría una segunda oportunidad. Hogg murió balanceándose en Elms. A mí se me dio la oportunidad entre seguir su misma suerte o enrolarme en el ejército real que a la sazón estaba formándose al norte de Cripplegate para marchar contra los escoceses.
Extraordinario es que incluso los grandes enigmas de Flodden Field desciendan al sur, como la bruma, y cambien mi vida, ¿no? Pero entonces lo ignoraba todo. Lo único que sabía era que mientras el rey Enrique VIII se hallaba en Francia, Jacobo IV de Escocia había enviado a su heraldo Rouget Croix al sur levantando bandera de rebelión. La esposa de Enrique, la pálida y enteca Catalina de Aragón, encelada de su esposo, y suspirando por darle un lozano heredero, aceptó el reto y envió al norte a Surrey, de mirada insolente, al frente de un poderoso ejército. El viejo Surrey era un bastardo. Bebía tanto que la enfermedad de la gota le impedía caminar y tuvo que hacer el trayecto como un campesino en una carreta, por lo que sus órdenes eran conocidas por los batidores y los escoceses. Hombre perverso el tal Surrey, pero un excelente general. Conocéis la historia, de joven, él y su padre, llamado Jack, el Jockey de Norfolk, combatieron al lado de Ricardo el Usurpador en Bosworth. El viejo Norfolk murió y Surrey fue hecho prisionero por los de Enrique Tudor.
—¡Combatiste contra tu soberano! —le gritó el galés.
Surrey señaló una valla.
—Si el Parlamento hubiera coronado rey a esa valla, ¡habría luchado por ella! —replicó con un rugido.
Al príncipe Tudor pareció gustarle la respuesta y Surrey fue enviado a la Torre pero pronto quedó libre por sus cualidades de general. Mantuvo una buena disciplina en toda aquella marcha a Flodden: mandó construir un gran carromato que transportaba una horca de quince metros de altura, no sin antes pregonar que aquél que quebrantara la disciplina del campamento se balancearía en ella.
De cualquier modo, salí hacia el norte a encontrarme con mi destino. La polvareda, levantada por las ruedas de nuestros carros, los pies de los soldados y las patas de las caballerías, formaba una capa sobre el bosque de nuestras lanzas, oscureciendo el mortecino sol estival que se estrellaba en las duras aristas de las alabardas, en las espadas y en los escudos. Encabezaba la marcha desde su carreta el viejo Surrey, antes de rubio cabello, ahora cano, con su envejecido cuerpo que se mantenía erecto gracias a la armadura de acero. Tras él, entre los arqueros yo con mi jubón de gamuza y mi yelmo de hierro.
La mayoría de nosotros éramos levas de enganche: carne de horca, presidiarios y alborotadores. Nunca vi tantos villanos y de tan mala catadura juntos en un lugar. Íbamos armados con arcos blancos de dos metros de largo, perfectamente hechos con tejo, fresno u olmo, entesados con cáñamo, lino o seda. Llevábamos cada uno un hondo carcaj lleno de flechas de roble de más de un metro con bruñidas astas de afiladas puntas con plumas de oca o de cisne. Durante el día, el aire se cargaba con el zumbido de las moscas y la acritud maloliente de la soldadesca en marcha. Por la noche, nos helábamos en nuestras rudimentarias chozas de paja y ramas, maldecíamos a los escoceses, a Surrey y a nuestros mal hablados capitanes que no dejaban de presionarnos.
Llegamos a la frontera de Escocia y atravesamos una tierra rica en pescado, aves, venados, bosques umbríos y grandes rebaños de ovejas pastando en prados color verde botella que bordeaban las rielantes ensenadas. (No pienso distraeros demasiado). El viejo Surrey se encontró con Jacobo en Flodden Field el jueves 8 de septiembre. Desplegamos nuestra caballería, agrupada en escuadrones de relucientes yelmos y armaduras. Recuerdo el chirriar de los arneses de nuestros caballos de guerra, las oriflamas de las lanzas, los escudos blasonados. Jacobo, por supuesto, quería una batalla de la caballería lo más teatral posible. Surrey le replicó de forma incisiva y cáustica.
—Os he traído a la arena, ¡danzad si podéis!
La maldita danza comenzó el viernes de mañana con los escoceses reuniéndose en masa en Flodden Ridge. Todo el día estuvimos con las armas en las manos. Yo estaba aterrorizado. De pronto advertimos una densa humareda, y es que los escoceses habían incendiado las basuras de todo el campamento y un viento huracanado nos echaba encima el humo. Jacobo se aprovechó de esta bruma como pantalla para lanzar su ataque dos horas antes del crepúsculo. Primero fue un flujo continuo de venablos sobre el talud que pronto ocasionó una desbandada de mesnaderos descalzos por la hierba empapada de lluvia. Afortunadamente, yo estaba situado en una de las alas cuando el centro se convirtió en una cruel carnicería. Los escuadrones escoceses caminaban con dificultad en el terreno pantanoso, segados por las saetas que caían sobre ellos como el silbido de la lluvia, hasta que el talud herboso se volvió rojo por la sangre y se cubrió de cuerpos retorcidos. Los lamentos y el griterío eran excesivos para mí, particularmente cuando un escuadrón de caballería escocesa, loco de furor, cargó contra nuestras posiciones. De repente recordé que el valor tiene su día, arrojé mi arco y huí. Me oculté bajo una carreta hasta que acabó la matanza y aparecí cuando me pude unir al resto del ejército inglés para aclamar la gran victoria.
¡Dios mío, qué degolladero! Los cadáveres de los escoceses alfombraban la totalidad del campo. Llegó a nuestros oídos que Jacobo IV había muerto. Por cierto, Catalina de Aragón mandó la ensangrentada sobreveste del cadáver a su esposo a la sazón en Francia como prueba de la gran victoria. ¡No debiera haberlo hecho nunca! El brabucón de Enrique se vio a sí mismo como un nuevo Agamenón y no le gustó que su esposa fuera la que cosechase las victorias mientras él embestía como un asno contra Tournai. Se dice que Catalina de Aragón perdió a su esposo por aquellos ojos oscuros y dulces maneras de Ana Bolena. Conozco otras razones. Catalina perdió a Enrique cuando obtuvo la victoria de Flodden Field: pero se trata de una cuestión futura tanto mía como de ella. Poco me podía imaginar yo, mientras regresábamos a Londres, de qué modo los fantasmas de Flodden Field me seguirían al sur.
El ejército fue desmovilizado y, tras saborear las delicias de Londres, decidí retornar a Ipswich. Volví a casa, como un Héctor de las guerras. Con un cuchillo, incluso, me hice un corte en la cara que justificara mi participación en la batalla, lo cual me proporcionó no pocas comidas y buenas jarras de cerveza de abundante espuma, pero todo me supo amargo porque mi madre había fallecido. Se había ido el verano anterior, silenciosamente como había vivido, sin el menor ruido. Fui al cementerio, atravesé el postigo hasta donde dormía por toda la eternidad a la sempiterna sombra de unos tejos. Me arrodillé ante su tumba y fue ésta una de las raras ocasiones de mi vida en que dejé que mis hirvientes lágrimas corrieran escaldándome las mejillas mientras solicitaba su perdón y maldecía mi propia villanía.
Mi padrastro era una sombra de lo que había sido, roto moralmente, arrastrando los pies por su casa como un espectro. Me dijo la verdad: que mi madre había enfermado de ciertos abscesos sangrantes en el estómago que se volvieron malignos, pero cabía una esperanza. Esperanza, suspiró, los ojos enrojecidos, resbalando sus lágrimas por sus hundidas mejillas; esperanza que se agotó en cuanto el físico, John Scawsby, entró en escena. Ahora bien, Scawsby era un médico conocido, persona de reputación. En realidad, era un charlatán, responsable de más muertes que el verdugo local. Había confeccionado ciertas raras pócimas y extraños elixires para mi madre, pero su situación había empeorado y en pocas semanas dejó de existir. Una docta mujer, herbaria, que la amortajó, comentó que no la había matado la dolencia maligna sino los elixires de Scawsby. Mi padrastro no podía hacer nada pero yo estuve acechando por las tabernas de Ipswich planeando mi venganza.
Estudié a Scawsby muy de cerca: su gran mansión de ricas maderas sita a las afueras de la ciudad; sus establos llenos de caballos de redondas grupas; sus sedosos ropajes de tafetán de Florencia; su ostentosa riqueza, sus ojos color ciruela, su boca de miel y el ajustado corpiño de su joven esposa. Un día caí sobre Scawsby con la seguridad y la rapidez del halcón sobre su presa. A Scawsby le gustaba ir a comer al Golden Turk, una taberna de relumbrón sita en la empedrada plaza del mercado de Ipswich. Hombre enjuto, de facciones óseas y avaricioso, disfrutaba engullendo sus manjares preferidos bien regados con selectos vinos. No había leído a Chaucer ni recordaba las palabras de Pardoner: «La avaricia es la raíz de todas las maldades». Yo me aproveché de ello. Me puse mis mejores galas: una camisa de fino linón con el cuello y los puños bordados, un jubón de lujoso brocado rojo y una capa también roja de lana. Tomé prestado de mi padrastro un valioso brazalete incrustado de piedras preciosas, muy semejante a uno que llevaba Scawsby.
A mediodía del día elegido, entré en el Golden Turk, espié a Scawsby y a un amigo suyo sentados bajo una ventana en amena conversación, como suelen charlar los hombres seguros de su propia importancia. Me aproximé, perfectamente rasurado, luciendo una sonrisa aduladora, y con palabras afables y frases melosas, contemplé con ingenuidad al gran físico Scawsby. Mi adulación se ganó un lugar en sus sentimientos y en su mesa, y, levantando la mano, ordené al tabernero que nos sirviera sus especialidades, el vino más preciado y la más suculenta carne de capón asado. Me recreé con Scawsby, escurridizo como una trucha. Yo, allí sentado, boquiabierto, oyendo sus historias sobre sus grandes triunfos de galeno. Al final, cuando nuestras copas se vaciaron y nuestros estómagos quedaron saciados, me deshice en alabanzas del brazalete que llevaba en su muñeca. Lo comparé al que yo llevaba, quejándome y maldiciendo de que mi broche se hubiera roto, deseando encontrar un joyero que me lo arreglase de forma semejante al suyo. Naturalmente, Scawsby mordió el anzuelo. Puse diez libras de plata sobre la mesa como garantía mientras me llevaba prestado su brazalete a un joyero cercano para que copiara el suyo al reparar el mío. Al mismo tiempo entregué una sortija en prenda, rogándole, pues yo no tenía caballo, que me prestara el suyo que estaba en el establo. Pronto accedió el viejo necio y partí de inmediato, solicitándole que no se fuera hasta que yo regresase.
Monté su caballo y cabalgué como alma que lleva el diablo hacia la gran mansión de Scawsby por el camino que llevaba a las afueras. Su esposa, de ardientes labios y generosos pechos, se encontraba en casa y le expliqué mi diligencia: que era deseo de su esposo que me entregara trescientas libras esterlinas de plata que yo se las llevaría a la ciudad. Naturalmente, la pobre mujer puso más inconvenientes de la cuenta, pero en vista de su negativa le mostré el brazalete de su marido como garantía de mi buena fe, y al mismo tiempo le mostraba el caballo que en aquel momento recogía un mozo de cuadra para conducirlo al establo. Después todo fue coser y cantar. Me condujo a sus aposentos privados y me entregó el dinero en saquitos tintineantes sin que yo dejara de halagarla e insinuarme a ella. Para abreviar una larga y regocijante historia, diré que pronto la tuve a mi merced y nos entregamos a los más licenciosos jugueteos sobre la ancha cama de cuatro columnas. Consumado lo cual, tomé una copa de clarete y regresé al Golden Turk donde el doctor Scawsby se encontraba enfrascado en la bebida. Le devolví el brazalete, recogí mis prendas y me marché de la taberna mucho más rico que cuando llegué y sintiéndome el hombre más feliz del mundo.
Logré mi venganza. ¿Qué podía decir el viejo estúpido? Si me demandaba judicialmente, se convertiría en el hazmerreír, que en eso se convirtió en cuanto fui propagando mi historia por tabernas y cervecerías de Ipswich. Me importaba un bledo. Aún me sentía apesadumbrado por mi madre y me hervía el coraje en el corazón por la torpeza de Scawsby y por el descuido en que yo la había dejado. Pensé en mi madre con mayor frecuencia a partir de entonces; en su benévola cara morena, en su dulce mirar como la brisa de un hermoso día de estío. «¿Por qué será —me preguntaba—, que siempre pierdo a las mujeres que he amado?».
Ni que decir tiene que retorné al mal camino. Gasté mis mal adquiridas ganancias y volví a cazar en vedado. Me había olvidado de Scawsby y cometí el error de creer que él se había olvidado de mí. En marzo de 1515 encontrándome yo en una de mis correrías nocturnas, en busca de carne fresca durante la época de matanza de los corderos, fui interceptado después de medianoche por el alguacil del señor local, que me pidió ver lo que llevaba bajo la capa. Pese a mi airada réplica, acabó encontrando un corderillo. Me acusó de robo desentendiéndose de mis explicaciones que no eran otras que lo había encontrado perdido en busca de su madre. Me metieron en prisión y aparecí ante los magistrados locales. Creí que sólo se me multaría, pero en el tribunal vi la maligna jeta de sir John Scawsby y un rostro muy parecido al suyo detrás. ¡Oh, Dios mío!, me lamenté en mi sentida oración.
El hermano de Scawsby presidía el tribunal y todo el peso de la ley cayó sobre mí. Fui declarado culpable. A punto estuve de desvanecerme cuando sir John se encasquetó en la cabeza el bonete negro y ordenó que fuese ahorcado.
—Señoría —grité, pero el juez Scawsby se limitó a mirar hacia atrás con sus facciones de calavera, máscara impasible de odio.
—¡Estáis sentenciado a la horca! —rugió haciendo una mueca malvada y mirando de un lado para otro la sala de justicia—. A menos que alguien salga fiador de vos.
Huelga decir que sus palabras fueron acogidas por un silencio mortal. Mi padrastro estaba a la sazón enfermo, achacoso y senil, ¿y quién saldría fiador del acabado Shallot arriesgándose al concentrado furor de los Scawsby? Sentía náuseas y arcadas como si la ruda cabuya de la cuerda me rodeara ya el cuello. De pronto, el escribiente del juzgado, una espigada figura ataviada con una oscura y burda toga se irguió dirigiéndose al tribunal.
—¡Me presto a ello! —anunció—. ¡Daré la fianza como garantía de Shallot!
El vejestorio de Scawsby casi revienta de apoplejía, con tal sorpresa que fijó la fianza mucho más baja de lo que su propia malicia hubiera permitido: cien libras esterlinas que debían ser depositadas el día de San Martín. Me aferré a la barandilla de hierro e incrédulo clavé la vista en mi salvador: en su solemne y alargado rostro, de nariz aguileña y tranquilos ojos grises. Benjamin Daunbey me salvó de la horca.
Sería arduo definir nuestra amistad. Maestro y sirviente, afectuosos amigos íntimos, rivales y aliados… creedme, han transcurrido setenta años y aún me resulta difícil describirla. Todo cuanto recuerdo es que me salvé y salí por mis propios pies de la sala de justicia. Otros criminales, menos afortunados que yo, fueron colocados entre cepos, atados al triángulo para la flagelación o puestos en la picota, las orejas clavadas en el tajón hasta que desgarrándose quedaran remisos o recurriendo a su gran coraje se las amputaran.
En su momento me mudé, yéndome a vivir al estrecho y oscuro alojamiento de Benjamin, sito en Pig Pen Alley, detrás del matadero cerca del mercado de Ipswich: un lugar bastante agradable en su interior, con habitaciones de baja techumbre, bodega, cocina, pequeño vestíbulo y aposentos encalados en la parte superior. En la parte de atrás, Benjamin cultivaba un jardín paradisíaco, trazado en macizos rectangulares separados entre sí por un seto de espliego. Unos contenían hierbas: melisa y albahaca, hisopo, calamina y ajenjo; otros, flores: caléndulas, violetas, lirios de los valles. Había manzanos y perales enanos y macetas de hierbas que medraban a lo largo de la pared para sazonar las carnes durante el invierno. Benjamin, taciturno casi siempre, tenía este jardín como lugar donde compartir sus más profundos pensamientos. Mi maestro nunca explicó su intervención para salvar mi vida por lo que yo nunca le pregunté sobre el particular. Un día, acababa de sentarse en el jardín cuando declaró:
—Roger, ¿quieres ser mi sirviente y mi aprendiz? Has quebrantado tal número de leyes que eres probablemente más experto en la justicia que yo. No obstante —sacudió un huesudo dedo ante mí— si vuelves a aparecer otra vez ante Scawsby, ¡sin la menor duda te colgará!
Nunca volví a incurrir en falta, pero Scawsby no había perdido la esperanza de ver mi último suspiro. Benjamin no dejaba de intrigarme, pese a no hacer el más mínimo comentario sobre su vida anterior.
—Un libro cerrado, Roger —sonrió.
—¿Por qué no te has casado nunca? —pregunté—. ¿Es que no te gustan las mujeres?
—Antojos pasajeros, mi querido Roger —replicó sin dejar la diligencia en la prosecución de sus tareas, persuadiéndome incluso de que participara en el coro de la iglesia local, siendo mi voz de bajo excelente para contrarrestar la de su tenor.
Cantaba a todo pulmón los himnos sin dejar de observar los palpitantes pechos de nuestras compañeras. Desde entonces, no he dejado de sentir una suave inclinación por los coros.
Al principio, la vida transcurrió sin tropiezos. Iba cabizbajo, ejecutando las misiones que se me encargaban, manteniéndome alejado de aquellos lugares donde la poderosa familia Scawsby pudiera ejercer su influjo. Temía por mi maestro, aunque yo ya había olvidado lo que Scawsby conocía de sobra: Benjamin era sobrino del lord cardenal Tomás Wolsey, primer ministro del Bravucón. Ahora bien, el cardenal era un hombre sin entrañas, del que no se conocía un gesto de generosidad. Hijo de un carnicero de Ipswich, no había echado en olvido sus oscuros orígenes y estaba igualmente decidido a que ninguno de sus parientes le recordase su parentesco. Cuando los miembros de su vasta familia venían a pedirle favores, los arrojaba fuera como traílla de perros, salvo a Benjamin, hijo de su tía predilecta, a quien se le tenía como mimado y protegido. El cardenal estaba decidido a que si él había sido eximido del matadero de Ipswich y elevado al rango de favorito regio, a arzobispo de York, a lord canciller y a cardenal de la Iglesia de Roma, también podría serlo Benjamin.
Bueno, todos sabemos las cosas de Wolsey. Estuve presente cuando falleció en la mansión catedralicia de Lincoln; sus grandes y gruesos dedos arañaban las ropas del lecho y susurraba:
—Roger, Roger, ¡si hubiera servido a mi Dios con la fidelidad con que serví a mi rey, no me hubiera dejado morir así!
No olvidemos que el viejo Wolsey erró al autorizar el divorcio del Bravucón y Catalina de Aragón colocando entre sus sábanas los ardientes brazos de la zanquilarga Ana Bolena. Nunca comenté a Benjamin (ciertamente muy pocas personas lo sabían) que el cardenal no falleció por causas naturales, fue asesinado mediante un sutil y mortífero veneno. Sin embargo, ésta es otra historia para más adelante. En 1516, mediante astutas estratagemas, Wolsey se insinuó en los oídos del rey. Estudiante aventajado, Wolsey cursó estudios en el Magdalen College, de Oxford, donde llegó a ser miembro del consejo del gobierno y tesorero hasta que se le pilló con las manos en las sacas de dinero. De todos modos, merced a su astucia pronto se convertiría en capellán del carilargo Enrique VII, adquiriendo una casa en la parroquia de St. Bride en Fleet Street. Cuando el loco Enrique VII murió, nuestro joven soberano, el muchacho de oro, el Bravucón, que conocía la astucia de Wolsey, le elevó a los más altos rangos. Le compró una casa cerca de London Stone en Walbrook y lo convirtió en limosnero mayor, canciller y arzobispo hasta que todo el poder quedó entre sus gruesas y grandes manos. Algunas personas decían que Wolsey era el alcahuete del rey, otras que era su rufián, alegando que mantenía a jóvenes damiselas en una torre construida en un ameno lugar cerca de Sheen para entretenimiento del rey. Otros aducían que Wolsey practicaba la magia negra y se comunicaba con Satanás, el cual se le aparecía en forma de un gato monstruoso. ¡Gran hombre, Wolsey! Fue el constructor de Hampton Court, sus sirvientes deambulaban con libreas escarlata y oro con el blasón «T. C.» —«Thomas Cardinalis»— en pecho y espalda. El cardenal jamás olvidó a su pariente predilecto, el joven Benjamin.
El cardenal no otorgó honores a Benjamin, pero sí grandes sumas de dinero, y le abrió la puerta, cosa poco frecuente en él, al ascenso y la prosperidad. Por lo menos éste era el plan del cardenal, aunque eso supusiera involucrarse en la traición, la conspiración, el homicidio y las ejecuciones… pero todo esto vendría después. Si yo hubiera sabido al principio el desenlace de tales negocios, hubiera escapado como alma que lleva el diablo. ¡Ved cómo me explico con la misma lucidez y claridad que cualquier hombre honesto!
Benjamin contaba veinte años cuando volví a encontrarle como funcionario del Tribunal. Yo era dos años más joven y enseguida aprendí a desempeñar la función del sirviente astuto e inteligente, a punto siempre para suplir la candidez de su maestro. Bueno, cuando menos le creía cándido, pero existía en Benjamin un lado más profundo, más oscuro. Ciertamente llegaron a mis oídos algunos rumores acerca de su pasado pero los deseché por desvergonzados (en realidad, nunca me decidí a juzgarle inocente, astuto o juicioso). Lo creáis o no en cierta ocasión le encontré sentado en una taberna abrazando fuertemente contra su pecho un caballito de madera, lo miraba arrobado con los ojos impregnados de fervor religioso. Ahora bien, este juguete no tenía nada de particular, cualquier chiquillo habría jugado con él.
—¿Maestro, qué es esto? —pregunté.
Benjamin sonrió como el santo tonto que era.
—Es una reliquia, Roger —susurró.
«Oh, Dios mío», pensé, y le hubiera golpeado la cabeza con un jarro.
—¿Una reliquia de quién, maestro?
Benjamin tragó saliva, intentando disimular su placer.
—La conseguí de un hombre de ultramar, un santo peregrino que visitó Palestina y la casa donde vivió María en Nazaret. Esto —y lo irguió con los ojos resplandecientes como si fuese el rey Arturo blandiendo el Santo Grial— perteneció a Jesús cuando era niño y a su primo Juan Bautista.
Bueno, ¿qué decís a esto? De dejarme llevar por mis impulsos, hubiese aplastado el juguete en la cabeza de aquel estúpido buhonero, pero mi maestro era un hombre pueril: decía siempre la verdad, de modo que creía que todos los demás también la decían. Después de lo cual decidí controlarle, ayudándole a que se aprovechara plenamente del favor del cardenal. En la primavera de 1517, Wolsey le regaló a Benjamin una granja, una pequeña propiedad en Norfolk para la cría de ovejas, y mi maestro me facilitó el oro para comprar el ganado. Tratando de hacer economías lo compré en Smithfield, a un campesino de aspecto taciturno que se embolsó mi dinero, me entregó el rebaño y salió raudo como el viento. No había hecho más que meter a los animales en la propiedad de mi maestro cuando murieron de unas fiebres malignas, lo que explica la súbita partida del campesino. Naturalmente, nada dije a mi maestro, ni del antiguo propietario ni de cómo guardé la diferencia entre lo que me dio y lo que yo había gastado. No soy un ladrón, simplemente puse a buen recaudo el dinero en manos de un joyero de Holborn por si Benjamin cometía ulteriores equivocaciones.
Los arrebatos del cardenal Wolsey cabe imaginarlos más que describirlos. Despachó a su sobrino con enojo a servir a sir Tomás Bolena, un gran propietario de Kent. ¿Habéis oído hablar de los Bolena? Sí, la misma familia que engendró a Ana, la seductora de ojos oscuros. Pues bien, ¡si llegó a ser una zorra, una vez que se conoce a su padre, se sabrá el porqué! Lord Tomás era realmente un malvado que se prestaría a hacer cualquier cosa con tal de acrecentar su propio valimiento ante el rey, y digo bien cualquier cosa. Por supuesto, como todos los arrogantes lores del terruño, detestaba al cardenal Wolsey e intrigaba con los otros grandes para rebajar al orgulloso prelado. Aunque poderoso terrateniente, lord Tomás se casó con una dama superior a su propio rango, con una Howard, del linaje de mi antiguo general el conde de Surrey, el que arrasó a los escoceses en Flodden Field. Ahora bien, la mujer de Bolena, lady Francés Howard, era el proverbial puente levadizo que se bajaba para cualesquiera que la requiriese. Las manos del Bravucón retozaron bajo sus sayas, mucho más allá de su liga, múltiples veces. Lo mismo puede decirse de su hija mayor, María, que practicaba las costumbres de una gata callejera. Le dio al Bravucón una hija ilegítima aunque tuvo graves dudas sobre su paternidad y la confinaría en un convento en Sheen. María y su hermana Ana pasaron como damas de honor a la corte de Francia. A tal grado llegaba la estupidez de lord Tomás: poner dos sazonados capones en la madriguera de un zorro.
El rey Enrique, no me cabe la menor duda, era un impúdico, pero el rey Francisco I de Francia era la mismísima encarnación del diablo en el campo de la impudicia. A la sazón, se hallaba en sus años mozos. Le conocí años más tarde cuando ya había perdido todos sus dientes y adolecía de grandes abscesos en la ingle como en todo su cuerpo podrido de sífilis. En su juventud, Francisco llevó a París lo mejor y lo peor de Italia: pintores italianos, tapices italianos y costumbres italianas.
En el apogeo de su vitalidad era de noble temperamento cínico; gallardo, muy viril, con un gran porte, sonriente, despreocupado, deslumbrante en sus jubones incrustados de joyas y en sus camisas con chorreras. Siempre iba rodeado de mujeres, particularmente de tres voluptuosas trigueñas que formaban su pequeña camarilla de favoritas como compañeras de cama. Muy ansioso siempre por conocer las relaciones amorosas de sus damas, le intrigaba especialmente oír sus aventuras y lances amorosos o cualquiera de las hábiles actitudes que pudieran asumir en esos retozos, las posturas que adoptaban, las expresiones de sus rostros, las palabras que empleaban. Francisco tenía una copa que era su predilecta en cuyo interior estaban grabados animales copulando pero, cuando el bebedor la vaciaba, se veía en el fondo a un hombre y una mujer haciendo el amor. Francisco solía dar esta copa a sus invitadas para ver cómo se sonrojaban.
Ahora bien, Ana Bolena se mantenía a la expectativa, en tanto que María se entregaba a su lascivia como pez en el agua, hasta el punto de ser apodada «la yegua inglesa», ¡tantos fueron los hombres que la cabalgaron! Nada la desconcertaba, ni siquiera cuando los fogosos jóvenes cortesanos de Francisco llevaban a cabo juegos siniestros como poner en su lecho cuerpos de hombres ahorcados.
Así pues, le conté todo esto a mi maestro, proporcionándole una detallada descripción de las costumbres y hábitos de las hermanas Bolena, ¿y qué es lo que hizo? Una noche, mientras cenábamos, se vuelve inocentemente hacia lord Tomás y le pregunta si mis historias tenían algún viso de verdad. Una hora después abandonábamos Hever Castle y el cardenal, cansado de los placeres de este mundo, conocedor del incidente, decidió que su sobrino necesitaba una educación adicional. Nos enviaron a las aulas de Cambridge, sin embargo, al cabo de un año, cuando mi maestro iba a presentar su disertación ante el claustro de profesores, encontraron en su cartera un pergamino con citas de las Escrituras, de san Cipriano y de otros padres de la Iglesia occidental. Benjamin fue acusado de tramposo y lo suspendieron inmediatamente. Nunca confesé que fui yo el que se las puso allí tratando de ayudarle. El cardenal, como me hizo saber más tarde Benjamin, con palabras más propias de un matarife que de un hombre de Dios, le informó de lo que pensaba de él, por lo que nos envió a Ipswich a vivir de nuestros propios recursos. Baste con decir que, en más de una ocasión, cuando mi maestro me tomaba de la mano, me decía con orgullo:
—Roger, Dios es testigo, ¡no sé lo que yo hubiera hecho sin ti!
En cierto sentido estoy seguro de que lo decía convencido y rezaba sin cesar para que floreciera nuestra fortuna. Mi padrastro murió, pero su mansión y sus posesiones se las legó a otros, y me quedé muy preocupado porque Benjamin renunció a su puesto de funcionario del tribunal, y Scawsby difícilmente le reintegraría a él. Además, debió haber oído los chismorreos de la corte y caería en la cuenta de que su tío Wolsey no se encontraba en estos momentos tan bien inclinado hacia el cándido de su sobrino. Con todo, a finales del verano de 1517, mis plegarias en la capilla de Nuestra Señora de Elms fueron escuchadas. El gran cardenal, en una de sus frecuentes peregrinaciones al santuario de Nuestra Señora en Walsingham, decidió detenerse en la casa consistorial de Ipswich, a la vuelta de su viaje. Llegó a la ciudad rodeado de pompa y esplendor ostentando sus hopalandas cardenalicias, precedido de cruces de plata, sobre macizos soportes de oro. Un ejército de caballeros y alabarderos caminaba en formación a ambos lados. Su llegada la anunciaron heraldos, espléndidamente ataviados con libreas, voceando y apartando a las multitudes por la calle, al grito de: «¡Abran paso! ¡Dejen paso a Tomás, cardenal, arzobispo de York y canciller de Inglaterra!».
Le seguían carretas y carruajes, cargados hasta los topes con su equipaje. Unos jovencitos rociaban el suelo con agua de rosas para evitar la polvareda, tras ellos iba el mismo cardenal, alto, recio, caballero sobre una mula. Tradicionalmente es ésta una humilde cabalgadura, pero el cardenal iba atildado, acicalado, y la montura con gualdrapas de terciopelo carmesí, y estribos de cobre bruñido. Sus auxiliares ocuparon las mayores habitaciones de la casa consistorial. Benjamin y yo los vimos llegar, pero mi maestro no se esperaba los personales requerimientos que recibiría del cardenal, al final de la jornada.
Nos pusimos nuestros mejores jubones, capas y pantalones, y nos apresuramos a ir a la casa consistorial donde alabarderos, con libreas del cardenal, nos condujeron a la sala de audiencias. Puedo decíroslo con franqueza, fue como entrar en el paraíso. Los suelos se hallaban cubiertos de alfombras, la más modesta, de pura lana, la más valiosa de seda importada de Damasco por mercaderes venecianos. Por todo el aposento lucían ricas joyas y vistosos adornos, imágenes de santos, finos paños bordados en oro, capas pluviales adamascadas y otras vestimentas. No faltaban las sillas tapizadas en terciopelo carmesí y otras de seda negra en las que se veía bordado el escudo de armas de Wolsey; mesas de ciprés y sillas de pino cubiertas de almohadones, con bordados de capelos cardenalicios, dragones, leones y esferas de oro. ¡Oh, cómo me hormigueaban los dedos por birlar alguna cosa!
El prelado en persona estaba sentado con sus hopalandas en un alto trono episcopal llevado de la cercana catedral. Iba ataviado de pies a cabeza en seda púrpura, un breve solideo del mismo color, e incluso sus acolchadas zapatillas ostentaban su escudo de armas. Mostraba el mismo orgullo que denotaba su cuadrada mandíbula, su orondo rostro, su piel nívea, sus labios carnosos y sensuales, y en sus negros ojos entreabiertos se vislumbraba la arrogancia.
A la derecha del cardenal, como una araña, se sentaba una figura toda vestida de negro, la cogulla echada hacia atrás revelando unas facciones angelicales y una reluciente tonsura. Era el doctor Agrippa, enviado y espía de los grandes terratenientes. Le observé con curiosidad.
—Extraño personaje el doctor Agrippa —comentó en cierta ocasión Benjamin—. Tiene relaciones personales con el lord de los cementerios, es un hombre versado en la magia y especulador con la nigromancia.
Observándole más de cerca se me hacía difícil creerlo: la cara de Agrippa era plácida y afable, en sus ojos había morigeración y seguridad, aunque no se me escapó la argéntea estrella de cinco puntas que colgaba de su cuello. Decían que era amigo íntimo de Wolsey unido a él por los vínculos demoníacos del submundo. Al otro lado del cardenal estaba un joven de aspecto dulce y de cabello rufo, ojos verde mar y rostro infantil lleno de pecas. Nos dedicó una sonrisa con su boca mellada. Pregunté a Benjamin quién era, pero mi maestro me pidió que guardara silencio. Wolsey agitó una mano enguantada color púrpura y Benjamin se apresuró a adelantarse, arrodillándose ante el escabel para besar el grueso anillo de oro sobre el guante de seda del cardenal. Wolsey ni me hizo caso, pero hizo un gesto con los dedos en dirección hacia nosotros invitándonos a que tomáramos asiento en unos banquillos acolchados. Seguí meneando la cabeza para aplacar al cardenal que desde su sitial nos estudiaba pensativamente.
—Benjamin, Benjamin, queridísimo sobrino.
Mi maestro se retorcía intranquilo.
—Mi sobrino predilecto Benjamin —continuó Wolsey con voz sedosa—, y naturalmente, Shallot, su fiel amanuense.
(Para los que no saben griego, eso significa secretario.).
Bruscamente, Wolsey se inclinó hacia delante. Oh, Señor, me sentí tan atemorizado, que tanto mi corazón como mis entrañas parecían licuarse. «¿Había descubierto el cardenal la cuestión de las ovejas?», me preguntaba.
—¿Qué ventajas saco yo contigo? —bramó el cardenal—. ¡Granjero frustrado! ¡Mercader frustrado! —Se refería a otro encargo que fue mal—. ¡Frustrado académico! ¡Espía frustrado!
(Sobre esto os hablaré en breve). Wolsey bajó la mano golpeando el brazo de su sitial. Miré de soslayo a Benjamin. Tenía la cara lívida pero no parecía atemorizado; aquellos ojos inocentes curiosamente le devolvieron con fijeza la mirada a su tío. No detecté en ella el miedo. (Y creedme, ¡yo al miedo lo huelo enseguida!). No, mi maestro estaba sereno, indudablemente sacando fuerzas de mi presencia. Quedamente rehíce mi compostura.
—¿Cuándo —vociferó con descaro el cardenal— vas a sacarte de encima esto?
Oí la convulsiva risa de Agrippa y pensé que se estaba refiriendo a la capa de mi maestro pues, como tengo dicho, adolezco de una ligera bizquera en un ojo, pero comprendí de inmediato que el cardenal se estaba refiriendo a mí. El doctor Agrippa volvió a reírse entre dientes mientras el joven de la izquierda de Wolsey se sonrojaba.
—Queridísimo tío —replicó mi maestro—, Roger es mi secretario y mi amigo. Es perspicaz, conocedor de varios oficios, tiene un carácter extraordinario y es un forzudo protector. Siempre tendré en gran estima su compañía.
—El maestro Shallot —intervino plácidamente el doctor Agrippa— es un pillastre de nacimiento que se deshonró en Flodden y, con todo derecho, ¡debiera estar deshidratándose al sol sobre el patíbulo de la ciudad!
Las palabras de Agrippa me ofendieron. El cardenal se sonrió y miró fijamente a su sobrino. ¡Que Dios me perdone!, en esa mirada del cardenal advertí una singular ternura y una gentil ironía.
—Se equivoca con Shallot —arguyó Benjamin—. Tiene sus vicios pero también le adornan virtudes.
(Hombre de singular perceptiva, mi maestro).
Wolsey hizo un rudo chasquido con la lengua y golpeó ligeramente a Agrippa con la mano. El mago se levantó y recogió tres piezas de ajedrez de un tablero que había sobre una mesa próxima.
—Podéis aún redimiros —comenzó Wolsey—. Explicaos, doctor Agrippa.
El granuja se agachó ante nosotros, su negro hábito ondeante como una oscura nube a su alrededor.
—Hay tres cabos para esta tapicería que estoy elaborando —comenzó.
Me llamó la atención, quedé fascinado porque los ojos de Agrippa parecían variar de color, del azul celeste al negro acuoso, cuando su voz iba haciéndose más profunda y más soporífera.
—Éste —indicó el doctor Agrippa levantando un pequeño peón blanco— representa a los partidarios de la casa de York echados del poder en 1485 cuando su jefe, Ricardo el Usurpador, fue muerto en Bosworth por el padre del actual soberano. Éste —ahora el doctor levantó el rey blanco—, es nuestro noble señor, Enrique VIII, por la gracia de Dios nuestro rey. Y éste —mostró la reina blanca—, es nuestra amada hermana del rey, la reina Margarita, viuda de Jacobo IV, muerto en Flodden, injustamente arrojada de su reino de Escocia.
Seguí mirando con auténtica obsesión, escuchando a medias al doctor Agrippa, convencido de que estaba en presencia de un poderoso nigromante. Mientras hablaba la voz de Agrippa variaba de tono, sus ojos cambiaban de color, y, al moverse, a veces despedía el olor pútrido de la zorrera y, a veces, la fragancia de los perfumes. El nigromante se volvió y sonrió burlonamente a Wolsey.
—¿Debo continuar, milord?
El cardenal asintió. Agrippa se aclaró la garganta.
—Los secuaces de la casa de York son traidores que viven entre conventos y conjuras, se llaman a sí mismos Les Blancs Sangliers, y se inspiran en el Jabalí Blanco, escudo de armas de Ricardo III. Gozaron, tiempo ha, del favor de Jacobo IV de Escocia, y ahora intrigan y amenazan la seguridad de Inglaterra.
—Habladme de la reina blanca —interrumpió con impertinencia Wolsey.
El doctor Agrippa humedeció sus labios y esbozó bobaliconamente una sonrisa.
—La reina Margarita se opuso siempre a que su difunto esposo se involucrara con Les Blancs Sangliers y, con el tiempo, le persuadió de que abandonara su apoyo, pero no su enemistad hacia Inglaterra. Luego ocurrió lo de Flodden —Agrippa se encogió de hombros—, y Jacobo fue muerto. Margarita, desolada, fue abandonada con su hijito y encinta de otra criatura. Estaba afligida e indefensa. Buscó amigos y encontró uno en Gavin Douglas, el conde de Angus. El consejo escocés se enfureció y, dirigido por el duque de Albany, atacó a Margarita que huyó a Inglaterra.
(¡Vive Dios que me asombra que este sujeto, evocando el pasado, no se haya atragantado con sus palabras! ¡En mi vida oí semejante fárrago de mentiras!).
—Naturalmente —interrumpió Wolsey—, el rey Enrique protegió a su dilecta hermana, que ahora se arrepiente de su apresurado matrimonio y anhela ser repuesta en el trono de Escocia. —Hizo una pausa y clavó la vista en su sobrino.
—Queridísimo tío —comenzó Benjamin—, ¿qué tiene que ver eso conmigo? ¿En qué puedo ayudar a Su Graciosa Majestad, la reina de Escocia?
Wolsey se dirigió al joven que estaba sentado silenciosamente a su lado.
—¿Se me permite que presente a sir Robert Catesby, miembro de la cámara privada de la reina Margarita? Él, con el séquito personal de la reina, reside actualmente en los apartamentos reales de la Torre.
Wolsey se detuvo y sorbió de su copa.
(«Ahora viene», pensé).
—En un sector distinto de la Torre —continuó Wolsey despaciosamente—, se halla firmemente custodiado en una celda Alexander Selkirk, antiguo físico del difunto rey Jacobo. Este sujeto fue traído por mis agentes de París —Wolsey sonrió acremente—. Sí, querido sobrino, el mismo hombre que te mandé buscar y al que dejaste que se te escurriera de entre los dedos. De todos modos, Selkirk ha sido capturado. Él tiene cierta información que puede ayudar al retorno de la reina Margarita a Escocia. También creemos que es miembro de Les Blancs Sangliers y nos facilitará información acerca de otros miembros de la secreta organización.
(Mi capellán murmura: «¿Qué estaba haciendo Benjamin en Dieppe?». Le doy en los nudillos: «¡Volveré sobre esto!»).
—Selkirk no está bien de salud —continuó sir Robert. En su modo de hablar se advertía su instrucción, pero su voz dejaba traslucir acento—. Débil de cuerpo y débil de mente. No conseguimos aclarar nada con él. Escribe poesías en versos burlescos y clava la mirada vacía en las paredes de su celda, pidiendo copas de vino y alternando la borrachera con la llorera.
—¿Cómo puedo ayudar? —replicó Benjamin—. Yo no soy físico.
—Benjamin, tú eres —respondió Wolsey con voz cálida de genuina afabilidad—, un joven singular. Posees encanto natural y habilidad para abrir los corazones del prójimo. —El cardenal hizo una mueca repentina—. Además, Selkirk no te ha olvidado, pese a que su razón anda descarriada. Ha dicho que le trataste con suma cortesía en Dieppe, y siente cualquier inconveniencia que pudiera haberte ocasionado.
Oh, pensé, esto tiene miga; pero lo pasé por alto. Los pelos erizados de mi cogote me alertaban de algún peligro. Había algo más, una sutil y empalagosa amenaza se escondía bajo las triviales observaciones del cardenal. ¿Por qué era Selkirk tan importante? Al parecer, conocía algo que el cardenal y el bravucón de su soberano querían compartir. Benjamin y yo nos hallábamos junto al brocal de un pozo de agua clara pero cuyo fondo, sin duda, sería una lóbrega y profunda maraña de peligrosos hierbajos. Yo hubiera salido de aquel aposento como alma que lleva el diablo, pero, claro está, el estimado Benjamin, como era su costumbre, pensó de su tío lo mejor.
—Haré cuanto pueda por colaborar —respondió.
El cardenal sonrió y sus dos compañeros dieron visibles muestras de relajamiento. Oh, sí, pensé, de aquí nos vamos nuevamente de cabeza al cenagal. Wolsey gesticuló con la mano alborozado.
—Sir Robert, informe a mi sobrino.
—La reina Margarita y su séquito, como el cardenal acaba de aclarar, residen en la Torre. La reina Margarita desea estar cerca de Selkirk, poseedor de una información valiosa para ella. Su séquito se compone de las siguientes personas: yo soy su secretario y chambelán; sir William Carey, su tesorero; Simón Moodie, su limosnero y capellán; John Ruthven, su administrador; Matthew Melford, su macero y guardaespaldas personal; lady Eleonor Carey, su dama de compañía. Los demás son sirvientes.
—Los citados —interrumpió el doctor Agrippa—, incluido sir Robert, sirvieron a la reina Margarita en Escocia. Yo también me integraré en su séquito. Ahora bien, la lealtad de sir Robert no se puede garantizar aunque no quiero decir que seáis desleal, y sir Robert no debéis sentiros ofendido por ello, puesto que cualquier miembro del séquito de la reina en el exilio pudiera ser aliado de sus oponentes en Escocia y cualquiera puede ser miembro de Les Blancs Sangliers. —Agrippa frunció el ceño y me miró—. Hay una persona más a la que creo, maestro Shallot, que conocéis bien. Su Majestad ha tenido a bien nombrar como nuevo físico para el séquito de su hermana a un tal Hugh Scawsby, burgués de esta dignísima ciudad.
Wolsey sonrió afectadamente, Catesby parecía desconcertado, mi maestro, en cambio, se frotaba la mandíbula.
—Tengo la certeza —continuó el doctor Agrippa— de que el maestro Scawsby estará encantado de reanudar su relación con vos.
Miré hacia otro lado. Me disgustaban los bastardos sarcásticos y no me agradaba la perspectiva de tener al viejo Scawsby observándome a mis espaldas. No obstante, asentí prudentemente aparentando el acatamiento que de mí se espera.
—Sobrino —Wolsey extendió una mano dando a entender que la reunión había concluido—, prepárate, y vos también, maestro Shallot. Un día después de San Miguel, sir Robert y el doctor Agrippa vendrán a buscaros aquí a mediodía y os escoltarán a la Torre.
Wolsey se levantó, sonó una campanita de plata y la puerta se abrió de par en par. Benjamin y yo nos volvimos para salir, sacudimos nuestras cabezas, si bien Wolsey ya nos había olvidado y estaba ahora parlamentando con Catesby con voz grave y profunda. Fuera ya de la cámara, observé la cara de Benjamin roja como el arrebol, los ojos brillantes. No pronunció ni media palabra hasta que hubimos salido de la casa consistorial y entrado en la húmeda oscuridad de una taberna cercana.
—Así pues, Roger, nos hemos de ir de aquí dentro de dos días —me miró preocupado—. Sé que lo que se lleva entre manos mi tío es algo más de lo que a simple vista aparece —suspiró—. Sin embargo es lo mejor que puedo hacer. Hemos acabado aquí, nada hay ya para nosotros en Ipswich.
—¿A qué se referían con aquello de Dieppe? —pregunté.
Benjamin apuró su copa.
—Antes de tu aparición ante el tribunal, mi tío me mandó con la misión de arrestar a Selkirk. Le capturé a las afueras de París y le conduje a Dieppe. Con la mar embravecida, no nos quedó más remedio que esperar y cobijarnos en una taberna —suspiró—. Para abreviar esta larga historia: ese sujeto está medio trastornado. Sentí pena por él y le liberé de sus cadenas. Una mañana me levanté tarde y Selkirk había desaparecido, todo cuanto podía mostrar era un par de herrumbrosas esposas —me sonrió—. Ahora mi tío desea que concluya mi tarea. No tenemos elección, Roger, hemos de ponernos en camino.
Miré la taberna en derredor, ahora llena de campesinos y de alegres vendedores callejeros bebiéndose los beneficios de su jornada. Sí, no teníamos nada que hacer allí. Con todo, me puse a temblar como si un terror invisible, una fría mano sepulcral hubiese recorrido sus dedos como zarpas por mi espalda. Los auténticos terrores estaban por venir. Los fantasmas de Flodden me habían apresado finalmente.