Capítulo 7
Regresamos a nuestro aposento y pasamos el resto del día preparándonos para el banquete y conversando con el doctor Agrippa. Se reunió con nosotros pletórico de amabilidad con su habitual manera de contar cosas graciosas de las cortes de Francia y Escocia. Mi maestro escuchaba con cierto interés, absorto en estudiar el pedazo de pergamino en el que escribía crípticas notas que ni yo mismo podía entender.
A la puesta del sol, Agrippa nos llevó al patio para saludar a los otros grandes lores escoceses que iban llegando. Cada uno de ellos venía acompañado de una auténtica mesnada de hombres armados hasta los dientes —espada, maza, daga y pequeños escudos o rodelas—. La mayoría de estos soldados eran escoceses aunque no faltaban mercenarios daneses, irlandeses y, de más lejos, incluso genoveses. La gran sala había sido especialmente acondicionada para esta festiva ocasión. Se habían colocado a gran altura de las paredes grandes hachones, las mesas lucían manteles de lino blanco y había un único plato por persona que era de plata de ley.
D’Aubigny hacía los honores desde su sitial colocado en lo alto del estrado. Iba ataviado con un rico manto orlado de flecos de terciopelo negro, que cubría un jubón de seda roja y unos pantalones negros y blancos. Iba tocado con una gorra sujeta al cabello con un broche de plata en forma de flor de lis. Cuando se acomodó en su asiento sonaron las trompetas y sirvieron la cena una hilera de criados portadores de fuentes de humeante carne de jabalí, cerdo, buey, esturión, pescado, cuencos de crema que contenían fresas azucaradas, y jarra tras jarra de diversos vinos.
Nosotros estábamos situados cerca del estrado, a la derecha de D’Aubigny; la conversación —acentos foráneos y reniegos inauditos— nos inundó por todos lados como una gran masa de agua. Agrippa hablaba por nosotros; yo comía como si no hubiera mañana, mientras Benjamin se encontraba fascinado por no sé quién, sentado al fondo de la sala. Terminado el banquete, un italiano ejecutó un sutil y diestro truco con una cuerda, seguidamente una compañía de joven-citas bailó una briosa jiga que dejó las caras de los espectadores arreboladas de excitación porque al levantar al aire sus piernas se les subían las faldas, y dejaban al aire todo lo que había que ver. Caí en la cuenta de que no había otras mujeres en el banquete y luego me enteré de que era una costumbre escocesa. No se trataba de que menospreciaran a sus mujeres, sino que cada sexo iba por su cuenta, prefiriendo las damas de la nobleza tomar sus refrigerios ellas solas en otra cámara. Una vez concluido el festejo, D’Aubigny se levantó para retirarse, también lo hizo mi maestro, rehusando la invitación de Agrippa a quedarse y seguir hablando un rato.
Hubiera preferido esperar. Me había encaprichado con una bailarina pelirroja, de piel suave y blanca como la leche y grandes y oscuros ojos. Me había dedicado una sonrisa y ¡me preguntaba si estaría interesada en otro tipo de baile! Benjamin, de todas formas, me apretó la muñeca y tuve que seguirle, consolándome el hecho de haber ocultado dentro de mi justillo dos cuchillos, tres cucharas y un pequeño plato de plata para fiambres.
Habíamos dejado atrás el gran corredor y penetrado en un estrecho pasadizo que conducía a las escaleras de nuestros aposentos, cuando salieron a nuestro encuentro dos bárbaras criaturas que parecían haber salido de la penumbra. Tenían un aspecto muy semejante: las facciones y el cabello blancos como la nieve, los ojos extrañamente azules aureolados de rojo. Llevaban justillos de cuero y gruesas faldillas de lana a cuadros verdes y negros que los escoceses llaman kilts. Calzaban sandalias como los frailes, pero no tenían nada de pacíficos ese par de demonios. Iban armados hasta los dientes: daga, espada, puñal y una pequeña cantidad de cuchillos arrojadizos colocados en anchas tiras de cuero que les cruzaban el pecho. Uno de ellos se aproximó a mi maestro y le golpeó, ligera y amablemente, eso sí, y le habló con un marcado sonsonete. Mi maestro sonrió, les miró y se encogió de hombros.
—No, gracias —dijo intentando apartarse—. Hemos comido lo suficiente y ahora deseamos retirarnos.
El hombre se sonrió y movió la cabeza. Me entraron unas bascas producidas por el miedo, dado que sus dientes eran afilados como dagas. No necesitaban ningún cuchillo, con su dentadura podían desgarrarme el cuello. Benjamin se apartó a un lado como si quisiera pasar y los dos hombres retrocedieron con las manos en la empuñadura de sus espadas. El segundo movió la cabeza indicando que debíamos seguirles.
—De acuerdo —repuso con calma mi maestro—. En esta situación creo que les seguiremos, pero dejadme que os haga saber que somos enviados de Su Graciosa Majestad Enrique VIII de Inglaterra.
El segundo de nuestros indeseables forasteros debió entenderlo así, pues se dio la vuelta, levantó una pierna como hacen los perros y lanzó una ventosidad. Nos llevaron de nuevo hacia el gran corredor, atravesamos la sala y llegamos a un pequeño cuarto donde Gavin Douglas, conde de Angus, se hallaba repantigado en una silla. En una mano sostenía una copa llena de vino, la otra la tenía sobre la falda de la bailarina a la que yo había echado el ojo antes. Angus la estaba sobando, acariciándole los muslos, haciéndola retorcerse y gemir de placer. Por supuesto, estaba como una cuba, como cualquier borrachín un día de fiesta: tanto su manto de damasco escarlata como su jubón verde y sus calzas moradas lucían grandes lamparones con restos de carne y manchas de vino.
—¡Ah, los enviados de mi amada esposa! —anunció torpemente.
Imposibilitado de usar las manos, levantó hacia nosotros uno de sus pies calzados con botas de cuero. Hubiera salido huyendo si no fuera por los paniaguados del conde que se hallaban a mis espaldas. Permanecí inmóvil. No sabía a quién mirar, si a la chica que ahora gemía de placer o al boquiabierto de Angus. Benjamin, sin embargo, sonrió al conde como si el bastardo escocés fuese su hermano largo tiempo ausente.
—Milord, ¿qué podemos hacer por vos? —preguntó.
Angus frunció los labios.
—¡Oh, qué podemos hacer por vos! —fue su réplica burlona—. Primero, si vos o ese bastardo que está ahí —hizo un mohín hacia mí— tenéis tramada cualquier cosa contra mí, esos dos caballeros que se encuentran a vuestras espaldas tienen órdenes de cortaros el cuello —esbozó una falsa sonrisa—. ¿Habéis tenido ocasión de conocerlos? Son Corin y Alleyn, dos asesinos del clan de Chattan: ¡les tiene sin cuidado que seáis enviados del mismísimo pontífice!
Se echó al coleto el vino de su copa, ruidosamente y de un solo trago, y luego la tiró al suelo.
—Señoría —dijo, inclinándose mi maestro—, agradecido por vuestra cortesía y vuestra…
Con la cara ahora enrojecida y brillante por el sudor, Angus se puso en pie y nos espetó:
—¡Tengo nuevas para ambos! Decidle a mi amada esposa que conozco sus secretos. —Dio un golpe seco con los dedos y ambos serraniegos escoceses dieron unos pasos adelante—. Tanto si es de vuestro agrado como si no —dijo Angus con tono exasperante— ya he anunciado al doctor Agrippa que Corin y Alleyn irán al sur con vosotros. Ya han sido apercibidos. Detesto a mi esposa pero estamos unidos por un vínculo que estos dos sabrán defender.
Volviéndose hacia los dos montañeses, les tendió la mano. De inmediato aquellos dos bestias se arrodillaron y le lamieron los dedos como si fueran animales de compañía. Angus les habló en una lengua extraña. Los bellacos, con los ojos centelleantes de placer, asintieron y reiteraron algún juramento secreto. Benjamin, con todo, no se dejó llevar por el desconcierto. En cuanto los dos montañeses se pusieron en pie, se aproximó con desgana a ellos y les tocó el tórax con gentileza.
—Tú debes ser Corin y tú Alleyn.
Los dos asesinos, con su mirada peculiar, le miraron con fijeza y ni siquiera le repelieron cuando mi maestro les sacudió enérgicamente con la mano.
—¡Buenas noches, caballeros! —gritó alborozadamente, y tarareando una especie de himno, me llevó fuera de la estancia.
Una vez cerrada la puerta, me entregué a enojados reproches pero Benjamin se limitó a agitar la cabeza.
—¡Olvídate de Angus! —dijo—. Ven conmigo. Esta noche he visto algo en aquella sala que guardo para mis adentros. Ocultémonos en las sombras.
Rehusó responder a mis inquisitivas preguntas. Salimos fuera y nos mantuvimos junto al muro exterior de la fortaleza, donde chozas y viviendas construidas contra el muro del castillo se arracimaban proveyendo sombras suficientes como para ocultar al ejército de Satán. Estuvimos al acecho durante horas observando cómo se alejaban uno a uno algunos alborotadores a los que Benjamin no les quitaba el ojo a medida que iban saliendo. Por fin apareció una figura solitaria tambaleándose, canturreando roncamente y fanfarroneando con torpeza de borracho. Benjamin se volvió tocándome el codo en señal de alerta.
—Nuestra presa está a la vista, Roger. ¡Ahora, vamos tras él!
No sabía de qué me estaba hablando, pero le obedecí sin rechistar y seguimos a la tambaleante figura en la dirección que tomaba, cruzamos la puerta trasera y descendimos hacia las estrechas callejuelas de Nottingham. Cruzamos la plaza del mercado, dejando atrás el cadalso provisional donde los ensangrentados cadáveres de los que habían sido ejecutados horas antes aún yacían envueltos en sucias mortajas. Nuestra presa se detuvo frente a la taberna. Por las abiertas ventanas emanaba una luz y la estridencia ensordecedora de la algarabía allí reinante. El individuo entró tambaleándose. Benjamin y yo le seguimos pocos minutos después.
En el interior la barahúnda era espantosa. Una serie de juerguistas, con las jarras rebosantes de espuma, gritaban y cantaban sin cesar. Nuestro hombre se sentó a una mesa en un rincón alejado y, tan pronto como pude observarle bien, hubiera reventado de placer. Era tuerto, con una gran marca de nacimiento violácea que cruzaba su cara; no podía ser otro que el que estuvo secretamente ligado con Irvine en el Sea Barque, de Leicester. Benjamin se volvió hacia mí y se sonrió.
—Ahora puedes palparlo, Roger. Cuando los escoceses viajaron al sur, este individuo formaba parte de su comitiva y debió buscar a Irvine. —Me dio un codazo como un granujilla planeando una travesura—. Veamos si tiene tanta cháchara para nosotros como la tuvo para Irvine.
Fuimos abriéndonos paso por entre el tropel de gente y nos pusimos frente a dicho individuo que cabizbajo miraba la mesa manchada de grasa.
—¿Nos permitís, caballero?
El hombre alzó la vista. A la vacilante luz de la vela, sus torvas facciones aparecieron lívidas.
—¿Quiénes sois? —farfulló.
—Benjamin Daunbey y Roger Shallot, dos caballeros ingleses, amigos y muy conocidos de lord D’Aubigny.
—¿Y qué desean de mí?
—Unas cuantas palabras y ofreceros unas buenas copas de clarete.
El ojo sano del individuo brilló en la penumbra:
—¿Y qué más?
—¡Oh! —replicó Benjamin—, podríamos compadecernos de las glorias pasadas y de los amigos desaparecidos.
—¿Como cuáles?
—Las glorias de Flodden y el asesinato de John Irvine.
El individuo prestó mayor atención.
—¿Qué queréis decir? —dijo con brusquedad.
Benjamin se apoyó sobre la mesa.
—«Tres menos de doce tienen que ser» —entonó—. «El rey a quien ningún príncipe engendró».
La cara del tipo palideció.
—Sentaos —dijo como lanzando un silbido.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Benjamin.
El borracho hizo una mueca, dejando a la vista dos hileras de ennegrecidos y carcomidos dientes:
—Podéis llamarme Oswald, bandolero en la actualidad al servicio de lord D’Aubigny.
Benjamin se volvió y pidió a gritos más vino. Una vez que la tabernera nos hubo servido, Benjamin brindó por nuestro nuevo conocido.
—Ahora bien, Oswald, explícanos lo que dijiste a Irvine.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Si lo hacéis —replicó Benjamin sin inmutarse—, cuando dejéis Nottingham seréis hombre rico.
—¿Y si no lo hago?
Benjamin ensanchó su sonrisa:
—En ese caso, Oswald, ¡dejaréis Nottingham como hombre muerto! —Mi maestro se inclinó sobre la mesa—. ¡Por el amor de Dios! Somos amigos. Os deseamos lo mejor, pero Irvine está muerto. ¿Qué sabéis de él?
El bellaco observó de hito en hito a Benjamin, su único ojo brillaba con gran penetración, y por fin dejó de encararnos con su mirada.
—Parecéis persona decente —farfulló con la lengua pastosa. Y mirándome fijamente añadió—: ¿Qué otra cosa cabría que dijese a vuestro acompañante? De cualquier modo, dijisteis que sería rico…
Benjamin extrajo tres monedas de oro de su bolsa y las colocó en el centro de la mesa.
—Comenzad vuestra historia, Oswald. Estuvisteis en Flodden, ¿no es así?
—Por supuesto, allí estuve —respondió Oswald mirando a lo lejos con su único ojo—. De un modo u otro me encontré cerca del rey. Fue una carnicería —musitó—. ¡Una sangrienta carnicería! Olvidaos de los relatos sobre nobles caballeros y el fragor de las armas: fue una confusión sangrienta. Hombres cayendo por doquier revolcándose por los suelos con grandes cuchilladas en la cara y en el vientre. —Bebió a conciencia de su copa—. Vislumbré al rey con su brillante sobreveste de pie ante los estandartes reales, el león y el halcón. Él cayó como también sus estandartes. —Oswald se incorporó en su asiento, agitando su cabeza como liberándose de una hipnosis—. Un golpe me dejó inconsciente. Me desperté por la mañana, con la cabeza pesada y hecho prisionero. Surrey, el general inglés, me conminó a mí y a otros escoceses a rastrear el campo de batalla para localizar el cuerpo del rey Jacobo.
—¿Lo encontrasteis inmediatamente?
—No, invertimos algunas horas hasta que extrajimos el cuerpo de debajo de un montón de cuerpos empapados. Aún tenía una saeta clavada en su garganta. Su cara y su mano derecha estaban vilmente machacadas.
—¿Qué ocurrió? —preguntó mi maestro—. ¿Qué le ocurrió al cadáver?
—Surrey mandó despojarlo. El jubón ensangrentado fue enviado al sur como trofeo y sus restos mortales fueron entregados a los embalsamadores. Extirparon las vísceras y la cavidad abdominal la llenaron de hierbas y especias.
—¿Estáis seguro de que era el cadáver del rey?
—¡Ah, ése es el misterio! —Oswald se sonrió maliciosamente—. Tened en cuenta que Jacobo llevaba una cadena alrededor de su cintura, un cilicio, como acto de mortificación.
—¿Y?
—El cadáver carecía de cilicio.
—¿Era el cuerpo del rey?
—Bueno, podría serlo…
—Pero decís que no llevaba cilicio.
—¡Ah! —Oswald se restregó la boca con el dorso de la mano—. Justamente antes de la batalla, se supone que Jacobo yació con lady Heron. Como es de suponer, la damisela se lamentaría amargamente de que el cilicio en torno a la cintura del monarca irritaba su piel, por lo que Jacobo debió quitárselo.
La mano de Oswald se deslizó para apoderarse de las monedas de oro. Benjamín se lo impidió.
—Seguramente debéis saber algo más. ¡No os anticipéis! ¿Qué sucedió con el cadáver?
—Fue enviado al sur.
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces, nada.
Benjamín recogió el oro con la mano:
—Bien, caballero Oswald, nada proviene de nada.
(Recordé esta frase y la atribuí a William Shakespeare. Observadlo, la veréis reproducida en una de sus obras).
Benjamín hizo un gesto en ademán de levantarse.
—Así pues, Oswald, no os habéis hecho más rico, aunque nosotros nos hayamos hecho más precavidos. Y ahora, ¿cuál es el provecho?
El tipo echó una mirada suspicaz en torno a la taberna.
—¿Qué queréis decir? —espetó machaconamente.
—«¡Tres menos de doce tienen que ser!» —canturreé yo—. «¡O el rey a quien ningún príncipe engendró!».
—¡Aquí no! —masculló el tipo entre dientes—. ¡Venid!
Se levantó y tambaleándose salió fuera; nosotros le seguimos por la pestilente callejuela y nos alejamos un poco de la taberna.
—Bien, Oswald, ¿qué significado tienen estos versos?
—En Kelso…
El individuo se trabucó, luego de pronto se puso rígido, el pecho hacia fuera, la cara hacia delante, y vi fascinado cómo la sangre salía a borbotones de su boca como cuando se desborda el agua de una cloaca; sus ojos giraron en las cuencas, sacó la lengua como si intentase hablar; seguidamente se derrumbó, atragantándose con su propia sangre, sobre la desparramada basura del empedrado. Benjamín y yo nos giramos, daga en mano, espiando fijamente las sombras, pero solamente el silencio nos acogió como si el asesinato y el crimen fueran cosa corriente. Sin duda, la daga pudo llegar de cualquier parte: de una ventana en sombras, de la oscuridad de una puerta o desde el tejado de alguno de los achaparrados edificios que se levantaban a ambos lados de la callejuela.
—No te asustes, Roger —murmuró Benjamin—. Han matado a su presa.
Se inclinó y arrancó la daga hondamente clavada en la espalda entre los omoplatos de Oswald. El arma blanca, al salir, hizo un repugnante sonido acuoso y hubo un borbotear de sangre. Di media vuelta al hombre tendido. No estaba muerto; sus labios espumajearon sangre y sus pestañas temblaron.
—¡Un sacerdote! —murmuró.
Benjamin se aproximó.
—¡Un sacerdote! —volvió a susurrar.
Abrió los ojos, encarándolos hacia el oscuro cielo de la noche.
—El perdón —musitó Benjamin— se cifra en la verdad. Decidnos cuanto sepáis.
—En Flodden —el individuo murmuró—, en Kelso… Selkirk conocía la verdad.
Oswald abrió la boca de nuevo como si debiera continuar pero tosió, atragantándose con su propia sangre y su cabeza se ladeó; su único y vidrioso ojo quedó fijo en un síncope. Benjamin tentó su cuello buscándole el pulso o algún signo de vida y sacudió la cabeza. Me agaché tratando de mitigar los espasmos de mis propios temores.
—Ven, Roger —murmuró Benjamin—. Ha muerto. Volvamos a la taberna como si nada hubiese ocurrido.
Estuve de acuerdo, naturalmente. No hay nada como el espectáculo de la sangre y de la muerte para hacer que al viejo Shallot le entren ganas de beber una copa de vino añejo o de otro vino. Y nos apresuramos a volver a la taberna donde pedimos una nueva ronda. Benjamin se apoyó sobre la mesa restregándose la punta de sus largos dedos.
—Primero, olvidémonos de los asesinatos. Selkirk, Ruthven, Irvine y ahora Oswald. Son meras burbujas de una oscura charca. ¿Qué otra cosa sabemos?
Decidí descubrir mis cartas.
—Algunos de los significados de los versos de Selkirk parecen ahora desvelarse —repliqué—. El primer verso sigue siendo un enigma pero el halcón es Jacobo. Por eso Irvine esbozó el rudimentario dibujo sobre la pared de la taberna. El emblema personal de Jacobo IV era el halcón o el gavilán coronado.
—¿Y el cordero? —Benjamin sonrió.
—El conde de Angus —repliqué—. Juega con las letras de su título, y Angus se convierte en Agnus, cordero en latín.
—Naturalmente —murmuró Benjamin en un susurro—. Esto explica los versos: «El cordero reposó en el nido del halcón».
—Con otras palabras —argüí—, el conde de Angus se acostó donde otrora lo hiciera el halcón, entre las sábanas con la reina Margarita.
Los ojos de Benjamin se contrajeron como si, por vez primera, estuviera juzgando mi verdadera valía.
—¡Sigue, Roger!
—El león —musité—, también es Jacobo. El estandarte real de Escocia es un león rampante de color rojo.
—De acuerdo —replicó Benjamin frunciendo los labios—, pero ¿cómo pudo este león rugir incluso estando muerto?
—Creo que Oswald estaba por decírnoslo —respondí—, antes de que alguien le clavase firmemente una daga por la espalda. ¿Quiénes supones que son sus asesinos?
Benjamin revolvió el vino dentro de su copa.
—Dios sabe —me respondió—. Pudo haber sido cualquiera. Agrippa, Angus, sus asesinos a sueldo, o alguien a las órdenes del criminal jefe de Royston. —Se inclinó hacia atrás contra el muro, abstraído de la monótona algarabía de nuestro entorno—. Vuelve a recitarme los versos —dijo.
Comencé a cantar a media voz:
Tres menos de doce tienen que ser,
El rey a quien ningún príncipe engendró.
El cordero reposó
En el nido del halcón.
Rugió el León,
Que ya había muerto.
La verdad Ahora se Halla
En Manos Sacras,
En el lugar que alberga
Los huesos de Dionisio.
Benjamín se sentó hacia delante.
—Sabemos que Jacobo es el halcón y el león; el conde de Angus es el cordero. Pero ¿y el resto? —Se detuvo y sacudió la cabeza—. Me pregunto, qué querría decir Selkirk con la frase que «podía contar los días». —Se quedó mirando fijamente alrededor de la ruidosa taberna—. ¿Y por qué se nos envía a nosotros? —Me miró ansiosamente—. Oíste a D’Aubigny: la reina será bien recibida si regresa a Escocia, ¿por qué, pues, esta farsa de venir a encontrarnos con los enviados escoceses? La reina debe de estar atemorizada por algo. ¿Qué secretos comparte con su segundo marido, el conde de Angus?
—El niño muerto —respondí—. Alexander, duque de Ross. Aquí hay algo misterioso.
Benjamin golpeó la superficie de la mesa con sus dedos:
—Es verdad —dijo—, me preguntaba…
—¿Qué, maestro?
—Nada —replicó—. Justo una reflexión sin sentido. —Apoyó su cabeza entre sus manos y me miró fijamente—. Aunque sé cómo Selkirk y Ruthven murieron. Con todo, he de continuar reflexionando, seguir investigando, poner en orden mis deducciones. Una cosa es cierta, no podemos seguir con la comitiva de la reina Margarita. Ya hemos sido advertidos por la rosa blanca que dejaron en nuestra habitación. ¡Ha llegado el momento de dejarlo!
—¡No podemos regresar junto a tu tío! —me mofé.
Benjamin hizo un mohín.
—¡Oh, no, eso no, Roger! Hemos de separarnos. Agrippa tiene en su poder autorizaciones en blanco y cartas del cardenal. Regresaremos a Royston por un tiempo pero seguidamente será Escocia para mí y Francia para ti. ¡París, mejor dicho!
—¡Francia! ¡París! —grité—. Maestro, a buen seguro que no.
Benjamin me asió de la mano:
—Roger, aquí hemos acabado. ¿Qué más podemos descubrir? Hasta ahora fuimos a donde otras personas nos enviaron, se nos dijo de ir allí, de ir allá, como niños extraviados. Llegó el momento de comenzar a controlar algo los acontecimientos y a hacer lo que no se espera.
—Pero ¿por qué Escocia? —inquirí—. ¿Y por qué París?
—Nuestro asesinado Oswald mencionó algo sobre Kelso. Algunos escoceses huyeron a esa abadía y a Flodden.
—¿Y París?
—Selkirk vivió allí. ¿Recuerdas que habló de la taberna Le Coq d’Or? ¿Conoces algo de francés? —me requirió.
—Un poco —repliqué— que entresaqué de una cartilla. De cualquier modo vayamos juntos.
Benjamin se puso serio.
—No podemos perder tiempo. Estarás más a salvo en París que en Escocia. El conde de Angus no se atreverá con el sobrino del cardenal, y los franceses no tienen ningún interés en este asunto. De modo que estarás más seguro, con tal de que mantengas tu secreto y evites todo contacto con cualquier enviado inglés allá. Para que nadie tenga que ver contigo. Fíjate, tienes que estar en Francia a principios de diciembre. Iré a tu encuentro en Le Coq d’Or hacia el cuarto domingo de Adviento. ¿Irás?
—Sí —respondí, y añadí mi egoísta segunda intención de que las prostitutas de París eran las más hábiles del mundo mientras que las copas de clarete eran tan baratas como el agua.
Retornamos al castillo sin ningún incidente y dormimos tranquilos en nuestro aposento. A la mañana siguiente, Benjamín se levantó temprano y dijo que deseaba observar cómo trabajaban los escribientes en el scriptorium. Volvió una hora más tarde como gato que se relame de la leche robada. Le pregunté el motivo, pero él se limitó a sonreír, a agitar la cabeza y a decirme que me lo diría en el momento preciso. El castillo ahora estaba más activo que un panal. Los escoceses, cumplida su misión, empaquetaban sus cofres y baúles preparándose para la partida con intención de dirigirse con su salvoconducto a Yarmouth donde sus barcos los llevarían de regreso al puerto de Leith, en Edimburgo. El doctor Agrippa, que sorprendentemente hasta ahora no se había entrometido en nuestro camino, ya no nos dejaba ni a sol ni a sombra. No hicimos alusión alguna a Oswald ni a su muerte; parecía totalmente ajeno a esa cuestión, pero sí interesado por saber nuestra conversación privada con lord D’Aubigny. El conde de Angus tampoco nos había olvidado. Los dos asesinos, Corin y Alleyn, se pegaron a Agrippa como canes a su nuevo amo y a donde iba éste allí le seguían. Al mago no parecía importarle, especialmente porque los dos miembros del clan parecían estar muy amedrentados por él, lo que no era óbice para que no dejaran de observarnos a Benjamín y a mí como dos gavilanes lo harían sobre unos polluelos y como si saborearan la comida que les iban a deparar.
Al día siguiente Agrippa anunció que debíamos emprender nuestra partida y nos marchamos sigilosamente de Nottingham tomando la ruta del sur. Detrás de nosotros, brincando como dos lobos blancos, trotaban Corin y Alleyn, inconscientes, al parecer, de los kilómetros que íbamos cubriendo, y seguían detrás de nuestros caballos como callados menesterosos, sin murmurar ni protestar. Cuando pernoctábamos en alguna taberna, ellos encontraban acomodo en las dependencias externas, protegiéndose uno al otro como dos animales. Si Agrippa daba alguna orden obedecían con malos modos, pero en ocasiones les sorprendí vigilándome y me estremecí al advertir la alegría que manifestaban sus gélidos ojos azules.
Encontramos a Royston muy semejante a como lo dejamos. Por supuesto, la reina Margarita y Catesby nos interrogaron, poniendo particular atención en el aspecto que tenía D’Aubigny, en lo que dijo y en cómo nos trató, hasta que mi cabeza trastrabilló con sus continuas y triviales preguntas. Me pareció extraño que no hicieran alusión ni por una vez a las misteriosas muertes de Selkirk y Ruthven; tuve la clara impresión de que ambos se sintieron aliviados por lo que oyeron. Sin duda, Catesby parecía muy impresionado y ambos, él y su reina, anunciaron sin rebozo que regresarían a Escocia lo antes posible.
—¡Volveremos a Londres! —proclamó Catesby con solemnidad—. Reordenaremos la casa de la reina, recogeremos nuestros enseres y, cuando el consejo de los lores escoceses envíe su salvoconducto, viajaremos al norte, a la frontera.
En aquel momento Agrippa parecía preocupado, preso de gran ansiedad.
—¡Y Les Blancs Sangliers! —declaró Agrippa en son de protesta—. Las muertes de Selkirk y Ruthven, sin mencionar la de Irvine… ¡deben ser investigadas y vengadas!
—¡Tonterías! —replicó Catesby, y señaló a los dos asesinos del conde de Angus que éste había mandado al sur—. Tenemos bastante protección. Dejad a los partidarios de la casa de York que hagan sus conjuras en sus secretos reductos. Tales cuestiones ya no nos conciernen.
Andaba yo pasmado como nadie por la repentina resurrección de optimismo de Catesby. También había notado cómo Corin y Alleyn, una vez llegados a Royston, se mostraban leales a él aunque obedecían a Agrippa, lisonjeaban abiertamente a Catesby y la reina Margarita, con un servilismo que contradecía su previa actitud amenazadora y sus intenciones hostiles hacia mi persona y la de Benjamín. Agrippa, no hay que decirlo, alzó de nuevo su protesta.
—Existen todavía cuestiones que requieren ser resueltas —bramó furiosamente.
Catesby ridiculizó sus sugerencias y la reina Margarita jubilosamente las escarneció.
—¡El consejo desea mi retorno! —anunció ella pomposamente—. Mi joven hijo el rey ansía ver a su madre. Sin duda —añadió astutamente—, el bueno de mi hermano no creará obstáculos entre una reina y su trono ni entre una madre y su hijo. —Se volvió hacia nosotros, moviendo plácidamente su grueso trasero sobre el bruñido asiento de su silla—. Maestro Benjamin —alzó la voz que generaba un eco a través de la sala capitular—, ¡vuestro tío el cardenal no puede oponerse! Después de todo, comunicaré cómo vuestra misión en Nottingham ha tenido gran éxito.
—Graciosa Majestad, he de agradecéroslo, no obstante he de convenir con el doctor Agrippa en que todavía hay cuestiones sin resolver —replicó fríamente Benjamin.
—¿Como cuáles?
—Los versos de Selkirk y su muerte. El asesinato de Ruthven y la violenta desaparición de Irvine, el enviado especial del cardenal en Escocia.
—¿Y cómo se pueden resolver estas cuestiones? —preguntó ella dulcemente.
La mirada de Benjamin sostuvo la de la reina.
—Me desplazaré solo a Escocia —dijo sin inmutarse—; mientras, que Shallot viaje a París. Puede que en Escocia halle algunas respuestas. En Francia no es imposible que Shallot descubra la verdad oculta tras las extrañas premoniciones de Selkirk —sonrió—. ¿Su Graciosa Majestad se opone a ello? Acaso formemos parte de su comitiva, pero nuestra labor se halla bajo las órdenes directas del cardenal.
Por supuesto, la zorra real asintió. Esbozó una sonrisa afectada. Agrippa, aunque al principio puso objeciones, consintió con reticencia firmar los despachos y desembolsó la plata requerida para nuestros desplazamientos.
El resto del séquito de la reina Margarita no se enteró, ocupados en los preparativos de su propio traslado a Londres. Los Carey me miraron con ferocidad, Scawsby me hizo mofa interesándose sarcásticamente por mi salud mientras Melford cada vez que su mirada se cruzaba con la mía, deslizaba la mano a la daga en su cintura. La actitud de Moodie era distinta. Se había retraído y parecía asustado. Antes de que Benjamin y yo nos fuéramos fue en mi busca llevando un pequeño paquete en la mano:
—¿Vais a París? —me preguntó.
Dije que sí con un gesto.
—¿A la taberna Le Coq d’Or?
—Sí —respondí—. ¿Por qué?
Con expresión compungida, Moodie me entregó el paquete que llevaba:
—En una calle cercana —masculló—, en el Signo de Morfeo, de la calle de los Monjes, ¿me dejarías esto? Es para… —Miró hacia otro lado confuso—. Es para madame Eglantine que va de visita por allá. La conocí en cierta ocasión, se trata de un obsequio.
Posé mi vista en el sacerdote e hice un gesto de inteligencia a Benjamin.
—No faltaría más —fue mi contestación—. Incluso los sacerdotes tienen amistades, sean éstas masculinas o femeninas.
(De nuevo interviene mi capellán, protestando como si fuera tan casto como la nieve impoluta. Menea su pequeño trasero sobre el taburete: «¡Tengo que suponer que Moodie va a resultar ser el asesino!», dice como si lanzara un gañido. Le digo al pequeño bastardo que cierre la boca. Más terrores, más misterios y más secretos han de acontecer como él nunca podría imaginar. Algo que, de haber ocurrido doscientos años antes, ¡se habría visto anunciado ante la cruz de San Pablo, habría sacudido el trono de Inglaterra y escandalizado las cortes europeas! Bien, eso basta para hacer callar al pequeño bastardo. Dicho lo cual puedo proseguir con mi historia).
Benjamin y yo abandonamos Royston la última semana de noviembre, cuando los días se acortan y la luz solar desaparece pocas horas después de mediodía. La niebla había surgido de una campiña ahora endurecida y oscura bajo una escarcha inclemente. Alcanzamos el cruce de caminos. Miré a Benjamin cariacontecido.
—¿Nos separamos aquí, maestro?
Miró a su alrededor como para asegurarse de que Agrippa o ningún otro espía estuviese acechando entre los setos y movió la cabeza con repugnancia.
Los latidos de mi corazón se aceleraron.
—Así pues, no he de ir a Francia.
—En su momento, Roger; aunque seguramente ya te habrás dado cuenta adonde hemos de ir primero.
—Maestro, no me encuentro de humor para enigmas. Tengo frío y mis temores se acrecientan por horas. ¡Por Dios que desearía que toda esta cuestión ya estuviese finalizada y nos halláramos de retorno en Ipswich!
Benjamin me dio unos golpecitos en la espalda.
—Escúchame, Roger —explicó—, en el palacio de Sheen yace el cadáver de Jacobo de Escocia. Ya hemos visto a la reina Margarita en fúnebre duelo por su esposo; poseemos el enigma de Selkirk sobre el león que rugió aun estando muerto; el relato de Oswald, el bandolero, indicando haberse descubierto más de un cadáver real en Flodden… —Benjamin movió su cabeza—. Sé que no dijo exactamente esto pero estaba implícito en sus palabras. Por encima de todo tenemos su extraña referencia a Kelso. Roger, estoy en la creencia de que todos estos misterios están relacionados con la muerte del rey Jacobo en Flodden. Por tanto, hemos de examinar el cadáver depositado en Sheen.
—¡Por las barbas de Satanás! —exclamé—. ¡No podemos sin más dirigirnos al palacio de Sheen y pedir que nos dejen ver el cadáver real!
Benjamin extrajo de su cartera los despachos de Wolsey:
—¡Oh, sí que podemos, Roger! Estos despachos nos autorizan a ir donde lo creamos oportuno. Ordenan a todo funcionario de la corona, por lealtad al soberano, brindarnos ayuda y asistencia.
—¡Ah, bueno, maestro!, si me lo pones de este modo, huelga decir que todo cobra sentido.
(Ya tenemos a mi pequeño capellán-escribiente riéndose a tontas y a locas al verme asustado. Olvida que puedo inclinarme de lado en este gran sitial y propinarle un gran pescozón por la espalda. Pero pensándolo bien, no lo haré. Tiene razón. Estaba aterrorizado y mi temor provenía de los desconocidos terrores que aún habían de llegar).
Nos encaminamos hacia el sudoeste para tomar la antigua vía romana que transcurre desde Newark a Londres. Benjamin tenía otro motivo para este repentino cambio de plan.
—Verás, Roger —comentó—, esperan que tomes la ruta para Dover mientras yo voy con destino a Escocia. Si alguien está preparando una emboscada o algún asesino furtivo se halla al acecho en una taberna, su espera será tan prolongada como infructuosa.
Desventurado Benjamin, así de inocente podía ser. ¡Olvidaba que debíamos viajar de regreso!