Capítulo 3

¡Palabras proféticas las mías! El día siguiente amaneció claro y soleado. Un sol cálido iba disipando la neblina fluvial cuando Melford entró fanfarroneando en nuestro aposento, y anunció:

—El cardenal desea veros a los dos. También ha ordenado que de camino os muestre algo.

Podéis tener la seguridad de que estaba adivinando lo que iba a ocurrir cuando recogimos nuestras capas y seguimos a Melford fuera de la Torre. Mis peores temores se confirmaron cuando, en lugar de tomar una barcaza, Melford, a grandes zancadas delante de nosotros, nos llevó por Aldgate arriba hacia las malolientes callejuelas de la city. Benjamin se me acercó.

—¿Qué crees que puede pasar, Roger? ¿Adónde nos lleva Melford? ¿Estará mi tío el cardenal enojado? Yo no soy ningún asesino.

—¡Oh, estoy seguro de que no hay nada por qué preocuparse! —mentí—. Melford querrá enseñarnos las maravillas de la city, tal vez nos compre alguna golosina y una tarta en una casa de comidas. Quizá vayamos a visitar el patio de los osos o a beber en alguna taberna bien abastecida.

Mi maestro sonrió, disipándose la nube que oscurecía su rostro. Miré para otro lado con desespero. (Era, en ciertos aspectos, ¡de una inocencia desesperante!). Pasamos por St. Mildred’s Church, Scalding Alley y Poultry Compter. Señalé la mansión próxima a Walbrook que recientemente adquirió Tomás Moro y las casas de otros dignatarios de la corte. Yo tenía que ir hablando para serenar mis nervios. Atravesamos Cheapside, donde los destartalados tenderetes de los miserables mercaderes cobijaban aprendices gritones que nos ofrecían hilados llamativos, gorros campanudos, y otras fruslerías.

Mi maestro, campesino al fin y al cabo, se detuvo en uno de los tenderetes, pero Melford dio media vuelta y retrocedió, la mano puesta en la daga. Benjamin, al reconocer la irritación en su mirada, dejó el objeto que estaba inspeccionando y emprendió la marcha.

Por fin llegamos a Newgate Prison, el horrible e inmenso presidio construido en la vieja muralla de la city: una espantosa visión que no mejoraban los hedores y las humaredas de los vecinos mataderos, el sumidero del centro de la calzada estaba obturado por la basura. El hedor era tan pestilente que Melford extrajo sus sustancias aromáticas de su alforja y se las llevó a la nariz. Un numeroso gentío se había congregado, los ojos puestos en las puertas de hierro del presidio. Sonó una trompeta, su estridencia enmudeció a la turba antes de que la verja se abriera a un gran rugido de la multitud. Hasta los vendedores callejeros, que transportaban sus carretas cargadas de cestos de pan, de carne cocida y de frutas, dejaron de preocuparse por su comercio y miraron hacia arriba.

Vi un caballo con tres plumas negras agitándose entre sus orejas. Redobló un tambor; por cada uno de sus redobles el clamor del entorno guardaba silencio. La multitud iba apartándose a medida que Melford trataba de abrirse paso. Vimos que el redoblante iba delante de un caballo que tiraba de una carreta rodeada de guardias con alabardas a medio abatir. El cochero vestía de cuero negro de pies a cabeza, le cubría el rostro una máscara anaranjada con agujeros para los ojos y la boca que llevaba atada con unas cintas. La carreta era grande y la decoraban los símbolos de la muerte. En medio destacaba un hombre de pie, de cabello pelirrojo rielando a los reflejos del sol. Junto a él un sacerdote murmuraba oraciones para los que van a morir. ¡Oh!, evoqué mi proceso en Ipswich. De sobras conocía yo el terror que se avecinaba.

Fisgoneé entre las tablillas del carro y avisté el féretro de pino. La cara de mi maestro se tornó cerúlea. Pensé que iba a desvanecerse e incluso que saldría corriendo, pero Melford se hallaba ahora entre nosotros dos, urgiéndonos a que siguiéramos a la carreta de la muerte. Así lo hicimos, como acompañantes del duelo, mientras el cortejo caminaba lentamente hasta desembocar en Elms, en Smithfield, y se detuvo en el Ángel para dar una cerveza al condenado.

Tenía el aspecto de necesitarla; su cara era una máscara enrojecida por las magulladuras. Apenas podía tenerse en pie: se advertían crueles verdugones en sus espaldas desnudas y uno de sus brazos colgaba descoyuntado de su articulación. Por fin el carro se acercó a un patíbulo de tres secciones, montado en una alta plataforma, cercano a una carnicería donde se había dispuesto un buen trozo de carne descuartizada. Otro verdugo, con un sucio delantal y cojeando por la plataforma, colocó el lazo corredizo en el cuello del prisionero. El cochero de la máscara anaranjada fustigó al caballo y arrancó, dejando que el infeliz se balanceara en el aire. Inopinadamente la multitud arrojó rosas blancas y un pilluelo saltó hasta las piernas colgantes del traidor. El chico tiró de él hacia abajo con tal brutalidad que, incluso desde donde me encontraba, oí el golpe seco del cuello al quebrarse. El pilluelo dio un salto y salió de estampida.

Benjamin se volvió y vomitó, provocando una silba por parte de unas cuantas viejas arrugadas que se habían reunido para presenciar el espectáculo: estaban decepcionadas porque no fueron necesarios los castigos adicionales de decapitación, castración y destripamiento. Melford, mostrando también su propia decepción, se volvió, chasqueó los dedos y dio una orden cortante, indicándonos que debíamos proseguir.

—Esto era una advertencia, ¿verdad? —susurró Benjamin secándose la boca con el dorso de la mano.

Alabé su perspicacia. No obstante, dejadme que lo asegure, mi maestro no era un pobre mentecato, sino simplemente un inocente en los malvados caminos del mundo. Lo admito abiertamente dado mi propio terror. Me sentí desfallecer por el calor, por el gentío y por la visión de aquel cadavérico y crispado cuerpo.

Llegamos a Westminster. Melford iba enseñando las credenciales de Wolsey a varios oficiales hasta que un mayordomo, que lucía la librea del cardenal —tres capelos ornados en fondo escarlata— nos condujo escaleras arriba a los reales apartamentos. Nos cruzamos con más guardias y más preguntas hasta llegar a una gran puerta claveteada de tachones de hierro y abierta de par en par. Por ella entramos en una lujosa antecámara: grandes sillas y escritorios tallados, mesas finamente labradas con finas patas y tableros hábilmente recubiertos de plata y topacios. Mis dedos se escapaban de mis manos por acariciar tantos objetos de valor, pero Benjamin y yo fuimos conducidos ante el cardenal. Estaba sentado en su silla, parecida a un trono, enfundado en su sotana púrpura. La luz oscilaba sobre la amplia cruz de su pectoral que pendía de una cadena que colgaba de su cuello y resplandecía a porfía con los diamantes que cubrían sus dedos.

Por todas partes bullían los escribanos, llevando montones de documentos y se desprendía un olor a cera nueva y a resina, puesto que el cardenal estaba sellando credenciales y libramientos que decretaban la vida, el poder, la libertad, la prisión, el exilio y hasta la muerte sangrienta en Tower Hill, o en Smithfield Common. Wolsey levantó la vista y nos miró con fijeza, con sus pequeños ojos duros como el pedernal. De sobras sabía yo lo que el salmista quiere decir cuando describe el temor que es capaz de convertir las entrañas en agua. En aquella ocasión, las mías estuvieron a punto de experimentarlo y en mi interior di gracias a Dios por llevar unos pantalones gruesos marrones que no me dejarían ponerme en ridículo. El cardenal cogió una campana de plata de un escritorio que tenía junto a él y la hizo sonar gentilmente. Un toque a rebato no hubiera causado tal efecto: todos los escribanos detuvieron sus quehaceres y la cámara se sumió en el silencio. Wolsey murmuró unas palabras y sus sirvientes se esfumaron con la rapidez de los campesinos ante los recaudadores de impuestos.

Luego que salió, la cámara conservó su silencio a no ser por el zumbido de las insolentes moscas y por el bullicioso encrespamiento del lebrel predilecto del cardenal en un rincón bajo un tapiz rojo y gualda. Benjamin se quitó el sombrero, dedicó a su tío su más majestuosa y cortesana inclinación y yo seguí su ejemplo. El cardenal nos estudió detenidamente mientras su lebrel se dirigía a engullir los restos de comida de un plato de plata.

—Benjamin, Benjamin, mi querido sobrino.

Melford se acercó, susurró algo al oído del cardenal, nos hizo un amargo visaje y silenciosamente se escabulló de la cámara. Hecho esto, penetraron sigilosamente el doctor Agrippa y sir Robert Catesby, que se sentaron uno a cada lado del cardenal. Una vez más se volvió para hacer sonar la campana: un criado entró llevando una bandeja incrustada de gemas. Traía cinco esbeltas copas venecianas con los bordes de plata. El criado las colocó en una mesa junto a Wolsey y se marchó. Solícito, el mismo cardenal nos sirvió el helado vino de Alsacia y nos ofreció un plato de fiambres. Regresó a su silla, pasando junto a nosotros entre los susurrantes frufrús de sus perfumados ropajes púrpura y animándonos a que comiéramos. Nada me fue más agradable que obedecerle, bebiendo ruidosamente de la copa y engullendo las delicadas golosinas. Una vez hube terminado, sin importarme que Wolsey estuviera mirándome fijamente, también comí lo de mi maestro dado que Benjamin había perdido el apetito. (Puede que sea medianamente tímido pero no me agrada verme amenazado y estaba decidido a ocultar mis terrores de todos aquellos que se asemejaran a Wolsey). El cardenal sorbió de su propia copa, tarareando en voz baja al compás de algún himno.

—¿Visteis morir a Compton? —preguntó repentinamente.

Benjamin hizo una afirmación con la cabeza.

—Era innecesario, tío.

—Yo juzgaré sobre lo que es necesario o no —le espetó el cardenal—. Compton era un traidor. —El cardenal se arrellanó en su asiento y se mojó los labios—. Existe una relación entre su muerte y la de Selkirk.

—¿Cuál fue su crimen? —preguntó Benjamin.

—Compton, miembro de Les Blancs Sangliers, compró un ungüento venenoso a un brujo y untó las paredes de la cámara real con él, esperando con ello matar al monarca. Fue prendido, interrogado, pero no reveló nada. Muy similar —concluyó muy enojado Wolsey— a tus reuniones con Selkirk. No descubriste nada y ahora nos hallamos ante un rompecabezas: ¿cómo puede un hombre encerrado en una habitación ser asesinado, sin que se encuentre vestigio alguno de la pócima? ¿Y cómo el envenenador pudo entrar y salir? —El cardenal se retorció en su asiento—. Como el doctor Agrippa explica, el envenenador debía estar allá para depositar la rosa blanca. Supongo que en la ejecución de Compton verías a algún bastardo arrojar rosas como aquéllas al patíbulo.

—Tal vez fuese la misma persona —proferí bruscamente.

—¡Callaos, idiota! —rechinó el cardenal.

—¿Fue Compton interrogado por los verdugos del rey? —preguntó Benjamin.

—Naturalmente.

—Y, querido tío, ¿habéis sacado algo en claro?

—No, en modo alguno.

—Entonces, queridísimo tío, creo que es un error imputarme mi falta de éxito con Selkirk. Después de todo, no dispuse más que de diez días. —Benjamin dejó que sus palabras hicieran mella en el cardenal.

Miré de hito en hito al doctor Agrippa, que se sonreía para sus adentros mientras Catesby apartaba la mirada irritada hacia otro lugar. Benjamin, hábilmente, extrajo el pedazo de pergamino de debajo de su jubón.

—Antes de que prosigáis vuestra crítica, ciertamente encontré alguna cosa. Selkirk ocultó esto en el muro de su prisión.

Wolsey casi arrancó el documento de la mano de Benjamin. Ni siquiera dejó que Catesby o Agrippa echasen una mirada al pergamino mientras murmuraba en voz alta sus palabras, y seguidamente miró con detención a Benjamin.

Tres menos de doce tienen que ser,

El rey a quien ningún príncipe engendró.

El cordero reposó

En el nido del halcón,

Rugió el León,

Que ya había muerto.

La verdad Ahora se Halla

En Manos Sacras,

En el lugar que alberga

Los huesos de Dionisio.

—¿Qué significa esto? —preguntó entregando el pergamino al doctor Agrippa, que lo leyó y se lo pasó a Catesby.

—Sólo Dios lo sabe, tío —respondió Benjamin—. Pero creo que los secretos que Selkirk conocía están contenidos en esos versos.

Wolsey cogió la campana de plata y la hizo tintinear. Su escribano mayor regresó con pasos escurridizos a la cámara. El cardenal cogió el pergamino de Catesby y se lo pasó a su sirviente.

—Copiadlo cuatro o cinco veces. Aseguraos de que no haya errores y mandad al escribano que lo descifre, lo estudie cuidadosamente y vea si contiene algún mensaje codificado.

El escribano mayor hizo una inclinación y se volvió por donde había venido. Wolsey miró de soslayo al doctor Agrippa y a Catesby.

—Caballeros, ¿tienen esas palabras algún significado para vosotros?

Agrippa negó con la cabeza, sin dejar de mirar a Benjamin, y yo capté cómo el doctor caía en la cuenta de que mi maestro y yo no éramos lo necios que se había imaginado. Catesby se había quedado sin habla y se limitó a hacer un movimiento de cabeza. El cardenal se inclinó hacia delante, radiante de satisfacción por su dilecto sobrino.

—Maestro Benjamin, has obrado con acierto, pero todavía hay más.

¡Ay, Señor!, pensé. Me desagradaba estar en la proximidad de los grandes de este mundo. Pero también me preguntaba qué hubiese pasado si Benjamin no hubiera descubierto el manuscrito secreto de Selkirk. El cardenal se colocó al borde de su asiento con ademán conspirador.

—Dentro de pocos días, en la festividad de San Lucas, la reina Margarita saldrá de la Torre para viajar hacia el norte, a Royston, con destino a una residencia real a las afueras de Leicester. Permanecerá allí hasta que se reúna con los enviados de Escocia que se encaminan al sur para discutir su regreso a Edimburgo. Recibiréis a estos emisarios de parte de la reina Margarita y prestad atención a lo que ofrezcan —Wolsey miró fijamente a su sobrino—. Y hay algo más. Selkirk fue muerto por alguien de la Torre. No sé cuántos miembros del séquito de la reina Margarita pueden ser a la vez miembros de Les Blancs Sangliers. Tenéis que descubrir quiénes son. Cómo y por qué asesinaron a Selkirk y, por encima de todo, qué misterios se esconden en el poema de Selkirk.

—Cualquier miembro del séquito de la reina puede ser un simpatizante de la casa de York —corroboró el doctor Agrippa—. No olvidemos que el viejo Surrey, el vencedor de Jacobo en Flodden, en otro tiempo luchó en el bando de Ricardo III. Podrían, yo no lo dudo, haberse integrado en el séquito de la reina y marchar a Escocia con el fin de tomar parte en una nueva conjura.

—¡Entonces hagámosles que se descubran! —señaló Wolsey—. Proclamad que habéis encontrado el poema de Selkirk, buscad la oportunidad para leerlo ante toda la compañía, y ved lo que ocurre.

No puedo olvidar la extraña mirada de Ruthven y estuve de acuerdo con el consejo de Wolsey, aunque me preocupaba más la suerte que correría mi propio pellejo. La máxima de Shallot es, fue y siempre será: «Mira por ti mismo y todo andará bien».

—Aún hay algo más —intervino Catesby—. Uno de los agentes de mayor confianza del cardenal en Escocia, un tal maestro John Irvine, está de camino hacia el sur. La información que trae es de tal importancia que ni siquiera la tiene consignada por escrito. Ahora bien, como la residencia real de Royston se halla en las proximidades del priorato de Coldstream, yo mismo he dado instrucciones a Irvine para que se encuentre con vosotros el lunes siguiente al día de San León Magno. Irvine desvelará sus secretos. No digáis a nadie lo que os revele y se lo comunicáis directamente a Su Eminencia el cardenal.

Wolsey asió a Catesby por el brazo en el momento en que se abrió la puerta y el escribano mayor entraba en la cámara.

—Sí, hombre, ¿qué hay de la cuestión?

El escribano hizo una negación con la cabeza.

—Eminencia, el poema ha sido copiado, pero los escribientes no han podido descifrar código alguno en la escritura cifrada. Tengo también un mensaje. Su Majestad el rey os está esperando. —El individuo nos echó una mirada—. Y, naturalmente, también a vuestros huéspedes.

Me deprimí. No echéis en saco roto una norma del viejo Shallot: no os mezcléis con los príncipes. Para vosotros como siempre dicen, ellos lo son todo, pero para ellos vosotros no sois nada más que un peón de ajedrez, un mero bálago a merced del viento. Para decirlo con toda crudeza, no quería entrevistarme con el rey, ¡con su hermana que era mala, ya tenía bastante! Pero Wolsey se puso en pie, dio una palmada y Melford apareció en el dintel con dos alabarderos. El cardenal susurró unas instrucciones a Agrippa y Catesby para que se quedaran allí mientras los soldados nos condujeron a mi maestro y a mí fuera de la cámara. Descendimos las escaleras tras el cardenal, cruzamos un brillante y ajedrezado suelo blanco y negro y, abriendo una puerta, penetramos en los jardines reales. Eran una fiesta de color con sus árboles, sus lirios y sus macizos florales. En un rincón apartado se hallaba una pequeña peraleda aunque la primacía se la llevaba un cuidado bancal cubierto de rosas rojas cuyas flores brillaban al sol de la mañana.

Al extremo final del jardín se hallaba un amplio, bien cuidado y verde césped donde un grupo de personas vestidas de seda de color rojo, plata y rosa con encajes de oro hacían palidecer a las flores. Paños de linón se habían dispuesto sobre la hierba en torno de un surtidor de inmaculado mármol blanco. En aquel claro día otoñal, el rumor del surtidor sobresalía entre el amable zumbido de las conversaciones y las risas. La zona había sido delimitada con lienzos áureos de tres metros de altura en cuyo breve recinto estaba aposentado el rey, con los caballeros y las damas de su corte.

Enrique se levantó en cuanto se aproximó Wolsey y se quedó allí plantado, el pelo rubio rojizo peinado hacia atrás, las piernas abiertas, las manos en las caderas, un verdadero coloso de recios músculos bajo sus opulentos ropajes. En una ocasión vi al rey desde lejos pero ahora lo veía tan de cerca que podía comprender la razón de la universal admiración que se granjeaba: estaba ataviado con ropas completamente blancas resplandecientes a la luz del sol. Su cabello reluciente, bastante largo, le caía en densos bucles sobre los hombros. Cuidadosamente rasurado, su rostro lucía como metal precioso. Solamente sus ojos me causaron escalofríos más que atemorizarme, dominaban sobre la parte alta de sus facciones, estrechos y hundidos contra la luz del sol inspiraban poderío y arrogancia como entonces no había visto jamás.

El que aparecía ante nuestros ojos ahora era un muchacho antes de volverse demente y gordo, antes de que sus piernas se ulceraran y su real trasero se agrietase con hemorroides. Durante sus últimos años le colgaba la barriga como si de una marrana se tratase. Enrique se volvió tan obeso que tuvieron que fabricarle una silla especial para él, y tan irascible que tan sólo yo y su bufón, Will Somers, nos atrevíamos a aproximarnos a él. Naturalmente, ya sabéis que Enrique VIII fue asesinado. ¿Que no? ¡Oh, sí!, le mataron antes de colocar su henchido cuerpo en el féretro, presionando la tapa con tal fuerza que el cuerpo se dilató y reventó y vinieron los perros a lamer sus hediondos jugos. Pero esto pertenece al futuro. En esa ocasión en que le encontré por primera vez no hice más que quedarme petrificado, hasta tal punto que una de las damas que estaban detrás del rey se rió entre dientes y caí en la cuenta de que la escolta, mi maestro, e incluso el cardenal se habían prosternado y habían caído de rodillas.

—¿Nos habéis traído nuevos huéspedes, Tomás? —El tono de voz del rey manifestaba un leve grado de exasperación.

—Sí, Majestad —respondió el cardenal—. Os hablé de ellos con antelación, ¿lo recordáis?

El rey se volvió, dio una palmada y gritó algo en francés a sus acompañantes. Los hombres hicieron una inclinación, las mujeres una reverencia y fueron saliendo fuera del jardín con un frufrú de sedas y ráfagas de perfume. Reconocí a la reina Catalina de Aragón, melancólica y gorda, ataviada de azul marino con un collar de oro alrededor del cuello del que pendía un dije en forma de granada. La cara cetrina y los ojos oscuros aunque amables y dulces. También se encontraba allí Tomás Moro, cuya casa había mostrado a mi maestro; culto humanista, de facciones burlonas y mirada inteligente. El rey nunca le infundió la menor ilusión.

—Sabéis, Shallot —me indicó una vez—, si mi cabeza pudiese ganarle una ciudad en Francia, ¡las cosas tomarían otros derroteros!

En cierto modo, el infeliz Tom estaba en lo cierto; su cabeza cayó no por un castillo, sí por causa de una cortesana: Ana Bolena.

Cuando todos se fueron, Wolsey se irguió con la gracia de un bailarín. Hubiera ido tras él pero mi maestro me agarró del brazo y me lo impidió con un movimiento de cabeza. Miré hacia arriba. El lugar de ocio estaba ahora desierto, ocupado sólo por una dama vestida de rosa, de rubia cabellera, resguardada de los rayos del sol por un fino velo de linón blanco. Estaba sentada sobre una pequeña banqueta sorbiendo con fruición una gran copa de vino. La reina Margarita había salido de la Torre.

—Venid, Tomás, venid —la voz del rey era apremiante—. Decid a vuestros huéspedes que se acerquen. No podemos dedicar todo el día a esta cuestión.

Wolsey chasqueó los dedos. Benjamín se puso en pie, fue a arrodillarse ante el rey y le besó la mano. El rey le levantó murmurando unas cuantas palabras de salutación. Fui hacia allá, con la vista en el suelo, y extendí mi mano para asir la del rey, pero me topé con la nada. Alcé los ojos. El rey con el brazo prendido en el de Wolsey retornaba al lugar de ocio. Benjamín caminaba despacio detrás, haciéndome señas con la cabeza para que les siguiera. Lo hice, corriendo como un perro, ocultando silenciosamente mi mortificación. Al parecer, fui lo bastante bueno para morir por el rey en una de sus guerras, pero no para besar su mano. En aquel lugar del jardín, Wolsey se las arregló para sentarse junto al rey. Miré de soslayo a la reina Margarita. El rey infundía pavor, pero lo que es aquella mujer hubiese espantado a una pantera. Estaba moldeada de la manera más repelente por su semblante insidioso y por una mueca que ella debió imaginar que sería una sonrisa.

—¿El cardenal os ha dado ya sus instrucciones? —vociferó el rey a mi maestro.

—Sí, Majestad —asintió Benjamin.

—¿Vais a llevarlas a cabo?

—Con todas mis fuerzas.

Oh, Señor, hubiera deseado darle en la boca a mi maestro con mis manos. Allí estaba, como cordero entre lobos, comprometiéndose abiertamente (y lo que es peor, comprometiéndome a mí) en un empeño que podría arrastrarnos por el mismo camino que Selkirk y Compton habían recorrido. El rey hizo un gesto afirmativo y observó los rutilantes anillos de sus dedos como si le causara tedio esa gestión. Fisgoneé acercándome más, lanzando una mirada fulgurante al cardenal: tanto él como el monarca imponían por su solemnidad, pero aquello parecía una comedia de máscaras en la que Benjamín y yo representábamos el papel de bufones. Se estaban riendo de nosotros, si bien no tenía la seguridad de que la reina Margarita tomara parte en la farsa.

Finalmente el rey nos despidió y regresamos a palacio, donde Wolsey de repente nos empujó hacia una alcoba, gesticulando con la mano para que Melford siguiera adelante. El cardenal estaba tan cerca que pude ver las gotas de sudor perlar sus gruesas cejas y asimismo percibí el empalagoso perfume de sus ropajes de seda.

—No os fiéis de nadie —susurró—. Ni siquiera del doctor Agrippa. Debéis salir para el norte pero, tened en cuenta lo que os digo, vuestra misión va acompañada por la intriga, el misterio y el crimen más brutal.

(Ahora, descansando sobre mis almohadones y evocando el túnel de los años, sé que aquel viejo bastardo de cardenal estaba en lo cierto. El mismísimo diablo se lanzaría campo a través pisándonos los talones hacia el norte).

Tan pronto como nos liberamos del palacio de Westminser, nos dirigimos a la taberna de la Rosa como conejos asustados a su madriguera más próxima. Nuestro encuentro con el rey, la conversación sobre las conjuras con Wolsey y sus últimas advertencias no habían mejorado mi digestión y el aspecto lívido y descompuesto de las facciones de mi maestro me inspiraban poca confianza. En cuanto nos vimos ocultos en la umbría y fría taberna, hundidas las narices en nuestras copas de vino añejo, nos relajamos y nos sentimos mejor. El maestro Daunbey sacó fuerzas de mi calma, de mi osada actitud.

—¿Qué significado tendrá todo esto, Roger? ¿Envenenamientos, mensajes secretos, reuniones misteriosas y desplazamientos al inhóspito norte?

Miró el fragmento de pergamino que le entregó Wolsey que contenía una copia de los versos de Selkirk.

—¿Qué se esconderá en este, por tres veces, condenado poema? —preguntó—. Dionisio el griego. ¿Y cómo puede reposar un cordero en el nido de un halcón? ¿O rugir un león muerto? ¿Y qué es esa cuestión sobre tres menos de doce?

Pocas respuestas podía ofrecer, salvo un ruidoso eructo y un berrido pidiendo más vino añejo. La bebida calmó a Benjamín. Se volvió un tanto sensiblero y comenzó a farfullar acerca de una mujer llamada Johanna. Le pregunté quién era, pero no me hizo caso y, a los pocos minutos, cayó en un sueño desasosegado. Le dejé descansar porque yo había comenzado a interesarme más por las engatusadoras miradas de una mujerzuela del servicio. Me mostró más que una sonrisa en cuanto le deslicé algunas monedas de Benjamin y nos retiramos a una habitación del piso superior. He olvidado su nombre. No será más que polvo ahora y una memoria en el recuerdo, pero poseía unos ojos encantadores, largas piernas y los mayores pechos de Londres.

(¿Mayores que los de Fat Margot? Me pregunta mi capellán. ¡Oh, sí, como melones maduros! Tengo que golpear los nudillos del capellán; está excesivamente interesado en la concupiscencia de la carne).

Con todo, esta preciosa muchacha cogió mi dinero, aunque pienso que yo le gustaba más y pronto fue una boca febril sobre una carne cálida en un desenfrenado revolcón sobre la cama. Cuando desperté se había ido; y también más monedas mías. Me vestí y bajé. Benjamin seguía durmiendo en el reservado, de modo que le espabilé. Se despertó indiferente y tranquilo.

—Maestro —dije, como si hubiera estado allí toda la tarde—, el tiempo apremia, debemos regresar a la Torre.

Benjamin se restregó los ojos.

—Pronto nos ausentaremos de Londres. He de ver a Johanna.

—¿Quién es Johanna? —me lamenté—. Por el amor de Dios, maestro, estuve aquí haciéndote compañía, y estoy cansado y quiero irme a la cama.

—Roger, has de acompañarme —dijo presionándome el brazo.

Bien, ¿qué podía hacer? En el fondo soy un alma generosa, de modo que le seguí a King’s Steps y tomamos un esquife Támesis arriba. No pude sonsacarle nada, de modo que me senté al fondo de la barca y dejé a Benjamin con sus pensamientos mientras observaba las amplias carracas venecianas, los combados navíos hanseáticos y las barcazas profusamente decoradas de los nobles deslizarse como alciones a través del oscurecido Támesis aguas abajo hacia Westminster y el palacio de Greenwich. En la otra orilla, a la puesta del sol, dos piratas de río colgaban ahorcados, los cuerpos aún convulsos al extremo de la soga patibularia. Luego serían descendidos y atados al muelle durante tres días y tres noches como advertencia para otros depredadores fluviales. Giramos por un meandro y Benjamin se asomó hacia delante, murmurando unas instrucciones al remero. El esquife se acercó a la orilla y yo miré hacia arriba, hacia el hermoso convento de ladrillos blancos de las monjas de Sión.

—¿Johanna es monja? —musité.

Benjamin negó con la cabeza. Desembarcamos y subimos por la senda enarenada hacia la puerta del convento tachonada de hierro. Mi maestro tiró de la campanilla y se abrió una poterna. Benjamin volvió a susurrar, la monja de toca blanca sonrió y haciéndonos una seña nos franqueó la entrada. Fuimos conducidos por un claustro que bordeaba un patio cuajado de flores, y a lo largo de pasadizos encalados, a una habitación sin mobiliario a excepción de un banco, unos taburetes y una gran cruz de madera negra. La monja nos trajo dos copas de vino aguado, nos dejó solos, salió y cerró la puerta. Naturalmente, me embargaban las preguntas, pero el rostro de Benjamin se había vuelto frío e impasible, y se le habían borrado el color y la emoción. Pasaron diez, quince minutos antes de que la puerta volviera a abrirse. Entró una monja anciana acompañando a una muchacha que no tendría más de diecinueve o veinte primaveras. Tenía el cabello de un subido color rojizo bajo la oscura cogulla de su manto, su faz era ciertamente hermosa, de un blanco marmóreo con labios de capullo de rosa, pero sus ojos, aun siendo azules como el mar límpido, estaban vacíos, ausentes. Tropezó como si encontrara difícil caminar y, cuando Benjamin se levantó para abrazarla, se limitó a inclinar la cabeza dedicándole una turbada sonrisa.

Mi maestro la dejó sobre una de las banquetas y allí se sentaron juntos, Benjamin haciéndole caricias, arrimándose a ella, mimándola como un progenitor pudiera hacer respecto a su hija predilecta. La monja estaba observándoles mientras le oí susurrar dulces mimos si bien la muchacha apenas se movió, dejándose acunar gentilmente. Yo miraba pero desvié la mirada en cuanto percibí que las lágrimas resbalaban por las mejillas de mi maestro y sentí una pena impresionante en mi alma. Después de un rato la monja fue hacia Johanna y la separó de los brazos de Benjamin. Ella y Benjamin estuvieron susurrándose palabras de amor unos momentos, hasta que la puerta se abrió y Benjamin y yo nos quedamos solos.

No abrimos la boca hasta que atravesamos la puerta de la Torre, ya a solas en nuestra habitación. Ya entonces Benjamin se había repuesto.

—¿Quién es esa muchacha, maestro?

—Johanna Beresford —murmuró.

El nombre me hizo pensar.

—Había unos Beresford en Ipswich —repliqué—, un regidor del mismo nombre.

—Así es, exacto.

De repente recordé los rumores que había oído sobre Benjamin: habladurías acerca de que él había estado enamorado de la hija de un regidor.

—¿Qué ocurrió?

Benjamin se frotó la cara con las manos.

—Hace algunos años —empezó—, cuando fui nombrado funcionario de los tribunales en Ipswich, me enamoré profundamente de Johanna Beresford —sonrió lánguidamente—. Estaba muy mimada, como hija única de una pareja rica y ya mayor. De todos modos, llegué a divertirla y creo que me tenía un cierto afecto. —Mojó sus labios y miró a su alrededor—. Todo fue bien, al menos al principio. Fui recibido en casa de su padre donde pedí su mano —guardó silencio.

—Y entonces ¿qué ocurrió? —dije tratando de adelantarme.

—Vino a la ciudad el Tribunal de lo Criminal, los magistrados de Westminster itinerantes por Suffolk. El capitán de la guardia era un joven aristócrata, uno de los Cavendish de Devon. —Benjamin se mordió el labio—. Abreviando esta horrible historia, baste con que diga que Johanna se encandiló con este joven aristócrata. Claro, yo protesté, pero ella estaba enamorada. Ahora bien, hubiera podido aceptarlo; Johanna era de una familia honorable y hubiese sido una esposa respetuosa, pero Cavendish jugó con ella, la sedujo y la abandonó. Johanna enloqueció de dolor. Se desplazó a Londres, pero él se rió de ella, ofreciéndole alojarla confortablemente. No la trató mejor que a una mujer pública. —Benjamin me miró, ya no con la gentileza de ánimo que le caracterizaba. La cara lívida, la piel tersa, los ojos saltones y fieros—. ¡Johanna se volvió loca! Desesperados los padres intentaron reconvenir a Cavendish, pero los insultos que recibieron no hicieron más que acelerar su muerte. Antes de que les llegara la hora de la muerte la depositaron en las caritativas manos de las monjas de Sión y dejaron su dinero en depósito a la orden. El regidor Beresford me hizo jurar también que yo cuidaría de Johanna todos los años de mi vida —sonrió—. No se trata de un deber, Roger, sino de un deber sagrado: Johanna está trastornada, enloqueció de amor, está hecha un guiñapo por causa del deseo. Ahora podrás comprenderlo.

Y lo comprendo. Ahora sabía por qué Benjamin en ciertas ocasiones se apresuraba a ir a Londres para alguna gestión misteriosa. Por qué se mostraba tan tímido en compañía de las mujeres. Por qué siempre sobrellevaba ese terrible deje de tristeza, y por qué tuvo esa habilidad en tranquilizar a Selkirk.

—¿Qué le sucedió? —pregunté.

—¿A quién?

—A Cavendish.

Benjamin se frotó una mano con la otra.

—Bueno —tosió—, ¡lo maté!

Pongo a Dios por testigo que me subió a la garganta el frío del temor. He aquí mi gentil maestro, que se entristecía cuando pegaban a un caballo de tiro, ¡anunciando con toda la calma que había matado a un noble! Benjamin me miraba de soslayo.

—No —dijo agriamente—, no es lo que estás pensando, Roger. No hubo una celada, ni veneno en copa de vino ni saeta por la espalda. Puedo no llevar espada, pero aprendí esgrima con un español que había servido en Italia y luego huyó a Inglaterra cuando la Inquisición se interesó por él. La cosa es que busqué a Cavendish en una taberna londinense, y di con él, le abofeteé y le pregunté si era tan valiente con los hombres de Ipswich como lo había sido con las mujeres. Una mañana gris, en un campo de veinte metros con la hierba húmeda por el rocío, cerca de Lincoln Inn Fields, nos enfrentamos con espada y daga. Podría decir que sólo intentaba herirle pero sería una mentira. —Se encogió de hombros—. Lo maté limpiamente en diez minutos. Existe una ley contra los duelos, pero los Cavendish lo consideraron una cuestión de honor y dieron por bueno que él como caballero y yo no teníamos otra alternativa que batirnos. Mi tío el cardenal consiguió el perdón del rey y el asunto quedó zanjado —suspiró—. Ahora Johanna está loca y encerrada en Sión, Cavendish está muerto, tengo el corazón roto y debo mi vida al cardenal. —Se levantó y se desabrochó la capa—. Has pensado alguna vez, Roger —me dijo hablándome por encima del hombro—, ¿por qué te salvé del verdugo en Ipswich?

Sinceramente, nunca lo pensé, aceptando a Benjamin como a una persona sencilla, honesta y afable. Ahora, en aquella oscura habitación de la Torre, me di cuenta de que el viejo Shallot había estado equivocado tratando de esconder en su corazón el frío temor que le punzaba. Benjamin echó su capa sobre la cama.

—¿Y bien, Roger?

—Sí y no —titubeé.

Se arrodilló junto a mí. Me puse tenso, veía su pequeño cuchillo oculto en su mano. Sus ojos seguían llenos de ira en su pálido rostro.

—Te salvé, Roger, porque me eras simpático, y porque era tu deudor —sonrió de forma extraña—. ¿Recuerdas aquella bestia negra del maestro de escuela? Pero —me asió la muñeca aferrándomela como una esposa de acero— quiero que me jures ahora mismo ante Dios y ante mí que si algo me ocurriera a mí, ¡cuidarás siempre de Johanna! —Arrolló la manga y se hizo una herida en la muñeca con el cuchillo hasta que brotó una delgada y jugosa línea de sangre; seguidamente cogió mi muñeca y sentí el filo del cuchillo deslizarse como una navaja. No bajé la vista pero mantuve mis ojos fijos en los suyos. Una vacilación, un cambio de expresión, y hubiese sacado mi daga, pero Benjamin inocentemente forzó su corte al mío de modo que nuestras sangres se mezclasen, escurriéndose por abajo, manchando nuestros brazos y las almidonadas blancuras de nuestras camisas—. ¡Jura, Roger! —exclamó—. Jura por Dios, por la tumba que ha de acogerte, por la sangre que ahora se está mezclando ¡que siempre cuidarás de Johanna!

—¡Lo juro! —murmuré.

Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, se levantó, tiró el cuchillo al suelo, se tumbó en la cama y se enrolló la capa al cuerpo.

Esperé a que la sangre del corte en la muñeca se secara sin dejar de mirar a Benjamin.

Ahora, dejad que el viejo Shallot os dé una lección: ¡nunca presumáis de conocer a alguien! Benjamin no era el hombre que yo suponía que era. En realidad era muchas personas a la vez: el abogado bondadoso, el estudiante inocente, el camarada liberal… pero había en él un sesgo más hondo, más oscuro, incluso siniestro. Era un hombre que pugnaba por disimular extravagantes pasiones tras una apariencia infantil. Fuera de la Torre, un viento gélido del río aullaba y gemía como alma en pena. Me estremecí y me eché la capa encima. ¡Benjamin había matado a un hombre! «¿Volvería a hacerlo?», me preguntaba. ¿Fue su interrogatorio a Selkirk lo que le hizo evocar a Johanna y lo que le removió el demonio que emponzoñaba su espíritu? Al fin y al cabo, mi maestro fue la última persona que habló con el prisionero. Mi ánimo revoloteaba como un murciélago dentro del misterio que nos circundaba. ¿Por qué tuvo que morir el escocés? ¿Se prestaría Benjamin a hacer «cualquier cosa» para su tío? ¿Incluía también esa «cualquier cosa» el crimen? Ante todo, ¿estaba yo a salvo?

(Lo siento, debo detener el dictado de mi historia; mi capellán, el escribano, está saltando sobre su pequeño taburete).

«Decidnos, ¿quién mató a Selkirk? —exclama—. ¿Cuáles son los enigmas de su poema? ¿Por qué no decís llanamente la verdad y la dejáis tal cual?».

Le digo al pequeño renacuajo que se siente. Soy un narrador de historias y dejaré mi relato desplegado como una obra de tapicería. Al fin y al cabo, ¿por qué no? Todos los domingos mi capellán sube al púlpito y me aburre hasta la somnolencia con un sermón que alarga horas y horas refiriéndose a la concupiscencia y al libertinaje. Nunca se le ocurriría ponerse en pie y vocear: «¡Parad de fornicar, bastardos!», y seguidamente sentarse, ¡oh, no!, y mi relato es más interesante que cualquier sermón. Por lo demás, hay mucho más que contar: asesinato por el camino real, terror por las calles de París, muertes misteriosas, sutiles estratagemas y perversidades que harían al mismo viejo Herodes parecer inocente.

No sé si sabéis que años después le hablé al maestro Shakespeare sobre Johanna. Quedó muy impresionado por la historia y prometió incluirla en una de sus obras que hacía referencia a un príncipe danés que abandona a su amor y ella enloquece. Imaginé que me citaría de pasada, tomándome como referencia, ¡cuando menos como gratitud! Pero, oh, pobre de mí, ni pensarlo. Una señal más de los tiempos… ¡la relajación de las costumbres! ¡La ruina de la verdad! Bebí de mi copa y volví mi cara a la pared. En verdad, no hay por qué fiarse de nadie).