Capítulo 9
Entré en Dover de anochecida, cuando el cielo perdía su color y la lluvia comenzaba a abatirse sobre mi gorra emplumada. Me acomodé en una posada llena de pulgas. El mar empezaba a agitarse, y luego a rugir a instancias de una súbita y oscura borrasca. De madrugada el mal tiempo pareció remitir aunque el mar daba signos de no calmarse, quebrada su superficie por surcos y crestas que un alevoso viento desarbolado iba formando. Una chalupa me llevó al barco que cabeceaba fondeado en el puerto. ¡Oh, Dios mío, su aspecto era miserable, pequeño y frágil! Me pasé el día junto al ancla o, mejor dicho, aferrado a ella; la única vez en mi vida en la que de verdad he querido morir.
Al día siguiente el idiota del capitán hizo una singladura por alta mar. Me rendí. Permanecí en un rincón vomitando al compás del movimiento del barco que viraba entre las gigantescas olas. Me encomendé a todos los santos y, cuando desembarcamos en Harfleur, invertí gran número de horas reposando en una taberna del puerto. Pasados unos días mis condiciones mejoraron, el tiempo cambió espectacularmente, y me encaminé por los cultivados y fértiles campos de Normandía. Una semana de viaje para llegar a la puerta de San Denis y entrar en París. Al principio la ciudad me cautivó con sus espaciosas vegas y sus bosques de un verde oscuro cerca de las murallas. Los molinos, los castillos, los palacios edificados según el nuevo estilo italianizante con sus fachadas de piedra gris, elevadas ventanas de arco y elegantes columnas.
Mi conocimiento de la lengua francesa era bastante mejor de lo que Benjamín suponía. No me costó mucho encontrar mi camino a lo largo de los dos amplios bulevares y atravesando las callejuelas infestadas de ratas. París es una ciudad que bulle como una serpiente. Rebosa de intrigas y conjuras; los mercaderes estafarían la piel de un pordiosero. Mis reservas de dinero comenzaban a menguar, finalmente encontré Le Coq d’Or, un deslucido edificio de dos plantas en la desembocadura de un arroyuelo lejos del Grand Pont en el lado opuesto a la elaboradamente esculpida catedral de Notre Dame.
El propietario era un bergante metomentodo, un pobre de espíritu con un cabello hirsuto y grasiento y unas facciones cacarañadas como la senda que corría a lo largo de su deslucida taberna. Elegí una buhardilla dándomelas de estudiante inglés procedente de las aulas de Cambridge. Era el lugar en el que uno es aceptado por lo que uno asegura ser, dependiendo la valía personal del poco o mucho oro o plata que uno tenga en la bolsa. Después de dos o tres días compré al propietario una botella de su propio vino. El bellaco optó por una botija preciada y ya abierta que no era el habitual vinagre aguado que solía servir a la mayoría de sus clientes, y le pregunté sobre Selkirk. El cantinero me fulminó con la mirada y negó con la cabeza.
—No puedo recordar a todo el mundo, monsieur. —Una pieza de plata estimuló su memoria—. Ah, sí —respondió empañándome la cara de los efluvios del vino—, el doctor escocés, esmirriado y con el cabello pelirrojo despeinado. ¡Él y sus estúpidos versos! Pasó aquí algún tiempo. Pero otros goddams —es como los franceses suelen llamarnos a nosotros los ingleses— vinieron y se lo llevaron.
—¿En qué se ocupaba Selkirk? —pregunté—. Quiero decir, antes de que fuera arrestado.
El propietario hizo una mueca.
—Permanecía en su habitación, salía…
Me impacienté, dando muestras de enojo y el individuo se mojó los labios.
—Me parece que iba a San Denis. A la abadía, o a Notre Dame —se llevó un dedo sucio a los labios—. Llevaba siempre consigo un cofrecillo, deteriorado y viejo, por el que velaba como por su vida.
—¿De qué se trataba?
—No sabría decirlo.
—Los ingleses que vinieron por él, ¿dieron con el cofrecillo?
—No, no lo creo. Registraron su habitación y estaban furiosos porque no pudieron encontrar nada. Selkirk se reía ante sus mismísimas narices, dando saltos aquí en la taberna. Algunas de las cosas que decía carecían de sentido, de modo que le arrearon un mamporro en la cabeza y se lo llevaron. Eso fue lo último que vi de él.
Me fue imposible sonsacarle nada más, por lo que seguí mis indagaciones entre los otros clientes: un pordiosero que pedía lloriqueando limosna dentro del portal y un pícaro de pelo grasiento, pero sólo me repitieron lo que el propietario me había facilitado. La única clave (y una que ignoré en aquel momento) fue el interés de Selkirk por la abadía de San Denis en el norte de la ciudad. Estaba planeando ir allí cuando empecé a deslizarme por el resbaladero de los horrores.
Moodie me había dado un paquete. Naturalmente, lo había abierto y no encontré nada más que una pieza de costosa seda, color rojo sangre, orlada a cada extremo. Algo así como una faja de las que las señoras se ciñen alrededor de la esbelta y flexible cintura. Despedía un fragante perfume que inquietó mi memoria aunque no supe localizar su causa. De cualquier modo, aburrido por mi estancia en Le Coq d’Or, decidí llegarme a la tienda bajo el rótulo del mortero en la calle de los Monjes, y dejar allí el obsequio de Moodie.
(Sí, sí, mi pequeño capellán está en lo cierto. Ha fruncido sus amargos labios y adivinado mis verdaderas intenciones: si no hubiese estado tan aburrido, lo hubiera vendido. ¡Ojalá Dios me lo hubiese inspirado!).
Encontré la calle de los Monjes y entré en la pequeña botica, pero me llevé un chasco. No había allí ninguna madame Eglantine, sino sólo un vejete que charlaba como una cotorra. Tomó mi paquete y dijo que se lo entregaría a la dama la próxima vez que le visitase. Le dije quién era y dónde me hospedaba y no volví a acordarme del incidente. Dos días después, encontrándome en la taberna Le Coq d’Or, la cantinera, medio ebria, se echó sobre mí, achuchándome, con los dedos me cosquilleaba el escroto aunque yo adivinaba que iba tras mi bolsa. Mi mano estaba excitándole sus jugosos hombros y suculentos pechos que habían asomado fuera de un mugriento aunque muy descotado corpiño. Una llamada de la naturaleza interrumpió mi placer y salí fuera para acudir al lugar donde desahogarme, fuera de la taberna, consistente en un agujero en el suelo encerrado entre una empalizada de madera desastrosa y una puerta que se atrancaba desde dentro. Me encontraba yo allí acuclillado, avizorando mi futuro, cuando de repente la puerta se abrió de golpe de par en par. Tres figuras encapuchadas y con sombreros de ala ancha me agarraron y me apalearon como si fuese un perro. Ahora bien, nada hay en la vida más desvalido y ridículo como un hombre con los pantalones en los tobillos, la camisa levantada y la mente puesta en otras cuestiones. Los tres rufianes me estuvieron dando de puñadas, golpeándome la cabeza contra las tablillas de madera. No hay que decir que en respuesta luché como un jabato pero mi espada y mi daga estaban en mi buhardilla, ¿quién habría de oír mis gritos?
En el transcurso de muy pocos minutos mi cuerpo no era más que un montón de magulladuras de los pies a la cabeza. Dos de los rufianes se apoderaron de mí, me empujaron contra la estacada, y sólo farfullé unas palabras con horror cuando el jefe extrajo un largo y fino estilete y echó hacia abajo mi camisa dejando libre mi garganta. Dijo algo en francés sobre la botica y el rótulo del mortero. Vi centellear su maldad en la mirada, consciente de que hasta aquel momento tan sólo habían estado jugando conmigo: sus verdaderas intenciones eran matarme. Lancé otro grito más, no sé para quién. ¡A Benjamín! ¡A mi madre! ¡A mi nodriza! ¡A Wolsey! ¡A cualquiera! El arma blanca se aproximó aún más, cortándome parte del cuello, debajo de mi oreja izquierda.
—¡Soy demasiado joven para morir! —grité.
(Observo al pequeño bastardo de mi capellán riéndose de nuevo. ¿Creerá que es divertido? Ved, no soy ningún héroe y, si uno tiene los pantalones bajados y a tres rufianes dispuestos a matarte, ¡maldita sea si no lanzaríais más de un alarido!).
Cerré los ojos cuando de repente una verdadera montaña de hombre empujó la puerta del retrete que quedó deshecha. Lanzó un grito a mis tres asaltantes esgrimiendo un contundente garrote. No hicieron más que mirarle una vez y salieron de estampida saltando la valla como ratas despavoridas por el armazón de un barco que se hunde. Me limité a derrumbarme sentado sobre el barro y la suciedad. Aquel coloso se agachó a mi vera. Vi una cara ancha y campechana, una barba y un bigote encrespados.
—¿Quién sois? —murmuré.
Se incorporó, dejando ver el largo y pardo hábito de franciscano, el rudo cordón alrededor de su cintura y el crucifijo de madera prendido de un trozo de cuerda en torno a su cuello.
—Soy el hermano Joachim —anunció con voz de trueno.
—¿Sois sacerdote?
—Soy franciscano y maillotin.
—Lo de franciscano ya lo sé. ¿Qué es maillotin? —mascullé con mis labios ensangrentados.
—No importa.
Me puso en pie con sus grandes brazos, gritándome que me asease, luego me llevó a la taberna. Por orden suya el mozo de la taberna sacó un jarro de vino de barril y trajo un balde de agua. Joachim me lavó la cara, me limpió la porquería de mis magulladuras en tanto yo ansiosamente tragaba el espeso clarete. Tal vez hubiera debido darme cuenta de que había allí algo raro; la taberna se hallaba extrañamente silenciosa, la tabernera había desaparecido y el propietario parecía demasiado ocupado para atender a lo que sucedía.
—¿Necesitáis algo más? —preguntó Joachim.
—No —murmuré.
—¡Entonces me marcharé! —anunció el fraile con estrépito—. Tengo que llegarme al santuario del bendito Dionisio.
A pesar de mis heridas, me incorporé hacia él.
—¿Dionisio? —inquirí—. ¿Quién es?
—San Denis, ¡naturalmente! —me replicó con zumba el fraile—. Utilizo su denominación latina. ¿Conocéis el monasterio?
Me estrechó la mano y salió de la taberna. No volví a ver nunca más a este hombre que me salvó la vida. (No sé si sabéis que desde que el gordinflón de Enrique destruyó los monasterios, siempre tuve una amable inclinación hacia los franciscanos. No sólo por la amabilidad de Joachim, sino porque el azar de ese encuentro me pondría en camino de resolver los enigmas de Selkirk y los horribles crímenes que se sucedieron). Una vez que Joachim se marchó, el propietario mostró renovado interés por mí. Vino y estuvo ante mí con una expresión tragicómica.
—Monsieur, ¿habéis sido atacado?
—¡Oh, no! —le repliqué con sarcasmo—, tan sólo algunos asesinos a sueldo me han dado la bienvenida a esta ciudad dejada de la mano de Dios. —Me puse de pie—. Me voy a mi habitación.
—¡Monsieur! —El villano se me puso delante; dos de los matones que siempre mantenía en su taberna para atizar a los ruidosos parroquianos ahora se habían colocado a su espalda—. Monsieur, vuestra habitación ha sido saqueada. Por quién, no sabría decirlo. ¡Vuestro equipaje y vuestro dinero han desaparecido!
—¡Por las barbas de Satanás! —refunfuñé, pero el propietario, con los dos matones escoltándole, se desgañitó proclamando su inocencia.
Me fisgoneó más de cerca y me preguntó qué estaba haciendo un inglés en París.
—¿No seríais por ventura el puto de Selkirk? —dijo en un tono de sarcasmo.
(En aquel momento no sabía de qué me estaba hablando. Siempre fui, y lo seguí siendo, devoto admirador del bello sexo, pero luego que uno ha conocido hombres como Christopher Marlowe, no se puede fiar de nadie. ¡Oh, sí!, conocí a Marlowe el comediógrafo, y le ayudé a montar en escena su obra Eduardo II. ¡Pobre muchacho! Un buen poeta pero un mal espía. Estuve con él, no sé si lo sabéis, cuando murió. Lo apuñalaron de muerte en una reyerta tabernaria por causa de un chico guapo).
Bien, tuve que irme de Le Coq d’Or y me encontré sin un céntimo, muerto de frío en una callejuela de París sin equipaje y sin dinero. Pensé ir a San Denis, pero ¿para qué? De mayor urgencia era encontrar cobijo, con qué comer y con qué vestirme. Pensé en seguir a Joachim, pero me sentí fatigado, exhausto por la paliza recibida. De alguna manera, mi visita al rótulo del mortero había desencadenado la paliza, por lo que no osé volver por allá. Me acuclillé en aquella callejuela y recé para que Benjamín viniese.
¡Pobre Shallot! Solo en París, en una ciudad extranjera, a un paso del invierno, sin dinero, hambriento, sin ropa de abrigo que ponerme encima a excepción de lo que llevaba puesto. Al principio viví a salto de mata. Me convertí en un charlatán callejero: me maquillé, hurté una llamativa túnica recamada y, poco versado en la lengua francesa, fingí ser un viajero que había vivido recientemente en la fabulosa India y en Persia. Me coloqué en un extremo de uno de los puentes del Sena y empecé a contar, tartamudeando a mi manera, historias de selvas con árboles de una altura tal que horadaban las nubes.
—Allí habitan pigmeos cornudos que se trasladan en rebaños, ¡y son viejos a la edad de siete años!
Ganaba algunas monedas, de modo que me convertí en el más estrambótico de los humanos, sosteniendo que había conocido a brahmanes que se suicidaban en piras funerarias; a hombres con cabeza de simio y cuerpo de leopardo; a gigantes con un solo ojo y un único pie que corrían tan aprisa que sólo se les podía coger si caían dormidos en el regazo de una virgen. A medida que pasaban los días, mi ingenio se agudizó y mejoré el dominio de la lengua en el relato de mis historias. Había conocido amazonas que lloraban lágrimas de oro, panteras que podían volar, árboles cuyas hojas eran de madera, serpientes de cien metros de largo que tenían ojos de zafiro.
Pero un día se acabaron las historias y dejaron de caer las monedas, de modo que vendí mi túnica y reuní unos cuantos objetos: huesos, restos de escudillas, ollas de barro y otros andrajos por el estilo. Me convertí en vendedor de reliquias. Era el orgulloso poseedor del fragmento del vestido del Niño Jesús, de un juguete con el que jugó de niño (Benjamin se hubiera enorgullecido de ello), de un cabello de san Pedro que podía sanar tanto las dolencias de la médula como los dolores de garganta. Poseía el brazo de Aarón y, cuando alguien me puso en ridículo chanceándose de mí, cambié mi cuento y dije que tenía cenizas procedentes del fuego en el que quemaron al mártir san Lorenzo. Gané algunas monedas pero no las suficientes. París estaba lleno de bribones, tahúres, bandoleros, salteadores de caminos, jugadores de dados trucados, chulos, proxenetas, ladrones de caballos, matones, falsificadores de moneda: hijos predilectos de Mercurio, el de los pies alados, el embustero patrón de ladrones y políticos. En otras palabras, la competencia era muy dura y comencé a pasar hambre vagabundeando por los ennegrecidos riachuelos y las apestosas callejuelas.
Podrá ser París la que inspire a poetas y trovadores, pero yo no la recuerdo como la fabulosa Atenas de Occidente. Todo cuanto recuerdo de ella es un cielo gris y sombrío y el oscuro Sena presuroso bajo los puentes; las altas casas de agudos frontispicios alzándose sobre el empedrado de guijarros pegadas unas a otras, y las plantas salidas hacia fuera; las estrechas calles del barrio Latino, la confusa ascensión de aleros y tejas coloreadas de las techumbres, los aleros de sus plantas bajas esculpidos de guerreros y animales exóticos. Tuve que conocer todo esto, pues más de una vez me tocaba escapar como zorro hambriento por el patio desierto de una cocina. Por encima de mí los ufanos rótulos pintados de las tabernas y abacerías crujían movidos por el viento mofándose de mi hambre. En cada cruce de caminos las fuentes de piedra con su precioso suministro de agua estaban vigiladas por soldados. En una ocasión me detuve a rezar ante la imagen de un santo en la esquina de una calle y advertí que tenía delante una lámpara encendida. Robé la vela y la cambié por un mendrugo de pan y un vaso de cerveza a una cervecera.
Llegó el cuarto domingo de Adviento. Benjamín me había dicho que vendría a buscarme a Le Coq d’Or; me acercaba allí todas las mañanas y al atardecer pero nunca le encontré. Le maldije por necio. Intenté ponerme al habla con el propietario, pero éste se apartaba de mí, por cuanto yo ofrecía el aspecto de un pordiosero andrajoso y maloliente. Mi mente, otrora en su sano juicio, estaba ahora azorada y descarriada. Creía ver a Selkirk y sus condenados versos cruzaban por mi cerebro:
Tres menos de doce tienen que ser,
El rey a quien ningún príncipe engendró.
(El vicario se seca una lágrima. ¡Mejor haría en no reírse este bastardo!).
Dormí en los cementerios, en los atrios de las iglesias y me despertaba con los ojos hundidos y dolor en el estómago por el hambre, al oír los juramentos de los soldados, el pitorreo de los buhoneros y juglares, el resonar de las herraduras y el desconcierto del volteo y repique de las campanas de la ciudad. Londres es maloliente pero París es mucho peor. La hediondez es horrible; calles y callejas están cuajadas de lodo y basura, pestilencia agravada por otras bazofias que hedían como si hubieran derramado a lo largo de todas las callejuelas barricas de sulfuro.
Viví como un verdadero mendigo, afanándome en lo que podía, pero el invierno se adelantó y fue tan crudo que se le considera uno de los más fríos de las últimas décadas. Las carreteras quedaron intransitables y los alimentos comenzaron a faltar en París. Hasta los atiborrados señores de la tierra, la truculenta soldadesca y las esposas entalladas, de cuerpos rotundos, de los burgueses, comenzaron a ser víctimas de la hambruna. Los mercados se vaciaron y el alimento que quedó en París se valoraba más que el oro. Primero murieron los ancianos; los mendigos y los lisiados quedaban congelados dando boqueadas apoyados contra los muros humedecidos de orina. Seguidamente los niños pequeños, los jóvenes y los enfermos. La nieve no dejaba de caer arremolinada por el viento. El Sena se heló, los bosques cercanos, habitualmente fuente de alimento, eran ahora origen de una nueva pesadilla; grandes y pardos lobos peludos se congregaban, abandonando la gélida oscuridad de las arboledas, y cruzaban el Sena en manadas para cazar por los suburbios. Atacaban a los perros y a los gatos, mutilaban a los mendigos lisiados e incluso excavaban los cementerios, desenterrando los cuerpos recién enterrados. Se impuso el toque de queda, arqueros armados de ballestas patrullaban las calles y se tendieron gruesas redes de cadenas en las entradas de los principales accesos.
Creí encontrarme a salvo. Me hallaba débil y hambriento pero poseía un cuchillo y podía moverme por la ciudad. Naturalmente, llegaron a mis oídos relatos tremebundos; una mañana descubrí un rastro ensangrentado, los lobos habían atacado y arrastrado a una mendiga que solía agazaparse en la esquina de la calle de San Jacobo. Una noche me encontraba yo en una callejuela, una vereda estrecha y oscura. El cielo nocturno brillaba en su negrura y las estrellas titilaban como gemas sobre la aterciopelada oscuridad; las calles, alfombradas de hielo y nieve congelada, rielaban y resplandecían bajo la pálida luz de la luna. Me había adormecido, acurrucado tras el contrafuerte de la iglesia de San Nicolás, mucho después del toque de queda, los labios se me habían quedado azulados y los dientes castañeteaban por el frío. Me puse a llorar con el dolor que parece convertir el cuerpo de pies a cabeza en una cruda y abierta llaga. Maldije a Benjamín por centésima vez, preguntándome desesperadamente qué podría haberle ocurrido. Me puse a andar sin rumbo fijo a fin de mantenerme con calor cuando una serie de extrañas fantasías se abocaron a mi mente: Selkirk cantaba en un campo de rosas blancas manchadas de sangre; mi madre estaba de cuclillas en un escalón como solía cuando jugaba y corrí hacia ella, pero cuando me aproximé, no era más que una anciana apergaminada, los ojos abiertos, la cara azulada por la congelación. Se deshizo no más tocarla.
Seguí andando tratando de conservar el calor. Las calles ennegrecidas, el empedrado rígido bajo la capa de hielo y un viento hiriente barría la nieve en súbitas rachas. Advertí un grupo que se encaminaba hacia mí en la oscuridad cenicienta. Eran leprosos, desventuradas criaturas del hospital de San Lázaro, descarnadas y repugnantes, tristes ejemplos de la inmundicia y la podredumbre. Recogieron sus mugrientos y escasos andrajos y seguidamente me gritaron que me apartase, la fetidez de su aliento congelándose en sus labios azules. Fui deambulando por la calle de la Carbière abajo y oí el primer aullido fantasmal: los lobos andaban en manadas por París, a la caza de cualquier cosa que pudieran hallar.
Se me puso el vello de punta, mi fatigado corazón acechó con temor. Eché a correr. Resbalaba en el hielo negruzco, maldecía, me encomendaba a todos los santos, llamaba a las puertas por las que pasaba, incapaz de gritar por el frío que me embargaba. Otra vez el aullido ya más cercano, más prolongado, estremeciendo el corazón como la sangre. Me di por vencido, como solemos hacer durante las pesadillas. Con el paso de los años la visión de terror que avizoré aún salta con todo su frescor en mi recuerdo. El prolongado rastreo me iba dando alcance; más allá de la oscuridad, entre las casas de altos frontispicios, el endurecido montón de nieve titilaba a la luz marfileña de la luna. A la entrada de la calle se me presentó una forma horrible y gigantesca, semejante a un perro. Allí quedó quieta, seguidamente llegaron otras, arracimadas en la oscuridad, las orejas tiesas, erguidas las colas, la piel de sus lomos erizada en pavorosos aglomeramientos.
Grité y salí corriendo, palpitante el corazón, la garganta seca. Me entraron ganas de vomitar y lo hubiera hecho a no ser porque mi estómago se hallaba vacío. Grité: Aidez-moi! Aidez-moi!
Prometí en mis oraciones dejar de beber, renunciar a las cálidas tetas, no tocar marmóreos traseros blancos. (¡Podéis imaginaros lo desesperado que estaba!). Detrás de mí los lobos aullaban dando por segura su presa y llamando a otros para que se les unieran en el banquete de buena cocina inglesa. A toda prisa pasaba por delante de puertas atrancadas y ventanas cerradas. Nada más que el silencio acogía mis gritos. Mientras corría oía el acompasado trote de los lobos que se me aproximaban. Otro estremecedor aullido y podría jurar que olía su caliente y acre aliento. (Por cierto, fui perseguido por lobos en dos ocasiones. Unos cuantos años después a las afueras de Moscú con una impresionante nevada, pero no se puede comparar con esta estremecedora, corta y desesperada fuga parisiense). Vislumbré el crujiente rótulo de una taberna con dos manzanas rojas. Volví a gritar.
De pronto la puerta de debajo del rótulo se abrió y una mano me atrapó y me hizo entrar adentro. Oí estrellarse un cuerpo contra la puerta y un encolerizado gruñido. Jadeando por el aire que me faltaba miré a mi alrededor, advirtiendo las vigas negras a poca altura, las mesas abigarradas y gruesas, las velas de sebo, su rancio olor que obturaba mi congelada nariz. Un individuo fornido, de faz coloreada, con vellosas verrugas alrededor de la boca, sonreía haciéndome una mueca que dejaba al descubierto un hueco sin dentadura. Abrió de golpe un postigo y disparó con su ballesta. Oí reniegos, gañidos agudos de los animales, y me desmayé.
Cuando recobré el sentido, el de la cara de verrugas (que se presentó a sí mismo como Jean Capote) y su compañero Claude Broussac, con cara de roedor y nariz puntiaguda, cabello grasiento y los ojos más descarados que he visto de este lado del infierno, se hallaban encorvados sobre mí, forzándome para que tomara una taza de hirviente cuajada de leche. Se presentaron a sí mismos como miembros confesos de los maillotins, palabra francesa que hace referencia a «mazas», y que era una cofradía secreta de parisienses miserables que atacaban a los ricos y mereció su denominación por los grandes garrotes con los que iban armados. El hermano Joachim, como muchos franciscanos, debió de ser uno de ellos.
—No vais a morir —dijo Broussac con expresión picarona en la mirada—. Pensamos negarles a los lobos un buen alimento. De lo contrario, ¡os hubiésemos tirado al suelo y tal vez hubiéramos salvado con ello a algunos otros desventurados!
Forcejeé para demostrar que no era carnada de lobo. Capote me trajo un hondo cuenco de espeso clarete, calentado con un atizador incandescente y un plato de carne condimentada con especias. Más tarde supe que era gato. Me hicieron unas cuantas preguntas y se retiraron a murmurar entre ellos, luego volvieron y me acogieron como a uno de ellos. Dios sabrá por qué me salvaron. Cuando se lo pregunté se limitaron a reír.
—No nos gustan los lobos —dijo Broussac con desprecio—, tanto si tienen cuatro patas como si tienen dos piernas. No sois francés, ¿verdad?
—Soy inglés. ¡Pero me muero de hambre como cualquier francés! —repliqué.
Se rieron y me palmotearon la espalda. Si les hubiera mentido tengo la seguridad de que me hubieran degollado. Podría ahora jurarlo (poco importa que mi capellán aquí sentado me haga una mueca despectiva), vi más amor cristiano entre los maillotins que en ninguna parte de esta tierra. Su organización era libre y aceptaban a cualquiera que prestara juramento de guardar secreto y aceptara compartir las cosas en común, yo lo hice con presteza. Lo que poseíamos lo robábamos, no a los pobres sino a los mercaderes, a los abogados, a los gordos y a los ricos. Lo que no nos comíamos, lo repartíamos; los más necesitados recibían la mayor parte, luego, descendiendo en la escala, se repartía entre los demás.
También empecé a planear mi partida de París. Benjamin, razoné, ha debido morir de una enfermedad o haber sido asesinado. Ahora bien, necesitaba dinero para alcanzar la costa y cruzar el canal. En cierta ocasión, Broussac me preguntó qué hacía en París, de modo que se lo dije. Quedó fascinado por el asesinato de Selkirk.
—Existe una sociedad secreta de ingleses que huyeron después de que vuestro Ricardo III fuera muerto en Bosworth. Ostentan un emblema. —Se oprimió la cara hacia arriba hasta ocultarla del todo—. Su emblema es un animal, ¿un leopardo? No, no, un jabalí blanco. ¡Les Blancs Sangliers!
En aquel momento eso me importaba un bledo. Durante el invierno de 1518 lo único que me importaba era sobrevivir y la vida era dura en París. Pasó la Navidad y la víspera de Reyes con los habituales villancicos en la iglesia, ya que nadie osaba salir de noche. Ya sabéis, todo lo malo tiene su lado bueno. Los burdeles eran gratis, las dueñas de la noche bien descansadas estaban más que dispuestas a recibir una hogaza de pan o una jarra de vino, en lugar de monedas de plata. Daba por supuesto que era moderadamente feliz. No hacía nunca proyectos. (Soy siempre seguidor de las Escrituras: «A cada día le basta su afán»). ¡Sólo deseaba haber practicado lo que predicaba! Estaba más que harto de gato asado, que es una de las razones por las que no puedo aguantar ahora a los animales. Cada vez que veo uno recuerdo el olor rancio de los guisados de Broussac y la bilis asoma por mi garganta.
(El tonto del capellán está agitando la cabezota. «Por nada del mundo comería gato», murmura. Pero claro que el mariconcete lo comería. Creedme, cuando estáis hambrientos, realmente hambrientos, cuando vuestro estómago se adhiere a vuestra espina dorsal, ¡no hay nada más sabroso que una suculenta rata o una bien asada pata de gato!).
Permanecí con los maillotins hasta llegada la primavera. El río se desheló, las barcazas con alimentos comenzaron a llegar a la capital y el preboste de la ciudad y sus alguaciles se organizaron mejor, a base de meter en chirona con mayor inclemencia a la legión de ladrones que cundían en las barriadas míseras en torno de la calle San Antonio. Broussac y Capote rehusaron hacer caso de estos avisos y cometieron su más espantosa equivocación. Una noche, a principios de febrero de 1518, estábamos los tres en una taberna llamada Chariot, una pequeña y cómoda cervecería sita en la esquina de la calle de los Franciscanos cerca de la iglesia de San Sulpicio. Habíamos comido y bebido en abundancia y con nuestras caras patibularias enrojecidas por el vino y nuestras estúpidas bocas desgañitándose cantando alguna canción bronca, maquinábamos nuestra próxima correría.
Ahora bien, Broussac tenía un enemigo. Un cierto maestro François Ferrebourg, sacerdote, bachiller en artes y notario pontificio. Ocupaba una casa encima del rótulo del barrilejo, en la misma calle, un poco más abajo, frente a la iglesia del convento de Santa Cecilia. Broussac, de regreso a casa, se detuvo para cachondearse ante una iluminada ventana de las oficinas del maestro Ferrebourg. ¡Dios mío!, no se me ha olvidado la escena: la calle oscura con sus sobresalientes aleros y frontispicios, el amplio haz de luz proyectado sobre el empedrado desde la ventana abierta de Ferrebourg. En el interior, los escribientes se afanaban toda la noche en sacar adelante alguna labor urgente y Broussac, entre Pinto y Valdemoro, se les reía con gestos groseros, escupiéndoles por la ventana; con todo, hubiéramos debido dejar así las cosas, mas estábamos demasiado ebrios para echar a correr, en tanto que los escribientes se hallaban sobrios y muy perspicaces; dejaron sus escritorios y se echaron a la calle, dirigidos por el mismo Ferrebourg. El notario propinó a Broussac un empujón tan fuerte que mandó a mi compañero, cuan largo era, a la cloaca abierta; se puso de pie él solo, y, ciego de rabia, esgrimió su daga y atizó al maestro Ferrebourg una aviesa cuchillada a lo largo del pecho al tiempo que le arrebataba la bolsa de su cintura.
—¡Escapa, Shallot! —gritó.
Me hallaba demasiado borracho para hacerlo y, mientras Broussac desaparecía por la oscura callejuela, Capote y yo éramos agarrados y prendidos hasta que llegó el vigilante nocturno; nos ataron por los pulgares y, entre un resonar de armas y un corretear de arqueros, fuimos llevados a empellones a las oscuras dependencias de la prisión del Chatelet y arrojados a una profunda mazmorra bajo la torre.
Se nos procesó ante el preboste de París a la mañana siguiente. Capote, todavía borracho, se tiró un pedo y eructó al serle leída la sentencia. Intenté entrar en razón con ellos, y lo hice, confesando ser inglés. Mi sino quedó sellado. Fuimos condenados como dos de los más indeseables canallas dentro del ámbito de las libertades parisienses; alborotadores, escaladores y asesinos, a partir un piñón con algunos de los más violentos bribones de los bajos fondos. Se nos condenó a ser ahorcados en el patíbulo de Mountfaucon. Traté de probar mi inocencia pero sólo conseguí ser apaleado por mis esfuerzos y arrojado escaleras abajo a mi celda; chirriante, se cerró la puerta de la mazmorra, dejándonos a buen recaudo.
Capote se durmió de inmediato sobre la paja. Sentado, yo miraba fijamente a la oscuridad abrazado a mis piernas. Todo cuanto podía ver era la Muerte haciéndome señas. En el viciado y hediondo aire de la mazmorra sentí un estremecimiento de cementerio. ¿Quién me ayudaría esta vez? Los parisienses apenas dedicarían un segundo de reflexión a un inglés y se sentirían más que satisfechos de ver contraerme y balancearme al filo de la soga. Pensé en Benjamín y en Wolsey y los maldije. ¿No podrían haber hecho algo? ¿No podrían haber hecho indagaciones? ¿O salir en mi busca?
(«¡Desconfía de los príncipes, Shallot!», me dice mi capellán con sarcasmo. Le doy un golpe seco en los nudillos al hipocritilla y le digo que siga escribiendo).
Pasé la noche anterior a mi proyectada ejecución oyendo las broncas canciones de Capote. Decía que la vida le importaba un bledo, de modo que ¿por qué habría de temer a la muerte? Seguía aún sosteniéndolo con descaro a la mañana siguiente cuando el preboste y sus guardias, doce sargentos a caballo con diez arqueros, vinieron a recogernos. Nos ataron con sogas y nos empujaron a empellones escaleras arriba de la mazmorra hacia un patio gélido. La carreta de la ejecución nos estaba esperando, las calaveras de los hombres ahorcados decoraban ambos lados. El preboste voceó una orden y el verdugo encapuchado de rojo se volvió para darnos los buenos días, restalló el látigo y urgió a la carreta que cruzara el portón de la cárcel y siguiese por la ventosa senda hacia Montfaucon.
Hicimos una breve parada en el convento de las Hijas de Dios cerca de la puerta de San Severo, donde las buenas hermanas nos confortaron en nuestro último viaje con un panecillo y una copa de vino.
Devoré el pan y me eché el vino al coleto de un solo trago para disimular el temblor de despedirme con ignominia. Capote seguía tan bronco como siempre, mirando a las monjas de reojo, bromeando con el verdugo, diciéndole a la cándida priora que tuviese preparada la segunda copa para cuando volviera. El preboste dio orden de seguir adelante, los sargentos abrían paso a través del gentío congregado para vernos morir. Vislumbré a Broussac, con una mano sobre el corpiño de una ramera y la otra sosteniendo una copa. Hizo una mueca y disimuladamente me dedicó un brindis. Miré fijamente al bastardo. Si hubiera mantenido su boca callada todavía estaría comiendo su vianda rancia y planeando el modo de salir de París.
Llegamos por fin al patíbulo y, si deseáis tener una visión del infierno antes de morir, llegaos a Montfaucon. ¡Repugnante lugar! Un teso llano y oblongo de cinco metros de altura, diez de ancho por doce de largo, que se levanta como una hedionda pústula a las afueras de París en el camino a San Denis. En tres de sus lados se levanta una columnata sobre la que se alza una plataforma que comprende dieciséis pilares de piedra sin desbastar separados por espacios iguales, cada uno de unos doce metros de altura, unidos por maderos con sogas y cadenas que penden a cortos intervalos. Podríais colgar allí un pequeño caserío. En el centro de la plataforma se abre un orificio de cal cubierto por una reja donde se meten a los ahorcados después de haberlos ajusticiado. (¿No sabéis que durante el verano los chulos se llevan a sus queridas de merendola por aquellos andurriales? Puede uno imaginárselo, ¡vino y pasteles bajo los cadáveres colgados de los condenados!).
Cuando llegué, Montfaucon parecía haber estado en plena faena. Por lo menos quince cadáveres picoteados por los cuervos, agostados por su propio deterioro, se balanceaban al final de su crujiente soga. Ya por entonces mi coraje estaba por los suelos y tuvieron que ayudarme a subir los escalones de madera; los ayudantes del verdugo me susurraban que si daba un buen espectáculo me garantizaban que no tardaría ni diez minutos en asfixiarme. A mis espaldas, la carreta se alejaba chirriando y los verdugos estaban ocupados con las cuerdas. Miré de reojo a Capote a mi lado, ahora sin rechistar. Colocaron alrededor de nuestros cuellos las gruesas cuerdas de cáñamo; un cura de sotana polvorienta apareció sin saber de dónde para recitar con voz solemne las últimas plegarias de los moribundos. El preboste se acercó al patíbulo, desenrolló un pergamino y leyó las sentencias de muerte. Tensaron el nudo y me empujaron por una escalera.
—No os asustéis —dijo el verdugo con una risa cínica—. ¡Por lo menos no volveréis a caer de nuevo!
Miré a las multitudes.
—Ahora no —musité—. ¡Ahora no!
Hicieron girar la escalera, y oí una voz que gritó: «¡A ése no!».
Pero ya me estaba asfixiando, el nudo me apretaba la garganta. Oí un espantoso latir en mis oídos, el corazón me golpeaba como un tambor, dándome el estómago sacudidas al quedar colgado del extremo de la soga. Giré y me contorsioné. Capote también se estaba balanceando en el aire. No podía respirar, sentí un dolor intenso en la parte posterior de la cabeza, y de repente todo fue oscuridad.
Volví a la vida cuando me sentí en el aire golpeándome contra las planchas de madera del patíbulo. No sé cómo se aflojó el nudo alrededor de mi cuello, me dieron arcadas y vomité. A mi lado, el preboste se agachó, con el semblante preocupado:
—¿Estáis aún con nosotros, maestro Shallot?
Las arcadas de nuevo, devolví sobre sus ropas, agradecimiento adecuado al bastardo caradura. El preboste se retorció con repugnancia.
—Tenéis el perdón, Shallot. —Me acercó la pequeña cédula bajo mi nariz—. ¡Alguien que todavía os quiere bien!
El preboste hizo una señal. Dos de los arqueros me cogieron por los sobacos y me empujaron escalones abajo del patíbulo. Miré a Capote de refilón, aún columpiándose y dando sus últimas bocanadas. Vi un mar de caras y oí befas y rechiflas entre el gentío, frustrado por el espectáculo. Un sargento armado, que llevaba grabadas las armas reales de Francia en su cota de malla, hizo señas a los arqueros para que me subieran sobre la silla de montar de un caballo cuyas riendas estaba sosteniendo.
¡Por las barbas de Satanás, apenas recuerdo el resto! Un recorrido de vuelta agitado, lleno de baches, a través de París. Imaginaba que me llevaban a la cárcel, pero en su lugar me encontré ante las puertas de Le Coq d’Or. El sargento, cubierto con un yelmo cónico, me arrastró al suelo y me empujó hacia una estancia donde lucía una vela en la oscuridad. Percibí el olor acre de ropas sudadas y advertí el brillo del carbón que ardía en un brasero. Fui empujado hacia una cama; el soldado se fue y una cantinera entró con un mendrugo de pan y un vaso de vino. Se quedó un rato a verme comer, murmuró algo y se marchó. Casi me atraganté; el cuello y la garganta parecían como que los apretaran unos crueles anillos. Ante mi mirada se balanceaban las estrellas y yo seguía con mi temblor estremecido por el último roce con la muerte. ¿Seguro que lo comprendéis? Pendí durante un segundo al extremo de una soga; al siguiente retorné a revivir, un agitado recorrido por París, al que siguió el más sabroso pan y el vino más dulce que probé jamás.
(Después de Montfaucon siempre me han horripilado las ejecuciones. Quiero aclarar que, en algunas ocasiones, como señor de mi mansión, tuve que ordenar alguna, pero mi modo de enjuiciar es bien conocido por su indulgencia. Naturalmente, pago su precio por ello. De noche mis campos los habitan más los cazadores furtivos que los conejos. Ofrezco al más recalcitrante de los criminales una remisión antes de verle colgado. El capellán está asintiendo con su calva cabecita. Por supuesto, el idiota ahora comprende la razón de mi clemencia. Probablemente creyó que era blando de corazón. Bueno, cada día se aprende algo nuevo, inclusive por qué no puedo llevar nada apretado alrededor del cuello. Hasta el contacto de la más suave seda reaviva los horrores de mi jornada en Montfaucon).
De cualquier modo, volvamos a Le Coq d’Or donde estaba echado en la cama y profundamente vencido por el sueño.
Cuando desperté Benjamin estaba inclinado sobre mí, los ojos brillantes, con la cara más pálida de lo habitual.
—Roger, estoy de vuelta.
—¡Claro que estás de vuelta, maldito idiota! ¡Con el tiempo justo! —dije con insidia—. ¿Dónde diablos has estado?