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En el patio del castillo de Chinon, entra a caballo el porta-estandarte de Gilles de Rais, seguido de los soldados de la escolta. Luego el mismo Gilles se dirige hacia la escalinata.
Un caballero que subía ya, se vuelve y, al verle llegar, desciende hasta él, tendiéndole la mano.
- Decidme, Rais, ¿conocéis la noticia?
- Vais vestido como un príncipe.
- Y a vos el rojo os sienta bien.
- Gracias -dije Rais quitándose los guantes-. ¿Cuál es la noticia?
- Los ingleses van a verse obligados a levantar el cerco de Orleans.
- ¿El rey ha recibido del cielo un nuevo ejército?
- No os equivocáis de mucho. El cielo le ha enviado un capitán invencible.
- ¿Qué va a liberar Orléans?
- Esto sólo será el principio. Después será liberado todo el reino.
- Nunca he oído nada semejante. ¿Habláis figuradamente? ¿Sois vos acaso el caballero de la victoria?
- Me gustaría. Pero de momento me creáis o no, se trata de una Doncella que llega de Lorena.
- ¿Los borgoñones la han dejado pasar?
- Está allí.
- ¿Por qué no me lo explicáis?
- Es muy sencillo. Estuvo el año pasado a ver a Baudricourt en Vaucouleurs.
- Me han hablado de él. Es un viejo animal. ¿Es posible que crea en estas patrañas?
- En todo caso, cansado de luchar, ha dejado marchar a la muchacha. Yo he visto a Poulengy, que ha viajado con ella. Han venido como en un paseo. No han recibido una sola flecha. En un momento dado, para bromear, unos hombres de la escolta se distanciaron y luego, dando un rodeo por el bosque, simularon un ataque por un flanco. Gritaban en inglés y se habían tapado la cara, pero la joven no se inmutó y, poniéndose al frente de sus hombres, gritó que no ocurriría nada.
- ¿Qué edad tiene?
- Diecisiete años.
Gilles llega a la gran sala de la audiencia. Los cortesanos, que forman pequeños grupos, se vuelven y lo saludan respetuosamente. Gilles responde con una inclinación de cabeza recorriendo la estancia con la mirada: ni el rey, ni la Trémoille, ni Regnault de Chartres han llegado todavía. Rais se dirige al alféizar de una ventana.
En el piso superior, en una sala abovedada más pequeña, el Consejo discute acerca de la oportunidad de recibir a esta visionaria inesperada.
Le Trémoille se muestra contrario a ello. Sus asuntos marchan tan bien que una innovación sólo podría perjudicarle.
Regnault de Chartres, arzobispo de Reims, a donde se ha guardado bien de ir, ya que está sometido al de Borgoña, se calla como de costumbre. Ha comprobado que a partir de cierta edad, se obtiene un prestigio seguro en las asambleas importantes a condición de guardar silencio. De vez en cuando abre la boca para indicar, por ejemplo, que está lloviendo, pero sólo cuando tiene la certeza de que todo el mundo se ha mojado ya.
Carlos VII también espera. Una señal, tal vez, hará inclinar la decisión hacia un lado o hacia otro.
Son anunciados los enviados de Orleans que vienen de parte de Dunois el Bâtard, que ejerce el mando de la guarnición.
Reclaman el envío de la doncella, pues se ha dicho que iba a llegar en socorro de su ciudad. Se saben perdidos y una intervención milagrosa no puede hacer ningún daño.
Se les ha dicho que la joven ha dado pruebas de su poder anunciando un año antes el sitio de Orleans, mucho antes que los ingleses lo hubieran establecido.
Todas las miradas se vuelven hacia el rey. Lo que él opina es artículo de fe. Baudricourt, al azar, cuenta la profecía que se realizó después.
Por otra parte, los enviados de Orleans siguen hablando y dicen que hacen falta, de todos modos, tropas de refresco. Entonces, la Trémoille cambia de opinión. No hay más que enviar a esa Doncella. No les costará nada y, en cambio, las tropas, con los tiempos que corren…
Se decide que la joven será recibida la misma noche oficialmente por el rey ante toda la corte. Si tartajea, el asunto quedará concluido. Si no, se pensará en ello. Se levanta la sesión.
El rey vuelve a bajar a la gran sala de audiencia. Rais se adelanta hacia él. Ha de darle cuenta de su campaña. Los dos charlan unos momentos.
Algunos se extrañan de la simpatía que este joven rey, encerrado en sí mismo, testimonia a ese señor que derrocha su fortuna con ostentación e incluso con insolencia. En realidad, le pide dinero prestado que Gilles, bien educado, no reclamará más tarde. Pero esto no lo explica todo.
Si el rey se muestra retraído, tiene sus razones para ello. Siempre lo han traicionado. Es el onceavo hijo de un loco furioso, Carlos VI, y su madre, Isabel de Baviera, que llevaba una vida licenciosa, llegó a hacerle la afrenta de decirle en público que tal vez no era hijo del rey. Después se alió con sus enemigos, los ingleses.
Tenía quince años cuando el preboste de París, Tanneguy del Châtel, lo salvó de la matanza de los Armagnacs llevándolo en sus brazos del Louvre a la Bastilla y luego a Melun.
Presidía la corte en La Rochelle cuando el pavimento de la sala se hundió. Fue recogido entre los muertos y los moribundos.
Sus consejeros no han cesado de matarse entre ellos. Él se forjó un silencio, una prudencia, una dureza muda y sorda, de los que depende la suerte del Estado.
Si demuestra benevolencia a Gilles de Rais no es por que lo aprecie de un modo especial. Son las peripecias de ese póquer impresionante en el que se juega la suerte de los reinos y que los tontos que aplauden en los torneos no comprenden siempre.
No se les ocurre que, cuando se es rey de Francia, uno se encuentra revestido de una tal responsabilidad que debe actuar solamente por móviles desinteresados y profundos. Pedir prestado dinero a un cortesano ni siquiera entra en línea de cuentas. No se contrae ninguna deuda. Carece de importancia.
El rey no siente por Gilles ni amistad ni aversión. Comprueba si le es útil o no, eso es todo.
Además, comprueba que con una crueldad singular, pero eficaz, este señor de la guerra ha jalonado su paso de ahorcados que habían sido traidores a su reino. Ve que recluta tropas y las manda con un ascendiente brutal y sin comentarios para atacar al invasor extranjero.
Por esto le sonríe. No es una prueba de amistad, sino solamente el testimonio inmediato del favor del poder.
Transcurre la tarde. El rey se ha retirado a sus habitaciones. Llega la noche. Después de la cena los servidores han encendido las antorchas de la gran sala.
La afluencia es mayor que antes. Se ha reunido la corte entera. Todos quieren asistir al acontecimiento del día: la anunciada entrada de esa doncella campesina que, tal vez, pierda su aplomo al verse ante tanta gente importante. Es lo que todos esperan en secreto, pues, en la bajeza del corazón humano, siempre se desea el fracaso del prójimo. Confían en presenciar el hundimiento de los sueños de una idiota delante la elegancia distante de los hombres de mundo que saben, ellos sí, lo que es la política.
Guilles de Rais, de pie cerca de la gran chimenea, ha encargado a uno de sus pajes que lo avise cuando llegue la joven. El chiquillo corre deslizándose entre los grupos. Con la mano hace seña de que ya está allí.
De pronto, todas las conversaciones cesan como por ensalmo.
En este silencio total no previsto, todas las miradas se vuelven hacia la puerta que da a la escalinata principal.
Un muchacho se detiene discretamente, con la cabeza descubierta, en medio de la entrada.
Lleva el pelo castaño cortado a la soldate, con la nuca y las sienes afeitadas, a causa del casco, dejando sólo un casquete de pelo sobre el cráneo.
No se siente intimidado en modo alguno y sonríe.
Es Juana de Arco.
Rais busca al rey con la mirada y lo ve cerca de una ventana, vestido con más sencillez que la mayoría de los asistentes. Turbado o astuto, o tal vez las dos cosas, se esconde en espera del giro que van a tomar los acontecimientos.
Volviendo la cabeza, Gilles mira otra vez hacia la puerta. La joven peinada como un muchacho ya no está allí. Con serenidad, se abre paso entre los grupos que se apartan maquinalmente.
Llega frente al rey aislado en su rincón, cogido en su trampa, y se arrodilla a sus pies.
- Dios os dé larga vida, mi buen rey.
Carlos VII da un paso atrás.
- Yo no soy el rey -dice.
Con la mano, señala a un caballero cercano.
- He aquí al rey.
Juana ni siquiera vuelve la cabeza para mirar al falso soberano. Sonriente, repite:
- En nombre de Dios, buen príncipe, vos sois el rey.
Se escucha un gran suspiro. En el mismo instante toda la concurrencia que retenía el aliento, ha respirado.
Se levanta un intenso murmullo.
Absortos, todos se empujan para ver mejor.
No es posible. Han debido darse instrucciones precisas a esta muchacha… Los que rodean al rey han preparado esta representación…
Pero una simple mirada a la Trémoille, que, con los labios apretados, disimula mal su irritación, prueba que no hay nada de esto. Gilles no puede ver a Juana a causa del movimiento general.
Aguza el oído. Y oye que ella está hablando, pero, a través de los murmullos, no entiende lo que dice. De pronto hay como un silencio y se oye claramente: «…coronado en la ciudad de Reims…»
Los asistentes, avergonzados, se miran. Se dan cuenta de que al manifestar tan ruidosamente su sorpresa, se han ofrecido en espectáculo y que, si no se retraen un poco, van a caer en el ridículo.
Es una irreverencia espiar al rey desde tan cerca formando un círculo de curiosidad a su alrededor.
Lentamente, la muchedumbre se disgrega.
Naturalmente, todos siguen contemplando al rey, pero, esta vez, con la discreción acostumbrada.
El rey se ha apartado de sus consejeros. Ya no se oye el diálogo que sostiene con la joven vestida de muchacho. Se ve, sin embargo, que el rey hace preguntas y que Juana, insistente, habla mucho.
Con extrañeza, puede verse que, a medida que escucha, la cara del rey cambia. Parece como si se abriera, como si se rejuveneciera poco a poco. La ingrata figura de este rey de veintiséis años, tan viejo, que expresa toda la tristeza, toda la decepción del mundo, se distiende como si una mano invisible acariciara su contorno.
Rais mira a Juana, a la que ya vuelve a ver. La siente tranquila pero ardiente, como aquellos que dicen la verdad pero que temen que no se les crea en seguida, lo que podría comprometer la salvación entrevista.
Carlos VII se vuelve. Rais cruza su mirada un poco ligera, vagamente distraída como la de alguien que acaba de experimentar una emoción brusca y tiene necesidad de estar solo y de reflexionar para recobrar el ánimo.
Los pesados párpados del rey bajan y se levantan. Entonces, Rais ve como si en sus ojos se disipara una especie de bruma. Al fin Gilles se da cuenta de que Carlos VII, despierto, lo ve en realidad. En sus ojos se lee una interrogación.
En respuesta, Rais inclina gravemente la cabeza, en un gesto afirmativo, expresando que a su modo de ver esta intervención es seria y que se puede seguir delante.
De nuevo, los párpados del rey bajan y se levantan.
Los presentes, extrañados, turbados, asisten a este espectáculo más increíble que la primera aparición del sol en primavera, después de un invierno infinitamente largo que se podría imaginar establecido para siempre.
En el semblante de Carlos VII parece reinar una expresión de alegría.
Sonríe y desde entonces ya nadie puede engañarse: no es sólo alegría, sino orgullo.