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1963

Los jóvenes modernos, viejos ya, escuchan músicas violentas para consolarse de no ver ningún destino en las inmensas ciudades consagradas al comercio.

Los cuadros están en los museos. La magia mecánica se desencadena en las calles, irritante a la larga como los juegos demasiado ruidosos. Todo el mundo corre. A ningún sitio, no hay un objetivo.

El pasado no existe más que en los libros que dan fe de él y lo traicionan a la vez, como osamentas que se encuentran y gracias a las cuales se pueden reconstruir los monstruos marinos de antaño.

Esos libros se encuentran alineados, acumulados en las anchas bibliotecas bañadas de penumbra.

Porque los conocimientos muertos buscan la sombra, igual que los despojos de los faraones que los antiguos egipcios enterraban lo más profundamente posible, al final del misterio de las galerías de las tumbas sagradas.

Uno de los más vastos, de los más célebres de esos extraños valles de los reyes, se encuentra en París, en la calle de Richelieu, frente a la plaza Louvois. Se le llama la Biblioteca nacional.

Antoine Alboni se dirige allí para obtener la documentación necesaria para su película. París empieza a quedarse vacío ante la proximidad del mes de agosto. Todavía hay embotellamientos de coches a causa de las obras que estrechan las calzadas y los camiones de reparto ya no se preocupan al aparcar en doble fila.

A pesar de que nunca había venido, Antoine tiene la sensación de que encuentra recuerdos familiares al entrar, después de haber obtenido una tarjeta provisional, en la gran sala de lectura. Anticuada, es alta de techo, abovedada, con las paredes tapizadas de libros y, allá arriba, unos frescos suaves.

Antoine se sienta en el sitio correspondiente al número que le han dado al entrar.

Una muchedumbre silenciosa y tranquila lee apaciblemente, preparando sin duda obras de poca importancia que nadie leerá, sentada en hileras, a lo largo de interminables mesas de roble con los sitios marcados con un rectángulo negro y una lámpara con pantalla de opalina verde.

Antoine, sorprendido, descubre que es feliz en la atmósfera de este limbo donde no llegan el ruido y el frenesí de la ciudad.

Lee todas las obras que hablan de Gilles de Rais, toma notas, mira el gran reloj de pared, sale a cambiar de sitio su coche a los vencimientos del disco de estacionamiento y piensa.

Desde el segundo día, le parece haber contraído una costumbre. Los vigilantes, al reconocerlo, le sonríen.

Antoine, distraído, se deja vivir, oprimido por el extraño contraste de la violencia de lo que lee con la suavidad silenciosa, burguesa, de la sala de lectura.

El tiempo pasa.