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Están solos. Antoine se pasa la mano por la frente.
- ¿Hace mucho que ha terminado la película? -pregunta-. No sé lo que me ha ocurrido. Sin duda me he desmayado.
- Cuando se han encendido las luces, usted estaba inmóvil, hundido en el asiento. Gerard quería llamar a un médico. Yo he aconsejado que esperáramos un poco y les he hecho salir. Soy enfermera.
- Tengo suerte.
- No se burle de mí.
- Usted se llama Marie, ¿verdad?
- Sí.
- Gracias, Marie. Dígales que ya salgo. ¿Quiere subir a beber algo conmigo…? En el caso en que me desmayara de nuevo…
- Sí.
Marie sale. Antoine se frota la cara con la mano. ¿Fatiga nerviosa o lesión cardiaca? Tendría que hacerse tomar la presión.
Se levanta, se arregla la corbata y sale.
El realizador se adelanta a su encuentro.
- Discúlpeme -dice Antoine-. Ahora me encuentro mejor. A pesar de las apariencias, me he interesado por su trabajo, pero prefiero que hablemos de ello otro día. El montaje es bueno.
Encantado, Marcel, el montador, se adelanta y da a Antoine su dirección, escrita sobre un papel que Antoine se mete en el bolsillo.
- Sea amable -dice-. Telefonéeme más tarde y déjeme reponerme tomando algo fresco con este ángel de la guarda si nadie la reclama.
Todos se separan.
En los Campos Elíseos ha oscurecido ya. Hace bochorno. Lloverá durante la noche. Unas ráfagas de viento que anuncian la tormenta barren la avenida arrancando hojas a los plátanos y pegándolas a las carrocerías de los coches parados.
Antoine se siente viejo.
Hace sentar a Marie en una terraza. Ella pide un jugo de tomate. No, ella no bebe nunca alcohol. Antoine un whisky y compra cigarrillos. No, Marie tampoco fuma. Sonríe.
- Un ángel -dice Antoine-. Un ángel del cielo.
- ¿Usted cree en los ángeles?
- Naturalmente. Mi padre era italiano. Alboni.
- ¿Ha guardado usted un buen recuerdo de Italia?
- Fui, por primera vez, a los treinta y cinco años, cuando obtuve el León de oro en Venecia. Nací en Aubervilliers. No éramos desgraciados. Mi padre tenía un pequeño taller de pintura. «Alboni Hermanos». En realidad, estaba solo, pues su hermano murió cuando tenía dieciséis años. Pero a él le parecía que aquello era más comercial. Tengo la impresión de que me ha salvado la vida. ¿No?
- Francamente, no lo creo. Solamente le he secado la frente.
- Es lo más importante. ¿Parecía que iba a morirme?
- Tenía el aspecto de un hombre dormido. Primero me sentí inquieta. Luego ya me he dado cuenta de que iba a volver en sí.
- He estado grosero con estos muchachos. La verdad es que su película era desastrosa.
- Hay que reconocerlo -dice Marie, bebiendo despacio un sorbo de jugo de tomate.
- No me he dormido, sino que me he desmayado. Es la primera vez que me ocurre. He tenido una pesadilla.
- ¿Horrible?
- Triste. El montador está bien. Temo que la he arrancado a él.
- ¿Marcel? No es más que un compañero. Tiene grandes cualidades.
- Tendría que estar avergonzado del espectáculo que he dado. Pero me da lo mismo.
- Tiene usted razón.
- Me pregunto si no he encontrado en esto un truco. Vaya con cuidado, a ver si me vuelvo a encontrar mal para ser salvado por usted.
- Le dejaría caer.
- Y yo me despertaría en los brazos de un policía que olería a ajo.
- ¿Está usted muy cansado?
- No lo creía, pero me parece que sí.
- ¿Prepara otra película?
- Desde luego.
- Me gustan sus películas.
- ¡Ah!
De reojo, Antoine observa a Marie unos instantes, atentamente. Marie no dice nada más. Al fin, él sonríe.
- Perfecto. Estoy contento.
- ¿Por qué?
- Es usted una mujer de verdad.
:-No lo entiendo.
- Le he dicho que preparaba una película y usted no me ha preguntado cuál. No ha sugerido que su personalidad era desconocida y que yo podría presentarla en el mundo del cine.
- No me interesa ni poco ni mucho.
- Y me ha dicho que le gustaban mis películas sin explicarme por qué.
- Es verdad que me gustan.
- Únicamente, mi pequeña Marie, que la gente no sabe callar. Desde que he alcanzado una cierta fama, cada persona que me presentan empieza por explicarme que ha comprendido mejor que nadie mi metafísica del cine. No puede usted imaginar cómo agradezco que me diga simplemente que le gusta.
- ¿De veras?
- Puede estar segura. Esta noche he de ir a una recepción. Para el caso de que tenga necesidad de que me sequen la frente, ¿quiere acompañarme como ángel de la guarda?
- ¿A dónde?
- Al «Bois». ¿Ha oído hablar de la película llamada Le cri dans la nuit?
- He visto los anuncios. ¿No se ha estrenado todavía?
- No. Incluso se dice que es mala. Pero los americanos dan un cocktail esta tarde, a las ocho, para presentarla. Han cambiado el proceso: casi siempre, se celebra la fiesta después para recuperarse de lo que se ha visto. Ellos ofrecen la bebida antes. Así, todo el mundo estará alegre, e incluso algunos encontrarán la película buena. Si me acompaña, podemos irnos antes de verla y la llevaré a su casa temprano.
- No voy lo suficientemente arreglada.
- ¿Y yo? Lleva usted un vestido encantador. Ir demasiado bien vestido hace provinciano. Su peinado es muy bonito.
Antoine paga. Suben por los Campos Elíseos, el uno al lado del otro, para buscar el coche.
No hablan.
En la avenida Marceau se instalan en el «Triumph». Entran en Bois.
- Este coche le va -dice Marie.
- Es sincera. Sabe usted callarse. Es extraño, una mujer que tenga un tan hermoso silencio…
Marie sonríe.
Antoine se detiene y se vuelve hacia ella:
- Es usted un personaje muy interesante, y también patético, pues se muestra a la vez en estados contradictorios. Es maravillosamente bonita y, sin embargo, natural, alegre y adorable. Pero no es esta su verdadera personalidad: más retraída, se calla y observa, como desde la ventana de un castillo. Usted se encuentra un poco perdida, pero tiene valor y una gran determinación. No es todavía su secreto: muy en el fondo, está sola y triste. Tiene mucha experiencia y, no obstante, acaba de nacer y lo decisivo que puede ocurrirle debe llegar todavía.
Marie, atónita ante esta declaración, mira frente a ella, a través del parabrisas. Antoine se apea del coche, da la vuelta y le ofrece el brazo para dirigirse hacia la fiesta.
Entran en el club privado por camino de piedras, entre céspedes lisos como alfombras.
Hay ya mucha gente. Viendo caras conocidas, Antoine hace gestos desde lejos, a unos grupos que le devuelven el saludo. Estrecha algunas manos y se dirige hacia un rincón más tranquilo. Un flash chasquea en sus narices.
- Tengo hambre -dice Marie.
Antoine la lleva hacia el fondo, donde se ha instalado, en una terraza, un inmenso y fastuoso aparador.
En un extremo, un hombre pequeño hace grandes gestos a Antoine, enarbolando una salchicha. Es Albert de Trémoille. Antoine sonríe y se le acerca.
- Ya tengo una oferta de producción para tu película -dice Albert con la boca llena.
- Loco… Este hombre está loco.
Volviendo la cabeza, Albert descubre a Marie. Deja su salchicha precipitadamente.
- Pero me habías ocultado esto, Antoine. Felicidades. Es muy guapa.
- Cuidado. Va a producirse un malentendido. La señorita no es mía.
Albert tiende su mano a Marie, que se la estrecha.
- No soy de nadie, en efecto -dice Marie.
- ¿No? Es una lástima. Piense en mí el día que quiera adoptar un fin. O mejor un principio…
- Creo, Marie, que ha comprendido usted que Albert la Trémoille es productor. Y de los peor educados.
Pero Albert, muy en anfitrión, se vuelve hacia el aparador:
- ¿Qué quieren beber?
Más tarde, Antoine y Marie, con sus vasos frente a ellos, están sentados cerca del césped, apartados de las luces. Uno se creería en Inglaterra o en un restaurante de un campo de carreras.
El viento amaina de pronto. Los ruidos se hacen más sordos. Y la tormenta estalla, franca y brutal, mientras una densa lluvia cae a torrentes.
Allá abajo, prosigue el ataque al aparador. No hay seres más voraces que los que han triunfado.
Un actor célebre invita a Marie a bailar. Con la mirada ella interroga a Antoine. Él hace un gesto para significar que no tiene ningún derecho. Ella se levanta.
Antoine, maquinalmente, se toma el pulso. ¿No irá a morirse? Se acuerda del roble en fuego y enciende distraídamente un cigarrillo.
Busca con los ojos a Marie y la ve en el bar, cerca de su pareja. Ella ríe y, a pesar de que no bebe nunca, sostiene un vaso de whisky en la mano.
Antoine experimenta una crispación de celos y de pronto comprende que le gusta esa muchacha, que desde hacía tiempo esperaba el encuentro con esta juventud silenciosa y pacífica. No se mueve. Tiene miedo por su película. ¿La logrará? Tira la colilla y va a coger otro cigarrillo. Su paquete está vacío.
Marie vuelve y se sienta en silencio.
La lluvia ha cesado. Hace calor. El aire, lavado por el chubasco, es infinitamente puro. Los sonidos vienen de muy lejos en la humedad del bosque. Por la parte de la avenida, detrás del bosquecillo de castaños, se oyen las portezuelas de los coches.
Antoine piensa en Gilles de Rais.
Un olor tenue de hierba mojada sube del césped. Se elevan en el aire las llamadas dolorosas de un solo de trompeta que gime en la noche.
Se han apagado casi todas las luces. Sólo quedan los faroles venecianos que hacen bailar en el parque unos palpitantes resplandores azules y rojos.