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Una mañana, cansado de tener que desplazar su coche en la zona azul, delante de la biblioteca, Antoine decide ir en el metro.
No recorre más que tres estaciones, pues el tren se detiene. Es una huelga. En el andén los viajeros discuten con el conductor.
Antoine sube a la superficie y encuentra un autobús para volver a su casa. Allí coge el «Triumph», pero son tanto los embotellamientos en París que llega a la biblioteca casi a mediodía.
Es inútil. Hay también una huelga de electricidad y el préstamo de libros está suspendido.
Antoine, ocioso, se sienta en su sitio habitual, relee sus notas y comprende que este agradable descanso ha llegado a su fin.
Seguir leyendo a propósito de este proyecto de película no tendría ninguna utilidad. Ahora hay que seguir adelante, solo como siempre, y llevar a cabo su obra.
La suerte está echada. Antoine abandona el valle de los reyes donde duermen los libros, momias del pasado. No volverá más.
Desde el restaurante, a la hora de comer, telefonea a Marie, a la que no ha visto desde hace muchos días, desde la noche de la isla de Saint-Louis.
¿Qué hace ella? Acaba de levantarse, pues anoche salió con unos amigos. ¿Qué hicieron? Eran estudiantes de medicina y le enseñaron unas películas pornográficas. Antoine se traga la saliva al oír la declaración de esta delicada joven. (Tiene que aprender todavía.) Marie pide perdón y deja un momento el teléfono. Tiene que ir a bajar el volumen del receptor, que estaba inundando la habitación de una música obsesionante mientras ella hacía su gimnasia.
Antoine la invita a cenar.
Hacía un calor bochornoso, se está preparando una tormenta. Estalla al fin, y verdaderas cortinas de agua caen sobre las calles crepitando sobre la capota del coche de Antoine cuando él va a buscar a Marie.
Ella se presenta radiante y fresca. Salen de París por la autopista del Oeste, que está desierta. El «Triumph» solitario se desliza a gran velocidad por la calzada desnuda levantando tras él surtidores de agua. Por la radio una cantante de moda, con voz opaca, se lamenta.
A intervalos, en el cielo oscuro zigzaguean los relámpagos. Sin embargo, no se oye el trueno, tal vez demasiado lejano o cubierto por el ruido del motor.
Antoine lleva a Marie al campo. Ella tiene siempre hambre.
A los postres, al mirarse por encima de los vasos, se dan cuenta, el uno y el otro, que esta vez pasarán la noche juntos, pues el momento ha llegado.
Cuando salen, ha cesado la lluvia. El aire es puro, limpio. Es húmedo y suave. No se ve ninguna estrella, sin duda, las nubes las ocultan. La noche es un abismo de oscuridad.
Antoine, sintiendo una laxitud después de todos esos días que se ha pasado sentado leyendo, estira los brazos lentamente, forzando los músculos de los hombros.
Marie se acerca a él y lo besa.
Brevemente, él cierra los brazos sobre ella, estrechándola con fuerza.
Suben otra vez al coche. Antoine, muy tranquilo, conduce a ciento ochenta por la autopista, entre surtidores de agua, porque la gran velocidad conviene al estado de tensión en que se encuentra.
Marie mira como la carretera, a la luz de los faros, se precipita brutalmente a su encuentro. El ruido del motor queda cubierto por el rugido contenido del viento. Ya no se ven relámpagos. La tormenta ha terminado.
Antoine se detiene delante de su casa. Suben los dos. Antoine enciende la luz y maquinalmente pone en marcha el tocadiscos. Marie, sola, de pie en el centro de la alfombra, empieza a quitarse la ropa, echándola sobre un sillón. Luego, desnuda, empieza a bailar con el ritmo jadeante del calipso.
Antoine impasible, la mira. Fuma. La luz ilumina de lado el magnífico cuerpo de Marie, llevado, acunado por la música. En un momento dado, la joven echa la cabeza hacia delante y sus cabellos en cascada le cubren la cara.
Se adelanta hacia Antoine y le dedica su danza.
Él, con un gesto preciso, apaga el cigarrillo contra un cenicero.
Atrae a Marie y estrecha su cuerpo joven y desnudo contra la lana áspera de su americana.
La siente, recorrida todavía por la marejada del ritmo. Después, poco a poco, se va calmando. Al fin, Marie, quieta, espera.
Se acuestan y Antoine la posee. Antoine es de esta clase de hombres que conceden más valor, más goce, al placer que ofrecen a una mujer que al que experimentan ellos.
Es dulce, brutal y salvajemente exquisito.
Con un crujido, el disco, llegando al final de su marcha, se detiene. Pero ahora, las pulsaciones de una nueva oleada que no tiene nada que ver con la música agitan el cuerpo de Marie.
Los síntomas del goce erótico son, en efecto los mismos que los de la proximidad de la muerte.
Antoine se siente feliz de provocar en el cielo de los ojos, tan bellos, de Marie esta bruma, esta opacidad fúnebre, esta ausencia.
Quiere más a Marie desde el momento en que la mata simbólicamente. El placer de Marie está también en morir, y es al tener la ilusión sensual de dejar de ser disuelta en una felicidad sin fondo, que se descubre a sí misma.
Una intimidad punzante une siempre el verdugo a su víctima. Esta última agradece misteriosamente el suplicio.
Si los dos amantes, Antoine y Marie, llegan finalmente al paroxismo, es porque juntos, uno en los brazos del otro, en la explosión final pueden imaginarse que mueren.
Todo ha terminado. La quietud reina en la habitación.
Mucho más tarde se duermen.
La ventana está abierta. Se ha levantado viento. En la noche una ráfaga agita bruscamente las cortinas y despierta a Antoine sobresaltado.
Extiende el brazo sobre la alfombra, busca a tientas su reloj y mira la hora en la esfera fosforescente. Son las tres de la madrugada. Marie gime en sueños, luego se vuelve y endereza su torso. El pelo le cubre casi toda la cara.
Antoine enciende la luz. Marie le sonríe y dice que tiene sed. Antoine se levanta, se pone el slip y desaparece en dirección a la cocina.
Vuelve con una botella de leche. Beben los dos. El espectáculo de Marie, desnuda, a contraluz, bebiendo de la botella, con los senos recorridos por un estremecimiento cada vez que traga un sorbo, es tan encantador que Antoine, cogiéndole la botella y dejándola sobre la alfombra, empieza a acariciarla. Ella sonríe.
Vuelven a hacerse el amor, largamente.
Después, Marie apoya la cabeza en el hombro de Antoine y se duermen a medias los dos. Pero muy pronto, debido a la mala postura, sienten un calambre. Suavemente, cogidos de la mano, se separan un poco, y uno junto al otro, con los dedos enlazados, se duermen de verdad.
El sol los despierta. Es por la mañana. Hace un tiempo magnífico. La tempestad de la noche ha lavado la atmósfera. La primera en despertarse es Marie y sonriente, con los cabellos sobre los ojos, mira como duerme Antoine. Al fin, viendo cómo tiemblan sus párpados, comprende que él finge dormir. Los dos estallan en risas, y Marie, echándose sobre él, lo besa.
Pero él, riendo, se separa de un salto. Corre las cortinas. El sol inunda la pieza, El cielo clarísimo de verano resplandece. Volviendo a la cama, Antoine, con un gesto amplio, arranca las sábanas descubriendo a Marie desnuda que, sin moverse ni taparse, lo mira entre las pestañas, con los párpados medio cerrados.
Es el mes de julio de 1963. El planeta Tierra que ha traído tantos destinos sigue gravitando en el espacio sobre la trayectoria que le ha sido asignada.
Los sabios, corrientemente, anuncian el fin de la fase actual de su historia en un plazo bastante corto, tal vez un siglo o dos, un instante apenas a los ojos de los que fueron.
O, tal vez, incluso sin guerra, se morirá por envenenamiento atómico del espacio cuya radiactividad se volverá intolerable.
O tal vez esto ocurrirá por agotamiento biológico. La raza humana vive y se mueve de una manera cada vez menos natural y en los países más avanzados el eje de la vida sufre ya hundimientos de la columna vertebral. Es la enfermedad de moda.
O tal vez lentamente, pero con seguridad, se perderá todo por los desórdenes de una producción industrial que aumentará sin cesar de una manera delirante. A esto se le llama aumento del nivel de vida, y todos lo desean expresándose por medio de los sindicatos de los que consumen y de los que producen. Los planes han cifrado este porcentaje anual de crecimiento a un nivel que representa un doblamiento global cada quince años. Así, dentro de pocas generaciones, la producción de las fábricas tendría que ser cada año de un volumen igual al de todo el planeta…
La humanidad camina hacia su fin al son de una música de rock.
Delante de su ventana abierta, Antoine y Marie, envueltos en sus batas, beben café caliente.
Gilles de Rais está muerto desde hace quinientos veintitrés años.