A las seis y cuarto de la tarde

(Cuando las Hermandades roderas, desde la de Villamanrique hasta la del Salvador, desfilan ante la ermita para cumplimentar a la de Al-monte.

En vísperas de Reyes aguardan la última orden los heraldos de la Cabalgata.

Dicen que es cuando el trigo se encama, dolido de que el sol se enfríe.

En «Santa Marta», la placita a la que se va por un callejón estrecho, de media luz y yedra, hay como un eco de aljibe.

Aún le queda una oportunidad al primer espada de la terna.

Ronda al póquer de dados. El fachendón hace el cóctel de su buena ventura, agitando el cubilete, y lo derrama en la fórmica de la barra.)

No ha necesitado hablar con él, ni siquiera mirarlo de frente, para conocer su ansiedad y cómo la llamada, que Pepín ha esperado con paseos nerviosos, en vez de calmarle la impaciencia, parece que le hubiera hincado banderillas de fuego. Si todo hubiese salido a su medida, ahora estaría ante ella, con su sonrisa de triunfo, su estudiada displicencia, nunca llega la sangre al río y ya ve que tuvo sus razones para no perder los estribos. Ha debido de ser, para Pepín, como vivir muchos años en un día; desde ayer, cuando volvió de casa del abogado y lo más que consiguió fue un plazo hasta las siete de esta tarde. Se encerraría en el despacho hasta las dos de la mañana. Después, toda una noche de encender un cigarrillo con otro, de vez en cuando un suspiro profundo —el suspiro de cuando hay algo que estrangula y no se puede romper el silencio, ella tiene de esto una larga experiencia— y presentirle la mirada buscando en la oscuridad una imagen distinta en la que detenerse.

Salió muy temprano y no ha vuelto hasta hace poco, para encerrarse de nuevo y esperar. Seguramente en ese rato de angustia ha visto por vez primera el cielo, desde la ventana, y la barca salinera que va por el río, y el paso de la gente, apresurada en la tarde que se muere. Cuando ha sonado el teléfono se ha entreabierto la puerta del cuarto de Rafa, y la voz de Pepín, al principio impetuosa y clara, ha ido apagándose hasta el susurro.

La tarde se ha puesto tristona, de calor húmedo amenazando tormenta. Calor de septiembre pagador que, con truenos por el levante, da pan y hace huir a la golondrina: el diecisiete a las de La Alberca y el veintiuno a las de Grazalema, dicen en el campo. Lo aprendió, como tantas cosas sobre las cabañuelas, las cosechas, las querencias, de escuchar la conversación de los gañanes aquellos días de temporada en el cortijo, cuando, por aventar pesadumbres, se iba a las hijuelas, a ver de cerca la arada o el chorrillo sobre el barbecho. Hasta que ocurrió la embestida de aquel jayán que trabajaba en la trailla —Vito el del Chorato, no lo olvida—, un mozarrón como de piedra, que le puso en la boca un aliento de tabaco fuerte. Ella corrió por la cañada y, al llegar al caserío, se frotó con agua caliente y jabón hasta hacerse daño, ahogada de rabia. Pero aquella noche no pudo dormir y el letargo de Pepín, entre los tenues gemidos de su alumbre, cuanto más la alejaban de él más la iban acercando al sudor agraceño, los dedos de acero, la lija de la barba cerrada y la ardentía de aquel de la trailla: Te rogamos, Señor, nos libres de todo peligro de alma y cuerpo y, por intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre Virgen María, de San José, de tus Santos Apóstoles Pedro y Pablo...

Porque, afortunadamente, en los peores momentos tenía la oración. Y el recuerdo de Isabel, la única amiga a quien se había confiado; la que supo iluminarle un camino de renuncias que un día tendrán su recompensa. El Padre Félix iba todos los domingos a «El Yunquero», a decir la misa ayudado por Rafa, entonces un niño normal, piadoso y sumiso...

No se oye la música en la habitación de Rafa y desde el ventanal se ve cómo el viento arranca las hojas del plátano. La gota de sudor resbalando por la espalda y los dedos que mojan las cuentas del rosario. Cuando arrecien los aguaceros se enfangará el camino de «La Alcaparrosa» y serán menos los que vayan a El Palmar, a rezar arrodillados frente a la loma donde, hace tres años, se apareció la Virgen a las dos niñas de Utrera. Ella irá, como todos los días quince, ahora para que le señale el andar por el nuevo calvario y a dar gracias al ver cumplidos sus deseos. Aunque esto sea lo último, siempre preferible a que uno de los amigos hubiera tapado el hueco de la ruina y de nuevo Pepín, con la mirada desafiante, los pulgares en el cinturón, en compás las piernas, ya te decía yo que todo era cuestión de parar, templar y mandar...

Pero no ha sido así, visto en cómo, al salir a la calle, lo hacía pisando fuerte, agitado, igual que el día en que Martín el Capacho volvió con la libreta sin un nombre porque nadie quiso ir a ajustarse para el algodón. Ahora ya están en paz, uno con otro y los dos con la vida. Sólo que el fracaso de ella viene de muy lejos y por eso se nota que en los adentros está en carne viva desde hace muchos años; desde aquel en que una muchacha llena de ilusiones, que había empezado a no dormir, se encontró la primera noche al lado de un hombre en el rejón de la borrachera, los ojos de ella abiertos a la oscuridad cuando el relincho del caballo le pareció una respuesta.

Fue la lástima de sí misma, al no saber contestarse por qué había llegado hasta allí, sin un amor lo suficientemente ciego, por verdadero, como para perdonarlo y olvidarlo todo. Claro que era gallarda la estampa de Pepín Jiménez, arrogante en la silla vaquera, el ala del sombrero sobre la ceja, dos dedos de una mano en la rienda, la otra en el muslo, corvetas del potro picado suavemente con espuela de plata por el real de la feria... Tiraba del bocado delante de las casetas de los amigos, que salían a ofrecerle el cañero, y él paseaba el cristal en abanico, como el matador cuando brinda al público. «Arrodíllate ante la mujer más bonita del mundo», y se arrodilló el caballo.

Galopaba en el campo al son de la becerra y no había derribo parecido al suyo, abatido el animal en el picotazo de la garrocha. Fascinación de sus ojos, siempre brillantes, y de sus palabras como dejadas caer, seguras y derechas. Y, luego, su decisión, su valentía para el asalto del beso y estrecharla fuertemente aquella primera vez, casi a la vista de todos. «Es que eso es lo que quiero: que nos vean, para que no haya dudas»... Pepín Jiménez, mujeriego, juerguista, la noche de punta a punta al acecho de una carta, de una copa, de un cante; ella no ignoraba nada de esto, pero a los veintidós años no hay tiempo para pensar —quién sabe si afortunadamente— y lo único que importa es vivir ese miedo que pone desesperados los labios.

Demasiado tarde, sí, cuando, llegó el momento. Había oído decir que una mujer se transfigura en otra —la que habrá de ser siempre— desde ese instante de dejarse lastimar por el asalto del hombre: mira de otro modo y comprende mejor la violencia y la ternura. Pero nada pasó que se pareciera al temor ilusionado, y ya nada podría pasar nunca. El caserón del cortijo, el susto tembloroso y los amigos allí, en la broma de la cencerrada. Después, son cosas de las copas, que pasarán en seguida, hasta que se dibujaron rectas grises en los resquicios de la ventana y oyó el arreo a las yuntas.

Con la alegría resuelta de otras noches, a Pepín le parecería todo olvidado. Porque la sábana se manchó de sangre y porque él se sentiría cansado blandamente. Pero nada iba a ser posible ya, convertido el ensueño en simples aceptaciones necesarias. «Oh, Dios mío, mira con favor a esta tu sierva que, debiendo unirse con su marido, pide sea fortalecida con tu protección, imite constantemente a las santas casadas, sea amable con su esposo como Raquel, prudente como Rebeca, de larga vida y firme fidelidad como Sara...»

El segundo toque de campana, para la misa de siete, la llevaba a la neblina antigua, perezona, de la sacristía. Por la puerta del presbiterio entraba un vaho de incienso y de cera. «No lo querrás creer, pero la vende uno de los que han visto llorar a más hombres con la espalda contra una tapia», decía Pepín en la agresividad de su resaca. El Padre Félix se ceñía el cíngulo sobre el alba. La prueba de la santificación, Ángela, porque sólo la humildad perfecciona el sacramento... Se cruzaba el pecho con la estola: «Devuélveme, Señor, la estola de la inmortalidad que perdí en la prevaricación de nuestro primer padre...». Le volvía a decir lo de siempre: Pepín no era malo; estaba mal acostumbrado, eso sí; y, luego, esos amigos suyos... «Señor, que dijiste mi yugo es suave y mi carga ligera, haz que los lleve de tal modo que me haga digno de merecer tu gracia»...

Ni siquiera este consuelo y, en lugar del Padre Félix, un párroco en mangas de camisa, sin tiempo para escuchar los verdaderos problemas, entre las tareas de un apostolado más que dudoso, el Club de Jóvenes por una parte, la reunión con los obreros por otra, ni sotana, ni tonsura, ni mano que besar. El pelo cortado a navaja, el semblante deportivo y, como tema del sermón —de «los comentarios al Evangelio», quiere que se diga—, nada de los ejemplos obligados en todo ejercicio espiritual, sino esa especie de mitin que desemboca en la moda de una Iglesia de los pobres. Así están los pobres, desatendida la Junta de Damas, olvidado el Rosario de la Aurora, los Martes de San José, los Viernes de San Antonio, los Jueves de San Nicolás, el Padre Estudillo cantando una misa flamenca, el Padre Javierre convirtiendo El Correo de Andalucía en la edición tolerada de Mundo Obrero y los sacerdotes jóvenes metidos en las fábricas, cuando no a curas revolucionarios.

Será la cruz que abrazar con obediencia, aunque ello no quite para añorar aquel recogimiento de la misa en latín, la preocupación por llegar antes del Evangelio y cada mañana aquel desahogo en la sacristía, para la palabra que iba a hacer más leve la conformidad. Porque eres tú, Ángela, quien tiene que salvar el vínculo.

Pepín llegaba a casa con un insoportable olor a perfume barato, la mancha de carmín en el cuello de la camisa, el traspié y, algunas veces, el empellón entre gritos, y el golpe que habría de dejarle dormida la cara; al día siguiente media hora más delante del espejo para disimular la señal...

La frustración, el fastidio sólo mitigado por el cariño de Isabel, a la que tendrá que confiar, a escondidas, el escrito de la convocatoria con la revelación: «Hijos míos de toda España, de Francia, de Portugal, de Italia: es mi deseo que el próximo día 15 acudáis a este sagrado lugar, a honrar a vuestra Madre...». A escondidas, por no hacer frente a las sonrisas irónicas de Pepín y de Rafa, que —cada uno a su manera— vienen a unirse a los muchos enemigos del milagro. Es que les irrita la predilección del Corazón de Jesús, señalando a un hombre como Clemente Domínguez mensajero de El Palmar de Troya. También dijeron que era locura lo de Lourdes y lo de Fátima, y ni el Cardenal se ha librado de la mala influencia: «Existen muy serios motivos para estimar que se está produciendo una verdadera histeria de tipo supersticioso muy ajena a la verdadera devoción y religiosidad, que puede confundir a muchas personas y causar estragos en la fe...».

Las manos hacia el cielo, entre cantos y rezos. La cruz pintada de blanco y el altar con flores y candelabros y telas celestes. Por la carretera, la lenta caravana de coches, mientras ordena el tráfico la Guardia Civil y se mezcla al ruido de los motores y al murmullo de la oración la voz pregonera de los mostachones. «Yo os prometo —ha dicho Santo Domingo— que recibiréis cuantiosísimas gracias y la posibilidad de evitar que lleguen a esta tierra el terror, el pánico, la devastación con que Dios castigará a los perversos, incrédulos y apóstatas»... Ya son muchos los testigos iluminados por la prodigiosa presencia. A las ocho de la tarde y a las cuatro de la mañana, que son las horas más propicias, de pronto la luz cegadora, el relámpago, y, envueltos en él, el Señor, la Virgen del Amor Hermoso, San José, San Francisco, el Padre Pío de Pietralcina...

Hay que esperar horas y horas, de rodillas, hasta sentir ese calor que sube cuando alguno de los videntes da fe de las señales: ver desmayarse a Manuel Fernández, y cómo Rosario Arenillas habla con el Padre Pío, y cómo María Marín grita el deseo de los cuarenta padrenuestros ordenados por Santo Domingo. También ella será elegida, como a punto estuvo Isabel aquella noche de tanto frío, el relente calándoles los huesos, las dos muy juntas y su mirada de angustia y su boca, que parecía buscarla. Ella se asustó, preguntándole qué le pasaba. Nada, nada, Isabel con los ojos fijos en el cerro, porque había sentido algo extraño, como una llamada...

Eran mortificantes, al principio, las insinuaciones y reticencias de las amigas; la noticia de quienes se sentían obligadas —naturalmente por afecto, para que no fuera la última en enterarse— a ponerla en guardia, porque habían visto a Pepín con varias mujeres de mala nota luciéndose en un coche, o entrar en el tapado de San Pedro Mártir, o salir de una casa de la calle de Redes. Hasta que no le hicieron daño las palabras, hoy no podría decir si por la costumbre o por el mal pensamiento que le hacía rendirse en los brazos de Luis Santos o de Antonio Rivera, ya que todos se le insinuaban, cuando se reunían en una fiesta, sin recatarse en mirarle los labios y las rodillas, con los ojos encendidos.

Hubiera sido una magnífica venganza. De la que tú serías quien más tuviera que lamentar, le recriminó el Padre Félix. En la duda, fue providencial notar aquel calor anunciándole el hijo. No es que éste fuera a soldar lo que estaba roto para los restos, pero sí a hacer llevaderos los días. Una mujer con un hijo no es nunca la oscuridad absoluta y habrá miles de mujeres envidiosas del dolor, y de la noche en vela porque le sube la fiebre, y de la emoción, un poco triste, al ver, cuando él empieza sentirse muchacho, cómo se tapa con las manos y le da vergüenza de que ella le vea desnudo.

Fue la felicidad nueva. Y también el nuevo temor de pensar cómo nacería. Dicen que los hijos del amor son los más inteligentes y guapos. Aquél, sin culpas, había sido engendrado en la indiferencia, quizá la noche en que Pepín se revolvía en la cama, muerto de fatiga, o aquella otra de su frenética brutalidad. Un hijo deforme, con la sangre quemada; o un hijo de apariencia normal, hasta despertarse en él los resabios...

Éste va a ser como el abuelo, decían, por halago, viendo a Rafa, con cuatro años, jinete en el poney, al que hincaba la espuela con ganas de galope. Pero que no fuera, por Dios, como ninguno de ellos; que no tuviese nada de aquella cepa que se iba agostando en los lastres de un estilo. Y eso que el abuelo, al menos, había tenido el talento de sortear los puntazos y, entre tumboneos y palmas, sacaba a flote una cosecha difícil y veinte corridas al año. Cuando le dio la ventolera por una mujer, que le plantó al aparecer un galán a la cuarta pregunta, pero con veintitantos años, comprendió que para él se había acabado el baile. Entonces se fue a la finca, donde estuvo toda la tarde acosando novillas y, después de cansar tres caballos, se entró en el caserío, escribió unas cartas de despedida y se disparó un tiro en el corazón. Allí estuvieron guardadas, en el armario de aquel cuarto cerrado de Santa María la Blanca, las cartas y la camisa manchada de sangre.

Es lo que nunca hará Pepín. Porque, aunque llegue a pensarlo, en el último momento le temblará el pulso y agachará la cabeza a cuanto pueda venir por los trémolos de una ruina sin nombre. El prurito contra viento y marea, los demás escondiendo la sonrisa y él como si no hubiera pasado nada en el mundo. Ahora, por todo escudo, cuatro recuerdos y la mala tierra de «La Mimbre», que no sirve ni para sacar dos seras de albero.

Si tuviera a Rafa, en estos momentos de espinas... Un hijo ajeno a todo, sin más afán que su música y sus disparates clavados en la pared, que ahora no hallará nada que le sujete aquí y se irá a pender de un hilo, a gusto por sus despeñaperros. Será así —a qué engañarse—, por mucho que ella lo haya temido desde aquellas primeras excentricidades que coreaban los demás. Agarrada a una esperanza, como siempre, que es la que le ha dado fuerzas para seguir fingiendo. Que nadie pudiera descubrir el tedio de un infinito de horas muertas: del brazo de Pepín en reuniones, un sacrificio deprimente y, a la larga, sin sentido. La constante mentira del retozo en las consabidas celebraciones con sus palmadas, cambiadas en las otras, la risa como si de verdad le hiciera gracia la asadura de una broma, su baile de brazos enroscados y la esquiva al quiebro... Temía la llegada de abril, porque tendría que hacerlo, como todos los años; y no faltar una tarde al tendido once de la Maestranza —el de los que entienden— y extasiarse, en la mañana del real, ante un tronco de caballos —como aquellos que fueron suyos, vendidos aprisa, para salvar un vencimiento— y consumir la noche entera en el tablao de la caseta, aceptado unánimemente el plan de terminarla con los churros y el cazalla de las gitanas calenteras. Temía que llegara mayo, por los días del Rocío: una semana en el vaivén tirado por los bueyes, el mosto del Condado, el agotamiento de ir por las arenas, «que es como van a la romería los rocieros de verdad», la punzada del tamboril poniéndole los nervios de punta, la pina de maricas en sus sevillanas de Peralta. En julio, la Velada de Santa Ana, bochorno de la calina entre la muchedumbre del Altozano y de la calle Betis, tangos junto a las viejas cerámicas y a las forjas, orillas del río adonde van los novios para abrazarse en la hierba mojada. En diciembre, la Nochebuena con los gitanos de San Román, bailes de jaleo sin fin y el peleón que a veces hace relumbrar las navajas de la reyerta cuando una pone en cuarentena la flor de una muchacha virgen.

A partir de ahora todo será distinto. Quizá peor, pero al menos distinto. En otro tiempo hubiera parecido absurdo ver en esto una forma de liberación. Y es que nada puede justificar ya el disimulo y no queda más que emprender la carrendera con la cara descubierta, sin otro ánimo que el de salvar el escollo de cada día.

El portazo como única explicación. Habrá cogido el coche —que dentro de media hora no será suyo— y, si ha enfilado la carretera, estara pensando que todo puede resolverse con pisar a fondo el acelerador. Entonces se enfrentará por un momento consigo mismo, para la urgencia de un resumen que va a hacerle llorar. Cuando, pasados unos minutos, se convenza de que las cosas suceden y de que son así, exactamente así, levantará el pie y se verá solo en medio de un paisaje nuevo, y dará la vuelta para ir por el mismo camino, haciéndose preguntas que no puede contestarse.

La tarde se ensombrece bajo el nublado y la lluvia pone en el cristal un rosario con cuentas de agua.

Habrán de pasar muchas tardes así, viendo cómo todo envejece.

(...Ya habéis recibido las bendiciones, según costumbre; lo que os amonesto es a que guardéis lealtad el uno al otro y, en tiempo de oración, y mayormente en ayunos y festividades, tengáis castidad... La plática, como un susurro...)

Será siempre la misma pregunta —¿dónde estará ahora Rafa?— y también un rosario de gracias porque saldrán adelante; con tristeza, con dificultades y nostalgias, pero adelante, escuchando este otro silencio, los dos solos, sin nada que decirse...