A las seis de la tarde
(Cuando, cerrada la cancela del cementerio, los muertos se quedan muy solos.
Por la cañada vuelven los olivareros, hacia el valdepeñas y la baraja del rentoy. «Filigrana» perfila el contorno de sus castañuelas: de palo de rosa, de ébano, de granadillo.
«Si fueras ciego —dice Tobías en las páginas de la Biblia— estarías limpio de pecado»; pero Anselmo —el ciego que pregona en la esquina de la calle del Lirio— no lo está. Sabe definir los colores porque cada acorde musical ha creado en su mente un color. Adivina la hora que es por cómo huele la tarde, y el sonido de unos zapatos de tacón alto por la acera le oprime el pecho en congojas que no ha aprendido a disimular.
La hora en que el sol se deja caer sobre la copa de los eucaliptos. En el verano hay conciertos de la Banda Municipal en el Paseo del Cristina, con sabor de barquillos de canela. Alegría verbenera en la plaza del Pumarejo, tiro al blanco de vaquitas mecánicas que dicen sí con la cabeza, vendedores de tabaco, de higos chumbos y del cancionero de moda. En San Marcos las niñas se cuentan la historia de Blandina, débil y blanca como un jazmín.)
Seis campanadas en el reloj, que oye entre sueños y, en seguida, el timbre del teléfono como una sacudida. La voz del padre y, poco después, el golpe de la puerta al cerrarse, que ha dejado en toda la casa un eco vacío. Nada habrá salido según sus cálculos, último capítulo de una historia al fin y al cabo sin importancia.
Mucha preocupación, mucho desvelo, pero, después de todo, deben dar gracias de que él siga ajeno a cuanto ocurre. Lo pensarán así, casi seguro, y mejor es que lo crean, ya que, si supieran la verdad, les parecería más cínico o más loco. Su enorme satisfacción porque esto viene a librarlo de lo poco que todavía le tiene atado allí, aunque sea en la soledad del cuarto, con su música, sus pósters y los recortes de periódicos y revistas que ha ido colocando en la pared, pacientemente: como jaculatorias personales e intransferibles que se repite todos los días, para darse fuerzas con que evitar la tentación de integrarse en un mundo convencional que le horroriza y le repugna.
Rafa está loco, se dicen ellos, porque, si no fuera así, comprendería la insensatez de no querer su sitio en la sociedad, de la que se ha marginado con el descaro de la melena larga, el pantalón vaquero y la camisa de colores estridentes. Lo que tienen que sufrir las madres, se lamenta ella, con la mirada hacia arriba, sin duda en busca del barquito de la Virgen de Consolación. El caso es que siempre fue un niño normal, dócil, de escrupulosas confesiones, según aseguraba el Padre Félix. Normalidad y sumisión, premisas del silogismo adecuado al equilibrio del mundo: el único lujo que puede uno permitirse, en estas circunstancias, es ponerse así de cursi. Un niño como Dios manda que, han contado miles de veces con orgullo, fue recibido Hermano en la Cofradía a las tres horas de nacer y bautizado al lunes siguiente con una túnica de nazareno por mantilla...
La infancia de las vacaciones en el campo, un poney y dos gañanillos para sus juegos. A la caída de la tarde, el paseo hasta el pueblo, adormilado en el vaivén de la calesa. Cuatro mulas tordas, con cascabeles y madroños, guarniciones con clavos de plata y, al pescante, el mayoral de calañés y látigo cuajado de moñas. Los hombres se quitaban la gorra a su paso y, por las fiestas de San Ginés de la Jara, le llevaban el jarro con el primer mosto, que probarlo el señorito chico daba suerte a la cosecha.
Todos los domingos, muy temprano, venía el Padre Félix a decir la misa en la capilla de «El Yunquero». A él le temblaban las piernas cuando se acercaba al confesonario, seguro de no librarse del infierno por haber dicho una mentira y por entrar en el silo donde Juanilla, la de Martín el Capacho, cernía el trigo. Al hacerlo, inclinada hacia adelante, se le veían los pechos, agitados con el mimbreo del cuerpo, y él se notaba sin saliva. Dos estaciones del rosario, la mirada llorosa en los ojos dulzones de la Virgen...
La vuelta del campo era alegre, en el son cascabelero de los collerones. Pero al entrar en la casa —aquella casa grande de Santa María la Blanca, donde se había espesado el aire—, sentía miedo y ganas de llorar. El frío de las mañanas, las horas muertas, larguísimas, del colegio y, acabados «los deberes», encontrarse solo con la vieja Nieves, preparado el baño, «sécate bien, ahora a cenar, hay que comérselo todo, a la cama», «porque os amo sobre todas las cosas, a mí me pesa, pésame, Señor, el haberos ofendido»...
No tenía sueño y en la oscuridad de la habitación se notaba rodeado de fantasmas mirándolo fijamente. Junto a su cuarto estaba el del abuelo, cerrado desde que murió. Él lo había deseado mucho, hasta que una tarde descubrió la llave, olvidada en un cofre, y entró, con el corazón en la garganta. Olía el cuarto a tierra mojada y a naftalina. Colgaban de la pared espuelas oxidadas, fustas con empuñadura de metal mohoso, túnicas de penitente, cañeros de cobre apagado... Fue abriendo las vitrinas y llenándose los dedos del polvo gris que cubría los viejos libros de la ganadería y de la bodega, hasta que descubrió la camisa con el cuajaron de la mancha oscura, en medio de ella un orificio y, en el mismo anaquel, unas cartas de despedida. «Ruego que no se culpe a nadie de mi muerte, que acepto por voluntad propia...» Así que era verdad lo que oyó a medias una noche de fiesta, en su casa, la voz de Luis Santos hablando con alguien al otro lado de la puerta. A Joaquín Jiménez sí que le gustaban las mujeres. Por eso, cuando una le dejó en la cuneta, se fue al campo, donde corrió tres o cuatro caballos, tentó un par de novillas y luego entró en el caserío, escribió unas cartas y se disparó un tiro en el pecho... La mancha había acartonado la tela. Al levantar los ojos, su mirada tropezó con la del abuelo, detrás del cristal roto: una mirada penetrante, burlona, que durante muchos años seguiría viendo en la oscuridad, empapado en un sudor frío.
Algunas veces, cuando ya había conseguido vencerse en el sueño, despertaba sobresaltado por la voz del padre. Palabras como pegadas al paladar, arrastradas, repetidas. Después, un silencio y tras él unos pasos inseguros hacia el cuarto de baño, el gorgoteo de las arcadas, el vómito, el breve torrente de la cisterna y allí, entre las sombras, la mirada quieta del abuelo...
Debe de estar loco Rafa. Cuando la visita pregunta por él, la madre cierra los ojos y mueve la cabeza por rehusar el comentario. Ya no queda sino que haga lo que quiera o convencerlo para que se deje llevar a un sanatorio. El calvario que están pasando —esta juventud de hoy—, la vergüenza de verlo con esa facha, las melenas por los hombros, el dormitorio como el de los bohemios, hecho una pocilga, por todas partes carteles disparatados, carpetas de discos, recortes de periódicos... Ella querría saber qué significan esos recortes, pero como a Rafa no se le puede preguntar nada, porque en seguida sale por los cerros de Úbeda...
Vivir. «Quiero vivir», dijo Robert Laporte —veintiún años irritantes— cuando amanecía el 10 de noviembre, prendiéndose fuego frente al rascacielo de las Naciones Unidas. Por la paz, el muy ingenuo. «Le digo a usted que estos chicos...» El disgusto que se llevaría su familia. «Mr. Frederic Donner, de la 'General Motors', cuarenta y ocho millones al año; Mr. Towsen, de la 'Chrysler', treinta y cuatro millones.» Déjate de rebeldías, cariño. ¿Qué vas a ganar? En los bailes benéficos, el cielo. Chocolate y leche en polvo para tres días a uno de los setecientos cincuenta millones de niños que pasan hambre en el mundo ahora, en este momento. «Jesús no escogió ningún apóstol que no fuera blanco», dice el cartel que enarbola Mrs. Gaillot al paso del primer obispo negro de Nueva York. Canta Bob Dylan: «Ahora yo debo odiar a los rusos, de todo corazón, con toda mi alma, pues tenemos a Dios a nuestro lado»... «Querido San Miguel — reza la oración de los policías católicos neoyorquinos—, glorioso comisario de la policía del cielo, que tan claramente y con tanto éxito respondiste antaño a los designios de Dios, rechazando a los indeseables, echa una mirada benévola y profesional sobre tus fuerzas terrenales; dame cabeza fría, corazón templado, sólidos puños y fino olfato, y, cuando abandonemos nuestras porras, alístanos en tus fuerzas celestiales...» Hay que tener juicio, Rafa. Si he de asesinar a cien mil personas, no lo haré con una orden verbal, había dicho aquel general Thomas T. Hardy; la orden fue Hiroshima, por escrito trescientos mil muertos. «No es un derroche, sino una inversión», aclaró la bella Farah Diba refiriéndose a los seis mil millones de pesetas que costó celebrar el aniversario del Imperio. El Reverendo Connie Lynch predica en Florida: «Deberíamos dar una medalla a los que lanzaron bombas contra la iglesia de Birmingham. Pero ¿no es una vergüenza matar a unos niños? Ante todo no eran pequeñas: tenían catorce o quince años y, además, no eran niñas, sino perrillos, monos, negros. Sólo los blancos son niños, porque sólo los blancos son hombres.» Jimmy Láveme Williams: diecinueve años, lo llamaron a filas y cayó en Vietnam sin saber por qué. Den Thrasber, alcalde de su ciudad natal, Wetumpka, ha prohibido que sea enterrado en aquel cementerio, porque «sólo los blancos son hombres»...
Entonces había ido en busca de los otros, como iluminado. Y también de ellos había vuelto con asco.
A mí que no me hablen de política. Que nunca habían vivido como ahora, cuando podían ver el partido de fútbol en el televisor, veinte plazos y sin entrada ni fiadores. Eran aquellos que desde hacía doce años —desde las inundaciones del Tamarguillo, que se les habían llevado la casa, los muebles, la ropa— se hacinaban en los barracones provisionales de San Pablo. Cuando salían del cuartucho les daría en los ojos la geometría de los grandes bloques de viviendas con ascensor, terraza y portero de uniforme. Se lo había repetido aquel amigo circunstancial, inspector de ventas en una fábrica de refrescos y a cuyo padre habían matado un 19 de julio. Y los que recontaban el dinero antes de entrar en la taberna por si les llegaba para un vaso de tinto, y los que se dejaban la piel en los pozos de Villanueva de las Minas. Primeras horas del día, hacia la Facultad, apretado, en el autobús, entre los que sólo tendrían por delante ocho horas de quemarse las manos; hombres rotos, envejecidos, que comerían en la acera al sonar la sirena, batiéndose el cobre por la internada del delantero centro o por la ineptitud del arbitro al no sancionar una falta clarísima dentro del área. Debía de haber una razón para la esperanza y la buscó entre la gente joven que hablaba de música, de poesía, de teatro. Desde el anochecer, entre las luces mortecinas de «La Cuadra», el cubalibre a cuenta de papá y el coche —también regalo de papá— a la puerta. El grupo de teatro comprometido desvelaría a Brecht, naturalmente siempre que consiguiera la subvención oficial. La grifa para creer en la liberación, la denuncia contra el consumo y un oculto resentimiento por el más reciente éxito comercial de «Los Smash»...
En la tasca del Altozano —la de los sábados sin prisa—, arrullada por los viejos discos de Vallejo, la charla con Juan Torres el arenero, que acabará de hundirle el mundo sobre la cabeza.
Juan Torres tiene mujer y cinco hijos. Se levanta una hora antes del amanecer y trabaja en la carga y descarga de los camiones. Cuando da de mano en el Mercado de Entradores, toma la vera del río para embarcarse en una de las lanchas que hacen el transporte de arena desde el puntal de la Corta. La faena —el remo en el agua, la pala en la tierra— dura hasta la noche. La mujer de Juan Torres padece asma y tiene el vientre recosido, pero ha de cuidar de la casa y se ajetrea todo el día con un estilete en el costado, ahogándose. Los hijos, sucios y enclenques; los mayores, en el robo de la calle y los chicos en el aire asfixiante de la habitación sin luz. Pero ella hace un hueco en sus horas para oír la novela de la radio, porque le gusta llorar las desdichas de Matilde Conesa, y para seguir el hilo de los acontecimientos de que da testimonio la revista gráfica. Juan llega tarde y mordisquea un arenque. Los hijos duermen, ovillados en el catre, y la mujer le cuenta las noticias. Parece que, por fin, Fabiola está embarazada, y que Soraya va a casarse, y que Paola se está cansando de Alberto; la fiesta de Marbella habrá tenido que ver: lo guapa que iba La Polaca, lo bonito que era el vestido de Natalia Figue-roa... Juan casi sonríe y sigue lijando con los dientes la carne salada.
Todo como un frío que fuera apagando su cal viva; como el agua que convierte la herradura al rojo en humo, y en hierro templado. Porque, éstos no eran mejores que aquellos y Juan le servía tan poco como Isabel, la amiga íntima de casa, o como Reina, el encargado de la tómbola.
Isabel es viuda. La primera en entrar en la Parroquia —escapada del aire condensado toda la noche y bostezo del monaguillo buscando, a las tientas del sueño, la cuerda de la campana, porque le gusta confesar y comulgar con la fresquita. Todos los días un duro de limosna —traducción libre de los diezmos y primicias— y prenda de lana en cuanto apunta el invierno. Reza en latín, porque siempre ha creído que Dios habla en latín, y sería capaz de pasarse la madurez aportando datos coloquiales para demostrar que el Señor es de derechas. Los pecados que confiesa deben de ser menos que veniales: cierta pereza al abandonar la cama, un poco de gula a la vista de ese batido de nata que liba en «Ochoa» y un atisbo de envidia hacia los mártires que tuvieron la oportunidad de morir en la arena del circo, devorados por las fieras. Isabel, que es mucho del Padre Bandarán, esgrime la única solución viable para el desbarajuste que hay: la hoguera para los herejes. En eso está de acuerdo Reina, el encargado de la tómbola, y ya se cuidará él de que sus doce hijos piensen lo mismo el día de mañana. Doce hijos, con la mujer al filo de la muerte en los cuatro últimos partos y él en paz con su conciencia, que es lo importante.
Rafa debe de estar loco. Pero nada podrá ya salvarle y es ahora cuando podrá emprender el camino por su cuenta con la gente que le gusta: la que va por el campo, y tira los desperdicios en las plazas, y el hombre abraza a la mujer al aire libre, tirados en la hierba, devolviéndole al amor su pureza elemental y primitiva. «Estos jóvenes de hoy, como no saben lo que quieren»... Y él lo sabe: quedar fuera de la categórica gravedad que se consume en gráficos de producción, y declara las guerras, y desnuda a las mujeres por dinero. Doña Isabel ignora que con una pequeña dosis de ácido, según los experimentos hechos en los laboratorios, el gato huye del ratón, la carpa abandona las aguas profundas para salir a la superficie y la araña teje su tela de forma irregular. Todo distinto a como fue siempre. Algo así...