Al mediodía
(Cuando la Feria se emborracha en la estampa del paseo de caballos.
La hora en que se levanta el rastrillo para visitar a los presos y, a la puerta de las Administraciones de Lotería, se cuelga la pizarra con los números premiados.
El domingo del invierno, la hora de arrimarse el mosto de La Pañoleta en su propia salsa.
Se calienta el cristal en los comercios antiguos de la calle Feria, con alpargatas de colores colgadas en el dintel, como puestas a orear. Por el aire, embalsamado en el jugo de las frutas, evolucionan las avispas envueltas en sus mallas amarillas y negras.
En la calle de las Sierpes, hombres que hablan de cosechas, de ganados y de mujeres. Casinos con cadáveres que leen el periódico y Bancos de puertas giratorias, tiovivo de empresarios. Se acerca el gitano del poblado bigote, en la pinza de sus dedos el gusanillo enroscado de la sortija falsa —que querrá pasar por oro de ley— y en la Plaza Nueva, entre varas de nardos y sillas de hierro, las niñas cantan la seguidilla del pañuelo que bordara la novia de Reverte...)
Al menos desde esta distancia, a los ocho o nueve metros que le separan de Charo, hay que reconocer, se dice, que sigue siendo una mujer de bandera. No sólo ha sabido conservar la línea que bordea los peligros de los contornos excesivamente pronunciados, sino que son tersa su piel y jóvenes sus ojos penetrantes, con esa dureza que siempre infundió respeto. Pero a esta hora del mundo las miradas parecen no tener tiempo para detenerse en delectaciones...
Pepín Jiménez ha dejado a Rivera —y el ruido enloquecedor que le rodea, la frialdad de la nave, la perfecta y deshumanizada sincronización de las máquinas—, conteniendo la bilis que le viene a la boca, mientras vuelve a atravesar la ciudad, anaranjada y gris, del mediodía.
No debería extrañarle. Fue Rivera el primero en abandonar la reunión de los cabales, hace ya cuatro años. Empezó por ausencias que apenas justificaba con medias palabras y evasivas, hasta no acudir más a la cita porque, según escribiera en una carta de tres renglones, eran incompatibles los buenos ratos de los amigos con los deberes de su nuevo trabajo. Meses más tarde sería Salvador quien levantara el vuelo, cobrada la caza tras el paciente y calculado cerco al capital que le aseguraría el futuro. «Ya que el matrimonio es una cruz —decía Salvadorito—, al menos que sea una cruz pensionada.» Y bien que le salió el rastreo, resultando un aguilucho en el negocio, al que dedica mañana y tarde, hasta que Dios quiera, que será cuando le sorprenda el cepo del infarto.
Al preguntar por Fuentes le han dicho que no llegará a casa antes de las dos. Dado el cambio de programa, acaso no tenga que verlo si, como es de esperar, la Charo se aviene a razones; no por afecto o gratitud, sino por temor a perderlo todo. Él conoce a las mujeres y hasta dónde llegan sus confesiones más sinceras. No se habrá expuesto Charo más que a lo imprescindible, en punto a confidencias, después de enredar al vejestorio a quien hizo pasar por la vicaría. Pronto se cumplirán cuatro años. La boda casi de tapadillo, sin participaciones ni invitados, y el pequeño revuelo de los que la habían conocido de cerca: lo que se dice un monumento, de cuando los hombres aún volvían la cabeza para perderse en unos andares. Después del matrimonio, como si se la hubiese tragado la tierra, encerrada en el chalet de Alcalá.
Antes de alcanzar la carretera, la prueba irritante de los semáforos, los pasos de cebra y las direcciones prohibidas. La calle, ayer estrechísima, es hoy una avenida, pero se tarda más en salvarla. Cuando pasaba el tranvía por ella era necesario arrimarse a la fachada. Había un almacén de aceitunas, con sus lebrillos asomados a la acera, donde hoy se levanta un enorme edificio, portero de uniforme marengo y una sucesión de placas con las siglas de otras tantas sociedades anónimas. No hay trajín de pregones ni regateos en la plaza de abastos, adonde iba muchas mañanas con Fuentes, al rito de las sardinas asadas, porque la compra se hace al empezar el día en el supermercado, disciplinada formación de artículos en serie. «Triste y sola», como en el vals de la Tuna, está cerrada la vieja Universidad, a la que iba de tarde en tarde. Era el único que no temblaba ante aquel esquizofrénico, catedrático de Derecho Romano, y el único que tenía para invitar a los compañeros de curso a una jornada de magreos alegrones en casa de Lamadrid. Las tabernitas del machaco —carteles de toros y veladores del dominó—, para volver a empezar con fuego en la garganta, son como quirófanos que exponen tras el cristal lavadoras automáticas y frigoríficos. De otros tiempos no queda sino el «Bar Pinto», en la esquina de La Campana, pero sólo como reliquia de aquellas noches pasadas en el sótano, a la guitarra Manolo el de Huelva y, en el «pellizco» que ponía escalofríos y lágrimas, las viejas lorqueñas de la Niña de los Peines: esquilones de plata, bueyes rumbones... Saltaba de entusiasmo Pepe Pinto, llorando como un niño nervioso, y Pastora, la Niña, iba transfigurando su fealdad en una belleza nueva, desconocida. Años después sería la locura minándola poco a poco, hasta convertirla en un animal de gritos, envuelta en unas sombras y en unas navajas que únicamente ella podía ver.
Parece que la ciudad fuera a extenderse hasta el infinito, inacabable. Las modernas edificaciones, iguales ya a las de todo el mundo; cárceles de ladrillo enlucido, cárceles de piedra, cárceles de mármol, se alzan sobre los que fueron campos de olivo y de naranjal. El asfalto se ensancha en el veril por el que venían todas las mañanas, desde Guadaira, los borriquillos con los serones cargados de pan crujiente. El pueblo —en la Mina, la Cañada, la Plaza del Perejil— olía a tahona. Contaba Joaquín Jiménez cuando iba a escuchar los cantes del de la Paula. Subían por el Arquillo de San Miguel y, en una cueva oscura rezumando agua, los recibía aquel gitano con cara de perro bóxer, sentencioso y frágil, mordido por el hambre. Se llevaba a Joaquín el de la Paula a la Venta de Platilla, donde alguno de los amigos cerraba el trato para la compra de gallos peleones que echaría a reñir allí mismo, como contrapunto de la soleá: «Ya no me hablan en la calle; en mí se cumplió el refrán: tanto tienes, tanto vales».
El chalet de la Charo está antes de llegar al pueblo, en la curva cerrada, entre el otero y el barranco, donde ha acabado para muchos una madrugada alegre. Si todo falla —pero no será así, todavía cuenta con «la malilla» para el arrastre—, éste será el sitio. Basta con poner el coche a tope y no girar el volante. La muerte en medio del paisaje verde, las aguas mansas del río, las almenas del castillo y, al fondo, el pueblo blanco que despertaba al pasar, lento y asmático, el tren de los panaderos.
Cada sillón isabelino debe de valer una fortuna. Y cada adorno, caprichoso y original. Una colección de porcelanas y abanicos en la vitrina, marfiles alineados en la repisa de la chimenea, atizador barroco sobre el sardinel y, presidiendo la sala, una Charo idealizada, vestida de amazona, brazo en jarra, curva del rostro dibujada por el barboquejo, y zahones bordados.
La otra, la Charo verdadera, es menos lírica, pero decididamente más carnal. Su piel tostada, su andar majestuoso, sus ojos duros, más duros cuando le mira con valentía y le pregunta —la voz parece lejanísima— quién es y qué es lo que desea.
Ha sido como encontrarse de pronto en el vacío; como perder el suelo bajo los pies, notar que se hiela la sangre, de golpe, y que todo gira vertiginosamente alrededor de la cabeza. Pero esto ahorra el balbuceo de los preámbulos y deja más libre el camino para decir lo que le trae. La necesita: así, sin más. No piense que es agradable llegar a estos extremos. Se trata sólo de un préstamo, mientras hace frente a unos imprevistos que en menos de un año dejarán las cosas como estaban.
La pausa es tensa, violentísima. La voz de Charo, aplomada y firme, como una navaja abriéndose paso por la carne, muy lentamente, cuando le dice que debe de haber un error. «Perdone, pero no sé de qué me está hablando.» Que no le conoce...
La escena, tan irreal, tan inconcebible, durará apenas cinco minutos. Esta vez es otra la sonrisa, para que vea en ella que la desesperación puede llevarle a todo, tirar por la vaguada y allá cada cual con las consecuencias. A ver si no es mejor avenirse a razones, que nadie sabe de lo que es capaz el lobo cuando está cercado por los perros: hasta a los árboles y al viento da dentelladas y seguro que no morirá sin hacer sangre.
Charo, sin embargo, repite sus palabras, como una lección aprendida, y él va más lejos en la amenaza, concreta ya en el recuerdo de Antonio Rivera, y en el de un tiempo en que era apostada a un póquer de dados, y en el de una noche en que se tendió desnuda sobre un muchacho muerto...
Cuando Charo, recia, imperturbable, hace sonar una campanilla y luego ordena que «acompañen al señor hasta la puerta», Pepín Jiménez querría gritar el asco y cortarle la cara. Pero el día va pasando y lo inmediato es ganar tiempo, aunque habrá de volver —¡claro que sí!— a cumplir la promesa. Salir de nuevo, dominando el vértigo y la rabia, y despertar de la pesadilla con las manos en el volante, mojados los ojos. En el parabrisas, una carretera desvaída, como envuelta en nubes y en agua.
Se pierde el ruido del coche. El silencio, rozado levemente por un trino y por el susurro de las hojas. Es entonces cuando ella nota partírsele algo por dentro, igual que una cuerda tensada más allá del límite. Tiene que sentarse, desfallecidas las piernas, y ocultar la cara con las manos, oprimiéndolas en un intento de borrar la última imagen de Pepín Jiménez, las palabras que la han traspasado de parte a parte y el rencor entrevisto en su mirada.
Porque nunca ha tenido el valor de decirle a Carlos la verdad y ya es demasiado tarde. Muchas veces estuvo decidida, pero acababa por callar, quizá culpablemente, por no destruir su ingenuidad, su confianza. Por eso, desde que entró en aquella casa no ha querido salir, con miedo de todo, hasta del aire que pudiera quebrar esta dicha apacible.
Cada anochecer, cuando llega Carlos, cansado de la batalla ganada, siempre hay unos primeros momentos de temores, por si alguien, quién sabe si dolido de su suerte o de su tacto, le ha querido vencer con una insinuación. Sólo unos minutos, porque en seguida advierte que todo sigue igual y apenas escucha, dando gracias a Dios, contenidas las lágrimas, lo que él le cuenta de cómo ha logrado la subasta de un terreno, de que ya se han cubierto aguas en el bloque que empezó a construir hace unos meses, de mil cosas que ella no entiende, pero que van devolviéndole el ritmo del pulso y el rumor tibio por las venas. Después de cenar, sentados ante el televisor, es cuando más extraño le parece todo, y piensa que vaya a despertar en las noches del whisky, de las náuseas y de un hombre cualquiera al que ha fingido caricia y desmayo. Se le acelera el corazón al paso de los coches y cuando suena el teléfono. Carlos enciende otro cigarrillo, que en seguida apaga contra el cenicero, la besa en la mejilla y cierra los ojos. Trabaja mucho, no es joven y ella se siente segura así, sin más deseo ni más sed que tenerlo al lado. Porque lo encontró en el último instante, la vida cada día más apretada y difícil, cercano un final de miseria y de angustia, acaso con un recuerdo remoto y feliz —únicamente un recuerdo feliz, el de José Manuel— que llevarse a su soledad.
Quince años ella y él diecisiete. Un muchacho rubio y dicharachero, con la cabeza a pájaros, el paseo entre risas bajo la lluvia, porque a los quince años no le importaban sino aquel calor que le oprimía el costado y el beso largo de la despedida. José Manuel se casaría con ella en cuanto terminase la carrera. Apenas tenía dinero, pero tampoco les hacía falta para gozar la vida de punta a punta, la tarde en la orilla del río, la espera impaciente a la puerta de la Facultad, el rinconcito del parque —siempre la misma glorieta, el mismo banco—, la caricia nerviosa por el muslo, floreciéndole los pechos en el calambre de su mano. Los domingos iban al baile de San Basilio, para estar abrazados en la música, unidas las mejillas, las palabras mojadas y una ascua en los ojos. Siempre les sorprendía la hora y entonces habían de volver, ligero el paso, casi sin hablarse, con el susto de llegar demasiado tarde a casa... Hasta que todo se iba apagando mientras subía la escalera y entraba en su habitación, tan triste, tan vacía, las quejas de la madre, la desesperación, el plato de caridad y el miedo a que la vieja Matilde se negara a prestarles más dinero.
Pero sí les prestaba, segura del cobro, con un aumento en la ganancia. Cada prórroga era doblar los intereses; por eso a menudo saldaba las cuentas llevándose muebles, alhajas, ropas, y, sin embargo, era el pañuelo de lágrimas de todo el barrio y no había quien no le debiera haber comido cuando no se tenía ni para hacer cantar a un ciego. Matilde la ditera iba los lunes. Cuando no le podían cubrir la semana, después de anotar algo en su libreta, llevaba la charla por otros cruces. Debería acompañarla la niña, alguna vez, para el cobro y para ajustarle el monto de las partidas. Matilde la miraba a los ojos y había en su voz una blandura de complicidad. «Un día tienes que venir a mi casa...»
Qué era lo que quería esa bruja, le preguntaba José Manuel, y lo olvidaba en seguida hablando de los exámenes y del momento maravilloso de los dos solos, ajenos a todos los demás...
Por los primeros días de junio empezaron a verse poco, porque él tenía que hincar los codos de firme para sacar el curso. Se acordaban entonces de los milagros y hacían promesas a la Virgen del Refugio y al Cautivo.
Una tarde, más por tener contenta a Matilde que por estar resuelta a ayudarla en el trabajo, fue a su casa. La esperaban la ditera y un hombre, ni joven ni viejo, bien plantado. Una salita a media luz, paredes recargadas de cromos, en la radio una música suave y, sobre la mesita de centro, tres copas y dos botellas con el cuello envuelto en papel de oro. Ella no había probado nunca aquello, con espuma y burbujas, que le cosquilleaba en la nariz, aligerándole el corazón.
Con la segunda botella se le hizo más tonta la risa y le era agradable el brazo que le rozaba el pecho. No recuerda cómo ni por qué salió Matilde, dejándolos a los dos solos en aquel juego de la mano oprimiendo su mano, primero, y luego la boca en busca de su boca. Tampoco recuerda el momento de entrar en el dormitorio. La cortina granate, el perfume de jazmín, la luz roja de la pantalla y él empujándola suavemente, hasta sentir en la espalda el frescor de la colcha y el vientre el peso deseado, para el dolor agudo, breve, que acabaría en un gemido de muerte pequeña.
Al abrir los ojos lo vio muy cerca, alborotado el cabello sobre la frente con sudor. Hubiera querido llorar, pero no pudo, y ocultó la cara contra la almohada hasta que le oyó salir del cuarto. Cuando volvieron a encontrarse en la salita, él le acarició los labios, dejó en la mesa unos billetes y fue hacia la puerta. Al alejarse sus pasos, escalera abajo, sí se sintió las lágrimas, como una lumbre dentro de los ojos.
Seguiría yendo todos los jueves. La recibiría Matilde, casi sin palabras, para dejarla y volver a una hora convenida, repetida la escena que ya no era con el mismo hombre. Había asco y tristeza en todo aquello, pero también un orgullo rebelde porque significaba aliviar las angustias de la madre y vestir como las demás muchachas. Nunca más ese mordisco en el estómago, que desvela el sueño, ni los ojos lastimados bajo la luz amarillenta —cada puntada un parpadeo—, el palo de rosa para disimular el brillo de la falda negra, las rodillas en carne viva, de arrastrarlas por el suelo, y el aguijón en la espalda, con la prisa por acabar el bordado por cobrarlo cuanto antes. La madre la creyó cuando dijo que le llevaba los libros a la vieja y que ésta era generosa en el pago. A José Manuel, que les mandaban dinero unos parientes a los que habían recurrido. Hasta aquella tarde en que se le nubló la vista y hubo de sentarse en el escalón, desfallecida en unas náuseas insoportables. Tres meses ya sin empapar los paños, la fiebre que la cansaba hasta el agotamiento y, sin saber por qué, sus ganas de llorar. Le dolían los pechos y, al mirarse al espejo, se los notó en punta. Cuando, la tarde aquella, estando con José Manuel, comprendió que era imposible ocultárselo por más tiempo, se lo confesó valientemente, sabiendo que sería la última vez que se vieran. Él la miró como un muerto, sin secarse las lágrimas; ella le vio ir, con las manos en los bolsillos, baja la cabeza, hasta que se perdió entre las gentes y los coches.
Se le había pasado la fatiga, pero todavía esperó un rato allí sentada, en una soledad nueva y espantosa. Luego subió la escalera, vencida contra la baranda, y entró en el cuarto. Resultó más fácil de como lo pensara, después de todo, porque ya nada tenía importancia y porque bastaron dos palabras. No, no era de José Manuel. No, tampoco estaba segura de quién podría ser aquello que pronto empezaría a arañarla. Dolían más los insultos así, en voz baja. Las mujeres de la calle tienen que vivir en la calle... Puso en una maleta alguna ropa, la imprescindible, y salió, dejando atrás sus años de niña.
Fue la primera noche que durmió en casa de Matilde. Al día siguiente la vieja arreglaría el cuartucho de la azotea, donde esperó el momento de ir a la comadre, porque no dieron resultado los remedios del azafrán, el ajenjo, la melisa ni los dolorosos masajes en el vientre.
Cuando llegó la hora quiso huir, con miedo de desangrarse en aquella cama desconocida, pero la comadre logró tranquilizarla, porque nunca pasa nada, «no te apures, muchacha, no es sino un suspiro, como un picotazo», mientras frotaba una y otra vez, hasta la dilatación, y entonces el junquillo endurecido, la respiración contenida, ¿lo ves?, no te has dado ni cuenta, y era verdad.
La petulancia, la amenaza, el desgarro de Pepín Jiménez. La casta de los que se encontraron con todo, para tirarlo por la borda porque en eso se distingue el estilo. Charo los conoció pronto, formando parte de su oficio de adivinar la respuesta que pudiera serle más rentable. De la noche a la mañana, convertirse de niña asustada y temblorosa en mujer que todo lo promete y, en un momento calculado, todo lo niega, para hacer más hambrienta la codicia. El secreto de ir con el compás, el tira y afloja, poner a hervir la sangre y, al filo de la entrega, retrechar la grupa —como ellos dicen— para otro aplazamiento. Dominio de sí misma, aplomo y la fuerza de voluntad suficiente para no rendirse a ternuras ni mezquindades. Volver muchas noches sola, después de arriar velas tras encender un carbón que, a la larga, tendría que doblegarse a razones si quería ser apagado...
Los conoció pronto a través de Enrique, con el que desde el primer instante entrevió la mejor oportunidad de su vida. Fue, por otra parte, el único que supo plantear las cosas muy claras, seguramente porque, con demasiada edad sobre los hombros, no se forjaba ilusiones. Gracias a él, tuvo, al fin, su casa y en ella los caprichos que le parecieron inalcanzables cuando José Manuel —la sonrisa mordiéndole, entre bromas y veras, los cabellos— le hablaba de una boda, el padrino tirando a voleo las monedas para los chiquillos del barrio, ellos escapados para coger el tren y, en cuanto subieran a la habitación, entrelazarse cuarenta días y cuarenta noches, como en el Diluvio, «verás cómo van a ser trillizos»...
A Enrique le gustaba lucirla; sin insolencia, pero satisfecho por las salvas de una pólvora última entre los habituales de su cerco. Aquel mundo, todavía en pie... Fiestas interminables, días quemados en la charla vacía al borde del catavino, las miradas detenidas en su cuerpo. Sus amigos eran más jóvenes que él y todos intentaron la aventura. Tres años con Enrique, cuesta arriba; cada cana al aire, toda una noche del orinal delante de su cara pálida, la bolsa caliente para el cuerpo cortado, y después, en los arrestos del rescoldo, la ilusión de una respuesta siempre fracasada...
En los últimos meses de aquellos tres años lo veía poco, porque ya estaba muy enfermo: la ocasión de sus amigos, que iban al piso a descorchar unas botellas. Algunos habían de contentarse con eso; otros, si brindaban algo más que un halago, entraban en el dormitorio, dejando después lo que hubiera resuelto dos meses de privaciones cuando ella era una chiquilla arrullada en la caricia del novio estudiante. Llegaba Enrique cada vez más de tarde en tarde, cada vez más estrangulada la respiración, y se iba en seguida. «Porque tengo miedo y, después de todo, no quisiera morirme aquí...» También ella sentía miedo, pero de la soledad y, más aún, de estar acompañada por nadie. Al anochecer, salía en busca de alguno con quien alejar las malas sombras.
Fue uno de aquellos conocidos siempre a punto para el galanteo, Antonio Rivera, quien le presentó a Pepín Jiménez. Buen porte, buen rumbo, flamencos al retortero, aliñada la fiesta y seguirla en el cortijo, al que llegarían con las claras. Un olor nuevo, de campo escarchado, el sol abriendo en la tonalidad violeta del cielo, el paso soñoliento de las yuntas, un cante para alegrarlas y el mugido del toro. Los hombres levantaban la cabeza y le lamían las caderas con los ojos. Una mirada de deseo, pero también de odio. Un lujo más del señorito.
Al día siguiente llamó a su puerta Antonio Rivera. Por el gusto de charlar un rato, dijo, y proponerle un enredo divertido en el que debía ser ella el anzuelo. Era para embromar a un amigo, Miguel Sanz se llamaba; descubrirle las cartas de un puritanismo demasiado cargante. Seguro que a sus treinta y tantos años no se había estrenado aún. A ver si era capaz de frenarse en seco con unas copas y ella vareándole la calentura. Pepín Jiménez prometía no escatimar la recompensa y ya se sabía que esos favores los pagaba a precio de oro...
Le resultaba extenuante el mundo de los señoritos, cifrado en la carcajada y en el brindis, una cantiña de fondo y el relato de hazañas coreadas que siempre eran las mismas. Se jactaba uno de haber llevado a una infeliz en el coche, para abandonarla en medio de la carretera, o tirarla a la fuente del Prado. Se habían divertido a lo grande en la fiesta del cortijo soltando un toro, que apareció en el salón cuando menos lo esperaban los invitados, o emborrachando al gañán a quien, cuando ya estaba inconsciente, habían vestido de fraile para dejarlo en un banco del parque...
Ella sonreía a todo y lo aceptaba todo. El secreto del éxito era no oponer ni un gesto ni una palabra. Ni siquiera cuando Enrique, en sus ataques de celos, enloquecido por un alcohol que ya no podía resistir, abría el ropero y le cortaba los trajes a tiras, con una navaja.
La broma a aquel Miguel Sanz, amigo de Rivera, le pareció una de tantas. Por eso le dejó a Antonio la llave del piso y disfrutó el momento, desnudándose poco a poco, el delirio del muchacho, entre el vino y la yohimbina, los otros escondidos, conteniendo la risa...
Cuando él la estrechó en el abrazo todo fue distinto, inesperadamente. Por lo que vio en sus ojos y porque el beso le recordaba aquellos que no había podido arrancarse de la boca. Y, de pronto, el cuerpo quieto, como dormido. Le puso la mano en el pecho y gritó. Salvador tiró la copa y Antonio Rivera se puso a darle palmadas en la cara, para volverlo a la vida. Pero fue Pepín Jiménez quien dijo lo que tendría que hacer cada uno. Sobre todo y para siempre, pasara lo que pasara, el silencio. Y es ahora cuando comprende que no debió guardarlo —ni este silencio ni ninguno— con Carlos. Un hombre de verdad, encontrado cuando más cerca estaba el día de la derrota última. Porque ella no espoleaba ya, a qué engañarse, y porque alguna vez que lo intentó fue más penosa la mirada de los hombres fija en el andar de otras, menos atractivas, seguramente, pero más jóvenes.
Únicamente Carlos supo devolverle años de juventud, desde el primer día de su acoso un poco trasnochado —camp se dice ahora—: su pañuelo para el rímel, el encendedor a punto para el cigarrillo, la flor para el pecho... Cuando, pasados unos meses, de salir juntos —como novios otoñales de cine, aperitivo y despedida a la puerta—, le pidió que se casara con él, no pudo remediarlo y lloró sobre su hombro. Le parecía mentira, y en ese mismo momento hubiera tenido que contárselo todo, pero no lo hizo y después ya fue cada vez más difícil.
Estaba segura de que, un día u otro, tendría que ocurrir eso. Lo que no pensó nunca es que quien viniera a hacerlo fuese aquel Pepín Jiménez, cómplice de una historia que en las noches la ha despertado con el mismo sobresalto, durante diecinueve años. Ahora no queda más que esperar y, mientras, preparar la maleta con lo imprescindible, igual que aquella tarde de irse a casa de la vieja Matilde, la ditera. Entonces era una chiquilla y tenía miedo a la soledad, pero no a la vida. Carlos seguirá durmiendo a su lado, no sabe por cuánto tiempo aún. Ella irá contando las horas con los ojos mojados, abiertos a la oscuridad, hasta el momento de tener que decirle adiós y andar, carretera adelante...