A las once de la mañana
(Cuando pasan los canónigos, camino del Palacio Arzobispal.
Los que cogen el arroz salen del lucio y se frotan las piernas, sin sangre.
El encargado de la ventanilla aparta a un lado el vaso de café de las diez y media y da una ojeada profesional a la solicitud, inviable porque le faltará una póliza. Los turistas no entienden la explicación apresurada del guía, pero sí los ojos tiernos y redondos de la Virgen de la Servilleta.
A esta hora, el niño que ha hecho novillos se siente, de pronto, muy solo y tiene miedo, porque sabe que van a descubrirlo. En el taller de Manfredi las niñas bordan un traje tabaco y oro para el torero que nació en el barrio de San Bernardo.)

Con el que hay que tener más cuidado es con el toro chico, gazapón y sin trapío, decía el padre, y a Pepín le gusta repetirlo. Joaquín Jiménez guardaba recortes de corridas antiguas y famosas, de partes facultativos y de carteles pintados en sedas pálidas. El animal, reseñaba la crónica, no veía de cerca; «Gallito» se retiró para avisarle y, al cambiar la muleta de mano, se le arrancó rápido y certero, dándole dos cornadas. «Durante la lidia del quinto toro ha ingresado en la enfermería el diestro José Gómez 'Gallito', que presenta una herida penetrante en el vientre y región inguinal derecha, con salida de epiplón, intestino y vejiga.» Toros de la Viuda de Ortega, terciados, broncos y nerviosos; el de la muerte por sorpresa, negro, de cabeza recogida, apretado de cuerna y con un peso, ridículo, de doscientos cincuenta y nueve kilos en el desolladero...
A Joaquín Jiménez le agradaba hacer estas exhibiciones de memoria, que siempre eran las mismas. Su tiempo sí que fue para saborearlo, a pesar de haber conocido los primeros brotes de las algaradas. Pero incluso los que se habían dejado envenenar de libertades tenían la evidente conciencia de quién era el amo y lo que representaba. Algunos de aquellos amigos del padre se encontraron con el valentón de turno en pedir más salario, tomándoles el potro por las riendas; algunos de aquellos amigos del padre no tuvieron sino sacar el revólver del bolsillo de la guayabera y disparar a quemarropa. No pasaba nada, resuelto el incidente con el convenio de un peón que se hacía responsable de la muerte, presentándose a la Guardia Civil. Buen negocio, seguro el pan de su familia y, al poco tiempo, la libertad gracias a la declaración de un par de testigos —fue en defensa propia— que dejarían, por lo menos, una puerta a la duda. Todavía viven algunos. Los trabajadores, en su sitio. Nadie tenía la culpa de que estuvieran parados cuatro meses al año, que no es el amo quien rige la granazón, y ellos dichosos con el jornal en su tiempo y con la ignorancia de todo. El sombrajo sobre las cuatro paredes de piedra encalada y las gachas o el gazpacho, que dan fuerzas sin sueño ni envidias. En Cuaresma, el rito del ajiaceite. Ni un periódico había llegado nunca a sus manos —¿para qué, señorito? ¿para que me se llene la cabeza de pájaros?—, ni otra música que la del cante de los manijeros o de los gañanes aventando la trilla. Candil de aceite o tedero de resina de pino una hora encendido, para el bocado y el rezo. El pan hecho con sus manos, pan de centeno, apelmazado y negruzco, que es salud, y, para las escardadoras, los tres reales, el huevo duro y un puñado de olivas. Cuando los amos paraban en la finca, se reunían todos en el patio del caserío, para el Rosario, y pedir por ellos. Fogatas en la tarde del invierno, que por diciembre huele a aceite virgen. Se vigilaba el molino y, de paso, a las mejores mozas llegadas al vareo, las nalgas prietas en el pantalón del hermano o del padre. Alpechín ennegreciendo el arroyo. Por cada media fanega, un corte en la taja, que era cuenta clara donde no podía haber engaño. Toda la noche la campanilla del mulo, el crujir de la viga y el chorreo del aceite caliente, dorado: el primer cargo para comer, el segundo para ungir y el tercero para quemar. Por la mañana iba Joaquín Jiménez al molino —los hombres destocados, la mirada en el suelo— y convidaba a aguardiente. El campo era negocio porque nadie más que quienes lo habían heredado mandaba en él. Vendida la cosecha, la vuelta a la capital prometía nueve, diez meses para gastar de largo, la Mayordomía en la Hermandad, la barrera en la Maestranza y, bien guardada en el barrio de Nervión o de El Porvenir, la morena mimosa, porque sota, caballo y rey todos los días empalagan a cualquiera...
Si hubieses hecho como tu padre, es el latiguillo de Ángela; si hubieras llevado el negocio como lo hizo don Joaquín, el de los viejos amigos que ya no esperan sino que los amortajen con la túnica de Pasión. Pero habría que saber cómo hubiera hoy salvado el tipo Joaquín Jiménez, cuando la gente abandona los pueblos, dejándolos vacíos, y hay que pagar unas bases, y hacer frente a las cooperativas, y oír que se expropian fincas mal explotadas. Treinta mil duros de multa a Villapanés porque hizo de sus tierras lo que le salió del alma, que para eso eran suyas, y las manos del Ministerio en las de Torreblanca y Pintado y Pintadillo, unas en Bollullos, otras en Mairena del Alcor...
Si algo tiene que reprocharse, bien sabe Dios que no es haber hecho dinero el olivar y la viña, aunque el dinero volara, sino vender la ganadería cuando creyó que iba en serio la amenaza de cortar de raíz el arreglo de los toros. La noche en lo alto y solos él, el mayoral, un vaquero y Antonio Rivera, al que le gustaba ver de cerca la faena. Llegaban a la hora convenida el apoderado, con algún amigo, y el «barbero». Un mugido a lo lejos y, por la vereda, los caballos al paso. Manchas zainas en la hierba, los toros del apartado que poco después irían entrando en el «cajón de curas». Allí amarrados con fuertes maromas, el yugo sujetándolos, inmóviles, sin resistencia posible, las tuercas hasta el límite y el chirrido de la lima aserrando el pitón.
Negocio limpio y sin quebraderos de cabeza, pero empezaron a hablar demasiado y en cualquier momento podía venir lo peor. Nadie andaba salvo de culpas en las indiscreciones y algunos, como Pérez Tabernero, hasta las confesaban en los periódicos. Denuncias de Cañabate, Novalón, Zabala... Y tuvo miedo, sin adivinar entonces que el fraude iría a más, aplicándose el fusil inyector en los principales centros nerviosos del animal, además de desriñonarlo dejándole caer sacos terreros. Pero quien pierde debe aceptar la derrota, aunque en ella le vaya la vida, allá toros y allá besanas, mucha fiesta para aturdirse y la confianza de que vendrán tiempos mejores. Mientras tanto, amarrar al Loqui a un camello, soltándolo en el Coto de Doñana, y pedir la medalla del trabajo para Pepe el de «El Sport» por haber sido capaz de llevarse cuarenta años sentado en su sillón de mimbre sin espantarse una mosca. Los que tenían peso en Madrid —entre ellos Antonio Rivera, entonces un personaje— sacaron adelante la propuesta. Cuando Pepe recibió la medalla, la juerga fue de antología. Como para pasarse varias horas contándola.
Pero Antonio Rivera no quiere saber nada de aquello —agua pasada no mueve molino— y, a pesar de su sonrisa, se le nota incómodo, deseando acabar cuanto antes una conversación difícil, que hay que mantener a gritos para apagar el ruido ensordecedor de las máquinas.
Los lingotes candentes atraviesan la nave, como un tren de juguete, por rieles que tiemblan. Vibran los cristales y hay que hacer una breve pausa cada vez que sube o baja el cabrestante. Todo un infierno de estridencias en el que parece imposible enmarcar a aquel Antonio Rivera de la copa seguida y la mano lenta en la piel de la muchacha. Pepín lo ve viejo, calvo y con los ojos vencidos. No lleva en el ojal de la solapa la estampilla de alférez —«alféreces provisionales, cadáveres efectivos»— y en nada se parece al que conoció en el frente, pasado a las tropas nacionales desde la avanzadilla de Andújar. La verdadera amistad nació después, terminada la guerra, cuando Pepín tuvo que regar dinero y promesas para lograr los permisos de importación, y los cupos de gasolina, y eludir las multas de la Fiscalía por unas operaciones arriesgadas y provechosas. Le hacía falta alguien bien situado, fácil al reclamo, al convite por todo lo alto, y Rivera fue su hombre. Las trincheras, los asaltos a pecho descubierto, las conquistas de las mozas sin resistencia, envueltas en el temor de los pueblos ganados, habían quedado en anécdotas a la hora del vino sentimental. Luis Santos no podía disimular su mal humor y Salvadorito Fuentes daba suelta al venenoso chiste de la calle para acampanar a «Antonio el de los luceros», como le llamaba.
Le hacía daño Salvador. Ninguno sabía por qué y era que esas bromas le devolvían la imagen de la infidelidad a aquello por lo que había luchado y por lo que tantos murieron con una segura esperanza. A pesar del fuego y de la sangre, la guerra no debió terminar nunca. Se era hombre en ella; no se tenían cerca las tentaciones que casi nadie puede resistir. Primero fue el favor al amigo, forzando un poco su conciencia; después, la pendiente, cada día más pronunciada, que había que olvidar en las suertes de la Venta, el cortijo, las caderas y el vino necesarios.
Muchos amaneceres, al volver a la soledad, sentía la punzada del recuerdo, sus días iluminados, la excitante pasión de la lucha callejera. La fatiga, el insomnio; le daba vueltas la habitación, le dolía la cabeza y el frío de dentro y de fuera le calaba los huesos. Era pensar en Anselmo, en los viejos camaradas, en el pregón de Arriba con una mano en el bolsillo, acariciando la culata del «siete setenta y cinco», y en el primer muerto al que acribillaron cuando cruzaba la plaza, confiado y alegre. Apenas le conocía. Sólo de haberlo visto en la escolta del Jefe, en el almacén donde se celebraban las reuniones. Apenas le conocía, pero su muerte le despertó una rabia nueva, sintiendo el escozor de las lágrimas al verlo en la capilla ardiente por última vez rígido, con un reguero de rosas sobre la camisa azul. Sebastián Llorca había sido un jabato. Un día el Jefe, tras el tiroteo en que acabó el mitin, le abrazó delante de todos y le prendió en el pecho sus propias flechas. Llorca reía con violencia y era fuerte como un roble: para las marchas por la serranía y el fusil ametrallador cuando llegara la fecha que no pudo ver. Antonio Rivera, uno más en el cortejo que le acompañaba, supo entonces que había llegado la hora de morir de verdad. Una tarde plomiza, densa. A un lado y a otro de la carretera susurraba el pinar. Arriba, la blancura silenciosa del cementerio, por cuyas tapias asomaban las lanzas de los cipreses. Antes de echarle la tierra desfilaron ante él, brazo en alto, vista a la derecha, la bandera roja y negra sobre el ataúd. El himno se le hacía difícil en la garganta. Y la oración. «Gracias por tu ejemplo. Que Dios te dé eterno descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que sepamos ganar la cosecha que siembra tu muerte...» Después, la guerra. Luego, la paz y, con ella, el olvido a cambio del cargo que permitía el favor, para qué las nostalgias inútiles, vida nueva sin preocupaciones ni escrúpulos románticos, la noche en la dehesa, la mañana en la viña —unos muslos morenos y jóvenes entre los sarmientos— y la fiesta larga del reservado. Cuando a Pepín se le agriaba el vino y las palabras podían acabar como el rosario de la aurora, allí estaba él con el carnet como escudo, y el derecho irrebatible de una guerra ganada, y un quite de «vamos a dejarlo como está, que no quiero buscarle una ruina...».
Pepín intenta llevarle a su terreno. Alza más la voz, para que no la apague el eco intermitente de las bielas, de los pistones, de las cremalleras, y fuerza la sonrisa cómplice de momentos que no hacen sino remover la herida. Cuando sorprendieron al que estaba robando aceitunas. Medio saco lleno, pero nada de denuncias: el cañón de la escopeta entre los ojos y hacérselas comer todas, hasta dejarlo tendido en su propia vomitona con tiritones de azogado. Cuando lo de Junquerita: una botella entera de aguardiente y, al perder el conocimiento, el manojo de ortigas por el sexo, que se llevó una semana como si fuera a caballo... En lo de Miguel fue él, Antonio Rivera, quien se encargó de conseguir el tubo de yohimbina. En realidad, casi todo fue obra suya, incluso lo de convencer a la Charo, ¿sabes que se casó?, y llevar al médico de urgencia-Aparte esto, lo pasaban bien, ¿eh, Antonio? Todo a la espalda, mientras se iba el dinero a espuertas, porque aquello costaba un riñón. Sólo los dos hablaban de la guerra; ni a Santos ni a Fuentes les hacía gracia. Por cierto que la semana pasada ha vuelto a vivir aquellos días, leyendo un libro que le dejó un poco húmedos los ojos y también mucha sonrisa. Él no acostumbra a leer, pero éste es caso que merece la pena, con los episodios de los primeros momentos, contados con tanto ángel por Medinaceli. Ratos que, parece mentira, el tiempo ha ido borrando, desde las veladas precursoras de la guardia en los conventos de monjas: «Estas guardias estaban establecidas por turnos y así, a los actuantes, nos permitían alternarlas con nuestra presencia en los cabarets y el ir de crápula en las fechas libres de servicio, con lo que poníamos una vela a Dios y otra al diablo»... El retablo del grupo de Ramón Carranza —Perico Perales, Martínez Cano, al que se le llamaba «La Herminia»...—, el barrio de Triana con los pasquines revolucionarios y la orden tajante de Ramón: diez minutos para que no quedara un solo letrero, siendo responsables de ello, con todas sus consecuencias, los dueños y los vecinos de las casas en que los hubieran pintado. Carranza, con su estrella de comandante sobre la camisa, ante el cabo de la Guardia Civil de la Ciudad Jardín, que se negaba a aplicar el bando de Queipo: «Es igual; le fusilaremos a usted». Por la mañana, el aperitivo en el Hotel Madrid y por la tarde la marcha hacia los pueblos. Por los campos de maíz, el Batallón de Voluntarios, al que se incorporarían garrochistas y rejoneadores. Monturas de sillas vaqueras, alforjas, mantas y el sombrero cordobés. Al entrar en los pueblos lo primero era dar ejemplo con los que habían resistido; después, nombrar las autoridades y arriar la bandera de la franja morada: «color poco acertado, dice el duque, por su parecido con el permanganato», entonces el doloroso y único remedio que enfrentar a las consecuencias de una cama...
Meses más tarde fue el encuentro. Ya se sentía el frío del alba cuando, a la voz de alerta, los fusiles apuntaron a la silueta de un hombre con los brazos en alto. Dijo que se llamaba Antonio Rivera y que venía huido de un batallón disciplinario...
Pepín no quiere entenderlo. Por eso se lo repite sin rodeos, de una forma que no da lugar a dudas. Antonio parece no tener el menor interés en acordarse. Una decisión madurada durante muchos años, las cartas sobre la mesa y escoger entre el juego fácil, divertido, que deja el paladar amargo, y el otro, cuesta arriba, gris, que al final pone en el corazón una leve alegría sosegada.
La habitación dando vueltas, el alma en la boca, los insistentes fantasmas de Llorca, de Anselmo, de todos los que habían tenido su misma fe. Ahora, cuando cierra los ojos y nota muy cerca a María Dolores, siempre hay un plazo breve antes del sueño: unas veces para ese amor de rutinarias luchas y palabras que se borran en el suspiro hondo, y otras para una vuelta más a ese problema de la fábrica, que habrá de resolver mañana. Pero nunca ya los fantasmas lastimándole el pecho.
Porque aquella mirada, la de Anselmo, sí que dolía. Fue la que hizo que alguno se echara a llorar como una niña y la que a él le diera fuerza para repechar entre los escombros, hasta el campanario, y tirar las dos granadas que no podrían herir a nadie. Las cinco y veinte de la tarde, diecinueve de abril de 1937. Trece días faltaban para izar bandera blanca en el Santuario, a cuatro tiros de honda la avanzadilla del Cerro de las Chozas y, en los sótanos del lado este, las mujeres y los niños junto a los heridos graves y a los muertos aún calientes. Anselmo no tuvo, al caer, una frase para enriquecer la antología de los énfasis, entonces habituales y necesarios. Se limitó a sonreír, viendo a los cinco de «La Madroñera» alrededor, y así quedó, con el dibujo de una rara dulzura en los labios. Cuando se lo llevaron a los sótanos, Antonio Rivera se hincó de rodillas sobre la huella y juró por Dios que su muerte no sería inútil. Le dieron tierra a la caída de la tarde. Al frente, el capitán: moreno, delgadísimo, las cejas muy pobladas, iluminados los ojos. La paloma llevaba un parte por el cielo: «A las 12 horas reanudaron intenso asalto, que sigue a las 16, llevándonos causadas 17 bajas. Artillería y morteros emplazados en igual sitio, habiendo ocupado enemigo las tres casas de Marmolejo, Lopera y Arjonilla, del sector norte. Indispensable ayuda de aviación para batir objetivos señalados...» Diecisiete bajas. Entre ellas, el chiquillo de «La Madroñera» —como llamaban a la escuadra—, el mejor de todos, a pesar del miedo que no lograba disimular en cuanto se dibujaban por la cresta del monte las motas grises que, segundos después, descargarían sobre el Santuario una lluvia de metralla. Había que pegarse a la tierra —¡ojalá fuera posible meterse debajo de ella!— y, con los ojos apretados, aguantar el chaparrón como Dios diera a entender. Las bombas estallando dentro de la cabeza, la tierra levantada, triturada en piedras que herían, y el cielo sucio de un velo cárdeno, mientras escocía en la garganta y en la nariz el olor ácido de la pólvora. Después, el runruneo de los motores alejándose y, al dejar de oírse, estar en medio de otro paisaje y volver la cara de los muertos, por si alguno era el amigo con el que se había compartido el calor de la manta. Los de «La Madroñera» iban a la posición de Anselmo, temiendo que le hubiese pasado algo a aquel chiquillo del Cortijo del Pedregal, unido a ellos para luchar contra los que habían matado a su padre.
Anselmo Vega, para servir a Dios y a usted, contestó a la pregunta del capitán, que le mandó al puesto de observación de la lonja. Sabía cantar con voz suavemente grave y era un lince para orientar a la escuadra por la vereda de los madroños en las noches sin luna. Dormía poco, acostumbrado a las faenas del amanecer en el surco, y antes de que clareara el día ya estaba en planta para acompañar al centinela de la lonja que, con las historias de Anselmo, distraía el hambre, el miedo y el cansancio. Así lo había conocido él, una mañana de presagios porque se observaba mucho movimiento por la carretera de Puertollano. Anselmo se sentó sobre un pedrusco, a su lado, y la verdad es que consiguió tranquilizarle con su charla. De cómo adivinar la lluvia por la carrera del lagarto, de las diez tajadas que tiene el melón, ni una más ni una menos, y de la manera de untarse la cara y las manos con malvas para que no piquen las abejas. Y un rosario de sucesos y de gentes. Apenas en dos horas, la vida y milagros del pueblo, desde la huelga de los olivareros, que acabó con el dueño de la almazara colgado del molino, hasta la noche de la tormenta en la que el tonto dejó preñada a la maestra; desde los tres días en que salieron los hombres a matar al lobo que ensangrentaba los rebaños, hasta la borrachera del bueno de su primo que, cuando la fiesta de la Patrona, tiró un cohete y dejó tuerta a la novia. Cómo era la romería del último domingo de abril. Nadie en los caseríos creía lo que dicen los curas, — «para vivir sin arrimar el hombro»— y, sin embargo, ninguno faltaba a la ermita. No quisiera ver cómo lo pasaban, a base de espirriaque y de mirarles las pencas a las mozas, que todas se dejaban ir en los meneos del baile...
Desde el atrio, donde se había montado un puesto de observación, se extendía la pendiente que iba a las estribaciones del Cerro de las Canteras. Perdidas entre manchones, las blancas gañanías de Encinares y Pedriza, las aguas del Jándula y, ya a dos pasos de Andújar, el pedazo de tierra dura que Anselmo había abandonado para unirse a ellos. Por las trochas iban en primavera, a sacar a la Virgen que se apareció a un pastor de Sierra Morena. Una vez al año, y cuando lo pedía el pueblo, para que salvara la cosecha mandando lluvia contra los resoles. Contaba Anselmo lo de su padre mirándose las manos y con voz endeble. Cuando en el pueblo se supo la noticia de la sublevación, fueron las gentes a los caseríos cercanos, en busca de hombres para la defensa. Se llamaba también Anselmo: un toro, de fuerte, al que las cortijeras tiraban los tejos, que cayó con un caño de sangre en la frente y la escopeta al brazo. Aquel pedazo de tierra le había costado media vida y no iba a abandonarlo a la buena de Dios porque los demás quisieran. Él no tenía nada que ver con nadie, allá que cada cual arrimara el ascua a su sardina, los carcas con el cura y los de la Casa del Pueblo con aquel minero de Riotinto que todo lo quería arreglar prendiéndole fuego a las sementeras. Cuando se echó la escopeta a la cara creería que con eso iban a dejarlo en paz. No hubiera disparado, seguro, pero de pronto sonó un tiro y Anselmo el del Pedregal cayó de bruces, con la frente rota. La tierra seca, sin brazos que la trabajaran, y un chiquillo sorteando las líneas hasta alcanzar el Santuario. Trece años y sin saber por qué pasaba todo aquello. Y por qué morir, con un fuego que quema por dentro, mientras vigilaba lo que se movía entre el Cerro de las Chozas y el atrio. Hubiera cumplido los catorce en aquel diciembre, pero ocho meses antes, el diecinueve de abril, a las cinco y veinte de la tarde, Antonio Rivera rezaba, hincado de rodillas sobre su huella y jurando por Dios...
Una noche, y otra, y todas, los nombres, las fechas, las palabras. Hasta la ruptura definitiva que tendría otra razón. O acaso la misma, reunidos en la Sala del Consejo mientras el jefe hablaba del momento y de la responsabilidad. No se trataba de salir a la calle, como ayer, con la «Star» en el bolsillo, sino de apretar las filas y, como siempre, ser unánimes en defender lo que muchos habían combatido hacía treinta y tantos años. Para él no es que esto sea bueno o malo; quizá conveniente, porque mientras los hombres políticos han de acompasar su pulso al ritmo de la evolución, para los románticos, como Llorca, y como él mismo —los que mueren o los que se decepcionan—, todo es más triste que dar el paso en la mañana de la guerra. Una sensación de hastío, de muerte natural entre sábanas. Mejor, mil veces mejor, la otra muerte del campo, la lata de sardinas para todo el día y ahuyentar el miedo jugándose la madrina al julepe. ¿Fue para esto? La gente que va por la mañana a misa y, por la tarde, con idéntico fervor, a aplaudir a un delantero centro, la que va de prisa para no perderse el telefilme y casi llega a creer que la desgracia de las inundaciones —como la de los objetores de conciencia— debe de ser una maniobra comunista; la que sólo aspira a la renovación del convenio colectivo y pasa, como distraída, delante de unos muslos de la mujer sentada —cuanto más mínima la falda, más angustia— y busca en las revistas gráficas el gesto bonachón y soso de una reina para saber si, al fin, ha quedado embarazada...
Seguía el jefe la voz en los acentos líricos de su costumbre: sin prisa, pero sin pausa, las dos vertientes, la vocación de futuro, lo entrañable, estar unido en la afirmación nueva, cerrando el paso al enemigo que acecha en la sombra...
Terminado el discurso, largo, con alusión al hecho trascendental que había vuelto a reunirlos, uno a uno iban poniéndose en pie para aceptar la consigna con un simple monosílabo. Después de muchos años de olvido, Antonio Rivera se aferraba a otras palabras, que también fueron consigna. Pero el llamado no era él. Por eso, cuando le llegó el turno, se levantó y, como todos, estuvo conforme. La reunión había durado toda la noche. Al llegar a su fin, plateaba el cielo y, a lo lejos, se oía el canto de un gallo.
Fue la última vez, el espolazo último para dejarlo todo y empezar de nuevo. Al principio, el dolor de muchos desengaños, porque ya no iba a ser útil a los amigos. Hasta la oportunidad esperada: la gerencia de la fábrica, que le da trabajos, y problemas, y ganas de vivir. Cuando se oye la sirena va a la cantina, a beber una cerveza con los hombres, y luego marcha a casa, eludiendo el encuentro con quienes le hablarían de cosas que no quiere recordar, de las que no quiere saber nada.
