A las dos de la tarde

(Cuando sale el tren que lleva a mucha gente con lágrimas en los ojos; la que deja su tierra de cantares campesinos y va a cambiar el trabajo de sus manos por un salario extraño y seguro.

Cuando se recogen los últimos seminaristas de mejillas pálidas y becas rojas. La hora en que termina la sesión de la Permanente Municipal, aprobados todos los asuntos por consenso unánime, y en la que parecen más hambrientos los buzones de Correos; el que echa la carta lo hace con un poco de temor, como esperando el mordisco, y luego mira hacia dentro, hacia la oscuridad de aquel estómago lleno de confidencias.

Si es domingo, la prisa por llegar pronto al estadio. En el Paseo de las Delicias los novios se sorprenden de que el tiempo los engañe pasando tan pronto. Muy cerca corre un tren que silba, desparramando tizne. Los novios tienen que levantarse y el tren se lleva las palabras que no llegaron a decirse y que acaso ya no se digan nunca.)

Las dos de la tarde sobre la ciudad, rejoneándola ese sol que deja en las manos y en la espalda un calor húmedo, viscoso. Verano del membrillo que empieza a madurar en el sequío pedroseño, barrunto de lluvias por la feria ganadera de San Miguel. No son ya la calina y la ardentía de agosto, sino el resistero a plomo, caldeado. Las calles solas y el silencio que asusta señalando la hora de una ciudad que parece muerta.

Porque hasta en eso de encerrar a la gente en la casa, para el almuerzo a toda prisa, se nota el salto de los tiempos. Hace apenas quince años era el mejor momento del día: el del cañero o el del par de botellas de palma en el fresco umbrío de la trastienda. A medida que entraba el sorbo se iba despabilando la galbana y casi siempre era allí y entonces el empezar la vela. Nada de comida formal, remudada por un tapeo a modo hasta las cuatro o las cinco de la tarde, frontera de la siesta o de seguir pegando la hebra. La sazón de ultimar un trato sin papeles ni firmas, sin más rúbrica que el brindis, bajo palabra de rey.

Pero la gente ha perdido el paladar. O se lo han hecho perder el frigorífico, la lavadora, el televisor, el «Seiscientos», facilidades de pago, una pila de letras y, para pagarlas, andar a la brega con varios empleos que no dan margen sino para vivir pendiente del reloj y de esa recompensa gris del domingo, en el griterío del estadio Villamarín o Sánchez-Pizjuán. Comer sin darse cuenta, para reponer energías, y otra vez al trabajo con la esperanza puesta en ese golpe de suerte de «los catorce aciertos» que no llegará nunca. Hoy sí que adelantan las ciencias; hay quienes van por ahí con el esófago de plata o con el corazón de un muerto. Pero la mayoría termina en el vértigo de la carretera, a la que se lanza por ganar unos minutos, o en el sobresalto definitivo de la congestión cerebral, o en la estocada de un cáncer que dará la cara cuando ya no haya remedio. Olvidadas, por imposibles, aquellas fórmulas de «a vivir, que son tres días» y «este vino no se lo beben los ingleses». A la media docena de botellas, atizada la lámpara, mandar a Salvadorito en busca de un flamenco que llegaría asustado, con respeto, y echar el resto hasta cuando fuera. Se le pagaba o no se le pagaba, según cogiera el cuerpo, y no había protestas porque, si no sacaba propina, para eso había comido gloria bendita. Sabían estar en su sitio; no como ahora, que les han hecho creer grandezas —la misa flamenca, el monumento a la Niña de los Peines, los cantes en la Universidad— y así están ellos, con sus exigencias y sus descaros, sin que nadie se atreva a acusarles las cuarenta. El postín de un Antonio Mairena, negándose a la fiesta que no le cuadre, o un Fosforito hecho un brazo de mar, huésped del Hotel Colón, o un José Menese atreviéndose con letras que suenan a bofetada limpia: «Cuándo querrá Dios del cielo que las agüitas vuelvan a su cauce; las esquinas con sus nombres, sin reyes, ni roques, ni santos, ni frailes»... Los que tuvieron que buscárselas a los ocho o nueve años para medio comer, como Naranjito de Triana, presumiendo con el estribillo de la dignificación, y los que pasaron lo que no hay en los escritos en un Penal, después de andar huidos en la sierra, como Luis Caballero, diciendo en la fiesta del «Club de los Leones» que va a cantar por estilos de Levante, «aunque esto no lo entiendan los señoritos»... Debe de ser el desquite, en esta ceremonia de la confusión en la que se derriban los palacios para construir pisos de renta limitada, y en la que quienes aún tienen casta se ven desplazados por los advenedizos, rodeados de un lujo que no llegarán a digerir nunca.

También es la de callar, porque no puede decirle nada de esto a un Salvadorito Fuentes, por muy ridículo que le vea, arrellanado en el butacón de terciopelo, la sortija de brillantes y el habano con vitola especial, como los opulentos de La Codorniz. No será él, desde luego, quien le niegue a Salvador mano izquierda para el chalaneo. Sólo que los menesteres de ayer eran para proporcionarle a Pepín una conquista a precio razonable o para cerrar la boca a los que hablaban más de la cuenta. «Tú sí que me has quitado golpes, Salvador», y seguro que los dos están recordando con qué labia se encargaba de aplacar las voces de una «honra ofendida», los padres y los hermanos de la pajarita amenazando, hasta tener que dejarlos mudos con un buen unto de rana. Un escudero para todos los avíos, desde ir por una guitarra hasta cargar la escopeta en la mañana de la cacería. El cañaveral de la laguna en medio de la marisma; ramajos que se tragan un caballo, pinos enanos y lentiscos, el silencio roto por el mugido de una vaca entre las junqueras. De pronto, el triángulo en vuelo de los patos azulones y la trisca del disparo en el aire. Se metía Salvador en el agua y volvía con la caza, chorreándole por los brazos la sangre del animal muerto. Los perros podían amallarse en los juncos y, en cambio, Salvadorito lo hacía de buena gana, que en lo de no andarse con remilgos era único. Sabía estar, además, en las zambras que organizaba Ángela sin desafinar entre la gente de tono. Gracias a eso pudo poner sitio a Pilar Andrade en cuanto se enteró de la cifra de seis ceros a que ascendían sus atractivos. Una semana de pretensiones, cuatro meses de noviazgo y una boda de las que hacen época.

Para Salvador, un día excepcional, tan pocas veces permitido, del cigarrillo y de la copa en la soledad del despacho. Porque hay que olvidar, de tarde en tarde, el engranaje diario —producción, costos, pedidos, convenios, coyuntura— y porque no tendría lo suficientemente despejada la cabeza, dándole vueltas en ella las mil instantáneas que Pepín acaba de reavivar. No es que estuvieran veladas, pero sí desvanecidas por la distancia de los años y por la fiebre de los trabajos que no dejan respiro. Situaciones aceptadas resignadamente sólo por el miedo al futuro y a ese empleo mal pagado al que, de no ser por haberse integrado en la divisa de Pepín, hubiera tenido que agarrarse. De una parte, el orgullo como único efectivo del que presume la pequeña burguesía «pobre, pero honrada» y, más allá, la incógnita del triste jornal en un taller o en una fábrica. «Así no llegaras a ser médico, como tu padre.» Aunque hubiera servido, tampoco era un horizonte como para seducir. La vida del médico modesto, el viejo instrumental, la escasa clientela acudiendo a él sólo en el instante desesperado, los honorarios mínimos, demorados siempre, desierta la consulta, útil únicamente para asistir al moribundo de las tres de la mañana, cuando los trámites hacen problemático el ingreso inmediato en la Residencia sanitaria... Todos los caminos hacia un callejón sin salida, la vehemencia de sus veintidós años y la evasión engañosa las pocas veces que contaba con algún dinero, por la venta de un libro o por pasarle a un compañero los apuntes a máquina.

Una de aquellas noches conoció a Pepín Jiménez, que iba, con unos amigos, a apurar los coletazos de «Las Siete Puertas». Se inició la charla en esa relación cordial y sin razones del mostrador, para seguir con el convite y unos cantes que él sabía ligar acompasados. Las cuatro gachonerías, el candil con que ganar el derecho a entrar en las rondas siguientes y, por fin, la despedida de los abrazos a que empuja el vino cuando no entra con «mal ángel».

Pepín Jiménez: un señorito que ya mismo se va a quedar como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, le dijeron. Eso se llama tirar de cartera, y como le gusta llevar siempre al lado a dos o tres espoliques...

Le buscaba por los sitios a donde tendría que llegar, haciéndose el encontradizo, y así consiguió formar en el grupo. No ya porque junto a Pepín se borraran los nublos —que también él tenía derecho a la vida—, sino porque un día u otro aquella amistad habría de serle útil. Aparte el parrandeo por tascas y ventas, Pepín Jiménez daba fiestas en su casa. Gente bien, entre la que no faltaría la soltera, hija única, en bandeja el porvenir, de ella y del que la llevara a la cama pasando por las bendiciones. Ya que el matrimonio es una cruz. Desde hablar con el encargado del cabaret para que lo cerrara, quedándose tan solo las «niñas», los camareros y ellos, hasta lavar los cristales en las borrascas de la finca; desde ir por una partida de maricas, hasta apalabrar el trote de una chiquilla en el picadero de «La Mimbre». Y dar la cara cuando venían las reclamaciones, «quítamela de en medio», cargar la escopeta en las cacerías, imita el llanto de Caracol, cuenta el chiste del cura que confiesa a Sofía Loren, inventar la broma pesada a Curro el de los periódicos y encampanarse con la encargada de Bailen, 50, o buscar a Garbancito para hacerle reír...

Iba por el lotero enano: poco más de un metro de estatura, dos cuartas de piernas atrofiadas, el palique a borbotones, en el remedo de una permanente euforia. Mientras Garbancito contaba sus sandungas, lo observaba viéndose igual que él, gracioso de oficio, la coba como título al portador y la sumisión de la sonrisa por no perder un sitio al sol que más calienta. Pero Garbancito tenía que hacerlo, si quería vivir al nivel logrado, y mientras los otros tullidos y deformes arrastran, con el cuerpo, el hambre y la rabia, Garbancito ya tiene su casita de dos plantas —su casita de cortinas postineras, tocadiscos, whisky etiqueta negra, en la pared una pintura de Ressendi—, su hembra y hasta sus hijos; seguramente felices cuando juegan con ese extraño muñeco, pequeño y torpe, que habla y se da pisto porque le deben dinero todos los señoritos de la ciudad, ya que a todos les ha fiado lotería y, entre bromas y veras, se atreve al derrote irónico. Pero eso no es sino la pimienta de una adulación más, para que ellos, al perdonárselo con la carcajada, se sientan liberales y campechanos...

Por la senda de los liños llegaba Martín, el capataz de «El Yunquero», el gesto socarrón del apaño, porque sabía lo que tenía que hacer en cuanto el coche de Pepín asomaba en el alcor. Al dar de mano los hombres, mandarlos al pueblo y preparar las habitaciones con sábanas limpias en las camas y una botella en las mesillas, varas de nardos en los floreros y el suelo regado con solera. No siempre iban con la pareja, porque a veces se acordaba alguno de la guasa, que era dejar en la carretera a la pupila, después de quitarle los zapatos. Por el gusto de contarlo. Y era peor eso de no haber faldas, ya que entonces Pepín querría ir en busca de los toros. Una manera de enardecerse, de sentirse en la plenitud de su realización. La luna sobre los pastos, que crujen bajo los botos camperos, el canto de los grillos y el pánico secando la boca porque de pronto se levanta la sombra negra con los pitones en punta, preparados para la sangre.

Claro que en la finca no estaban más que ellos, sin el jubileo de los que entraban en el cuarto de la venta y a los que tendría que agasajar con su repertorio, contar el chiste, imitar a Caracol, la salida por fandangos del Alosno, el zapateado encima de la mesa, con la chaqueta del revés...

Iban todas las tardes al Casino porque, estando cerca de «El Sport», era donde a Pepín Jiménez le gustaba tomar «la espuela» en los vapores de las cinco. Un enorme tedio, libros de lomos dorados que nadie leía, sillones de cuero abuchonado y, en el rincón de la sombra más amable, aquel gordo que, después de hojear el periódico, se quedaba traspuesto en una siesta de contracciones y gorgorismos, inmune a todo ruido exterior. La oferta de Pepín fue tentadora: el dinero que llevaba encima —veintidós mil pesetas— si el bromazo merecía los honores de pasar a las crónicas. A los dos minutos de pensarlo, la llamada al párroco del Salvador para decirle, fingiendo el tono de alarma, que a un socio le había dado un ataque del que no saldría, que estaba agonizante y era urgentísimo el consuelo de los últimos auxilios. A poco, la llegada del cura, precedido del monaguillo, bordado de oro pálido en terciopelo negro y el asperges con el hisopo. Todavía esperaron, hasta ver despertarse al gordo, atónito ante la rociada y los latines que le habían cortado el sueño...

Un gran triunfo. Veintidós mil pesetas legítimamente ganadas, aparte los gastos de celebración, y el paso franco para asistir a la fiesta de cumpleaños de Ángela, en la que tendría que contar el caso, con linderos y arrabales, al corrillo de los íntimos.

La primera vez que pisó aquella casa, tan distinta a la suya de escalera empinada y el olor antiguo del ácido fénico. A la media hora de estar allí ya se había llevado a todos de calle, en una acogida a compás de la fama con que Pepín se cuidó de hacerle el artículo. Desde el primer momento, un ojeo de buen cazador y calcular pocas probabilidades donde escoger: únicamente tres solteras sin compromiso y, de ellas, sólo Pilar al alcance. Sin demasiado atractivo, pero en bonanza y marcado en la mirada el temor de quedarse para vestir santos. Tampoco él había soñado miel sobre hojuelas y a las primeras de cambio estableció el cerco, a gusto de Pilar. A la semana eran novios y a los cuatro meses correrían las amonestaciones, vencida la resistencia de los padres, partidarios de los tres años tradicionales en la familia. Una ceremonia sonada, todo el jardín de la Caridad repartido por los altares y coche de caballo con palafreneros a la federica, menuda zumba la de los amigos. Celebración con champaña en la fuente, tarta monumental con giraldillo de plata y, tras el viaje meticulosamente programado, aquella primera noche del regreso en que empezaría a quebrarse todo. Su retraso, entretenido un par de horas con Pepín y con Luis Santos, fue el motivo sin importancia que desató un desproporcionado histerismo de gritos. Una escena muchas veces repetida después. Hasta el planteamiento en serio de escoger entre lo que ella imponía o la definitiva ruptura, «así podrás seguir en la calle, a bailar al son de Pepín Jiménez o de cualquier otro de esos que no pueden dar un paso sin un bufón al lado...».

Varias semanas de pensar: o liarse la manta a la cabeza, si te vi no me acuerdo, o mostrarse caballo de buena boca. También había otra solución: la de compartir la maraña de los negocios, en los que acaso se alzara sobre la excesiva prudencia de quienes los movían; gente cuadriculada, a la antigua, contenta con el resultado mediocre, pero seguro, incapaz de la aventura que llama a la suerte.

Ahora recuerda la desgana con que empezó. Por justificarse ante sí mismo y por tener guardadas las espaldas. Después, a la vista de los primeros aciertos, la fascinación de aquel embrollo para el que se descubrió un especial instinto. Nunca hubiera imaginado que fuera así de apasionante. Todo a un envite, muchas veces de falso, y ver que los competidores abandonan la partida. Observar cada movimiento y exponer la pieza más valiosa en busca del jaque mate. No importa que no nos sea útil de momento: hay que comprar, comprar a largo plazo; mañana la mercancía valdrá el doble y la moneda la tercera parte. Demorar el pago de un crédito para conseguir otro mayor, estar atento a las quiebras, que se suceden inexorablemente, todo se vende y nadie va a pensar por qué se compra, qué importa nada comparado con el gol de Zarra en el estadio de Maracaná... Lo ha leído en alguna parte, quizás en un relato de ciencia-ficción: «trabajar para ganar dinero con que comprar la comida con que adquirir la fuerza con que ir a trabajar para ganar el dinero con que comprar la comida con que tener fuerzas para ir a trabajar para ganar el dinero con que comprar la comida...».

Ahí acabaría el verdadero Salvador Fuentes, dice Pepín. Luego, el silencio breve y expresivo. Notar su ausencia a la hora de un baile sobre la mesa del reservado. Sus bromas, pasadas a la historia. Y su olfato para descubrir la posibilidad de una situación formidable, en el encierro de las dos mujeres, en las que había cazado al vuelo la querencia, y ponerlas a arder con el licor verde hasta que una se echaba sobre la otra, con esa furia en la que daba igual ocho que ochenta. En cadena los lances, porque Salvador no sólo admite los recuerdos, sino que él mismo los desgrana entre sonrisas un poco tristes. Por eso Pepín acepta la copa y le pone las cartas boca arriba, en corto y por derecho, sin rodeos, para seguir con el relato de lo que ha sido esta mañana de fracasos. Las reacciones de Santos, de Charo, de Rivera, puedes trabajar en la Agencia, no quiero saber nada, no sé quién es usted, acompañe al señor a la puerta... Hasta ha tenido que removerles la herida de aquello que pasó con Miguel Sanz y quién sabe si no acabará por confesarlo todo, después de tanto tiempo, ya que los demás han olvidado un pacto de silencio que también debió ser de amistad hasta las últimas. Porque los cinco fueron responsables...

Es cuando Salvador niega, primero con el ademán y luego con palabras. Eso no, porque todos hemos estado obsesionados por esa idea, durante muchos años, sin pararnos a pensar que Miguel hubiera muerto de todas formas. ¿No se lo ha planteado nunca Pepín, analizando las cosas fríamente? Miguel Sanz estaba muy enfermo del corazón y ya había sufrido varios colapsos. Él, Salvador, llegó a consultarlo con su médico y supo que no influyó en nada la dosis, insuficiente, de aquel producto y que Miguel estaba condenado, sin solución posible. Por eso a nadie llamó la atención su muerte repentina y no hubo problemas a la hora de certificar su fallecimiento.

Lo que cuenta, en cambio, es la actitud de los otros, pero Pepín no debe preocuparse. Pepín Jiménez escucha la pregunta —cuánto necesita— cuando el vino le refresca la lengua y es tan difícil el trago, que se lo oye por dentro, en la garganta y en las sienes.

Es mucha cantidad, desde luego, pero todo podrá arreglarse. Él no dispone de ella, en efectivo, pero podrá tenerla en unas horas. A las seis de la tarde le llamará por teléfono, a su casa, para confirmárselo y, en cuanto al pago, ya hablarán, una vez que salga adelante.

El silencio, buscando palabras que nunca podrían decir la emoción que le sube a la boca y a los ojos.

Ahora ya no importa lo que ella, Pilar, piense, porque es él quien puede hablar a gritos, después de haber evitado la ruina, seguramente a cambio de una salud que se va resintiendo en ahogos y palpitaciones cuando sube escaleras y en el vahído de la mañana, que ha de combatir con píldoras repartidas por todos los bolsillos. Es que son muchas noches sin dormir, días enteros de trabajo sin pausa y, a cada negocio rematado con fortuna, la continuidad en otro más ambicioso. Se lo ha dicho Pepín Jiménez, y él está de acuerdo: hay gente que se muere al estampar una firma o al marcar un número de teléfono. De pronto, ese algo invisible que aprieta por dentro, un reloj que se para de tanto forzarle la cuerda. Pero ya, aunque quisiera —y no quiere—, sería imposible dejarlo. Quedaba aún el recuerdo de la humillación, del servicio sin nombre, la sonrisa pagada, la salida del gracioso a sueldo. Y aquí está Pepín Jiménez llorándole, arrastrado, y a quien en este momento podría pedirle cualquier cosa: que cantara, que le encendiese el cigarrillo, que bailase, subido a la mesa, con la cara pintada y la chaqueta del revés...

De acuerdo, la última copa —la última no, la penúltima— y el saludo de despedida, que Pepín corta volviéndose para que Salvador no le vea los ojos.

El aire de la calle es fresco y le inunda los pulmones. Es bonita la estampa de la ciudad a esta hora en que va recobrando su confusión apresurada, alegre en el bullicio de los que vuelven al trabajo, chirriar de cierres metálicos, runruneo de motores, en lo alto un cielo gris que a él le parece muy azul con un sol verdeando las hojas del naranjo.