Desazón
La primera providencia que el maquinista tomó al otro día fue cambiar de hotel y ocupar, por Aranzazú, un cuarto en una buena casa de huéspedes. Rosita comprendió en el acto la intención; pero, lejos de incomodarse, sintió cierta satisfacción femenina: al fin lograba no sólo interesarlo, sino ponerlo celoso.
Campillo vino del baño con una novedad. Tenía todo el cuerpo cubierto de una fina erupción como de picaduras de pulga.
—Es por tanto que sudaste anteanoche. Te estás haciendo neurasténico: de un ratón haces un elefante.
Rosita se turbó; pero cuando salieron a la calle, él se olvidó de sus males y ella se embriagó de cielo y de sol.
Pasando frente a la catedral, Rosita se empeñó en que entraran a conocerla.
—¡Fíjate! Nunca has visto una como la mía.
Con ese mío que les llena la boca a los tapatíos.
—Conoces la de México, la de Puebla, la de Morelia, y todas son tristes, llenas de sombra… Ésta es pura claridad y alegría. Así es toda mi tierra.
Y sus ojos en lo alto seguían las altas columnas de capiteles dorados, las amplias curvas de los arcos y la infinidad de nervaduras de las bóvedas, iluminado todo por la luz que entraba por los ventanales haciendo del templo una ascua de plata.
Nacido como Emmita en las brumas de Nonoalco, Campillo era sordo y ciego a tierras de sol y canto. No diría como ella «Fuera de México, todo es Cuautitlán», pero sin decirlo lo sentía.
De pronto en las naves del templo resonaron las graves y suntuosas voces del gran órgano de coro en una marcha triunfal: nubes de incienso se levantaron entoldando el fondo de la iglesia, a tiempo que millares de luces, en candiles y candelabros, convertían en ascua de oro rutilante el sagrado recinto.
—¡Domingo de Resurrección!
Rosita cayó de hinojos y besó el suelo cuando pasó la procesión. Abríala el hosco perrero con el fuete en la mano, cerca del solemne pertiguero: luego la cruz alta entre los ciriales, el cuerpo de coro, acólitos, cantores, monaguillos; después los capitulares y el arzobispo con su larga cauda escarlata.
Campillo puso una mano sobre el hombro de su mujer, todavía de rodillas:
—Por eso, pues, ¿nos venimos a pasar el día en la iglesia?
Rosita se levantó con los ojos nublados y lo miró sonriendo con sus dientes de marfil. Sonrisas de piedad que en las mujeres suelen ser de desprecio.
—¡Perdóname, soy una loca! Hace cinco años que no me paro en una iglesia y ahora me siento casi santa. Vámonos.
Salieron a buscar un coche que los llevara a San Pedro Tlaquepaque. Y como en vez de auto lo primero que pasó fue una calandria, Rosita, desbordante de alegría, la tomó.
—¿Me vas a subir en esa carcacha?
No le respondió. Estaba arriba dichosa, reviviendo sus años de escolar y soñando con sus ojos muy abiertos.
—Aguamiel de pulque.
Un campesino, con un borrico cargado. Llevaba un guaje de largo cuello, lleno de tlachique. Como la calandria: Guadalajara la vieja que no quiere irse.
En las calandrias sólo suben los fuereños que defienden la dejada de a peso por el cochecito de a tostón. Caballo, coche y cochero, por lo viejo, desusado y grotesco, hacen una. Pero Rosita, como Guadalajara, se aferra a ella.
Al tardo tranco del caballuco, van quietos y sin hablar, hasta bajar en la plaza de San Pedro. Campillo obedece pasivamente, como el juego de un niño caprichoso.
Tomaron nieve en el portal. Un mariachi entonaba auténticas canciones tapatías. Campillo se sorprendió:
—¡Qué extraño! Son las mismas que a todas horas oímos por radio y en las orquestolas; pero aquí se oyen de otra manera.
Rosita fijó sus ojos en él con asombro.
—¡Bah, hombre, hasta que al fin pudiste comprender algo!
—¿Qué me quieres decir?
—Que entre estos cancioneros y tu radio y tus orquestolas hay la misma diferencia que entre los pájaros que oímos cantar en Mil Cumbres y los que a diario oyes en las jaulas de la casa de Lolita —prorrumpió en una risa detonante.
—No te entiendo, Rosita.
—Ni me entenderás jamás. Naciste en Nonoalco y yo en Guadalajara.
Ahora sí entendió el fracaso completo de su luna de miel. Ella, con el pensamiento en el aire; él, cerrado a remache a cuanto ella admiraba. Rosita sintió urgencia de una alma afín a la suya, con quien comunicarse, con quien compartir su alegría de vivir. Y tuvo una adivinación. «Lo encontré en el jacalón de Valentina.»
En las alfarerías de Tlaquepaque el maquinista compró baratijas de barro de pésimo gusto. Rosita sólo un botellón y un jarro olorosos, para enfriar el agua.
—Esta noche te llevo a cenar el pollo de Valentina.
Ir a Guadalajara y no visitar las alfarerías de San Pedro, que Panduro hizo famosas con sus maravillosos artefactos de barro, ni cenar el pollo de Valentina, es tanto como visitar Pátzcuaro y no saborear el rico pescado que guisa la Güera, o a Quiroga y no volver con una de sus lacas magníficas.
Valentina recibe en un jacalón abierto por tres costados y cerrado en uno por largas mesas con anafres de barro y carbones encendidos, comales de hierro, humeantes y olorosos a frituras exquisitas. Muchas pequeñas mesas de pino cubiertas con manteles de hule y toscas sillas de palo se aprietan en el interior. Campillo y Rosita llegaron de los primeros, cuando aún estaban encendiendo la lumbre y no llegaba todavía Valentina. Después entraron más clientes y una vieja prieta, chaparra y gorda, arrastrando sus chanclos en el empedrado, se acercó:
—Comadre, dos platillos de pollo, dos de enchiladas, dos vasos de cerveza y dos tepaches.
Y en otra mesa:
—Aquí, comadre, dos de sopes y uno de tostadas con chorizo, una cerveza y dos tepaches.
Siguió entrando gente y ya estaba animado el local, cuando Valentina llegó y descendió de su coche. Con la solemnidad con que el obispo reviste sus ornamentos, Valentina se puso su bata blanca y su gorra. Y comienza desde luego a guisar. Porque si el pollo no es preparado por las propias manos de Valentina, ni a pollo llega.
—Compadre, aquí un plato de sopes, dos quesadillas de sesos y uno de pata en vinagre, con una cerveza y tres tepaches.
«Mi comadre» transmite las órdenes a Valentina con fidelidad pasmosa.
A medio platillo de pollo, el maquinista se rinde. De ese par de mujeres chaparras, prietas y feas emana un torrente de simpatía. Sus maneras sencillas y cordiales igual atraen al rico que al pobre. (Ya se ha formado una fila de automóviles en espera de sus dueños, que bajaron a cenar.) Revueltos yantan y se regocijan obreros humildes con familias distinguidas. Hay algo, pues, aquí que falta en la capital.
—Así somos las tapatías —afirma Rosita muy ufana.
El fracaso de la lucha de clases.
Ahora está lleno totalmente el jacalón y una multitud espera pacientemente que haya lugares vacíos. Muchos llaman a «mi comadre», pero nadie urge y se sabe esperar el turno.
El tapatío no sufre el complejo de inferioridad común en nativos de otras regiones, adonde el turista va atraído exclusivamente por las bellezas de la tierra. Porque el tapatío integra sus terrones y se le procura al igual que a ellos. Por eso es acogedor, cordial, y generoso con sus visitantes.
Los ojos de Rosita resplandecieron como dos soles cuando llegó el que ella esperaba. Apareció en el tejabán de pantalón y chamarra de gamuza negra con alamares y chapetones de plata, sombrero galoneado y corbata guinda en mariposa. Se reconocieron, y Rosita sin más, lo saludó haciéndole señal de que se acercara.
—Venga a cenar con nosotros.
Campillo no dio ni pidió explicaciones, pero se mantuvo correcto. Detonaron las notas de una orquestola.
—¿Hasta aquí?
—No, por fortuna. Es en una cervecería a dos cuadras. Estas malditas máquinas de hacer dinero han invadido al país, acabando con lo típico regional.
—Nosotros mandamos a la capital nuestra canción vernácula en todo su encanto y en toda su pureza primitiva, y la capital nos la devuelve en oleadas de cursilería ramplona.
Rosita batió palmas. ¡Vaya un hombre con quien uno puede entenderse!
Acabaron de cenar y el charro se precipitó a pagar la cuenta. Y doble propina para «mi comadre». Por su buen servicio y por su memoria fabulosa. Lleva cinco o seis órdenes y a la vez viene con cinco o seis cuentas y no se equivoca en un solo centavo. ¡Que viva «mi comadre»!
Sonriendo con pachorra, la vieja prieta, chaparra y fea se embolsa los centavos y se aleja arrastrando sus chanclos por el empedrado.
El charro se despidió sin pedir la nueva dirección de sus compañeros, pero dando la suya con claridad e insistencia, como para que se les grabara en la memoria.
Regresaron a pie para desentumecer las piernas. Al pasar por un gran zaguán abierto, Rosita se detuvo a embriagarse con el perfume de los naranjos en flor.
Caminaban lentamente y sin hablar. ¿Para qué? Mediaba ya un abismo entre ellos, y lo sabían.
Se oyó un grito atiplado y lejano que se fue acercando. Rosita, que sentía su niñez ida en el mismo aire de su tierra, se puso a sollozar. Y el grito se oyó más cerca:
—Chinchayote caliente…
Esa vieja Guadalajara rebelde a la muerte. «¡Mi Guadalajara!»
Campillo se exasperó:
—Esta misma noche saco los boletos de regreso a México.
—Cuanto antes mejor —le respondió ella desconcertante.
Y dijo que en vez de la alegría que había soñado tanto sólo penas y dolor se había encontrado.
—Pero no te acompaño a la agencia. Déjame en el hotel a descansar: estoy agotada.
La calle San Francisco tiene un tráfico y vida tan intensos como cualquier calle metropolitana. En el barullo de coches y gentes, Campillo tuvo de pronto la sensación de su absoluta soledad. Vanos los esfuerzos de Rosita para llenar aquel vacío horrible de su corazón. Incomprensión o insensibilidad. Él apenas podía tolerarla. Y una oleada de remordimiento y de indignación consigo mismo lo hizo retroceder inmediatamente a la casa de huéspedes a contentar a Rosita, a confesarle su conducta innoble. Regresó sin boletos, desistiendo de imponerle un nuevo sacrificio. Desgraciadamente, volvió tarde. El administrador de la casa le dio la llave de su cuarto.
—¿Ha salido la señora?
—Pidió a un criado que le bajara un veliz y tomó un coche.
—¡Ah, sí, sí!…
Con una sonrisa pretendió cubrir el ridículo del instante.
Al otro día, en la quietud de la madrugada, salió de Guadalajara. El ómnibus de pasajeros rodaba en la soledad y el silencio. Los focos de arco iluminaban las calles principales. Luego entraron en barrios en sombra; después a campo raso. Cuando el sol apuntó costeaban ya un extremo del inmenso lago de Chapala. En sus puras aguas se miraban los follajes ribereños, en juego maravilloso de luces, colores y matices.
Absorto, el maquinista no veía nada y no pensaba nada siquiera. Un sopor extraño lo aletargaba.
Cordilleras de cerros ceñidos por la banda nevada de seda recamada de perlas y brillantes del lago. En la profundidad de sus ondas se encienden géiseres magníficos que no sabe uno si emiten o reciben las llamaradas de oro del cielo.
A buena hora recogió su coche en Morelia, pero se sentía tan cansado que optó por pasar allí la noche. Al otro día salió para México. Le quedaban cinco días de vacaciones y quiso aprovecharlos. Desde luego fue a consultar a un especialista. Le explicó que se sentía muy raro, sin deseos de volver a su trabajo, con una sensación de fatiga y adolorimiento general que lo deprimía moralmente.
—Yo siempre he sido sano y muy activo en mi trabajo.
El médico lo desnudó y le hizo un largo examen.
—Si usted lo cree necesario puedo pedir una prórroga de mi licencia para curarme en forma.
—No es preciso. Se cura sin necesidad de interrumpir ni un día sus ocupaciones habituales.
—¿No vale, pues, la pena? ¡Me alegro!
El médico sonrió levemente:
—Es un caso típico de lúes en su segundo periodo. Sólo se debe hacer practicar las pruebas preliminares para comenzarle a inyectar su neo.
Campillo se demudó:
—¿Cuánto tiempo?
—Cuatro años para comenzar.
—¿Para comenzar?
El médico cultivaba el género cómico.
—A menos que prefiera un reumatismo, una hemorragia cerebral, una aortitis con posibilidad de muerte repentina, o algo más dilatado… el manicomio.
Campillo reparó en la cervecería que ni de su sombrero se había acordado. Había salido del consultorio en seguida de pagar. Por la primera vez de su vida (eslabón de una cadena fatal) bebió hasta perder el conocimiento. Sin escándalo, sin molestar a nadie. Su ebriedad fue siempre tranquila y triste.
Al otro día, previa una ducha fría, se encaminó a las oficinas de Buenavista a renunciar al resto de sus vacaciones, y esa misma noche salía con su máquina, abatido, caduco, arruinado.