Chabelón

Siendo muy pequeño, doña Cunde le llevaba su almuerzo y le decía al portero de la Indianilla:

—Hágame el favor de llamar a Chabelón.

El portero, con una sonrisa de maldad en los labios, gritaba a pleno pulmón: —¡Chabelón, aquí te buscan!

Por tanto, si su nombre era Isabel, doña Cunde consiguió que todo el mundo lo llamara Chabelón.

—Chabelón es muy inteligente, Chabelón tiene mucho gusto para vestirse y no hay aquí otro más guapo que él.

Y los que primero, por burla, lo llamaban Chabelón, así siguieron nombrándolo en serio.

Emmita, resentida porque en días festivos Chabelón le negaba el saludo, dijo:

—No es más que un pretencioso: se cree la divina garza.

Y no era verdad. Los domingos se ponía sus trajes vistosos y bien planchados, y si no saludaba era simplemente porque le faltaban ojos para mirarse a sí mismo. Pasaba por el patio principal con la cabeza descubierta, muy rizada, provocando la envidia de las muchachas más bien peinadas.

—Con otra escuela y en otro medio, usted habría sido poeta —le dijo en broma el maquinista Campillo.

—Mi mamita componía versos —le respondió, sin inmutarse.

Cortejaba a la señorita Angelita del 22, que era muy arisca con él. Cuando se la encontraba en el patio, apresuraba su taconeo, se mantenía erguida, sin volver el rostro, y sorda a sus galanteos, no obstante que, en buena lid, mucho tiempo antes le había ganado un saludo y una sonrisa. Ocurrió cuando las Escamillas habitaban el 40 y daban la nota escandalosa con sus bailes y borracheras, mucho antes de la venida del señor Cuauhtémoc. Feítas hasta decir basta, tenían, sin embargo, su casa llena de adoradores: facinerosos prietos y peludos, desde la tarde del sábado hasta el lunes por la mañana. Las caras femeninas eran invariablemente las mismas; pero las masculinas se renovaban con frecuencia alarmante.

Los vecinos pusieron el grito en el cielo. Se llegó a un acuerdo: si el dueño de la vecindad no echa a esas mujeres, el mismo día todos le dejamos sola la casa.

Se nombró una comisión, y el propietario, muy contento, dijo:

—Me deben seis meses de renta sin esperanzas. Pertenecen a la Liga de Inquilinos Revolucionarios y cuentan, ¡naturalmente!, con el apoyo de nuestro gobierno. Pero si ustedes se comprometen a prestarme auxilio, mañana mismo las echo con sus petates.

Lolita (¿quién otra podría haber sido?) corrió al instante a llevar el chisme:

—Prevénganse, niñas, las van a correr de la casa. La vecindad está resuelta a recibir a garrotazos a los de la Liga.

Evangelina se puso en jarras, frunció las cejas, reconcentró su pensamiento y dijo: —Ya sé lo que debo hacer.

Se puso su overol azul de trabajo, salió a la calle y fue a La Perla a pedir dinero adelantado.

El actuario y sus acólitos tuvieron que salir como el perro que se comió el jabón, porque las Escamillas, peso sobre peso, pagaron su adeudo. Y para aligerarles la fuga, el Impedido agregó unas cuantas insolencias.

—Está bueno: ahora van a saber estos cochinos burgueses quiénes somos los Escamillas.

Desde esa noche, apenas entraba en silencio el vecindario, sacaban su radio al patio, le abrían todo el screw y se ponían a cantar, a reír, a gritar y a bailar, hasta que terminaban las transmisiones.

Por cobrar importancia con sus amistades, Chabelón concibió la idea más oportuna y feliz de su vida.

—Ya verán qué broma voy a darles a estas muchachitas.

Se encaminó paso a paso adonde tenían puesto el aparato de radio, y saludó con voz serena.

Nadie le contestó.

—Vengo a rogarles que apaguen su maquinita, porque no dejan dormir a nadie.

—Apáguela, pues, si los tiene en su lugar —le respondió el Impedido, que estaba acurrucado contra la pared.

Chabelón, siempre apacible y risueño, se acercó un poco más al aparato y con rapidez inesperada, de un brusco puntapié, lo derribó y lo hizo bailar en las baldosas.

El Impedido dio un salto de víbora, con un pedazo de hojalata en la mano; pero Chabelón, prevenido, de un cerrado puñetazo en la nuca lo puso fuera de pelea. Libertad y Gracia levantaron las sillas, prontas a romperle la cabeza; pero Evangelina, con gesto de cómica aficionada a la tragedia griega, las detuvo serena y magnifica:

—¡Déjenlo! Mañana en la Delegación de Policía oirá mi boca.

Para concurrir a la cita judicial Chabelón se puso un clavel rojo en el ojal. Era ya el objeto de la admiración y el aplauso de toda la casa.

Puntual, escuchó con atención la lectura del acta, y sin inmutarse sacó su billetera y pagó el daño.

Luego que las niñas recogieron y contaron con mucho regocijo su dinero, Evangelina, cumpliendo lo ofrecido, hizo oír su boca. Chabelón esperó, y cuando el delegado dio muestras de impaciencia porque aquello tenía trazas de no acabar nunca, dijo:

—Señor delegado, usted las ha oído. Las acuso de calumnia y difamación, y pido que se levante el acta.

Convertidas en fieras, las tres Escamillas gritaron y vociferaron a un tiempo. Y como el delegado las llamara al orden, arremetieron con él.

—Ya ve usted qué clase de gentecita es ésta, señor delegado —observó Chabelón, sonriendo como un arcángel.

El delegado pidió gendarmes; pero, a ruegos del motorista, sus vecinas quedaron en libertad.

—Sólo quiero que el acta quede abierta… ¡por si las moscas, señor delegado!

Salieron bufando y tragándose sus palabrotas. Chabelón, conciliador y cordial, se acercó y las invitó a tomar una cremita con pasteles a La Bella Josefina. Allí se reconciliaron, y cuando salieron eran los mejores amigos del mundo.

Esa hazaña dio a Chabelón una gran popularidad y el primer saludo de Angelita con la más linda sonrisa. Pero allí quedó todo. Después fue como si jamás se hubiesen visto.

Por otra parte, doña Cunde la detestaba. Cuando Chabelón, de vuelta del día de campo, entrando alegre como sonaja, le dijo: «Mamita, albricias, acabo de encontrar mi media naranja», ella plegó las cejas, iracunda, y le respondió:

—Adivino quién es la… ella. Me tiene miedo, como si yo fuera el mismo diablo.

Chabelón no se alarmó. Su mamita hablaba con el mismo tono y tenía igual gesto que cuando recitaba «A María la del Cielo», creyendo sinceramente que nunca le había pedido ni amor al mundo ni piedad al cielo.

En efecto, doña Cunde intempestivamente cambió de gesto, y con voz dulce y expresiva le dijo:

—Tráeme, pues, a esa prenda. Quiero conocerla más de cerca.

Doña Cunde (de Secundina, por economía y euritmia) no tenía derecho a tantas exigencias. De una familia de broncos mineros de Guanajuato, en su tierra había dejado fama de sonadas aventuras. A los quince años derrochó algunas modestas fortunas.

A Chabelón, por otra parte, no le costó poco trabajo llevar al día de campo a su pretensa. Con el pretexto del fallecimiento del tío, se aventuró a hacer una visita de pésame. Doña Elisa no le conocía ni de vista y lo recibió cortésmente. Repitió lo que a todos había contado: que su hermano había sufrido un ataque cerebral que lo dejó con un lado muerto y la lengua como trapo; que desde ese día el pobrecito no se podía soportar, porque con la mano buena todo les tiraba a la cara, y que bendito sea Dios que ya estaba descansando.

Angelita fue más explícita, y de lo que una y otra decían se sacaba en limpio que el militar se había muerto una noche sin haberle quitado el sueño a nadie y sin que siquiera se lo agradecieran.

Muy animado por la inesperada acogida y por el ambiente tan favorable, Chabelón contó que se estaba preparando un día de campo por los vecinos mejores de la casa y que todos contaban con que ellas también concurrirían. Doña Elisa no respondió sí ni no, y Angelita con los ojos dijo que sí. Por lo que Chabelón se despidió muy contento y con esperanzas.

—Me parece que este joven, más que por darnos el pésame, ha venido porque tiene interés por ti, Angelita.

Angelita bajó los ojos, sonriendo levemente.

—¡Cuidado! No sabes tú quién es. Recuerda que la educación que le he dado es muy distinta de la de las gentes entre quienes vivimos ahora.

Pero Angelita se las compuso de modo de convencerla de que se trataba sólo de una amistad lícita, y pudo obtener el permiso de ir al paseo.

Verdadero problema se le presentó a Chabelón cuando doña Cunde le exigió que le presentara a su novia. Tuvo que proceder con premeditación, alevosía y ventaja. La espió un sábado por la noche cuando regresaba de entregar su ropa, y al pasar frente a su vivienda la hizo entrar:

—Madre, aquí está Angelita, que te quiere hacer una visita.

Por lo imprevisto del momento, Angelita no podía pronunciar ni una palabra y sentía que el corazón se le salía, pero doña Cunde estuvo cordialísima y todo fue una sorpresa para los tres:

—Verdaderamente es un encanto la muchacha, Chabelón.

Le acarició las mejillas, la besó muchas veces y la invitó a cenar con ellos los sábados que Chabelón estuviese libre.

Naturalmente, a medida que la fue tratando le fue encontrando defectos, y cuando no tuvo más que espulgarle, le aumentó los que tenía y le inventó los que le faltaban.

—Ahora necesito conocer a la que quiere ser tu suegra.

—Madre, creo que lo que me pides es un imposible, pero yo pondré todo lo que esté de mi parte para traértela a casa.

Doña Cunde pasaba de los cuarenta y conservaba cierta lozanía y esa fuerza extraña de atracción que tienen sobre las jóvenes las mujeres muy corridas. Su casa siempre estaba concurrida por muchachas, y ella les contaba historias amenas, recitaba versos románticos, cantaba canciones picarescas y hasta solía darles consejos:

—No sean tontas, experimenten en cabeza ajena y no cometan burradas como la mía. Ahí tienen ustedes no más…

Chapaleaba el agua donde bañaba un hermoso perro como la nieve, que con Chabelón era el último amor de su vida.

Les refería cómo, después de una mocedad muy agitada, el día en que abrió los ojos se encontró con que no había sabido conservar ni un centavo de los miles de pesos que habían pasado por sus manos. Ni con qué darle de comer a su hijo. Llamó a muchas puertas cerradas, se vino a México y supo lo que es no comer, no vestir ni tener un rincón seguro para dormir. Hasta que la Providencia (a pesar de los versos de Antonio Plaza) la hizo dar con un viejo paisano que trabajaba en la Indianilla. Chabelón apenas tenía ocho años y tuvo que trabajar como ayudante de los barrenderos.

—Pero como el niño siempre fue muy inteligente y muy listo, pronto lo admitieron como aprendiz en los talleres, luego ascendió a motorista y espero que pronto llegará el día en que sea jefe de talleres. ¡Es tan bueno!…

Y bien, contra lo esperado, doña Elisa aceptó la invitación de comer en casa de doña Cunde.

—Quiero cerciorarme de la clase de gente que son.

Angelita se puso muy afligida.

—Mi deber de madre es decirte la verdad, pero ya eres mayor de edad y a nada te obligaré contra tu voluntad. Debes saber que al aceptar esta invitación hago el mayor sacrificio de mi vida.

Sin comprender la amargura dolorosa de las palabras de su madre, Angelita se echó en sus brazos, llorando de alegría.

Doña Cunde, que comenzaba a sufrir extraños accesos de entusiasmo, alternados con largos lapsos de profunda depresión, las recibió con muchos agasajos:

—¡Qué par de monadas te has traído, Chabelón! De hombre, yo no sabría a quién escoger. Cuidado, señora, con Chabelón. Está usted tan guapa como su hija.

A doña Elisa un color se le iba y otro se le venía. Y Chabelón aplaudió vehementemente:

—¿No te he dicho que mamita es rechispa, Angelita?…

Desde el día de campo, Angelita era una boba perfecta.

—Vamos, mosquitas muertas, parece que no quiebran un plato y todos los tienen rotos.

Estallaba en carcajadas y Chabelón la festejaba, sintiéndose el mortal más feliz de la tierra.

—¿Qué rechispa, verdad?

—Así somos los de mi tierra. Bruscos, confianzudos, pero puro corazón, doña.

Se pusieron a la mesa y doña Cunde comenzó a servir. Doña Elisa hacía esfuerzos sobrehumanos para mantenerse discreta. Angelita compartía la dicha de Chabelón.

—Mire, doña, pruebe este guiso de conejo, como sólo en mi tierra se prepara. ¡Qué lomo! Se me deshace en los dedos. Tenga, doña.

Con desenfado encantador sacó de su propio platillo un trozo de carne chorreando de mole, y lo puso en el de doña Elisa, que sintió que se le apretaba un nudo en la garganta.

Apenas acabaron de comer, se despidieron.

Llegaron calladas a su vivienda sin animarse ninguna a trabar conversación. Después de muchos minutos de angustiosa indecisión, doña Elisa se resolvió:

—¿Qué tal te pareció esa gente?

Angelita bajó los ojos sin responder.

—¿Quién tiene, pues, razón: tú o yo?

—No me negarás que son muy amables y muy buenos, mamacita.

—Ni, sobre todo, que tienen una educación muy esmerada.

—Te juro que yo sabré educarlo.

—Natural y figura…

—En un mes, antes de formalizar nada, verás lo que hago de él.

—Dios te tenga de su santa mano.

—Te dejas engañar por la primera impresión.

—Con lo que acabo de ver y oír no necesito más.

—¿Entonces?

—Tú eres quien ha de decidir.

—Madre…

—Pero debes saberlo todo de una vez. Y te juro que ésta es mi última palabra: o madre o marido. Piensa y resuelve.