Aún hay sol en las bardas

Bartolo vivía a la otra puerta de la vecindad, en la accesoria A.

Emmita lo saludó:

—Bartolo, ¿no fue a la manifestación?

Sin levantar su frente arrugada y costrosa, Bartolo rompió en alegre carcajada. Tan estólida pregunta no ameritaba otra respuesta. ¿Quién lo había visto jamás en otro campo que en el de su sillita baja, frente a la chaparra mesa de trabajo, a golpes y golpes con el martillo?

—Pues se la perdió de veras, porque estuvo requetelindo.

—¿Qué pitos fuiste a tocar allí, criatura?

—Bartolo, ¿no se da cuenta? Necesitamos mejor stock de vida. Las cebollas y los jitomates por las nubes y la leche ya no más la prueban esos ladrones del gobierno. ¡Abajo los ladrones!

Bartolo soltó una nueva carcajada: sus pequeños ojos se le perdían en las cuencas oscuras bordeadas de gruesas cerdas y en su boca asomaban media docena de clavijas amarillentas y trastabillantes.

Acabó de reír y dijo:

—Boba, con un gobierno honrado tendrías que trabajar en vez de estar envenenando a tus prójimos.

—¡Ah, qué Bartolo tan ocurrente! ¿Si viera a lo que vengo? Fíjese: perdí un choclo nuevo en la manifestación y vengo a traérselo a ver si de casualidad le cae a usted el otro.

No fue Bartolo el que ahora se rió sino Desideria, su mujer, que, haciendo una S majestuosa con su vientre de nueve meses, andaba preparando la comida en un anafre de barro, a la puerta de la accesoria.

Bartolo cogió el chanclo por la agujeta y lo arrojó al montón de cueros arrugados y resecos que tenía a sus pies: borceguíes sin tapas, chanclas a risa y risa, hormas sucias de betún, pedazos de vaqueta, tintas, cepillos y demás útiles del oficio.

—Sí, chula, váyase sin cuidado.

Le limpió los mocos a uno de los tres chamacos semidesnudos que, a su lado, sacaban la cabeza de un cajón, como otros tantos cepillos mechudos e hirsutos.

Un metro escaso de terreno, comprendida la puerta, servía de taller, muestrario y recibidor. En una silla de palo el cliente se sacaba el zapato a reparar y se envolvía el pie desnudo en una esquina de la cortina de manta, mientras Bartolo hacía el remiendo.

Encorvado sobre una mesa llena de cajitas de hojalata con puntillas, alfilerillos, ojillos, entre chanclas, hormas y cepillos, Bartolo dejaba discurrir alegremente su vida en chacoteo con sus clientes y sus pequeños vástagos que merodeaban en torno, metiéndosele entre las piernas o trepándosele a la cabeza.

Emmita, de regreso, vio bajar de un auto a la señorita Angelita del 22 con el viejo mutilado, muy encendido de la cara y arrastrando pesadamente su pierna impedida.

—También esa cursi del 22 fue a la manifestación.

En el barullo de risas y voces de los borrachos nadie le hizo caso. Sólo el maquinista, que buscaba la manera de escapar, le dijo llevándola a la puerta:

—Es una de las vecinas más decentes de la casa.

—No metería yo mi mano en la lumbre por ella.

—Siendo tan agraciada y tan joven, sus medias de algodón y sus choclos de a ocho pesos acreditan mejor que otras razones su honradez.

—Nunca le saluda a uno: se cree la divina garza.

—Si no tiene amistad con usted, no es falta que no la salude.

—Será, pues, lo que usted quiera; pero a mí me cae muy gorda.

Entonces el maquinista quiso escapar sin ser advertido de sus camaradas, pero un grito del fogonero Pedroza lo detuvo:

—¿Verdad, Campillo, que todo lo que México tiene que agradecerle al presidente Cárdenas es que hoy la vida cueste cinco veces más de lo que costaba cuando pescó la silla?

—Y también que hoy ganemos cinco veces más de sueldo que el que teníamos antes de que fuera presidente —argüyó el testarudo e irreductible agente de publicaciones.

—¿Y cuántos miles se mueren de hambre por la falta de trabajo? —dijo el señor Roque, cabo de cuadrillas, buscando camorra.

—De eso el gobierno no tiene la culpa, sino estos ricos desgraciados que han escondido el dinero.

—Ya no hay más ricos que los del gobierno.

Ahora era una voz cascada que venía del otro cuarto. Emmita se puso en la puerta entre las dos piezas y de espaldas a sus marchantes, dijo:

—Usted se calla, don Pepe, porque aquí nadie le ha dado vela…

Pedroza, que estaba tirado en la cama de Emmita, removiendo los dedos de sus pies desnudos y abotagados, al oír nombrar a don Pepe, estalló en una carcajada:

—¿No saben la broma que el domingo le di a don Pepito?

Don Pepe era asistido de doña Tecla. Vejete enteco, huesudo y sucio; pagaba setenta y cinco centavos diarios por cama y comida y se le había admitido con la condición de que no se presentara en la tertulia de los domingos porque tenía la fea costumbre de no bañarse nunca y de dormir con la única ropa que llevaba. Emmita juraba que olía más mal que el mismo cabo de cuadrillas.

Recién llegado a la casa, contó que trabajaba como perito valuador en una casa de antigüedades y durante algún tiempo pudo estafar a los desprevenidos y nuevos burgueses de la vecindad con baratijas que les ofrecía como objetos de inestimable valor a precios de verdadera ganga. Anillos, arracadas, pendientes que con un día de entierro en la maceta de geranios de Emmita quedaban convertidos en antigüedades auténticas. Pero un día Pedroza lo sorprendió en el portal de Mercaderes comprando sus joyas de a cinco y de a diez centavos en los puestecillos de los barateros. Se recató en una columna, lo siguió sigilosamente hasta verlo entrar en un edificio inmediato al mercado de La Merced. Al otro día, llamó a muchos de sus camaradas y les dijo:

—Vengan. Voy a darle una broma a don Pepito.

Fueron al teléfono y tomó la bocina:

—Bueno…, ¿con quién?… ¿Personalmente?… Bien: es usted, amigo don Pepe… Soy un amigo suyo. Oiga, necesito un abono a su establecimiento por todo el día. ¿Cuánto me cuesta?… No, señor, no estoy equivocado. No se enoje y permítame que le explique. Anoche cené barbacoa con salsa borracha y amanecí con muchos retortijones… Acabo de purgarme y necesito de sus servicios.

Pedroza remató con una carcajada en las orejas del señor Pepito y bruscamente colgó la bocina.

El pretendido anticuario, que era, en efecto, el encargado de dar papel y contraseña en uno de los excusados del mercado de La Merced, lo estaba oyendo todo desde su cama; pero guardó el más discreto silencio en previsión de venganza más cruel.

El señor Campillo, obligado a tomar más de la cuenta, reanudando el obligado comentario político, la soltó:

—Mientras el capital no tenga garantías —dijo— iremos de mal en peor.

El agente dio un salto como si le hubiera picado un alacrán. ¡Blasfemia!

—¿Usted dice eso, camarada Campillo? ¿Usted, maquinista de las Líneas Nacionales con más de mil pesos mensuales? ¡No hay derecho! ¡Palabra que no hay derecho!

—Chueco o derecho, Campillo ha dicho la pura verdad y al diablo con tu dictadura del proletariado, que ya me huele a acedo.

—¡Es una traición a las clases trabajadoras! Han perdido ustedes la conciencia de clase…

—Cállate, mano, fíjate en que no estás en la asamblea… Deja tus discos rayados ya para otros bagres…

Y como el señor Roque, bamboleante ya de borracho, se levantara en actitud francamente provocativa, Emmita, experta en riñas, distrajo al cabo de cuadrillas, mientras hacía señas al agente para que escapara.

Tras el agente salió Campillo, sin que en el vocerío de la borrachera nadie lo hubiera advertido.

El maquinista se metió en su casa; pero el agente, muy envalentonado, se presentó a poco con el coronel Piña Vega y fueron acogidos con aplausos y exclamaciones. El coronel era famoso en el gremio de ferrocarrileros y pulqueros porque gastaba bien su dinero.

Por principio de cuentas mandó traer cuatro botellas de coñac.

El agente, no encontrando auxiliar para arremeter de nuevo con su ideología clasista, pues su correligionario Benavides se había negado a escucharlo, entretenido en una gráfica de la manifestación de Almazán, la tomó con el maquinista Campillo en otra forma:

—Es un mal camarada. No hay tripulación en todas las líneas que gane menos que la suya.

El fogonero Pedroza tuvo que confesar que era cierto.

Campillo era el empleado más cumplido de los Ferrocarriles Nacionales, sus trenes caminaban con una regularidad irritante, jamás se presentaba la ocasión de cobrar tiempo doble por las horas extras. Por su torpeza, pues, no sólo él dejaba de ganar más dinero, sino que se lo quitaba a sus compañeros.

—Un p… más. Habría que suprimirlo —comentó fríamente el coronel Piña Vega—. Esto está muy aburrido, muchachos; vamos a buscar un mariachi.

Nuevos aplausos y nuevos gritos. Se echaron a la calle en busca de coches.

Piña Vega arrancaba de la más pura cepa revolucionaria. Cuando el general Diéguez entró en Guadalajara llamando la atención con sus uniformes llenos de tiras de balleta roja y brillantes entorchados, Piña Vega se lo captó con sus zalamerías de gata, haciendo que se lo llevara al cuartel como su bolero oficial. Muchacho de ambiciones, no se contentó con pasarse la vida engrasando botas. Obtuvo del general Diéguez una comisión para sorprender un conventículo de monjas, cuya ubicación sólo él conocía. Piña Vega la desempeñó con tal brillo que se conquistó al punto su ascenso. No sólo puso en la calle a una docena de cacatúas tosigosas y reumáticas, sino que como buen revolucionario se apoderó del verdadero cuerpo del delito: copones, cálices, custodias, patenas y demás baratijas de oro y de plata pasaron a su casa. En ese tiempo no hubo acaudalado tapatío que no tuviera que agradecerle sus servicios. Diéguez los mandaba aprehender y después de tres o cuatro semanas en la penitenciaría, Piña Vega se presentaba a ofrecerles su libertad por unos cuantos miles de pesos. Naturalmente, ese dinero era sagrado: sólo servía para el triunfo de nuestra causa. Pero la ambición rompe el saco. Diéguez se enteró de que el ex bolero era ya un nuevo rico y con eso cayó de su gracia, le confiscó cuantas ganancias había hecho. Piña Vega emigró a la capital y muchos meses vivió como jicarero de una pulquería de Nonoalco.

Allí lo conoció un general a quien contó su desgracia.

—No te preocupes, muchacho —le dijo—; Diéguez se ha portado mal contigo, pero yo te presentaré con el general Obregón, que sabrá reconocer tus méritos. De hombres como tú precisamente necesitamos para hacer una patria nueva.

Y Obregón le dijo:

—Desde hoy formas parte de la gran familia revolucionaria: tienes ideas, sabes expresarlas. Vente conmigo y llegarás. Diéguez, como todos los humanos, tiene sus errores.

Si Obregón no hubiese tropezado con la pétrea cabeza de don Venustiano Carranza, Piña Vega habría ocupado un escaño en el Congreso Constituyente. Pero luego que Obregón mandó a Carranza a freír hongos a Tlaxcalaltongo, Piña Vega ascendió a diputado y con el presidente Calles fue senador; pero con la caída de éste volvió, por una inexplicable falla de ojo político, a quedar fuera de presupuesto. Repudiado por los militares porque en su hoja de servicios no se encontró mérito que justificara su grado de coronel, repudiado gallardamente por los políticos que habían traicionado a su jefe Calles, Piña Vega presumía su honorabilidad ahora con pulqueros, choferes y ferrocarrileros que sabían explotar su vanidad.

Con muchas canas, conservaba todavía frescos los carrillos y llenos sus músculos. Se aferraba al sombrero tejano, al fuete y a los zapatos amarillos, como si el abandonar tal indumentaria, recuerdo de su más gloriosa etapa, fuera tanto como renunciar a su pasada grandeza.

Reinaba ahora la quietud en la gran vecindad de Nonoalco. El ex militar villista, conducido por su sobrina Angelita, se había dejado caer, agotado, en su cama. Cuando, después de muchos minutos, se repuso y pudo respirar mejor, dijo:

—Desde la entrada del presidente mártir nunca se había visto un espectáculo tan bello en México.

Ex soldado de Villa, de la famosa División del Norte, en los combates de Celaya había quedado mutilado y tuvo que venir a México al arrimo de su hermana Elisa. Ocupaban la vivienda 22 él, su hermana y Angelita su sobrina. Ésta cosía ropa para Las Fábricas Universales, el viejo hacía menudos trabajos de talla en madera para una casa especialista en cromos y espejos de las calles de Guatemala; doña Elisa les hacía la casa.

Pertenecían a una familia decente del interior que se quedó pobre, después de haber vendido sus pequeñas propiedades para venirse a radicar en la capital.

Aquel sábado, Angelita le había dicho por broma al viejo:

—Tío, lléveme a la manifestación de Almazán: dicen que va a estar muy bonita. En todo México nadie habla de otra cosa.

El anciano se incorporó a medias en su derrengado sillón de cuero, y tambaleándose sobre su pierna buena, las manos en alto y temblando de cólera, gritó:

—Nunca le tenderé mi mano a quien le haya servido al chacal.

Con ese nombre designaba siempre al general Victoriano Huerta, autor intelectual del asesinato del presidente Madero.

—Mis manos no se mancharán con la de ninguno de los cómplices de ese cobarde asesino.

Aborrecía a todos los gobernantes de México, con excepción del presidente Francisco I. Madero, a cuya causa se había afiliado desde los primeros días del movimiento revolucionario. Su devoción por él era tanta que así como los buenos católicos tienen la imagen de la Virgen o de los santos en la cabecera de su cama, él tenía un gran retrato litografiado de su héroe favorito.

Por lo demás, su desinterés de revolucionario honesto lo pudo demostrar el día en que un grupo de ancianos fue a invitarlo a formar parte de una agrupación de Veteranos de la Revolución.

—Si el objeto de ustedes es limosnearle al gobierno, les digo desde luego que no acepto su invitación. Los insignificantes servicios que pude hacerle a mi patria no fueron para cobrárselos ni entonces ni ahora. Pobre vivo y muy contento me moriré de serlo.

Los comisionados salieron con la cola entre las piernas.

Por tanto, Angelita se sorprendió extraordinariamente cuando ese sábado, al volver de Las Fábricas Universales con el dinero de sus costuras, el tío la llamó y le dijo:

—Prevente; mañana a buena hora nos vamos a la calle.

—¿Prevengo algo de comer?

—Tonta, nos vamos a la manifestación. Tengo comprados ya dos boletos de un balcón del German American Hotel.

Y como Angelita se mantuviera muda y perpleja, le explicó:

—Maldito lo que a mí me importa el tal Almazán. Pero quiero ver cómo se conduce el pueblo ahora que tanto lo han amenazado los esbirros del presidente Cárdenas; quiero ver si ahora, que lo están matando de hambre, se resuelve a dejar de ser chinchorro como se resolvió un día contra Porfirio Díaz.

Y el espectáculo había excedido a todas sus previsiones. Cenizas mal apagadas se encendieron en su reseco corazón de viejo impotente, refrescado por una ráfaga de juventud. Había entrado en su cuarto, ardiendo de sus mejillas y con sus ojos resplandecientes de regocijo.

Y cuando, tendido en su cama, pudo dilatar ampliamente sus pulmones, dijo:

—¡Aún hay sol en las bardas!

Y dos lagrimotas rodaron por sus mejillas cobrizas y resquebrajadas.