Tragedia

Llegaron de la calle Evangelina y Miguelito agitando un periódico, muy alarmados.

—No más lee, hermano Cuauhtémoc.

—Es por demás. Lo sé todo. ¡Qué desgracia!

La hormigueante multitud del patio se acercó.

—No lo conoce usted en su trabajo. ¡Pocos como él de competentes y cumplidos!

—¡Y qué amigo!

Lolita, que trataba de burlar la vigilancia de la policía que custodiaba la puerta, vino también y dijo:

—Pero ella no tenía simpatías. ¡Pobrecita! ¡Era tan estirada y tan orgullosa!…

Nadie respondió. ¿De quién se expresaba bien Lolita?

La gente abrió paso al personal de la policía que venía entrando.

La opinión general predominante era la de que se estaba cometiendo una gran injusticia.

Todos le querían, porque, aunque la primera impresión era desagradable —por su físico desgarbado, sus hombros caídos, su espalda encorvada, su aire distraído y bobo, y sobre todo por su enorme maxilar inferior que daba calofríos—, a poco de tratarlo se tenía la perfecta seguridad de que era un hombre bueno y la más linda persona. Sus ojos melancólicos, sus labios bondadosos, su gesto sobrio y sereno, su palabra siempre lenta y medida, de una claridad y precisión estrictas, atraían profundamente la simpatía. Por ese don raro y precioso de no decir jamás una palabra de más ni de menos, sus superiores lo estimaban como una joya de inestimable valor. Gracias a esa cualidad se le dispensaban ciertos defectos, como por ejemplo, sus periódicas faltas al trabajo.

Sólo que por no dar crédito a la primera impresión, que es la que rarísimas veces engaña; por haberse dejado seducir por la otra tan halagadora y razonable, Tito, el corrector de pruebas de los Talleres Gráficos de la Nación, encontró tan deplorable fin. Por otra parte, era poco estimado. Emmita, que por esos días andaba ya casándose, comentó desaprensiva:

—Es un tipo pretencioso: se cree la divina garza.

El agente de publicaciones lamentaba como una gran desgracia la intervención de su maestro en el suceso:

—No hay quien explique mejor que él, con apego a los postulados de la ciencia, los acontecimientos sociales del país y del extranjero.

—Pero no has leído, Cuauhtémoc. Haz el favor —insistió Evangelina, consternada, dándole la hoja impresa.

HORRENDO CRIMEN EN NONOALCO

Anoche a las once y media se presentó en la Delegación de Policía de la Séptima Demarcación el señor H. Benavides a denunciar un crimen que se acababa de perpetrar en su domicilio. El señor Benavides es un honrado tipógrafo que trabaja en los Talleres Gráficos de la Nación. Refirió que anoche, de regreso a su casa, sorprendió una macabra escena en su habitación, que estaba muy iluminada. Dos cadáveres tendidos en su propio lecho, en un lago de sangre y horriblemente desfigurados, hasta el punto de que no pudo en seguida identificarlos. Examinando cuidadosamente sus ropas y por los antecedentes de su amistad con la familia Bienvenida…

Cuauhtémoc suspendió la lectura, soltó un escupitajo y dijo:

—Puras mentiras. ¡Qué familia Bienvenida ni qué cuentos!

—Sigue leyendo, Cuauhtémoc, te lo suplico.

Entraron entonces dos energúmenos mugrosos, abriendo horriblemente la boca y los pelos de punta:

—Horrendo crimen en la calzada de Nonoalco. ¡La extra! ¡Cinco centavos la extra, con el crimen horroroso de Nonoalco!

—¡La extra… cinco centavos la extra!

Voces agudas, graves, de contralto, en falsete, acordes y a contrapunto. Voces de gente madura, de mozos y de niños; estridentes y penetrantes como la punta de un berbiquí.

—¡La extra… la extra!…

De los cuartos salían las mujeres con su quinto, y a poco todos tenían la extra en sus manos, mientras los vendedores salían muy satisfechos recontando sus centavos.

—Déjalos que se claven, que se dejen tomar el pelo como te lo tomaron a ti, hermanita Evangelina.

—¿Por qué eres así, Cuauhtémoc? Ya no me hagas repelar: sigue leyendo, por favor.

Lívida, los ojos prestos al llanto, convulsa por la emoción, igual a como se ponían en el cine cuando el héroe de Yanquilandia se precipita a un abismo de mil metros para levantarse al instante sin una arruga en su traje ni desperfecto alguno en su peinado. «… Las ambulancias recogieron los cadáveres, sin que la ciencia haya podido hacer algo, y hoy serán autopsiados conforme a la ley y entregados a sus familiares para que les den cristiana sepultura.

»Esta tragedia está envuelta en el misterio. Ni en los muebles ni en la ropa se encontraron huellas de lucha, de violencia o de fractura. No se trata, pues, de un asalto a mano armada. El reloj de oro y la fina pluma-fuente se encontraron intactos y en sus sitios respectivos. Por otra parte, hemos sido informados de que los hermanos Benavides llevaban una vida quieta y arreglada…».

—¡Otra! ¡Los hermanos Benavides! —exclamó Lolita con exasperación—. Estos desgraciados ya me estafaron mi quinto.

«… tal fue la saña de los asesinos con sus víctimas que les desfiguraron el rostro a martillazos… Por más esfuerzos que la policía ha hecho, hasta los momentos en que escribimos estos renglones ha sido imposible dar con la pista de los autores de este crimen lleno de emoción y de misterio…»

El señor Cuauhtémoc, fastidiado, le dio el papel a Evangelina, que siguió leyendo con voz temblorosa y cortada por el llanto:

«… como datos complementarios de última hora comunicamos a nuestros lectores que el citado tipógrafo Benavides ha sido detenido para las investigaciones judiciales y el esclarecimiento de los hechos…».

—¡Infames! ¿Y qué culpa tiene este pobrecito señor de eso?

—Por eso digo yo que en estos casos lo mejor es meterse uno en su cuarto y cerrar bien el pico.

Una voz cavernosa, extraña, como salida de una tumba. Así la oyeron los que conocían a Miguelito, pero jamás lo habían oído hablar. Que era lo habitual en él.