1997
Lo venía siguiendo desde la intersección de Corrientes y Callao. Tenía pelo ensortijado, parecido a lana de oveja, y vestía un saco deportivo a cuadros pequeños. Se detuvo en un quiosco de revistas, compró el diario y caminó hasta la esquina de Uruguay y Corrientes. Miró hacia los lados, como si olfateara la persecución, y entró en el café El Foro. Damián entró pisándole los talones y lo siguió por entre las mesas rumorosas. Apenas se sentó junto a la ventana, Victorio Zapiola levantó sus ojos tristes y los posó en la familiar fisionomía que había estado respirándole en la nuca.
—¿Puedo acompañarlo? —preguntó Damián con cierta irresolución—. Necesito hablar con usted.
Zapiola apoyó el diario sobre la mesa. Su boca gruesa contrastaba con las mejillas chupadas.
—Yo también. Por favor, tomá asiento. —Le indicó la silla que hacía ángulo con la suya.
—Sólo unos minutos. Soy Damián Lynch.
—Ya lo sé. —Zapiola entrecerró los párpados.
A Damián lo recorrió un escalofrío.
—Usted conoció a mi padre.
—Precisamente. —Zapiola corroboraba que tenía la misma frente ancha con el mechón rebelde a la izquierda, la misma nariz recta, la misma boca, los mismos ojos redondos y cálidos.
—Me venías siguiendo, ¿no?
Damián sonrió, incómodo.
—Creo que usted se dejaba seguir.
—O me hacía seguir...
—¿Para qué? —Estaba confundido.
—Para que finalmente me abordaras.
—¿Por qué no me abordó usted a mí?
Zapiola se frotó los pómulos secos mientras pensaba la respuesta justa.
—Porque no sabía hasta qué punto estás enterado de algunas cosas y hasta qué punto querés saber otras. Tengo un peso aquí —se señaló el esternón— que aumentó cuando volví a Buenos Aires, hace unos años. Podés creerme si te digo que aterricé en el aeropuerto y lo primero que se me cruzó por la mente fue buscarte, encontrarte, saber de tu vida, tu situación. Pero, al mismo tiempo, me asustaba encontrarte. No sabía con qué me iba a enfrentar. Cuando pude enterarme de que estabas relativamente bien, temí causarte daño con la resurrección del pasado. Transcurrió el tiempo y la única forma de animarme a hablarte era si vos lo buscabas.
—Demasiado prudente, para mi gusto. Pero, ¡bueno! Usted me dejaba huellas.
—Así es. Para que decidieras si seguirme y abordarme, o mantener nuestra distancia. Todavía estamos a tiempo de decir “mucho gusto y adiós”. Nunca nos hablamos antes, nada nos obliga ahora.
—Victorio, es al revés: ardo por enterarme. Lo poco que llegó a mis oídos me desquicia. Quiero saber el resto, quiero apoderarme de los detalles como si fuese un tesoro.
—¿Estás seguro? No es un tesoro; es el espanto. —Zapiola levantó las manos como para detener una andanada.
Damián apoyó los codos sobre la mesa y aproximó los labios a la oreja de Victorio:
—Estoy seguro. —Su resolución evidenciaba la insolencia que amasan los sufrimientos prolongados.
—Tenés veintiocho años, ¿no? —Zapiola sacó el diario de la mesa y lo apoyó sobre el alféizar de la ventana. Lo miró profundamente y se pasó la lengua por las comisuras de la boca. En su cabeza corría veloz un tiempo cargado de humo y plomo. —Desde que volví, en 1991, y me puse a averiguar sobre vos, te he visto en diferentes lugares, te he seguido desde las sombras, recogí información.
—Digamos que actuó como un miserable espía. —Damián mostró los dientes.
—Así es. Pero sólo estaba al servicio de mi conciencia. Me hacía bien enterarme de que te desempeñabas con soltura y carácter, que te parecías cada vez más a tu viejo, que progresabas como a él le hubiera gustado.
—¿Y?
—Pero no me atreví a presentarme. Hice dos intentos, pero me detuve antes de que te percataras. Tal vez nunca habías oído algo sobre mí o, en caso contrario, preferías borrarme de tu vista.
—Doble equivocación.
—Ahora lo sé.
—De todas formas, Victorio, usted tuvo un exceso de prudencia.
—Prudencia, o respeto infinito por la memoria de tu viejo.
—Un respeto estéril. Es necesario que hablemos.
—Todavía me estremece semejante expectativa. —Zapiola comprimió los maxilares. —Me duele hablar de aquello.
—Hay heridas que no cicatrizan jamás.
—Tampoco es bueno revolver el pus.
—¿Es mejor olvidar?
Zapiola miró hacia la atolondrada calle como pidiendo auxilio a los transeúntes.
—No me gustan los masocas.
—¿Recordar es masoquismo?
—A veces.
—Mire, Victorio, entre el masoquismo y la perspectiva de repetir aberraciones, prefiero el masoquismo. Pero no quiero teorizar. Ahora quiero información. “Su” información. Usted sabe cosas que yo estuve buscando con una desesperación que ni imagina.
El hombre adelantó su tronco enflaquecido. Los ojos tristes brillaban.
—Estimado Damián, cuando uno logra huir de la cloaca en la que lo sumergieron, no tiene ganas de volver ni siquiera para corroborar que quedó afuera.
—Pero la mente regresa; es inevitable.
—A mi mente le llevó mucho tiempo sacudirse la mierda. Un día dije basta, ¿entendés?
—Yo era un chico cuando nos invadieron en medio de la noche. Vi todo.
—Ya sé —concedió—. Ya sé... Ese recuerdo es un buen látigo y sabe cómo flagelarte. —Esbozó una sonrisa que tendía al llanto. —No deberías flagelarte. La vida sigue.
—Aburrido lugar común. Es fácil decirlo. ¿Cómo sacar de mi cabeza a los diez criminales que se metieron en casa como un maremoto?
—No hace falta entrar en detalles. —Depositó el cenicero de vidrio sobre el diario.
Damián bajó los codos, pero le acercó la cara.
—Esos detalles son una historia trágica que debemos recordar por respeto a las víctimas. Todavía hay miserables que la niegan. Es la historia de una invasión de filibusteros.
—¿A mí me la querés contar?
Damián cerró los ojos y recordó a media voz, como si pronunciase una letanía.
—Abrieron la puerta a patada limpia, sin darnos tiempo a mover el picaporte. Papá los enfrentó con increíble coraje y exigió el debido respeto a un hogar decente; pero estaba blanco como este mantel y tenía la voz seca. Mamá corrió a mi cuarto, se sentó en la cama y me abrazó tan fuerte que me hizo doler las costillas. Desde mi lugar, yo veía sucesivamente una parte de su pelo, la puerta entreabierta que daba al living y el cuadro insoportable del avasallamiento.
Zapiola se reclinó contra el espaldar de la silla. El ímpetu de Damián se le venía encima como una jauría. Su piel amarga, surcada de arrugas, era tragada por el estallido de recuerdos.
—A papá lo sentaron de una trompada en la nariz, que empezó a sangrarle. No aceptaban que les diera lecciones de conducta. Los monstruos empuñaban armas y las revoleaban como si fuesen bastones. Mientras el jefe controlaba la situación, los subordinados exploraban los más ridículos agujeros de cada habitación en busca de Sofía, mi hermana de diecisiete años. ¿Sigo? Ella no estaba, por suerte: sus amigos le habían ordenado dormir fuera de casa. Los intrusos exigían que papá la entregara o confesara dónde la había escondido. Decían que sólo querían hacerle unas preguntas y no molestarían más. Pero, aunque mis padres hubiesen aceptado semejante pedido, no podían satisfacerlo, por la sencilla razón de que Sofía no confiaba en nuestra familia y jamás informaba dónde pasaba el día ni la noche. Usted debe saber que mis padres no estaban de acuerdo con su militancia ni con sus ideas; no estaban de acuerdo con la calamidad que los Montoneros y el ERP habían desencadenado en el país. La recriminaban apenas la veían, y sólo lograban que ella se prendiese con más fuerza a su pasión revolucionaria. Cuando yo le pedía que hiciera caso a nuestros padres, me acariciaba el pelo y decía: “Sos un dulce cachorro burgués; te falta maduración”. Sus palabras me humillaban, pero son casi las únicas que recuerdo de ella.
Zapiola se frotó la nariz. El relato le producía alergia. Las manos de Damián se movían con tensión creciente.
—Eran piratas, porque no traían una orden de un juez ni de cualquier otra autoridad, ni siquiera de un comisario o un oficial del ejército o de la marina. Piratas en absoluta anomia. Vaciaban botellas de whisky mientras desordenaban placards y cajones. Sacaban los objetos con una alegría diabólica y si no les interesaban los arrojaban lejos. El jefe exigió la llave de la caja de seguridad y papá tuvo que dársela con una mano mientras con la otra sostenía un pañuelo contra la nariz sangrante. No pude ver cómo vaciaron la caja, pero oí que mamá me susurraba al oído: “Que se lleven todo, todo, y se vayan”.
—¿Para qué lo contás otra vez? Ya pasaron más de veinte años. —Zapiola suspiró.
—¿Otra vez? —hizo memoria. —Sí, otra vez. Ésta debe de ser la número mil. Me la contaba a mí mismo y ahora se la cuento a usted para obligarlo a la reciprocidad, Victorio. Para que usted me diga lo que sabe. Y que yo todavía no sé.
Zapiola llamó al mozo.
—Café, medialunas y una jarra grande de agua, por favor.
Luego enfocó al joven.
—Volví del extranjero para declarar ante la CONADEP y en el juicio a las juntas militares. Fue terrible y fue suficiente. Es el pasado. Para mí se acabó.
—Los verdugos están vivos y andan sueltos.
—Pertenecen a otra época. No me interesan. Son alimañas. Ahora las reemplazan otras alimañas que pueden llegar a ser peores. Contra ellas trabajo, contra las alimañas del presente. ¿Me entendés? Son las que emputecerán a la próxima generación.
—Yo no voy tan lejos. Yo he jurado vengar a mis padres.
—¿Vengarlos? ¿Querés venganza o justicia?
—Justicia.
—Ojalá la consigas. Te advierto que escasea en la tierra.
—¿Entonces?
—No te puedo recomendar la venganza. Es un craso error. Lo único que deberías hacer, si me tolerás un consejo, es mirar hacia tu futuro.
—¿Futuro? Las nubes no me dejan verlo. O, si lo veo, es un futuro nublado.
—Hay que apartar esas nubes.
—¿Cómo?
Lo miró con pena.
—Está bien. Hablaremos. Es lo que ambos queríamos en el fondo, ¿verdad? Bajaremos juntos hasta la más densa mierda que puede fabricar el hombre.
1976
Con extraordinaria habilidad embolsaron joyas, dinero, correspondencia y libretas con direcciones durante el allanamiento. Apenas se fueron, el doctor Jaime Lynch comenzó a pensar de qué forma comunicaba a su hija que habían ido a buscarla y que debía abandonar la Argentina por cualquier medio, ya mismo.
De alguna forma logró que se enterase de lo que había ocurrido, pero Sofía se negaba a irse de Buenos Aires como si fuera una cobarde o una derrotada. Sus ideales o su alienación —según el ojo que mirase— le decían que la lucha tenía esos inconvenientes y había que enfrentarlos. No obstante, algo debía de haber ocurrido en su célula que determinó un cambio de criterio, porque llegó a la casa de sus padres un mensaje anónimo en el que insinuaba su disposición a tomarse unas vacaciones. Sólo cuatro horas más tarde otro mensaje anónimo avisó que había sido secuestrada por un Ford Falcon verde mientras se dirigía al aeroparque, rumbo a Montevideo.
Jaime y Estela Lynch corrieron a lo de su abogado. Los asfixiaba la angustia. Era su última esperanza. No sabían que en realidad iniciaban una carrera de rescate sin sentido, a la que recurrirían cientos y después miles de personas, hasta romperse la cara contra los muros de una inclemencia sin precedentes en el país. Interpusieron un hábeas corpus tan perfecto como inútil, se entrevistaron con hombres y mujeres de la alta sociedad —donde encontraron más reproches que amigos—, apelaron a los pocos oficiales en actividad que habían saludado alguna vez, pidieron audiencia al ministro del Interior, general Harguindeguy, y fatigaron los despachos de una burocracia gélida e interminable. Hablaron largo y tendido con su párroco y consiguieron que el obispo prometiera llegar hasta el Presidente, Jorge Rafael Videla. Al cabo de dos semanas, exhaustos, comprendieron que la expresión “chupada” —que el vulgo acuñaba para situaciones parecidas— no era sólo metáfora.
Como la desesperación es mala consejera, Jaime decidió llegar hasta los amigos de su hija desaparecida para exigirles que se la devolviesen. Eran los verdaderos responsables de su alienación mental y de su dramático destino. Si nada podía conseguir por los senderos rectos, entonces apelaría a los curvos. Estela, que aprobaba cualquier maniobra que llevase a un rastro de Sofía, tuvo la desafortunada idea de proponer a su marido una estratagema audaz. La guerrilla secuestraba empresarios y asaltaba Bancos para hacerse de dinero.
—Te escucharán si les ofrecés plata —dijo.
Jaime consiguió que su elíptico mensaje ingresara en la cadena subterránea y algunos jefes de la subversión se enterasen de su interés en pasarles dinero. Le hicieron saber que el pacto debía realizarse con absoluta discreción en un bar concurrido, durante las horas de mucho movimiento: convenía pasearse ante las pestañas del tigre para que el tigre no los viera.
A la hora del té, Jaime ingresó en el Florida Garden y caminó despacio por las atestadas mesas, para que sus interlocutores lo identificaran. Una pareja joven le hizo señas.
Lo invitaron a sentarse en un confortable butacón de cuerina bordó. La grata atmósfera surcada por el aroma del café producía relajamiento. El mozo llevó relucientes teteras y una colección de masas frescas.
—Hablemos en sordina, sin mencionar un solo nombre —le previno la mujer mientras se adelantaba para elegir una masa coronada de crema.
Jaime simuló tranquilidad, pero tenía el pelo erizado. Aquella gente destruía el país: había psicotizado a los jóvenes y puesto a las Fuerzas Armadas en estado irracional, pensó. Empujaban hacia una masacre. Y ahora les tenía que regalar plata a cambio de ayuda. Nunca había imaginado semejante absurdo.
La mujer era bonita y vestía con elegancia, pero sus rasgos eran firmes, casi amenazadores. El hombre parecía un empleado de tienda fina. No se los asociaría con guerrilleros, con gente que usaba armas, ponía bombas y era capaz de luchar en selvas plagadas de emboscadas.
—Sabemos dónde y cuándo la chuparon, no dónde la tienen —susurró el hombre.
—Pero ustedes saben datos sobre los lugares clandestinos de detención.
—De la mayoría, no de todos.
—Estoy dispuesto a darles lo que no tengo, para recuperarla.
—Aceptamos su contribución; nos viene bien. Pero no le garantizamos lo imposible: haremos lo que esté a nuestro alcance.
—¿Por ejemplo?
—Entregarle una lista de los chupaderos y campos de concentración, los nombres de algunos jefes y torturadores, nombres de gente detenida ahí. Ojalá sepamos más de Sofía.
—Quiero saber si está viva... —Se le trabó la voz. —Si la torturaron.
La pareja lo miró fijo y se tragó los comentarios.
La cara de Jaime se perló de transpiración. Se apartó con los dedos el breve flequillo que le caía sobre el lado izquierdo de la frente. Ya le costaba ocultar su nerviosismo; alzó una masa rellena y se la introdujo entera en la boca. Masticó rabioso y casi se ahogó. Bebió té. Pudo aclararse la garganta con varios golpes de tos y aproximó su cabeza a la del hombre.
—Necesito saber dónde está, ¿comprenden? Para eso pago.
—Somos honestos, doctor.
—Sí, honestos... —Extrajo un pañuelo y se enjugó la transpiración de la nuca.
—La mujer abrió su cartera, extrajo un espejito y se retocó el maquillaje. Con disimulo barrió la confitería con la mirada, para enterarse si los espiaban. Lo guardó con femenina delicadeza; luego susurró melindrosa:
—¿Cuánto ofrece?
—Empiezo con cien mil dólares.
—Esa cifra no coincide con nuestras expectativas.
—Ciento cincuenta.
—¿Cuándo los entregará?
—Necesito veinticuatro horas.
—Lo tomaremos como un anticipo —intervino el hombre—. Si nuestra información incluye algún dato concreto, deberá doblar la suma.
—Un dato concreto, no una vaga aproximación.
—Concreto.
—Asunto cerrado, entonces —sentenció la mujer.
—Al regresar al consultorio, la secretaria de Jaime, Elsa, le dijo que debía contestar una llamada urgente. Le entregó el número garabateado en su cuaderno de novedades.
—¿Quién es?
—Dijo que llamara de inmediato, que tenían que pasarle una información confidencial y urgente.
Jaime abrió los ojos y levantó el teléfono.
—¿Doctor Lynch? Gracias por responder. Tenemos noticias de su hija.
—¿Qué? ¿¡Quién habla!?
—Los teléfonos están pinchados... Por favor.
—Pero... tan rápido... Usted...
—Escuche lo que voy a decirle. Cancele los turnos y vaya con su auto por la ruta a Ezeiza. En el último puente antes del aeropuerto, tome el camino de la izquierda. Vaya tranquilo y solo. Es confidencial. ¿Me entendió?
—Sí. —Sus dientes amenazaban con castañetear.
—Solo —insistió la voz.
—Así lo haré.
Un mareo lo obligó a sentarse. No era la voz del hombre con quien había pactado en el Florida Garden. Pero tampoco podía perder esa oportunidad. Llamó a su secretaria, que lo asistía desde que había empezado a ejercer y manejaba casi todos sus trámites.
—Escuche, Elsa, me van a dar noticias de Sofía. Pero debo ir solo. Cancele los turnos. Salgo ya.
—¡Qué suerte, doctor! No se preocupe por los turnos. Pero... tenga cuidado. ¿Por qué tiene que ir solo? —Se apretó la cara con ambas manos. —No me gusta.
—Me dijeron que es confidencial.
—¿No es peligroso?
—A esta altura de los acontecimientos, Elsa, ¿puede importarme el peligro? ¿Puede ocurrirme algo peor?
Atravesó la ciudad congestionada y enfiló hacia el aeropuerto internacional. En el punto indicado torció hacia la izquierda y desaceleró. Alguien lo estaría esperando con el vehículo detenido a un costado de la ruta. En el espejo retrovisor aparecieron de repente, como generados por magia, dos Falcon verdes. El corazón le dio un brinco. Esos autos se habían convertido en el siniestro emblema de la represión; esos autos habían secuestrado a Sofía. Sin pensar, hundió el pie contra el acelerador. Demasiado tarde. Los vehículos se abalanzaron en forma asesina. Uno lo cruzó violentamente y cerró el camino. Jaime apretó el freno mientras el otro le daba un golpe feroz en un costado. El choque le quitó el dominio del volante, porque su auto giraba como un trompo.
—¿Qué me hacen?...
Volcó en la cuneta y quedó aprisionado. Oyó gritos, órdenes. Olió la muerte. El mundo había enloquecido. Con el corazón en la garganta, se escurrió por la ventanilla abierta. Apenas rodó en el pastizal fue sepultado por un granizo de puñetazos y patadas.
—¡Eh... paren! ¡No les hice nada! —clamó, cubriéndose la cabeza con los brazos.
El vendaval de golpes continuaba; Jaime sólo pensaba en huir. El reflejo del gamo, que tantas veces había descrito en sus clases. Huir. Aferró el pie que le pegaba en las costillas y logró hacerlo perder el equilibrio. Alguien cayó sobre otro y se produjo un claro. Entonces Jaime se incorporó con gran esfuerzo y salió corriendo. Perdió un zapato.
—¡Tiren! —ordenaron a sus espaldas.
Silbaron disparos. A lo lejos había un pequeño bosque precedido por un conjunto de casas pobres. Debía acercarse; era su salvación. Aunque no tenía en claro por qué habría de ser su salvación; en esos instantes el delirio provee alternativas locas. Los yuyos estaban altos y sintió ganas de arrojarse al suelo; quizás esa onda verde lo ocultara de sus perseguidores. Pero no era suficientemente tupida. Algo le dio en la pierna. El dolor resultaba insoportable. Horrorizado, comprendió que lo había atravesado una bala. La sangre ya embadurnaba el pantalón. No podía seguir, no llegaría a las casas que veía tras unos árboles. Rengueando, siguió hacia un horizonte que empezaba a moverse. Dos manazas le aplastaron los hombros, una tercera decidió arrancarle el pelo. Cayó boca abajo. Le esposaron las muñecas contra la espalda y lo remolcaron hacia la ruta.
—Soy un ciudadano decente... —imploraba—. Están equivocados conmigo. Miren mis documentos.
Uno de los esbirros le alzó el pantalón y le examinó la herida. Le efectuó un vendaje compresivo.
—Con esto es suficiente por ahora. Aguantará.
Lo tendieron en el piso del Falcon; dos hombres se sentaron en el asiento posterior y le pusieron encima los zapatos.
—¡Quieto!
Salieron a la disparada. El dolor de la pantorrilla se irradiaba al resto del cuerpo. Olía la goma, la nafta y el polvo. Un taco le hundía la nuca y otro se le clavaba en la cadera. Así debían de haber actuado con la pobre Sofía, se torturó. Las versiones que circulaban sobre la brutalidad de esta gente eran ciertas. ¿Pero por qué le hacían esto a él, que ni siquiera simpatizaba con los guerrilleros? Se trataba de una confusión. Debía aclararla.
—Soy el doctor Jaime Lynch... No tengo nada que ver con la subversión —dijo con voz ronca.
—¡Cerrá el pico! —El taco que le quebraba la nuca se desplazó a su mejilla. —¡Ya tendrás oportunidad de soltar la lengua!
Al cabo de una eternidad el auto se detuvo. Le encasquetaron una capucha con olor a vómito. Su alma ingresó en la más tenebrosa de las noches. Oyó que se abrían puertas. Con tironeos inclementes lo obligaron a bajar. Ya no se podía sostener. Varias manos lo dirigían sin hablarle. De su pierna brotaba fuego.
—Me voy a desmayar...
En pocos segundos estaba tendido sobre una camilla que voló hacia corredores impregnados de desinfectante. La capucha no sólo impedía ver, sino respirar. Manos expertas lo despojaron del pantalón. Después lo trasladaron a otra camilla. Reconoció por el tacto que era una camilla de quirófano.
—Soy médico. Aquí debe de haber algún colega —imploró, angustiado—. Me llamo Jaime Lynch.
—Tuvo suerte, colega —le respondió una voz—. La bala cortó algunos fascículos del gemelo, pero no tocó hueso ni vasos importantes. Debo desinfectar y suturar.
—Gracias...
Le amarraron los cuatro miembros.
—Disculpe, pero es la rutina —explicó la voz.
—Ya sé. Proceda. Pero, por favor, explíquele quién soy a los que me detuvieron. Usted tal vez me conozca... Soy profesor en la universidad.
—No se fatigue. Dejemos eso para después.
El Merthiolate le ardió como ácido. Enseguida sintió varios pinchazos de anestesia local. Después, agotado, Jaime se adormeció en la oscuridad de la hedionda capucha.
Pero no pudo descansar lo suficiente. Nuevos golpes le hicieron saber que ya no estaba en el quirófano.
—Doctor, doctor... —llamó a su colega.
No había más colegas. Con sogas le ataron rudamente los pies y las manos. La capucha le impedía ubicarse. Pensó que era un invento simple pero diabólicamente terrible: cortaba los lazos con el mundo, suprimía la comunicación. El verdugo podía ser tan cruel como se le antojase, porque no lo perturbaba la dolorosa mirada de la víctima. La víctima, a su vez, se hundía en los abismos del más intenso desamparo: no tenía amigos ni colegas ni comprensión, ni un solo punto de donde agarrarse.
Como un estallido inexplicable cayó sobre su cuerpo un vendaval de golpes. Le pegaban en el cráneo, el vientre, las costillas, los testículos, las rodillas, la cara, los pies. Eran latigazos y mazazos. Jaime estaba atado y encapuchado, su defensa era imposible, ni siquiera podía esquivar un solo impacto. Ahora iba a morir. No les interesaba su nombre ni su prestigio, sino su cadáver. Lo castigaban por ser el padre de Sofía. Ojalá se desvaneciera pronto.
Cuando se aflojó, resignado, acabó la golpiza. Terminó en forma tan repentina como había empezado. Tal vez perdía sangre, tal vez lo dejaran irse al otro mundo con algo de paz.
Pero lo levantaron. Partes de su cuerpo no funcionaban porque habían perdido la sensibilidad. Lo trasladaron a otro lugar del edificio. Jaime había oído decir que antes del interrogatorio solían “ablandar” a la gente. Era lo que acababan de hacerle, de modo que ahora venía el interrogatorio. Sería sincero, diría la verdad entera. Hasta el más perverso de los hombres aprecia la transparencia.
Lo empujaron escaleras abajo como si fuese una bolsa de residuos. El suelo ya no era de baldosas, sino de madera. Le pareció que había tocado otro cuerpo, tendido, inmóvil. Se estremeció: ¿era un cadáver? Oyó voces; había gente.
—Soy... —De nuevo intentó hacerles comprender el equívoco.
Le quitaron la capucha mientras una mano férrea como una pinza le estrujó la nuca y lo obligó a arrodillarse. De un envión lo dobló más aún. La cabeza de Jaime se hundió en una tinaja llena de excrementos. La repugnancia y el terror le pusieron la mente en blanco. Querían asfixiarlo. Cuando estaba por permitir que la pestilencia ingresara en su boca, la pinza lo levantó. Respiró desesperado; habían entrado trozos de mierda en las fosas nasales. Antes de que se recuperara del todo lo sumergieron con renovada violencia. Esta vez la inmersión duró más. Era el fin; no soportaría ni otra fracción de segundo. Pero la mano experta lo sacó en el límite, le otorgó un breve resuello y otra vez lo hundió. En la quinta intentona el tiempo se alargó demasiado. Movió convulsivamente las manos y los pies. Inspiró; mejor la muerte. Lo sacaron de la tinaja y lo dejaron vomitar. Y le volvieron a encasquetar la capucha. Se sentía agotado.
Pero la sesión proseguía. Lo depositaron sobre una silla de hierro atornillada al piso. Desde diestra y siniestra le descargaron otra andanada de golpes. Ya ni tuvo el reflejo de cubrirse.
Entonces lo tendieron sobre una mesa. Le desgajaron los restos de ropa y lo amarraron con odio. Un baldazo de agua lo reactivó. No era un regalo misericordioso, sino el elemento que hacía funcionar mejor la picana eléctrica. La diabólica máquina lo hizo saltar de dolor, un dolor diferente, de taladro. Algo brutal recorría su piel y lo cortaba en lonjas. El verdugo se divertía en los puntos sensibles: las tetillas, bajo las uñas de las manos, bajo las uñas de los pies, en los testículos. Jaime lloraba y se sacudía locamente. Cuando la picana le tocó los labios, sintió que su cabeza se transformaba en un carbón encendido. Pero aún fue peor, porque le penetró la boca y se entretuvo en las encías superiores, las inferiores, otra vez las superiores.
—Ahora hablarás.
—Sí... sí... —tartamudeó—. Todo, todo.
—Bien. ¿Cómo se llaman tus amigos del Florida Garden?
Jaime sintió que se le paralizaba el corazón. ¿Así que ésa era la causa de su arresto?
—No los conozco... Era la primera vez que los veía.
—¿No dijiste que aceptabas confesar?
—Sí... Pero a ellos no los conozco. Lo juro.
La picana penetró nuevamente en su boca como un barreno y descargó sobre su lengua.
—¿Hablarás ahora?
—Ju... juro decir la verdad... la verdad.
—Bien.
—Era la primera vez que los veía. Me citaron en esa confitería... Busco a mi hija... Prometieron ayudarme a encontrarla.
—¿Ellos la van a encontrar?
—Estoy desesperado... ¿Es tan difícil entenderme?... Recurro a cualquier medio... —Evocó a Estela sollozando, pero se abstuvo de mencionarla.
—¿A los terroristas, precisamente? No es el camino, querido doctor. Tu argumento carece de lógica.
—Pero... pero... antes recurrí a... a... al ministro del Interior, la policía, el obispo, algunos militares...
—Jaime Lynch: para que te dejemos tranquilo, conviene que te decidas a comunicarme la verdad. Aparte de esos dos, ¿a qué otros subversivos conocés?
Mejor se dejaba liquidar. Ya no soportaba ese suplicio. Su corazón no resistiría otra andanada de descargas eléctricas. Que hicieran con su cuerpo lo que quisieran. La muerte ya se había instalado en sus venas.
Alguien susurró:
—Basta por ahora.
Lo levantaron. Era una masa tumefacta, un bollo informe de piel lastimada y músculos ateridos. Estaba paralizado. Lo acarrearon escaleras arriba, luego escaleras abajo. Recorrió un pasillo largo y húmedo. Ojalá condujera al paredón de los fusilamientos. Una bala en el pecho era lo que más deseaba en ese instante.
Se durmió sobre una superficie dura, con los pies y las manos atadas, la misma capucha maloliente asfixiándolo. Cuando despertó lo esperaba una sorpresa: lo llevaron a un sitio donde lo colgarían. El método era antiguo y había tenido gran predilección en las cámaras inquisitoriales. Oyó el sonido de la roldana e imaginó el tormento, que acababa en las más increíbles confesiones o acababa con la víctima. Las muñecas de Jaime, atadas sobre la espalda, fueron enganchadas a una cadena que se tensó de golpe. Mientras lo elevaban sintió que se le desgarraban los tendones. También se le iban a dislocar los hombros.
—¡Quiero hablar! ¡Diré todo! —suplicó.
No le hicieron caso.
Permaneció suspendido muchas horas. Años. Jaime no sentía los brazos, lo cual era un signo grave de insuficiencia circulatoria. Se le formarían trombos y moriría. Así acababan los crucificados. Esos salvadores de la civilización occidental y cristiana convertían sistemáticamente a sus víctimas en nuevos Cristos.
Hablaban a su alrededor. Quejidos de susto y luego de dolor venían de una sala próxima, quizás adyacente. Estaba en el centro de una vizcachera. Le pareció que se trataba de una mujer, tal vez de dos, a las que picaneaban alegremente. Por entre los aullidos inhumanos alcanzó a distinguir un nombre pronunciado con respeto: Abaddón... Su abotagado cerebro trató de descifrar tan extraño nombre. Le parecía familiar.
Cuando lo bajaron estaba semiconsciente, los labios y los ojos secos, más inmóvil que un cadáver. Lo habían destruido. Lo arrojaron sobre una camilla como a una bolsa de huesos despreciables. Lo abandonaron en una celda.
Alguien se ocupó de curarle las heridas y proporcionarle alimentos líquidos. En sueños supo que se trataba de un enfermero llamado Victorio Zapiola.
El pequeño Damián fue testigo de la desolación que invadió a su madre. No sólo habían secuestrado a Sofía, sino que había desaparecido su papá. La secretaria llegó a la casa notoriamente descompuesta, para contar una y otra vez lo que había ocurrido. Le habían telefoneado un par de minutos antes de que llegase el doctor; le notificaron que tenían una información confidencial y urgente para él, y dejaron un número.
—Se lo dije apenas vino. Le pidieron que cancelara los turnos y que fuera enseguida, solo.
—¿Adonde?
—No sé, no me dijo.
—Tenemos que averiguar a quién pertenece el número de teléfono.
—Ya lo hice, pero es un teléfono público. Muy cercano al consultorio.
—¡Dios mío!
Llegaron el abogado y la abuela Matilde, la vigorosa madre de Estela. El abogado procuró tranquilizar a las mujeres con la promesa de que pondría en marcha su arsenal de recursos. Pero la palidez de sus mejillas y la inseguridad de su voz evidenciaban desaliento. Damián no podía concentrarse en los deberes de la escuela: permanecía pegado a su madre, la abrazaba y besaba.
—No llores, mamita. Por favor.
La abuela, apoyada en el bastón que le había impuesto una antigua lesión de rodilla, dijo que se quedaría en la casa hasta que reapareciera Jaime.
—No hace falta —protestó Estela.
Matilde fue a la cocina y asumió el timón. Al rato se instaló junto a Damián, le dio un beso en la cabeza y lo tomó de la mano.
—Vamos, niño. Será mejor que hagas los deberes.
Damián contempló el rostro arrugado de su abuela. La luz se filtraba por los cabellos blancos de esa mujer valerosa, que ya había perdido a su esposo en la Guerra Civil española y a un hijo por leucemia.
Esa noche se reprodujo el aquelarre. Una explosión demolió la puerta que acababan de cambiar. Irrumpió la misma horda de la vez anterior, con las armas en la mano y una arrogancia aplastante. Voltearon sillas, rompieron platos, quebraron macetas y sacaron de la cama, violentamente, a Estela. Mientras la obligaban a vestirse, media docena de hombres revisaban de nuevo cajones y placards. Llenaron una caja con más biblioratos de correspondencia. No pudieron gozar del whisky ni obtener más dinero de la caja de seguridad, porque ni uno ni otro habían sido repuestos aún.
Matilde se liberó a fuerza de maldiciones, se apoderó de su bastón y caminó resuelta hacia el dormitorio de Estela. Damián forcejeaba con dos gorilas. Matilde los encaró.
—¡Dejen en paz al niño!
—¡Callate, vieja! —Un hombre intentó aferrarle las muñecas.
El bastón de la abuela giró en el aire y le dio en la cabeza. La reacción fue incontenible. La arrastraron de los pelos hasta la cama de Estela mientras ésta era sacada a los empujones.
—¡Mamá! ¡Mamita! —sollozaba Damián.
En menos de un minuto la casa quedó en silencio. Matilde, con su blanco cabello desordenado, rengueó hacia la entrada destrozada. Debía apoyarse en las paredes oscilantes. Masticaba escorpiones. Damián, sentado en la vereda oscura, los ojos anegados de lágrimas, miraba el extremo de la calle donde desaparecieron los autos que se llevaron a su mamá. Su llanto silencioso aumentó la intensidad hasta transformarse en una convulsión. Su abuela se dobló para abrazarlo y cayó de rodillas. Empezó a gritar, y sus gritos cruzaron el firmamento negro como si fuesen truenos.
Pero nadie acudió. Algunos, estremecidos o apenados, se limitaron a escuchar tras ventanas y puertas bien cerradas.
Encapuchada y desnuda, Estela fue arrojada sobre la mesa de acero. Le abrieron las cuatro extremidades y la ataron con ásperas correas. Enseguida sintió las brutales descargas. Primero recorrieron sus brazos y piernas, en forma alternada. Luego fueron hacia las costillas, el abdomen, los hombros. El torturador disfrutaba de su trabajo en forma metódica, casi galante.
Los gemidos de Estela rebotaban en el techo e informaban al verdugo y al médico que la sesión podía seguir varios minutos aún. Entonces el torturador hizo una pausa. La víctima podía suponer que venía un recreo. Pero sólo significaba el prólogo del tramo más erótico: le aplicó la corriente sobre un pezón. El cuerpo de la mujer se contrajo con tanta violencia que pareció quebrarse. Luego repitió la descarga en el otro pezón. La dejó descansar. Estela supuso que no volvería a respirar. Estaba tan dolorida que ni percibió la suave exploración que el verdugo hacía de sus partes íntimas. La picana mojada penetró con rudeza en su vagina y la desmayó.
El médico ordenó interrumpir.
Días más tarde la visitó en la celda un sacerdote. Aunque no podía verlo a causa de la capucha, Estela reconoció que se trataba de un sacerdote por la calidez del trato y el estilo de las frases. El hombre le propuso levantar un poco el paño negro, para darle a beber una exquisita taza de café.
Estela no pudo contener el llanto. El hombre le acarició las llagas de las manos.
—El Señor está con nosotros. No pierdas la fe, hija mía.
Bebió el reconfortante líquido. Era la primera muestra de afecto que recibía desde que la habían secuestrado.
—¿Qué quieren de nosotros, padre?
—Es muy simple: hay una guerra. Otra vez se enfrentan el Bien y el Mal. Las fuerzas del Mal han conseguido trastornar a miles de personas. Si no triunfamos enseguida, el daño será incalculable.
—Pero nosotros... mi marido... yo...
—Estarán libres y a salvo apenas digan la verdad.
—¿Qué verdad?
—Yo no interrogo, hijita; sólo brindo consuelo. Y orientación.
—Infórmeles que no tenemos nada que ver. Nuestra hija fue desviada, pero es una adolescente. Sufre la rebeldía adolescente normal. En casa no aprobamos nunca la violencia. Que me dejen verla y la convenceré de su error. ¡Es apenas una nena, padre!... ¿Y mi esposo? ¿Por qué se lo llevaron? ¿De qué lo acusan?
—Antes tendrás que dar la lista completa de los amigos y amigas de tu hija. Debes contribuir con esta cruzada de salvación nacional.
—Me pide que sea una delatora. La mayoría de sus amigos son seguramente inocentes. Y los que no, chicos desorientados. Padre, ¡son chicos!
—Ni tú ni yo estamos en condiciones de saberlo. Algunos usan armas, ponen bombas. No seamos ingenuos.
—Padre. —Le aferró la sotana. —¡Ayúdenos!
El hombre se puso de pie, apoyó una mano sobre la capucha y susurró una bendición.
Jaime Lynch fue llevado a la cámara de torturas, pero esta vez no atacarían su cuerpo. Lo sentaron en la silla de hierro atornillada al piso. Lo fijaron al respaldo y a las patas.
Una voz conocida lo tranquilizó.
—Prepare su ánimo, amigo. Esta vez soltará la lengua.
—Sáqueme la capucha. ¿Quién es usted?
—Mejor ni se entere.
—¿Por qué? Si nos miramos podremos entendernos mejor.
—Nos entenderemos igual.
—Ya sé su nombre.
—¡Qué perspicaz!
—Abaddón. Lo oí varias veces.
—¿Y?
—El ángel exterminador. La novela de Sabato.
—Excelente. Me gustó ese nombre como alias de combate. Sabato es un subversivo, pero todavía lo dejamos en libertad.
—Ya conozco su alias; ahora déjeme verle la cara —imploró Jaime desde la capucha.
—Podría significar su muerte, doctor. Si llegara a ser capaz de reconocerme, no lo podría dejar salir a la calle. Sea agradecido con nuestras humanitarias gentilezas.
—¿Qué quiere de mí?
—Nombres.
—¡Por Dios!
—Nombres de los malditos guerrilleros amigos de su hija y también de usted. —El tono se tornó más ríspido.
—Ya le he dicho todo.
—Mentiras, doctor. Puras mentiras.
—Se lo juro por lo que más quiero.
—No jure en vano. Acá tenemos un cura que reza por usted, pero no podrá limpiarle tantos pecados juntos.
—No lo puedo ver.
—Tampoco podrá ver a su esposa, pero sí oírla.
—¡¿Qué dice?!
Ruidos, órdenes y lamentos. Reconoció la voz de Estela.
—¡Estela!
—¡Jaime! ¡Amor mío! ¿Dónde estás? ¿Cómo estás? —Un borbotón de piedras le desbordó la garganta.
—¡Aquí, Estela! ¡Aquí! —Echó a llorar mientras sacudía las despiadadas ataduras.
—No te veo... Estoy encapuchada.
—Yo también... Te oigo tan cerca...
—¡Ay! —protestó ella—. Suélteme.
—¡Suéltenla! —clamó Jaime.
—¡Nooo! —se quejó Estela mientras la forzaban a tenderse desnuda sobre un colchón—. ¡No! ¡Por favor! ¡Eso no! Una mano de acero comprimió el hombro de Jaime. —Escuche, mi querido Jaime Lynch.
—Abaddón, le ruego, le suplico...
—Ahora comprenderá que fuimos suaves con usted.
—¿Qué... qué van a... hacerle?
—A usted le haremos escuchar una música emocionante, la más estremecedora de su vida.
Estela protestaba y resistía. Jaime imaginaba la escena que se estaba desarrollando a dos metros de distancia.
—Tendrá un registro inédito de lo que siente su mujer cuando la violan.
—¡No, no!... ¡No puede ser! No pueden hacerle esto... ¡Es una madre! ¡Usted también tiene madre, Abaddón!
Los aullidos que profería Estela convulsionaban las paredes, pero no a los torturadores. Jaime transpiraba hielo mientras el corazón le latía en la boca. Explotaría de furia. Pero explotaría hacia dentro, hacia las cavernas de su alma destrozada. Ni los golpes, ni el submarino en la olla con excrementos, ni la picana eléctrica, ni la suspensión en el aire por horas le había dolido como esa injuria infinita. Tironeó con furia, se balanceó en la silla más firme que una roca, gritó más fuerte que su mujer para no oírla.
Varios hombres se gratificaron con el cuerpo aprisionado de Estela mientras Abaddón volvía una y otra vez al lado de Jaime para comprimirle el hombro y repetir:
—Hay que hablar, mi amigo, hay que confesar la verdad.
Al cabo de un tiempo imposible de medir, los captores de Jaime dieron por terminado el interrogatorio. Le quitaron la capucha y, lentamente, se recuperó de sus lesiones. Pero le quedaron marcas en el cuerpo, una especie de inscripción que le recordaba la realidad de sus torturas. No eran los números que los nazis tatuaban en el antebrazo de los condenados, sino la escritura secreta que había fijado el recorrido atroz de la picana.
El enfermero de cabello ensortijado, gris, y labios gruesos parecía un africano sin pigmentos. Le habían encargado mantener con vida a Jaime durante la primera etapa. Ahora que su cuerpo se estaba curando, la tarea consistía en “recuperarlo” para la sociedad. También Zapiola había sufrido cárcel, tormentos y una sostenida reeducación. Consiguieron que pasara de loco simpatizante montonero a sensato agente de las fuerzas de seguridad.
Jaime estaba profundamente abatido. Le daba igual transformarse en monje budista o en Napoleón. El mundo se había desquiciado. Después de la múltiple violación de Estela, la más horrible de las pesadillas nunca imaginada, no volvió a tener noticias de ella, ni tampoco de Sofía. Su hijito, Damián, debía de estar sumido en un desamparo colosal. El sufrimiento psíquico lo desgarraba peor que una sierra mellada. Rogaba que alguien tuviese la misericordia de proporcionarle un veneno.
Victorio Zapiola le aconsejó recuperar la calma. No todo estaba perdido.
—¿Sabe lo que me hicieron? ¿Lo que nos hicieron? —zollipó Jaime.
Día tras día Victorio lo visitaba, con cigarrillos y una botellita de coñac. Consiguió que se alimentara mejor. Hablaron del país y de sus familias. Primero narró Zapiola: era técnico radiólogo, trabajaba en el Hospital de Clínicas y se unió a los comandos civiles de la Revolución Libertadora que pusieron fin a la tiranía de Perón. Pero después fue atraído por la izquierda católica. Su mujer, instrumentista diplomada, se enganchó con los Montoneros: la mezcla de Iglesia y marxismo resultaba fascinante, lo más atractivo que se hubiera dado últimamente en la política. Ella era fanática, pero murió en los asesinatos de Ezeiza, cuando fueron a recibir en triunfo al caudillo que retornaba de España. Al grito de “¡Viva Perón!” disparaba el marxista contra el conservador y el conservador contra el marxista, ambos fanáticos del “Viejo”. Casi todos voceaban lo mismo y se baleaban recíprocamente.
Victorio, para conformar a su mujer, empezó a colaborar con los Montoneros sin preguntarse adónde querían ir. Odiaba a la derecha peronista y odiaba a los militares que la prohijaban. Hasta que fue secuestrado en una redada. Lo sometieron a las mismas torturas que sufrió Jaime, porque la técnica era rutinaria y eficiente. Los dos tenían que agradecer al Cielo no haber sido picaneados en el culo ni violados con el caño de un revólver. También debían estar contentos de que en la sala no hubieran intervenido algunas pocas mujeres que resultaban peores que los hombres. En una reunión de verdugos soltaron la risa al comentar lo que una mujer le había hecho al pene de un pobre tipo, mientras yacía atado a la mesa de los tormentos: le agarró el pene con odio (seguramente otro pene la había violado cuando chica), lo amenazó como a un muñeco: “Te voy a dar lo que merecés”, y lo introdujo en un frasco lleno de ácido. Ese tipo no volvió a orinar.
Jaime lo escuchaba asqueado, pero Victorio era el único que lo animaba. Esas historias atroces mostraban la realidad que él no había aceptado reconocer. Había pertenecido a la franja de argentinos que, ante las denuncias que circulaban, decían: “Exageran, exageran”. Cuando las desgracias ocurrían cerca, se consolaba con otra frase célebre: “A mí no me va a ocurrir”. Pero cuando chuparon a Sofía se desmoronó la impunidad. Todo era posible. Entonces empezó a sacar las piedras del corazón delante de Victorio Zapiola. El resistente enfermero le escuchó cien veces la historia del brutal allanamiento, la desaparición de su hija adolescente cuando escapaba hacia Montevideo, su deambular angustiado por las oficinas de militares más o menos conocidos, el palacio de Justicia, el ministerio del Interior, los sacerdotes. Y la maldita idea de buscar información a través de los mismos Montoneros. Nunca debió haber cometido semejante error. Alguien lo vio en el Florida Garden o alguien le había tendido una trampa. Tal vez esa pareja era de los servicios, no de la guerrilla. Imposible saber. Después se quebró en un llanto incontenible, asfixiante: la violación de Estela había sido la más ignominiosa de las torturas. ¿Cómo podían ser tan perversos? Al recordarlo sentía una estaca en el corazón. Nunca se repondría de esto.
Victorio lo abrazó y le golpeó repetidamente la espalda.
Luego Jaime recibió otras muestras de afecto, a cargo de algunos prisioneros en vías de recuperación. Uno le daba vitaminas de su frasco, otro le pasaba cigarrillos, un tercero recitaba poemas de García Lorca.
Al término de varias semanas, cuando Jaime parecía bastante repuesto, Victorio le sugirió que aceptara colaborar como médico de la prisión. Necesitaban cirujanos.
—¿Colaborar con estos asesinos?
—Yo lo hago.
—Pero...
—Están convencidos de que luchan por el Bien.
—No, no... No quiero saber nada con esta gente —se obstinó Jaime.
Victorio le hizo ver que el sufrimiento le había disminuido la percepción.
—¿Por qué?
—Hace tiempo que me mira a los ojos y aún no me ha reconocido —dijo el enfermero mientras se corría hacia la luz.
Jaime frunció los párpados y contempló el cabello ensortijado, los labios gruesos.
—Su juramento hipocrático le ordena atender al que sufre, sea quien fuere —agregó Victorio—. Así procedió conmigo, cuando me llevaron al hospital.
—No lo recuerdo.
—Me balearon en Ezeiza. Mi mujer murió, yo sobreviví. Gracias a usted.
—Operé a una media docena de heridos.
—Usted me salvó la vida, doctor. Me operó y luego me hizo las curaciones durante dos semanas. Fue muy amable conmigo.
—Gracias.
—Por la deuda que tengo, le aconsejo lo mejor.
—No haré nada por ellos antes de que me devuelvan a Sofía y a Estela.
—No es por ellos: es por otros seres que sufren. Y por usted.
—¿Por mí? ¿Convirtiéndome en colaborador de mis verdugos?
—Es el único camino que lleva a la libertad. O el más breve. —Le guiñó un ojo.
Jaime permaneció pensativo, las pupilas quietas sobre los ojos tristes de ese hombre. ¿Le estaba pasando un mensaje en clave?
—¿Qué debo hacer?
—Informaré que acepta colaborar. Que está resignado.
—En mis condiciones, ¡qué fea suena la palabra “colaborar”!
—Volverá a su profesión. Delante de un enfermo será otra vez un cirujano. Olvídese de la palabra “colaborar”.
—No puedo operar sin el instrumental adecuado, sin asepsia.
—¡Claro que puede!
Al día siguiente Victorio le informó que Abaddón estaba feliz de incorporarlo a su grupo de expertos. En la prisión ya eran más de diez los hombres que habían accedido a “recuperarse” para la causa nacional. Había una pequeña sala de urgencias donde, con audacia, se podía realizar alguna cirugía mayor. Jaime Lynch, primero inseguro y dubitativo, luego más resuelto, volvió a los rituales de su trabajo. Alivió quemaduras, suturó heridas y extrajo balas de las extremidades. Su regreso a los olores del quirófano le devolvió cuotas de entereza. Lentamente rehabilitaba su identidad. Pero los torturados con uñas cortadas, ano y vagina sangrantes, dientes flojos y múltiples signos de picana en axilas y pezones volvían a producirle náuseas. Y una incontenible indignación. De noche solían llegar los casos más graves.
Jaime Lynch empezó a moverse con libertad dentro de la prisión. Lo llamaban El Tordo. Zapiola le recordó su pronóstico:
—¿Recuerda? Es el único camino; y el más breve.
Por fin pudo ver al temible Abaddón. Era un coronel de mediana estatura, morrudo y bizco. Le pareció imposible que ese hombre pudiera ser tan cruel, tan disociado. Sus modales parecían normales, incluso corteses. En el segundo encuentro Jaime no pudo resistir.
—Coronel, estoy dando lo mejor de mí, pese a todo.
—Lo sé. Y se lo agradezco.
—Seguiré colaborando el tiempo que usted determine.
—Así será. Acá, el tiempo lo manejo yo.
—Le pido una sola cosa.
—No me pida imposibles.
—Quiero ver a mi esposa y a mi hija.
—Imposible, doctor. Lo lamento.
—Coronel...
—Estamos en guerra. Mis colegas y yo mismo también sufrimos pérdidas. Esta guerra no la iniciamos nosotros.
—¡Pero somos inocentes!
—¿Su hija es inocente?
—Es una mocosa. No tiene responsabilidad.
—Doctor Lynch, ahora no le prometo nada. Pero si sigue portándose bien... las cosas pueden tomar un giro favorable. Ya veremos. —Dio media vuelta y desapareció.
Esa vaguedad le cayó como un baldazo de esperanza. Pero se esfumó rápido, apenas recompuso el siniestro paisaje humano en el que chapaleaba. El misterioso Abaddón era un cínico.
Lo despertó Victorio Zapiola sacudiéndole un brazo.
—¡Pronto, doctor! Hay un herido grave. Ordenaron que se ocupe usted.
Jaime Lynch se restregó las órbitas. Miró el reloj: eran las tres y diez de la madrugada.
—¿Ya prepararon la mesa de cirugía?
—No es acá. Debemos trasladarnos a otra prisión. Nos llevarán.
Se despabiló de golpe. ¿Saldría de esa caverna? ¿Volvería a oler el campo abierto? ¿Tal vez a circular por un barrio? Olfateó la libertad y se vistió a los tropezones.
Victorio cargó la caja de instrumentos. La víctima era un subversivo a quien la bala había perforado una gruesa arteria; lo recogieron con vida, le pusieron un torniquete y lo mantenían con transfusiones. Necesitaban sacarle información. Jaime cumpliría con Hipócrates y con Satán al mismo tiempo: salvarlo para que después lo aniquilaran en la tortura.
Subieron a un Ford Falcon sin identificación. El olor a goma, polvo y gasolina lo abofeteó. Tal vez era la misma unidad donde los tacos se habían hundido en su nuca y le habían encasquetado la capucha endurecida por la mugre. Tal vez los dos oficiales armados que los acompañaban eran los que habían chocado su auto, los que le habían disparado a las rodillas o al tórax y molido a patadas. Con esa gentuza colaboraba desde hacía casi dos meses, impulsado por expectativas irreales. Una oleada de sangre le subió a la cabeza.
Se sentó adelante, junto al conductor. Victorio se ubicó detrás de éste, con la caja de instrumentos sobre las rodillas. Los acompañaba otra bestia profusamente armada, que ordenó al médico y el enfermero que se pusieran las capuchas. Era obvio que no les permitirían enterarse de dónde estaban.
—¡No! —protestó Jaime—. ¡Otra vez no!
—Son órdenes —le respondió el hombre con desprecio.
Encasquetarse el repugnante trapo no era tan terrible como sentir que a uno se lo calzaban a la fuerza, pero generaba igual angustia. Las tinieblas arrastraban hacia el abismo de las atrocidades. Faltaba el aire y abundaba el veneno: era una escafandra destructiva. Jaime apretó los puños.
A medida que el auto corría veloz por la ruta, Jaime sentía más furia. Lo llevaban a cumplir una misión que sólo les importaba a ellos. Querían que salvara una vida para tener el júbilo de anularla poco después. Recordó sus torturas pese al esfuerzo de pensar en algo menos doloroso. Recordó la múltiple violación de Estela y el garfio en que se había convertido la mano de Abaddón. Oyó la voz del conductor y creyó identificarla. Sí, era la de uno de los violadores. Prestó atención. Le latía el cráneo; estallaría. Se arrancó la capucha.
—¿Qué hace?— reprochó el conductor.
Sí, era la misma voz espantosa. La que rajaba puteadas contra los aullidos brutales de Estela. Se arrojó sobre el volante y lo giró. El oficial que vigilaba desde el asiento trasero desenvainó su arma, pero el coche salió del asfalto y dio una vuelta. La trompa se arrugó contra un árbol y el manubrio se hundió en el pecho del conductor, matándolo en el acto. Sonaron disparos erráticos y furiosos del custodio, que perforaron el techo y el tapizado. El enfermero, que ya se había quitado la capucha, le arrojó la pesada caja de instrumentos a la cabeza. Fue suficiente para aturdirlo, pero no bastaba. Boqueando de agitación le desprendió el arma, le apuntó al amplio abdomen y apretó el gatillo tres veces. La oscuridad no le permitía ver la sangre, pero aspiró su olor. Pasó la mano sobre el cuerpo tendido y sintió la viscosidad caliente, palpitante.
—¡Huyamos!
El vehículo estaba tumbado. Victorio pisó al agónico oficial y empujó la puerta hacia el cielo desbordado de estrellas. Dio un salto y cayó sobre la hierba.
—Vamos, doctor. —Se puso a abrirle la puerta.
Jaime no podía ayudarlo; estaba herido. Victorio tironeó hasta sacarlo. Lo cargó al hombro.
—¡Fuerza! Estamos libres.
—Me dio en la espalda... —murmuró Jaime, sufriente—. El hijo de puta me... me dio en la espalda.
—¡Está vivo, doctor! ¡Y libre! ¡No afloje!
Victorio transpiraba hielo. Debían alejarse del lugar. Estaban en las afueras de Buenos Aires, entre dos localidades próximas, seguramente. Lo ayudó a desplazarse unos metros y lo tendió sobre la hierba, donde iluminaban los faroles del auto. Le brotaba sangre por debajo de la escápula derecha. Intentó animarlo.
—Tiene suerte; el proyectil no le tocó el corazón.
Victorio se sacó la camisa y le aplicó un vendaje compresivo.
—Listo. Ahora, ¡a caminar!
—No... puedo.
—Sí que puede.
Volvió a cargarlo e inició la marcha por el medio del campo. Miró la Cruz del Sur y trató de mantener la línea recta: llegaría a algún sitio.
Mientras avanzaba hacía esfuerzos por mantener una conversación optimista. Incluso se burlaba de sus verdugos.
—Le anticipé que colaborando con ellos íbamos a conseguir nuestra libertad.
—Yo... no... Victorio, estoy acabado.
—No le creo. Se siente débil por el impacto. Pero le hice un buen vendaje. ¿Le aprieta la venda? Jaime Lynch asintió.
—Ya no pierde sangre. La bala no le tocó un órgano vital. Se va a poner bien. ¡No afloje!
Al cabo de media hora Victorio lo depositó de nuevo sobre la hierba para descansar. Respiraba como un fuelle. Tampoco le salía fácil la conversación.
—No resistiré... Es inútil... —susurró Jaime con la lengua dura.
—Ya continuamos —replicó Victorio.
—Siga usted...
El enfermero decidió abandonar la estéril polémica. Volvió a cargarlo y reanudó la marcha. En el segundo descanso Jaime Lynch ya no hablaba, pero seguía respirando y su pulso era demasiado irregular. “Mal signo, carajo.”
En el tercer descanso aceptó que Jaime Lynch tenía razón: no llegaría vivo a ninguna parte. Ahí terminaba la parábola de su vida.
Rodaron lágrimas por las ásperas mejillas de Victorio. No podría saldar su deuda. Lo cargó sobre el hombro hasta el amanecer. Era un peso muerto. Era un muerto. Los pájaros de la madrugada formaron bandadas bulliciosas, pero insólitamente melancólicas. Nunca había imaginado que el alba también podía ser dolorosa. El aire arrastraba fragancias lúgubres; los árboles formaban una oscura guardia de honor. Se acercó a un caserío y depositó el cadáver junto a un sendero cubierto de pedregullo.
—Aquí lo encontrarán. Almas piadosas le darán sepultura.
Depositó un beso sobre la frente del médico, barboteó palabras ininteligibles y se alejó.
No le resultó sencillo evadir la persecución. Pero al cabo de once días consiguió llegar a Paraguay, ingresó en la embajada de Suecia y pidió asilo político. En dos semanas volaba hacia los hielos del mar Báltico. Le costaba reconocer que estaba vivo.
La abuela Matilde se hizo cargo de Damián. Lo llevó a su modesta casa de la calle Honduras, en el barrio de Palermo Viejo, y lo instaló en la pieza adyacente a su dormitorio. A las propias pesadillas debió agregar las que acosaban a su nieto, que no dejaba pasar una noche sin despertarse a los gritos. Por insistencia de sus familiares lo llevó a un psicoterapeuta especializado en adolescentes. Damián no se resistió a concurrir con puntualidad, pero en las sesiones mantenía un silencio de tumba. El profesional se esmeraba en sacarle frases mediante juegos, preguntas y cortos relatos, pero comprendía que tenía ante sí un sufrimiento al rojo vivo. Al muchacho se le habían secado las lágrimas y no podía llorar delante de otros, pero reaccionaba como un resorte a la menor provocación.
Al cabo de dos meses sin noticias de Jaime, Estela ni Sofía, el abogado desnudó su fracaso ante la abuela Matilde y su abrumada familia. Dijo y se desdijo y volvió a decir, —con una tartamudez que no se le había conocido— que podía haber ocurrido... lo peor. Desde luego él continuaría sus gestiones, pero no garantizaba que llevasen a buen puerto. Mirando las baldosas del piso insinuó que harían bien en cambiarlo por otro profesional menos pesimista.
Matilde se encerraba en la intimidad del baño para arrancarse los cabellos. Después iba a llorar durante horas en la iglesia, y en el confesionario descargaba ríos de furia. El cura, impotente para frenar sus aullidos, la invitó a la sacristía. La escuchó con inmensa paciencia. Ella reconoció que estaba dispuesta a degollar a los criminales que habían pulverizado a su familia, aunque terminase en el infierno, ya que el infierno de Satanás no podía ser peor que el de Videla. Cuando el sacerdote levantaba el crucifijo para aventar los olores de azufre, Matilde golpeaba su bastón y le decía que les mostrara el crucifijo a los criminales, no a ella, que era una pobre mujer.
—Dios te ayudará. Paciencia, más paciencia, hija mía.
—¿Paciencia? ¡La tendré cuando esos miserables devuelvan a mis hijos!
El psicoterapeuta no se asombró de que su paciente negase que sus padres hubieran muerto; ni siquiera reconocía que hubieran sido tragados por la represión militar. Tampoco debía esforzarse por inventar historias que respaldasen su postura, porque en esos tiempos la gente evitaba formular preguntas. La palabra se había convertido en un factor de riesgo. La cautela sobrepasaba los niveles conocidos hasta entonces y ni siquiera los adolescentes mostraban curiosidad por los temas que bordeasen la “guerra sucia” que barría todas las calles. Tanto en el hogar como en el colegio se evitaba hablar de ciertos asuntos: los docentes enseñaban sin admitir cuestiones y los padres se encargaban de desviar una indagación peligrosa. Sólo a un compañero que le estuvo mirando la firma de su libreta de calificaciones Damián le dijo que sí, que era la firma de su abuela. Su abuela lo hacía porque sus padres habían viajado a un congreso médico en Europa. En cuanto a su hermana, seguía un curso de hotelería en Bariloche.
Matilde se enteró.
—¿De dónde sacaste esas ideas?
Su nieto la miró confuso.
—¿Acaso no es verdad? —Bajó la cabeza para que no le viese el huracán del alma.
Ella le dio un beso en la frente y lo acompañó a la puerta. Damián tomaba en la esquina un colectivo que lo dejaba frente a su escuela en sólo quince minutos. Matilde se precipitó al teléfono y llamó al psicólogo. Exigió que se pusiera al aparato enseguida, porque era urgente. Estaba alarmada, claro que sí: su nieto se hundía en la locura.
El profesional la tranquilizó. No era así; se trataba de mecanismos de defensa. Su sufrimiento espiritual era enorme, por supuesto, y trataba de soportarlo con distorsiones de la realidad. Había que tener paciencia.
—¿Paciencia? Usted me habla como un cura.
—Y darle amor, compañía.
—Como si fuera un cura... Dios mío. A usted le pago para que lo ayude en serio, no para que me dé un consuelo inservible. ¡No me hable de amor! ¡A este pobre niño lo han despojado de su mayor fuente de amor! —sollozaba con el auricular en la mano, esperando calmarse, pero al cabo de un rato colgó sin despedirse.
El terapeuta suspiró, exánime.
Damián volvió una tarde con la ropa desgarrada y un hematoma en la mejilla. No quiso dar explicaciones. Su abuela, rengueando, lo siguió por la casa. Apoyada con ambas manos sobre su bastón, se esmeró en hablarle con ternura. Damián la esquivaba; guardó sus útiles, se quitó la ropa y se encerró en el baño. Se duchó y se cambió lentamente mientras su abuela esperaba. Extrajo de la heladera unos cubos de hielo, los envolvió en una toalla y se los aplicó sobre la mejilla. Bebió media jarra de agua y luego entregó a la expectante mujer un papel firmado por la directora de la escuela. Era una citación que le hacía en calidad de tutora, debido a la “mala conducta del alumno Damián Lynch”.
—¿Qué significa?
No contestó. Con el hielo contra la mejilla y la mirada puesta en el cielo raso, aguardó la hora de su sesión. Era la primera vez que tenía reales deseos de encontrarse con el psicólogo. Empezó advirtiéndole que no podía hablar con su abuela porque la pobre ya sufría bastante; ella disimulaba ante los vecinos y no faltaba el idiota que la saludase festejando un buen aspecto inexistente. Le partía el corazón cuando la oía rugir mientras se tiraba de los cabellos. No, con su abuela sólo trataba los asuntos agradables, que eran muy pocos. En otras palabras, no trataba asuntos. Durante un cuarto de hora alternó frases inconexas y silencios angustiados, pero su lengua empezó a destrabarse. Dijo que atacó a un par de compañeros que le habían preguntado socarronamente sobre sus padres. No le importó la pregunta, sino que no le creyesen su versión. Ya les había explicado que estaban de viaje. Eran unos malignos.
El psicólogo coincidió en que eran unos malignos, y Damián sintió que el oxígeno le llenaba los pulmones. No habían avanzado mucho, pero regresó aliviado.
Antes de dormir se quedó mirando la fotografía que su abuela le había puesto en la mesita de luz. La dulzura que irradiaba la sonrisa de sus padres le quemaba el pecho. Levantó el pequeño cuadro con ambas manos y acarició el vidrio con un dedo. Les dio un beso a su mamá y a su papá y guardó la foto bajo la almohada.
Su abuela tuvo que hacer frente a la cerrazón mental de la directora de la escuela, quien no aceptaba que Damián estuviese emocionalmente perturbado. Insistía en que una cosa eran los problemas familiares, y otra, la conducta en público. Según su criterio, al jovencito rebelde le faltaba comprender los beneficios de la disciplina porque había sido educado en una forma blanda. Por esa vez, y sólo debido a su pedagógica generosidad, se abstenía de aplicarle una sanción, pero si volvía a provocar peleas tendría que buscarse otro establecimiento.
Cuando Matilde entró en el cuarto de Damián para contarle cuánto aborrecía a la bruja de la directora y proponerle que evitase discutir con sus compañeros, advirtió que faltaba la foto de la mesita. Antes de que se pusiera a buscarla, Damián le contó que prefería mantenerla bajo su almohada.
—Pero... ¿no la querés mirar?
—La quiero sentir.
Matilde pensó que debía cambiar de psicólogo. Se mordió los labios hasta que le dolieron. No iba a llorar delante del niño.
A los seis meses de vivir con su abuela, cuando sus familiares creyeron que por fin emergía del duelo, Damián empezó a quedarse apoyado por largo rato en la ventana que daba a la calle. Se había convencido de que, si esperaba a sus padres con insistencia, a razón de un par de horas diarias por lo menos, regresarían antes, tal vez pronto. Ya tenían que haber recorrido toda Europa. Era mentira que hubiesen desaparecido para siempre, como sonaba por ahí. Imposible. Mientras oteaba la calle ponía atención en la gente para descubrir hombres o mujeres parecidos a Jaime o Estela. El parecido podía trocarse en identidad. Una mujer lo sobresaltó; sacó medio cuerpo para verla bien: era igual a su mamá, aunque con el cabello teñido. Saltó a la vereda y corrió a abrazarla. La mujer ingresó en un edificio próximo y el decepcionado muchacho recordó que ya la había encontrado en otra ocasión: era una vecina, nada más que una vecina. No importaba; debía perseverar. Sus padres estaban cerca y tal vez se habían disfrazado para evitar que los reconociesen sus perseguidores. No era el único que pensaba así: su psicólogo le contó que un joven recorría los colectivos con la foto de sus padres en la mano. Fue un buen consuelo, porque no estaba solo ni había enloquecido, como también sonaba por ahí.
El colegio secundario fue más sombrío que la escuela. Se sentía un espécimen raro, de cuya familia no podía dar referencias. Su padre había sido famoso, pero no debía mencionarlo. Tampoco decir que faltaban su madre y su hermana. Nunca se hablaba de los desaparecidos, que ya eran multitud, pero hasta los gastados pupitres de cualquier aula sabían que habían sido “chupados” dos profesores y seis alumnos por una delación. Las paredes murmuraban: “Por algo será”, o: “Cosas terribles habrán hecho”.
El director del colegio, los docentes y los compañeros de Damián evitaban el tema de la “guerra sucia”. Estaban “vacunados”, se decía. Quienes sufrieron pérdidas de familiares o de amigos callaban y quienes aún no las habían padecido se afanaban por evitarlo escurriendo hombros y conciencia. Era peligroso saber. Había que encerrarse en el propio caparazón, como las tortugas.
Pasaron años. Ni la abuela de Damián ni sus tíos, ni sucesivos abogados ni el arzobispo de Buenos Aires, ni las organizaciones por la defensa de los Derechos Humanos, ni unos contados burócratas relativamente sensibles consiguieron la menor información sobre Sofía, Estela y Jaime. Nada. Se los había tragado le tierra, o el mar, o el cielo. Los dueños del país aseguraban que mucha gente presuntamente desaparecida disfrutaba de suntuosas vacaciones en el exterior, a menudo con nombres falsos. Damián pensó que esos cretinos le habían plagiado la fantasía.
Wilson me acaba de telefonear desde Houston para invitarme a pasar una larga y hermosa temporada en las playas de Río de Janeiro. Es parte de un plan maravilloso. Ya está todo arreglado: residencia, automóviles, diversiones, personal. Vendrá a buscarme allí en unas semanas. Prepara el acontecimiento más importante de su vida: la llegada de nuestro hijo. Ha decidido adoptar uno, que inscribirá como propio, legítimo. Se llamará Washington Castro Hughes, una forma de atar más fuerte aún nuestro lazo matrimonial.
Su voz sonaba feliz. ¿Será un chico brasileño? Se negó a contestar esa pregunta. Recordó que fui yo quien le sugirió recurrir a la adopción, de modo que no quería volver sobre el tema. Me dijo que ha dado un paso trascendental y que no quiere atarse a referencias de bajo vuelo. El niño será blanco y bellísimo; de eso no tiene dudas.
¿Pero por qué Río?, insistí. Contestó que por una razón muy simple: no quería que la gente recordase no haberme visto embarazada. Debemos cuidar el marco social y la indiscutible paternidad de la criatura. El bebé será presentado como biológicamente nuestro, nacido de su semen y mi óvulo.
1982
Tras la guerra de las Malvinas y la consecuente descomposición del régimen militar, en Damián empezó a fermentar un ambiguo desasosiego. Se acusaba de haber negado la verdad, de haberse inventado historias ridículas para consolar su dolor, de esperar en forma pasiva que su tragedia terminara en justicia, de someterse a una resignación indigna. Cuando pasaba un cortejo fúnebre lo miraba con envidia: los que acompañaban a sus padres muertos verían cómo se les daba sepultura y podrían visitarlos con una flor, cosa que él no haría jamás. Se acusaba de no haber hecho nada para localizar las tumbas de sus padres o de su hermana Sofía... si de veras existían sus tumbas. Tal vez habían sido arrojados al río o al mar en esos vuelos siniestros que sólo se comentaban a media voz. Algo tan salvaje no podía ser cierto. Tenía rabia de saber un poco y de no saber bastante, rabia por haberse callado como la mayoría de las personas que vivieron bajo esta dictadura que felizmente declinaba. Rabia por haber festejado la expresión: “¿Yo? ¡Argentino!”. Sus entrañas emitían ruidos insólitos y presentía que de su boca y de sus orejas brotarían chorros de lava.
Matilde tosió para deshacer el nudo de su garganta y le explicó que la casa de sus padres había sido comprada por un militar. Una hebra de su cabello blanco se pegó a su mejilla húmeda. Antes de que Damián pudiese convertir el asombro en palabras, agregó que tampoco ella entendía, pero tres abogados y dos escribanos le demostraron lo mismo: la operación había sido legal. El pobre Jaime firmó —o lo obligaron a firmar— los papeles con su caligrafía inconfundible, y no había nada que hacer. Las preguntas que Damián le formuló en ese momento y las que le formularía en las horas y las semanas sucesivas ya las había repetido Matilde una y mil veces a los tres abogados y dos escribanos. No había forma de recuperar el bien. La casa había sido vendida por Jaime en debida forma a un tal Carlos Ríos, que a su vez la vendió a Jorge Montes, que a su vez la vendió a Ignacio Lavaqué. No se sabía adónde había ido a parar el dinero de la venta ni resultaba posible ubicar a Carlos Ríos. La operación, según pudieron rastrear, se efectuó en Buenos Aires. Sonaba irreal, pero era más cierto y duro que la piedra atascada en su pecho.
Damián retornó al hogar usurpado. Su anhelo era más fuerte que la prudencia. Empujó la alta puerta familiar y se sorprendió de que no le hubieran echado llave. Tampoco apareció alguno de los nuevos habitantes. Se extendía una penumbra húmeda y misteriosa. Buscó el botón de la luz, pero sus dedos sólo descubrieron las secas ondulaciones de la pared, de revoque descascarado. En el living se alzaba un montículo negro, como un perfecto cono hecho con polvo de asfalto. El olor a encierro ardía en el paladar. El cono era un hormiguero gigante. A su alrededor advirtió el perfil de sillas tumbadas, floreros rotos, diarios viejos. El desorden testimoniaba el último allanamiento, el que se llevó a su madre, y del que fue un observador paralizado. En aquella noche abismal su abuela había ido a recogerlo a la vereda, hacia donde él había corrido con la esperanza de retener a su mamá. Pero permaneció como una estatua mirando hacia el vacío fondo de la calle.
También encontró hormigueros en el baño, la cocina, los dormitorios. Los placards estaban abiertos, con la ropa caída. Las fotografías exhibían manchas ocres. Abrió un grifo y salió agua marrón, con gusanos. La dejó correr y, poco a poco, se aclaró mientras los gusanos luchaban por alcanzar el borde del lavatorio. Entonces se produjo una maravilla: en su cabeza se restableció el hogar conmovedor, con pisos lustrados, alfombras limpias y ventanales con maceteros desbordados de flores. Su cabeza estaba rodeada de luces. Oyó el sonido de la ducha caliente e inhaló la fragancia de la comida puesta en el horno. Había júbilo y calidez. Ruidos gratos y voces amadas. La voz de su papá, de su mamá, de Sofía.
Despertó transpirado.
He visto La historia oficial. Me asaltaron el terror y las náuseas. Nunca una película me había producido un efecto tan agobiante. Miré a Wilson y le pedí que nos retiráramos del cine antes de que terminase la función. No pude hablar hasta que llegamos a casa. Fui directo al dormitorio y me arrojé en la cama.
Él me miró asombrado; no entendía mi malestar. Yo le dije que lo que había visto me dejó muerta de miedo. Hizo un gesto despectivo y ordenó que no me dejase influir por el sentimentalismo barato: esa película era sucia propaganda política.
Entonces le recordé que también habíamos adoptado una criatura y que esa criatura podía llegar a ser reclamada. Se puso verde de bronca y gritó que no hubo adopción. Que nunca más quería oír en mis labios esa palabra. Y dijo más: que él me había preñado bien preñada y que así debía asumirlo de una vez por todas. Que me había preñado de esta hija y me había preñado de otros hijos que perdí.
Yo lo escuchaba perpleja, porque nunca me preñó y jamás aborté hijo alguno. Pero Wilson quería que ésa fuera no sólo la versión para los demás, sino para nosotros mismos. Agregó que para no perder la criatura, como me había pasado otras veces, me mandó a descansar unos meses en Brasil. Era un invento que debía ser convertido en historia, en granítica historia.
Asentí mientras me secaba las lágrimas. Pero no pude dejar de preguntarle que a lo mejor alguna de esas abuelas de Plaza de Mayo... No me dejó terminar la frase; me agarró la cara con manos indignadas y me aulló a los ojos: “¡Qué disparate! ¡No habrá abuelas! Tu madre falleció y la mía está en Cuba, o en el cielo”.
Ese viejo edificio de Barrio Norte, construido originalmente para albergar familias de medianos recursos, terminó subdividido en oficinas. Según la cartelera que figuraba en la planta baja, había una firma de abogados, una agencia para la selección de personal de empresas, una editorial mantenida por los mismos autores y una compañía de traductores. Cada sociedad ocupaba uno, dos o tres pisos. Algunas habitaciones eran amplias, y otras, muy pequeñas, como si las hubieran subdividido con tabiques disimulados. Además de salas amplias había habitaciones individuales y algunas suites. Ciertos sectores no se usaban nunca, quizá porque se reservaban para las emergencias. En todos los pisos abundaban teléfonos, grabadores, faxes y computadoras. El personal de vigilancia y el de limpieza del conjunto era contratado por la firma de abogados. Con raras excepciones, la gente que circulaba era siempre la misma. Durante la noche rotaba una guardia.
No era la SIDE, pero se le parecía. Tampoco era una organización de detectives privados. Allí, se ocupaban de realizar seguimientos de llamadas telefónicas vinculadas a un gran negocio internacional. No podrían justificar su tarea, que debía oscilar entre lo permitido y lo vedado. Tampoco eran inmaculadas la SIDE ni las agencias de detectives. Pero la sociedad, acostumbrada a ellas, las ignoraba.
Las escuchas que se registraban en el edificio eran incesantes, agotadoras. No bastaba con registrar diálogos, sino que era preciso quemar montañas de paja para encontrar un grano de trigo. Entre la paja se colaban adulterios que habrían regocijado a guionistas de películas porno. O ideas más perversas que las imaginadas por el marqués de Sade. En algunos momentos estallaban carcajadas que concentraban a varios agentes ante un parlante. Pero en general se trabajaba en silencio, con orden y mucha concentración.
El material chismoso no interesaba al jefe, aunque revelara pistas que harían asomar colmillos al más tonto de los fiscales. El jefe no se cansaba de repetir una recomendación tan simple y granítica como si fuese un maestro de Kung Fu:
—Sigan el curso de la plata. Es el río que los llevará al mar.
Con su saco deportivo a cuadros pequeños y su cabello parecido a lana de oveja, Victorio Zapiola cumplía las horas de trabajo con eficiencia. Habían quedado atrás sus años de enfermero y pronto se jubilaría con un monto superior al que le hubiera correspondido de seguir en la misma profesión. Es claro que alternaba la escucha y el procesamiento de material con el debido entrenamiento físico. Lo había comenzado en Suecia y desarrollado intensamente en California, de donde fue repatriado a la Argentina a comienzos de la década de los 90. Sus labios tristes y sus mejillas chupadas no revelaban el monto de entereza que aún acumulaba su espíritu.
1998
Desplegó el diario mientras tomaba el desayuno, y sin querer empujó una cucharita que tintineó en el suelo. Damián evocó el sonido. Era el mismo que produjo el cubierto de su abuela cuando, hacía un lustro, se le cayó de la mano en su lecho de agonía. Se estremeció, dejó las hojas del diario sobre una silla y levantó la cucharita. Antes de depositarla sobre el mantel giró. Emitía un brillo común, pero hizo estallar el recuerdo de su abuela porque era parte de la vajilla que le había quedado de herencia. Matilde, pese a sus años y su artrosis, le había asegurado, desde el ingreso de Damián en el colegio secundario, que permanecería junto a él hasta que culminase su carrera universitaria. Terminó la carrera y la anciana, menos saludable que nunca, le aseguró que un par de años antes del 2000 Damián conocería el amor de su vida. Era un anuncio arbitrario y ajeno a su estilo, pero firme. Murió a la noche siguiente. Y esa frase se convirtió en una profecía que lindaba con el mandato. Una y otra vez retornaba a su cabeza como si fuera un plazo de cumplimiento real. Su abuela lo había protegido con tanta devoción como si fuese el único sobreviviente del arca de Noé. De esa forma, con amor y a veces con exigencias, logró que Damián atravesara los años de plomo pese a las fracturas del alma. Consiguió que a su dolor se agregara la risa, que fuese un joven bastante normal.
Fue a dictar su clase de Metodología de la Investigación en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Era ayudante de trabajos prácticos y pronto accedería al cargo de profesor adjunto en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Tenía a su cargo una agitada comisión de treinta y seis alumnos. Caminó por la ondulante vereda de la calle Ramos Mejía sin prestar atención a los graffiti de las paredes. Muy cerca estaban el Hospital Naval y el remozado parque del Centenario. La mudanza se había cumplido meses antes, porque el viejo edificio del centro, en la calle Marcelo T. de Alvear, desbordaba alumnos, que ya no sólo debían sentarse en el suelo, sino en las ventanas. Las autoridades optaron por comprar los restos de una abandonada fábrica textil y la acondicionaron a las cachetadas, como se estila en este país. Un poco de pintura en las paredes y los techos, arreglos parciales de los sanitarios, caños a la vista para el gas y la electricidad y, como las últimas gotas del presupuesto no alcanzaban para comprar las baldosas, los pisos quedaron con el cemento desnudo. Ese cemento fue esparcido a los apurones, con mala calidad de material o falta de talento en la mezcla, ya que al mes empezó a quebrarse y soltar un polvillo que cubría los pupitres y penetraba en el cabello.
El acceso estaba rodeado por aguerridos bastidores llenos de consignas políticas que se extendían hacia los pasillos y algunas aulas. Damián ya ni las leía, porque eran un paisaje peor que rutinario: inoperante. En varias ocasiones se interesó por averiguar quiénes suministraban energía para mantener esas banderas que antes habían arrastrado multitudes y ahora parecían los restos mortales de un campo de batalla. Quería encontrar inteligencia y pasión tras las siglas gigantes, pero la pasión era anémica, y la inteligencia, obtusa. Los estudiantes lúcidos habían sido domados o elegían el individualismo; se resistían a integrar grupos, y más aún si no guardaban relación con sus proyectos. ¡Y se trataba de la facultad más militante, junto con la de Psicología y la de Letras! La lucha se agotaba en llamadas a esporádicos actos políticos, marchas por causas perdidas o eventuales tomas de la Universidad. Hubo manifestaciones memorables cuando el ex almirante Emilio Massera fue internado en el vecino Hospital Naval.
Pero no ardía el fuego por una educación de excelencia o para proveer tecnología avanzada. Más bien cenizas y algún rescoldo.
En el nuevo edificio expresamente acondicionado para Comunicación Social sólo se encontraban enchufes, pero no aparatos. ¡No había computadoras a disposición de los alumnos, porque habían quedado en el centro! En las clases se analizaban los medios con vehemencia y se hablaba de Internet con entusiasmo, pero sin que hubiera delante de los ojos una mísera pantalla. Los contados televisores de la facultad eran trasladados de un aula a otra cuando los reclamaba un docente, y a menudo no funcionaban. Sólo podían lucirse dos estudios de radio bien puestos, incluida una flamante computadora. Y aulas, muchas aulas atiborradas de gente, con muros blancos decorados por una guarda verde y amarilla. “Símbolos de la primavera que soñamos”, barruntaba Damián, irónico y dolido.
Dejó a su izquierda la Secretaría de Apuntes, donde se vendían los textos fotocopiados en vez de libros, porque hacían más fácil el estudio. O más superficial y pobre. Cruzó el bar instalado en el pasillo lleno de gente y caminó hacia su aula por corredores con olor a cemento y papeles. Recordó que su abuela había alcanzado a conocer el antiguo edificio de esa facultad, cuando fue al acto de colación de grados. Allí Damián recibió su diploma de licenciado en Sociología. Ella se golpeaba las rodillas hinchadas para frenarse las lágrimas. “Un par de años antes del 2000”, le había dicho después. En otras palabras: ahora, en estos meses. Muy pronto. Lo anunció con la seguridad de una pitonisa en su lecho mortal. No era negativo que un sujeto racional como él se entregase de tanto en tanto a los consuelos de la superstición. Dio vuelta la cabeza para ver si ya se cumplía el anuncio, si el amor de su vida lo estaba siguiendo. Pero no. Eran jóvenes que marchaban hacia diversas direcciones, no hacia su corazón.
“Es ridículo que gaste mis neuronas en pavadas.” El aula estaba llena, como siempre. Sopló el polvo de la mesa y depositó su portafolios. Tampoco se sentaría, porque la silla estaba rajada. Controló el pizarrón que habían tenido la gentileza de borrar en la hora anterior a la suya. Se dispuso a iniciar la clase. Conocía a todos sus alumnos, aunque no memorizaba los nombres. Estaban sentados en sus pupitres individuales con los útiles sobre la tabla del apoyabrazo derecho. Por entre el enjambre de cabezas la detectó nuevamente. ¿Cómo se llamaba? Tenía ojos verdes, ondulada cabellera rubia y un toque desafiante en el mentón. Lo había atraído desde la primera clase, pero él tenía una ridícula capacidad para dejar de lado aquello que le apetecía, como si no lo mereciera. Y su mente había hecho una cabriola con la secuencia temporal: en vez de recordar la profecía de su abuela ahora, mientras observaba a esa rubia acomodando sus libros, había evocado la profecía cuando se le cayó la cucharita del desayuno. De esa forma perdía objetividad. Primero se presentó el anuncio, luego el cumplimiento, pero en realidad quería el cumplimiento y por eso recordó antes el anuncio. ¡Qué embrollo!
¿Esa mujer se convertiría en su gran amor? Sólo plantearlo así lo avergonzaba; su cabeza no era la de un hombre sensato, sino la de un pendejo, qué joder, se reprochó. ¿Pero acaso Damián no era un hombre carente de amor? Sonaba estúpido. Debía bajar a la tierra y reconocer que esa bonita cara le había gustado. Era todo. Suficiente. Sólo que recién ahora, al asociarla con el anuncio de su abuela, adquiría una significación extraordinaria. Damián había completado un master en los Estados Unidos y, entre otras cosas, se le había fijado la prudencia de los docentes en cuanto a dejarse seducir por sus alumnas. Las penalizaciones habían enseñado a portarse con cuidado. Cuidado excesivo casi siempre, fue su impresión. Era una retorcida invención estadounidense que no armonizaba con el espíritu latino, por supuesto. Aquí el levante era materia cotidiana y hasta envidiada; más de un profesor se jactaba de compensar su oprobioso salario con un relevo de amante cada año. Pero esta joven no era para un levante. ¿La estaba hipervalorando antes de conocerla? ¿Habría sido bruja su abuela?
Durante esa clase la miró a cada rato; ella no desviaba los ojos. Su melena abultada la destacaba del resto, pese a que solía apoyar la mejilla sobre un puño y hundirse un poco entre los demás. Era como una esfera de luz dorada que se escabullía entre las cabezas.
Al final de la hora, Damián decidió quedarse en el aula arreglando papeles mientras los alumnos se retiraban. Estaba atento a los movimientos de ella, que avanzaba despacio tras otros compañeros. Cuando la tuvo a pocos pasos le hizo señas.
—¿Yo?
Damián asintió. Mientras ella se acercaba al escritorio, se le superpusieron imágenes y admoniciones. Estaba cometiendo una rotunda estupidez. ¿Qué iba a decirle? Su confusión también era ridícula. “Dos años antes del 2000”, el entierro de su abuela un lustro atrás, sus tensas reuniones con Victorio Zapiola en el café El Foro. Le irritaba sentir tal vértigo ante algo tan anodino como charlar con una alumna.
La alumna aguardaba con la mochila colgada del brazo. Damián contempló sus órbitas profundas e imaginó que se zambullía en un lago de esmeraldas. Las palabras tardaron en salirle.
—Te noto poco participativa.
Ella torció la cabeza con expresión interrogante.
—No te oigo preguntar, opinar —agregó Damián en un tono que parecía neutro.
La expresión interrogante se mutó en sorprendida.
—Pregunto cuando tengo dudas e intervengo cuando tengo algo interesante para decir —replicó ella.
—No es un reproche... —Damián se acarició lentamente la mandíbula.
—Parece.
—Sólo quería decirte... que si hay algo que te genera dificultad, estoy dispuesto a repetir o ampliar las explicaciones.
—Gracias.
—Algún tema que te resulte oscuro, por ejemplo.
Sonrió y la dentadura blanquísima aumentó su belleza. Damián parpadeó, encandilado.
—Ningún tema me resulta oscuro... por ahora.
—Está bien. Muy bien.
Damián se dio cuenta de que ella percibía su incomodidad de profesor enredado, pero disimulaba el descubrimiento.
—Te agradezco tu generoso ofrecimiento —agregó ella.
—Por nada.
La alumna cargó la mochila al hombro y giró sobre los talones, pero antes de dar el tercer paso se volvió y sus ojos dieron con los del docente, que la seguían mirando.
—Para devolverle la amabilidad, te digo que tus clases son buenas. Y no dejan puntos oscuros.
Ambos sonrieron. Ella partió y Damián tuvo que sentarse en la silla rajada. Esa chica era avispada y segura; tenía un endiablado encanto. Alarma roja. ¿Lo había atacado una calentura?
En las dos clases siguientes hizo el masoquista esfuerzo de no fijarse en ella, pero cuanto más se lo prohibía, más se encaprichaban sus pupilas en buscarla por entre la treintena de cabezas. Una semana y media después decidió resolver su conflicto con espontaneidad. Recordó a San Agustín, quien condenaba el exceso de paciencia porque uno debía ejercerla con libertad; sin libertad, la paciencia ya no era tal, sino la conducta resignada de un esclavo.
¿Por qué no conversar con ella? ¿Qué le impedía darse el gusto? ¿Desde cuándo era tan tímido, tan estoico? Nadie lo acusaría de acoso sexual; la Argentina no era los Estados Unidos. Sonaba ilógico evitarla. También sonaba ilógico que la profecía de su abuela —dicha para insuflarle esperanzas— le hubiera producido un bloqueo. Se acomodó la camisa dentro del pantalón y se dispuso a dar el paso siguiente.
Aguardó que salieran los alumnos y de nuevo le hizo señas. Cuando estuvieron a medio metro, Damián se levantó el mechón que le caía sobre la frente y dijo:
—No voy a hacerte reproches.
—Menos mal.
—Al contrario. Quería preguntarte si te interesaría colaborar en una investigación que empecé a programar. Con el tiempo podría servir para tu tesis...
Ella dejó caer la mochila y exclamó, casi gritando:
—¡Por supuesto!
Damián se mordió el labio.
—Pero ni siquiera sabés de qué se trata.
—Ya tengo dos beneficios —contestó la alumna, feliz.
Como Damián se quedó mirándola, sin entender, ella explicó:
—Uno, ejercitarme en la investigación, cualquiera sea su objeto. Dos, que vos me hayas distinguido.
Damián pensó que, si fuese tan boludo como pensaba, debía ponerse colorado. Pero no ocurrió así. Entonces avanzó otro paso.
—Te invito a tomar un café para explicarte el plan. ¿Andás con tiempo?
—Para cosas así tengo tiempo de sobra.
Salieron del aula hacia el corredor bullicioso. Esquivaron cuerpos y saludos. Por momentos Damián le rozaba el brazo o la cintura para protegerla de los empujones. Avanzaron por el incierto canal que formaban los estudiantes y docentes conversadores. Cerca del hall de ingreso, Damián se detuvo ante una cartelera con anuncios recientes. Mónica se detuvo también, pero no se fijó en la cartelera, sino en el cabello castaño, la nariz recta y los labios tiernos del profesor.
Los autos se comprimían en la calle Ramos Mejía y, junto al semáforo, tocaban impacientes bocinazos.
—A esta hora —comentó Damián— el apuro les hace creer que todos los semáforos están descompuestos. No manejan el tiempo tan sabiamente como vos.
—¿Me estás cargando?
Un agente anotaba las infracciones. Una mujer lo amenazó con su bolsa de provisiones: “¡Arregle el tráfico en vez de multar!”.
Caminaron hasta el café que habían abierto en la misma cuadra y en cuyos vidrios reverberaba la última luz de la tarde. Damián la empujó con suavidad por la espalda tras abrir la puerta. Luego corrió las sillas de una mesa cercana. Cuando se sentaron, pidió dos cortados con medialunas.
Ella depositó la mochila junto a sus largas piernas. Se peinó con los dedos; los mechones resplandecían dorados.
Llegaron los pocillos y la conversación los ató en forma apacible y prudente. Los temas evitaban las referencias personales, aunque Damián se salía de ganas de conocerla mejor. Tuvo que mirar varias veces la hora, porque debía dar otra clase y a la noche era cuando más alumnos concurrían. Dijo, bajando la voz, que la investigación que estaba haciendo se refería a las drogas y que ella podía ayudarlo a procesar los documentos. Un asunto difícil, si lo había, porque muchos documentos eran falsos; otros distorsionados, y la mayoría, irrelevantes. Tampoco podía abarcar demasiados campos, porque naufragaría. Las investigaciones que pretenden averiguar mucho a la vez terminan mal; es la tentación que arruina a los principiantes. Al cabo de otra vuelta de café, los curiosos ojos de ella lo estimularon a confiarle su plan general, el trayecto que ya había recorrido, los archivos fotocopiados y las fuentes que había usado. Nada ilegal o riesgoso... aún.
Sabía que por ese sendero oblicuo la estaba seduciendo. Pero no podía frenarse.
Miró de nuevo la hora; ya estaba atrasado. Se puso de pie, pagó, le dio un beso en la mejilla y corrió de regreso a la facultad. Ella lo contempló a través del vidrio: el portafolio en la mano izquierda, el pelo flotando en el aire y una agilidad de dios olímpico.
Mónica me escuchaba embelesada. Ella no había cumplido seis años cuando los iluminados de la Junta Militar presidida por el general Leopoldo (in)Fortunato Galtieri desencadenaron la aventura de las Malvinas. Yo entonces tenía trece y oscilaba entre el dolor de mi orfandad y el nacionalismo encendido que machacaban los medios de comunicación manipulados por el gobierno. Incluso llegué a pensar que pronto, llenos de gloria, haríamos turismo a las islas, porque los ingleses se darían por vencidos antes de disparar el primer cañonazo.
Como el resto del país, quedé aturdido cuando se produjo la increíble rendición incondicional de nuestras fuerzas. Tan convincente había sido la propaganda triunfalista, que la gente no podía entender semejante final. Le conté a Mónica que yo había escuchado la alocución que el general Galtieri dirigió a los perplejos ciudadanos con voz de borracho, en la que prohibía hablar de derrota. ¡No podía creer a mis oídos! ¿Cómo se atrevía a exigir semejante absurdo? Era un desvergonzado. En lugar de reconocer el monto de improvisación e irresponsabilidad de su aventura, en lugar de disculparse por la locura de amenazar con la muerte a 400, 4000 o 40.000 argentinos hasta alcanzar la victoria (total, eran cifras), ordenaba mentir.
Mi abuela, tan sabia, dijo: “¿Qué te asombra? Son unos idiotas con poder”.
¡Fueron tan idiotas! Prohibieron la edición y circulación de libros rusos, incluidos Dostoievski, Gogol, Tolstoi y Chéjov, arrestaron a toda una familia porque en su biblioteca encontraron un tratado sobre cubismo (lo confundieron con la revolución cubana), prohibieron novelas de Vargas Llosa y Manuel Puig entre decenas de autores que ni simpatizaban con la guerrilla. Calificaron de “carter-comunismo” la defensa de los derechos humanos por parte del presidente Jimmy Carter.
Un grotesco embebido de tragedia.
En lo que quedaba de 1982 se empezó a expresar el fuerte anhelo por la democracia. Pero una democracia sin adjetivos. Que no se dijera “burguesa”, ni “popular”, ni “formal”. Sólo democracia, a secas. Que se conformase un cuadro de reglas consensuadas a las que obedecería el conjunto, sin excepciones. Basado en instituciones sanas, vigorosas y respetadas. Donde prevaleciera el respeto: a la vida, a la libertad creadora, a las diferencias, a la esperanza.
La palabra “democracia” reemplazó a otra que había alcanzado enorme potencia desde el siglo pasado: revolución.
“Revolución” había sonado hasta hacía pocos años como un formidable abracadabra. Cualquier asunto, si se le ponía esa etiqueta, quedaba legitimado como noble y progresista. Hasta los viles golpes de Estado y las arteras zancadillas de palacio se llamaban a sí mismas “revolución” para darse brillo. Un soberano disparate. Ya no queríamos revolución ni revolucionarios. Nos habían dejado una herencia llena de sangre. Y ofrecieron la oportunidad a otros iluminados de signo opuesto para continuar la orgía.
Es cierto que los revolucionarios por lo general creían y predicaban el altruismo, del que soñaban ser los propietarios. Pero no todos eran altruistas. Aprendimos a descubrir que más de uno tenía locura y codicia; no inferiores a las de los represores que vinieron después.
Es cierto también que entre los genuinos revolucionarios hubo muchos idealistas. Fueron sacrificados y duros consigo mismos y con los demás. Hasta hubo gente santa, auténticos mártires, claro que sí. Pero sus acciones atraían a perversos, gente con ganas de hacer daño. En el campo revolucionario era inevitable el florecimiento de los psicópatas, así como su ascenso indetenible. Duele reconocerlo.
Pero perdió la revolución. Perdió la Argentina. Perdió el continente sudamericano. Perdieron la diosa ubérrima y sus hijos en estado de conmoción. Nos sumergimos en una tragedia sin precedentes. Se multiplicaron la muerte, la hipocresía, el pisoteo de la ley, la corrupción y el olvido de respetos elementales. Las Fuerzas Armadas perdieron el rumbo y se desplomaron hasta el último escalón del desprestigio; con ellas, por efecto dominó, se derruyeron las demás instituciones. Se expandió una noche densa y aterradora.
En 1982, bruscamente, empezamos a emerger. Por diversas grietas penetraban débiles rayos. En el corazón de las multitudes nació el ansia por algo modesto, manejable y sensato: la vieja democracia.
Tampoco fue fácil. Abundaban las llagas vivas y también los bolsones con nostalgia por la revolución fallida o la dictadura derrotada. Ambos se aplicaron a sabotear el restablecimiento de la salud nacional.
Y estaban los más peligrosos. Quienes poseían extraordinaria astucia para acomodarse a los nuevos tiempos y seguir medrando en los bordes de la legalidad. Esos lobos se cubrieron con piel de cordero. Tenían experiencia, conexiones, dinero. Podían ganar nuevas conexiones y hacer más dinero. Estaban informados sobre la “mano de obra desocupada” que había prestado servicios en las torturas y los homicidios. Cautelosamente, avanzaban.
—Vamos hasta la avenida Ángel Gallardo. Ahí conozco un restaurante decente —propuso Damián.
El almuerzo les daría tiempo para discutir con menos interferencias los detalles de la investigación. Luego de tres encuentros en el café habían llegado a la conclusión de que era demasiado ruidoso. Esa muchacha revelaba perspicacia y entusiasmo.
Su proximidad le producía gozo. Volvía a recordarse que no estaba bien levantar una alumna, que en los Estados Unidos ya estaría marchando hacia un tribunal de ética. Pero, ¿él la seducía o estaba siendo seducido? Esa cabellera, esos ojos, esa voz...
Los colectivos y taxis se disputaban las calles estorbándose unos a otros como si jugasen a los autos chocadores. El vehículo que tenía que doblar hacia la derecha, en lugar de buscar con tiempo el carril adecuado, iba por la izquierda y giraba en el último instante para provocar a los demás; de esa forma generaba los insultos de los que quedaban demorados, pero en lugar de aceptar su error, amenazaba con bajarse a repartir golpes. Damián se detuvo en un quiosco de revistas y compró Noticias y Trespuntos.
—Para amargarme por las noches —comentó.
Buscaron una mesa apartada y se sentaron frente a frente, con ambigua complicidad. La mochila y el portafolio yacían juntos sobre la tercera butaca; No pudieron empezar la conversación durante unos segundos. Se miraban, bajaban los párpados, sonreían y se miraban de nuevo. Ella no usaba aros ni pulseras ni anillos, ni gargantillas de las que penden símbolos. Damián hizo sonar las articulaciones de sus manos.
—¿Qué te gustaría comer?
—Veamos en el menú. —Hizo un mohín travieso que valía por muchas palabras.
Se decidió por una brochette mixta y Damián, por un revuelto Gramajo. Con respecto a las bebidas, coincidieron en pedir una cerveza helada.
Damián untó en manteca la punta de un grisín y disparó la pregunta personal:
—¿Qué te impulsó a elegir la universidad pública?
Ella levantó sus cejas.
—¿Qué te parece? —devolvió la estocada.
—Yo hice la pregunta primero. —Apoyó los codos sobre el mantel y adelantó su busto.
—Mirá, las razones son varias...
—¿Económicas? ¿Nivel de estudio? ¿Salida laboral? —enumeró con los dedos.
—Ninguna de las que nombraste.
—¿Cuál, entonces?
—Conocer mejor el mundo —disparó seria.
—Me estás tomando el pelo.
—Te digo la verdad.
—Nunca se le ocurrió a la UBA promocionarse de esa forma —dibujó con las manos un cartel—: “¡Ingrese en la UBA y conocerá el mundo!”.
—No te rías. Tal vez cuesta entenderlo... Vivo en un ambiente bastante cerrado. Mis padres querían que fuera a una privada, cerca de casa, donde me encontrara con gente como uno. —Se interrumpió, aparentemente arrepentida. —Disculpá. No soy soberbia.
—Adelante.
—Siempre cursé en instituciones de élite, las que se llaman “mejores”. Pero decidí cambiar. Oxigenarme.
—¿Dónde vivís?
—En San Isidro.
—Supongo que no trabajás para pagarte los estudios —aventuró Damián en un tono que pretendía ser comprensivo.
—Correcta deducción, señor detective.
—¿Fue difícil convencer a tus viejos?
—Tú lo has dicho. Fue un parto. Papá me adora, pero es un poquito autoritario. O autoritario del todo. Pero, al final cede. Y cedió.
—¿Y tu madre?
Una nube descendió sobre su frente. La llegada de los platos humeantes disimuló el incordio que produjo la pregunta.
Damián, advertido de su torpeza, levantó el vaso y la invitó a brindar.
—Por el éxito de la investigación —dijo ella, aliviada por el cambio de asunto.
—Por nosotros —perfeccionó él.
—¡Mmm!... La brochette está a punto. Deliciosa. —Mónica reparó los fragmentos y unió un trozo de carne con la cebolla y el tomate asados.
—Un colega me había asegurado que acá la cocina era excelente...
—Ahora te toca contarme de vos —apuntó traviesa con el cubierto.
—Contarte... ¿Qué te interesa saber?
—Enseñás Metodología de la Investigación. Pero, ¿te gusta enseñar?
—La docencia es el correlato; prefiero la investigación.
—¿Por qué?
—Buena pregunta, pero me cuesta responder. —Se alisó las cejas con el índice. La verdad, tengo dos versiones: una superficial y otra profunda.
—Decime las dos.
—La profunda, creo, se relaciona con la vocación, que es un enigma al que nos resignamos. Intervienen la herencia genética, algunas experiencias tempranas, actitudes reactivas y muchas otras causas. Mi viejo, por ejemplo, fue cirujano, pero no se limitaba a operar.
—Ahí está entonces —volvió a apuntarle—: uno de sus cromosomas tenía el letrerito “investigador”. Quedaste marcado.
Damián asintió y tomó con el tenedor otro poco de revuelto.
—Así es.
—No me has dicho nada nuevo. Tal vez lo hagas con la respuesta superficial; la estoy esperando.
—Me expresé para el diablo. Quise decir la más evidente, no la más superficial.
—Bueno, pero te cuesta revelarla. Das vueltas.
Damián se apoyó contra el respaldo de la silla; se sentía incómodo, desnudo. Desde que la tragedia había devorado a su familia, en su cuerpo se instaló la vergüenza; durante años se había sentido vulnerable. Lo atacaba un torbellino de miedos cuando debía ofrecer alguna explicación. Sentía un absurdo bochorno por lo que había pasado con su hermana, Sofía, y con sus padres, y se atormentaba al tener que responder, porque todo lo que decía era parcial y retorcido. Por momentos creía que la amnesia sería el mejor remedio; esa dificultad para responder era quizás el primer síntoma de semejante bendición. Vivía dentro de una coraza, pero llena de rendijas. Con la resurrección de la democracia, sus progresos en el estudio y la ventilación pública de la lluvia de fuego y azufre que había arrasado el país, aprendió a no ocultar tanto su dolor, pero ramalazos de angustia y callada bronca volvían en los momentos menos esperados.
La miró a los ojos, atento a su reacción.
—Soy hijo de desaparecidos —dijo por fin, mientras apoyaba la servilleta junto al plato.
Mónica quedó boquiabierta.
—¡¿Y eso te parece superficial?!
—Evidente. Es la causa visible de algunas de mis actitudes. Además, tiene lógica. De chico presencié los allanamientos y el secuestro de mis padres. Fue peor que las pesadillas... —Movía el tenedor entre las sobras del revuelto. —Todavía me cuesta hablar...
—Creo que va a costarte siempre. —Ella lo miró entristecida, como si padeciera el mismo dolor.
Damián volvió a tender la servilleta sobre su pantalón azul.
—Y desde entonces querés averiguar —agregó Mónica, plegado el ceño.
—Antes quería saber por qué. Ahora, quién lo ordenó o quiénes lo hicieron.
Se quedaron callados hasta que los dedos alargados de ella avanzaron hacia los de Damián, que tecleaban sobre el mantel. Las manos de ambos se aferraron y comprimieron con la solidaridad que surge al compartir una aflicción.
—Damián, quisiera que me contaras más, porque te hará bien, pero no ahora, me parece. Debés de sentir mucho odio, mucha frustración...
—Todo eso. Y ganas de superarlos. Pero es difícil. Pasaron años, pasaron cosas, y el malestar sigue latiendo.
—¿Pudiste averiguar algo?
—Casi nada. Mis padres y mi hermana son desaparecidos. Esa etiqueta es simple y rotunda como un epitafio.
—Disculpame.
—No hace mucho me llegaron noticias sobre el hombre que casi salvó a mi viejo. Estuve alterado durante semanas.
Ella cerró los puños delante de su cara para que él no percibiera su turbación.
—Significaba meterme otra vez en el túnel de la pesadilla. Inventé excusas para no verlo. Pero llegó un instante en que me dominó la certeza de volverme loco si no lo encontraba y —Adelantó la cabeza. —Y si no conseguía que me contara hasta el último detalle. Lo busqué como un poseído, y lo encontré. Lo obligué a hablar, y te aseguro que jamás escuché una historia tan horrible.
—Me imagino.
—Fue espantoso. —Se pasó las manos por las sienes. —Espantoso.
—Mejor no enterarse, entonces —meneó la cabeza.
—¿Mejor? Nada es mejor. Lo positivo es que obtuve algunas pistas, muy escasas, por supuesto. Sé dónde los mantuvieron enterrados en vida y cómo los torturaron. Sé también cuál era el apodo de guerra que usaba el jefe de los criminales.
Ella abrió grandes los ojos.
—Se hacía llamar Abaddón, el ángel exterminador.
—Monstruoso.
—Es lo menos que se puede decir.
—¿Lo han identificado?
—Todavía no; es mi asignatura pendiente. Debe de vestir piel de cordero para disimular.
—Seguramente.
El mozo retiró los platos. Pidieron café.
Damián se reclinó, cansado, como si recién llegara de correr. La miró con gratitud. Esa muchacha no sólo era hermosa por fuera.
—Quisiera revelarte un secreto —le dijo, tomándole otra vez la mano—. Tu compañía me hace bien.
—A mí también me gusta estar con vos.
—¿Me darías tu número de teléfono?
—¡Pero, por supuesto! ¿Cómo no se me ocurrió antes? Te lo anoto en una hoja. —Extrajo un papel de su mochila y dibujó los números. —Te anoto también mi nombre, para que no me confundas con otra alumna.
—No seas celosa.
Escribió con letra clara: “Mónica Castro Hughes”. Luego encerró con un círculo el nombre y el número. Damián intentó descifrar si el círculo tenía forma de corazón.
La mucama avisó que la llamaba un señor.
—¿Quién?
Se encogió de hombros y le entregó el teléfono inalámbrico.
—Un tal Damián Lynch.
La mujer estiró su delantal blanco sobre el vestido negro y se puso a acomodar los almohadones del sofá. Mónica le hizo saber con un gesto que deseaba quedarse sola. Como la mucama parecía no entender, Mónica golpeó el suelo con la pantufla. Luego recogió las piernas y apartó el cabello que le cubría la oreja.
—Hola.
—¿Mónica? Habla Damián Lynch.
—¡Qué sorpresa!
—¿Agradable?
—¡Claro!
—Tenía el número frente a mí y no resistí la tentación.
—Oscar Wilde dijo que podía resistirse a todo, menos a la tentación.
—Ja, ja. Muy bueno... Este Oscar Wilde sí que era ingenioso.
—De veras.
—Perdona si te he llamado a una hora inconveniente.
—Estaba levantada.
Se produjo un silencio incómodo. Damián carraspeó.
—¿Sabés qué nos ocurre de malo?
—¿De malo?
—Sí. Vernos tan seguido.
—Me estás cargando —soltó una risita.
—Temo a las adicciones.
—Damián: ¡nuestra amistad no es una droga! Qué ocurrencia.
—¿Estás segura?
—Las drogas matan.
—Hay amores que matan...
—Bueno, bueno. Ahora sí que la cosa se pone interesante. —Deslizó un almohadón tras su espalda. —¿De qué amores me estás hablando, si se puede saber?
—De varios. La investigación científica, por ejemplo.
—Dame otro ejemplo. Me parece que estás apuntando a otro blanco.
—A ver... El juego compulsivo, la ambición desmedida.
—Te vas por las ramas, decís cualquier cosa. —Hizo pantalla sobre el auricular y le habló en tono susurrante. —¿Por qué no me confesás, en voz baja, lo que realmente querés decirme?
Otra vez se silenció el auricular.
—Bueno —dijo Damián al fin—, pero también en voz baja, secreta.
—No oigo nada.
—¡Quiero verte!
—Nos vimos ayer.
—¿No te decía que me estoy volviendo adicto?
—Entonces te pongo en tratamiento ya mismo: abstinencia hasta la próxima clase.
—No sirve, no.
—¿Cómo sabés?
—Mónica, anoche no pude dormir.
—¡Vamos! ¡Qué exagerado! —Cambió el tono, súbitamente preocupada. —¿Es por lo que me contaste?
—En parte sí, en parte no. Yo creía que a mi edad se tiene insomnio cuando uno está angustiado por problemas o por recuerdos. En mi vida pasé muchas noches en vela por esa causa, como imaginarás. Pero nunca me había ocurrido estar despierto durante horas, y dar vueltas sobre las sábanas, debido a la presencia de algo hermoso.
Ella apretaba con fuerza el auricular.
—Hola. ¿Me estás escuchando?
—Sí.
—Mónica... ¿Cómo expresarlo? Tenía tu cara delante de mí.
—Y mi cara te asustaba. —Necesitaba quitar dramatismo forzando el humor. —¿Era eso? ¡Como una bruja horrible!
—Bueno, digamos que me estás embrujando.
—¡Qué declaración sorpresiva! Damián, ¡sos muy antiguo!
—No es ético que un profesor se fije en una alumna, ¿verdad?
—Claro que no. ¿Pero hablás en serio?
—¿Y a vos qué te parece?
Mónica se tomó unos segundos.
—Te voy a contestar de la misma forma que vos ayer: yo pregunté primero.
—Respuesta, entonces: me encanta hablar con vos, verte, estar cerca. Y lo digo en serio. Lo de ayer fue una prueba inolvidable.
—Cualquiera que tenga algo de sensibilidad se habría conmovido con tu historia.
—Yo percibí algo más potente. Creo que también vos.
—Damián, estoy sorprendida. Tus repentinas insinuaciones hacen irreal esta charla.
—¿Irreal? Tal vez me resultaba más fácil decírtelo por teléfono.
—No sé qué me estás diciendo realmente. Pero coincido en que no es ético que un profesor y una alumna... Aunque habría excepciones —Sonrió. —En fin, los caprichos o la tentación, como dijo Wilde.
—¿Me creerías si te asegurara que nunca le hablé así a otra alumna?
—Es difícil creerlo, señor seductor.
—¿Por qué?
Mónica demoró en responder.
—Defensa femenina, quizás —dijo tras un silencio.
—No necesitás defensas. Creeme. Y esto de decirlo por teléfono se debe a mi timidez.
—¿Vos, tímido?
—Sí, a veces. O con ciertas cosas. ¿Cómo haría para decirte, por ejemplo, que soy un obsesivo estético y que por eso tu belleza me impactó desde el primer día?
—Gracias por el piropo. Los obsesivos estéticos, además, ¿son buena gente?
—Hay de todo... Mónica, ¿qué hacés esta tarde?
Silencio. Varios segundos después respondió:
—Voy a estudiar.
—Te invito a dar una vuelta.
—Me parece que voy a negarme.
—¿Por qué?
—Para no aumentarte la adicción. —Lanzó una risita.
—¿Por dónde te paso a buscar?
—¡Vos sí que sos perseverante!
—Sí, te paso a buscar esta tarde.
—Mejor nos encontramos frente a la catedral de San Isidro.
—Hecho.
• • •
Condujo por la avenida del Libertador, cruzó el límite de la Capital Federal e ingresó rápidamente en el barrio de Vicente López. Vio por el espejo retrovisor a un policía parado en una esquina; ¿le haría una multa por exceso de velocidad? Sacó el pie del acelerador, pero no por mucho rato. El tránsito todavía era poco denso a esa hora; Damián no podía frenar su impaciencia y volvió a aumentar la velocidad. En su cabeza giraba el rostro de ojos verdes, la melena rubia. Atravesó Olivos. A su izquierda se extendía el largo murallón de la residencia presidencial; retumbaron en sus sienes las inversiones suntuarias de Carlos Menem con la excusa de que tampoco el Papa se priva de lujos. ¿Caradura? ¿Develador? El poder, el poder... Se fijó en los carteles que animaban la ruta: parrillas, pizzerías, pubs, heladerías, oficinas inmobiliarias, tiendas. Iba a encontrarse con la joven que había entrado en su vida como un meteoro.
La avenida se angostó a poco de ingresar en la circunscripción de San Isidro. El asfalto cedía lugar a los adoquines del tiempo colonial y su auto traqueteó sobre las lustrosas piedras. Los edificios nuevos reducían su clonación ante la resistencia de casas antiguas con altas puertas de madera. Los muros conservaban el color rosado de otros siglos. La arcaica gloria se expresaba en rejas de acero que adornaban los ventanales cubiertos con visillos de encaje. De pronto la avenida penetró en un túnel armado por una fronda de tipas cuyos irregulares troncos negros semejaban las columnas de una guardia de honor. “¡Qué ideas tan ridículas se me ocurren!”
Giró apenas y se topó con el costado de la catedral gótica (ilegítima) en cuya parte superior se alzaban arbotantes y contrafuertes de estilo medieval. Estacionó junto a la plazoleta Obispo Aguirre. Enfrente había otros dos espacios. El dedicado al fundador de San Isidro, capitán Domingo de Acassuso, se centraba en una escultura de bronce con la rodilla en tierra, respaldada por una fuente de generosos chorros. El otro se llamaba Bartolomé Mitre y, además de la estatua del prócer, tenía un reloj de flores. Eran las únicas flores. Caminó entre los canteros de tierra dura y estéril, delimitados por cadenas. Se le ocurrió que en la Argentina sobran paradojas: se cuida lo que no necesita cuidado (esos canteros secos) y se depreda lo valioso, en especial la vida.
El rostro de Mónica no estaba por ninguna parte. Damián tuvo que armarse de paciencia pese a las ideas de San Agustín. A veces la paciencia gratifica.
Se sentó durante unos minutos en la escalinata que descendía hacia el Tren de la Costa y su moderna estación. Luego decidió aplacar su ansiedad con una visita al templo. Atravesó el breve atrio y caminó hacia el pórtico de acceso; penetró en el atrio interior bien iluminado, en el que varias carteleras exhibían afiches, consignas y programas. Cruzó otra puerta e ingresó en la fresca penumbra del recinto. La iglesia constaba de tres naves y respondía al estilo que más se había esmerado en llegar al cielo. Su bóveda de crucería y los típicos arcos de medio punto habían sido la obsesión de comunidades enteras en Europa, que los construyeron y perfeccionaron a lo largo de siglos menos impacientes que el nuestro. Las columnas de piedra tornaban prescindibles los muros y, siguiendo la tradición, estaban destinados a ostentar coloridos vitrales con escenas de la historia sagrada. Pero esa catedral era joven como la Argentina. Aun así, alcanzaba para brindar un clima de recogimiento.
Damián se persignó y se sentó en uno de los bancos posteriores de la nave central. En el centro de la crujía estaba suspendido un moderno crucifijo de madera. Miró hacia el altar distante, iluminado, y recordó que su abuela lo llevaba compulsivamente a la iglesia todos los domingos para que fuese un buen hombre. Con los años se preguntó por qué la abnegada Matilde insistía en que fuese un buen hombre y no un buen cristiano, como se usaba decir. Ella misma se lo aclaró: “Porque son cristianos quienes destruyeron nuestra familia, m’hijo”.
Se persignó y fue a encontrarse con Mónica, que ya debía de haber llegado.
En efecto, la vio junto a la fuente del capitán Acassuso.
Avanzó raudo hacia ella con luz en las pupilas, pero ciego a un auto que casi lo derribó sobre el empedrado. Al reproche del conductor respondió con disculpas. Mónica le tendió ambas manos, asustada.
—¡Casi te matan!
—No te preocupes. Estoy bien.
—¿Hace mucho que esperabas?
—Desde ayer —dijo Damián, serio.
Mónica frunció los labios y levantó el mentón.
—Exagerado y... ¡tenaz!
—Te quiero seducir; ¿no te das cuenta? Supongo que apreciás mi esfuerzo.
—Hay esfuerzos que sirven y otros que...
—Si ganan tu afecto, sirven muchísimo —replicó él.
—Muy galante, profe.
Rodearon la catedral. La floración dorada de las tipas contrastaba con el violeta desenfrenado de las santarritas, que montaban los muros bajos. Se detuvieron junto a un balcón de troncos que miraba hacia el río y decidieron bajar una escalinata rumbo a la calle que bordeaba las vías del tren. El apacible escenario aligeraba las piernas y el corazón. Sin advertirlo, un cuarto de hora más tarde estaban en medio de onduladas calles residenciales. Las tapias cubiertas de hiedra alternaban con otras que derramaban flores como si fuesen cascadas de color, en especial fragantes madreselvas y enormes rosas chinas. Al término de paredones de ladrillos esmaltados aparecían torretas de vigilancia, algunas rodeadas por canteros. “El mundo necesita cada vez más vigilancia, en especial la gente rica”, repicó en sus oídos la obviedad más repetida en los últimos tiempos. Algunos edificios prescindían de muros exteriores y se protegían con rejas de hierro o madera lustrada, a fin de lucir sus construcciones y parques. Alternaban los techos de pizarra negra, de estilo francés, con las tejas españolas o esmaltadas. Junto a la acera, cada tanto, se elevaban jacarandaes o naranjos. El aire olía a perfumes en promiscuo entrecruzamiento. Mónica y Damián empezaron a confiarse anécdotas de sus vidas. No obstante, sentían vacilación para aproximarse físicamente. Reían un poco, discutían, hacían gestos, pero evitaban tocarse siquiera los dedos. Damián pensaba que su timidez lo tornaba antiguo. Pero ese límite ayudaba al juego. Mónica apreciaba que no se le arrojase encima. Tácitamente, coincidían en mantener la tensión.
Como recreo de sus confidencias hablaron de la facultad, el terreno neutro que permitía criticar y hacer chistes. Recién se había mudado la Dirección. ¡Era increíble que aún no se hubiese habilitado la sala de profesores!
—¿Dónde se reúnen? ¿En el baño?
—En el cuarto de la administración general. Nuestra pobreza no la soñó ni Francisco de Asís.
—¿Por qué enseñás en la UBA?
Damián esbozó una sonrisa triste.
—Porque está en el corazón de la gente. Todavía da prestigio, pese a todo. Muchos docentes piensan que a través de ella devuelven a la sociedad lo recibido. Una generosidad de la que no se habla. Misterios de la Argentina.
También comentaron acerca de las mezquinas negociaciones internacionales sobre el cuidado del medio ambiente y lanzaron al aire —con risa y disgusto— las aceitunas podridas de la política nacional.
Al cabo de un par de horas llegaron al puerto de Olivos. Un bosque de mástiles se amontonaba junto a los muelles. Los barquitos estaban cubiertos por lonas blancas y azules. Sobre el vasto río se desplazaban decenas de veleros. Cruzaron el Yatch Club y entraron en una cervecería al aire libre protegida por jacarandaes cuyas flores parecían de papel.
Chocaron las jarras de cerveza. Dijeron: “¡Salud!” y se miraron con ternura. Ambos se secaron los labios con la lengua y, al darse cuenta, se echaron a reír. Era una risa de descarga, excesiva. Apoyaron las manos sobre la mesa y las juzgaron hermosas, sensibles. Volvieron a mirarse. Entonces Damián dijo:
—Ahora contame sobre tu familia.
Mónica arrojó la melena hacia atrás. Dijo que era engorroso describirla, una mezcla de buena y mala fortuna. Padre exitoso y madre hermosa, pero él era medio absolutista, y ella... —bajó la cabeza— hacía años había empezado a beber.
Damián la escuchó sin decir palabra ni mover un músculo. A medida que Mónica se soltaba, más imperioso le parecía mantener la cara fría de una estatua. Mónica vivía en un palacio que le generaba fastidio. Le resultaba penoso contar, pero hacía el esfuerzo. Lo hacía sólo para él, Damián, quizá como una manera de consolarlo: no era el único que sufría; en el mundo existen muchas formas de aflicción. Ella pertenecía a una familia donde sobraban los objetos y faltaba la armonía. La ahogaban situaciones confusas, casi secretas. Desde hacía tiempo, y aunque las apariencias engañaban, la habitaba un poco de melancolía y mucho de furia.
Evitaba los ojos de Damián y dirigía los suyos por momentos al suelo y por momentos a las grandes flores de los árboles. Sentía vergüenza. Sus padres no eran desaparecidos ni se podían trazar analogías, pero ella también fue compelida a tragarse datos que sonaban a cosa fea.
Por último dijo que nunca se había sincerado de esa forma, que se desconocía, que había hablado de más. Amaba a sus padres, quienes jamás la habían privado de nada. Pero ellos no funcionaban como pareja, cosa común, pero que desequilibraba el conjunto porque seguían como pareja pese a todo. Llegó un instante en que hizo una pausa extensa que parecía insinuar: “Hasta aquí llego. Lo que falta vendrá más adelante... si te queda estómago”.
Terminaron de beber la cerveza, dos jarras ella y tres Damián. El crepúsculo empezó a sonrojar las pocas nubes que navegaban por el horizonte. Bordearon el muelle y Mónica, señalando un yate de elevado porte, contó que su padre tenía uno.
—¿Te gustaría navegar? —preguntó.
—Por supuesto.
—Entonces estás invitado.
Victorio Zapiola acomodó el espejo retrovisor mientras fruncía los labios gruesos. Después preguntó:
—¿Qué deseás realmente?
Damián se abrochó el cinturón de seguridad.
—Te agradezco la paciencia y esta invitación para volver a charlar. Demos una vuelta por Palermo.
—Supondrán que me quiero levantar a un tipo joven como vos.
—No estaría mal.
Zapiola arrancó y maniobró para salir de la apretada fila de autos. Se dirigió a la avenida Callao y luego fue por Figueroa Alcorta hasta el monumento de los Españoles; tomó hacia la derecha y se internó en los caminos arbolados del parque.
—Estoy confundido. —Damián se calzó los anteojos de sol. —Me parece que investigo como si fuera un explorador del siglo pasado que se introduce por primera vez en la jungla del Congo. Todo me asombra y todo me parece posible. Brilla una piedra y creo que se trata de un diamante, pero es una simple piedra. Aunque tal vez esconda al diamante...
—Vos sos el experto en Metodología de la Investigación.
—A veces los expertos necesitamos el sentido común de alguien que está afuera.
—¿Me considerás afuera?
—No se trata solamente de la investigación, Victorio. Es que Mónica...
—Ya sé. Tu bendición, muchacho. Necesitabas enamorarte.
—Antes de conocer a Mónica estaba buscando otra cosa.
—Los exploradores de África fueron a buscar una cosa y descubrieron otras más importantes. No soy yo quien te lo debe hacer recordar, ¿eh? Gracias a esta investigación, que pretendía algo casi imposible, se te acercó Mónica.
—La abordé yo.
—Se abordaron los dos.
—La investigación debía llevarme a...
—Sí, a encontrar el diamante. Pero recogiste una piedra. Resulta que no es una simple piedra, sino el mejor de los diamantes. ¡Estás enamorado! ¡Ella te quiere! Date por hecho.
—No me entendés, Victorio.
—Claro que te entiendo. Un amor ayuda a olvidar las penas. Lamentás que ya no te obsesione descubrir al hijo de puta que mandó torturar a tus padres.
—Todavía sí. Me interesa, pero no me obsesiona. Diste en el clavo.
—Me alegro.
—¿Cómo era Abaddón? —Damián lanzó la pregunta con la fuerza de una orden.
—¿Otra vez? Entonces seguís obsesionado... Ya te dije: era sagaz, frío, calculador. Sabía cómo tratar a los de arriba y a los de abajo. Era más ordenado, cumplidor y puntual que cualquiera. Una especie de Eichmann argentino. Planificaba los operativos con una precisión de ingeniero. Dibujaba las zonas liberadas, procesaba los resultados, se informaba de lo que producía el interrogatorio.
—Una mierda.
—Con buen olor.
—La mierda es siempre mierda.
—Sabía cómo graduar la presión y conquistarse a los “rescatables”. ¿Qué pasó conmigo, eh? Además, era astuto en la distribución del botín.
—¿Nunca pudiste volver a verlo?
—También te lo dije: nunca. Se habrá ido a otro país. O se habrá hecho cambiar la cara.
—No. Yo presiento que sigue entre nosotros. Un calculador no abandona los espacios ganados.
—Yo imaginaba lo mismo. Cuando volví a Buenos Aires, a mediados de 1991, miraba con atención porque me dominaba la expectativa de reconocerlo. Muchas veces aluciné que se me venía encima; más de uno parecía su hermano gemelo. Me daba vueltas un plan de acoso: saludarlo, invitarlo a tomar un café, luego aprovechar un sitio oscuro para saltarle al cuello con una cuerda y estrangularlo. Es decir, hacerle creer que lo estrangulaba para que se asustara. Y obligarlo a darme sus referencias actuales para llevarlo ante la justicia. Fantasías, ¿te das cuenta? La cuerda que llevaba en el bolsillo la dejé en un cajón.
El domingo siguiente a las diez de la mañana Damián estacionó en la playa ubicada junto al puerto, se colgó el bolso en un hombro y se encaminó al muelle. Le pareció inverosímil, pero se trataba del yate más grande de cuantos estaban amarrados; tenía por lo menos veinticinco metros de reluciente casco blanco. En el yugo de popa refulgía la palabra Dorothy. Sobre la cubierta protegida por un toldo a rayas un marinero tendía la mesa. Con agilidad, por los bordes circulaban otros marineros también vestidos de punta en blanco; con franelas amarillas repasaban vidrios y bronces.
Una plancha forrada en tela de alfombra unía tierra firme con la cubierta. Damián aguardó que el marinero terminase de disponer la vajilla y le preguntó si había llegado Mónica Castro. El hombre asintió apenas y no tuvo que agregar palabras: en ese instante apareció Mónica, que lo saludó con efusividad. Damián pisó decidido la plancha sin fijarse en la mano que le tendía el marinero. Saltó a la cubierta barnizada y besó a Mónica en una mejilla. Antes de que soltara el bolso, otro marinero le acercó una bandeja con jugos.
—Por ahora no, Gracias.
—Pero después sí —agregó ella—. Mejor dejá tus cosas en un camarote, así te hago conocer la lanchita. Mamá llegará en unos minutos y partiremos. ¿Te parece bien?
—Muy bien.
Ingresaron en uno de los camarotes individuales. Era una primorosa habitación que aprovechaba cada milímetro para que nada faltase; incluso tenía escritorio con butaca, computadora, televisión, teléfono, bar y hasta flores frescas. Bajo la colcha se expandía la fragancia a lavanda de unas sábanas limpias; en el baño abundaban los artículos de tocador. Por el ojo de buey miró hacia el río poblado de veleros. El perfume de la madera se mezclaba con el de sedas y el esponjoso voile. Estaba en el territorio de una gran fortuna, y Mónica era parte de ese territorio. Damián nunca había intimado con una joven tan rica. El prejuicio o la sensatez dicen que mucha riqueza es tan mala como la extrema pobreza. Ambas lesionan. Se calzó los anteojos de sol y retornó a la superficie.
Ahora ella le ofreció el jugo. Contó que su padre había comprado el yate hacía cinco años, tras vender otro más pequeño. Lo habían construido en un astillero de Glasgow, donde tenía unos amigos que se lo vendieron muy barato y con la garantía de haber sido probado en el tormentoso mar del Norte, donde realizó travesías entre Islandia y Noruega. Lo trajeron navegando por el Atlántico. Las escalas en Portugal, Canarias y Brasil fueron más de placer que de necesidad. Con el Dorothy viajaban a Punta del Este, Florianópolis y Río de Janeiro cuando deseaban el calor. En cambio, cuando deseaban clima frío, la orgullosa proa era capaz de desafiar los hielos del cabo de Hornos.
—Está siempre en movimiento, como los aviones. Si no lleva a uno de la familia, lo usan amigos de papá.
—Muy generoso.
—Sí, con sus amigos lo es. Aunque, sinceramente, Damián, no todos los amigos merecerían ese nombre.
—¿Por qué?
—Olfato... —Se tocó la punta de la fina nariz. —¿Lo recorremos? ¿Te interesa?
—Nunca tuve una oportunidad así. Ni mejor guía.
Ella caminó delante. Fueron a la cabina del piloto. La voz melodiosa de Mónica nombró cuanto estaba a la vista. Sus dedos tocaban llaves, palancas, botones y señalaban puntos del tablero. Sus labios modulaban denominaciones precisas: indicador de profundidad, piloto automático, índice de mapas, registro eléctrico, radar, transmisores de onda media y frecuencia elevada.
Damián estaba fascinado: esa muchacha era una amazona de los mares.
—¡Sabés usar todo esto! —exclamó con asombro.
—¡Por supuesto que sí! Es fácil. Mientras controlás el timón vas siguiendo las referencias que tenés delante. Es como manejar un auto.
—No creo.
Después lo guió hacia la sala de máquinas, donde resonaban los grandes generadores y se alineaban conmutadores, cables, baterías y fusibles. Él le miraba la espalda recta y el blando cabello que oscilaba de uno a otro hombro. Cruzaron el depósito de cadenas y un corredor de cañerías bajo la bodega de proa. Damián tuvo ganas de rodearle la cintura.
—¿Cómo te orientás en semejante laberinto?
Cuando volvieron a cubierta encontraron a la señora Castro Hughes, una bella mujer de pelo cobrizo y profundos ojos verdes, algo más oscuros que los de la hija. Sus labios estaban cruzados por un rictus. Mónica hizo las presentaciones y se sentaron en torno de la mesa. Damián eligió jugo de tomate; Dorothy, un vaso de whisky con hielo. Mónica estuvo a punto de objetar esa elección, pero se contuvo. La madre estudió a Damián sin disimulo, como una dermatóloga que revisa cada palmo de piel con una lupa. Damián percibió la exploración y se resignó al examen.
Al rato un marinero preguntó si ya querían zarpar.
En un minuto se levó el ancla y un sordo rugir de motores se expandió por las nervaduras del yate. El muelle se alejó con lentitud mientras aumentaba la brisa del río. La nave giró hacia la extensión del delta e ingresó en el espacio donde el aire rodaba fresco y juguetón. Con la brisa llegaba el aroma de la umbrosa vegetación de las islas.
—Todavía no te ofrezco el timón —le dijo Mónica, con un guiño—. Pero intuyo que lo manejarías bien.
—Me conformo con disfrutar de la jornada como un vulgar pasajero.
—Podríamos tomar sol antes de que se ponga demasiado caluroso.
—Buena idea.
—¿Venís, mamá?
—Después. Vayan ustedes. Disfruten.
Se tendieron sobre toallones en la cubierta de proa, por delante de la cabina de mandos. La nave cortaba el agua con ruda intensidad; algunas gotitas salpicaban en un rocío tenue. Mónica le ofreció un tubo de crema con filtro solar que Damián se extendió sobre la cara, el cuello, los brazos, las piernas y el pecho. Cuando se volvió para broncearse la espalda, ella le extendió una fina película por la nuca y los hombros. Damián no sólo gozó de su mano acariciante, sino de la ternura del gesto.
Ambos se dejaron llevar por el ronroneo del motor y las leves ondulaciones que imponía el cruce de otras embarcaciones. Damián se durmió profundamente. La voz de Mónica lo arrancó del sueño para advertirle que era suficiente el baño de sol, o esa noche no encontraría posición en la cama. Él se restregó los ojos. Ella le tendió una crema hidratante.
—Nunca cuidé mejor mi piel —comentó Damián, sonriente.
Al retornar a la popa, Damián oyó música de Telemann. Se detuvo de golpe. Mónica, tras él, fue sorprendida por la misma escena; frunció el entrecejo e hizo saber que llegaba con un grito que le nació en el estómago.
—¡Mamááá!
Dorothy, sentada en su sillón, soltaba risitas. El marinero que había puesto la mesa le hacía arrumacos y se doblaba para besarla.
El hombre se enderezó como una caña y simuló haberse inclinado para recoger una servilleta. La alisó sobre el antebrazo, puso cara de bobo y marchó hacia la cocina siguiendo el ritmo de la música.
Dorothy levantó su copa de whisky vacía para que alguien la llenase, pero la giró hacia diestra y siniestra en vano. Mónica la aferró con dulzura, le quitó la copa y murmuró unas palabras al oído. Damián no sabía qué hacer para evitar el sofocamiento de la muchacha.
Regresaron antes de anochecer. La proa arribó al puerto y movió ciento ochenta grados. Luego la popa del yate, lentamente, rozó tierra. La tripulación amarró con pericia y de inmediato puso el tablón forrado en material de alfombra verde. Antes de bajar, Mónica y Damián se dirigieron hacia un rincón impermeable a las miradas intrusas. Se tomaron de las manos, se miraron con vivacidad y, poco a poco, fueron acercando las bocas. El primer beso fue rápido y temeroso. Ella se acurrucaba en sus brazos y devolvía la prudente caricia. Su beso aún no era un beso de amor. El segundo fue más libre, pero todavía se aferraba a la promesa; vacilaba entre la amistad que ya tenían y el futuro que se ocultaba tras una incógnita. El tercero se demoró más, como un cohete que toma impulso y luego se dispara a las estrellas.
—Te quiero —dijo Damián.
—Te quiero —dijo Mónica.
Y se besaron por cuarta vez.
Ya en el muelle, ella le deslizó en el bolsillo un sobre doblado.
—Es una carta —le dijo—. No la leas hasta que te acuestes. Es para que la saborees tranquilo, en posición horizontal.
Él la palpó y la guardó; luego haría honor al deseo de Mónica.
Dejó el sobre junto a la lámpara de su mesa de luz. No era una carta, exactamente, sino la copia a mano de un poema. Pertenecía a Mario Benedetti.
Tengo ganas de verte
Necesidad de verte
Esperanza de verte
Desazones de verte
Tango ganas de hallarte
Preocupación de hallarte
Tengo urgencia de oírte
Alegría de oírte
Y temores de oírte
O sea
Resumiendo
Estoy jodido
Y radiante
Quizás más lo primero
Que lo segundo
Y también viceversa.
Me gusta este Damián. Tiene un porte magnífico. Y un tierno mechón de pelo que le cae sobre la frente. Hubiera preferido un beso suyo al de Claudio. Pero terminará siendo el noviecito de Mónica. No sé por cuánto tiempo, claro. No le duran; es demasiado rebelde. O “personal”, como dice la estúpida de mi amiga Amalia. Pero qué “personal”... ¡caprichosa! Ojalá no le dure ese chico y yo pueda llevarlo a la cama. Apenas lo vi me di cuenta de que es uno de los pocos que me podría devolver el orgasmo.
Pero, ¡qué escribo! ¡Estos pensamientos son una mierda! Los voy a tachar.
Reconozco que estoy a la deriva. Cada vez peor, y no sé cómo remediarlo. Mi vida es un hueco infinito.
Ayer navegamos y hoy reanudé mi dorada rutina. ¿Qué puedo añadir de interesante sobre mi rutina? ¿A quién le puede interesar? Creo que ni a mí, cuando relea estas hojas.
Hoy es lunes al final de la tarde. Como siempre, me levanté a las diez, aplastada por somníferos, para que el día fuese más corto. Me di el baño de inmersión que Marta tenía listo con sales y espuma aromática. Ella me ayudó a secarme y me masajeó el cuello y la espalda. ¿Con quién desayuné? Con el perro, por supuesto; se sienta a mis pies y me lame las medias. Después pasé a la sección chismes por teléfono. Hoy despellejamos de nuevo a la estúpida de Amalia. Dos horas para arrancarle la piel a lonjazos. Dos horas.
Marta me preguntó qué cocinar, de buena que es. Sabe que hace rato no me importa un perejil la cocina ni la casa. Le contesté con un movimiento de la mano que interpreta perfectamente. Al principio me había interesado decorar la residencia, embellecerla con objetos nuevos. Eran nuestros primeros años en este país, cuando celebrábamos el ascenso social y éramos felices con la adopción de nuestra hija. Pero después caí en la cuenta de que a Wilson mis afanes no le movían ni el pelo de una ceja. En verdad, hace rato que nada mío le importa, salvo usarme. No es el Wilson que conocí en la calle Larimer de Denver. Me lo han cambiado. La Argentina me lo ha cambiado. Ahora prefiere putas caras o vaya a saber qué tipo de mujer. Ni me quiero enterar. Pero yo no consigo prenderle el fuego del amor ni con un fuelle de herrería. Nuestro vínculo se acabó. Es decir, perdura por una sola causa: Mónica. Sí, por ella solamente.
A la tarde fui al instituto de belleza. Me relaja el lavado y el dulce frotamiento del cuero cabelludo. Fue bueno, porque me hizo tomar conciencia de que no debo pensar en Damián, porque es un chico que trajo Mónica para ella. Tengo que sacarlo de mis fantasías. Pero ahora vuelve y empecé estas anotaciones con su nombre. ¡La puta madre!
Antes de que regrese Wilson me ocuparé de esconder mejor las botellas de whisky que me reservo para los momentos duros. Las voy a necesitar. Estoy muy loca.
¿Puede un enamoramiento verdadero avanzar tan rápido? Damián se preguntaba si no padecía un flechazo de adolescente. Por fuera seguía siendo tibio y aplomado; por dentro, ardiente e inseguro. Se estaba acomodando a su condición semimaldita. Hasta comenzaba a resignarse a que el asesino de sus padres hubiera escapado para siempre. Sus conversaciones con Victorio lo apaciguaban. Pero no lograba mantenerse tranquilo ante los ramalazos del amor. No había sido así con los fugaces entusiasmos anteriores, pero ahora surgía un vínculo diferente, alguien en quien podía confiar. En sus conversaciones con Mónica, tras las hesitaciones del comienzo, se sacaba las máscaras que había usado durante años, se desnudaba sin miedo a las ironías. Se evaporaban sus enraizadas defensas, sutiles en su mayoría. Por primera vez dio brazadas que lo llevaron a las aguas profundas, y no tuvo que regresar enseguida a la costa, asustado. Ella lo acompañaba con expresiva solidaridad, de una forma sorprendentemente adulta. Y, en reciprocidad, le confiaba el turbio clima de su familia. Compartían dolores incomparables, pero íntimos, de esos que no se ventilan con facilidad. El intercambio de cuchicheos entrelazaba sus almas como empezaron a entrelazarse sus manos mientras caminaban.
Mónica penetraba en el cerebro de Damián igual que el oxígeno en sus pulmones. Su rostro le había cambiado el humor. Cada mañana tenía el doble de luz, y cada noche, el doble de paz. Hasta se cruzaba con los uniformados de la calle sin sentir la brusca contracción de músculos que era su reflejo de años.
Su amor por esa muchacha no lo distraía de sus obligaciones, y ésa era una sensación novedosa con respecto a las mujeres a las que había amado antes. Mónica era diferente, y sus sentimientos por ella también. Se reconocía ágil, alerta y provisto de buenos reflejos. Preparaba sus clases con rapidez y las dictaba con soltura. Era más veloz en la corrección de exámenes y memorizaba fácilmente cuanto tenía que leer. Pensaba mucho en ella, era cierto, pero su mente, en lugar de perder, había ganado disponibilidad. Desde que la conoció desaparecieron las pesadillas de los allanamientos. Paradojas del amor, se decía con burla. Y hasta se preguntaba si ya era capaz de levitar.
Cuando caminaba por las calles sus ojos se detenían en los puestos de flores y él barruntaba cuál sería más apropiada ese día. Hasta empezaron a encantarle los perros que se paseaban por las veredas. Se había convertido en un sensiblero ridículo. Cuando se sentaba en un bar a reconfortarse con un café y repasar sus notas, miraba el entorno con agrado. Los ruidos a veces articulaban armonías. Se sentía lleno de afectos positivos y quería regalarlos, como un dique cuyas aguas desbordan la muralla.
Pero en la familia de Mónica había mar de fondo. Que lástima.
Damián percibía que, pese a todo lo que ya le había contado, aún quedaban zonas de misterio a las que tal vez ni la misma Mónica podía acceder. Zonas raras. El padre había nacido en Cuba, y la madre, en los Estados Unidos. El padre quedó solo en el mundo al romper con su familia, que decidió permanecer en la isla; luchó en Vietnam, luego se dedicó a los negocios inmobiliarios y, por último, vino a la Argentina, donde, gracias a su inteligencia empresarial, prosperó económicamente. La madre cursó biología en Denver y sólo la ejerció durante dos años, mientras su marido sufría en Vietnam; tenía un hermano pastor que dirigía una comunidad en Texas, pero a quien ella nunca visitaba. Algo debía de haber sucedido para que esos dos hermanos se mantuvieran tan distantes. Mónica, por ejemplo, jamás lo había visto, como tampoco a su mujer, la tía Evelyn. ¿El alcoholismo de Dorothy provenía de ese desaguisado? Resultaba inexplicable. ¿Por qué se reunían Wilson y Bill, pero nunca Bill y Dorothy? ¿Habría algo inconfesable con respecto a Evelyn? Era un enredo en el que Damián no se atrevía a indagar para no herir a Mónica. “En todas partes se cuecen habas.” Cada familia tiene en sus arcones algún elemento impresentable.
El alcoholismo de Dorothy se había consolidado desde hacía unos siete u ocho años. Se sometió a tratamientos en los que su marido y su hija debieron brindar apoyo. Un apoyo difícil y, a la postre, improductivo. Mónica confesaba con ojos húmedos que las sesiones fueron un suplicio, llenas de mentiras y de vergüenza. Su padre se resistía a ser puntual y a expresarse con naturalidad, porque desconfiaba del terapeuta: consideraba impropias algunas preguntas e impracticables muchas consignas. Los éxitos duraban semanas; los fracasos, una eternidad. La madre suspendía el whisky hasta que un factor desconocido la empujaba a romper la abstinencia. Se había convertido en una mujer irritable e impredecible. Se aislaba en prolongados silencios o se lanzaba a una ruidosa actividad social. A Wilson lo enojaba esto último y trataba de calmarla mediante costosos regalos.
—Mamá es mi antimodelo —dijo Mónica, llevándose una mano al pecho—. Duele confesarlo, pero es así.
El padre era un empresario exitoso, manilargo con su familia y sus amigos, pero acostumbrado a imponer su voluntad. “Un cubano machista.” No podía con el alcoholismo de su mujer y esto lo enfurecía. “Como cubano machista me adora igual que a la Virgen.” “Dice que soy todo para él.” Su cariño era tan desproporcionado que no delegaba, por ejemplo, el placer de organizarle las fiestas. Se ocupaba de las contrataciones, pensaba en las sorpresas, decidía los obsequios, controlaba las listas de invitados y hasta elegía el menú. Así lo había hecho desde que Mónica cumplió un año de edad hasta ese momento, incluidos los festejos especiales de comunión, quince años, dieciocho años, la celebración de su ingreso en el colegio secundario y luego en la universidad. ¿Excentricidad? ¿Necesidad de ejercer más control? Tal vez eso también contribuyó a su rebeldía, que su padre trataba de limitar en forma disimulada.
No obstante, cuando cursó la escuela primaria y el colegio secundario, quien se encargaba de hablar con los docentes y participar en las reuniones de padres era Dorothy. Por supuesto que después pasaba el informe a su marido. Ocurría que Wilson estaba siempre atareado y, además, no le gustaba ser reconocido fuera de su círculo de actividades: temía que lo abrumaran con pedidos de donaciones que, por lo general, no tenía carácter para desoír. Sus asesores económicos le ordenaban ponerse barreras. Pero, en contraste con su generosidad con respecto al dinero, era rígido hasta el absurdo con las amistades de su hija. Esto le resultaba asfixiante a Mónica. Ningún amigo o amiga del colegio podía entrar en su casa si previamente no era aprobado por él o, en su ausencia, por su secretario, Tomás Oviedo. Era un trámite ridículo porque nunca, excepto en un caso solo, puso inconvenientes.
—Pero hasta el día de hoy —se quejó ella— rige la absurda ley. Con justificativos tirados de los pelos.
—¿Qué pasó con aquel único caso?
—Era un compañerito de la escuela. Parece que en su familia había algunos malvivientes, o criminales.
—¿Criminales?
—Creo que sí. Olvidé qué me explicaron entonces, pero me asustó eso de “criminales”. No insistí. Y en la escuela traté de evitar su proximidad. Curiosamente, al poco tiempo el chico fue transferido a otra escuela.
Tampoco era fluida la comunicación en materia política, ya que para su padre cada gobierno era el mejor que en ese momento podía tener el país. No le gustaba que hicieran críticas interesadas, morbosas o de corta visión. No aceptaba hurgar en el pasado porque consideraba innoble hacer leña del tronco caído. “Cada momento tuvo lo suyo”, decía. Apenas se insinuaba un debate, lo cerraba con una sonrisa o una mirada de fuego. Mónica terminó resignándose a no hacer comentarios políticos en su presencia, lo cual impedía que le contara muchas anécdotas vinculadas con sus estudios y la vida universitaria. A él lo conformaba saber que rendía bien los exámenes y que, con el tiempo, estaría en condiciones de ayudarlo en sus empresas. Soñaba con verla bien casada y se ocuparía personalmente de organizarle la mejor boda del siglo.
Damián repitió el gesto de levantarse el flequillo que le caía sobre la frente y la miró apenado. Mónica estaba rabiosa. La sublevaban estos criterios con gusto a prisión. Ya había cambiado la universidad privada por la pública, ya conseguía burlar los esmeros de la custodia, ya ocultaba información a su padre y a su servil secretario. Ya era un factor impredecible. Ahora presentaría a Damián, dijo.
—¿No es prematuro?
—Mi amor —contestó, recia—, deseamos vernos y compartir muchas horas. No quiero que papá se entere por delaciones.
—No le caeré bien.
—Tal vez no, tal vez sí.
Él meneó la cabeza, escéptico.
—Debe de tener en mente a otros candidatos, más afines con los negocios que con la investigación periodística.
—¿Le tenés miedo?
—Tal vez. Pero, en fin... —Le tomó la mano. —¡Que explote el mundo! No me voy a privar de tu compañía.
—Yo tampoco. Nunca.
—¿Cuándo harás las presentaciones?
—Ya lo tengo todo pensado.
—Ah, ¡qué mujer ejecutiva!
—Va a pasar como si fuera un encuentro accidental.
—Te pregunté cuándo.
—En mi próxima fiesta. Me pongo colorada... Papá quiere celebrar la aprobación de mis diez primeras materias. ¿No es ridículo? Pero responde al plan que le propuso el secretario. Quiere vincularme públicamente con un tipo que le encanta para novio mío.
—¡Epa!
—Hace un tiempo salí con él. Es alguien que nunca me convenció. ¡Pero la familia que tiene! ¿Entendés? Papá está enamorado de su familia y lo ve como si fuera el príncipe de Dólarlandia.
—Así que tengo un rival, entonces. Deberé tirarle un guante y desafiarlo a duelo.
Ella le apretó más la mano.
—Sería muy romántico, ¿sabés?
Tomás Oviedo se acomodó los anteojos de montura fina y repasó la lista de invitados. Desde que trabajaba para Wilson Castro las relaciones públicas eran filtradas por su ojo de tigre. Las personas propuestas por Mónica eran las mismas de siempre, con la excepción de once nombres nuevos. Ella le explicó que se trataba de compañeros de la facultad. En cuanto a las familias, bueno, en la facu se mezclaba mucho la gente y ya no era posible ser tan exclusivo como antes. Había que reducir los controles.
—Sabés que tu padre es muy abierto, pero no acepta que cualquiera entre en su casa —objetó Oviedo.
—Mis amistades se han ampliado. Me invitan, y les debo atenciones. Vivimos en una sociedad pluralista. ¿Sabés qué significa eso?
—Pluralista y peligrosa. —Se acomodó los anteojos. —Está bien... Pero una cosa es afuera, y otra, el hogar. Estás invitando a la residencia, no a un salón público.
—Les prohibiré que vayan a mi dormitorio y se metan en mi cama. ¿Está bien? ¿Alcanza? ¡Vamos, Tomás, no seamos absurdos!
—Tu padre es un hombre importante. Debe cuidarse.
—¡Otra vez los sermones! —Resopló.
—Vos también debés cuidarte.
—Me cuido.
—No parece.
—Entonces, para eso estás vos y tu magnífica vigilancia.
—Siempre te molestó.
—Digamos que me hartó. Pero, francamente, recién en los últimos años. Cuando aprendí a pensar.
—¿Tenés conciencia de los peligros que acechan a tu padre y a tu familia? ¿No leés los diarios? Asaltan al más pintado.
—No me gustan las exageraciones. Y te voy a decir lo más importante: me dan vómitos los controles que tanto te gustan a vos.
Tomás tragó saliva y extendió el papel de la lista de invitados.
—Estuve estudiando los nombres nuevos.
—Me irrita que hagas eso. Le dejé la lista a papá como parte del ritual que vengo practicando desde que tengo memoria, pero no quiero ningún tipo de censura.
—Siempre lo hicimos. Es parte de mi trabajo.
—No me importa. Sus mejillas empezaban a encenderse.
—De los once nombres nuevos —mantenía una falsa serenidad—, hay ocho que no merecen objeción.
—¿Ah, sí? ¿Y los otros tres?
—Deberías asumir tu categoría, Mónica. Sos una Castro Hughes.
—¡Qué solemne! Hacela fácil, por favor. —Miró hacia arriba con fastidio.
—Hugo Montaña e Irene Dupin.
—¿Qué tienen? Son excelentes compañeros. —Cerró los puños.
—Hugo es hijo de Juan José Montaña, oficial del ERP, que murió en la selva de Tucumán durante el operativo Independencia. Irene es hija de Marta y Antonio Dupin, famosos agitadores del Partido Comunista, que huyeron al Uruguay, donde cayeron en el asalto a una unidad militar.
—¿Estás seguro de lo que decís?
—Absolutamente.
—Ajá. ¿Y qué tienen que ver mis amigos? El comunismo es una antigüedad.
—Esa gentuza no puede ser amiga de una Castro Hughes.
—Quiero invitarlos. ¿Escuchaste? Quiero invitarlos —dijo con fuerza.
—Vas a tener problemas con tu padre. ¿Por qué no le evitamos un disgusto?
—¿No era que papá no quiere saber de política? Las tuyas son objeciones políticas. Y para colmo, arcaicas.
—Objeto a los delincuentes o potenciales delincuentes. No confundas.
—¿Qué pasa con el número once? —Apoyó su índice sobre la lista.
Tomás volvió a acomodarse los anteojos.
—Es tu profesor de Metodología de la Investigación.
—¿Qué tiene de malo?
—Mucho.
—¿Por qué?
—Supongo que ya estás enterada. —Sus ojitos concentrados le penetraron la frente.
—No sé de qué debería estar enterada. Es uno de los docentes más apreciados en la carrera. Es culto, fino y sensible. Y te digo lo que más te va a cabrear: está refuerte.
—En otros términos, no le falta nada, ¿eh? ¡Mónica, sé honesta!
—¿Qué insinuás?
—Hay aspectos negativos.
—Ah ya me doy cuenta. —Se le subió la sangre en oleadas. —Te refirís a la desaparición de los padres y de la hermana. Es eso, ¿no?
—¿Te parece poco?
—Sos un espía de mierda. Un nauseabundo espía. El padre de Damián era un distinguido cirujano que nada tenía que ver con la subversión. La mamá, menos. Con su familia cometieron una barbaridad imperdonable.
—Ésa es una versión de los hechos según la cuenta él, la que venden para torcer la historia.
—Lo lamento —pronunció las palabras con fuerza y con ira—, pero sigo creyendo en Damián. A vos no te creo nada.
—Los izquierdistas lavan el cerebro muy bien; son expertos. Tendremos que cuidarte mejor.
—¡Miserable! —Se abalanzó contra él y le tiró del pelo.
Tomás la apartó con suavidad y la obligó a sentarse. Le apretó los hombros para aquietarla; después le entregó su pañuelo para que se secara las mejillas. Mónica lo arrojó al piso.
—No te confundas, hija. Es por tu bien.
—¡No me digas “hija”!
—Estoy al servicio de tu padre y de tu familia; es lo único que me interesa. No me gusta espiar, no es mi vocación. Pero tengo pruebas de que has ido demasiado lejos con este profesor de mala muerte.
—¡Qué estás diciendo! ¡Qué sabés de Damián Lynch! ¡Qué sabés de su tragedia y de sus dificultades!
—Tal vez no lo sé con precisión, pero lo intuyo. Es un hombre que padece heridas profundas, que segrega rencor, que nunca encontrará paz.
—Es lógico que no tenga paz y que quiera descubrir a los criminales y llevarlos ante la justicia.
—No quiere justicia, sino venganza.
—Tomás... —Arrojó la cabeza hacia atrás y miró el cielo raso. —No me interesa discutir este asunto. Damián vendrá a mi fiesta. Es una decisión irrevocable.
Tomás se quitó los anteojos, los miró a trasluz y volvió a calzárselos.
—Ese hombre te está seduciendo. No es para vos, Mónica.
—Ya que te metés en mi intimidad, te contestaré que sí, que es para mí y que lo quiero. Deseo provocar su encuentro con papá. Pero a vos te prohíbo ¿me escuchás bien?, te prohíbo que se lo anuncies, o te voy a escupir a la cara delante de todos los empleados.
—Tu padre es más pícaro que vos y yo juntos. Ya debe de saberlo todo.
—Seguro que le estuviste buchoneando
—Te equivocás. Mi trabajo también consiste en reducir sus preocupaciones. Si pudiese evitarle la contrariedad de que su hija le introduzca en la residencia a un hijo de delincuentes desaparecidos, me sentiría satisfecho.
—Sus padres no fueron delincuentes. Además, ¿qué mierda tienen que ver los padres de él con nuestro amor?
—Calma, Mónica. Pero ocurre que los hijos de padres desaparecidos están condenados.
—¿Qué decís? ¿Por qué, Dios, por qué?
—Es así. No lo puedo explicar, pero responde a la lógica de la tragedia. —Otra vez se sacó los anteojos y se frotó los párpados.
—Sos un maldito, Tomás. Pero, si fuera verdad, con mayor razón Damián merece mi ayuda y mi cariño.
Tomás la contempló en silencio; luego dijo:
—Samaritana ingenua.
Mónica lanzaba chispas de tormenta.
—No vas a convencerme con golpes bajos.
—Te ruego que reflexiones.
—Muy bien, acá va mi reflexión y mi última palabra: sin Damián, no hay fiesta. Y que papá se olvide de la familia Lencinas.
Tomás enderezó los hombros, se estiró las solapas de la chaqueta y suspiró vencido.
—Juventud irresponsable... —Arrastró los pies hacia la puerta.
—Por favor, papá, ¡dejame hablar! —gritó Mónica.
—Ya sé lo que vas a decirme. —Wilson abrió una carpeta.
—No, todavía no te lo dije.
Alzó unos ojos tranquilos. En las negociaciones y delante de su hija sus ojos siempre parecían tranquilos. Delante de su hija, además, dulces.
—Te escucho.
—No quiero ser como mamá. —Lo miró fijo, dolorida.
—Conque ésas tenemos. Sin embargo, te le parecés bastante.
—En el color del pelo y de los ojos. Pero no en el carácter, por suerte. —Apretó los labios.
—No deberías hablar mal de ella. Es una mujer que sufre.
—¿Me lo vas a contar a mí? ¡Claro que sufre! Por eso no quiero ser como ella.
—No entiendo la relación.
—Sufre porque es una sometida. Porque no se anima a enfrentar la vida. Porque se guarda los conflictos como si fuera culpable de todo.
—Es una buena mujer, pero se volvió alcohólica. Nos cayó esa desgracia.
Mónica aguardó un instante y disparó el cañonazo.
—Papá, ¿por qué no se divorcian?
Wilson cerró la carpeta con un estallido de cólera que reprimió en menos de un segundo; adelantó el cuerpo para que sus palabras tuvieran un sabor confidencial.
—Porque nos queremos.
Mónica frunció la nariz y miró hacia el parque.
—¡No me vengas con esa mentira! —Se le aceleró el corazón. —Cada uno de ustedes anda por su lado. Yo no hubiera dudado un minuto en divorciarme.
—Dios mío, tengo una hija terrible. ¿Cómo puedes hablarme de esa forma? Yo te adoro y...
—Lo sé. Por eso te quiero meter en la cabeza que conmigo no vas a tener un clon de mamá.
—¿Quién pretende un clon? —Abrió las manos, escandalizado. —Eres nuestra hija, nuestra amada y única hija.
—Que tiene derechos individuales.
—Que tiene derechos, claro. ¿Quién pretende quitártelos?
—Vos. Para que sea igual a mamá.
—Hija mía, te lo ruego. —Juntó las palmas en actitud de oración. —Tus palabras me hieren. Son injustas.
—No quiero ser como ella.
—Está bien, ya lo dijiste.
—Y quiero decidir mi camino.
—Hasta ahora no te he puesto grandes obstáculos.
Mónica movió la cabeza ante el abismo que la separaba de su padre.
—Tenemos visiones distintas, papá. La única forma de sentirnos bien es aceptar que así como yo respeto las tuyas, vos debés respetar la mía.
—¿No te has cambiado de universidad? ¿Cedí o no?
—Me costó conseguirlo.
—Pero cedí. Y creo que nos hemos equivocado. Vos en la elección, y yo en mi generosidad.
—Yo no me he equivocado. Estoy contenta. Respiro oxígeno, conozco algo más que el círculo cerrado de nuestra familia y aburridos amigos.
—No es malo conocer; lo malo es confundir valores. La UBA está llena de gente perdedora y resentida, ciega a los nuevos tiempos.
—Ése es un prejuicio tuyo.
Wilson se pasó el índice por dentro del cuello de la camisa, para aflojar la presión.
—Hace poco oí que alguien hablaba de adolescencia tardía. No te quiero ofender, pero me parece que algo así te está pasando, Mónica. Rebeldía sin causa.
—Gracias por el diagnóstico, papá. —Se acercó y le dio un beso en la frente.
No tuvo que bajar del auto para tocar el timbre, porque el circuito cerrado de televisión que usaba la guardia ya lo había registrado. En la torreta lateral había dos hombres armados y atentos. Varios reflectores iluminaban el majestuoso acceso y parte de los muros cubiertos de hiedra. El pórtico de hierro forjado se abrió automáticamente y Damián ingresó por primera vez en la mansión de los Castro Hughes.
El asfalto se transformó en un camino de grava marcado con focos amarillos en los bordes. El tupido pedregullo crujía bajo los neumáticos. Los faroles arrancaban de la oscuridad a los altos árboles que se inclinaban sobre el parabrisas. Llegó a una playa y estacionó junto a otros vehículos; tomó la bolsa con su regalo, bajó tranquilo y cerró con llave. Rodeó una fuente decorada con delfines de mármol que lanzaban chorros coloridos y se dirigió a la escalinata de acceso.
Una recepcionista le dio la bienvenida y le indicó hacia dónde ir. Penetró en un salón recubierto de tapices. A la izquierda una escalera de granito con balaustrada de madera se curvaba hacia el piso superior. El fondo lo ocupaba una gigantesca chimenea, delante de la cual varios sillones rodeaban una piel de tigre. Se cruzó con unos jóvenes que charlaban con copas en la mano, sintió que algunos lo examinaban con curiosidad y les regaló una falsa sonrisa. Avanzó hacia una puerta entornada, con relieves tallados, que permitía ver el comedor vacío. Siguió el creciente volumen de la música y llegó a un corredor lleno de plantas, cuadros y esculturas. Al final apareció la aglomeración de invitados en un vasto quincho de paredes vidriadas. Estaba impaciente por encontrar a Mónica. En la bolsa que le colgaba de la muñeca había puesto una tarjeta con frases de amor.
Al abrirse un círculo de invitados, la descubrió. Lucía un vestido largo y se había recogido el cabello a lo Paulina Bonaparte. Le pareció más hermosa que las mujeres pintadas por David. Ella también lo vio y fue más decidida: abandonó el grupo y caminó rápido hacia él. Damián tuvo ganas de abrazarla, pero lo azotó la prudencia: se hallaba bajo el implacable escrutinio de los amigos de ella y no quería provocarle un engorro. La esperó vacilante, y Mónica resolvió el dilema estampándole un beso en los labios. Alguien aplaudió y Damián se sintió contradictoriamente inhibido y feliz. Mónica lo tomó de la mano y lo presentó a quienes tenía cerca. Dos parejas lo saludaron con divertida solemnidad: también eran alumnos suyos en Ciencias de la Comunicación.
En un extremo se había parapetado el disc-jockey, con su infantería de aparatos, llaves, botones, auriculares y CD, para controlar la luz y el sonido de la fiesta. En dos pantallas gigantes se veía a los invitados, que eran filmados de modo incesante y agresivo: sus rostros y nucas aparecían cerca, lejos, deformados, dados vuelta o superpuestos. Junto al aparataje se extendía el escenario bordeado de flores donde probablemente tendría lugar un show.
Circulaban bandejas con bebidas y canapés. Mónica llevó a Damián hasta una mesa donde se exhibían camarones, centolla, arenques, trucha ahumada, salmón rosado, trozos de pulpo y grandes recipientes con caviar negro y rojo en medio de esculturas de hielo seco. Hizo preparar sendos platos, llenó dos copas de champán y lo invitó a la terraza.
Se apoyaron en la balaustrada de mampostería abrazada por un rosal florecido. Ella explicó que durante el día ése era el más hermoso puesto de observación de la casa; en esa noche de luna en cuarto creciente apenas se adivinaban las ondulaciones del parque y los faroles de algunos barcos, pero cuando el aire se limpiaba, se podía divisar hasta la costa de Uruguay.
Se ubicaron en sillones de mimbre que a la luz de la luna parecían labrados en marfil.
—¡Estoy tan contenta de que hayas venido!
Damián le acarició los dedos.
—Tengo una buena noticia —agregó ella.
—Siempre son bienvenidas.
—Papá me dijo que quiere conocerte.
Damián inspiró el aire ahíto de fragancias nocturnas.
—Bueno, yo también. Pero no va a ser un encuentro casual, entonces.
—A último momento tuve que modificar mi plan para desalentar el de él. ¡Le vas a gustar, estoy segura!
—¿Más que el otro candidato?
Sonrió.
—Entre uno y otro, como se dice en forma tan elocuente, ¡nada que ver!
Él la miró a los ojos.
—En serio —agregó Mónica—. El otro no vale por sí mismo: lleva prendido el nombre de su familia como una condecoración de guerra. Sin la condecoración no es nada.
Damián pasó el dorso de la mano por su solapa vacía.
—Podría haberme puesto la medalla que gané en la universidad...
Ella le dijo al oído:
—Hay otra razón por la cual tenés ventaja.
—¿Cuál?
—¡Nunca amé tanto a nadie!
Damián le apretó los hombros mientras ambos aproximaban los labios y se unían en el mareo de un beso. En torno giraban moléculas de polen.
Cuando se separaron, lentamente, siguieron contemplándose al fondo de los ojos con pasión. Luego las manos de Damián entrelazaron los dedos de Mónica. Anhelaban fundirse y volar. La luna se esforzaba por iluminar el parque y plateaba el contorno superior de los árboles. Las estrellas tejían un bordado de diamantes. Vieron desprenderse un meteorito que dibujaba una línea de tiza. Tenían que formular un deseo antes de que se borrara en la pulposa oscuridad.
De pronto una voz chillona rasgó la noche. Sonó como un petardo en la quietud de un templo.
—¡Así es fácil aprobar materias!
Con un vaso de whisky apoyado en la frente, Dorothy avanzaba hacia ellos.
Damián se puso de pie, y la madre de Mónica le ofreció ambas mejillas para que la besara.
—¡Cómo me duele la cabeza! ¿Interrumpo? —Se curvó insinuante y sacudió hacia un lado la cabellera.
—Mamá, no te hagas la graciosa.
—Esta maldita jaqueca... ¡No me critiques! Sabes que tu amigo me gusta.
—Gracias, señora —murmuró Damián.
—Mi nombre es Dorothy. —Entornó sus ojos de pradera. —Ahora veremos si también le gustas al difícil de mi marido. Lástima que ya no logro convencerlo como antes, de lo contrario le hablaría a tu favor, puedes estar seguro. —En sus labios volvió a imprimirse el rictus de tristeza.
Mónica se movió, incómoda. Se le cayó la copa de champán, que se partió sobre las baldosas. De inmediato aparecieron dos mozos que se encargaron de recoger los vidrios.
—Me gustaría hacerte algunas preguntas —dijo Dorothy mientras se acomodaba con sensualidad. Cruzó las hermosas piernas y se reclinó sobre el apoyabrazos del sillón dejando que el cabello se le esparciera sobre el hombro.
—Mamá, no lo invité para que lo sometieras a un interrogatorio.
—Querida, ¡con semejante carácter vas a terminar por espantarlo! —Tendió su copa vacía hacia el mozo que los contemplaba desde la sombra. —¿Me lo llena con Chivas? Sí, on the rocks por supuesto.
—Ya tomaste suficiente —le advirtió Mónica.
—¿Te das cuenta? —le habló a Damián—. Recién empezamos a charlar, y ya me ataca con órdenes. No quiero provocarte una decepción —se hizo pantalla en la boca con una mano—, pero ella salió al padre. ¡Es más testaruda que un asno!
Mónica crispó los puños e intentó cambiar de tema.
—¿Ya volvió papá?
—No lo vi. Debe de estar cerrando algún negocio. Como siempre. Pero hablemos de cosas gratas. ¿Qué tal el periodismo? Me enteré que te gusta la investigación. ¿En qué andas ahora?
Damián sonrió e inclinó la cabeza.
—No le interesa qué investigué para mi tesis ni para mis publicaciones anteriores, sino lo que hago ahora, las últimas noticias, ¿verdad?
—Tal cual.
—Como si usted misma fuese periodista.
—Así es. Los periodistas son encantadores.
—Bueno, diría que sigo varias líneas.
—¡No seas misterioso! A ver, cuéntame una de esas líneas. —Levantó el índice. —Una sola.
—Se vincula con un tema de actualidad.
—Por supuesto. ¿Qué tema?
—El narcotráfico.
—No es muy novedoso. A menos que... —Se miró las uñas. —Bueno, ¿y por qué elegiste un asunto tan difícil?
—Ya le dije que exploro varias líneas.
—¿Siempre hay que sacarte las respuestas con un tirabuzón?
La sonrisa forzada de Damián se convirtió en una breve carcajada.
—Estudio las franjas sociales que son enganchadas al mercado, las técnicas que inventan para burlar controles, la relación entre los diversos niveles del operativo, las motivaciones, las alianzas y los ascensos de los que ejercen algún poder.
—¿Me tomas por tonta? ¡Es el índice de un libro!
—Le conté casi todas las líneas que me interesan.
Se acarició de nuevo la frente con el vaso helado.
—No confías en mí. Supongo que me tienes miedo. O tienes miedo de que se lo cuente a un narcotraficante. Es eso, ¿no?
Mónica resopló con fastidio.
—Soy sociólogo, periodista e investigador universitario. Deberían tenerme miedo a mí —contestó Damián, riendo.
—¿Por qué? ¿Tienes inmunidad diplomática? A nadie le gusta que le metan el dedo en la herida.
—Es mi trabajo. Tampoco está exento de dificultades el de un médico o un abogado o un albañil.
—Muy idealista... Ahora te falta decir que estás comprometido con la verdad y que la ciencia no se doblega ante los intereses materiales.
—¿Adónde querés llegar, mamá?
—¿Qué te pasa? No estoy agrediéndolo. ¿Sientes que te agredo, Damián?
Damián cerró entre las suyas la mano nerviosa de Mónica.
—No me molesta. En serio.
—¿Viste? Además, creo, que este dato le caerá bien a Wilson. ¿Saben por qué? Porque Wilson es un hombre que dedica muchas horas, quizá demasiadas, a combatir el flagelo. Es un cazador de narcos —Dorothy bebió con rabia.
Damián se dirigió a Mónica.
—No me lo habías contado.
Ella encogió los hombros.
—Damián —agregó Dorothy mientras se cruzaba su boca con un índice—, no menciones a nadie lo que acabo de decirte.
Lo invitó a su escritorio con fragancia a cigarro y jazmín. Wilson Castro lucía una tupida cabellera entrecana y, pese a los giros porteños de su lenguaje, no perdía el cálido acento cubano. Se arrancó la corbata de fulgurantes colores, se abrió el cuello de la camisa y ofreció a Damián su caja de puros.
—Es mi única relación con el suelo natal —comentó con nostalgia.
Le alcanzó un cortador de Tiffany y luego arrimó la llama de su encendedor.
—Gracias. —Damián lanzó una cinta de humo y se acomodó en el sillón.
—Seguramente usted se ha informado sobre mis actividades. —Wilson entró de lleno en el tema.
—¿Qué le hace pensar así?
—Mi larga experiencia. —Sus ojos perforaron el humo. —Además, sé que le interesa la investigación. Incluso más que la enseñanza.
—Como diría un psicólogo de café, usted “proyecta”. El que se interesa por las actividades del otro no soy yo, precisamente. ¿Qué más averiguó sobre mí, señor Castro?
Wilson estiró los labios y dejó ver su dentadura blanca y perfecta.
—Touché! Mi hija no se ha equivocado al describirlo como a un hombre de buenos reflejos.
—¿Eso dijo?
—Y mucho más. Pero como soy un viejo diablo, lo atribuyo a su deslumbramiento. No debe de ser la única alumna a la que usted ha enamorado en clase.
Damián golpeó con el índice el dorso del cigarro para desprenderle la primera ceniza. Levantó la ceja derecha.
—Advierto que ha surgido una gran dificultad —replicó Damián.
—¿A qué se refiere? ¿A mi sentido del humor? No quise ofenderlo —se defendió Wilson.
—La dificultad de hacerle comprender que nuestro amor es genuino.
—Mónica usó las mismas palabras. ¿Se pusieron de acuerdo?
—Ya que usted parece tan frontal, ¿podría formularle una pregunta que vaya al corazón del problema?
—Cómo no.
—¿Qué le desagrada de mí? Por lo visto, me conoce, pero recién me ve.
Wilson contrajo la frente.
—¿La verdad? Aún no lo detecto con precisión. Mi rechazo es... ¿cómo diría?... ambiguo.
—Estoy seguro de que lo sabe, pero no se atreve a decirlo.
—¡Chico! ¡Qué audaz!
—¿Me equivoco?
Los dedos de su mano izquierda se frotaron entre sí como si intentasen liberarse de algo.
—No se equivoca del todo. Pero, ¿sabe?, me está gustando su actitud: es digna y varonil.
—¿Entonces?
—Cambiemos figuritas. Precisemos la información que tenemos de cada uno y ampliémosla. Quizás usted se decepcione de mí, quizá yo me enamore de usted.
—Me basta con el enamoramiento de Mónica.
—Le contaré brevemente mi vida. ¿Le interesa? Luego usted me devolverá la atención.
—No será fácil.
—Estamos acercándonos. Tampoco mi papel es de terciopelo. ¿Quieres más champán o pasamos a otra bebida?
—Champán.
—Bien. Tal vez ya lo sepa por Mónica: nací cerca de La Habana, en una hacienda parcelada entre cultivos de hortalizas e interminables cañaverales. No olvido ni sus olores.
Miró su reloj y apagó la computadora. Se ajustó la corbata con pintas amarillas sobre fondo azul, se puso el saco sport y salió. En la planta baja el guardia cambiaba el nombre de una firma en el tablero, tarea que realizaba cada dos o tres meses para despistar vaya a saber a quién. En el corredor se cruzó con Nora y Federico, que llegaban de almorzar. Caminó por la bulliciosa calle rumbo a la playa de estacionamiento. Recogió la llave que guardaban junto a la caja registradora, se sentó al volante y partió a encontrarse con Damián.
Volvieron a reunirse en el café El Foro.
—Aquí nos vimos por primera vez —recordó Victorio—. A esta hora debemos de estar rodeados de picapleitos.
—Y algunos jueces y fiscales también.
—¡La justicia! —suspiró el ex enfermero—. ¡Tan cerca y tan distante!
—Así es.
—¿Cómo va la investigación?
—Avanza. Pero tengo dos temas que me gustaría pensarlos con vos —anunció Damián.
—Deberás pagarme honorarios.
—Ya te pagan bastante en tu oficina.
Zapiola lo apuntó con el índice:
—Hay secretos que no se ventilan ni ebrio ni dormido, ¿eh? Lo decretó Mariano Moreno para los argentinos de todas las generaciones.
—Yo no ventilé nada. Ahora voy al punto uno: las meta-anfetaminas.
—¿Que tienen?
—Les dicen “la cocaína del pobre”. ¿Cuál es su futuro? —preguntó Damián.
—Brillante. Para la humanidad, horrible. Se pueden fabricar en cualquier sitio con efedrina, ácido clorhídrico y fósforo. Reemplazarán a la coca.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Ya ha empezado. Serán más baratas, abundantes y no harán falta cultivos; los carteles, por lo tanto, tienen razones para preocuparse. Es un desafío inesperado.
—Esto liquidará una franja del narcotráfico, pero desarrollará otras.
—Sí, pero que serán más difíciles de controlar, por su multiplicación. Habrá más guerra entre los diversos grupos. Se multiplicarán las pandillas. Es un panorama grave que debería ser mejor atendido desde ahora, antes de que empeore.
—¿Cómo?
—Acá pasa lo de siempre, no nos engañemos. El problema de fondo es social y educativo. La represión siempre falla porque no presta atención a las causas.
—Pero la coca sigue.
—Sigue. Tu investigación no debería excluirla; supongo que no la excluye.
—No, está en el centro. ¿Paso al punto dos?
—Adelante.
Damián miró hacia la calle, donde las veredas se llenaban de abogados y oficinistas que salían de sus grutas alfombradas para tomarse la pausa del almuerzo.
—En los Estados Unidos no sólo tienen un gran problema con la venta y el consumo de drogas, sino con otra cuestión bastante ingobernable: las milicias y los fundamentalismos religiosos —explicó Damián.
—De acuerdo.
—Mónica y yo descansamos del narcotráfico leyendo materiales sobre estas organizaciones. Mi pregunta es la siguiente: ¿puede haber alguna conexión entre ellos?
—¿Entre las milicias y el narcotráfico? ¿Qué te hizo pensar en tamaño disparate?
—Fue una ocurrencia casual. Aunque no creo en las casualidades.
—Ya me dijiste lo de Borges: el azar y el destino son quizá sinónimos.
—Exacto. ¿No sería una conexión apocalíptica? —insistió Damián.
—Apocalíptica, pero suena improbable.
—¿Por qué? En Colombia y Perú los guerrilleros marxistas se han aliado con los narcos. ¿Podía imaginarse algo más incompatible? Los guerrilleros se proclaman puros, hermanos del Che, idealistas, desprendidos. ¿Cómo pueden ser socios de delincuentes a quienes sólo les interesa el dinero?
—Ocurre que para los marxistas simples, cuanto peor, mejor.
—¿No quieren también eso los fundamentalismos y las milicias? Cuanto peor se torne la vida en los Estados Unidos, más rápido caerán las instituciones federales y vendrá el final de los tiempos.
—Pero la derecha religiosa y las milicias racistas señalan precisamente la expansión de las drogas como prueba de que el gobierno está manipulado por el Mal. Sus miembros no se drogan.
—Ya fueron drogados por sus doctrinas —Damián levantó una ceja.
—Es diferente. —Victorio quedó pensativo. —No, no lo creo posible.
—Sin embargo, ¿no se denunció que unos tipos de la CIA distribuyeron drogas entre los negros de California para enfermarlos y excluirlos?
—Algo oí; no recuerdo con exactitud. Pero fue la CIA, efectivamente.
—Que son unos buenos canallas, ¿no? A lo mejor alguno era miembro de una milicia.
—Difícil, Damián. Difícil. De todos modos, corresponde estar alerta; en este campo cualquier cosa es posible.
El mozo depositó sendos lomos al plato con rodajas de tomate cubiertas de orégano. Victorio abrió el sachet de mostaza y la desparramó con cuidado sobre la carne humeante. Damián lo imitó.
Desde el duodécimo piso de la torre se veían los reciclados edificios de Puerto Madero con sus diques bordeados de restaurantes y los paseos embellecidos por largos canteros de flores. Nélida ingresó en el despacho de su jefe con tres carpetas negras, sin aguardar que concluyera su conversación telefónica. El viernes anterior Wilson la había sorprendido con un brazalete de oro por haber cumplido trece años de servicios en calidad de impecable secretaria privada que captaba al instante cuándo la urgencia ordenaba atropellar. Wilson la miró preocupado mientras su mano libre se posaba sobre la carpeta abierta. Sin dejar el teléfono se calzó los lentes, echó un vistazo y se apresuró a dar por terminada la conversación de larga distancia.
—¿¡Pero qué carajo ocurre!? —quiso saber.
—No hemos respondido adecuadamente a las especificaciones de la licitación.
—¡No puedo creer semejante torpeza! ¿Qué dicen Sullivan y Bordeau?
—Ya fueron al ministerio desde temprano.
—¡Pero son los responsables!
—Están más perplejos que usted, Wilson. Salieron a la disparada apenas se enteraron. Sullivan piensa que alguien interfirió.
—¿Falsificaron nuestros papeles?
—Van a tratar de averiguar. Pero hay más problemas.
—¿¡Más!?
Nélida tragó saliva.
—El diputado Federico Solanas ha iniciado una investigación sobre la carta de crédito que le extendió el Banco de la Ciudad.
—¡Me la dieron hace cuatro años!
—Precisamente. Encontró irregularidades en su aplicación y lo agregó al expediente sobre el préstamo que le otorgaron al año siguiente en el Banco Nación.
—¡Mierda! Necesito a Tomás, enseguida.
—Ya le pedí que viniera.
—Eres un ángel, chica. ¿Qué otras piedras me has preparado para la jornada? ¡Lánzalas a mi cabeza de una vez!
—Deben de ser mis trece años de servicio, ¿no? —Hizo girar el brazalete con coquetería. —Sugiero que beba su café torrado; lo necesita. Y esta vez se lo preparé yo, con pizcas de canela y chocolate.
—Gracias. —Tomó varios sorbitos con el ceño fijo mientras su mente daba vueltas como un satélite espacial. —Nélida, quiero que me arrojes la piedra que falta.
Ella inspiró profundo:
—Falleció Ricardo Lencinas.
—¡Qué estás diciendo!... —Escupió unas gotas sobre el escritorio.
En la mano de su secretaria apareció una servilleta de papel como afloran los conejos en la galera de un ilusionista; la mujer limpió con cuidado la espejada superficie.
—¡No puede ser! ¡No lo acepto!
—Fue anoche, en un accidente en la ruta.
Wilson hundió la cabeza entre las manos temblorosas.
—¡Pobre Alfredo! Su chico era maravilloso, una promesa... Hay que mandar flores, condolencias. Yo iré al velatorio, por supuesto. Y al sepelio. ¡Pero es terrible! ¿No me estás haciendo una broma?
—Las flores ya fueron enviadas.
Wilson le dio unas palmaditas en el antebrazo.
—Justo ahora... Demasiadas desgracias juntas. ¿Por qué se demora Tomás?
—Ha llegado el señor Oviedo —anunció la recepcionista.
—¡Que pase ya mismo!
Tomás Oviedo entró con el rostro oscurecido, rodeó el escritorio y estrechó la mano de Wilson.
—Tenemos varios problemas a la vez, y todos son pesados —se apresuró a comunicarle que ya había sido puesto al día.
—La muerte de Ricardo Lencinas es más que un problema, es un desastre —gruñó Wilson.
—¿Se ha enterado Mónica?
—Supongo que no, todavía. —Miró interrogativo a Nélida. —¿Pero qué importa? Era el marido ideal que necesitaba, no ese profesor muerto de hambre. Alfredo estaba de acuerdo con mi idea del casamiento; habría sido la fusión más exitosa de la historia hispanoamericana.
—Se nubló el horizonte, mi amigo. —Tomás hizo sonar las articulaciones de sus dedos. —Pero estoy seguro de que un hombre como vos no se dará por vencido.
Wilson Castro levantó la cabeza, que en ese momento no era la de un triunfador: su cara se había poblado de arrugas, sus ojos estaban a punto de llorar.
Nélida, apenada, alzó las carpetas y las apiló en sus brazos.
—Me has dicho todo lo que necesito saber, ¿verdad? —Wilson la miró como un bebé afligido.
Ella asintió.
—Puedes llevarte esos papeles —le dijo el jefe—. Quiero estar a solas con Tomás. Gracias.
Tomás acercó su silla mientras la secretaria se alejaba en silencio y cerraba la puerta tras de sí.
—¿Qué me aconsejas?
—Con respecto a la licitación, esperemos el informe de Sullivan y Bordeau. Si resulta cierto que nos falsificaron los papeles, estaríamos frente a un enemigo más poderoso de lo imaginado. Por eso conviene trabajar con certezas. Tu cuñado, Bill, no sale de mis sueños.
—¿Con que ésas tenemos? ¿Qué hace Bill en tu cabeza?
—¿No es un profeta milagroso? Ahora ha conseguido invadir mis sueños. Dice que no debo bajar la guardia. Anuncia que minutos antes de la gran victoria los tiempos siempre se vuelven más difíciles.
—Muy difíciles. Pero dejemos a Bill para más tarde. ¿Qué opinas sobre el diputado Solanas?
—Es un gran hijo de puta. Está desesperado por conseguir notoriedad. No creo que entre en razones fácilmente. Ya lo invité a almorzar.
—Si lo consideras conveniente, puedes llevarlo a dar una vuelta en el Dorothy con su familia.
—A tipos así no se los compra ni con un almuerzo ni con un paseo en yate. Usaré esos y todos los demás recursos que sean necesarios hasta conocer el precio de su silencio. No hay hombre sin precio.
—Quiero que lo consigas rápido, Tomás. No es tan grave la carta de crédito ni el préstamo del Banco Ciudad, sino lo que vendría después, explosiones en cadena: aduana, oro, armas...
Tomás se balanceó en su silla y repasó los ítems: armas, supermercados, oro, comunicaciones. Un paquete grande y macizo como el Himalaya.
—Así es.
—No tolero que, mientras pongo mis bienes bajo el rótulo de la legalidad, vengan a tirarme basura.
—Lucharemos en todos los frentes, Wilson.
—Hay frentes perdidos. —Volvió a hundir la cabeza entre las manos. —Ricardo Lencinas... ¡Mi Dios! ¡Qué crueldad!
—Mónica le tenía simpatía —comentó Tomás—, pero no hubiera aceptado casarse con él.
—Porque es caprichosa. Pero yo habría terminado por convencerla. Es una chica inteligente y habría entendido mi plan.
—En unas horas lo enterrarán.
—Enterrarán mi proyecto. ¡La puta madre!
—Wilson, ¿qué pensás de Damián Lynch?
Castro levantó los ojos nublados.
—No sé, estoy confuso. Supongo que es un escollo importante.
—Mientras venía para acá, delante de un semáforo que quería cruzar pese a que me estaba mirando un policía, se me ocurrió unir dos asuntos: Damián y nuestra colaboración con la DEA.
Wilson se enderezó como si lo hubieran encañonado con un arma.
—Vos y yo —prosiguió Tomás mientras se quitaba los anteojos— sabemos que Damián Lynch investiga las técnicas del narcotráfico hormiga y más que hormiga. Esa investigación podría ser el camino que él mismo elige para su propio desastre. ¿Qué te parece?
—Explícate.
—Creo que le encantaría contribuir con nosotros, y podría ayudarnos en el próximo golpe contra el cartel de Lomas. Wilson Castro recibiría un gran reconocimiento internacional, y él...
—¿Y él? ¿Deseas convertirlo en héroe? ¿Aumentar la infantil admiración que le tiene Mónica? No cierra.
—¿Es posible casarse con un muerto? —Tomás extrajo de un bolsillo la agenda electrónica y repasó los compromisos.
Wilson Castro tecleó sobre la mesa y lo miró como a una esfinge que tras sus ojitos penetrantes guarda secretos horribles. Pensar que lo había conocido hacía décadas, en Panamá. Tomás Oviedo era entonces un joven y destacado teniente coronel del ejército argentino y había viajado para entrenarse en la lucha antisubversiva. Simpatizaron pronto. Y mucho más en Buenos Aires, cuando descubrieron que su alianza podía capturar rápidos negocios.
Wilson Castro era el jefe, y Tomás Oviedo, su hombre de confianza, además de socio en proyectos de volumen. Las empresas de Castro exhibían un sólido perfil desde que había conseguido legalizarlas. Gracias a ellas tenía acceso a la intimidad del gobierno, simpatía financiera, tolerancia impositiva y parpadeos cómplices de la aduana. En su radiante oficina de Puerto Madero funcionaban cuerpos administrativos que articulaban negocios variados, mantenían comunicación internacional y aceitaban los resortes con la competencia, el periodismo, los sindicatos, la justicia y los políticos. En cambio, los temas de alta tensión, los que debían mantenerse en secreto, quedaban reservados para la residencia de San Isidro.
—Está bien —accedió, melancólico—. Pero si hasta ahora fuiste más prolijo que un cirujano, quiero que redobles la prudencia, Tomás. En este caso no aceptaré la menor falla.
Se despidieron con una inclinación de cabeza.
Un par de horas más tarde Wilson sintió un dolor en el tórax. Se le deslizó el puro de los dedos, apretó un timbre y apoyó la cabeza sobre el escritorio. Al instante Nélida corrió a su lado. Le aflojó el cuello de la camisa y lo condujo hasta el sofá, donde lo recostó con un almohadón bajo la cabeza. Otra empleada, a los gritos, reclamaba que acudiera una ambulancia de urgencias médicas.
Wilson estaba pálido; sudaba. Cerró los párpados y trató de relajarse, aunque le daban vueltas Ricardo Lencinas y el repelente diputado Federico Solanas. Las isquemias cardíacas reclaman el cese de los esfuerzos físicos y de la tensión emocional, se decía para ahuyentar los pensamientos endiablados. Trató de concentrarse en los hermosos años vividos en la Academia de la Fuerza Aérea estadounidense de Colorado Springs. Nélida le tomaba el pulso, que era pleno, pero irregular. Se apartó cuando llegó el médico, seguido por enfermeros y una camilla. Wilson abrió los ojos y dejó que lo examinaran. A su lado se habían extendido aparatos, jeringas, máscaras de oxígeno y reanimadores. El jefe del equipo retiró el estetoscopio y diagnosticó fibrilación auricular.
—No es grave, pero conviene internarlo para completar los estudios.
—Proceda —concedió Wilson.
Nélida se enjugó las lágrimas.
El médico sonrió agradecido e impartió instrucciones.
—¿Oíste? —Wilson levantó su índice autoritario. —No es grave. Nada de pánico. Esta noche dormiré en casa. A los pájaros de mal agüero diles que se trata de un chequeo de rutina.
—No hable, por favor. No se agite.
—Pasé situaciones peores... Tengo mucho que hacer todavía.
—Ya lo hará. Relájese.
Unas manos diestras lo levantaron del blando sofá y lo depositaron en la camilla. Los corredores por donde tenía que pasar fueron instantáneamente despejados de curiosos. El ascensor bajó, hasta donde esperaba la ambulancia. El médico jefe, siempre a su lado, supervisó cada etapa. Wilson advirtió que se sentía mejor. Era como en las batallas: cuando uno caía herido y recibía ayuda, el caos tendía a retornar a la normalidad. Por las calles de Buenos Aires la sirena abría camino como un rayo entre las nubes.
La fibrilación había cesado. Pero —según le explicaron después— era probable que se repitiera. Debía someterse a un tratamiento. Era una patología que aumentaba su frecuencia en las grandes ciudades y entre la gente sometida a tensiones. Wilson no podía escapar a ese destino.
Dorothy y Mónica volaron al sanatorio y, tras ser tranquilizadas en el corredor, las dejaron pasar al cuarto VIP. Wilson, con las facciones distendidas, casi no prestó atención a su esposa, pero miró largamente a su hija, muy asustada. En su cerebro martillaban frases que habría querido pronunciar: “Si tu capricho no te hubiera impedido acercarte a Ricardo, quizá no hubiera ocurrido el accidente y yo no habría sido blanco de esta maldita fibrilación”.
—Ya estoy bien —fue lo único que dijo, y desvió los ojos hacia la ventana.
Tal como había anunciado, esa noche retornó a su casa. Le prescribieron medicamentos y que se sometiera a controles frecuentes. A media mañana del día siguiente retornó a su vasta oficina de Puerto Madero, porque le aburría quedarse en la residencia. Pero se le había evaporado el optimismo. Debía comunicarse con Bill.
Antes, cuando Wilson quería suicidarse, yo me desesperaba por cuidarlo y resolver su frustración. Ahora, que acaba de empezar con problemas cardíacos, no veo la hora de huir para siempre. Es tan cabeza dura que no se quedó ni veinticuatro horas en el sanatorio, pese al ruego de los médicos. Hoy fue de nuevo a la oficina. No acepta interferencias en sus designios. Es un aparato.
Dicen que es mejor sufrir con plata... Wilson me da toda la que quiero. Pero cuando la plata sobra tanto, una llega al borde de un precipicio que dice: “Más allá no hay nada”. Soy testigo de que el exceso de riqueza, si no va acompañado por otras cosas que llenen el corazón, desnuda lo más horrible del universo: la nada.
Supongo que quienes no tienen tanta plata como nosotros y se desviven por conseguirla disfrutan de la ilusión de que con ella serán felices. La ilusión de tener lo que todavía no tienen.
Wilson, con su plata, subvenciona la resistencia de la derecha cubana de Miami. Hace unos años subvencionó a los “contras” de Nicaragua. Gasta centenares de miles de dólares en operativos anticomunistas que mantienen en vilo a patrullas y guardacostas. Sueña con redimir su patria, convertirse en el héroe nacional, ser más grande que José Martí. Pero el comunismo se cae solo. Fidel Castro, a quien odia y envidia, da los últimos manotazos de su era. Wilson siempre ha dicho que es la misión de su vida y por esa misión luchará hasta el último aliento. Por esa misión ha envenenado nuestro vínculo, me ha usado, me ha olvidado como mujer. Me ha matado en vida, como hizo matar a su primer gran amor, aquella pobre profesora de Biología a la que violó en La Habana con tanta precocidad. Veremos qué sucederá con su cabeza ahora que Mónica, “la luz de sus ojos”, se está enganchando con Damián, quien debe de haberle caído como caca de paloma en su plato de comida. Ojalá le vuelvan los deseos de suicidarse. Esta vez mantendré una sabia neutralidad.