Damián aterrizó en el aeropuerto de Salta, tomó su bolso de mano y descendió por la escalerilla al pavimento caliente. Una azafata le indicó adónde dirigirse para recoger el resto de su equipaje. Mientras aguardaba que apareciera su valija en la cinta transportadora, leyó los carteles de publicidad y no advirtió que a pocos metros lo vigilaba Antonio Gómez, enviado por Tomás Oviedo con instrucciones precisas. El día luminoso cegaba los presagios que podían haber puesto a Damián en guardia. No creía en los temores de Mónica ni tenía conciencia de que a partir de ese minuto comenzaba una cuenta regresiva.
Entre los libros, mapas y cuadernos que había ordenado en su bolso estaban los nombres de las personas a entrevistar, lista que había confeccionado con ayuda del propio Oviedo, y las dos cartas de recomendación que había escrito Wilson Castro de su puño y letra. Estaba agradecido a esos hombres poderosos que, pese a la escasa simpatía que le profesaban, habían accedido a ayudarlo en sus investigaciones: era posible que aquel viaje lo aproximara a secretos bien guardados. Alguna vez se vería premiada su tenacidad.
En el hotel colgó la ropa e hizo una llamada. Tenía sobrado tiempo para almorzar. Fue en busca de un restaurante donde sirvieran comida típica; se sentó junto a la ventana abierta de un local cercano a la plaza y ordenó tamales con vino tinto. Le habían insistido en que el vino salteño era famoso por su calidad, y los tamales, la más antigua expresión de la cultura andina, infrecuente manjar para los nacidos en Buenos Aires. El maíz fue vital y mítico durante centurias; en las últimas décadas, en cambio, fue desplazado por el boom de la coca. “Pero —reflexionó— la mera nostalgia no resolverá esta degradación, ya que la coca estimula y mata; en cambio, el maíz sólo alimenta.”
Después caminó hacia la gendarmería, donde iba a recibirlo el comandante Tadeo Fornari. Entregó una tarjeta y mostró su credencial. Lo condujeron a un edificio rodeado de parques. Tuvo que aguardar en una modesta sala de espera y luego fue introducido en una habitación donde el comandante le estrechó la mano y lo invitó a sentarse junto a su escritorio. Damián tuvo el recuerdo fugaz de los tiempos en que un uniforme militar le quitaba el aire.
—¿Qué prefiere beber? —le ofreció el comandante mientras se acomodaba en un sillón.
—Té de coca —respondió Damián decidido.
—Veo que desea entrar rápidamente en materia. —Fornari sonrió y comunicó el pedido a su ayudante.
—Por supuesto. —Damián abrió su portafolio y le tendió la carta de Wilson Castro.
El comandante la leyó en silencio, se atusó el poblado bigote y la dejó sobre la superficie espejada de su escritorio, limpio de otros papeles.
—¿Cómo está el señor Castro?
—Muy bien. Tuvo una ligera indisposición, pero se ha recuperado completamente.
—Que se cuide. Retribúyale mis saludos.
—Así lo haré. —Damián Lynch sacó sus materiales de trabajo y preguntó si había inconveniente en que grabara la conversación.
—Trabaje cómodo... —fue la respuesta—, hasta que yo le diga.
—Gracias. ¿Le molesta que sea descarnadamente franco?
—Supongo que no lo será menos que otros periodistas. Adelante.
Fornari había sido asignado a la zona norte cuatro años atrás. Reveló sin vueltas que la gendarmería secuestraba un promedio anual de mil kilos de cocaína, mil kilos que evadían los controles aduaneros más estrictos.
—No hablo de hojas ni de pasta base, sino de droga purificada, lista para el consumo. Es una cifra muy alta para un país como la Argentina, que hasta fines de la década de los 80 apenas servía como ruta de paso, casi exclusivamente.
—¡Gran victoria de los narcotraficantes, entonces!
—Sin duda.
—¿Cuánto estima que finalmente llega a destino pese a los secuestros tardíos de la gendarmería? ¿Más de mil?
—Seguro. Pero es imposible saberlo.
Fornari describió algunas de las imaginativas técnicas que usaba la red montada por los narcotraficantes para burlar obstáculos, controles y persecuciones. Eran la prueba de su poder, de su indestructibilidad.
—Tienen la iniciativa —afirmó.
Damián verificó que el grabador registraba con nitidez cada frase.
El comandante lamentó la dificultad que significaban los “paseros”, gente que cruzaba la frontera una o varias veces al día por una paga miserable. Aunque muchos eran detenidos, al poco tiempo se los liberaba porque no eran más que peones de la organización, ignorantes y hambrientos. Cientos también realizaban el llamado “monteo”, es decir, trayectos por entre los arbustos del monte, lejos del camino. Otros aprovechaban las aguas fronterizas del río Bermejo y esquivaban los controles de la gendarmería en precarias balsas.
—Llamamos “mulas” a quienes transportan la droga adherida al cuerpo, disimulada bajo la ropa. Pero más difícil de detectar es el contrabando escondido en el estómago.
Fornari abrió un cajón y extrajo pequeñas salchichas blancas envueltas en profilácticos. Explicó que el contrabandista tragaba varias de esas cápsulas enormes y, si le costaba tragarlas espontáneamente, le eran introducidas mediante un embudo en el que un compañero soplaba con fuerza. La cantidad de salchichas que portaba un individuo en el estómago y los intestinos era asombrosa: ¡de cincuenta a cien! Se las podía detectar mediante rayos X.
—¿Las ve? —dijo Fornari mientras ponía al trasluz una placa radiográfica—. ¿Pero, podemos sacar radiografías a cada uno de los miles de sujetos que atraviesan la frontera a diario? Apenas ingresan a nuestro territorio se apresuran a tomar ómnibus directos, rápidos. El gran peligro que corren, mucho peor que ser descubiertos, es que falle el envoltorio de una salchicha y mueran por sobredosis. No son pocos los casos que tuvieron ese final. Cuando desembarcan en Buenos Aires o Rosario u otra gran ciudad a la que fueron destinados, toman un laxante y se refugian en pensiones miserables hasta defecar el cargamento. Si no lo eliminan antes de las veinticuatro horas, están condenados a morir. Menos peligrosos para la vida y más redituables para el bolsillo son los vehículos “envainados” —aseguró Fornari.
Como Damián no entendió, le explicó:
—Al otro lado de la frontera usted comprobará que la actividad más cotizada es la de “chapa y pintura”. A cada paso encontrará un local dedicado a reparar automotores, como si hubiese más cantidad que en los grandes centros urbanos. Los mecánicos son artistas de una habilidad extraordinaria. ¿Por qué? Porque consiguen habilitar espacios en sitios inverosímiles y disimulan con un arte que podrían aplicar a mejores causas. En esos espacios guardan panes o “ladrillos” de cocaína cuyo peso promedio es de un kilo. Los lugares que casi nunca se desperdician son el interior de los guardabarros, el cardán de los camiones, la cobertura de las puertas y el piso. Los tapan y los aseguran con remaches, alfombra, más remaches, sustancias adhesivas y de nuevo alfombra. A veces guardan los panes bajo el techo, y en algunos casos habilitan hasta la mitad del tanque de nafta. ¿Qué le parece?
El comandante narró con entusiasmo los descubrimientos que hacían sus hombres cuando se apoderaban de un vehículo así. Mostró a Damián una colección de fotos que ilustraban sus palabras.
—¿Pero cuántos supone que podemos detectar? —se quejó al recoger las pruebas—. Usted se da cuenta de que es imposible revisar cada tanque de nafta y cada guardabarro mientras cientos de vehículos hacen cola para cruzar la frontera.
—¿Y cómo ponen el ojo en uno en especial? —preguntó Damián mientras controlaba el buen funcionamiento del grabador—. ¿Qué los orienta? ¿El olfato de los perros?
—Los perros sirven para los contrabandistas menos hábiles, pero ahora la mayoría envuelve los paquetes con sucesivas cubiertas de nailon, aceite de litio, otra vez nailon, café, un tercer envoltorio de nailon y cinta engomada. Los perros deberían tener el olfato de Superman.
—¿Entonces?
Se hizo pantalla en la boca con la mano y susurró la respuesta:
—Informantes... Nuestros informantes metidos en la red son los que avisan de la llegada de un vehículo preparado.
—Esto me interesa.
—Muchos son miembros de la gendarmería. Se adiestran para una tarea dura y peligrosa. Deben cambiar costumbres, convertirse en seres harapientos y mezclarse con la gente que se conchaba por una remuneración insignificante. Si los descubren, pueden perder la vida. Tienen el heroísmo de los espías. Esto es bien sabido.
—Pero de ellos casi ni se habla. —Damián pensó que le vendría bien trabajar una temporada como informante; le daría acceso directo a las cuevas del submundo. —¿Y los que no pertenecen a gendarmería?
—Es más confidencial. ¿Podría apagar el grabador? Gracias. Bueno... los reclutamos, sencillamente. Aceptan trabajar para nosotros contra un pago en dinero o en —bajó la voz— droga. En este último caso tienen que venderla rápido porque si en una redada los pescamos con ella, no hacemos diferencia con los demás, para que no se devele la conexión. Como se da cuenta, nuestro campo es sucio, está lleno de trampas y de lealtades múltiples. Tampoco tenemos dinero suficiente para pagar en forma más tentadora y conseguir mejores resultados —suspiró.
—Me confirma lo que imaginaba. Otra pregunta: ¿los informantes pueden llegar hasta los dueños del cartel?
El comandante percibió el ambicioso deseo de Damián; volvió a estirarse los bigotes.
—No, nunca. Jamás a los dueños y apenas a sus capataces. La organización del narcotráfico ha sido trazada por el demonio; es inaccesible, perfecta. Nosotros nos limitamos a ponerle un humilde freno, pero no soñamos con destruirla.
—Desalentador. Terrible.
—Es la realidad. Este monstruo tiene mil cabezas y millones de miembros. Fíjese que, además de las vías que le describí, pasa droga por encomiendas. Tal como lo oye: descubrimos merca en paquetes despachados por correo como libros, ropa u objetos de madera. Algunos “paseros” cruzan con flores en maceta aduciendo que llevan regalitos, pero en realidad dentro de la tierra transportan cápsulas selladas de cocaína. Otros cargan papas en bolsas rústicas de arpillera; ¿se imagina algo más inocente? Pero dentro de las papas, gracias a un paciente trabajo artesanal, hay cápsulas. Los contrabandistas también aprovechan los tours de compras, porque en Bolivia la ropa es más barata; entre la ropa disimulan cápsulas y hasta ladrillos. El colmo fue un sujeto disfrazado de cura que traía una valija llena de Biblias. Todas parecían iguales, pero las que estaban en el fondo de los bultos tenían ahuecadas las páginas y escondían un cargamento de consideración. Ese falso cura, lo mismo que los portadores de papas, macetas, salchichas y hasta los que llegan en autos acondicionados, son simples eslabones de una cadena cuyos extremos conforman un enigma.
El comandante agregó que la pesquisa solía desembocar en callejones muertos, debido a que las mulas se manejaban con alias:
—Cuando en Bolivia les entregan la merca, no les explican a quién tienen que entregarla en Buenos Aires o Rosario o Córdoba, sino que deben esperar a que alguien vaya a su encuentro. Esta precaución inutiliza nuestros interrogatorios. A veces hasta los sigue y controla un vehículo de los narcos, sin que ellos ni nosotros tengamos noción de lo que ocurre. Las mulas sólo saben que deben tomar un ómnibus y dirigirse a una determinada ciudad. “Se arrimará alguien, con tal contraseña”, les dicen. A veces, tenemos nuestros modestos éxitos cuando el conductor de un vehículo preparado es descubierto e interrogado, entonces, se asusta y acepta colaborar. Después lo seguimos con disimulo y, cuando entrega el cargamento, detenemos al receptor. Pero éste también es un eslabón que lleva a la nada.
—Otra pregunta, comandante: ¿cuánto vale un “ladrillo”?
—Depende del lugar. Menos de mil dólares en Bolivia. En Salta sube a siete mil. En Buenos Aires llega a quince mil. Pero en los Estados Unidos alcanza fácil los cincuenta mil dólares.
Damián lanzó un silbido.
—¡Qué subida!
—Por eso mueve a tanta gente.
—¿Y cómo salen los cargamentos desde la Argentina?
Fornari abrió las manos.
—¿Sigue apagado su grabador? Bien. De Bolivia salen gracias a la complicidad de ciertos funcionarios. Y de la Argentina... por lo mismo. Contra semejante poder, nuestra lucha es la de patéticos inválidos. ¿Suponía algo diferente?
—No, por supuesto que no. ¿Y con respecto a los volúmenes?
—Sabemos poco. Desde Bolivia ingresa en nuestro país por el contrabando hormiga, como le expliqué, y desde Buenos Aires u otros sitios sale por un contrabando elefante. Pero el ingreso por contrabando hormiga es sólo una de las formas posibles.
—¿Cuáles son las otras?
—Hay pistas disimuladas en esta provincia y en todas las del norte argentino, incluso Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja, donde aterrizan aviones y avionetas con grandes cargamentos. A veces ni usan pistas, sino la ruta. Los esperan con las compuertas del camión abiertas y se llevan el contenido de inmediato. Los aviones ni siquiera paran el motor. El operativo es fulminante y termina sin dejar huellas.
—Pero el radar...
—No hay buena radarización.
—Increíble. ¿Y las escuchas?
—Buena pregunta. Pero le voy a confiar un secreto, si me promete no difundirlo.
—Prometido.
—Las escuchas las instalaron los norteamericanos. Son pocos los argentinos que lo saben, para no herir nuestro orgullo nacional, tan venido a menos... Gracias a eso registramos mensajes en clave, como: “Mandamos un tractor”, “Avanza lancha por el río”, “Caballo chúcaro al corral”. Entonces levantamos los ojos al cielo y a veces hasta oímos el ruido del motor. Pero cuando nuestros jeeps o motos llegan al presunto sitio del aterrizaje, ya no queda ni el humo.
—Voy a devolverle su confianza y su deferencia adelantándole mi primera conclusión, comandante.
—Me interesa.
—Es verosímil que, si no se reprime el narcotráfico en la Argentina de una manera eficaz, es porque ciertos bolsones del poder “oficial” no lo quieren.
Fornari se quedó inmóvil, con la cabeza levemente inclinada, mientras con los dedos de la mano derecha tamborileaba sobre el delgado vidrio del escritorio.
—Soy comandante en actividad y le confieso que no me atrevería a ratificarlo en público. Pero, entre nosotros, ¡usted ha dicho la verdad! Estoy harto de las noticias que me llegan sobre la complicidad de los gobernadores de una media docena de provincias, sus familiares y sus amigos. Por un lado aburren con discursos hipócritas, y por el otro se llenan los bolsillos sin escrúpulos.
Miró la hora y se dirigió al despacho del juez federal Carlos Mutabe. Antonio Gómez se puso otro chicle en la boca y lo siguió desde una distancia prudencial. A esa hora ya no se atendía al público, de modo que el policía de guardia llamó a un encargado que, tras verificar el documento de Damián Lynch y cotejarlo con la lista que sostenía en la mano izquierda, lo invitó a entrar. Gómez se sentó en el bar de la esquina y compró una revista para entretenerse mientras aguardaba la reaparición de su objetivo.
Damián ingresó en el edificio de los Tribunales, atravesó un corredor vacío y luego una antesala. Se abrió la puerta y vio al juez sentado a su escritorio.
—Gracias por recibirme.
—Hemos acordado la entrevista y es usted más puntual que un suizo. —Le estrechó la mano y lo invitó a ubicarse frente a él en un sofá blando y viejo. Era un hombre alto y amable.
Damián le entregó la carta de Wilson Castro.
—¡Ah, mi exitoso amigo! —exclamó el juez mientras abría el sobre.
Tras leerlo, volvió a desplegar el papel para asegurarse de lo que decía el párrafo final.
—¿Así que usted es docente de Metodología de la Investigación y le interesa la dinámica del narcotráfico? ¿Qué lo estimuló a meterse en esta mugre?
—Desde chico me gusta investigar.
—¡Hay tantos temas menos sucios!
—Pero lo sucio tiene magnetismo.
—¿Usted es pariente del doctor Jaime Lynch?
Damián levantó la cabeza como si le hubieran dado un puñetazo en la mandíbula.
—Soy el hijo.
—Caramba... —Carlos Mutabe se retorció las manos. —Lo conocí cuando éramos muchachos, en un hotel de las sierras de Córdoba. En esa época estaba de moda veranear en las sierras... Gran cirujano. Después me enteré de su extraña desaparición.
—Ninguna desaparición fue “extraña”, doctor, si me permite.
El juez contrajo las cejas y asintió, avergonzado.
—¿Qué pudo averiguar hasta ahora? —preguntó.
—La de mi familia es una investigación perpetua e inútil... hasta el presente. Mientras, me ocupo de otras.
Mutabe lo miró con pena.
—Entiendo.
—Si no le molesta, me gustaría que me revelara algunas pistas.
—Supongo que ya exploró otras fuentes más caudalosas, como la secretaría de Lucha contra la Drogadicción y...
—Las exploré y estrujé. Saben y no saben, dicen y no dicen. Hay confusión, miedo, burocracia, múltiples lealtades. Una vieja historia. Es un ejército preparado para entregarse al enemigo. O, para ser más condescendiente, un simulacro de ejército. ¿Voy bien?
—Usted es muy duro.
—Si no formulamos denuncias duras, nunca mejorarán las cosas.
—Se trata de una guerra muy compleja. Distinta, para ser exactos. En las tradicionales prosperaron los espías, traidores, agentes dobles. Pero se mantenía una diferenciación, una identidad. Ahora el aire se ha densificado al punto de que no se sabe quién es quién ni a qué responde.
—¿Qué me puede contar, según su experiencia como juez?
Carlos Mutabe recorrió con la mirada la pared tapizada de libros desde el cielo raso hasta el piso e hizo memoria. No iba a suministrarle nombres propios ni comprometer a gente que ya había purgado su culpa.
En la zona veraniega vecina a la ciudad de Salta —contó—, una familia tradicional recibía amigos de Tucumán, Catamarca y Bolivia casi todos los fines de semana. Estaban vinculados con políticos de fuste y a nadie se le habría ocurrido investigarlos. Pero en sus valijas transportaban los elementos químicos que necesitaban en Bolivia para purificar la coca. Durante años proveyeron acetona, ácido sulfúrico y otras sustancias. Lo que no se pudo averiguar es si habían instalado en las vecindades algún laboratorio para hacerlo directamente en la Argentina. ¿Por qué? Hubo presiones para detener la investigación, incluso desde Buenos Aires.
—No se puede luchar contra un medio hostil —agregó, malhumorado—. Es la sensación de quienes buscamos erradicar este sucio negocio. Le cuento algo ilustrativo. A un panadero que tenía éxito por vender “panes” que no eran precisamente de harina, por fin le descubrieron cinco kilos de droga en su caja fuerte. ¿Sabe cómo reaccionó la población? Exigiendo benevolencia para el delincuente: decían que era un buen hombre, dadivoso con los niños, amable con las ancianas, manilargo en las colectas.
Una empresa que tuvo rápido crecimiento se llamaba Frutos y Productos del País S.A. Sus hombres viajaban a todas partes; llevaban portafolios de doble fondo disimulados con extraordinario arte. Había ganancia para los diversos niveles de la organización. No fue fácil descubrirlos, porque también gozaban del apoyo oficial. Se puso en práctica una paciente escucha telefónica, que algunos consideraban ilegal o, cuando menos, violadora de los derechos ciudadanos. Pero gracias a ella se reunieron las pruebas que llevaron a una investigación decidida y eficiente.
—¿Y el sector oficial?
El juez encogió los hombros.
—Siempre sale indemne.
—Dos cuestiones que todavía no logro resolver son: dónde se almacena y por cuál vía parten los grandes cargamentos.
—Tampoco tengo la respuesta acertada. Pero es obvio que existen depósitos transitorios en el norte, el noroeste, el centro, en muchos puntos de la provincia de Buenos Aires y hasta en la Patagonia. De ahí salen centenares de kilos, por avión o por barco, lógicamente. La aduana fue y es una boca grande, muy tentadora, que ingiere y vomita. ¿No se habla de una aduana paralela? Es escandaloso, pero no creo que haya cambiado mucho desde que saltó a la luz.
—El mítico Creso convertía en oro todo lo que tocaba. En cambio, todo lo que tocan las drogas se corrompe. Toca a la aduana, corrompe a la Aduana.
—Es así. Yo no estoy excluido y, francamente, me pongo nervioso cada vez que cae en mis manos un asunto vinculado con esto. Usted tampoco quedará afuera. Por eso me permito sugerirle que se dedique a investigaciones menos engorrosas.
—¿Sabe qué ocurre? A menudo se me cruza la idea de que sólo algo muy malo, feo y sucio me hará llegar al asesino de mi familia.
El juez se quedó sin habla por varios segundos.
—Es una idea irracional. No le haga caso.
—Es más fuerte que mi lógica. Pero dígame: ¿no trabajaron como “mano de obra desocupada” muchos criminales del Proceso? Deben de seguir. Está en su naturaleza.
—Pueden haberse jubilado. O arrepentido. Me parece que usted se orienta mal. El camino de las drogas puede cancelar el retorno; devora a los caminantes. Recuerdo a un investigador que se había puesto a trabajar con tanto entusiasmo como usted. Estaba a punto de atrapar un pez gordo. Se había ganado la confianza de accesos importantes. Pero también había empezado a consumir la droga, como manera de simular una adicción. La venganza no se hizo esperar, y el hombre terminó su vida con una hemorragia incontenible. La autopsia reveló que en vez de droga le habían hecho ingerir cocaína mezclada con vidrio molido.
Damián, tocado, se acarició la mandíbula mientras observaba los anaqueles llenos de enciclopedias y expedientes.
Cuando regresó al hotel encontró un mensaje telefónico de Mónica. Discó enseguida a Buenos Aires. Ella lo atendió de inmediato y las primeras palabras fueron la miel que necesitaban sus oídos. Las frases entrecortadas funcionaron como besos. Al cabo de un minuto se serenaron, felices de escucharse. Damián arrojó lejos los zapatos y se recostó con el tubo pegado a la oreja. Le sintetizó el contenido de las entrevistas. Gracias a las recomendaciones telefónicas de Tomás Oviedo y a las cartas firmadas por Wilson, lo habían recibido con enorme cordialidad. Estaba reuniendo valiosos datos. En una hora tenía que volver a llamar a un tal Antonio Gómez.
—Corazón mío, me intranquiliza este programa.
—Ya me lo dijiste varias veces.
—Tengo miedo.
—¡Mónica, por favor! Vos no tenés miedo. Me extrañás, eso es todo.
—Papá te brinda esta ayuda para separarnos. No hay otra explicación.
—Ya sé que no le gusto, pero tampoco me ha rechazado. Hay que darle tiempo para acomodar sus expectativas a la realidad. Quizá quiere probarme.
—¡No necesita probarte! A los que detectaba como potenciales novios míos no los probaba. Intenta separarnos; lo conozco bien.
—Y él te conoce a vos.
—Por eso evita el enfrentamiento. Conmigo nunca se enfrenta; es oblicuo, es hábil. Dice que soy rebelde con una sonrisa y en muchas cosas consigue limitarme. Siempre con una sonrisa, por supuesto. Me quiere y lo quiero, pero no aguanto sus imposiciones. Ahora encontró la forma de distanciarnos, Damián. Caímos en la trampa.
—Son pocos días, mi amor.
—¡Se me hace una eternidad!
—¡Mónica, mi dulce! No me hables con voz tan triste.
—No tiene sentido que él te ayude si no te quiere. Tampoco que se haya involucrado Tomás. Doy vuelta las ideas de un lado y otro, y no lo entiendo. Por eso me preocupa.
—¡Hay tantas cosas que no entendemos! Me pasé la vida sin entender qué pasó con mi familia. ¿Por qué no tomar su colaboración como algo que también les interesa a ellos? Tu padre aporta a la lucha contra los narcos, es amigo de la DEA. Mi investigación podría llegar a ser interesante.
—Lo dudo.
—¿Por qué? Este viaje me permitirá entrar en contacto directo con el movimiento de la droga. Mi ojo está entrenado para ver cosas ocultas. Debo estar agradecido, en serio, aunque la intención de tu papá sea, como decís, separarnos. Pero es una separación tan corta...
—Llamame otra vez.
—Lo haré.
—Hoy mismo, por favor. Después de hablar con ese Gómez. Para saber en qué pozo te va a meter.
—Amor...
—Quiero que vuelvas. Que suspendas el proyecto.
Damián soltó una risita complaciente.
—No me pidas eso. Sabés que me viene de perillas. En menos de una semana volveremos a abrazarnos. Te extraño con locura. Quisiera estar besándote.
—Yo también... ¡Ah, no sé por qué estoy tan angustiada! Perdoname. Me desconozco.
—No seas chiquilina, mi amor. ¿Qué me puede pasar? Soy un insignificante investigador.
—Te estás metiendo en la boca del lobo. Lo sabés perfectamente.
—No te exaltes. No creo que mi presencia haga temblar a los narcos... por ahora. —Volvió a reír en voz baja. —Te amo muchísimo. Pronto estaremos juntos otra vez.
Al terminar la conversación no colgó; se quedó mirando el mudo auricular, como esperando que la voz de Mónica le siguiera insistiendo en que renunciara a ese viaje de aventuras. Si ella ponía un poco más de obstinación, iba a lograrlo. Por supuesto que él se metía en la boca del lobo. También sentía una remota angustia, como cuando evocaba los allanamientos.
Abrió el minibar y bebió una gaseosa. Quizá Wilson Castro y Tomás tuvieran buenas intenciones, pero adolecían de ingenuidad en aquel campo. Tomás había puteado a los criminales narcos como si fueran delincuentes comunes, fáciles de atrapar y excluir del mundo. Tal vez sus deseos de anotarse méritos les quitaba objetividad ante los escollos y por eso lo apoyaban con cierta irresponsabilidad. Debía de ser cierto que Wilson prefería alejarlo de su hija, pero ese recurso —si de veras lo había pensado como recurso— era demasiado fugaz.
Esperó hasta las ocho y llamó a Gómez.
—¡Hable! —contestó una voz ruda.
—Soy Damián Lynch. Cumplo en telefonear a esta hora, como me pidió hoy a la mañana.
—Bien. Mire su reloj: dentro de una hora y quince minutos exactos lo espero en la puerta central del cabildo. Voy a llevar una margarita en la mano. Usted me rozará, pero no dirá una palabra: se limitará a seguirme. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Cortó.
El estilo brutal lo convenció de que era un guerrero. Abrió de nuevo el minibar y eligió otra gaseosa. Encendió el televisor, hizo un poco de zapping y lo apagó.
Se lavó y bajó al vestíbulo del hotel. Una nube de turistas se amontonaba junto al mostrador del recepcionista. Deslizó su llave en el buzón de la conserjería y caminó hacia el cabildo.
Los bares, restaurantes y comercios de artesanías regionales habían encendido las luces y aguardaban a los clientes que salían con el fresco del atardecer. Las cúpulas de la catedral brillaban doradas bajo la luz de reflectores estratégicos. Penetró en la antigua recova y se dirigió a la puerta central del cabildo. Sus pasos resonaron sobre las piedras. Buscó entre la gente al hombre con la margarita en la mano. De pronto alguien brotó de las tinieblas y le rozó el brazo: llevaba una margarita que hacía girar en los dedos frente a su nariz. Damián lo siguió.
Era de mediana estatura, abundante cabello negro, vestía pantalones de jean y camisa beige arremangada. Dobló en la esquina y luego en la siguiente. Penetró por una puerta alumbrada por un farol azulino y coronada por un ancho letrero de madera que decía: Bar de la Puna. En lugar de ascender, como insinuaba el nombre, bajaron trece escalones negros. Descubrió un sótano convertido en un local húmedo y mal ventilado, ideal para encuentros ilegales o para emborracharse a escondidas. Tenía algunos bancos de piedra tallados en los muros como los sitiales de un coro en la iglesia, y diez mesas oscuras cubiertas con papel de estraza. La barra enchapada en bronce, con maderas y adornos brillantes, parecía importada de un pub inglés y no hacía juego con el entorno indigente; estaba cercada por bancos altos, dos de los cuales ocupaba una pareja. En un rincón había otra pareja degustando grapa en rústicos vasos. Los tres grupos restantes estaban integrados por viejos que fumaban sus cigarrillos.
Gómez eligió el sitio más distante, casi invisible, y le hizo señas.
Cuando se sentaron, le tendió la mano.
—Antonio Gómez.
—Damián Lynch.
—Te propongo un vaso de vino. —Lo miró a los ojos hasta que Damián tuvo que bajar la mirada. —Pero antes de seguir adelante te advierto que tenés dos minutos para arrepentirte —agregó—. Una vez que se entra en esta cancha, no se sale.
—Lo vengo pensando.
—¿Sabés manejar armas?
—Recibí entrenamiento. No tengo que informarte dónde. Pero no me despierta el deseo de asesinar.
—Me parece bien. Aunque jamás se sabe. ¿Estuviste en contacto con algún barón?
—Es lo que quiero conseguir.
—Así me dijeron. Pretendés mucho. Te adelanto que, si uno llega a ellos, no sale entero. Mejor renunciá a ese objetivo y conformate con otros menores.
—¿Cuándo empezamos?
—Ya has empezado... ¿Qué significa esta reunión? ¿Un mero encuentro social?
—Vos sabés a qué me refiero.
—Este jueguito es muy peligroso. Por lo tanto, las reglas las pongo yo. Y las reglas dicen que vos no vas a saber un carajo más de lo que necesitás saber antes de cada etapa.
—Muy amable. Pero... —Su cara no disimuló que se sentía estafado.
—Nada de peros. Me habló Tomás... y ésta es la primera y última vez que lo nombro... para rogarme que te incorporara a este operativo. Me dio un buen informe de vos, aunque me parece que exageró los elogios.
—¿Ah, sí? Mi finalidad no es la aventura, ni tampoco exterminar delincuentes. Soy un investigador, una raza que seguramente vos despreciás.
—Es probable; ni siquiera me molesto en pensarlo. En cuanto a tu cosecha, tal vez recojas algún fruto. Tal vez. Mañana a las siete esperame junto al monumento a Güemes. Pasaré a recogerte con mi auto. Se terminó el tema. Ahora tomemos algo y charlemos de otra cosa.
Cuando llegaron a Tartagal, en el norte de la provincia, habían viajado seis horas, con sólo una pausa para cargar nafta y comer un sándwich. Gómez se dirigió a una concesionaria de automotores ubicada en la calle principal, junto a una heladería sombreada por un toldo a rayas. Frenó ante la vidriera que exhibía tres unidades de diversa marca, apagó el motor y descendió con muestras de cansancio. Mientras se introducía en el pantalón la camisa transpirada, fue directo hacia el escritorio donde una mujer joven ordenaba papeles. La mujer desapareció tras una puerta y en menos de un minuto emergió un hombre obeso que estrechó efusivamente la mano de Gómez. Damián observaba la escena desde el auto, pero decidió bajar también y estirar las piernas. Gómez le hizo señas para que se acercara.
El voluminoso concesionario, que se presentó como Lucho, los invitó a su oficina, refrescada por un ventilador de techo made in Taiwan. Puso sobre la mesa tres vasos y varias bebidas. Los viajeros aceptaron agradecidos el convite. Luego entregó sobres con la documentación de dos combis.
Damián miró a Antonio Gómez con expresión interrogante.
Gómez examinó los papeles y guardó uno de los sobres en el interior de su portafolio. El otro lo deslizó en el bolsillo de su camisa.
—Muy bien; no hay que confundirlos —aprobó Lucho.
Después los condujo al salón, donde entregó la llave de una combi Ford de color beige. Se despidieron y Gómez se sentó al volante. Damián seguía haciendo preguntas con los ojos.
—Dejé mi auto en caución, tal como indica nuestro plan. Para la nueva etapa necesitamos esta combi —explicó Gómez mientras hacía girar la llave del encendido—. ¿Alguna otra pregunta, señor periodista?
—Un montón. Pero me las prohibiste.
—Por el bien de todos. Este trabajo tiene sus riesgos. ¿Para qué te debía contar ayer lo que acabo de hacer hoy? Si caías en manos de un gendarme, tal vez te sonsacaba este cambio de vehículos y el lugar donde lo acabo de realizar. Lo mismo vale si ahora te cuento lo que viene. Confiá en mí, armate de paciencia y tené valor. ¿Tenés valor? —Torció los labios en una sonrisa cáustica.
—Supongo que un poco.
—Muy bien. Entonces vamos al puesto aduanero de Aguaray. Espero que te luzcas en tu primera acción de inteligencia.
—Algo tendrás que indicarme, alguna consigna. No sea que después me vengas con reproches.
—Allá vamos a pedir hablar con el jefe del destacamento. Vos le contás de tu investigación, para que te miren con ojos favorables. Preguntás lo que se te ocurra sobre las artimañas de los contrabandistas. Eso nos va a dar un doble beneficio: vos aumentás los datos de tu investigación, y a él se le fija mejor tu cara de profe o de periodista. Para impresionarlo más todavía, le vas a decir que ya te recibieron el comandante Fornari y el juez Mutabe.
—¿Cómo lo sabés? —Se sintió incómodo, casi preso de una vigilancia invisible.
Gómez soltó una carcajada.
—Yo sé muchas cosas. Antes de que lleguemos al final de este operativo, prometo informarte de cosas que ni siquiera sospecha tu imaginación más retorcida.
—Gracias por ser tan explícito.
En el puesto aduanero de Aguaray revisaban documentos y mercaderías, a unos veinte kilómetros de la frontera. El lugar servía para detectar a los contrabandistas que habían burlado los controles previos. Para atender las filas de autos, omnibuses, camiones y la cantidad de turistas y trabajadores temporarios que se amontonaban sobre la ruta, se habían instalado puestos de bebidas y comida bajo toldos de lona verde.
Gómez y Damián estacionaron la combi en la banquina, lo más cerca posible del puesto militar, y fueron a pie en busca del jefe. Tras vencer la desconfianza de un par de gendarmes accedieron al primer alférez Isidoro López, quien los escuchó encantado. Hacía diez meses que trabajaba en el lugar y había tenido que resolver arduas escaramuzas con las “mulas” que intentaban el “monteo” por las tierras vecinas. Unas semanas antes, varios contrabandistas que llevaban un cargamento importante, armados con cuchillos y pistolas, le habían herido a dos hombres.
Damián aprovechó para llenar los huecos que le habían dejado las revelaciones del comandante y del juez. El trabajo de la gendarmería era peligroso y aburrido la mayor parte del tiempo; era un trabajo sobre el que ni los periodistas manifestaban curiosidad. López les ofreció mate y, luego de charlar unos veinte minutos, los acompañó a dar una vuelta. Les mostró el campo lleno de tártago salvaje, una vigorosa planta de hojas grandes, parecidas a las de las parras, pero de un fruto incomible y aceitoso, cubierto de pelusa. Por entre los tartagales verdosos, con cierto resplandor dorado, se colaban durante el día y la noche hombres y mujeres con droga atada al cuerpo. De vez en cuando los gendarmes realizaban exploraciones y descubrían sus huellas, pero rara vez conseguían apresarlos: eran hábiles para marchar por espacios difíciles y se hacían invisibles apenas olfateaban un uniforme. Después López los acompañó hasta la camioneta, les estrechó la mano y les deseó buen viaje.
En la población fronteriza de Salvador Maza hicieron lo mismo. Se dirigieron al puesto de control y Gómez pidió entrevistarse con el jefe. Los recibió el segundo comandante Lino Méndez. Damián repitió los objetivos manifiestos de su viaje: estudio e investigación de las técnicas usadas por los narcotraficantes para llevar adelante sus negocios. Además de los documentos que había podido rastrear en los archivos del gobierno y de la policía, deseaba estudiar el fenómeno in situ.
Tal como le había pedido Gómez, volvió a relatar sus entrevistas con el comandante Fornari y el juez Matube, lo cual suprimió cualquier sospecha. Gómez añadió que cruzarían a la vecina localidad boliviana de Yacuiba para realizar un par de entrevistas esa misma noche y cargar varias colecciones de diarios, semanarios y revistas jurídicas que habían comprado desde Buenos Aires por intermedio de un profesor boliviano. Dijo que Damián Lynch quería trasladar personalmente ese material a Buenos Aires, donde lo analizaría un equipo de la facultad.
Damián lo escuchó asombrado, pero mantuvo la boca cerrada. El comandante Méndez expresó su satisfacción de que por fin se encarase el tema con tanto profesionalismo. También les convidó mate, que acompañó con unas sabrosas galletas de grasa. Se lamentó por los escasos recursos de su fuerza: vehículos viejos, insuficientes medios de comunicación, pocos hombres que, además, eran mal pagados. Después los acompañó hasta la combi, les dijo “hasta mañana” y ordenó que los dejaran pasar. Gómez, de todas formas, ofreció al guardia apostado junto a la barrera el sobre que tenía en el bolsillo de la camisa, donde estaban los documentos del vehículo. El guardia cumplió la formalidad, anotó el número de la patente y devolvió enseguida los papeles. El conductor miró a Damián, le guiñó feliz y arrancó.
Manejó con cuidado sobre el corto puente que unía los dos territorios nacionales. A ambos lados de la frontera se amontonaban turistas, trabajadores temporarios y cargadores de mercadería barata. El puente estaba atiborrado de gente, bicicletas, autos y bultos. Los vehículos se movían con lentitud de paquidermos. La típica vestimenta boliviana era rotundamente exaltada por las mujeres: casi todas vestían las típicas faldas amplias, multicolores, que les llegaban hasta la media pierna y, en muchos casos, superponían un delantal atado a la cintura. En la cabeza llevaban un sombrerito redondo, del cual bajaba una trenza rematada por un moño blanco, rojo o azul. En su mayoría calzaban sandalias y una de cada tres cargaba un niño en la espalda para tener los brazos libres.
Apenas la combi ingresó en la parte boliviana del puente se multiplicaron los comercios desbordados de camisas, faldas, pantalones, zapatos, sombreros, bufandas, camperas, cintos, blusas, chalinas, remeras, chalecos, bermudas. La ropa se apilaba en altos montones que se sostenían por milagro. No era fácil saber qué pertenecía a cada local o si pertenecía a un vendedor instalado en forma ilegal sobre la calle. La ropa era mucho más barata que en la Argentina, y los tours de compras derramaban sus enjambres de recién llegados como moscas sobre la miel. Además se exhibían artesanías y recuerdos de diverso gusto y tamaño que abarcaban una gama variada que iba desde los tejidos incaicos hasta los instrumentos musicales.
Damián bebía con los ojos el panorama multicolor mientras Gómez maniobraba con atención para no atropellar a nadie: la pegajosa gente parecía estar con todas partes.
Dejaron atrás el hormiguero y en pocos minutos llegaron a la pequeña ciudad de Yacuiba. Pese a que las zonas argentinas próximas a la frontera habían desarrollado parecidos con el otro lado, Yacuiba era decididamente boliviana. Esa localidad existe sobre una muesca geográfica que las comisiones mixtas acordaron en mérito a su indisimulable carácter andino. Damián disfrutaba la sensación de haber ingresado en otro país.
Gómez se detuvo, confirmó la dirección en una libretita y averiguó el nombre de la calle en que estaban. El taller mecánico quedaba cerca del Mercado Campesino. Dio unas vueltas y se detuvo frente a un ruinoso portón sobre el cual se leía: “Chapa y pintura”. Damián recordó su entrevista con el comandante principal Fornari y su referencia a la actividad más lucrativa de la zona. Bajaron juntos y entraron en el local, donde ensordecía el escándalo de martillos, sierras, mazas y soldadoras eléctricas. Gómez avanzó hacia el fondo, en el que había una pequeña oficina iluminada por claraboyas. Un hombre bajo y robusto, de cabello negro cortado como un cepillo, colgó el auricular del teléfono y le tendió la mano manchada.
—¡Antonio! ¡Cuánto tardaste! ¿Tuviste algún problema?
—No, ¿por qué?
—Te esperaba antes.
—Nos demoramos en los puestos fronterizos.
—La semana pasada detuvieron uno de mis autos. Era una obra de arte, imposible de pescarle la menor huella. Seguro que lo denunció un informante. Parece que hay demasiados; se filtran como el agua sucia. —Suspiró mientras con un pañuelo se secaba la frente. —¿Y este señor?
—Es Damián, mi colaborador en el operativo. Damián, te presento a Hugo “Chapas”, el mejor chapista de Sudamérica.
—Mucho gusto. —La voz le salió arenosa, y no le soltó la mano mientras le escudriñaba los ojos. —Espero que no sea un informante. —El hombre mostró sus dientes ennegrecidos en una combinación de mueca y sonrisa. —Tarde o temprano los informantes acaban en una zanja.
Damián sostuvo la mirada del petiso y evocó las advertencias de Mónica.
—Necesito máxima rapidez —ordenó Gómez—. Acá tenés mi adelanto. —Le tendió un fajo de billetes.
—Y la máxima calidad del producto —replicó el otro mientras hundía el fajo en un bolsillo—. Sólo falta el pulido final: ni el diablo podría adivinar los sitios de la merca.
—Así me gusta. Quiero partir mañana mismo.
—¡Estos argentinos siempre andan con una ortiga en el culo! Tendré que trabajar durante toda la noche.
—¿Por qué te quejás? Traigo trabajo y pago lo que piden.
—¡Andá, argentino prepotente! ¡Andá a cantarle a Gardel! —exclamó con fuerte acento porteño.
Gómez dejó la combi para que trasladasen sus patentes al vehículo gemelo y empezaran a acondicionarla para otra misión.
—Que alguno de tus peones nos lleve al hotel Panamericano.
—Sí, patrón —reiteró el provocativo acento.
Fueron al mejor restaurante de Yacuiba.
—Te traigo acá porque no quiero que mañana te despiertes con diarrea —explicó Gómez—. Va a ser una jornada movida. No te olvides de estar listo en el vestíbulo a las siete para desayunar. A las siete y media nos entregan la nueva camioneta cargada, y salimos enseguida. ¿Querés cenar algo típico?
Ante la respuesta afirmativa de Damián, decidió pedir el sabroso picante de pollo boliviano con cerveza paceña.
Brindaron por el éxito del operativo. Gómez intentó evitar que chocaran las jarras de vidrio para no desafiar a los dioses. El éxito, para Damián, consistía en obtener material para sus investigaciones y alguna pista sobre los asesinos de su familia. Para Gómez, en cambio, el éxito significaba que en algún momento se produjera la muerte de Damián; era duro pero inapelable: las órdenes son órdenes. Para colmo, ese joven e inexperto profe de periodismo empezaba a caerle bien.
Coincidieron en que el postre fuera helado con salsa de frambuesas y café brasileño. Después repitieron la cerveza.
Salieron a la noche estrellada, tropical, y caminaron las cinco cuadras que los separaban del hotel. Gómez lanzaba sonoros bostezos. En la recepción cada uno recogió su llave, se dijeron buenas noches y partieron hacia sus respectivos cuartos. Damián se desnudó, se lavó los dientes y ordenó el equipaje para no tener que apresurarse al despertar. Vació en la bañera un frasquito de jabón espumoso y la llenó con agua caliente. La jornada había sido demasiado agitada y la inmersión le produjo un intenso placer. Se distendió y miró las formas inestables que componían los globos de burbujas. Se frotó los brazos y las costillas. Evocó la amada cara de Mónica, sus ojos inteligentes, su sonrisa turbadora, como si estuviese escondida en el tul de la espuma. A los diez minutos despertó con un estremecimiento: se estaba quedando dormido. Quitó el tapón y se enjuagó con la ducha tibia. Después, sentado en la cama, llamó a la recepción para pedir que lo despertaran a las seis y media.
—También despierte al señor Antonio Gómez, por favor —agregó.
—Acaba de salir —fue la inesperada respuesta.
—¿Salir?
—Sí... —titubeó el empleado, arrepentido.
—¿Dijo adonde iba?
—No...
—Gracias.
Corrió la cortina de su ventana y miró hacia la calle pobremente iluminada por faroles amarillos. Era medianoche y unos desarticulados peatones caminaban por la vereda. Gómez le retaceaba información con hostilidad. ¿Por qué? ¿No estaban arriesgando el pellejo del mismo lado de la trinchera? Era verdad que en la puja contra el narcotráfico existían agentes dobles, como si se tratase de una guerra tradicional. ¿Pero supondría entonces Gómez que Damián respondía a dos jefes? ¿Y si el agente doble era Gómez mismo? Tomás Oviedo y el padre de Mónica no podían haberse equivocado tanto. No obstante, en asuntos tan llenos de equívocos puede confundirse el más avispado.
Mientras lucubraba, inquieto, se vistió con la ropa que había dejado preparada para el día siguiente y descendió al vestíbulo. Dejó su llave sobre el mostrador del asombrado recepcionista, que miró la hora. Sin decir palabra, Damián salió a la calle oscura y caminó de prisa hacia el taller de Hugo “Chapas”. Pudo reconocer el sitio pese a que el local estaba cerrado. Tras la descascarada cortina metálica se oía ruido de martillos. Al lado había una alta puerta de madera; daba la impresión de estar comunicada con el local. Se arriesgó a tocar el timbre. Un borracho solitario emergió de la penumbra y se le acercó oscilante, lo miró interrogativo y balbuceó con tristeza: “¿Te echó tu mujer?”. Sin esperar respuesta prosiguió su marcha inestable hacia el fondo de la calle. Mientras, alguien abrió el pestillo.
—¿Quién es?
—Busco a Antonio Gómez.
—¿Quién lo busca?
—Su compañero.
Se cerró el pestillo. Al rato volvió a abrirse.
—¡Damián! —Era Gómez en persona. —¿Qué hacés acá? Deberías estar durmiendo.
—Vos también.
—¿Querías ver cómo trabajan? Bueno, entrá.
Un pasillo embaldosado conducía al taller donde media docena de operarios lustraban la carrocería de la combi mientras otro martillaba remaches. Había olor a hierro y fritanga.
—No te preocupes, profe. —El compacto Hugo “Chapas” fue a su encuentro rascándose la entrepierna y luego le tendió la mano. —A las siete y media la tendrán lista en la puerta del hotel, con todo el cargamento en orden.
Damián le contempló el mameluco limpio. En la oficina había varias personas que miraban de reojo.
—Explicale cómo distribuiste la merca —dijo Gómez—. Mientras, yo sigo mi partida de truco.
El petiso lo condujo al vehículo y abrió la puerta. Con una potente linterna enfocó el interior.
—Es la primera vez que hacés un viaje de este tipo, ¿no? Supongo que no te molesta que te ilustre un humilde analfabeto como yo... Digo, no más, porque ustedes, los argentinos... Bueno, ¿qué ves ahora?
—Paquetes de revistas y paquetes de diarios.
—¿Qué más?
—Libros.
—¿Qué más?
—Es lo único que llama la atención.
—Tomá la linterna. Fijate bien.
Damián alumbró cuidadosamente los ángulos, el techo, los bordes, las paredes laterales y la reducida porción de piso que quedaba libre.
—No veo otra cosa.
—Perfecto. En esta combi ya hemos disimulado doscientos ochenta y dos panes de blanca. Soy analfabeto, pero sumo mejor que una calculadora. Están bajo el piso, en el techo, contra las puertas, dentro de los guardabarros, en un tercio del tanque de nafta y bajo el tapizado de los asientos. Para descubrirlos habría que partir la carrocería como a una nuez. Si no avisa ningún informante, pasarán como un tiro.
Damián apagó la linterna y la devolvió. Miró de nuevo hacia la oficina, donde no parecía desarrollarse una partida de truco. Gómez lo saludó desde lejos con la mano y le hizo señas de que mejor se fuera a dormir.
Se les adelantó un automóvil y Gómez decidió frenar un kilómetro antes de la frontera. Sacó un par de bananas, convidó una a Damián y se dispuso a pelarla con placer de mono.
—El desayuno fue bastante pobre, ¿no?
A los veinte minutos sonó su celular. Sólo dijo “hola” al comienzo y “gracias” al despedirse. Miró a su compañero.
—Malas noticias. Tenemos que esperar un poco más, porque todavía no apareció el comandante Méndez. Tenía fama de madrugador, sin embargo. Espero que no hayan surgido problemas de otro tipo... Vamos a dar una vuelta por el Mercado Campesino. Hay ojos que vigilan...
Recorrieron las soleadas calles en cuyos bordes se amontonaban bajo toldos y techos de plástico una serie interminable de puestos con sandías, papayas, higos, ajíes, paltas, cebollas, melones, tunas y cítricos. ¿Quién los compraba? ¿Cuánto se pudría bajo el calor tropical? Por atrás de los puestos emergían las ondulaciones verdes del lado argentino: la frontera internacional recorría la espalda del Mercado y era obvio —dedujo Damián— que a toda hora se producían los cruces ilegales que ni una barrera de gendarmes podría detener. Gómez compró unas papayas sin bajar del vehículo. Sonó de nuevo el celular. “Hola”... “Gracias.”
—Listo. Llegó Méndez. Relajate.
Miró hacia los lados para cerciorarse de que no lo seguían y enfiló hacia el puente. Encontraron la misma multitud densa y aceitosa del día anterior. Se abrió paso con breves toques de bocina. Al llegar al lado argentino creyó advertir un movimiento irregular y pidió al guardia que lo anunciara enseguida al comandante Méndez. El guardia se sorprendió por la firmeza de la orden; supuso que estaba frente a un alto oficial en ropas civiles. Levantó la barrera y le sugirió que estacionara a un costado del camino mientras otro gendarme se ocupaba de controlar los vehículos siguientes. El auto que parecía seguirlos no tuvo más remedio que avanzar y pronto se perdió en un recodo de la calle. Enseguida apareció el comandante, seguido por el guardia.
Se saludaron como viejos conocidos.
—¿Pudieron completar el programa?
—Perfectamente —contestó Gómez—. El profesor tuvo dos jugosas entrevistas y llenamos la combi con kilos de papel impreso. ¿Quiere verlos?
—Para nada —contestó mientras lanzaba breves miradas al vehículo—. ¿Aceptarían unos mates?
—Por supuesto.
Damián respiró aliviado porque el gendarme no advirtió que esa combi no era la misma del día anterior. Gómez acarició la suave y caliente superficie del mate y, tras unas chupadas, inventó que el juez Carlos Águila y el abogado Estensoro Ruiz se habían prestado a informarles sobre las treinta y cinco mil hectáreas de coca sembradas en la selva boliviana de Chapare. Contaron sobre la obstinada resistencia campesina contra su erradicación, pese a los esfuerzos gubernamentales para favorecer cultivos alternativos. Muchos campesinos ya estaban armados, lo cual creaba una seria complicación. Los pelotones del gobierno y los campesinos se tanteaban y esquivaban durante semanas hasta que estallaban choques sangrientos en los que ni se contaban las víctimas. ¿Era así, realmente? La situación los tenía muy preocupados.
Méndez asintió, aunque no conocía al abogado ni al juez.
Mientras rondaba el mate, Gómez completó la inquietante pintura, que el gendarme agradecía con los ojos muy abiertos. En Chapare —agregó— muchos eran mineros con experiencia sindical, desocupados y resentidos, que buscaban nuevos horizontes. Eran unos hijos de puta con historia y no se dejarían someter fácilmente. Los soldados cortaban a machetazos sus plantas de coca y quemaban los almácigos, pero apenas dejaban el lugar, reaparecían los almácigos y se reanudaba la plantación. Además, la selva proveía escondrijos sin fin.
—Es así —rubricó Méndez.
Tras varias rondas de mate volvieron a la combi acompañados por el militar. Gómez abrió las puertas para mostrarle los paquetes con diarios, libros y revistas.
—¡Es todo un botín! —exclamó, alegre.
El comandante le palmeó un hombro y estrechó con efusividad la mano de Damián. Les deseó buen viaje.
El auto que los precedía anunció desde Aguaray que había detectado en su puesto al primer alférez Isidoro López. Gómez cerró el celular y apretó el acelerador para recorrer en el menor tiempo los veinte kilómetros de distancia. Antes de llegar al puesto de control los entorpeció una larga fila de autos, omnibuses y camionetas detenidos en la ruta. Parándose en puntas de pie pudieron ver los mostradores al aire libre, tanto de migraciones como de aduana, donde personal masculino y femenino atendía la oleada de personas que bajaban de los grandes omnibuses de turismo. Los pasajeros mostraban sus documentos y abrían los bultos ante la desconfiada mirada de los funcionarios. Gómez retornó al volante y descendió a la banquina. Saltando sobre las irregularidades de la tierra apisonada avanzó hacia el modesto edificio de la gendarmería sin preocuparse por las miradas de reproche que le lanzaban los conductores detenidos. Un suboficial puso una mano en el arma que le colgaba sobre el muslo y ordenó frenar. Méndez bajó el vidrio y se asomó a la ventanilla.
—Tenemos una cita con el primer alférez López. Por favor, anúnciele que ha llegado el profesor Lynch.
El gendarme lo miró receloso y le pidió que estacionara a un costado de la ruta, junto a un lapacho florecido. A los pocos minutos regresó acompañando al oficial, que llevaba unas planillas. Gómez bajó y se precipitó a saludarlo; Damián hizo lo mismo. Le transmitió saludos del comandante Méndez. Dijo que en Yacuiba las cosas se habían desarrollado con desacostumbrada puntualidad: no sólo habían conseguido las entrevistas, sino que estaban esperándolos los paquetes con libros, diarios y revistas solicitados desde Buenos Aires.
—¿Los quiere ver?... ¡El trabajo que se lleva el profe a la Capital!
Isidoro López echó una ojeada superficial, rápida.
—Cuando lo vean sus ayudantes —prosiguió Gómez—, ¡la de puteadas que va a oír!
El alférez se disculpó por no poder brindarles más tiempo, ya que acababa de recibir instrucciones para detectar un cargamento en marcha.
—¿En qué lo traen? —preguntó Damián.
—En autos acondicionados. Debe de ser un cargamento importante. Pero no tenemos la referencia precisa. Como dije ayer, es imposible abrir todos los pisos y los techos y los tanques de nafta. ¡Miren la cola!
—¡Qué lucha desigual! —lo apoyó Gómez con gran histrionismo.
—Haga los controles de rutina —ordenó López al gendarme— y déjelos partir.
Les estrechó la mano y regresó a su oficina. El gendarme recibió el segundo sobre con los documentos en orden que Gómez tenía listos en el bolsillo de la camisa, controló el número de patente, de motor y de carrocería. Dejó que los perros olisquearan las ruedas y el interior del vehículo; luego sonrió y dijo:
—Que tengan buen viaje.
Gómez se sentó al volante y avanzó treinta metros por la banquina hasta reingresar en el segmento libre de la ruta. El gendarme hizo señas a sus colegas para que lo dejaran pasar. Unos minutos después volaban en dirección sudoeste. Damián se secó el sudor del cuello.
—¿Qué tal? —exclamó Gómez, triunfante.
—La estamos sacando barata.
—Tengo muñeca, ¿eh? Pero todavía falta lo mejor.
Recorrieron kilómetros bordeados de cultivos. La pátina de los bananos contrastaba con el verde oscuro de los cítricos entre cuyas frondas brillaban los frutos de oro. La caña de azúcar, que en un tiempo era lo único que se producía en la región, había sido sustituida en gran parte por la siembra intensiva de tomate, ají y poroto. Los aceitosos tártagos se esforzaban por sobrevivir en la orilla de la ruta o en los espacios no roturados por el tractor; eran la reminiscencia autóctona que la civilización aniquilaba.
Cruzaron la ciudad de Orán, donde cargaron nafta, y pronto divisaron el río Bermejo. Sus aguas rojizas funcionaban de modo ambivalente, porque eran a la vez obstáculo y ayuda del contrabando. Sobre sus aguas, hortalizas y frutas iban hacia Bolivia, y desde allí llegaba ropa, calzado y electrónicos. Chalanas para ocho personas lo navegaban con regularidad, pero en algunos meses y en ciertos sitios las aguas descendían tanto que bastaba arremangarse los pantalones para cruzar el río a pie. Los bultos ilegales aprovechaban la noche para terminar en la orilla opuesta gracias a la espalda incansable de los cargadores. Algunos audaces envolvían con plástico grandes cantidades de hojas de coca y navegaban sobre su lomo como en una balsa. Aunque la hoja no tenía un precio tan alto como la pasta o el polvo, su enorme cantidad rendía.
—Este negocio es sucio —explicó Gómez—. Algunos contrabandistas han asaltado a gendarmes con el único fin de robarles el uniforme. ¿Para qué? Para disfrazarse, detener a otros contrabandistas y robarles la merca. Es una guerra con más frentes que agujeros de un colador.
Antonio contó que conocía aquellos paisajes desde 1974, cuando iba a colaborar con la Triple A. Le explicó al joven e ignorante Damián (“No tenías edad para saber qué pasaba en el país”) que la Triple A fue una organización patriota armada por José López Rega para terminar con los delirantes que querían arruinar el tercer gobierno de Perón. Lástima que no consiguieron exterminar a todos los guerrilleros; de lo contrario no habría sido necesario el golpe que destituyó a la viuda. La caza de subversivos era fascinante, prosiguió. Bastaba perforarle la cabeza a uno, que pronto venía otro; un juego increíble, como si cada muerto fuera la carnada del siguiente.
—Pero yo soy un tipo sensible, no te equivoques —añadió—. En aquellos años, antes de cargar mis armas, siempre abría la billetera para mirar la foto de mi familia. Era un rito casi religioso. Y la volvía a mirar a la noche, cuando volvía de las cacerías.
Después lo conchabaron en la policía de la provincia de Buenos Aires, dijo. Los delincuentes trataban de esconderse en el cinturón industrial, donde la gente pobre les daba asilo porque los suponían héroes. Suponían que eran valientes y generosos.
—Pero más de uno se pasó a nuestro bando. Después de unas cuantas palizas, rogaban arrodillados convertirse en colaboradores. Delataban a los compañeros y hasta denunciaban a inocentes para ganarse nuestra buena voluntad.
Damián se mordió los labios. A su mente retornaba la fragorosa guerra entre los dos seres trágicos que lo habitaban: el que simulaba resignación y el que ardía de furia. El primero parecía aliado de los represores, mientras que el segundo aumentaba su resentimiento. Uno se mostraba agradable; el otro escondía la agresividad. Dejaba ver el animal doméstico mientras, oculto, un tigre preparaba su salto.
Antes de llegar a la localidad de Aguas Blancas, donde funcionaba otro control de la gendarmería, la combi torció hacia el sur. Atravesaron dilatadas extensiones dedicadas a los cítricos. Volvieron a cargar nafta porque el tanque había quedado reducido y habría sido poco profesional quedarse en la ruta por semejante causa. Cuando el viaje ya parecía demasiado extenso, Gómez anunció que estaban cerca. Subieron por una colina y luego descendieron a un valle diagramado como un tapiz. Volvió a sonar el celular de Gómez. Esta vez, entre su “hola” y su “gracias” intercaló una frase: “¿No me esperará?” Se le ablandaron las mejillas en una expresión triste. Damián lo miró con tanta insistencia que Gómez accedió a explicarle:
—Abaddón acaba de irse. De todas formas, ya está enterado de la prolijidad con que cumplimos esta parte de la operación.
El corazón de Damián dio un brinco. Palideció de golpe, como si fuera a desmayarse.
—¿Qué te pasa, profe? —Gómez le zarandeó el hombro con odio hacia sí mismo: se le había escapado el nombre de guerra que jamás debía haber pronunciado. Jamás.
Damián apeló en silencio a su sensatez para comportarse con cautela. Había accedido a un momento único. Cuando al fin llegaba a las puertas de la ciudadela que había estado buscando desde chico, un gesto erróneo volvería a distanciarlo. Su presentimiento se cumplía: el criminal del Proceso era ahora un individuo mezclado con el narcotráfico, no importaba si a favor o en contra: sus pies y sus manos tocaban mierda. Seguro que Abaddón actuaba como agente doble.
Debía simular ante Antonio.
—Debe de ser el cansancio —se excusó, y resopló—. Hemos viajado mucho.
—Y las tensiones de la frontera. Tuviste miedo de que nos descubrieran, ¿eh? Bueno, en la estancia te repondrás.
Ingresaron por un camino bordeado de jacarandaes cuyas frondas florecían en azul. Un guardia armado con ametralladora los detuvo ante una tranquera nada tradicional, ya que la constituían gruesas barras de acero y alambre de púa en lugar de madera rústica. Gómez pronunció la contraseña:
—Reyes Magos.
El alambre de púa ahondaba la distancia hacia uno y otro lado. Un segundo guardia destapó una caja metálica y marcó cuatro dígitos. La singular tranquera se abrió con un gruñido y la combi avanzó hacia la explanada. En el fondo, rodeado por árboles, apareció un hangar cuyo portón ya se estaba corriendo en forma automática. Antonio condujo hacia allí y entró en la negra cavidad. Enseguida se cerró el portón y se encendieron reflectores en serie. Damián registró dos avionetas para fumigar, dos jeeps, una furgoneta, tres autos, un camión y dos combis.
Se les acercaron tres hombres. Antonio Gómez los presentó a Damián por sus nombres de pila.
—¿Todo bien?
—Muy bien. Solamente falta el cargamento aéreo —dijo el más gordo, después de sonarse la nariz.
—¿Cuándo aterriza?
—En una hora. Menos mal que ya llegaste, Antonio, así descansás un poco y te preparás para la última etapa. —Guardó el pañuelo arrugado en un bolsillo. —Los tiempos se han acortado.
—Mi amigo está que se cae. —Gómez señaló a Damián con gesto burlón.
—Vayan a ducharse, que enseguida les sirven la cena —sugirió el gordo—. Lamento informarte que esta vez no vas a poder quedarte a dormir. Hay que sacar el cargamento hoy mismo. Algo le soplaron a la gendarmería, y en una de ésas a algún desubicado se le ocurre inspeccionarnos. Eso sí que nos complicaría. Tenemos órdenes de dejar limpia la estancia durante la noche.
Mientras escuchaba la charla, en los oídos de Damián sonaba la palabra “Abaddón”: seguro que él había impartido esas órdenes. Seguro que era el mismo sujeto que le había descrito Victorio Zapiola. No podía ser otro, no era un nombre de guerra fácil de elegir y adoptar; hacía falta tener cierta perversidad intelectual para ello. Abaddón había sido un estratega de la dictadura, que diseñaba las zonas liberadas para que los allanamientos funcionaran con comodidad, que regulaba las sesiones de tortura para obtener información útil, que lograba convertir a las víctimas en autómatas que colaboraban. Ahora tal vez apoyaba a la democracia. ¡Qué ironía! O vaya uno a saber... ¿Cómo meterse en semejante cerebro? Lo desconsolaba haber perdido la oportunidad de conocerlo. Y apenas por unos minutos; a lo mejor estaba sólo a dos o tres kilómetros. Damián sintió el impulso de subir a uno de los vehículos que estaban en el hangar y perseguirlo por la ruta. ¿O habría partido en avioneta? Si no se hubieran demorado tanto con la ronda de mates en la oficina del comandante Méndez, habría tenido ante sus ojos al asesino de su familia. Podría haberle saltado al cuello. O, mejor, podría haberlo identificado de manera inequívoca para desencadenar una avalancha de denuncias que lo llevasen al más bochornoso de los juicios. El canalla estaba vivito y coleando; gozaba de poderes; gozaba de impunidad.
Damián tomó conciencia de que su excitación le producía un leve temblor de manos. Antonio Gómez podría darse cuenta. Y era quien acababa de ponerlo más cerca que nadie del asesino al que estaba buscando. Debía mantenerse sereno, parecer indiferente, y de ese modo quizás lograra que le confiase otros datos. Su investigación había dado un salto de siete leguas. Pero se hallaba en medio de seres ambiguos. “¡Ojo, Damián!”
Antonio lo guió hacia una puerta posterior del hangar, disimulada por fardos, y salieron al aire libre. La noche empezaba a descender sobre el campo salteño como una cortina rumorosa. El aire se poblaba de silbidos y castañuelas. Una brisa fresca hacía rodar nubes de aromas. Caminaron hacia el casco de la estancia, donde los recibió un empleado vestido con traje. Damián advirtió que hasta ese momento no había visto a una sola mujer. Cruzaron la amplia recepción embaldosada en cerámicas y terminaron en dormitorios provistos de baños privados. Se quitó la ropa y se metió bajo la ducha caliente. Mientras los chorros resbalaban por su cuerpo trató de poner en sordina la erupción de voces que sentía en el pecho. Volvía a oír a su papá, su mamá y su hermana. Volvió a oír a su abuela Matilde. Y reapareció ante él el rostro chupado de Victorio Zapiola. Se enjabonó tres veces, como si de esa manera pudiera sacarlos de su atención y relajarse. Más tarde apareció Mónica con su soleada sonrisa. Entonces él también sonrió y el agua le penetró entre los dientes. Hizo buches, cerró los grifos y se envolvió con la toalla. Al regresar al dormitorio miró por la ventana cubierta de visillos: la noche había cerrado por completo. Se cambió de ropa y fue a la terraza.
Allí lo esperaba Antonio. Unas luces estratégicas aumentaban el encanto del lugar. Pensó que habría sido maravilloso disfrutar de aquel momento con Mónica, en lugar de un compañero tan esquivo. Anunció que la llamaría por teléfono.
—Desde acá no. ¿Te olvidaste en qué negocio andamos?
Damián disimuló su rabia y cambió de tema.
—¿Así que viajaremos toda la noche?
—Sí, toda la noche. Y vamos a turnarnos en el volante para llegar en el menor tiempo posible. No vamos a parar ni a comer, solamente para cargar nafta y mear. Antes de salir nos van a entregar una canasta de comida suficiente para atravesar el Sahara.
—Si voy a manejar, al menos me dirás hacia dónde vamos.
—Eso te lo puedo decir, por supuesto: Garín, provincia de Buenos Aires.
—Bien. Otra pregunta: ¿de quién es esta hermosa estancia?
—Ahora es de uno de mis jefes —contestó en voz baja.
—¿Cómo se llama? Casi lo encontrábamos recién, ¿no? —Damián se enojaba consigo mismo: la ansiedad por dar con el asesino le desenfrenaba la lengua.
—A lo mejor se fue para no encontrarnos. Tendrá sus razones...
—¿Por qué dijiste “ahora es de uno de mis jefes”? ¿Por qué “ahora”?
—¿Eso dije? Está bien, porque ahora es el dueño.
—¿Y quién fue el dueño antes?
—¿Querés cagarme la cena?
—¿En qué te perjudica revelarlo?
—No sé. Tus preguntas me suenan pesadas.
—Mentís, y tus mentiras aumentan mi curiosidad.
—Jodete, entonces.
Al rato, mientras masticaba el asado, Gómez levantó el cuchillo y volvió sobre el asunto.
—Pensándolo bien, también te lo puedo decir.
—¿El nombre del jefe?
—¡La puta madre! Ya me hiciste mil preguntas, ¡y ahora encima querés saber el nombre de mi jefe! Ya te dije: ahora, el dueño de esta estancia es “uno” de mis jefes. Tengo varios.
—¿Y quién fue el dueño anterior?
—¡Qué curiosidad de mierda! Bueno, te lo voy a decir. Total... ¿Y sabés por qué? Porque fue un hijo de puta, un terrateniente que en vez de apoyar al ejército les tuvo lástima a los delincuentes y les ofreció refugio. Acá, en este mismo sitio donde te acabás de duchar y ahora estamos comiendo.
—¿Y por qué vendió la estancia?
—No vendió. Lo arrestaron, le hicieron cantar la verdad y... bueno... —Se aplicó en cortar otro trozo de carne.
—No vendió... —repitió Damián, para estimularlo a proseguir.
—¡Un carajo! Antes de morir firmó los papeles sin saber qué firmaba.
—Entonces le cedió la propiedad a tu jefe. Tu jefe le obligó a firmar los papeles, ¿no?
—¡Uno de mis jefes!
—¿Me podés nombrar a los otros, ya que éste resulta tan innombrable?
—¡Qué hinchapelotas! Terminá el bife, ¿querés? ¡Te doy una mano y me agarrás el codo!
Oyeron el ruido de un avión.
—¡Por fin! —exclamó Gómez mientras levantaba la cabeza.
—¿Va a aterrizar en plena noche?
—Por supuesto. En un camino señalizado. De noche los gendarmes no pueden detectarlo, aunque les reviente oír el motor y gasten al pedo los largavistas mirando las estrellas.
—¡Nuestra combi! —exclamó Damián al verla enfilar hacia el portón de salida.
—Tranquilo. Se la van a entregar a unas mulas que esperan en Orán. Ellos van a transportar la merca, y nosotros viajamos limpios. ¿Todavía no te avivaste de cómo funciona el plan?
Damián lo miró fijo.
—Vamos a hacer caer un tentáculo de la droga. Para eso se está distribuyendo lo que está concentrado acá, lo que trajimos nosotros, lo que llega en la avioneta, lo que vino ayer y antes de ayer. Es demasiado fácil para que no lo entiendas, profe: acumulamos material y lo distribuimos al grupo que queremos hundir en la trampa. Están saliendo varios correos a diferentes horas, pero se van a juntar donde está el queso. Cuando la DEA prenda la señal, ¡pum!, se cierra la trampa. Y el minicartel argentino de Lomas va a caer como un ratón. Mirá todo lo que te cuento. ¿Soy o no soy generoso con vos?
—Gracias, pero ya lo sabía. Mis protectores, como los calificás vos, me informaron antes de venir. No estoy tan verde como pretendo aparecer. Sólo que aspiro a oírlo de tu prudente boca.
—Ya lo oíste, entonces. ¿Conforme?
—Mis expectativas se han cumplido en parte, porque tomé contacto directo con el objeto de mi investigación. Pero no penetré su profundidad.
—¿Qué más te pide el culito?
—Llegar a los peces gordos.
—¿Los barones? ¡Ja, ja! Ya te advertí: ni en sueños.
—Sin embargo, están cerca. Muy cerca. Y vos lo sabés.
Fue al baño con el deseo irrefrenable de averiguar algo más. Estaba dentro de una guarida llena de pistas. La vaga convicción de que en este sucio negocio merodeaba el torturador de sus padres se había confirmado. Abaddón era un nombre de guerra que no se usaba casi nunca; sólo podían conocerlo Antonio y otros allegados que le servían desde los tiempos de la dictadura. Antonio jamás soltaría más información; era evidente que también había sido un represor activo y no tenía ganas de que su verdadera historia saliese a la luz. Debía de estar arrepentido de haber hablado tanto. ¿Pero qué vínculos tenía el repelente Abaddón con Wilson Castro y Tomás Oviedo? ¿Estaban enterados de su pasado lúgubre? ¿Cómo reaccionarían si supiesen quién había sido? Era posible que los hubiera embaucado y ahora trabajara como agente de la democracia y la legalidad. Quizás había logrado engañar a la propia DEA y ayudara a descubrir embarques clandestinos. Quizás realizara buenas acciones no para reparar los daños cometidos sino para cubrir su rostro de criminal. No tenía razones para andar con tanta prudencia, excepto que le metiesen una bala.
Damián salió del baño y empezó a recorrer las habitaciones del casco. Abría y cerraba las puertas sigilosamente. Tenía el recurso de disculparse: “Perdón, me equivoqué”. Descubrió una oficina con un enorme gabinete de acero y una pared tapizada de libros. En aquel lugar la gente no debía de leer ni amar los libros, dedujo Damián, meneando la cabeza. Buscó a los lados y bajo los anaqueles. Era un sistema muy antiguo, del que sospecharía hasta un niño. Pero también ese casco era antiguo. Bajo el penúltimo anaquel, por debajo de sus rodillas, encontró un botón. Lo apretó y no sucedió nada. Lo pulsó de nuevo dos, tres veces seguidas. Entonces empezó a moverse la estantería completa. Accedió a otro cuarto. No se atrevió a encender la luz, aunque vio la tecla junto al dintel. Le alcanzó con la claridad que penetraba desde la oficina. Era un arsenal de armas, donde sobraban rifles de alta potencia con miras telescópicas, lanzallamas, granadas de mano, armas de puño, garrotes y puñales. Material para acciones grandes o pequeñas.
Volvió a pulsar tres veces el botón y cerró. Fue al escritorio y revisó los papeles que estaban a la vista. Abrió los cajones y no encontró sino artículos vulgares: abrochadoras, clips, lapiceras, marcadores, resmas de papel. Tuvo ganas de encender la computadora. Allí se guardaban secretos, allí debían de figurar nombres clave. Seguro. La encendió.
Al segundo, como si respondiese a las primeras luces que aparecían en la pantalla, oyó los gritos de Antonio.
—¿Dónde te metiste, profe? ¡Tenemos que irnos!
Se mordió los labios y aguardó hasta que la voz se hubiera alejado. Apagó con un suspiro de derrota. Volvió a su dormitorio y recogió el bolso de mano. El pez gordo se le deslizaba entre los dedos como una anguila cubierta de aceite.
Fue simultáneo: vio a Tomás Oviedo y corrió hacia él con la angustia pintada en el rostro.
—¿Dónde anda Damián? —le espetó.
—¡Qué se yo!
—¡Cómo “qué se yo”! —Mónica levantó su mentón desafiante, apenas lograba contener la violencia de sus uñas.
—Supongo que sigue investigando el camino de la coca. ¿No te habló por teléfono?
—No te hagas el despistado. Vos le indicaste a quiénes debía ver y con quién contactarse. Es un operativo del que está informada la DEA, ¿no? Entonces sabés lo que pasa a cada minuto. Decime qué sabés y no pretendas confundirme.
—Qué ingenua sos, m’hija.
—¡No me digas “hija”!
—La DEA no se mete en asuntos locales; sólo investiga lo que puede repercutir en los Estados Unidos. Y yo no sé lo que pasa a cada minuto; no soy Dios. Me imagino que Damián ya debe de estar regresando. Tu padre le entregó cartas para un comandante y un juez. Hizo por tu noviecito más de lo que haría cualquiera. Y te voy a ser sincero: vos no valorás su inmensa generosidad.
—¡No preciso tus lecciones! Preciso que me digas cómo está Damián, por dónde viaja ahora y, sobre todo, qué peligros lo acechan.
—Ignoro por dónde anda ni cómo se siente. No me telefoneó ni una vez. Supongo que está feliz de conocer lo que quería. En cuanto a los peligros, no son mayores de los que te acechan a vos por ser la hija de un empresario como Wilson Castro.
—¡Tomás! ¡Ésa no es una respuesta!
—Bueno, tal vez corre más peligro que la hija de Wilson Castro, ya que me forzás la respuesta. Se ha metido en una ruta peligrosa, porque es un tarado. Pero vos lo elegiste de novio. Un verdadero tarado. ¿Pensás que con los narcotraficantes se juega?
—¡Vos me ocultás información!
—Estás acusando a tu padre. Él sabe tanto como yo, y los dos, sobre lo que te interesa, no sabemos nada.
Mónica dio media vuelta y fue hacia el cuarto de Dorothy. Su paso enérgico le sacudía la melena como un látigo que golpeaba alternadamente uno y otro lado de la nuca. Tomás se mordió los labios para que no le saliera una puteada.
Mónica encontró a su madre sentada frente al espejo, estudiándose las arrugas.
Arrastró una silla y se sentó a su lado. Apoyó el codo sobre la cómoda y la miró en silencio mientras se aquietaban sus pulsaciones. Necesitaba hacer algo para calmar la inquietud. Un presagio opresivo no la dejaba dormir. Estaba en medio de cabos sueltos que se agitaban sin tocarse. Su padre había partido a Mendoza y su madre parecía más autista que nunca. Tomás Oviedo le estaba resultando francamente insoportable. Hacía días que Damián no la llamaba por teléfono.
—¿Qué te pasa, mamá?
Dorothy se encogió de hombros.
—Nada. Volvieron a aparecer las patas de gallo. No fue buena la cirugía.
—Te la hiciste hace cuatro años. —Suspiró fastidiada. —Ni se notan.
—Las veo con el espejo de aumento.
—Deberías usar ese espejo para verte otras cosas.
—¿Para qué entraste? ¿Vienes a pelear? No estoy con ánimo, Mónica.
—Yo tampoco. Sólo quiero hablar, que nos contemos cosas. ¡Necesito hablar con alguien confiable!
—No tengo mucho para contar.
—Hace años me hablaste de tu Pueblo natal. Quiero distraerme; contámelo de nuevo.
La mueca que hizo Dorothy tuvo algo de sonrisa. Giró lentamente hacia su tenaz interlocutora.
—De Pueblo te hablaba cuando eras una nena.
—Tal vez más que una nena. Me acuerdo muy bien, porque describías tu casa con real cariño. Las fragantes glicinas del patio, el nogal lleno de nueces, tu abuelo o mi bisabuelo Eric, que charlaba horas con su ángel de la guardia. Era mágico. —Se esforzaba por alejarse de su preocupación por Damián.
—Es cierto —concedió Dorothy—. Y el fotógrafo Zapata, que le decían Cáscara de Queso porque tenía una cara negra y ancha. Siempre se reía...
—¡Se te iluminaron los ojos, mamá!
—Pero no se van las patas de gallo —se lamentó Dorothy, con otra fugaz mirada al espejo.
—Quedan seductoras cuando sonreís.
—¿Te parece? A menudo me pregunto si vale la pena estar linda. Una está linda para gustar a cierta gente, al hombre al que ama...
—También para una misma. Deberías amarte, mamá.
Dorothy suspiró.
—Linda para el hombre al que se ama —repitió—. En Pueblo tuve una amiga, Evelyn...
—Mi tía Evelyn —interrumpió la hija.
—Sí. —Dorothy parpadeó como si hubiese olvidado el parentesco. —Se había enamorado de manera anormalmente precoz.
—De tu hermano. Me lo contaste.
—Pero mi hermano ni la miraba siquiera. Entonces ella se deprimió tanto que empezó a usar ropa de luto. Decía que se entrenaba para ser la correcta esposa de un reverendo. Creo que en esa época estaba loca. ¿Hay locuras que van y vienen?
—Puede ser. Y vos, mamá, ¿también estás de luto?
Los ojos de Dorothy se humedecieron. La estocada llegó profundo. Arrancó de la caja un pañuelo de papel para sonarse la nariz.
—¿Ves? Ya no puedo hablar.
—Lo que no podés es tocar ciertos temas.
—¡Déjame sola! Enseguida viene mi profesora de gimnasia.
—Estás sola, mamá. Pero yo estoy a tu lado. Yo te quiero.
Las lágrimas desbordaron hacia sus mejillas. Dorothy tuvo el impulso de abrazarla, pero se contuvo. No merecía una hija tan buena.
Recorrieron casi dos mil kilómetros y al anochecer del día siguiente apareció por fin el cartel que señalaba la proximidad de Garín, a unos cuarenta kilómetros de Buenos Aires. Pero no entraron en la población; siguieron por la autopista rumbo a la Capital. Cuando ya marchaban por el Acceso Norte, Antonio Gómez, de nuevo al volante, giró a la derecha y penetró en una zona de casas bajas. Frenó a la orilla del camino, introdujo la mano bajo su asiento y extrajo una pistola calibre 32. La revisó y entregó a Damián.
—Está cargada. Espero que la sepas usar.
—¿Es imprescindible que yo vaya armado? —Damián presintió que se acercaba el desenlace temido por Mónica.
—Tampoco era imprescindible que te arriesgaras en este negocio. Según Oviedo, sos un tipo sin malos antecedentes, pero muchas veces esos tipos resultan unos idiotas. Sin armas, date por muerto.
—¿Y con armas?... Gracias, de todos modos. —Contempló la pistola y acarició sus partes; la hubiera imaginado más pesada. —¿Contra quién se supone que voy a tener que disparar?
—Vamos a hacer una jugada histórica: la DEA puso en marcha a su gente, y vos vas a ser el héroe. Corresponde que te lo anuncie. Aunque no parezca, soy un caballero digno.
—No pretendía tanto.
—Tarde para retroceder, profe. Vas a ser un héroe. Por si te pasa algo... —En los ojos de Antonio restalló la pizca de lástima que a veces le brotaba antes de asesinar. —Te informo que estamos a punto de dar un golpe doble: vamos a secuestrar un gran cargamento, que nosotros contribuimos a reunir y a atrapar a un montón de mulas, tal vez a un par de capataces también. Yo me voy a limitar a cumplir con las directivas que me dieron, y a vos te van a lanzar a la gloria.
—No entiendo.
—Hay que mantenerse alerta. Van a juntarse varios vehículos llenos de blanca, eslabones de la distribución en la Capital y en la provincia. También, espero, los que quieren embarcar para Europa y los Estados Unidos.
—¿También hay droga en este auto?
—Ya te dije que no. Pero por mi trabajo cobro un maletín lleno de billetes. Necesito confesarte mi ganancia.
—Sigo sin entender. ¿Por qué no te decidís a expresarte mejor?
Antonio disfrutaba del misterio. Se permitía arrojarle algunas pistas porque su trabajo estaba casi concluido. Damián, en cambio, apretó los maxilares y presintió que se le acababa el tiempo. Había aprendido mucho y llegado a las proximidades del gran verdugo, pero sus manos estaban vacías, ni siquiera portaban un fragmento de su identikit. Palmeó el brazo de Antonio; se había acabado el tiempo de la prudencia.
—¿Encontraremos a Abaddón?
Gómez levantó las cejas y recordó la película inspirada en un cuento de Borges. Al protagonista se le dejaba hacer y decir de todo porque iba a ser asesinado. Era igual a un muerto. Se llamaba, precisamente, El muerto.
—Puede que sí. —Estiró los labios enigmáticos.
—Es tu jefe, ¿no?
—Si supieras... Bueno —cambió el tono de voz—, ya te dije que es uno de mis jefes. ¡Cómo hinchás!
Llegaron a una fábrica rodeada por un alto muro de mampostería y puestos de vigilancia cada veinte metros. En la entrada, Gómez bajó la luz de sus faros y mostró un documento que el guardia cotejó con una lista. Pidió que esperase un minuto y fue a la casilla, donde corroboró en la pantalla de su computadora. A Gómez le transpiraba la frente. Controló la hora y le indicó a Damián que escondiera su arma, estuvo a punto de bajar cuando se acercaron dos uniformados.
—¿Tiene algo que decir? —espetaron sin saludar.
—Reyes Magos.
Fueron hacia el guardia que seguía leyendo en la pantalla, cambiaron unas frases, miraron la planilla y ordenaron abrir el portón.
—Avance por el camino lateral y estacione dentro del galpón número tres.
El galpón parecía un pozo negro y vacío. Tras el auto volvió a cerrarse el portón. De pronto encandilaron los reflectores y un megáfono hizo trepidar el aire.
—¡Bajen con las manos sobre la cabeza! ¡No hagan ningún movimiento extraño!
Damián palpó su revólver en la cintura, abrió la puerta y descendió con las manos en alto. Lo mismo hizo Gómez. Los empujaron contra una pared.
Gómez sudaba. Había llegado el momento culminante. Tal vez Abaddón lo observaba desde atrás del reflector, y no le perdonaría una pifiada. Iba a desencadenarse el tiroteo que había programado con exactitud de relojero. Fueron los últimos en llegar, como correspondía; en los alrededores y también adentro ya debían de estar apostados algunos agentes de la DEA. El operativo tenía la perfección de un cohete espacial. Casi todos los disparos que estallarían en el minuto siguiente serían de fogueo, menos el que atravesaría el cuerpo de Damián. Su caída se excusaría como producto del caos. Damián sería el héroe de la jornada, derribado en acción contra un cartel de narcotraficantes.
—¡No tiren, no tiren! —aulló Gómez mientras se arrojaba el piso y extraía su pistola de la cartuchera.
Brotaron relámpagos y el estruendo hizo temblar las paredes. Gómez se zambulló detrás de un mostrador y afinó la puntería. Damián corrió hacia el portón mientras un arma automática puesta en tiro rápido era accionada furiosamente contra decenas de hombres paralizados. Las balas de fogueo barrían el aire. Gómez apretó el disparador una, dos y tres veces. Logró herir el hombro derecho de Damián, quien rodó sobre el piso de cemento y quedó boca arriba. Gómez pegó largas zancadas y se detuvo a su lado con el arma humeante. El griterío ensordecía.
Damián lo miró perplejo; con la mano izquierda se apretaba el hombro dolorido.
Gómez estaba desfigurado, el ceño oscuro y la boca abierta. Para Damián ese momento empezó a dilatarse como si se proyectara en cámara lenta; su vida estaba a punto de acabar mientras Gómez miraba alternadamente hacia el piso y hacia atrás, como si lo bloquease una terrible confusión. Damián no entendía qué estaba pasando. El estruendo proseguía furioso. Debía hacer algo, aunque resultara inútil. Con esfuerzo sobrehumano giró hacia la derecha. Alcanzó a identificar las mejillas chupadas y el pelo blanco de Victorio Zapiola que se inclinaba sobre su cara. Y se desmayó.
Le temblaron las rodillas cuando el ascensor se abrió en el decimotercer piso y apareció el amplio hall alfombrado. La recepcionista lo condujo hasta el despacho de Nélida, que esta vez no le regaló su profesional sonrisa: con evidente fastidio cerró una carpeta, se calzó el auricular y apretó el conmutador.
—Ha llegado Antonio Gómez.
Escuchó la respuesta de su jefe y cerró los párpados. Luego se dirigió a la angustiada visita.
—Siéntese. Tendrá que esperar unos minutos. ¿Quiere beber algo?
—Café —titubueó. —Aunque necesitaría algo fuerte. Coñac o ginebra.
—Lo siento. —Se calzó los anteojos sobre la punta de la nariz y se concentró en una pila de facturas. —Aquí sólo convidamos café o gaseosas.
Antonio bebió su café, hojeó las revistas desparramadas sobre una mesa ratona, fue al baño y hojeó de nuevo las mismas revistas. Al despacho de Wilson Castro pasaron otras personas que llegaron después que él. Miró su reloj por centésima vez: el jefe lo estaba castigando desde antes de recibirlo. En la organización no se toleraban errores, por involuntarios que fuesen. Tomás Oviedo había precisado cada etapa de la misión; no era más intrincada que otras cumplidas en los quince años que trabajaba a su servicio. Pero sabía que para la evaluación final tenía en cuenta el resultado, no las dificultades. El resultado era negativo. Incluso había debido intervenir Oviedo en persona para que no lo zamparan en la cárcel.
Estaba adormeciéndose cuando la voz de Nélida le ordenó ingresar en el temible despacho.
Pegó un brinco y una puntada le atravesó la sien. Caminó mostrando un falso aplomo. El jefe, que lo esperaba sentado tras su espléndido escritorio, no se levantó para saludarlo. Mal signo. Lo miraba por encima de sus anteojos dorados y aguardó hasta que Gómez se acercó.
—Buen día, patrón. —Antonio carraspeó.
—¡Fallaste! —La palabra sonó como la sentencia de un tribunal.
—¿Le explico? —la frente de Antonio se cubrió de gotitas. —Recién pude dispararle cuando corría. No me informaron de los cambios que hicieron a último momento, ni de que la concentración se iba a hacer en el galpón número tres en lugar del uno. Tampoco estaba seguro de que ya hubieran entrado todos los hombres de la DEA. Temí que el trabajo previo se fuera a echar a perder. Entonces grité para generar confusión. No calculé que el profe iba a buscar la puerta. Si salía, iba a ser imposible. Entonces disparé. Tuve bastante puntería; casi le daba en el corazón...
—En el hombro.
—Quise rematarlo, pero...
—Oviedo gastó mucha influencia para convencer a los agentes de que el tiroteo produjo una confusión dramática. Fue una suerte que no te retuvieran más de un día.
—No dije una sola palabra de más en la comisaría. Lo juro. —Dibujó una cruz sobre su boca. —Lo más importante está a salvo, patrón. Usted lo sabe.
—Ya no es asunto tuyo. —Wilson entrecerró los párpados y observó cómo a su agente le aumentaba la transpiración.
—Voy a hacer lo que usted me ordene para borrar mis errores. Estoy dispuesto a reparar mi falta por el camino que elija. No me importan las dificultades. Pero le aseguro que no soy culpable.
Castro apretó el conmutador:
—Nélida, convoca para dentro de dos horas al consejo de emergencia.
Las rodillas de Antonio incrementaron su temblor. Le daba rabia y pánico. No era la primera vez que enfrentaba un peligro, pero sí un peligro que provenía de su jefe. Tenía que hacer algo hábil antes que fuera demasiado tarde. ¡Mierda! El cerebro se le había bloqueado.
—Pídame lo que quiera.
Castro murmuró como si hablase para sí:
—Tendrás que convencer a Damián Lynch de que el tiroteo te volvió loco. Y de que corriste a su lado para protegerlo. No debe quedarle la menor sospecha. Deberás ser con la lengua más inteligente de lo que fuiste con la puntería.
—Lo haré. Lo haré muy bien, pierda cuidado.
Oyó el rumor de la hierba oscura. No entendía si caminaba o rodaba. Por entre los macizos negros se filtraron chispas. Desde el estómago le subía un olor a metales. Sabía que la luz era recuerdo porque estaba sumergido en un pozo. Sabía que le costaba comprender. Soñaba que soñaba y, al mismo tiempo, trataba inútilmente de abrir los ojos.
Alguien atravesó una puerta. El sonido fue tenue y prolongado. Sobre el picaporte se mantenía apoyada una mano sigilosa. Se cerró la puerta y cesaron los demás ruidos, el de la hierba inexistente y el de su propio corazón. Sus orejas semidormidas se movieron hacia quien acababa de entrar. ¿Por qué tanta discreción? Debía de ser su abuela Matilde; lo cubriría con la manta y le tocaría la cabeza; su mano rugosa le produciría bienestar. Damián contrajo la frente y aguardó el maternal contacto. Pero la mano no descendía sobre él. La persona que acababa de entrar buscó el borde de su cama y se sentó con extremo cuidado. Era un cuerpo nebuloso. Damián podía registrar su respiración, que no se parecía a la de su abuela.
¿Por qué no conseguía despertar del todo? ¿Qué le habían hecho? Se resignaba a la inmovilidad, pero no a la ignorancia. Aguzó los oídos. La respiración de la visitante era agitada. ¿Mónica? ¿Sería su dulce y querida Mónica, que venía a regalarle mimos? Lo atravesó un intenso estremecimiento, y sintió que una mano húmeda, ligeramente temblorosa, le acariciaba una mejilla. No la cabeza, sino la mejilla. No era su abuela. Tampoco Mónica.
La visitante inclinó la cabeza, y Damián percibió que lo miraba con ardor. Se tironeó los párpados pegados. Ella se acercaba más y Damián percibía su aliento cálido, con fragancia de rosas. Ojalá fuese su amada, pero era otra mujer.
Una ola se extendió por su cuerpo al sentir que la mano se deslizaba desde su mejilla hacia abajo. Recorrió el cuello, tocó el esternón y se desvió púdicamente hacia el brazo. Estalló un agudo dolor en el hombro opuesto. La caricia era embriagadora. Entonces Damián consiguió que se filtrase un poco de luz en su retina. Entrevió una acuosa escultura coronada por un sol derretido en bucles. Hizo fuerza, pero la red de sus pestañas no conseguía desatar los nudos y apenas logró corroborar que se trataba de una mujer. Las cuerdas vocales le permitieron emitir un ronquido. La mano de la ignota mujer tenía dedos largos, cubiertos de anillos; no cesaban de moverse, como las olas apacibles de una playa.
Damián fue asaltado por otro sacudón. La mujer se incorporó, quizá decepcionada. Él abrió por fin los ojos y alcanzó a ver que un vestido claro cerraba tras de sí la puerta.
El monitor alertó a la enfermera, que acudió al instante y le transmitió palabras tranquilizadoras. La herida cerraba bien, sin complicaciones. Sus funciones se habían estabilizado. Aún molestaban los efectos de la anestesia, pero en unas horas podría ingerir líquidos. No tenía motivos para preocuparse.
—¿Dónde estoy?
—Le suturaron el hombro derecho —repitió la enfermera a la pregunta que él formulaba por cuarta vez—. Tuvo mucha suerte. Quédese tranquilo. El doctor Cabanillas es un genio; ¡ni le quedará marca!
Damián tosió para despejar sus alicaídas cuerdas vocales. En su mente se agolparon los sucesos del viaje al norte y empezaron a reproducirse las escenas del tramo final, con el tiroteo incluido. Lo habían herido en el hombro: sintió un dolor agudísimo que lo tumbó. Antonio Gómez corrió hacia él con la pistola en su mano; ¿había sido el autor del tiro? Sería increíble. Su ceño encapotado y su boca abierta denotaban tensión, bronca, desconcierto. ¿Había sido una pesadilla? Damián no lograba recuperar la voz. A medida que recordaba, más se le empacaban las cuerdas vocales. Ayudándose con las manos insistió en que la enfermera dijese dónde estaba.
—En la residencia de la familia Castro Hughes.
Se le desataron de golpe los nudos de las pestañas y abrió muy grandes los ojos.
En el parque de la residencia cantaban los jilgueros. El sol se extendía sobre los macizos de flores. Sobre un rosal zumbaban dos abejas.
—Tuvo suerte —dijo Wilson mientras se sentaba.
Damián le agradeció con una inclinación de cabeza y revolvió las gotas de limón que había vertido en su té. Nadie era testigo de esa conversación, que sostenían sentados en crujientes sillones de mimbre.
—Yo le advertí —agregó el dueño de casa—. Las investigaciones que pretenden tocar directamente los nervios de un sistema pueden convertirse en un bumerán.
Tomó un canapé y lo comió de un solo bocado. Se le hincharon los carrillos mientras masticaba. Luego dijo:
—El narcotráfico es un negocio inventado por el demonio.
—Lleno de trampas —completó Damián, interrogativo, mientras hacía girar la cucharita.
Wilson le sostuvo la mirada con aparente afecto.
—Exacto. ¿Podría mencionar algunas de esas trampas?
—Usted debe de conocerlas mejor que yo. No voy a sorprenderlo.
—Ja, ja... Supongo que las incluirá en sus artículos. ¿Va a escribir sobre este viaje?
—Lo estoy evaluando.
—¡Cómo le gusta el misterio, chico! Tal vez en el futuro publique novelas policiales. Eso sí, sería menos riesgoso que el periodismo de investigación. Pero dígame: ¿le fue útil la ayuda de Antonio Gómez?
Damián bebió un sorbo y no contestó.
—El pobre me confesó, muy lastimado —prosiguió Wilson en tono confidencial—, que vino a pedirle disculpas por su cobardía. La cobardía lo encegueció. Le pidió disculpas a usted, pero él no se perdona a sí mismo. Así dice. La verdad, yo tampoco lo perdono. Con su experiencia, no se justifica semejante barbaridad.
—Me pidió disculpas, es cierto —concedió Damián mientras trataba de perforar la mente de Wilson—. Lloró, casi. Me explicó diez veces que el tiroteo, los gritos y la presencia de tantos delincuentes juntos lo desequilibraron. No sabía quién era el enemigo. Menos mal que lo detuvo un agente de la DEA.
—¿Usted le cree?
Damián bebió otro sorbo. El hombre que tenía junto a él en la perfumada glorieta del parque irradiaba cordialidad y procuraba mostrarse confiable. Su leve acento cubano sugería amistad. Era el padre de Mónica, pero en lo único que se parecían era en la firmeza del carácter. Su poder en la Argentina, pese a sus esfuerzos por mantener el bajo perfil, corría como un secreto a voces. Era un empresario temido entre quienes disponían de buena información. La sinceridad no debía de ser uno de sus rasgos cardinales. Ante semejante titán había que medir la respuesta.
—A veces se “decide” creer.
—¡Qué buena frase! —celebró Wilson, y levantó el segundo canapé—. “Se decide....” Yo decidí creer en la invasión a la Bahía de los Cochinos, y fui un necio, porque en el gobierno de los Estados Unidos no existía la decisión política de llevar las acciones hasta sus últimas consecuencias. También decidí creer en la guerra de Vietnam; otro error. Ambas, sin embargo, me dejaron enseñanzas buenas.
—¿Por ejemplo?
—No ceder ante el infortunio.
—¿Hubiera preferido tener otra historia?
—¡Eso sí que no me lo he preguntado nunca! Con otra historia quizá no hubiera venido a la Argentina, no hubiera tenido una hija como Mónica... —Le palmeó la rodilla. —Ni lo hubiera conocido a usted.
Damián percibió la hipocresía.
—¿Por qué me ha alojado en su casa, Wilson?
—Muy sencillo. Usted fue herido en una emboscada de la DEA. Se descubrió un importante cargamento de cocaína gracias al esfuerzo de mis hombres, entre los que figuraba usted, que fue la única baja. O semibaja. Si lo llevaban a un hospital, la prensa no le hubiera dado resuello, y la limpieza del operativo se hubiese malogrado.
—Antonio insinuó varias veces que yo sería el héroe de la jornada.
—¿Eso dijo? Ja, ja... Se ve que usted supo ganarse su simpatía. Esto hace más imperdonable su confusión.
—Tal vez no lo dijo sólo por simpatía —reflexionó Damián mientras le clavaba la mirada.
Wilson se endureció un segundo, pero al instante recuperó su actitud amable.
—Lo invito a quedarse en mi casa por lo menos una semana, chico, hasta que la noticia desaparezca de los diarios. Es mejor para la DEA y para usted; hace rato que atiendo el bienestar de varios frentes. Aquí no lo molestarán ni los curiosos ni la prensa.
—Una semana es demasiado. Dígame, Wilson. ¿por qué ni siquiera trascendió que hubo un herido?
—En el galpón no había periodistas. Llegaron después, cuando decomisamos la merca. En su caso, la bala apenas cortó fibras musculares, y usted perdió el conocimiento. Mis hombres lo retiraron en el acto. Sólo trascendió que hubo un desmayado. Como le dije, no le haría bien a nadie... ni a la DEA ni a mí ni a usted... que se supiera la verdad. Cayó un grupo local, y eso cierra de maravillas.
—Cierra tan bien que hasta me hace pensar muchas cosas. Yo sé que fue planeado.
—¡Chocolate por la noticia! —Vibraron las sienes de Wilson. —Claro que sí. Planeamos la emboscada. Pero no las torpezas de Antonio. Antonio debe ser preservado de las requisitorias porque es un informante, sabe mucho. Y puede arruinar futuros operativos.
—Ahora yo también sé algunas cosas, Wilson... ¿Y Tomás Oviedo?
—¿Qué tiene? —Le tembló brevemente un párpado, como si fuese un tic.
—Pregunto.
—Vino a saludarlo, ¿no?
—Me refiero a su opinión sobre lo ocurrido.
—Estamos de acuerdo. Es mi secretario y —se asomaron los dientes en su forzada sonrisa— tiene que coincidir.
—¿En qué?
—En varios puntos. Por ejemplo, Antonio Gómez. Ese hombre ya no sirve para tareas delicadas. Su confusión anuncia otras. Pienso que terminará en un asilo, porque anda desesperado, con ideas suicidas. Lo despediré con una buena indemnización antes de que cometa una locura. Lo mejor es alejarlo.
—Necesitaría hablar de nuevo con él. Cuando vino a disculparse, yo estaba mareado y sorprendido. No alcancé a hacerle algunas preguntas, y en el viaje fue reservado en extremo. —Miró fijo otra vez a su interlocutor. —Acabado el operativo, no tendría por qué negarse a desembuchar ciertos datos. Por lo menos a mí.
—¿Datos? Fue entrenado para cuidarse de los periodistas; tal vez por eso no contestaba a sus preguntas.
—Uno de sus jefes se llama Abaddón. —Se le tensaron las comisuras de los labios. Tengo urgencia en saber quién es, dónde vive, a qué se dedica.
Los ojos de Wilson emitieron un destello.
—Extraño nombre...
—El Ángel Exterminador.
—¿Eso significa? Wow! ¿Y qué quiso decir Antonio cuando lo identificó como “uno de sus jefes”? —se hizo pantalla con la mano. —No olvide que el jefe de Antonio soy yo.
—Digamos que se trata, efectivamente, del señor Wilson Castro, ¿qué le parece? —Damián hablaba con la garganta seca y a cada rato sorbía otro poco de té: —O que opera por debajo del señor Castro, en lo que podríamos llamar una cadena de mandos de estilo militar —cerró los puños, porque se había metido otra vez en las arenas movedizas.
—¡Ja, ja, ja! —se llevó ambas manos a las mejillas. —¡Qué imaginación! Conozco las cadenas de mando, porque fui militar, pero mis empresas no son un regimiento, ni mis oficinas, un cuartel. —Wilson soltó otra carcajada.
Damián se examinó las uñas mientras calculaba la siguiente maniobra. Tal vez estaba cometiendo la mayor torpeza de su vida.
—Es la primera vez que oigo la palabra Aba... ¿cómo era? —Las mejillas de Wilson enrojecieron levemente. —No me gusta su sonido ni lo que significa. ¿Por qué le interesa un Ángel Exterminador?
—Curiosidad teológica.
Wilson se acarició la garganta.
—Ah... también teológica —y evocó a Bill.
Recién se me fue la jaqueca. He tomado más medicamentos que un enfermo terminal.
Nunca me venían tan seguido. Creo que la causa reside en la locura que me está desbarrancando. O en la fuerza que hago para no desbarrancarme del todo.
Se hicieron más seguidas con la aparición de Damián, porque intensifican mis conflictos con Mónica. Damián me hace recordar los años en que yo era joven, limpia y podía enamorarme de verdad. Me ha hecho perder el tenue control que aún podía ejercer sobre mí misma.
Hace rato que me he alejado de Mónica, al punto de volverme inaccesible. Lo sé y lo padezco. Tal vez ni sospecha que no me divorcié de Wilson para protegerla, porque Wilson es capaz de todo.
Nunca podría contarle a mi hija la cruda verdad, los extremos de mi sometimiento. Opté por alejarme, ponerme máscaras, simular sueño, para no decirle lo que me desgarraba. Ni siquiera prestaba atención a sus historias de adolescente porque tenía pánico de que ella captase la bazofia escondida. Lo mío era imperdonable: me había convertido en el peor de los modelos.
Si ella supiera que es una hija adoptada... Pero eso es lo de menos. Hoy en día ya nadie se desgarra las vestiduras por haber ocultado un hecho así. Pero “lo otro”, eso que llamo “lo otro”... ¡Cómo diablos hacerle comprender “lo otro”!
Sólo Tomás se ha enterado de que Wilson la recogió de un campo de detención clandestino al morir su joven madre. La inscribió en debida forma y los papeles están en orden. Nadie podría reclamarla. Pero a los pocos días de su séptimo cumpleaños, que celebramos con tanta alegría, vi esa película espantosa que recorrió el mundo. A partir de entonces se me instaló una angustia terrible.
Con el tiempo, al comprobar que nadie la reclamaba y que ella crecía como auténtica hija nuestra, la angustia disminuyó. Para todo el mundo y para ella misma, Mónica era la hija biológica de Wilson y Dorothy, sin el menor asomo de duda. Pero sobrevino algo peor: “lo otro”. Entonces no supe cómo conciliar esta situación horrenda con mi papel de madre. No me sentía con derecho a darle un consejo, ni siquiera a opinar sobre su ropa. Yo me había convertido en una inmundicia.
Interrumpo para secarme las lágrimas.
Soy un asco. Me desprecio.
Siento culpa por no haber sido la madre que Mónica merece. Estoy tan descontrolada que se me ha fijado el deseo de levantarme a su novio. Huelo peor que excremento. No puedo más. Debo alejarme de aquí.
¡Bill! ¡Bill! ¡Te necesito! ¡No tengo a nadie más en el mundo!
El cuarto de huéspedes en el que dormía Damián se encontraba en la planta baja y una puerta lo conectaba con el parque. Despertó en medio de la noche. Con los pies había corrido las sábanas, para ganar algo de fresco. La luz velada que penetraba en su habitación le deshizo las últimas telarañas del sueño. Los tules que caían a los lados de la puerta ondulaban como velas en mar quieto. La decoración de su cuarto había desaparecido: los cuadros al óleo apenas se distinguían en la violácea pared como rectángulos agujereados. Enfrente se alzaba el espejo de una cómoda, y a su derecha, el contorno de una lámpara. Sacó un pie de la cama y palpó el libro que se le había caído al dormirse.
Dio vueltas sobre el lecho durante un cuarto de hora. Algo lo llamaba desde el parque. Se sentó y amontonó las almohadas tras su nuca. Un perfume intenso de flores abiertas avanzaba a su encuentro y, gracias a un soplo de brisa, le envolvió la cabeza transpirada. Se levantó con pereza, estiró el arrugado piyama y caminó descalzo hacia la noche estival. La luna estaba cubierta por nubes cuyos bordes daban paso a débiles rayos. Cruzó la galería y bajó por los escalones de granito hacia el césped mojado. El sendero zigzagueaba como una víbora gris rumbo a los matorrales del fondo, tras los cuales se alzaban los árboles. Parecían haber crecido y daba la impresión de que sus cimas se estiraban hacia las penumbras del cielo. A lo lejos se insinuaba el río.
La tranquilidad de la noche armonizaba con la multitud de insectos, ranas y lombrices que pululaban con incesante ritmo. Por sobre el croar que emergía de una acequia retumbaba el canto de los grillos y aleteaban las libélulas. Vibraban los tallos bajo el movimiento de las hojas que intentaban rozar la hierba.
El parque de los Castro Hughes parecía haberse dilatado. Damián se detuvo a contemplar los enigmáticos bloques negros que lo rodeaban, mientras sus pulmones gozaban del aire cargado de polen. Entonces ocurrió lo imprevisto. Oyó crujir ramas, como si se acercase un animal. Pensó que era un perro, tal vez una comadreja. Enseguida corrigió su error: no habían crujido las ramas, sino el pedregullo. Apenas dio vuelta la cabeza se topó con una figura blanca que ondulaba como la cortina de su habitación. La sorpresa no lo dejó reaccionar. Se trataba de un espectro escondido bajo una túnica que descendía del cráneo a los pies. Antes de que pudiese articular una palabra, dos brazos de mujer le rodearon el cuello. Damián perdió el equilibrio, pero ella lo sostuvo sin violencia. El cuerpo firme y cálido se apretó al suyo con sensualidad mientras la mano suave, osada, le revolvía el cabello. La otra mano se deslizó rápido hacia sus costillas y llegó al muslo. Damián sintió que una boca entreabierta se adhería a sus labios. Se besaron y frotaron con delicadeza. Todo ocurría con demasiada velocidad. O en cámara lenta, como en las películas.
No era Mónica. Resultaba imposible verle la cara mientras ella se le pegaba como una ventosa. Temblaba, y Damián sintió impulsos contradictorios. La acometida tenía tanto erotismo que le desactivaba los frenos. Sus brazos indecisos no se atrevían a rechazar la oleada de pasión. El afán de esa desconocida le parecía onírico. Pensó que soñaba, que finalizaría en una polución de adolescente. Le tomó la cara con ambas manos y descubrió una piel suave, blanda, fragante. La despegó de sus labios e intentó reconocer en la oscuridad quién le estaba regalando ese asalto afrodisíaco. Pero la sombra de la capucha se lo impidió. Cuando pretendió bajársela, ella se dio vuelta y huyó hacia la residencia. Damián quiso seguirla, pero algo desconocido lo desalentó. ¿Era otra trampa?
El espectro reptó por entre los contornos vegetales como una exhalación. Parecía una hoja blanca arrastrada por la brisa. Desapareció en el costado izquierdo de la residencia.
Damián se frotó los brazos. ¿Quién era? Esa mujer necesitaba de las sombras para abrazar a un hombre. Tenía hambre de locura o de sexo. Sufría. ¿Mónica y su padre habían sabido alguna vez de su existencia? Hasta se burlaba de los guardias. Wilson no tomaría el caso a la ligera.
Mientras se lavaba los pies y se cambiaba el piyama, lo asaltó una asociación. Era la misma mujer que había ingresado sigilosamente en su cuarto pocos días antes, cuando él aún se hallaba bajo los efectos de la anestesia.
Intenté comunicarme con Victorio, pero me informaron que estará ausente por varios días. Nadie me concederá otro dato, a menos que él trate de comunicarse conmigo. Me pregunto si estuvo realmente en el final del operativo o sufrí una ilusión. El tiroteo fue imprevisto y caótico. Bueno, imprevisto no, porque Antonio me había entregado un arma: él esperaba que hubiera combate. Me entregó un arma para que yo fuera el héroe. ¿Qué quiso significar? ¿Héroe porque aparecería muerto en una acción antidrogas? Sí, quiso significar eso, exactamente. ¿Fue él quien me hirió en el hombro, o fue una bala perdida? Tal vez me disparó por error, impulsado por la infernal turbulencia. Corrió a mi lado, pero se quedó inmóvil; no recuerdo que me haya prestado ayuda. Lo último que recuerdo es la vaga presencia de Victorio. ¿Para qué habría servido mi asesinato? ¿A quién le interesaba que yo muriera? Es ridículo pensar que los narcos temen mi investigación. ¿Fueron agentes de las milicias norteamericanas, entonces? Tampoco cierra. Vuelvo a Antonio: ¿a quién responde verdaderamente? Tengo la impresión de que Wilson no es su único jefe.
Estoy desorientado y estoy en peligro. ¡Qué bronca no poder hablar con Victorio!
¿Podría ser que la gente de Lomas, al descubrir la emboscada, haya querido liquidar a Antonio, y Antonio haya pretendido confundirlos atacando a alguien como yo, que no pertenecía a Lomas y, por lo tanto, era el presunto enemigo? Muy enrevesado... Quizás Antonio opera como agente doble. En este negocio todo es posible; es un pantano lleno de alimañas. Las alianzas se transforman en lo contrario con más rapidez que un fogonazo; la mayoría de sus protagonistas acaban en traición y homicidios en cadena. Nadie confía en otro por mucho tiempo.
¿Wilson y Tomás Oviedo son gente de confiar? ¿Es o no Abaddón un hombre de sus equipos? ¿Tendría que discutir esto con Mónica? Quizás Abaddón ahora trabaja como un prestigioso y correcto agente de la DEA.
¡Qué enredo!
Sabía que ese tipo de ofrecimiento no era optativo. El corazón le empezó a latir en la garganta mientras su tez se ponía blanca.
Antonio Gómez recordó que sólo tenía cuarenta y nueve años de edad. Pedir una prórroga sonaría ridículo, pero no se le ocurrió otro argumento.
Abaddón le sonrió condescendiente. Lo habían llevado a un descampado siniestro. No era la primera vez que usaban ese lugar para ejecutar traidores. Era la madrugada, justo antes del amanecer, la hora preferida para las ejecuciones sumarias. Era injusto; sus errores habían sido involuntarios. Tampoco había tenido la intención de revelar el sagrado nombre de guerra.
—Te ofrezco morir como un héroe. —Se le acercó al oído y repitió la frase con la tranquilidad que adquiría antes de apretar el gatillo. Gómez lo había visto hacerlo de la misma maldita forma con otros. Hacía poco él mismo había ofrecido a Damián Lynch el mismo final: “morir como un héroe”. Morir. Sólo que consolado. ¿Consolado?
El reo miró los ojos brillantes del hombre implacable: denotaban la determinación y la inteligencia de las víboras. Las linternas de sus secuaces iluminaban fragmentos de cuerpos y rostros, como si flotaran en la oscuridad.
—He cumplido muchas misiones —imploró Gómez, convulso—. Déjeme morir en la próxima, frente a sus verdaderos enemigos.
—Para vos no va a haber más misiones, Gómez. La última es tu suicidio. El ejemplo que nos vas a dar ahora va a fortalecer la disciplina de todos. ¡Morite como un héroe, carajo!
Se alejó hacia el círculo de linternas.
A Gómez se le doblaron las rodillas.
—¡Patrón!
—No me llames “patrón”. No me gusta.
—Todo salió bien, jefe. Cayó Lomas y se embarcó el cargamento principal. ¡No me haga morir por una boludez!
—Caíste en desgracia. No pierdas el honor que te queda.
Un antiguo compañero, sin mirarlo, le entregó la pistola. Antonio hizo un gesto de rechazo, luego la aceptó, la acarició, la empuñó.
—¿Cuál es tu última voluntad?
—Seguir sirviéndolo, señor. ¡Pero vivo!
Le castañeteaban los dientes. Le chorreaba sudor helado.
Acomodó los temblorosos dedos en torno del cargador de la pistola y rodeó el gatillo con el índice. La dirigió con lentitud hacia su sien derecha y, de repente, apuntó al cerco de linternas y empezó a disparar como si blandiera una ametralladora. En el mismo instante le saltaron a la nuca y lo derribaron sobre el pasto. Una certera patada le voló el arma. Otra patada le hundió la frente. Estaba desarticulado como una víctima en el altar del sacrificio.
Abaddón le encañonó la papada e hizo fuego. El tiro le astilló el cráneo; chorros de sangre y materia cerebral se le derramaron por el pelo hacia la hierba.
Todos se apartaron. Abaddón se acomodó las solapas del saco de gamuza y, con las manos enguantadas, colocó la pistola homicida en la derecha del cadáver.
Salieron a correr. Decidieron no esforzarse demasiado, aunque Damián insistía en que ya estaba plenamente recuperado. No llevaron los walkman, para poder charlar.
—Una de las conclusiones que debemos incluir en nuestro trabajo —reflexionó Mónica mientras se ponía la toalla al cuello— es que los Estados Unidos tienen mucha culpa sobre el mal que ahora pretenden suprimir. Se esmeran por desarraigar cultivos de coca, amapola y marihuana, pero no se inquietaron cuando el narcotraficante García Meza dio un golpe de Estado en Bolivia.
—Con el apoyo de Galtieri y varios alumnos de la famosa Escuela de Panamá —completó Damián.
—¿Fueron poco previsores o fueron imbéciles?
—Sólo miraban sus narices. Imbéciles. De alguna forma lo tenemos que escribir.
—Explotación bruta del “patio de atrás”. Una cantera llena de recursos que podían vaciar sin consecuencias.
—Yo la llamo “diosa ubérrima”. Chupan y nunca se seca. Pensaban en el corto plazo, mi amor. Instalaban una dictadura aquí y otra más allá. Resultaba fácil negociar con criminales como Trujillo, Somoza, Stroessner o García Meza, que entregaban su país a cambio de apoyo e impunidad. La democracia hubiera puesto demoras, reparos.
—Ahí reside nuestra cuota de culpa. O la gran cuota. No deberíamos dejar de enfatizarla también, si queremos ser justos. —Mónica inspiró hondo.
—Lo que pasaba, me parece, es que, si desde los Estados Unidos no se apoyaban los liderazgos que pretendían un desarrollo genuino, era por temor a la competencia, o a perder privilegios. Cuando prevalece el interés se apaga la lógica. No les importaba que se expandiera la pobreza; total, ocurría lejos de sus límites. No te olvides de que estaba la Guerra Fría.
—Sí, y el miedo a que los latinoamericanos nos volviéramos...
—¡Más independientes! Tal cual. Libres de negociar con quienes se nos antojara. Y también temían que diéramos la espalda al Departamento de Estado.
—El miedo no es zonzo: pero hubo algunos díscolos —señaló Mónica.
—Claro. No los interpretaron bien y les dieron martillazos en la cabeza. Pasó con Guatemala y la infame intervención al gobierno democrático de Jacobo Arbenz. Y después Chile, El Salvador, Nicaragua. Acá la caída de Frondizi y de Illia, dos gobiernos ejemplares.
—Y Cuba. No olvides que soy cubana por parte de padre. —Soltó la risa.
—Cuba es diferente. —Le acarició los cabellos próximos a la oreja, sin dejar de trotar. —O más o menos. Creo que Castro ya era un convencido marxista, pero lo empujaron hacia una dependencia de la Unión Soviética. Lo aislaron y lo exaltaron a la vez. Le impidieron ensayar un camino propio.
—Ahora ya es un fósil sin remedio, aunque papá no piensa lo mismo.
—¿Qué piensa? —Ajustó el ritmo de su trote al de ella.
—Que es inmortal, como una hidra de cien cabezas. Y que sólo cabe reventarlo con acciones armadas. Pero, en fin, son las broncas de mi viejo. Es un asunto personal que no tiene sentido político. Jamás vuelvo a discutir con él sobre ese tema. ¿Para qué?
—Tenés razón. Volvamos al tema del principio. Hablábamos de la responsabilidad de los Estados Unidos en...
—Sí, la expansión de la droga en América latina.
—Cuando cursé en Standford —relató Damián, secándose la frente—, se lo dije a mis compañeros. ¿Sabés que me contestaron? Unos, que yo deliraba, y otros, que estaba influido por los comunistas.
—¿Les explicaste el movimiento demográfico?
—Por supuesto. Además, lo tenían a la vista. Standford es California. La pobreza y la inseguridad que generaban las dictaduras violadoras de los derechos humanos, asociadas a compañías estadounidenses que explotaban y esterilizaban el suelo y la gente, provocaron el movimiento migratorio hacia los Estados Unidos. —Se ató la toalla en torno de la cintura. —¿Por qué fueron tantos mexicanos y centroamericanos a California, Texas, Arizona? ¿Para hacer un master? Mis compañeros encogían los hombros, nunca se lo habían preguntado. Entonces les dije fuerte: “¡Despabílense! ¡Vinieron por hambre!”.
—¿Y eso qué tiene que ver?, te habrán dicho. Qué culpa tenían los Estados Unidos de las malas políticas latinoamericanas que generaban hambre entonces y drogas ahora.
—Las mismas palabras —aceptó Damián—. Una noche, mientras discutíamos el asunto, les pregunté si se habían ocupado de averiguar las diferencias entre los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes nacidos allá. Por supuesto que no.
—Para ellos son todos la misma mierda —comentó Mónica.
—La misma. Pero la mitad del grupo decidió prestarme atención. Les describí lo que tal vez conocieron sus padres. Que esos hambrientos de América latina llegaban con una mano atrás y otra adelante como los demás inmigrantes que poblaron el país, que fueron trabajadores esforzados y decentes como los alemanes o los italianos o los judíos o los irlandeses, atados a tradiciones severas. También conformaron guetos, porque no dominaban la lengua ni les gustaban las costumbres del país. Lucharon a brazo partido. ¿Y qué pasó entonces? —Volvió a secarse y siguió. —Que sus hijos sí hablaban inglés y comprobaban que la decencia y el esfuerzo de sus familiares no eran reconocidos. No les atrajo repetir el inútil sacrificio. Descubrieron que meterse con la droga era fácil y rendía mucho. Formaron pandillas porque el mérito de sus padres no merecía admiración.
—Hubo serios conflictos.
—¿Entre los latinoamericanos? Ya lo creo. Rupturas familiares. Pero la cagada estaba hecha. Numerosos pandilleros fueron expulsados de California, de Texas. ¿Adónde?, les pregunté casi a los gritos.
—¿Adivinaron o no? ¡Porque son tan ingenuos!
—Adivinaron. Los mandaron de vuelta a sus países de origen.
—El origen de los padres.
—Y de ellos también, porque su lengua materna era el castellano y conocían las costumbres ancestrales. Pero además sabían inglés y tenían una sofisticada experiencia en el universo de las drogas. En otras palabras, mi amor, les dije que ellos, los estadounidenses, exportaron al resto de América latina a multitud de narcotraficantes que ahora les devuelven el favor. El narcotráfico latinoamericano tiene tecnología yanqui y la DEA los persigue como un rengo a un auto de carrera. Hace unas décadas sembraron la cizaña que se convirtió en selva y ahora les muerde los tobillos.
—¿Así les dijiste? ¡Muy bien, Damián! —Aplaudió y casi se le cayó la toalla.
—¿Muy bien? Casi me tiraron al piso. Hay verdades que resultan intolerables.
—Incluiremos estas ideas en el escrito. Son esclarecedoras.
—Por supuesto.
Siguieron corriendo hasta que Damián propuso reducir el trote a caminata.
—Perfecto; suficiente por hoy. ¡Te has lucido! —festejó Mónica.
—Ahora nos merecemos un litro de agua.
Rechazó la copa de champán que le ofrecía la azafata: debía mantenerse sobria aunque le resultase doloroso. El alcohol se había convertido en su consuelo, pero también en el aliado indirecto de Wilson. A ella le debilitaba la dignidad. De esa forma él podía forzarla a proceder de acuerdo con sus planes y, además, inundarla de reproches cuando a ella le renacía la casi olvidada resistencia.
—Prefiero jugo de naranjas —le dijo a la azafata, que regresó con una bandeja tintineante de opciones.
Una fina llovizna bruñía el pavimento. En torno del avión aún detenido circulaban vehículos de carga y empleados con impermeables amarillos. Desde su asiento de primera clase, ella oía la bienvenida que la tripulación de a bordo ofrecía a los pasajeros amontonados en la puerta de entrada. Muchos llevaban maletas a manera de bolso de mano y no podrían introducirlas en el portaequipaje.
Los parlantes anunciaron que estaban a punto de partir. Sentía un hondo alivio por alejarse al final de Buenos Aires. Aunque suponía que iba a ser inútil; para que Wilson la autorizase simuló resignación e idiotez. Era el recurso mentiroso que había adoptado, como desde antiguo hacían las esclavas para soportar mejor su destino. Antes de solicitar el pasaje a otra agencia, en tono dulce le imploró un cambio de aire y, de paso, visitar a Bill. Hacía años que no veía a su hermano ni a su amiga de infancia. Era una urgencia del corazón; tal vez estaban enfermos y la necesitaban, dijo.
—¿Enfermos? ¡Gozan de mejor salud que todos nosotros! Háblales por teléfono.
—¡Cuánto hace que no nos hablamos, Wilson!
—Tu nostalgia no tiene sentido. Si te necesitasen, lo dirían.
—Quiero verlos. Sueño con ellos. ¿Por qué esta privación?
La contempló con las pupilas contraídas, de tigre, que se le formaban cuando una desconfianza intensa podía sacarlo de equilibrio. Ella nunca había estado espiritualmente cerca de su hermano. Era verdad que su verdadero distanciamiento empezó cuando Bill enfermó de encefalitis y luego se fue al Oeste, y no desde que vinieron a radicarse a la Argentina. Wilson sabía que las visitas que Bill había realizado a Pueblo antes de que él apareciese no restablecieron el vínculo que suelen tener los hermanos, y que eso tampoco se produjo cuando fue a verlos a Panamá. Entre Dorothy y Bill existía la misma incompatibilidad que entre el agua y el aceite. O entre Wilson y sus malditos hermanos sometidos al barbudo Fidel. Ni ella intercambiaba cartas con Bill, ni Wilson con su olvidada familia de origen. Es decir, con la mínima excepción de cortos y formales saludos telefónicos entre Buenos Aires y Texas para los cumpleaños y la Navidad.
Tampoco Evelyn se había interesado en mantener lazos con su antigua amiga. Cuando partió hacia Elephant City rompió con su madre y con todo su pasado; siempre había querido fundirse con Bill. Y lo había logrado.
—No es éste un momento propicio para que vayas. Lo harás más adelante —sentenció Wilson, con una mirada que parecía el resplandor de un cuchillo.
Dorothy no podía entender las paradojas de la vida. Su esposo estaba más cerca de su hermano y de su amiga de infancia que ella. Los visitaba en su rancho de Little Spring y a veces se encontraba con Bill en Europa o América Central. Pero Dorothy nunca había ido a Little Spring y nunca había vuelto a verlos desde hacía más de dos décadas. Ellos tampoco expresaron el menor interés por acercarse a Buenos Aires. Ni por conocer a Mónica.
—Tengo ganas de suicidarme, Wilson. —Desesperada, pasó a la ofensiva. —Como te ocurrió a ti hace tiempo, ¿te acuerdas? Necesito ver a Bill. Es mi hermano, mi única familia. Una vez me contaste que te ayudó a sacarte las ideas suicidas. Que fue como un milagro.
—No creo en los milagros.
—Pero Bill los hace.
—Los hacía. Ahora dirige una comunidad.
—¡Por favor!
—Has elegido el peor momento para viajar. ¿Entiendes o no? Bill está muy ocupado. No creo que te reciba. Pediré a mi agencia que te incluya en una excursión divertida a Escandinavia.
—¡Tú no entiendes! Bill es mi hermano, y yo estoy mal, muy mal. Evelyn es mi amiga, la única que merece llamarse amiga.
—¿Amiga? ¡Si ni se hablan!
—Por mi culpa. —Le rodeó la cara con ambas manos, implorante. —Wilson, ¡por favor!
—Eres un incordio. Tendré que hablar con tu psiquiatra. —Le apartó las manos con violencia y se alejó.
Wilson y Bill eran lo mismo: aparatos inhumanos. No se había equivocado al conocerlo en Denver. Ambos eran de una frialdad terrorífica. Inconmovibles. Pero esta vez ella no se rendiría sin luchar. Bill haría algo. En los últimos años su cuerpo y su mente se habían impregnado de inmundicias. Su fijación por Damián era la más estridente de las alarmas. Había llegado al límite absoluto. Tenía que girar ciento ochenta grados, y para eso sólo le quedaba una persona en el planeta: su milagroso hermano. Quizá también su antigua amiga. Le costaría confesarles la verdad, pero debía vaciarse el estómago de tanta indecencia. En la Argentina no tenía con quién hablar: Wilson era sordo; Mónica, su inocente hija; y los psiquiatras, gente ante la cual no podía sincerarse para que no terminaran muertos.
Compró el pasaje en otra agencia, en secreto, para que Wilson no lo supiera. Y le dejó una nota. Preparó un bolso con los objetos imprescindibles, pues no debía despertar las sospechas del personal de servicio ni poner en alerta a la custodia. Dijo que salía a visitar a su amiga Amalia. Sacó su auto y le ordenó al vigía del portón que mandara otro vehículo a la casa de Amalia para allanarle el camino. El vigía se rascó la pelada y creyó no haber entendido la orden, pero ésta era seca y precisa, y él estaba acostumbrado a obedecer.
Desembarcó en Miami de madrugada. El rosado amanecer de la ciudad se filtraba por la ventanilla. Tal como lo sospechaba, Wilson ya había rastreado su itinerario y puesto en marcha la red de colaboradores en el exterior. Apenas Dorothy cruzó migraciones, se le acercó un hombre que la saludó respetuosamente.
—Me llamo Steven.
Le explicó que su esposo le había pedido que la ayudase en todo lo que fuera menester. Dorothy exclamó para sus adentros: “¡No afloja el control!”. Ese individuo atildado, con cara de vendedor de seguros, no había acudido a servirla, sino a vigilarla. Tuvo ganas de pedirle una botella de whisky, pero se contuvo.
La condujo a la sala VIP, le hizo llevar jugos y gaseosas, canapés livianos, le dio revistas recién compradas y le prometió ocuparse del equipaje mientras ella se tomaba un descanso.
Dorothy lo miró de arriba abajo y calculó el tiempo que le exigiría doblegar la voluntad de ese burócrata mediante la fuerza arrolladora de sus encantos.
—No tengo equipaje —contestó—. Quédese sentado, mientras yo estiro un poco las piernas.
Al tiempo que ella daba vueltas por la extensa sala, Steven extrajo su celular e hizo una llamada con voz inaudible.
Una hora y media después ambos se dirigieron hacia la puerta de embarque de un vuelo a Houston. El hombre de Miami no se separaba de ella más de un metro, como si temiera que se volatilizara. Apenas ingresó en la manga y lo dejó atrás, Dorothy volvió a experimentar el mismo alivio que le produjo salir de Buenos Aires.
En Houston la aguardaba otro hombre, pero tan viejo y arrugado que parecía una momia. Tenía un asombroso parecido con Abraham Lincoln. Pese a su barba de nieve y a sus profundas ojeras, se lo veía fuerte y decidido. En su boca se movía una bola que ella supuso era chicle; cuando descubrió que era tabaco rancio, sintió una arcada. Le parecía un sujeto conocido. El anciano se disculpó y guardó la bola en un pañuelo de papel, que arrojó a un cesto de basura. Se ofreció a llevarle el bolso y la condujo hacia la salida. Se abrió la puerta posterior de una limusina blanca y Dorothy fue invitada a instalarse en el lugar más confortable. El hombre la siguió y, sucesivamente, puso a su disposición el generoso contenido de la heladera, el control remoto de la televisión y una botonera para regular el aire condicionado. Dorothy rechazó con fastidio las gentilezas y se acurrucó en un ángulo. Se calzó los anteojos de sol con incrustaciones de brillantes y simuló dormirse. Pero mantenía entreabiertos los párpados y examinaba al rudo sujeto que tenía delante. Lo asoció con el chofer que acompañaba a Bill en sus visitas a Pueblo. ¡Pero si era el mismo!
—Usted se llama... se llama...
—Abraham Smith. Aby.
Dorothy asintió con expresión triste. Esa demora en reconocerlo confirmaba que su mente se extinguía como una vela. Entre “lo otro” y el alcohol, ya ni tenía memoria. Su cabeza estaba más ruinosa que el antiguo Foro romano. Suspiró vencida.
El automóvil dio un salto al pisar un objeto sobre la ruta. Aby miró enojado la cabina del chofer; Dorothy se aplicó un leve golpe en la mejilla, como si hubiese querido matar una mosca. Había huido de Buenos Aires en busca de la incierta salvación que significaba su único y frío hermano, pero ¡quién le garantizaba que su hermano fuera a conmoverse por sus conflictos!
Estaba asqueada. Apoyó la cabeza contra el respaldo y dejó que emergieran los personajes que terminaban cerrando negocios con Wilson. “Lo otro” pujaba por salir a través de sus pelos, de sus orejas. Era lo que debería contarle en algún momento a Bill. O primero a Evelyn. No, a Bill. No, a Evelyn. A los dos.
Dorothy había sido bendecida por la belleza, algo que Wilson captó apenas la vio en Denver, cuando su compañero James Strand se reencontró con su amiga Mathilda. Dijo entonces, y le repitió durante años, que desde aquel segundo inaugural quedó prendado de sus ojos y de su figura y que continuaría prendado de ella hasta que Dios lo llamase al Cielo. Pero al instalarse en la Argentina, luego de la adopción de Mónica, de varios años muy felices y de terminada la dictadura, a Wilson se le desinfló el optimismo. Sus alianzas perdieron influencia y le costaba armar nuevas, aunque no fuesen tan eficaces como las anteriores. Temía que algunos de sus antecedentes corroyeran las bases de su patrimonio. Necesitaba congraciarse con los nuevos protagonistas —muchos de ellos esquivos—, o de lo contrario sus proyectos podían naufragar. Así como antes había descubierto la forma de hacer fortuna mediante su relación con ciertos militares, ahora debía conseguir el favor de sindicalistas, empresarios, políticos y banqueros. Para ganar concesiones, licitaciones y contratos no bastaba con mostrar solvencia, invitar a comer, insinuar sobornos y divertir con anécdotas, sino incorporar en algunos casos el grano de la pimienta insólita, porque surtía un efecto desestabilizador. En mal momento su mente se iluminó con un fogonazo de Satanás y comprendió que disponía de una asombrosa herramienta: los encantos de Dorothy.
Los poderosos de turno siempre desviaban sus lascivas miradas hacia su mujer, embelesados. Entonces decidió internarse en el más arriscado de los caminos, como si estuviese en los pantanos de Vietnam.
Wilson tomó la decisión y se puso a planearla como un estratega antes de la batalla. Dibujó en su mente los detalles, evaluó riesgos y resistencias, así como filtraciones y victorias. El primer paso consistía en convencer a Dorothy. Lo hizo con los necesarios rodeos, como si debiese marear a un enemigo desconfiado para hacerlo caer en la trampa. Le contaba sus temores y magnificaba sus problemas. En grandes estuches de terciopelo aparecían brazaletes, anillos, collares, relojes, pulseras y broches. Decía que ella era, primero, su única aliada permanente, segundo, su única amiga de verdad, y tercero, su única colaboradora incondicional. Tres títulos. Dorothy le apretaba las manos y le aseguraba que vendrían tiempos mejores. Lo consolaba con besos y caricias.
Hasta que Wilson le confesó que necesitaba su ayuda. Pero que no se la iba a pedir. ¿Por qué no? Porque no podía. Porque no se animaba. Porque tenía miedo. Porque ella no aceptaría.
—¿Cómo que no? —protestó Dorothy.
Durante una semana Wilson continuó manteniendo el suspenso.
—Te ayudaré —insistía Dorothy, conmovida—. Soy tu esposa, estoy dispuesta a todo.
Wilson mantuvo el suspenso veinticuatro horas más. Finalmente, con palabras elegidas, le explicó su plan.
Al comienzo Dorothy no pudo comprender. En parte se debía a los giros intencionales de Wilson, y en parte, a que el proyecto sonaba increíble. Fue de la sorpresa al pasmo, del pasmo al dolor, del dolor al miedo, del miedo a la indignación, de la indignación a la resistencia, de la resistencia a la sublevación, de la sublevación a los gritos y de los gritos a las palizas. Wilson la abofeteó en el dormitorio cerrado con llave hasta casi desmayarla. Había usado la persuasión; después recurrió a la doma. De una o de otra manera, las mujeres debían obedecer, le susurró a la oreja sangrante con voz de fiera cansada.
En la limusina, Aby Smith observaba cómo Dorothy se acariciaba las mejillas, por las que rodaban lágrimas, y no podía entender la causa. Tal vez la emoción de visitar al hermano.
Pero ella navegaba en otro mundo. Recordaba que Wilson tenía un carácter más duro que el diamante y consiguió someterla a sus designios. A veces empleaba la dulzura, a veces la ira. El intenso amor continuaba —decía—, pero se había mutado en otra cosa. Siguieron como una pareja unida, sólo que él era el amo, y ella, la esclava.
Wilson la convencía y empujaba. Su insistencia era peor que la peor tortura. Dorothy debió besar y manipular hábilmente caras y cuerpos hasta lograr resultados. La lista secreta estaba formada sólo por buitres: el sindicalista Oscar Trabani, el comisario Vicente O’Connor, el empresario Juan Carlos Segura, el ministro Abelardo Coral, el operador Dalmiro López Bru, el juez Máximo Mendizábal y el banquero Ignacio Garbol. Las dificultades iniciales fueron superadas con la reiteración del esfuerzo. La práctica —cualquier práctica— enseña rápido. Más aún cuando el marido estaba detrás de cada eslabón machacando día y noche sobre la importancia de su sacrificio. Era imprescindible que Dorothy consiguiera cerrar asuntos espinosos. No se trataba de seducir a cualquier hombre, sino a aquellos cuya influencia operaba maravillas. Wilson le demostró de varias formas que no debía considerar vergonzosa su conducta, sino valiente y solidaria. Ella seguía intacta. Y lo hacía por el bien de la familia.
No debutó bien, tal como le había advertido que iba a ocurrir antes de salir para su primera misión. Fue torpe y escapó como una novicia. El empresario Segura le tuvo lástima, pero a Wilson le costó un contrato. Dorothy, en cambio, ganó tantas bofetadas que debió permanecer recluida tres semanas. En ese tiempo comenzó a beber; apagaba la rabia y el bochorno con dos y hasta tres vasos de whisky. También bebió antes de salir con el juez Mendizábal, y la cosa resultó mejor. Whisky antes y whisky después del trabajo era la panacea.
—Soy tu legítimo marido y debes hacer lo que mando —insistía Wilson como premio.
Pese a las borracheras y la creciente satisfacción de su esposo, Dorothy fue asumiendo el papel de hetaira. No podía asociar a Wilson con un gigoló, porque en general estos sujetos aman a sus trabajadoras además de protegerlas. Wilson, en cambio, sólo decía que la amaba, pero espaciaba sus abrazos sexuales. Cuanto más se esforzaba ella por él, más se alejaba él de ella. Dorothy temía que en cualquier momento le propusiera dormir en cuartos separados. Pero no fue así; ella no lograba desenredar esa mentalidad de nudo gordiano. Wilson no cambió de cuarto ni abandonó el lecho conyugal. En el curso de un año dejó de hacerle el amor definitivamente. Cuando ella se quejaba de su abandono, él la paralizaba con su razonamiento implacable: “Al buen caballo de carrera no se lo obliga a gastarse. Tu energía erótica debe conservarse para los sujetos que yo te indique, no quemarla con tu marido, que te ama mucho más y de otra forma”.
No tenía más remedio que ahogar semejantes argumentos en redobladas dosis de whisky. Pronto le diagnosticaron que sus cefaleas respondían a hipertensión arterial. El descubrimiento lo hizo Mónica, una tarde, mientras la acompañaba a una zapatería de la avenida Alvear. Se le trabó la lengua y su hija creyó que el defecto se debía al disgusto de no encontrar lo que buscaba; pero se agregó dolor en la nuca y un torpe desequilibrio hacia la derecha. El vendedor la sostuvo antes de que cayese. La llevaron en ambulancia al sanatorio. En el camino le aplicaron una inyección y, cuando la camilla disparaba por los pasillos, ya dio señas de restablecimiento. Mónica no se despegó de su lado. El especialista ordenó un chequeo, en veinticuatro horas tuvo diagnóstico y tratamiento estricto: debía suspender el whisky, evitar el estrés, no ingerir sal y tomar unos comprimidos.
Después supo que Wilson habló con los médicos a solas, les agradeció la celeridad y eficacia, dio propinas a las enfermeras y extendió un cheque por los servicios prestados sin revisar la factura. Todo un caballero. Abrazó repetidas veces a Mónica y prometió hacer lo que estuviese a su alcance para que su madre jamás volviera a sufrir esos problemas. Mónica repitió: “Gracias, papá” y le dio un beso en la mejilla.
Dorothy miró hacia un costado del asiento y, antes que su mano la levantase, el gentil Aby le entregó una caja con pañuelos de papel. Sus abundantes lágrimas bajaban en silencio.
Durante meses pareció que el alcohol se había alejado de su voracidad. Daba largos paseos con el walkman, duplicó sus horas de gimnasia, se sometió a una dieta exenta de sal, concurría a cuanto vernissage tenía lugar en las mejores galerías de Buenos Aires y se aplicó a decorar el nuevo pabellón de la residencia. Evitó las reuniones en las que Wilson se encontraba con gente de negocios, y él tuvo la cortesía de no pedirle nuevas intervenciones cuando un contrato escapaba de sus anzuelos.
La tregua fue inolvidable. Hasta llegó a mantener conversaciones con Mónica, animadas por la confidencia. Dorothy evocaba su casa en Pueblo, la fuerte presencia del abuelo Eric, los sermones de Jack Trade, las fotos de Zapata e incluso su amistad —tan distante, tan borrosa— con la enamorada Evelyn. Mónica la alentaba a referirse a su pasado porque era lo más hermoso que conservaba en su memoria y suponía que de esa manera la estimulaba a reconciliarse con su presente. En retribución, la hija contaba algunos de sus flirteos y cuánto la aburrían los amigos que sólo pensaban en ganar millones y vencer en récords de velocidad.
Pero retornó la crisis cuando el ministro Abelardo Coral decidió “apretar” a Wilson. Había llegado a la conclusión de que sus ganancias no eran razonables. Mandó señales oscuras, como negarse a recibirlo en su despacho y declinar invitaciones para cenar en la residencia o navegar por el Delta. Wilson encargó a Tomás Oviedo suntuosos regalos para la esposa y la amante de Coral, pero el ministro se mantuvo inflexible. Irritado por la actitud de su antiguo aliado, debía aplicar otros recursos, como una gestión personal ante el jefe de Gabinete. La suerte parecía girar en su favor; no obstante, una orden “de arriba”, seguramente impuesta por Coral, le cerró el paso en forma brusca. La cuestión ya no se resolvía con un aumento de la coima, porque el ministro insinuaba un porcentaje tan alto que ponía en riesgo todo el negocio. Oviedo se sacó y volvió a calzarse los anteojos; con la mirada enrojecida propuso extorsionar sin asco al traidor de Coral. Wilson quedó pensativo y murmuró que estaba de acuerdo. Había que elegir entre las putas finas y eficientes que tenían para casos especiales y ordenarles que lo llevasen a un sitio rodeado de cámaras ocultas. Pero recapacitó. A Coral no lo doblarían fotos ni denuncias; su cinismo era imbatible. Despachó a Oviedo y se quedó a solas.
Se acarició la garganta, como si la piel fláccida acumulase ideas. Un solo instrumento no fallaría, pero estaba fuera de uso. Podía arruinarlo para siempre. Dorothy ya lo había doblegado antes y podría volver a doblegarlo. Abelardo Coral seguía siendo un tipo bien parecido y podía conquistar a cualquier hembra. No necesitaba que se le regalaran mujeres despampanantes. Su gran satisfacción, sin embargo, apuntaba a las pertenencias ajenas, en especial de gente cercana y poderosa, como el alto porcentaje de dinero que pretendía arrebatarle en ese negocio. Su perversión era acotada y consistía en violar el último mandamiento, el que menos se cita. El último, el referido a la mujer del prójimo. Sus genitales, cansados de putas a la orden, querían algo más extremo: la mujer de su antiguo aliado, la mujer de Wilson. No porque fuese ya joven o tan atractiva, sino porque era la mujer de su antiguo aliado. Así de simple. Cogerla a ella era cogerlo a él. Ahí nacían los placeres del Olimpo. Dorothy era magnífica aún, pero mucho más por ser la esposa de Wilson Castro. En este aspecto, a la retorcida sexualidad de Coral no la superaban ni sus ansias de poder.
Resultaba arduo decidirse. Wilson sabía que el whisky y la hipertensión podían volver a estallar. La invitó a un lujoso restaurante, donde ordenó reservar mesa en un rincón íntimo. Se sentaron a la barra y pidió un cóctel tropical sin alcohol. Charlaron sobre la temporada de ópera, a la que su secretaria era muy afecta; gracias a Nélida se enteraba con antelación de las figuras que vendrían el año siguiente. También Dorothy amaba la música lírica. Cuando se ubicaron en el fondo del salón, Wilson prefirió sentarse a su lado, no frente a ella. Antes de abrir el menú depositó un estuche de terciopelo bordó sobre la copa. Dorothy imaginó el contenido y lo abrió con delicadeza; del interior sedoso estalló el fulgor de los brillantes. Sonriendo, Wilson dijo que los brillantes eran de Sudáfrica, y las esmeraldas, de una antigua mina colombiana. Dorothy le agradeció con un beso en la mejilla mientras él se ocupaba de fijarle el prendedor en la solapa. Era la primera vez en años que recibía un obsequio sin haberle prestado un servicio de puta.
Se instaló entre ambos una atmósfera apacible, como no ocurría desde hacía mucho. Wilson le hablaba en voz baja, casi al oído; sus frases rezumaban dulzura. Por fin —pensó ella— volvía a ser el mismo que había conocido en Denver. Pasó de las óperas a las anécdotas que le deparaba su trabajo: la fauna de sindicalistas, empresarios y políticos con los que debía tratar era cada vez más corrupta e impredecible. Luego se deslizó hacia sus recientes dificultades. No quería preocuparla; de alguna forma conseguiría salir adelante.
Pidieron lo mismo: centolla con caviar negro y, de plato principal, cordero asado. Para beber, agua mineral sin gas y jugo de fruta. Al rato Wilson le confió detalles graves. La traición era moneda corriente cuando las ambiciones se desenfrenaban. Sus socios de ocasión eran poco confiables y, para conseguir mayores beneficios, no dudaban en cambiar las reglas de juego. Aunque se refería a números y feas conductas, su voz mantenía un calor de terciopelo. Desde las mesas vecinas les echaban miradas envidiosas. Wilson le hizo saber cuánto le importaba su salud y lo contento que estaba por su mejoría. No debía regresar al whisky; ésa era su mayor victoria. Ella le acarició el antebrazo. Entonces Wilson, tras un largo suspiro, le contó la irritante actitud de Abelardo Coral, cuya desmesurada codicia iba a provocar el desmoronamiento de sus empresas. Era un irresponsable y debía quebrarlo. Había pensado en varios caminos, pero todos fracasaban. Sólo quedaba uno, apenas uno, a cargo de una persona muy especial. Pero esa persona no debía poner en riesgo su salud.
A Dorothy se le redondearon los ojos. Wilson le tomó ambas manos y las abrigó con las suyas, grandes y fuertes. La piel de su mujer se había puesto fría. Se acercó más aún a su costado, le puso una mano en el hombro y la besó cerca de la oreja, sobre un bucle de su perfumado cabello. Durante un cuarto de hora, con la paciencia de un hipnotizador, se aplicó a convencerla de que no le pedía que se acostara con el miserable Abelardo Coral. Pero, al mismo tiempo, y por un misterioso juego de palabras que en ella producían efecto, la estimulaba en sentido contrario. Dorothy dejó caer la cabeza hacia atrás, abatida por el vértigo. La lealtad al marido consistía en beneficiarlo siempre, cualquiera fuese el costo. Así lo venía haciendo, pero en lugar de sentirse bien, la aguijoneaba la vergüenza. Wilson llegó a decirle, entre otras frases cautivadoras, que no era preciso darse ánimos con el whisky. Pero si llegaba a necesitar un estímulo, él le proveería un comprimido carente de efectos secundarios prescrito por su médico de confianza. En realidad era el último favor de esta naturaleza que le solicitaba. Él mismo se resistía a ponerlo en marcha, incluso más que ella. Su situación empresarial estaba al borde de una catástrofe. Y no había otra tabla de salvación. “Créeme que prefiero otros caminos”, mintió.
Resbalaron lágrimas por las mejillas de Dorothy. Wilson, conmovido, se las secó a besos.
Camino a Little Spring, Dorothy arrancaba los pañuelos de papel, de a dos y de a tres. Se sonaba rabiosa. Esos recuerdos le hacían hervir los ojos. Aby temió que se terminara la provisión de pañuelos y buscó reservas en los bolsillos interiores del vehículo.
Aquella noche Wilson y Dorothy durmieron abrazados, como no ocurría desde hacía mucho tiempo, pero tampoco hicieron el amor. A la mañana siguiente Dorothy realizó su paseo habitual y luego canceló la entrevista con el arquitecto que la asesoraba en la decoración de la residencia. Buscó en su libreta de direcciones y llamó al número directo de Abelardo Coral. No demoró en insinuarle un encuentro clandestino. Coral fue recorrido por un estremecimiento.
—¿Dónde?
—En el lugar de la última vez, atorrante.
Coral ordenó que le modificaran la agenda del día. La llamada le produjo nerviosismo y una erección.
Wilson había deslizado en la cartera de su mujer un comprimido de éxtasis. Ella lo ingirió en el momento oportuno y consiguió arrancar al ministro las promesas que necesitaba su marido. El premio consistiría en otro encuentro, la semana siguiente. Al dejarlo, Dorothy no pudo frenar su tentación de beber whisky. Volvió a hacerlo delante de su esposo y de Mónica, con manifiesta agresividad. Quería castigar y castigarse; se sentía repugnante y santa.
Meses después, cuando vio por primera vez a Damián Lynch, también calculó si podría doblegarlo con sus artilugios. Total, era una ramera y su puntaje sólo se medía por la capacidad de seducir a los hombres. Hacía siglos que el orgasmo había desaparecido de su cuerpo y casi de su memoria. Para solucionar la carencia había probado con su personal trainer porque tenía un físico impresionante, pero en especial porque lo elegía ella, no su marido. El pobre se esmeró como nadie y fracasó. Hacía poco había llevado a su camarote del yate a un marinero, con equivalente desastre final. Supuso que estaba condenada, que ése era el castigo que se merecía, que era un mensaje de Dios enojado —como diría Bill— que no se prestaba a segundas interpretaciones.
Damián sacudió violentamente sus aletargadas expectativas.
Era hermoso, inteligente y limpio; Mónica lo adoraba. Se le metió entre los sesos como una lombriz y no la dejaba descansar. Su rostro de labios finos y nariz recta se le aparecía cuando caminaba, durante la gimnasia, en las insípidas charlas con sus insípidas amigas, mientras se duchaba o en medio de la comida. Le recordaba los años previos a su degradación, cuando ella era limpia y alegre. Pero ahora no sólo era puta —se criticaba—, sino peor, porque codiciaba el amor de su hija. La mierda de Abelardo Coral le había contagiado el virus de las perversiones extremas.
Cuando hirieron a Damián cerca de Garín en un confuso operativo antidrogas, Wilson decidió internarlo en la residencia. Ella bebía whisky e inhalaba cocaína para resistirse a los empujones de Satanás. No pudo evitar meterse en su cuarto y mirarlo de cerca, como a un botín. Noches más tarde se envolvió en tules y lo besó en el parque. Era una hediondez. Rodaba por el tobogán del infierno y Satanás la esperaba con sus colmillos chorreando saliva.
Abrió la cartera. Aby la observó atento, aunque era improbable que extrajese un arma. Vio que Dorothy tomaba un anotador forrado en cuero, como eran los diarios íntimos de años atrás. Su difunta mujer había tenido uno parecido —recordó Aby—, pero de color más oscuro. Miró hacia afuera y calculó cuánto faltaba para llegar a Little Spring.
Dorothy se dijo por centésima vez que Damián era el amor de Mónica y que ella no debía tener deseos perversos. ¿Cómo era posible que la tentase quitárselo? ¿Pretendía vengarse de Wilson superándolo en depravación? Tenía conciencia del límite, pero su conciencia era más impotente que un conejo en el pico de un gavilán. Sabía que eso no, pero el “no” vacilaba. La taquicardia, la hipertensión y el sudor de hielo la atacaban de día y de noche. Jaquecas a cada rato.
La limusina devoró ciento veinte kilómetros por las planicies de Texas. El paisaje se tornaba arisco, aunque por largos trechos se extendían ondulados campos de trigo que llegaban hasta la base de las colinas. Granjas aisladas punteaban el dorado infinito. Desde el sur avanzaban lentas nubes oscuras. Pasaron cerca de una población y Smith anunció que sólo faltaban quince minutos. Dorothy terminó de escribir unas líneas, guardó su diario en la cartera y miró también por la ventanilla. La luz languidecía ante el avance de las nubes. De vez en cuando el cielo se dignaba regar el estado de Texas.
Tomás Oviedo ingresó en el espacioso comedor de la residencia. En un extremo, solo, cenaba Wilson Castro.
—Imagino tu mal humor —dijo desde la puerta.
—Imaginas bien. Estoy terminando; ¿deseas comer?
—Gracias, ya comí. —Miró la hora. —Es un poco tarde.
Wilson dejó la servilleta junto al plato.
—Tarde para varias cosas. Así es. —Resopló mientras lo miraba con un fulgor que pretendía desnudarlo. —Me acompañarás con el café y una copita de ron portorriqueño. Vamos al escritorio.
Se acomodaron lejos de la mesa poblada de carpetas y diarios. Cuando la mucama depositó el servicio sobre una mesa baja, Wilson le ordenó que no entrara nadie a interrumpirlos y que cerrase al salir.
—No puede ser más desafortunada la coincidencia —se lamentó Tomás mientras se quitaba los anteojos y empezaba a frotarlos con un pequeña franela.
—De todos modos, volarás a Houston. Así estaba programado. —Bebió la mitad del pocillo y luego vertió un chorro de ron en lo que quedaba del café.
Tomás lo imitó serio y concentrado, como si realizara una operación química de alto poder explosivo. Percibía que las moléculas zumbaban en torno, cargadas de electricidad.
Podían estar satisfechos con la marcha del operativo Camarones —hábilmente programado—, pero inquietos por la inconsulta partida de Dorothy. Un éxito y una complicación. El éxito era grandioso: habían desbaratado el molesto cartel de Lomas, conseguido un buen puntaje ante la DEA y probado su granítica confiabilidad; de los errores de Antonio Gómez ya no quedaban rastros, y su muerte en el descampado había sido aceptada como suicidio. Todo cerraba de maravillas.
Pero el exabrupto de Dorothy amenazaba con perjudicar el resultado final como ponzoña de áspid. Parecía haber elegido el momento con plena conciencia. Les había apuntado al centro de los ojos. ¡Qué mujer más loca!
Wilson saboreaba el ron y trataba de no perder la objetividad. En el máximo riesgo había que aferrarse a la máxima calma. Como en Vietnam, como en Panamá, como durante la guerra antisubversiva. ¿Por qué la fuga de Dorothy a Little Spring habría de tener inevitables resonancias graves? Ella no sabía todo ni disponía de un cerebro alerta; sólo se ocupaba de los asuntos frívolos, era una persona superficial, irreflexiva. En cambio, suponían alto riesgo las investigaciones del diputado Solanas, los obstáculos que se disimulaban en el ministerio, el accidente de Ricardo Lencinas y las relaciones de Mónica con Damián Lynch. Wilson nunca había aceptado que Dorothy fuese a Texas por dos razones: primero, para preservar el secreto sobre el verdadero origen de Mónica; después, para evitar que viera en forma directa el gran negocio que él había montado con Oviedo y Bill. Intentó calmar su tormenta interior.
—Bill controla perfectamente su campo y sabrá cómo manejar a la hermana, ¿no es así, Tomás?
Tomás repasó los pasos cumplidos hasta ese momento.
—Coincido: Bill sabrá manejarla.
Wilson entornó los párpados y sus ojos castaño claro adquirieron el brillo de la mirada de los tigres cuando miden al adversario. ¿Tomás era absolutamente leal? En los últimos tiempos citaba demasiado a Bill: hasta había llegado a decir que el profeta se le aparecía en sueños. ¿Qué pistas significaban esas descuidadas palabras? No había vuelto a pronunciarlas, porque no era tonto. Pero Wilson no las olvidaba. ¿Se había entablado un lazo clandestino entre esos dos hombres, sin que lo hubiesen participado? La alianza se basaba en el originario vínculo de él con Bill, no de Bill con Tomás, pero en las guerras surgen situaciones inverosímiles. Se acercaban momentos de prueba. Siguió contemplando los lentos movimientos de Tomás, que parecía tranquilo, inexplicablemente tranquilo.
Antes de que Dorothy entrara en esa crisis, incluso antes de que Damián fuese enviado hasta Yacuiba para terminar como héroe muerto, desde Paraguay descendieron por el río Paraná tres barcos de carga en cuyos contenedores iba más droga de la que podía confiscar la gendarmería nacional en cinco años. Previamente, una empresa de Wilson Castro había vendido a Paraguay toneladas de carnes y mariscos congelados. Una parte del cargamento descendió en Asunción y fue distribuida en el mercado local. Otra parte, bastante significativa, se utilizó para envolver en gruesas capas los kilos de cocaína que habían reunido sus socios en galpones cercanos al puerto. De esa manera, aunque hubiese una inspección de aduana, saldría una caja de mariscos tras otra sin que pudieran llegar al núcleo donde se escondía el verdadero botín. La comida es la mejor técnica de empaquetamiento, ya que hasta el más obsesivo de los vistas teme echarla a perder y no insiste en llegar hasta el fondo.
La merca arribó en perfecto estado a Buenos Aires mientras los agentes de la DEA y porciones enteras de la gendarmería se ocupaban de rodear los caminos que desembocan en Garín. Los periodistas celebraron la audaz maniobra que hizo caer a Lomas; también hubo ascensos y medallas para quienes habían tenido una participación de riesgo. Wilson Castro exigió a los funcionarios locales y extranjeros que respetasen su bajo perfil, porque la verdadera meta era luchar contra el flagelo, no aparecer en los medios de prensa.
Cuando se acallaron los comentarios sobre el golpe maestro de Garín, los barcos ya navegaban victoriosos hacia América Central, donde se realizaría la fragmentación de su carga para un ingreso más seguro en los Estados Unidos. Los voluminosos contenedores entrarían por el puerto de Galveston y los más pequeños atravesarían la frontera mexicana. Hasta esa noche todo funcionaba según lo previsto. Camarones culminaría en pocos días y reportaría millones de dólares a Wilson, Tomás y Bill.
—Reconozco que la coincidencia es desafortunada —repitió Tomás—, pero no debería preocuparnos demasiado. Ya hablé con nuestro hombre de Miami. Mantenemos el control.
—Yo hablé con Bill. Mandó a Aby al aeropuerto de Houston con una limusina y alojará a Dorothy en la fortaleza.
—Sería mejor si la llevara a un hotel.
—No; es mejor la fortaleza; allí estará vigilada noche y día —explicó mientras observaba a su hombre de confianza con pupilas de felino.
—Sin embargo, me parece que... —Tomás frunció los labios, siempre tranquilo, siempre ajeno a las súbitas sospechas de su socio—. Creo que un hotel la mantendría lejos del trajín que significará el desembarco de la merca.
—Dorothy sólo tiene ojos para las joyas, las pieles y la decoración. No verá sino la austeridad carcelaria de la fortaleza. No aguantará esos baños con olor a amoníaco. Querrá volverse enseguida. Me parece lógico que Bill la instale donde no soportará quedarse más de veinticuatro horas.
—Tengamos en cuenta su amistad con Evelyn.
—Evelyn está acostumbrada a callar como una tumba. —Bebió el resto del café con fuerte sabor a ron. —Lo que me da mucha rabia, Tomás, es que haya decidido irse justo para allá. Me enteré tarde y no la pude detener. —Se golpeó las rodillas. —¿Por qué no eligió París, Roma, Miami? Le propuse un tour por Escandinavia...
Tomás Oviedo lo miró interrogativo.
—¿No lo sabes? —exclamó Wilson— ¡Fue a Little Spring para implorarle un milagro a Bill! ¡Fue para que le borre esa depresión de mierda!... ¡Mujer ridícula!... Tú crees en los milagros y esas vainas, ¿no? —Sus ojitos de tigre se afinaron más aún. —Me dijiste que el profeta se metía en tus sueños. —Ahora sus pupilas se habían convertido en lupas que pretendían reconocer el más leve signo en los músculos faciales del socio.
—Presiento que todo saldrá bien. —También Oviedo vació el pocillo, pero sin aparente emoción. —Estás en lo cierto: Evelyn no va a hablar más de lo necesario, ni Dorothy va a captar lo que pasa. Algo percibirá, pero todo el clima de la fortaleza es tan raro que la va a confundir completamente. Bill sabrá construir una versión creíble; es un experto en crear versiones creíbles. Ja, ja.
Al rato divisó las torres del rancho. Era una especie de cuartel rodeado por un cerco de mampostería, maderas y alambradas de púa que se perdía en lontananza. Ya más próximo, dejó de asemejarse al castillo que solía describir Wilson; tenía una siniestra semejanza con los campos de concentración nazis. Dorothy evocó al doctor Sinclair, quien había tartamudeado al informar a sus padres que, entre las secuelas de la encefalitis, podía figurar la paranoia. “Nada grave”, tranquilizaba a continuación, para disminuir la desesperanza familiar. Pero ese viejo dato adquiría una significación agobiante y le produjo angustia. Quién sabía en qué había convertido Bill la granja.
Dorothy nunca se había interesado por reunir datos precisos acerca de su hermano. Era un excéntrico al cual finalmente se había unido su mejor amiga, que, bastante ingrata, se olvidó del mundo al conseguir su objetivo. Quedaba como su amiga de infancia y juventud, no su amiga del alma.
La propiedad llegaba hasta el pie de las colinas, donde había puestos de observación. Dorothy ignoraba que el lugar se había expandido hasta alcanzar una superficie de doscientas cuarenta hectáreas. Fuera del edificio central, localizado sobre el antiguo casco —que también había sido agrandado con nuevos bloques—, se despejaron campos de tiro y entrenamiento disimulados cuidadosamente a la detección de eventuales inspecciones aéreas. Las pocas construcciones rodeadas de verjas o matorrales parecían establos. Pero debajo de esos establos existía una suerte de ciudad subterránea que Dorothy nunca conocería. Se bajaba por espaciosos montacargas. Varios túneles comunicaban grandes espacios con adecuada ventilación. Una sala concentraba armas y municiones, en otra se ordenaba la documentación y una tercera se dedicaba a la comunicación por vía satélite. Cada sección estaba a cargo de un jefe, ayudado por asistentes rotativos, que debía informar en forma directa al reverendo. El trabajo empezaba luego de la oración matutina y debía interrumpirse para la catequesis de la tarde. Disponían de café, bebidas y sándwiches a discreción.
Los documentos acumulados y procesados servían para hacer el seguimiento de las actividades que cumplían las organizaciones con las que existía alguna semejanza, aunque no tuvieran contactos directos con ellas. Había carpetas, fotografías y disquetes sobre la Resistencia Blanco-Aria, la Alianza Nacional, el Instituto para el Movimiento Histórico, el Comité de los Estados, la Liga para la Defensa de los Patriotas Cristianos, los Extremistas de Internet, los Caballeros del Ku Klux Klan, el Posse Comitatus, el Grupo de Acción-SS, el Nuevo Orden y el Pacto, Espada y Ejército del Señor.
El objetivo de la comunidad Héroes del Apocalipsis consideraba que esas organizaciones podrían colaborar en algunas etapas de la guerra inminente, pero el liderazgo no sería de ellas. La ardua y peligrosa faena que comandaba Bill Hughes ya proveía frutos grandiosos y el Señor apreciaría su obra por sobre la de los aliados circunstanciales.
Dorothy calculó que hacía entre veinte y veinticinco años que no veía ni a su hermano ni a su amiga. Hasta le costaba medir el tiempo. ¿Descubrirían, antes incluso de que ella abriera la boca, que en Buenos Aires la felicidad había durado poco y su marido la había transformado en una despreciable “operadora sexual”? Mejor que no; de lo contrario no darían crédito a su confesión y tampoco sabrían cómo ayudarla. Se restregó las manos para quitarles el temblor. Volvió a abrir su cartera y extrajo los adminículos de maquillaje. El espejo le devolvió una cara horrible. Se espolvoreó las mejillas irritadas, delineó las cejas, estiró las pestañas y se pintó los labios. Pidió un vaso de agua.
La limusina se detuvo ante un par de hombres que reconocieron al chofer pero, no conformes aún, abrieron la puerta y miraron cuidadosamente adentro, incluido el baúl de la limusina. Aby los saludó con un gesto, pero no se movió de su lugar. Había que respetar las rutinas de la vigilancia.
—¡Hola! ¿Todo bien?
—Todo bien.
Cerraron y uno de ellos accionó el control remoto; el portón de acero se corrió despacio. Cruzaron un perímetro equivalente a los fosos que rodeaban los castillos medievales, por donde circulaban hombres vestidos con ropa de trabajo, y se detuvieron frente a un segundo portón. Dorothy fue invitada a descender. Aby ordenó que le llevaran el bolso mientras la acompañaba a los aposentos del reverendo.
Atravesaron un largo corredor y al cabo de unos minutos se encontró frente a la imponente figura de su hermano. Aún conservaba el metro noventa y uno de estatura, la nariz pequeña y el bigote fino, pero sus cabellos habían emblanquecido. Su mirada perforaba como una aguja. De sus hombros bajaba la bíblica túnica que portaba desde sus años de Elephant City. Avanzó hacia ella con mareante balanceo, pero se detuvo a cierta distancia para evaluarla con actitud paternal. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez? Veintitrés o veinticuatro, más que la edad de Mónica. Bill, solemnemente, tendió sus largos brazos. Advirtió las señales de aflicción en la cara de Dorothy, con evidencias del llanto reciente. No esperaba verla tan triste, aunque mantenía su antiguo garbo. Cuando joven había sido jovial y optimista; ahora tenía la belleza de una alegoría trágica. Se sintió sorprendido, porque su cuñado nunca le había dicho que ella estaba mal. Despidió a Aby Smith con un movimiento de cabeza y la acompañó hasta su cuarto. Casi ni hablaron, él por su tradicional parquedad, ella para no quebrarse.
Enseguida apareció Evelyn. Si Dorothy lucía demacrada a los ojos de Bill, Evelyn parecía mayor que Dorothy. En sus cabellos había mechones grises y la piel seca demostraba que la mujer de un pastor no usa cosméticos. Ambas se acercaron dudosas, mirándose a los ojos húmedos y evocando imágenes turbias, deformadas por el tiempo. Cuando sólo las separaba un tembloroso metro de distancia, tendieron las manos y se estrecharon con fuerza. Un alud de emociones intensas las mantuvo abrazadas. Después se estudiaron con sonrisa y llanto. ¡Qué dolor! No podían explicarse cómo habían dejado pasar la vida.
Ante la parálisis de Evelyn, Bill actuó de cicerone. Abrió cajones y puertas para mostrar a su hermana que dispondría de comodidades, aunque ella no había llevado equipaje.
—Compraré en el pueblo lo que me haga falta —se justificó Dorothy—. No es problema.
Evelyn los seguía con un nudo en la garganta y rozaba de continuo el brazo de su amiga. La observaba con unción, como si fuese la portadora de un mensaje largamente esperado. Aguardó que Bill se apartase y preguntó en voz baja por Mónica, su “sobrina”.
Dorothy advirtió la indisimulable congoja y le puso una mano en el hombro.
—Está bien. Muy bien. Estudia Ciencias de la Comunicación y ama a un joven brillante.
Evelyn parpadeó; le parecía mentira que Mónica cursara esa carrera y estuviese de novia. Quería saber más, pero no se atrevía a irritar a su marido. Después, quizás al día siguiente, se enteraría de otras noticias.
Estoy revuelta. El reencuentro con Evelyn y mi hermano ha sido más chocante de lo previsto. Él no ha cambiado mucho ni en aspecto ni en carácter, lo cual me hace temer en cuanto a las expectativas que he puesto en su comprensión y su ayuda.
Evelyn parece mi madre, como si por ser la esposa de un pastor hubiera debido convertirse en alguien poco deseable. ¿Qué se ha hecho de sus sueños juveniles? Quería ser la mujer de un príncipe santo, gozar de cabalgatas románticas, florecer en eterno amor. Pero usa la ropa anónima que adoptó en Pueblo cuando se volvió mística y Bill la ignoraba. No cuida su piel del sol ni de los años. Tampoco se arregla el cabello de forma atractiva, sino que se lo sujeta a la nuca como algo que debe ocultar. No se maquilla, no se perfuma. ¿Así mantiene el afecto de su esposo?
Mi hermano es tan extravagante que quizá le guste una mujer ajada, como la abatida Virgen María al pie de la Cruz.
¿Hice bien en venir?
Esta granja me da miedo. Es disciplinada y silenciosa como una cárcel. O como un monasterio. O como el castillo de Drácula. No sé. Todavía no pude conversar con la gente de su comunidad. Deben de ser tan anormales como mi hermano. Pero si están aquí es porque mi hermano, de algún modo, fue su salvación.
Por más que Wilson lo niegue, Bill consigue algo extraordinario con las personas que lo escuchan. Lo mismo hizo con él. En aquellos tiempos las ideas suicidas de Wilson eran cotidianas. Yo tuve la iniciativa y el coraje (que no tendría hoy) de pedirle que dijese cómo se iba a matar para que le naciera el rechazo al suicidio. Cuando me hablaba de pegarse un tiro en la sien, le contaba que una vez leí de alguien al que la bala le entró por un lado y le salió por otro, pero lo dejó ciego. Si el tiro se lo daba en la boca, le describía el trabajo que tendrían en limpiar los fragmentos de hueso y de seso que salpicarían las paredes. Si optaba por el veneno, recurría a las descripciones que leí en novelas sobre convulsiones y ahogos terribles. En fin, fueron años llenos de zozobras en que sacaba fuerzas de no sé dónde para ayudarlo. Ahora pienso que tal vez no estaba tan decidido a matarse y lo decía para que yo entendiese cuánto dolor le producía no tener hijos.
Pero después de su visita a esta granja en 1976 (fue uno de sus viajes más largos), quedó libre de ideas suicidas y decidió adoptar una hija. Hasta ese momento la adopción no entraba en sus cálculos. Ahí cerró el problema. Y tuvimos muchos años de felicidad.
Estoy segura de que Bill lo sometió a un ritual milagroso, aunque Wilson no acepta confirmarlo. Dice que juró mantener el secreto. ¿Por qué?
Ahora yo necesito ese milagro. Ahora soy yo quien desea matarse.
Mi estúpida amiga Amalia, a quien sólo le dije que Wilson me pone los cuernos, opina que debo exigir el divorcio. Así no más. Me quedaría con un montón de dinero y los buscadores de fortuna —algunos muy encantadores— se arrojarían a mis pies. Pero Amalia no conoce a Wilson, que me haría azotar antes de concederme algo que fuera en contra de sus intereses. Ni puedo imaginar sus represalias.
Tampoco soporto dormir en la misma cama con alguien que me ordena seducir a hombres perversos. Esta situación me ha trastornado la mente. Ahora sólo deseo a Damián, nada menos que lo más prohibido. ¿Será para destrozarme más? ¿Para que también Mónica me siga en la degradación?
¡Ay! Tiemblo de pánico. Me reconozco una basura, pero hasta la basura tiene algo de rescatable. Y eso rescatable me dice que Damián no. No y no.
Por eso vine. Por eso me escapé.
Bill tendrá que salvarme.
Acepto que Bill es loco. Acepto que Evelyn también, porque decidió acompañarlo en su locura. No nos vemos desde hace casi un cuarto de siglo. Nos separa un abismo de hábitos y valores. Pero cuando les cuente se impresionarán con mi desgracia. Me han recibido bien. Evelyn está conmovida hasta el tuétano. ¡Necesito ayuda!
Pero, ¡ojo, Dorothy! Debo ser cautelosa. Muy. No van a creerme así como así. Supondrán que deliro. Es difícil aceptar que me sometí a tanto, siendo que yo no tuve por Wilson el amor extremo, de toda la vida, que Evelyn tuvo por Bill. Preguntarán por qué acepté prostituirme, por qué me di por vencida sin luchar. Entonces les demostraré que resistí hasta que las tormentas de sus cachetadas me fisuraron el hueso de la mejilla. Pero Bill, que es un rígido pastor, no se convencerá enseguida. Primero creerá que en el fondo de mi corazón me gustaba coquetear con otros, que soy una pecadora.
¡Ay, Dios! ¿cómo hablarles?
Bill debe de estar convencido de que Wilson es un hombre recto. Lo aprecia. Sé que lo aprecia pese a su origen hispano, lo cual es una excepción increíble, ya que nunca ocultó su odio racial. En Panamá pasaron horas caminando juntos. Después compartieron viajes a Pueblo. Wilson vino muchas veces a Little Spring. Se telefonean, se encuentran. Bill se formó un concepto errado. Ignora la verdad de sus negocios y del abuso a que me sometió. De saberlo, no podría ser su amigo. Hace rato que Wilson dejó de ser el joven tierno que me divertía, me llevaba a bailar y me susurraba piropos al oído. Desde que terminó la dictadura su alma se transformó en otra.
Afuera sopla el viento. Percibo olor a lluvia inminente.
Me acostaré y ojalá pueda dormir.
Bill se encerró a meditar en su cuarto blindado.
Entre Evelyn, Wilson y él habían conseguido mantener el secreto sobre el origen de Mónica. Desde el primer instante quedó claro que Dorothy no debía enterarse. Un secreto entre tres ya era peligroso, y una cuarta persona lo arruinaría con seguridad. La inscribieron como hija biológica de Dorothy y Wilson. Los papeles estaban en orden. El Señor había contribuido a que no se filtrase la mínima sospecha sobre la retorcida verdad.
¿Cuál era la verdad?
En enero de 1976 Wilson Castro se había atrevido a confesar ante Bill Hughes su esterilidad incurable. No era impotencia —repetía—, sino falta de espermatozoides. La culpa era de los asquerosos vietnamitas que le habían infectado la sangre en sus pantanos llenos de mosquitos. Después recurrió a múltiples estudios, uno más humillante que otro, y ya no le quedaba esperanza alguna. La vida se le hacía intolerable, pese a sus éxitos profesionales en la Argentina. Necesitaba descendencia para seguir luchando.
—No la necesitas —contestó Bill—. Crees que la necesitas.
—Entonces es una creencia de hierro.
—Sí. En cambio, los profetas no engendramos hijos biológicos, porque somos los padres espirituales de multitudes. Deberías pensar como un profeta.
—¿Podría ayudarme un milagro? —Wilson le puso la mano en el hombro, expectante como un niño.
Bill reflexionó durante unos segundos.
—Un milagro que me haga fértil —insistió Wilson.
—Hubo milagros para dotar de fertilidad a las mujeres, no a los varones —Bill evocó la Biblia. —Un caso muy comentado fue el de Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac. Otro el de Ana, madre del juez y profeta Samuel. Ningún varón padecía esterilidad. Éste es un mal que introdujeron los pecados de la civilización, como el sida. Te ha tocado, Wilson. Debes resignarte.
—No puedo. Pero... ¿acaso Dios no podría darme su bendición? ¿No la merezco yo, y sí millones de miserables que se reproducen como conejos?
—Este tipo de milagro es imposible —replicó Bill, dura la espalda y secas las mejillas.
—¿Por qué? El Todopoderoso...
—Mira, hace años, cuando predicaba en Elephant City, en Three Points y en Carson, me dediqué a resolver parálisis, ceguera, mudez y convulsiones. Siempre con la intercesión de Jesucristo, por supuesto. Pero jamás se presentó un caso de esterilidad masculina Creo que tampoco lo tuvo mi antecesor Asher ni mi socio Robert.
—Ahora se presenta uno. —Se llevó la mano al pecho. —Y te implora.
—No tienes la fe que haría falta.
—¿Cómo lo sabes? Por un hijo daría todo lo que tengo.
—Palabras, Wilson, palabras.
—Sólo te ruego que pruebes.
Bill lo miró a los ojos con desusada intensidad. Era evidente que en su cabeza bullía una idea importante. Pero aún no podía revelarla.
—¿Qué...? —balbuceó Wilson.
Bill siguió perforándolo con la mirada. Luego susurró:
—El profeta Eliseo me visita en momentos especiales.
Estamos en uno de ellos. Acaba de mostrarme el camino. Es angosto y oscuro. Exige fortaleza.
—¿Se realizará el milagro?
—Algo más simple: tendremos una solución perfecta. Una solución planeada en el Cielo.
—Explícate.
—Eliseo vertió su idea en mi cerebro como si fuese una gota de oro. —Sus pupilas fulguraban.
—¿Qué idea?
—Dentro de siete semanas vendrás a Little Spring, dispuesto a quedarte el tiempo que decida el Señor. Podrá ser un par de días o un mes.
—No entiendo.
—¿No me pides un milagro? Confía en mí. Empieza a tener fe.
Ahora, en 1999 —mientras meditaba—, Bill evocó el resto.
Evelyn había quedado embarazada y tardó meses en contárselo. Ella sabía de la postura indeclinable del marido y tuvo miedo.
—Los profetas no engendran hijos biológicos —repetía Bill.
—¿Dónde está escrito? —preguntó ella, llorando.
—Vale mi interpretación. La Biblia no menciona hijos de Isaías ni de Jeremías, ni de Ezequiel ni de Jonás.
—Pero tal vez... La voluntad del Señor...
—Nada. Debiste ser más cuidadosa y advertirme. Te has callado para torcer mi voluntad, para que me incline como un siervo ante los hechos consumados.
—¡Yo quiero tener la criatura! —A su llanto se agregaba el hipo de la desesperación. —¡Soy una mujer!
—Me has elegido. Tú viniste a Elephant City y prometiste seguir mis pasos y mi doctrina. Yo no te obligué. Ahora no tienes derecho a traicionarme.
—Lo decidió el Señor. —Se acarició el vientre. —Esta nueva vida es obra del Señor.
—Es producto de tu perfidia.
—¿Cómo puedes hablar así...? —Apenas le salían las palabras.
—¡Lo abortarás!
—Co... ¿cómo?
—Estoy en contra del aborto, pero en este único caso se justifica plenamente.
—¡Bill!
—¡O lo abortas o lo mataré a patadas! ¡No permitiré que cancele mi pacto con Eliseo!
Evelyn se contradecía de semana en semana, prometía introducirse agujas, saltar desde una mesa al piso, golpearse la barriga. Mientras, se cubría con ropas que disimulaban la obra del tiempo. La tensión con su marido era insufrible. En los pliegues íntimos de su alma confiaba en que Bill cambiaría de opinión apenas viese a su primogénito. Pero, aunque su enamoramiento había empezado de chica y ya llevaban casi una década de convivencia, no lo conocía bastante. Bill era duro como el mármol.
Ante la impaciente exigencia de Wilson, fue iluminado por Eliseo. Derramó una gota de oro en su cerebro. No habría aborto ni homicidio postparto, dictó el añoso profeta desde sus cordilleras de algodón. El Señor había desplegado un plan maestro: compensaba la impotencia de Wilson y la falta de maternidad de su hermana con el embarazo de Evelyn. ¿No era genial? Ambas habían sido amigas de infancia. El hijo engendrado por una sería criado por la otra.
Wilson, que no podía oír a Eliseo, ofreció resistencia. Quería un milagro verdadero. Pretendía que su cuerpo generase espermatozoides, como le pasaba al más bruto de los hombres. Pero el Señor había dispuesto otra cosa, replicaba Bill. Los hombres debían resignarse a Sus designios, que son sabios aunque resulten incomprensibles. La habitual parquedad del pastor se convirtió en un torrente de elocuencia. Estaba perplejo por el esplendor de las rutas que dibujaba el cielo.
—Evelyn no aceptará —protestó Wilson, encaprichado.
—De eso me ocuparé yo.
Para Bill el plan no adolecía fisuras. Era una maravilla, como la Creación del universo. Evelyn aceptaría porque, entre la muerte segura de su hijo mediante patadas o asfixia y donarlo a su mejor amiga, optaría por lo último. Más simple que el juicio de Salomón. Wilson tendría una descendencia del mejor nivel ario, que inscribiría como propio en Buenos Aires. Todos danzarían colmados de júbilo ante la generosidad del Señor: Evelyn pariría, Dorothy criaría, Wilson aseguraría su descendencia y Bill quedaría exento de paternidad biológica.
Pero Wilson no daba el brazo a torcer.
—No se pueden trasladar niños de un país a otro.
Bill lo examinó con ironía.
—¡Vamos! Tú mismo me has contado que en la Argentina los bebés entran y salen como maletas en el aeropuerto, y que es todo un negocio.
—¿Cómo se lo explicaré a Dorothy? —Wilson cambió el eje de la discusión.
—No deberá saber la verdad. —Bill adoptó su postura solemne. —Nunca. La decisión queda bajo llave entre nosotros tres. Evelyn porque ha gestado el niño, y nosotros porque somos varones. Si pretendes que el niño crezca como legítimamente tuyo, ni el niño ni su nueva madre deberán conocer su exacto origen. El niño supondrá que es hijo verdadero de Wilson y Dorothy. Dorothy supondrá que es una criatura que salvaste de una subversiva moribunda. Evelyn y yo seremos los tíos, los tíos norteamericanos.
Wilson lo escuchaba con asombro.
—Evelyn y Dorothy tienen la debilidad de Eva y no son confiables —agregó Bill—. Por lo tanto, ellas no volverán a encontrarse y el niño jamás visitará a sus tíos.
Parpadeaban los relámpagos; silbidos feroces se colaban por las rendijas. Evelyn estaba acostada, sola, los ojos fijos en el cielo raso beige; hacía años que no dormía en la habitación del reverendo. También había habido tormenta cuando se llevaron a su hija. Las nubes acudieron como las lloronas, para acompañarla en su dolor. Tenían formas oscuras y pulposas: eran madres y nodrizas trágicas que se expresaban con un llanto que inundaba el planeta.
Cuando Bill le comunicó su criminal decisión, una montaña le cayó encima. No pudo siquiera gemir, pero se apretó el pañuelo contra los ojos con fuerza brutal.
Para llegar al parto en forma más o menos civilizada tuvo que jurar y ceder. Nació una nena a la que llamó Mónica. Bill dijo que el nombre debía elegirlo el padre, pero como no se consideraba su padre verdadero, sino un accidente, dio un paso al costado y aceptó la elección de su mujer. Días después, con pañales, biberones, libros sobre la crianza de bebés y una enfermera, Wilson fue a buscarla.
Evelyn la bañó, la vistió con dulzura, arregló cada pliegue de la ropita color rosa y la alzó en sus brazos. La acunó mientras entonaba una canción que le salía llena de lágrimas. La apretaba contra su pecho hinchado de una leche que no podría volver a darle. Anhelaba fundirla otra vez en su cuerpo, pero sabía que ni Bill ni Wilson tendrían piedad ni paciencia. El final era irreversible. Debía armarse de valor. Le salvaba la vida, y quizás así su hija tuviera una más alegre de la que ella podía ofrecerle en aquel rancho donde se formaba una comunidad atenta al Apocalipsis. La llevaban a un país lejano y promisorio. Iba a criarla su mejor amiga, lo cual —machacaba Bill— era una bendición del Señor. Pero estaba prohibido contarle la verdad completa, para que Dorothy no fallase en su papel maternal y pusiera lo mejor de sí en una criatura de cuyos padres biológicos no tendría noticia.
Evelyn no recordaba cómo había sido. Ese instante se borró de su memoria. En determinado momento se miró los brazos y estaban vacíos. Mónica había desaparecido de la habitación. La recorrió un estremecimiento acompañado de náuseas.
Tronaban los relámpagos y la mayor preocupación de ese momento —¡qué estúpida!— era que el bebé no se mojase. Pero estaba paralizada en el centro del cuarto, la mirada puesta en un punto invisible. El terror le llevó las uñas al rostro; se arañó como si sus manos fuesen garras de pantera.
Oyó entre los ruidos de la tormenta cómo cerraban las puertas de un auto, cómo arrancaba el motor, como se alejaba el vehículo por el agua y los truenos.
Siguió inmóvil hasta que una racha penetró en la habitación y abrió de par en par la ventana. Las cortinas se elevaron como banderas y muchos papeles volaron por el aire. Un trozo de diario la abofeteó como si fuese la mano de un ángel que gritaba: “¡A moverse, idiota!”. Las lágrimas le impedían ver. Se abalanzó a la ventana por donde entraba el viento cargado de lluvia y se asomó a la noche.
Agua, viento, ruidos y oscuridad cruzada por fogonazos.
Entonces salió. Las ramas de los árboles se agitaban como si recibiesen descargas eléctricas. Quizás el auto regresara; no era posible viajar en semejantes condiciones. Y ella volviera a tener en brazos a su hijita. No se la arrancarían de nuevo.
El mareo la hizo tambalearse, Evelyn cayó contra el dintel de la puerta. Las frondas emitían aullidos. Los relámpagos seguían con sus destellos e iluminaban las ramas que parecían huesos a punto de quebrarse. Bajó al sendero de grava donde los goterones rebotaban con furia. El agua le empapó la ropa como si se hubiera metido vestida bajo la ducha. Caminaba hacia los portones por donde se había ido y por donde regresaría su criatura.
Una rama bramó en lo alto y se desprendió. El agua no sólo caía en forma oblicua, sino que corría en torno de sus pies como un río de montaña. Dio un paso largo y resbaló. Se fue de bruces y sintió que el pedregullo le había lastimado varias partes del cuerpo, incluso un labio. Sólo quería llegar al portón para abrirlo y dar la bienvenida a su bebé. Otra rama anunció que se había partido y bajaba como un alud. Evelyn levantó las manos para protegerse, pero resultó tarde. Perdió el conocimiento.
Despertó envuelta en toallones, en esa misma cama donde ahora miraba el cielo raso y oía la repetición de la tormenta.
Mientras la enfermera daba el biberón a la beba, Wilson acarició el prendedor de oro que la madre había fijado en el enterito de plush rosado. Era la M de Mónica, pero él lo leyó al revés: W de Wilson. Si hubiese sido varón lo habría llamado Washington. Esa letra estaba marcada por el destino. Su índice se desplazó con ternura hacia la mejilla rosada que succionaba rítmicamente. De pronto sintió algo insólito: esa nena era su hija de verdad, su hija legítima. Tomó conciencia de que la amaba.
No pudo respetar la secuencia ni los plazos que había pergeñado. Tragó un somnífero y pretendió agregar otras líneas a su diario, pero estaba exhausta, con un hormigueo que le recorría brazos y piernas. Sólo pudo desconectarse a la madrugada; durmió hasta pasado el mediodía. Se duchó y, guiada por Aby, que le hacía de escolta, recorrió parte del establecimiento. Miraba sin interés. Vio aulas donde se dictaban clases y también paseó por un sector cultivado. En apariencia, dentro de los límites fijados por las horribles alambradas se producía todo lo que aquella comunidad necesitaba consumir.
Bill le anunció que había dispuesto una cena privada para los tres. Esas palabras le inyectaron ánimo: significaban que su hermano comprendía las razones de su viaje. No había ido para conocer Little Spring ni la comunidad que había constituido en una fortaleza de carácter religioso. Había venido para hablar con él y con Evelyn a solas e implorarles su ayuda, incluso un milagro. Bill era hombre de milagros; los había producido en abundancia y estaba cantado que algo notable había producido en Wilson cuando tenía las mismas ganas de suicidarse que ella ahora.
Se sentaron a la mesa en un comedor austero, de pequeñas dimensiones. Evelyn se ocupaba de acarrear las fuentes. Bill impartió la bendición y levantó su cubierto. Dorothy estaba tan ansiosa que no tenía apetito; hasta la ensalada le producía rechazo. Cuando sus anfitriones terminaban, ella ni había empezado.
—¿No te gusta?
—Quiero hablar, Bill. Vine para hablar.
—Come y después hablaremos.
—Estoy muy mal. No imaginas el esfuerzo que me significó venir.
Él procuró desdramatizarle el tono.
—No has venido caminando. Te trajo el avión. Y una limusina.
—No aguanto más. —Le saltaron las lágrimas. —Mi marido es una bestia. Me...
—¡Alto!
—Es la verdad. Tú no lo conoces.
—¡Alto! No es de cristiana calumniar al marido. Cuando acabemos la cena, Evelyn se retirará al dormitorio y yo te escucharé como pastor.
—He pensado en matarme. No tengo otra familia, Bill.
—¡Baja el volumen! Los suicidios no se anuncian; se cometen. Así que no pretendas asustarme con eso. Pero te escucharé. En el debido contexto. —Se cruzó los labios con el índice. —Ahora come.
—No tengo hambre. —Alejó el plato.
—¡Come!
Dorothy percibió el destello de sus pupilas e inclinó la cabeza. Si había resistido años, ahora podía esperar unos minutos. Bill estaba completamente equivocado con respecto a Wilson.
Cuando Evelyn se retiró, con sus pasitos arrastrados, Bill fue hasta la puerta para asegurarse de que la había cerrado bien. Luego empezó a recorrer la habitación con su paso bamboleante. Su pelambre blanca se estremecía como una cresta llena de radares. Pensó sus primeras frases, que fue vertiendo como plomo derretido sobre la contraída Dorothy. Le recordó que su sangre era la de Eliseo y también la del rey Salomón; tenía poder, visión y sabiduría. En cuanto a Wilson, le dijo que no debía olvidar ciertas cosas, porque equivalían a los cimientos. Cuando ella, unos treinta años atrás, le había escrito a Elephant City para informarle que se había enamorado de un estudiante de la Academia de la Fuerza Aérea que previamente había servido en el ataque a Cuba, y lo invitaba al casamiento, a él le pareció una buena elección. Pero unos renglones más abajo ella mencionaba el apellido hispano de Wilson, y a Bill el alma se le cayó a los pies. ¡Ese hombre pertenecía a las razas preadámicas! Eliseo acudió en su ayuda y le explicó que el nombre, Wilson, no era un accidente, sino un signo del Señor. Ese oficial integraba el plan divino. Después lo conoció y lo estudió. Conocía cada minuto de su vida.
Dorothy pretendió interrumpirlo, pero de las órbitas de su hermano salieron lanzas fulgurantes. Se resignó a seguir escuchando.
Bill, en tono bajo y ritmo lento, agregó que conocía las obras de Wilson en Buenos Aires. Le perdonaba la opulencia en que vivía, rodeado de sirvientes, lujo y vanidades, porque hacía generosos aportes a la causa del Señor. Las quejas de Dorothy eran producto del exceso de bienestar. Cometía pecado de ingratitud.
—¡Me subleva que calumnies a tu marido!
—¡Él me ofende a mí! —saltó Dorothy, incapaz de seguir conteniéndose.
Su cara se deformó en una masa de arrugas.
Bill amenazó asir su báculo y partirle la cabeza, pero retrocedió hacia una silla. “Por favor, Eliseo, inspírame.”
Ella se agitó en llanto sin poder articular otra frase. Una oleada de sangre caliente le trepó a las mejillas. Los labios, secos, aspiraban el oxígeno como un pez recién extraído del agua. Le daban rabia su falta de control y su incapacidad para hablar en forma convincente. ¿Cómo lograría que Bill la ayudase, si ni podía describirle su situación? Se sonó con furia y se restregó los párpados sin importarle si corría el rimel hacia la frente y la nariz. Estaba junto al precipicio y debía actuar, no temblar. Apoyó las manos sobre la mesa con tanta violencia que hizo temblar la jarra de agua. Entre inspiraciones ruidosas, se dispuso a lanzar las pedradas que le desbordaban el corazón.
—¡Wilson no es como supones! ¡Wilson es un monstruo!
Bill apretó los labios y su boca quedó convertida en una raya filosa. Dejó que su hermana se descargara.
Dorothy gritó que su marido trastornaba el juicio de quienes lo rodeaban y servían. También el de ella. O el de ella en primer lugar. Por eso nunca había podido enfrentarlo con éxito. Tampoco se atrevía a contar a extraños sus conflictos ni su aflicción, porque él era vengativo. No se atrevía ni a confesar sus penas a un sacerdote, por miedo a las represalias. Jamás. Cada vez que entraba en la desesperación y se imaginaba un confidente, la asaltaba el miedo de que se desfondara el mundo y que el confidente, ella misma y Mónica fueran a parar al fondo del infierno. Por eso había recurrido al alcohol: para huir, para disfrutar de un poco de indiferencia.
—¿Soy clara, Bill? ¿Soy clara?
Bill negó con la cabeza.
Ella estaba al borde del ataque. Tomó otro pañuelo y se sonó rabiosa. No se había casado por ambición; sólo quería un marido y un hogar normales. Wilson le había encantado durante el noviazgo, y tuvieron momentos inolvidables. También fueron buenos los años de Panamá, pese a la humedad pegajosa, los jejenes y algunas intrigas. Incluso siguieron bien cuando regresaron por un corto tiempo a los Estados Unidos. En la Argentina vivieron años dorados. A Wilson se le evaporaron las ganas de suicidarse cuando nació Mónica. Prosperó en los negocios, amplió las relaciones sociales, viajaron mucho. Pero en un determinado momento empezó a cambiar. Algo se transformó en su alma. No tenía ganas de matarse, sino de matar al mundo. Se enojaba por cualquier cosa, rompía objetos, insultaba a los empleados.
—¿Por qué pasaba esto? —se preguntó mientras volvía a sonarse lágrimas y mocos.
Durante la dictadura fue entrenador de militares y comisarios perversos. Le contagiaron una enfermedad terrible, que no tuvo ni en Vietnam ni en Panamá: la ambición desenfrenada. Ya podía vivir sin trabajar, podía regresar a los Estados Unidos. Pero no. Quería más, muchísimo más. Insistía en que sólo lo movía el deseo de liberar a Cuba.
—Es cierto —la interrumpió Bill—. Lo considera su misión.
—Misión loca —replicó Dorothy—, porque Fidel sigue tan campante. Wilson no oculta su aversión al régimen, pero se cuida de difundir sus acciones.
—Es correcto —apuntó Bill.
—Con la excusa de que ningún dinero alcanza —siguió Dorothy—, compró propiedades y empresas, se vinculó con gente sin escrúpulos que asesinaba y robaba bajo el paraguas de una incierta legalidad. Él supone que yo soy idiota y no veo nada, pero veo demasiado bien, y eso me está desgarrando las entrañas. Su trabajo le produce altas ganancias por segundo, pero jamás se conforma.
—La lucha contra el Mal es cara.
—Buscó nuevos amigos por motivos utilitarios. Dice que el fin justifica los medios. Empezó a jugar golf, invita a los mejores restaurantes, presta el yate y organiza orgías con putas seleccionadas. ¿Qué más debo decir para que me creas?
Dorothy volvió a sacudirse bajo la descarga de un nuevo sollozo. Al rato agregó que Mónica había sido una bendición relativa. Llenó de gozo su instinto maternal, pero se convirtió en la excusa predilecta de Wilson, que empezó a decir que no sólo trabajaba y delinquía para Cuba, sino para ella, para asegurarle un espléndido porvenir. ¿Cómo podía aceptar semejante absurdo?
Bill permanecía inmutable como una estatua.
—¿Cómo puedes asegurarme que integra un plan divino, que es generoso? ¡Es un monstruo! Desde hace años no me hace el amor, porque está rodeado de queridas en varios departamentos de Buenos Aires. Pero tampoco se alejó de mi lecho. Tengo que dormir junto a él porque soy su esposa oficial, es decir, su esclava. ¿Conoces perversión más grande? Yo creo que se está vengando en mí, que es algo muy retorcido... que se está vengando en mí de la única mujer a la que amó de verdad, la profesora de Biología a la que violó en La Habana.
Bill parpadeó.
—Mis quejas fueron silenciadas a golpes —agregó Dorothy—. Sólo me quedaba educar a Mónica. Lo hice muy bien hasta que... Eso no te lo puedo decir. No puedo... Me dediqué a Mónica con todas mis fuerzas. Concurría a cada reunión convocada por los maestros y vigilaba su motivación y sus tareas. Le brindé mucho amor. Tuvo una infancia feliz, llena de afecto maternal. Por eso es una chica segura, bien plantada. Puedes estar orgulloso de tu sobrina, aunque nunca la hayas visto.
Bill volvió a parpadear.
—Después... ¡Mi Dios! —Juntó las palmas y miró hacia lo alto. —Tuve que consolarme con la frivolidad, y cuando ya no alcanzaba entró en mi boca y en mi alma un compañero asesino: el whisky. Mucho, desde la mañana. Me sentía sola, pagando una condena incomprensible. Y como seguramente ocurre con los prisioneros que se pudren en las cárceles, me acostumbré. Y aprendí. Era una especie de viuda rica cuyo marido no estaba muerto, sino que ocupaba un sitio espectral en la cama; también debía acompañarlo a reuniones sociales con una sonrisa de oreja a oreja. Y callar cuanto sabía de sus negocios, porque este marido estaba seguro, y no se equivocaba, de que yo jamás me animaría a traicionarlo. —Volvió a sonarse la nariz. —Tuve premios y castigos. Los premios fueron joyas, pieles, cuadros, comodidades y viajes en primera clase.
Dorothy se acercó a Bill y, vacilante, puso una mano bajo el mentón afeitado para que la mirase a los ojos.
—¿Te interesa saber en qué consistían los castigos?
Su hermano apretó los dientes.
—En ayudarlo a cerrar negocios difíciles. ¿Te explico en detalle? ¿Nunca te lo contó? ¡Estarías orgulloso de mí! ¡O de él! —Una mueca le torció los labios y la nariz. —¡Tendrías que fijarte cómo excitaba a sus roñosos clientes y los llevaba a lugares clandestinos para revolearme en alfombras persas, almohadones indios y bañeras perfumadas! Cómo los hacía retorcerse de gusto para arrancarles firmas que luego el “generoso” Wilson convertía en ganancias.
Un telón oscuro descendió sobre el rostro de Bill. Le vibraban los músculos de la mandíbula.
Dorothy sentía que estaba a punto de desvanecerse, pero veía el primer rayo de esperanza. Había conseguido perforar la coraza de incredulidad de su hermano.
Se sentó de nuevo, agotada. Le habían empezado a doler la cabeza y la nuca. Había abierto el cofre cerrado con llave de acero y ya no cabían las reservas.
—¿Sabes en qué consiste ahora el principal negocio de Wilson? —Se apretó las sienes pulsantes mientras miraba fijo a los ojos iracundos de su hermano. —¿Lo sabes? ¿O quieres ignorarlo? ¡Tu salomónica sabiduría se llevará una sorpresa monumental!
Bill permanecía rígido, contraído desde los pelos hasta los pies. No deseaba que ella siguiera hablando; ya presagiaba lo peor.
Dorothy hizo bocina con sus manos.
—¡Estás a tiempo para mantener tu inocencia! ¡Pídeme que guarde el gran secreto!
Bill miró hacia la puerta para corroborar que seguía cerrada.
—Tu apreciado Wilson es... es... ¡un narcotraficante! —Crispó los puños.
Bill se incorporó con lentitud, acomodó los pliegues de su túnica y dio unos pasos hasta su hermana. Levantó sus largos brazos y le rodeó los hombros. Ella apretó la cabeza contra el pecho del pastor y volvió a soltar el llanto convulsivo.
—¿Me... me crees...?
Él se limitó a acariciarle el cabello transpirado y luego, murmurando el padrenuestro, la condujo al dormitorio.
—Necesitas descansar. Mañana seguiremos hablando.
—¡Cómo me duele la nuca! Seguro que me ha subido la presión. ¡Tengo miedo, Bill!
—El Señor te protege —dijo Bill con desacostumbrada ternura.
El reverendo Robert Duke no se había equivocado: Bill Hughes era un intuitivo y encontraba sin demasiada ayuda el sendero del éxito. Pero lo cegaba la megalomanía. No toleraba más de algunos años a quien podía ser un auténtico guía o su superior. Por eso prefería remitirse a la jefatura del espectro al que llamaba Eliseo. Eliseo era el mismo Bill, hábilmente desdoblado, pensaba Duke. En Elephant City no había aguantado a Asher Pratt sino hasta aprender la doctrina; después anheló ocupar su lugar y lo desplazó sin escrúpulos de todas partes, hasta del lecho. De todas formas Asher era un mal cristiano, pero le proporcionó las herramientas del ministerio. Bill tenía para con él una elemental deuda de gratitud, que no expresaba nunca.
Al pastor de Carson siempre lo había carcomido la sospecha de que Bill tuvo algo que ver con la muerte de Asher. Pero ni siquiera Lea podía probarlo. Ella, simulando luto, se sentía feliz por el accidente que la liberó de un marido al que despreciaba. Y Bill, por aquella época, era un mancebo excepcional. Pero después las cosas cambiaron. La sociedad que mantuvieron Robert Duke y Bill Hughes por unos años funcionó más o menos bien. O podía compararse con una meseta de muy leve ascenso. Ambos se necesitaban, pero también se desconfiaban. Robert prefería la doctrina, y Bill, la acción; Robert, la alianza con otros pastores de la Identidad, mientras que a Bill le gustaba decidir solo. Por eso Robert le cedió a Pinjás, quien finalmente se instaló en Elephant City y luego siguió a Bill hasta su fortaleza de Little Spring. Pero Pinjás continuó fiel al pastor de Carson porque era como un niño que jamás olvidaba la ayuda que en el instante más peligroso de su vida le había prestado Robert Duke; se hallaba doblemente condenado y, gracias a la resuelta intervención del pastor, salió indemne. Lo visitaba a espaldas de Bill cada vez que terminaba un operativo en Nuevo México, California o Arizona, y ambos prometían mantener su amistad en secreto. Robert era su padre, su última referencia. En cambio, Bill era el trabajo.
Lea se resignó a instalarse cerca de su hermanastro, colaborar en su iglesia y olvidarse del joven fauno al que había seducido mediante el juego de la geografía bíblica. Perdió belleza y erotismo, pero años después no fue insensible a las galanterías de un empresario acaudalado que le propuso matrimonio. Siguió ayudando a la iglesia y, de vez en cuando, rumiaba con su severo hermanastro la venganza que debería caer sobre Bill Hughes, el ingrato. La venganza sonaba a deuda. Era imprescriptible.
Robert le aseguraba que tarde o temprano el Señor haría justicia y trataba de ocultar su resentimiento, más hondo que el de Lea. Cada mes y cada año que pasaban adquiría más fuerza la convicción de que Bill Hughes había sido penetrado por Satanás durante su encefalitis. El profeta Eliseo al que hacía referencia ya no era sólo el desdoblamiento que detectó en un principio, sino un alias de la Serpiente. Por las venas de ese hombre descarado debía de correr sangre india o hispana o judía. Esto último explicaba su intuición sobre la cópula de Eva con la cabeza del Diablo. Lo sabía su memoria genética.
Ahora Bill ansiaba corromper a los preadámicos para confundir al Señor. Su vanidad lo había convencido de que tenía poderes extraordinarios. En vez de aliviar a ciegos y paralíticos —como lograba en sus estentóreas carpas azules—, trataba de enceguecer y paralizar a las bestias del campo. No lo hacía para la gloria de Dios, sino para convocar al Anticristo. Su proyecto era retorcido y audaz, y estaba en pleno desarrollo. Robert Duke lo supo por confidencias de Pinjás, que las expuso después de rogarle que jurase tres veces con la cruz en la mano mantener estricto silencio. Como Robert cumplió, inclusive durante la impresionante convención realizada en Eastes Park, Colorado, Pinjás siguió transmitiéndole información. Estaba seguro de que, si su situación volvía a tornarse peligrosa, sólo el pastor de Carson sabría cómo salvarlo.
Al principio la denuncia de Pinjás pareció inverosímil. Las drogas estaban prohibidas en forma terminante en las organizaciones que conformaban la Mayoría Moral, los grupos nazis, los supremacistas blancos y las milicias de cualquier nombre. Más aún si se involucraba a niños. Las drogas, así como los impuestos, la prensa libre y el pluralismo, eran los enemigos del Señor y del pueblo norteamericano. Pero Bill había concebido un plan único, que no compartía con ninguna otra institución. A su gente le repetía que era un plan dictado por el profeta Eliseo y que sólo podía llevarlo a cabo su comunidad, Héroes del Apocalipsis. Se había decidido de esa manera para que, cuando llegase la Parusía, esa comunidad se pusiera a la derecha de Cristo y fuera ensalzada como la que más había sembrado para Su gloria. Eran los elegidos. Las demás organizaciones aliadas o confiables estarían un poco más lejos, porque cumplían acciones de francotiradores, nada sistemáticas.
En la fortaleza próxima a Little Spring entrenaba a hombres, mujeres y niños para distribuir en las comunidades negras de casi todo el sur de los Estados Unidos cargamentos de drogas provenientes de Sudamérica. Vehículos de diverso tamaño se encargaban de levantar la mercadería una vez que traspasaba los controles de aduana en los puertos del golfo. Gran parte se almacenaba en los espacios subterráneos de la fortaleza, para cuando se demorara la llegada de los buques, y otra partía de inmediato hacia diferentes destinos. Las mujeres se ocupaban de convencer a las mujeres, y los niños, a los niños. El resultado alcanzó cifras muy superiores en comparación a los tiempos en que la tarea estaba sólo en manos de los hombres. Los niños eran entrenados con especial dedicación mediante adoctrinamiento, severas penitencias, simulacros y premios. Eran cruzados precoces, férreamente convencidos de su misión mística. Aprendían a introducirse entre los niños y jóvenes negros mediante chanzas, mentían acerca de su verdadera procedencia, contaban maravillas sobre los efectos de las drogas y regalaban la primera y la segunda dosis. Debían estimular el deseo y luego imponer la adicción. No interesaba recaudar mucho, sino hacer consumir mucho. De esa forma, las bestias preadámicas se hundirían en el pantano de la degradación y no opondrían resistencia al inminente avance de los ejércitos de la luz.
“En realidad —pensaba Robert—, es un plan del Anticristo, porque las drogas también afectan a los arios. Aunque los preadámicos consuman muchas más dosis gracias al trabajo de Bill y sus Héroes, él nunca logrará su destrucción excluyente como un cirujano erradica un tumor sin dañar al resto del organismo. El mal afecta a toda la nación, se expande como la mala hierba. En el fondo —concluía—, pretende confundir al Todopoderoso mientras ayuda a sus enemigos.” Pero, ¿quién sería tan alienado o insolente para suponer tamaño disparate? No cabían dudas, era más diáfano que el cristal: Lucifer, el ángel rebelde. ¡Y los hijos de Lucifer! Bill, por lo menos espiritualmente, era hijo de Lucifer. Robert debía apurar su aniquilamiento.
Esperaba verlo en la convención de Eastes Park; allí podría arrinconarlo ante la Mayoría Moral y desencadenar su lapidación pública. A ese encuentro asistiría lo más granado de la resistencia contra Satán. En la jerga común se lo llamaba Rocky Mountain Rendezvous, y así empezó a comentarlo la prensa, incluso periodistas que advertían al sistema democrático sobre su peligrosidad. Fue convocado por el pastor Pete Peters tras el lamentable asalto de agentes federales al bastión de los Weaver en Ruby Ridge, cerca de Naples, Idaho. En aquella ocasión se produjo un brutal tiroteo y murieron la esposa y el hijo de Randy Weaver. La familia de Randy pertenecía a la Identidad Cristiana y estaba cerca de un campamento paramilitar de supremacistas blancos. Randy Weaver se negaba a pagar impuestos y obedecer las leyes civiles; seguía el consejo de Lucas XXII: “Quien no tiene espada que venda su túnica y la compre”. En consecuencia, acumuló un arsenal de municiones, armas de variado tipo y suficientes víveres para resistir a un gobierno al que consideraba dominado por el ZOG (Gobierno Sionista de Ocupación). Cuando los agentes federales intentaron disuadirlo de su batalla imposible, contestó: “¡Lo único que pueden quitarnos es la vida; ¡pero si morimos, ganamos igual!”. La tragedia de los Weaver fue agitada por Pete Peters y otros líderes de la derecha religiosa como símbolo de la criminalidad que prevalecía entre los enemigos de cristianos y patriotas.
Robert Duke voló hasta Denver y desde el aeropuerto viajó en auto a Eastes Park, en la falda de las montañas. Un poco más al sur, en Pueblo, había nacido y pasado su infancia y adolescencia Bill Hughes; también allí contrajo la encefalitis que le mandó el demonio para introducirse en su cuerpo y su alma. Duke decidió que el ingrato había empezado en esa zona y en esa zona debía terminar su obtusa carrera.
En torno del edificio de la YMCA se habían estacionado camiones, pickups, combis y omnibuses. Robert se alisó los pliegues del traje negro de pastor formal y fue hacia la recepción para inscribirse. Preguntó por su ex socio y le dijeron que, en efecto, tenía hecha la reserva, pero no había arribado aún.
Saludó a Pete Peters, el elocuente anfitrión de rostro juvenil, poblados bigotes y ojos de basilisco. Hablaba tan bien como escribía. Desde hacía por lo menos dos décadas sus textos alimentaban el fuego de una postura intolerante contra los enemigos del Señor. No sólo aportaba astutas pruebas sobre la inferioridad de los preadámicos y la eterna amenaza judía, sino que insistía en limpiar el país de homosexuales mediante su llana ejecución.
Enseguida se aproximó el legendario Louis Beam, de cara con hoyos y pelo liso y brillante que le caía sobre la frente al estilo Hitler. Venía directamente de Idaho, tras recorrer el escenario de la tragedia que costó la vida a la esposa y el hijo de Randy Weaver. Beam había pertenecido al Ku Klux Klan; después se proclamó neonazi y encabezó acciones antigubernamentales de resonancia que lo llevaron muchas veces a rendir cuentas ante la justicia.
A un costado del salón charlaba animadamente el reverendo Richard Butler, fundador de Naciones Arias. Pese a sus años no le había disminuido la energía y su desafiante rostro evocaba al SS que habría querido ser. Hacia el otro lado Robert avistó a Red Beckman, que se destacaba por ser un crítico empecinado de los impuestos federales. Caminó hacia la derecha y tendió la mano a Chris Temple, cuyos artículos en el bimestral y muy leído Jubilee siempre aportaban argumentos e información. Después reconoció a Larry Pratt —que no tenía vínculo alguno con Asher—, el director ejecutivo del temible Gun Owners of America, con 130.000 afiliados. Pratt conducía también el Comité de Protección Familiar que reunía fondos para campañas persuasivas o contundentes contra el aborto, había fundado, además, el Primero Inglés, una organización que ya tenía inscriptos un cuarto de millón de miembros decididos a bloquear la educación bilingüe. Robert Duke lo saludó con la efusión que permitía su rostro de calavera y dijo, refiriéndose a la tibia Asociación Nacional del Rifle:
—¿Consiguió su apoyo?
—¡Bah! Son unos ingenuos que se limitan a reclamar el respeto por la segunda Enmienda. Pero la Biblia dice otra cosa. —Pratt levantó un dedo acusador. —Dice que no sólo tenemos el derecho de poseer armas, sino la obligación de usarlas. El hombre que se niega a portar armas para su defensa personal y la defensa de su familia insulta al Señor.
Luego Robert se acercó al líder de la Identidad Cristiana en Carolina del Norte, cuyo nombre era James Bruggeman. Éste lo presentó a Earl Jones, jefe de la Cruzada por la Verdad. Más adelante, rodeado por un círculo de admiradores, fue presentado a Kirk Lyons, fundador de la combativa firma que brindaba apoyo legal a las instituciones extremistas llamada CAUSE, sigla de Canadá, Australia, Estados Unidos, Sudáfrica y Europa, lugares donde habitaba gente blanca.
Por fin apareció Bill Hughes. Ingresó por la ancha puerta, el sol le daba de atrás, llenándolo de luz. Alto, con la amplia túnica que le descendía de los hombros, evocaba las imágenes del Ángel Rebelde. Representaba al Anticristo en la más trascendental asamblea de quienes amaban de veras al Señor. Falso como la Serpiente, Bill caminaba con majestuosa lentitud. Robert pensó que debía actuar con más picardía que la desplegada en ese momento por Lucifer. Le dio la mano y evitó el abrazo para no parecerse a Judas. Pero le sonrió con todas las piezas de su nueva dentadura postiza, le formuló preguntas triviales y lo invitó a reunirse luego en el bar de la planta baja.
En su alocución inaugural Pete Peters galvanizó con una evidencia: en Eastes Park se reunían personas que en el pasado jamás habrían soñado hallarse bajo un mismo techo. Disentían en materia teológica, filosófica y varias de sus enseñanzas entraban en contradicción. Pero resultaba que en ese momento no sólo estaban efectivamente juntos bajo un mismo techo, sino decididas a luchar en forma articulada. Las unía la solidaridad con los norteamericanos perseguidos y maltratados por el gobierno federal.
Louis Beam agregó con su voz hitleriana que, cuando los federales fueran a buscarlos, no preguntarían si los que se concentraban en ese edifico eran bautistas, nazis, constitucionalistas, gente del Klan, de la Identidad Cristiana, Hombres Libres, fieles de la iglesia de Cristo o piadosos que se negaban a nutrir el ZOG. Patearían las puertas y quitarían el seguro de sus armas automáticas porque ya sabían todo lo que necesitaban saber sobre ellos: que eran enemigos del Estado.
—Nos quieren presentar como fanáticos. —Hizo una pausa, se llenó de aire los pulmones y siguió a los gritos: —¡No somos fanáticos, sino gente harta del hediondo, asesino, mentiroso y corrupto gobierno federal! Cuando esta noche ustedes se acuesten y miren el cielo raso de la habitación, reflexionen sobre esta pregunta fundamental: ¿Habrá libertad o habrá muerte en nuestro país?... Si creen en la verdad y en la justicia, entonces únanse a nosotros. ¡Marchamos al ritmo del mismo tambor, el tambor que se oyó en el valle de Forge y en la heroica batalla de Gettysburg!
Hubo plegarias y más discursos. En forma latente se murmuraban otros odios: a las feministas, al orgullo gay, al black power. En el intervalo Robert Duke buscó a Bill, que parecía evitarlo; algo presentía. Entonces aprovechó para conversar con Paul Hall, director del periódico Jubilee, llegado de California y, con unos pastores de la Identidad con quienes solía mantener esporádicas reuniones de estudio, como Doug Evers, de Wisconsin; John Nelson, de Colorado, y Doug Pue, de Arizona. Todo el tiempo lucubraba de qué forma denunciar a Bill para que la indignación estallara como la lava de un volcán. Porque Bill era un ruin argumentador y podría convertir el repudio en aplauso. No alcanzaba con decir en forma textual lo que Pinjás le había contado: era preciso encontrar las palabras filosas, envenenadas, y el momento exacto, como si disparase una flecha a su pervertido corazón.
Por las ventanas se veían los robles que rodeaban el edificio y cuyas hojas de otoño parecían un incendio. Detrás del follaje ascendían las montañas que evocaban el poder del Altísimo. El paisaje era más bello que el de Carson, en Arizona, e invitaba a que el espíritu volase. Robert aguardaba que se produjera el instante milagroso en que pudiera hacer puntería y disparar al pecho del villano.
En un segmento de los debates, Pete Peters dijo que había habido una época en que la integración racial no era fomentada, sino desalentada; en ese tiempo cada raza vivía en su espacio propio, no se multiplicaban los delitos ni el sida bajaba como peste del Cielo. Robert Duke se movió en su silla, porque se acercaba la esperada oportunidad. Bill distribuía drogas para corromper a los negros, pero esas drogas eran también veneno para los blancos; aparentaba servir al Señor y obedecía a Lucifer. Peters conseguía que la atención del público se concentrara en el tema de las razas, y pronto Robert Duke estaría en condiciones de levantar su diestra, unir los cabos de raza y droga, y dar un golpe fulminante al ingrato. Pero la línea del discurso se desvió cuando Peters advirtió la incomodidad que sentían menonitas, presbiterianos, bautistas y otras denominaciones. Habían concurrido ante el dolor producido por la tragedia de Ruby Ridge y también criticaban el aborto, la homosexualidad, el erotismo, el exceso de impuestos y los abusos de las instituciones federales. Pero no aprobarían el racismo propugnado por la Identidad Cristiana.
Peters puso violín en bolsa, y también los siguientes oradores. El énfasis pasó a otras demandas: exigir que se rompiesen las tarjetas de seguridad social, se condujera sin licencia, se anularan los permisos de caza, que nadie mandase los hijos a la escuela y los educaran sólo en el hogar y la iglesia, que quemasen los certificados de nacimiento y, en fin, que los verdaderos patriotas se liberaran en forma definitiva y completa de la opresión que sobre los buenos norteamericanos imponía el Orden Mundial.
Peters aconsejó a los voceros más exaltados que se limitaran a ciertos puntos, porque lo que importaba era iniciar una fraternidad.
Red Beckman se concentró en su especialidad y condenó los impuestos federales. Earl Jones denunció que se construían campos de concentración para encerrar a los patriotas. Charles Weisman trazó un emotivo paralelo entre el movimiento que estaba surgiendo en Eastes Park y la primera revolución norteamericana. Richard Butler introdujo sus pulgares en el cinto y adoptó la postura del Führer para atacar desaforadamente a los perversos medios de comunicación que emponzoñaban el país. Doug Evers explicó los intentos de enfermar a los niños mediante la excusa de las vacunaciones. Reily Donica instó a sostener un libro de plegarias en una mano y el rifle en la otra. En la platea lo apoyó un grupo de exaltados al grito de: “¡Biblia y carabina!”.
Otra vez volvió a mencionarse la epidemia de las drogas, y Robert Duke consideró que el Cielo le mandaba una segunda oportunidad. Observó al enhiesto Bill dos filas más adelante, con la cabeza elevada y su maldita túnica sobre los hombros. Excitado, pidió la palabra. Usaría una técnica envolvente, pero lo marcaría desde el principio como enemigo del Señor. Sus frases serían como una víbora que se enrollarían en torno de su cuello, pero para ahorcarlo como el Todopoderoso ahorcaría al Anticristo. Bill llamaba la atención por su apostura y no suscitaba simpatías por su arrogancia.
Pero no pudieron escucharlo. La audiencia acababa de estallar en aplausos frenéticos ante las apelaciones de Peters para constituir el Ejército de la Luz en la Tierra. Beam insistía en mantener una estructura celular descentralizada para impedir los acosos, y Peters retomó el micrófono para cerrar con elocuencia:
—El mundo sólo ve en nosotros una murga que les suscita mofa. Pero sus risas no me molestan. Pueden seguir creyendo que mantienen el poder gracias al dinero y a sus medios de comunicación. ¡Nosotros dejamos esta asamblea sabiendo muy bien quién tiene el poder más grande!
Aleluyas, gritos y aplausos intentaron transformar la fragmentada asamblea en una red de celotas. Quienes desconfiaban (los menos) se alejaron en silencio; quienes coincidían intercambiaron palmadas y referencias. Por su sangre corría fuego.
Robert Duke se resignó a postergar su venganza. Insondables eran los caminos del Todopoderoso; quizá su golpe en Eastes Park no hubiera surtido el mortal efecto esperado: la asamblea era demasiado pluralista y Bill se habría defendido con astucia. Pero ese golpe mortal era inminente; en su alma se había instalado una imbatible convicción. No retornó a la adusta Carson con las manos vacías. Informó a Lea que Bill estaba más cerca que nunca de hundirse en las ciénagas del Diablo. Decía una verdad tan evidente como las piedras de Arizona.
Evelyn se encargó de telefonear a Wilson, aunque no le hablaba desde hacía una eternidad. Su voz tiritaba. No había vuelto a conversar con él desde hacía veintidós años y cuatro meses, cuando se llevó a su hijita. En aquel momento ella alcanzó a poner un broche de oro con su inicial en el enterizo de plush y a acunarla en sus brazos cantándole la última canción. Detestaba a ese hombre que iba a Little Spring para reunirse con Bill, que jamás insinuaba saludarla siquiera y menos aún transmitirle noticias de su hija. Que la ignoraba como si ella no existiera. Ahora lo llamaba a Buenos Aires por orden de Bill, porque se había acostumbrado a que sus órdenes fuesen inapelables.
Wilson no entendía.
—¿Qué le pasó a Bill?
Ella trató de desenmarañar sus frases, pero las enredaba peor. Era la madrugada en Texas. Bill ya estaba en el hospital. Habían sufrido un gran susto. Un susto atroz. Todavía estaban asustados. El médico había ordenado la internación inmediata. Una pesadilla. La ambulancia había llegado enseguida; y el hospital estaba en el centro de Little Spring, a pocos minutos de auto.
¿Pero qué diablos tiene Bill?
Wilson recordaba haberlo visto por última vez en Santo Domingo tres meses antes, para terminar de pulir la operación Camarones. Lucía fuerte como un ombú.
Evelyn se enjugaba la frente mientras luchaba por expresar la desquiciante verdad.
—No es Bill el enfermo.
—¡Explícate de una vez, carajo!
—Es Dorothy... —Se le quebró la voz.
—¡Dorothy!
En la otra punta de la línea se estableció un prolongado silencio. Por un instante ella supuso que se había interrumpido la comunicación.
Al cabo de casi un minuto, ronco y enojadísimo, Wilson extrajo de su pecho las preguntas.
—Tuvo un ataque de hipertensión y quedó hemipléjica —respondió Evelyn.
—¡¿Cómo?!
Al fin ella se destrabó, mientras apretaba el teléfono con la mano húmeda.
—Quedó paralizada de la mitad derecha. Y muda. —Su voz oscilaba, le dolía la garganta. —Muda —repitió.
Wilson pidió comunicarse en ese mismo instante con Bill, donde fuera que se encontrare. Evelyn dudó un instante y le recordó el número del celular.
—¿Qué pasó? ¡Dímelo sin rodeos! —le espetó Wilson sin decirle “hola”.
—Anoche, cuando te llamé —contestó Bill— la había dejado en su dormitorio. Después de la cena Dorothy removió brutalmente toda su historia, y eso le produjo una extrema excitación nerviosa. Contó... —Tragó saliva. —Necesitaba dormir, pero no podía relajarse. Le dolía la cabeza, la nuca, y suponía que le había subido la presión; dijo que tomaría los medicamentos que le prescribieron en Buenos Aires. —Se concedió una larga pausa mientras invocaba a Eliseo para no perder el control. —Creí haberla tranquilizado con la promesa de seguir nuestra charla al día siguiente. Pero no tuve la prudencia de cerrar bien la puerta de mi estudio, y parece que escuchó nuestra conversación telefónica. O por lo menos la parte más significativa. —Otra pausa. —¿Recuerdas que debí interrumpir?
—¡Sí! No debiste haberme llamado enseguida.
—Quería volver a escuchar tu voz, Wilson —agregó casi en un susurro—. Necesitaba corroborar que el hombre en quien había confiado seguía siendo confiable.
—¿Qué me estás diciendo? —Wilson apretó los dientes.
—La vi asomarse en camisón —prosiguió Bill—, desfigurada por el odio. Colgué de inmediato. Pero era tarde; había escuchado demasiado... Avanzó hacia mí, desfigurada, mostrándome las uñas, como una leona a punto de saltarme a los ojos. —Dejó pasar unos segundos mientras oía la tumultuosa respiración de Wilson en la otra punta de la línea. Murmuró, casi sin abrir la boca: “¡Ustedes dos son la misma mierda!”... Los ojos se le pusieron blancos y empezó a vacilar. Se le doblaron las rodillas.
—¡Carajo!
—Traté de abrazarla antes de que llegara al piso, pero dio de costado contra el borde de mi escritorio y se quebró dos o tres costillas. Seguía repitiendo esa frase, pero confundiendo las sílabas. Y se desmayó. —Una pausa más prolongada que las anteriores. La respiración de Wilson le parecía más sonora aún; repetía “carajo” como una letanía. —Bueno, yo creí que se desmayó —agregó, calculando cada palabra—. La recosté en mi sofá y le mojé la cara con agua fría. Le salió un ronquido animal que me puso en guardia. Ordené que llamasen a mi médico.
—¿Y?
—Acudieron Evelyn, Aby y Pinjás, pero lo único que hicieron fue acomodarla para que respirara sin ronquidos. —Apartó un poco el auricular porque la respiración de Wilson evocaba de modo insoportable lo que había sucedido con Dorothy. —El médico diagnosticó compromiso respiratorio y, lo más grave, “accidente cerebro-vascular”.
—¿Qué quiere decir? —Wilson tuvo un acceso de tos.
—Un derrame dentro de la cabeza —contestó Bill cuando su cuñado recuperó cierta normalidad—. Le produjo parálisis de la mitad derecha del cuerpo. Y mudez.
—Ya me lo dijo Evelyn. ¡El pronóstico!
—Todavía es incierto. La internaron en terapia intensiva. Está con respiración artificial.
—¡Mierda! —Otro golpe de tos.
—¿Vendrás?
—En eso estoy pensando. —Debía viajar, porque ya no confiaba en Tomás Oviedo y ahora, con mayor razón, por causa de la estúpida de Dorothy. Pero no debía mostrar sus cartas a Bill: en la vieja y original alianza habían aparecido grietas. —No debería marcharme en este momento —mintió a medias—. Lo de Lomas salió bien, pero todavía no culminó Camarones.
—Así es.
—Mi socio ya vuela a Houston.
—Perfecto. Los camiones también marchan hacia allí. Wilson se abrió el cuello de la camisa. Demasiadas complicaciones juntas.
—¡Justo en este momento! —Suspiró. —¡Qué mujer, tu hermana! Estaba de lo más bien en Buenos Aires, con su médico y sus amigas y su eterna decoración de la residencia. ¡Para qué diablos se le cruzó la locura de ir a visitarte!
—Yo hago la misma pregunta, Wilson: ¿Para qué? —Torció los labios con repugnancia. —Eres su esposo, ¿no?
—Estaba nerviosa y deprimida. Muy confusa. Muy alterada. Tú sabes: el maldito alcohol.
—Había algo más grave que el alcohol, amigo mío... Algo previo al alcohol. —La voz de Bill sonó a crítica solapada, y Wilson tuvo que apartar el auricular como si le hubiera lamido la oreja un lengüetazo de víbora.
—Explícate. —Se dejó caer en el sillón.
—No por teléfono. Necesitamos vernos.
—Te noto raro, y no sólo por el accidente cerebro... ¡como carajo se llame! ¿Qué pasa, Bill?
—Tu esposa está grave.
—Ya lo sé. Y me revuelve las tripas. Pero tú ocultas otra cosa: no eres franco —su temperamento en ascuas no lo dejaba seguir frenándose—. ¿Qué mentiras te metió Dorothy? ¿No sabes que sufre un delirio alcohólico? —gritó.
—Lo aclararemos personalmente —respondió Bill en forma casi inaudible, para sacar ventaja de la agitación de su cuñado.
—¡Siempre te gustó el misterio de mierda! —se calzó el extremo de un puro entre los dientes y decidió pasar a otro tema. —Supongo que el hospital es bueno.
—Tú lo has visto. Es muy bueno.
—No recuerdo haberlo visto, pero no importa. Confío en tu criterio, por lo menos en este punto. Que llamen a los mejores especialistas, que no se fijen en gastos. ¿Te parece que vaya pronto?
—Sería conveniente.
—Pero antes debo arreglar unos asuntos que me tienen las bolas llenas —hablaba balanceando sus problemas viejos y nuevos: ahora debía agregar la maldita sospecha de que entre Bill y Tomás existía algún entendimiento secreto. —Tengo mucho en baile. Un piojoso diputado juró aniquilarme, y ya no sé cómo sacármelo de encima. Quiere investigar hasta la concha de su madre.
—Te has manejado en situaciones peores.
—¡La puta!... —De pronto se le encendieron los ojos. —Mira, Bill, hay otro asunto que deja en la sombra al resto.
—¿Cuál?
—Mónica.
—¿Qué pasa con Mónica?
—¿Qué pasa? ¿¡Cómo carajo le digo que Dorothy está en coma, allá, en Texas!?
—No tengo que darte consejos. La conoces bien.
—Porque la conozco bien sé que no será fácil detenerla. Saldrá para Little Spring como un tiro.
—Ni se te ocurra dejarla venir —advirtió Bill con firmeza.
—Si Dorothy se escapó de mis manos, ¿crees que podré sujetar a Mónica?
—¡Ni se te ocurra! No confío en la entereza de Evelyn. Nuestro secreto podría quebrarse.
—Es lo que temo. Pero escucha —Mordió el puro hasta quebrarlo. —¡Ahora Mónica es “mi” hija! ¿Entiendes, Bill? ¡ “Mi” hija! ¡No aceptaré jamás otra versión! ¿Entiendes?
—Así fue el pacto —replicó frío, casi indiferente.
—No sabré cómo retenerla. Irá a Little Spring. Es más fuerte que yo; derribará todas las murallas.
—Dile que envías un equipo médico para trasladar a Dorothy. Que la espere en Buenos Aires.
—Buena idea. Pero no cree en los Reyes Magos. En menos de veinticuatro horas la tendrás junto al lecho de Dorothy, en el hospital.
—Entonces deberé aleccionar otro poco a Evelyn. ¡Estas hijas de Eva!
Wilson arrojó los deshilachados fragmentos del puro al cesto de papeles. La rabia le salía por los pelos. Seguro que Dorothy había hablado más de la cuenta, y el puritanismo fingido o auténtico de Bill podía hacer la vista gorda a muchos pecados, menos tolerar que su hermana hubiera trabajado de anzuelo sexual. Debía enfrentarlo de inmediato, golpear primero y hacerle entender que no estaba frente a un socio vacilante.
—Quiero pedirte un favor, Bill. —Trató de parecer melifluo, como la fiera que confunde a su víctima.
—Adelante.
Pegó la boca al teléfono y aulló:
—¡¿Por qué no te dejas de joder con tus historias bíblicas de la puta Eva, y haces el milagro de quitarle la parálisis a tu hermana?!
Bill enmudeció. Ésa sí que no se la esperaba. Dorothy había ido en busca de su ayuda, convertida en un ato de desperdicios. Y el culpable del degenerado esposo tenía el caradurismo de insultarlo. Nada menos que Wilson. Su socio y hermano espiritual, con quien se enlazaban sus respectivas misiones. Tres décadas atrás Eliseo había distinguido su nombre, pero no había anunciado que con el tiempo la fuerza benéfica de ese nombre declinaría ante el avance sostenido del Mal. Wilson, en última instancia, era un hispano, un preadámico. No merecía a una muchacha como Mónica, aria de óvulo y espermatozoide. No merecía a una mujer como su pobre hermana. No merecía un socio como él, profeta elegido por el Señor.
Antes de cortar, Bill susurró al teléfono:
—Hijo de puta.