PUEBLO, COLORADO, ESTADOS UNIDOS, 1950
El más estremecedor recuerdo de infancia que Evelyn suele evocar es la sensación que le producía la mano tibia de Bill Hughes apoyada sobre la suya, guiándola con pericia sobre una hoja de papel con el propósito de dibujar gatos. (Nada hacía pensar entonces que en pocos años el joven Bill se convertiría en un personaje de leyenda, poderoso y temible.) Con entusiasmo pedagógico empujaba los deditos de Evelyn a fin de trazar una temblorosa circunferencia y luego otra arriba, más pequeña. Le prometía que en unos segundos aparecería un animal que sería su amigo. Dentro de la circunferencia superior instalaba tres puntos —ojos y hocico— y a continuación los promontorios de las orejas. Marcaba los bigotes con risueñas rayas que se disparaban hacia cada lado. Pero faltaba el toque final: le hacía levantar el lápiz para reinstalarlo en la base, desde donde partía la cola, que parecía una rúbrica. El resultado era maravilloso. El gato ahora lucía perfecto y dominaba el centro del papel. Evelyn y Bill aplaudían la magia.
Dorothy, hermana de Bill y amiga de Evelyn, también quería aprender ese dibujo, pero su hermano, diez años mayor, la satisfacía a regañadientes y no ocultaba que su vecinita lo divertía más porque era traviesa y festejaba sus bromas con risa de cascabeles.
Esos inocentes juegos se grabaron con fuerza en la memoria de Evelyn. Lamentablemente, tuvieron un fin abrupto por el rayo que tumbó a Bill y produjo fantásticas consecuencias.
En efecto, Bill había cumplido quince años y una tarde, al volver de pescar en el río Arkansas lo convulsionó una salva de estornudos. Esa noche ardió de fiebre. La fiebre le hizo ver animales salvajes que lo corrían para morderle la nuca: lloraba, gritaba y se cayó de la cama. El padre de Bill voló a la casa del doctor Sinclair y se metió en su dormitorio, de donde lo llevó en piyama. Mientras tanto, la excitada madre le había hecho ingerir aspirinas, aplicado paños fríos en la cabeza y forzado a beber jugo de naranjas. A Bill le castañeteaban los dientes.
El médico se rascó las sienes, desorientado, y agregó un supositorio. Al alba el paciente se tranquilizó algo, pero la fiebre volvió a trepar junto con el sol. Su madre estalló en sollozos porque se había sumado otra desgracia: Bill no se despertaba ni con sacudones ni con gritos ni con agua fría en los ojos. El padre, encogido de miedo, se negó a reconocer lo que sospechaba y despidió a los parientes. Evelyn y Dorothy permanecieron en el patio de las glicinas, tomadas de la mano, seguras de que iba a ocurrir algo espantoso.
El doctor Sinclair retornaba cada cinco horas y en cada visita se mostraba más cauto que en la anterior. El letargo de Bill se había profundizado. A las veinticuatro horas ya ni abría la boca ante el estímulo de la cucharita llena de líquido. La temperatura se tornó indoblegable. En su octava visita el médico se rascó la cabeza con tanta ira que se le cayeron briznas de pelo.
—¿Qué sucede, doctor?
Se mordió los labios y dejó escapar una frase enigmática:
—Lamento decirles que está en coma.
Desplegó su talón de recetarios y prescribió análisis de sangre y orina, incluida una punción lumbar. Horas después murmuró el reticente diagnóstico. La familia quedó muda. Evelyn apretó tan fuerte la mano de Dorothy que su amiga la rechazó con un quejido. Nadie había oído algo igual, pero todos reconocían que era horrible.
Entonces el médico explicó y volvió a explicar lo que nadie deseaba entender. Por último solicitó la ayuda de Dios.
Le introdujo una sonda por la nariz para que una enfermera lo alimentara durante el tiempo que durase la encefalitis; también por sonda le suministraría los medicamentos. Sinclair no se opuso a la contribución de las tradiciones populares que atribuían una acción milagrosa al testículo de toro, el excremento hervido de perra en celo, el cerebro de ovejas, el hígado de ganso, el agua de víbora cocida en hojas de laurel y otras ocurrencias. “En casos extremos todo vale”, decía, impotente. A diario, con la sopa que le inyectaban, iban al estómago raciones de los órganos que el carnicero se ocupaba de elegir con solidaridad de buen vecino y los adicionales que proveía una bruja recientemente llegada de México.
Pasó la primera semana con una fiebre tan tenaz como al principio. Esporádicas sacudidas en la mitad derecha del cuerpo insinuaban convulsiones poco definidas. Hubo que cambiarlo de posición cada tanto para que no se formasen escaras en la espalda y en los hombros, higienizarlo con frecuencia y entalcarle las partes de apoyo. Bill parecía un muerto.
Al término de la segunda semana las expectativas de curación se volvieron remotas. Dorothy ya no se atrevía a entrar en el dormitorio de su hermano y desalentaba a Evelyn, más valiente. Se miraban en silencio y jugaban con sus muñecas, que habían sido derribadas por la misma enfermedad. Alternativamente una era la madre y la otra el médico. Las limpiaban con ternura, las alimentaban por sonda y las enfriaban con paños en la frente. Evelyn revelaba más firmeza a la hora de clavar la aguja con vitaminas o cambiar la posición de los cuerpos en las cunas. La que hacía de médico terminaba la visita asegurándole a la otra que pronto cada muñeca se curaría por completo y volvería a dibujar gatitos.
En la casa de los Hughes se instaló el luto. Los vecinos se empecinaban en acompañar a la desolada familia y aventuraban consejos tan ridículos como ineficaces. Todo el día, y hasta avanzada la noche, circulaba gente a la que el padre ya no ahuyentaba.
La habitación de Bill estaba iluminada siempre: de día en forma natural y de noche con una lámpara. Hojas de eucalipto hervían en una olla mientras numerosas pastillas de alcanfor importadas de la India emitían su fragancia desde el alféizar. En el lecho yacía un cuerpo de cera que por momentos descargaba sacudidas y por momentos parecía disgregarse en el vaho de los eucaliptos. De sus párpados brotaba una perezosa secreción amarilla, y de la boca entreabierta, un hilo blanco que la enfermera limpiaba con palabras tiernas.
El doctor Sinclair empezó a espaciar sus visitas. No tenía mucho que hacer, excepto insistir en el inútil ritual de tomarle el pulso, la tensión arterial, examinar las conjuntivas, el color de las uñas, buscar la respuesta de apagados reflejos y preguntar lo de siempre: cómo eran los emuntorios y si cumplían con los cambios de posición. Antes de retirarse volvía a rascarse la cabeza y esparcía migajas de consuelo. Eran variaciones de un tema agotado. Pero la familia necesitaba aliviarse con sus frases, que aún sonaban eruditas y poderosas porque remitían al trono de la ciencia. Agradecidos, lo acompañaban hasta la puerta y se despedían con recíproca lástima.
El sufrimiento de la familia Hughes se extendió hasta los bordes de la ciudad. Pueblo era un antiguo asentamiento del sur de Colorado donde convivían descendientes de indios con españoles, irlandeses, italianos y estadounidenses provenientes de casi todo el país. La enfermedad del muchacho generaba angustia, no fuera a desencadenar una epidemia. Los memoriosos recordaban las de décadas o siglos atrás.
A los diez días Bill se estancó en una suerte de meseta que los optimistas interpretaron como anuncio de su recuperación y los pesimistas como presagio del deceso. La enfermera continuaba asistiéndolo, pero sin esperanza. Bill seguía en coma profundo, aunque la fiebre se había alejado. “Esto no puede seguir así, algo tiene que pasar”, aseguró el carnicero.
Los padres de Evelyn accedieron a levantar la prohibición de volver a la casa de su amiga, porque ya no había peligro de contagio. Lo primero que le propuso a Dorothy fue ingresar en el dormitorio saturado de alcanfor y burbujeantes eucaliptos para desear al paciente que se curara pronto. Dorothy entró primero. El corazón de Evelyn estallaba de emoción y temía ser sorprendida por algo. La golpeó el olor de los medicamentos, mezclado con las nubes que brotaban de la olla. Se quedó tiesa en el umbral. Vio la cama y la figura inerte. Las grandes manos que habían guiado la suya para dibujar gatitos reposaban junto a la cadera. Se tapó los ojos llenos de lágrimas y regresó al patio.
Se cruzaron con el doctor Sinclair. Dorothy le preguntó si su hermano dormía. Era una pregunta necia, dictada por la desesperación.
—Sí.
—¿Sueña?
El hombre la miró fijo. Su desconcierto se transformó en tristeza. Acarició los bucles de la niña y susurró:
—No lo sabemos. Quizá. —Estuvo a punto de explicarle que en ese estado no existen pensamientos ni se registran imágenes como si no tuviera cerebro.
Pero no era así.
No.
La mente de Bill flotaba en un paisaje apacible que cambiaba lentamente. Estímulos amortiguados le llegaban desde sitios distantes. Los volúmenes se licuaban. Navegaba por espacios blandos y proteiformes. Los colores rodaban hacia aquí y hacia allá, como montañas de algodón. Las formas se unían, separaban, deshilachaban, volvían a unirse y configuraban geometrías absurdas. Predominaban los matices malva y canela.
Entre las nubes se insinuó una figura que parecía buscar algo. Bill comenzó a prestarle atención, como si se desperezara después de una borrachera. Por momentos la figura se agrandaba y por momentos se reducía. Era un capricho de luz. El vaivén prometía mantenerse igual para siempre. Tampoco existía apuro. Gigantescos globos que emergían del abismo fueron, sin embargo, cubriendo las montañas y arroparon a la extraña figura. A Bill no le gustó que desapareciera; era el primer malestar que sentía en esa eternidad. Deseó verla resurgir.
De súbito un estilete de plata perforó las nubes y otras formas hicieron reverencias. Nuevamente la figura blanca atrajo su atención; ahora caminaba hacia él. Era un hombre calvo, parecido a su abuelo Eric, de cuyos hombros descendía la túnica del profeta Eliseo. Seguro que se trataba de Eliseo, el hombre milagroso de cuyas hazañas le habían contado en la clase dominical de la iglesia. Eliseo amaba a la gente débil, y Bill empezaba a darse cuenta de que estaba muy débil. El profeta acudía en su ayuda por entre los esponjosos lóbulos. Se apoyaba en su báculo de olivo para atravesar las montañas. A Bill lo estremecía la gratitud. Nada menos que el poderoso Eliseo tocaría su frente. Sabía que iba a ocurrir, porque estaba muerto. Casi tan muerto como el hijo de la mujer de Sunam, contada en el Libro de los Reyes. Según la Biblia, el profeta depositó su milagroso bastón en la cara del niño recientemente fallecido y luego le atravesó la nariz y el cuello para hacerlo resucitar. Bill sentía que algo ya atravesaba su nariz e identificó la sonda con el bastón de olivo. La vieja historia se repetía en él.
Eliseo seguía aproximándose como un astro enviado por Dios. Descollaba entre los colores aunque su rostro permanecía secreto por la sombra de los acantilados. Ya no era sólo un astro, sino una carabela de gran velamen que adelantaba el bauprés. Bill intuía la textura de las pieles de cordero con las que se cubría el profeta. Estaba muy cerca ya, a punto de tocarlo. Por fin lo hizo. Sintió un chisporroteo. No se trataba del báculo atravesándole la nariz y el cuello, sino de la apergaminada piel del anciano en contacto real. El huesudo cuerpo del profeta se tendió sobre Bill, como había hecho miles de años antes sobre el hijo de la sunamita. Puso su boca sobre la boca del muchacho, sus ojos sobre sus ojos, las palmas sobre sus palmas.
Bill sentía el calor y el olor del hombre santo; su respiración honda con fragancia a bosque le penetraba hasta el abdomen. Le transfundía un poder sobrenatural. Lo convertía en un nuevo hombre. Hacía tiempo que no le picaba la nariz. Las cosquillas se tornaron insoportables y estornudó siete veces. “Algo tiene que pasar”, había asegurado el carnicero.
La enfermera escapó del cuarto dando gritos. Fue la primera en enterarse de esa novedad y la primera en desparramarla como brasas.
—¡Bill ha despertado! ¡Bill ha despertado!
Su madre derribó la silla de la cocina y una taza de café se hizo añicos sobre las baldosas al volar como una ráfaga hacia el dormitorio impregnado de eucalipto. Hasta las alondras del nogal que sombreaba el cuarto del abuelo Eric echaron a volar espantadas.
Por primera vez en tres semanas los ojos grises de Bill se habían entreabierto y trataban de entender. Brotaba del coma, pero estaba convertido en ruina.
El médico acudió agitado y lo examinó de la cabeza a los pies haciéndole preguntas para estimularlo a hablar. Sólo consiguió arrancarle algunas sílabas pedregosas. De todos modos, el pronóstico acababa de dar un vuelco. Sinclair comprobó que había recuperado la sensibilidad y los reflejos; que podía mover, aunque con esfuerzo, todas las extremidades. Estaba tan contento que no pudo resistir la tentación de confesar a los parientes que se amontonaron en el umbral del dormitorio cuán pocas habían sido sus expectativas hasta minutos antes. Y mientras lo decía se le humedecieron los ojos. La alegría le quitó las ganas de rascarse la cabeza.
La enfermera lo liberó de la sonda, pero Bill, con un pie en otra dimensión, seguía creyendo que era el báculo de Eliseo y dio manotazos incoherentes para retenerla. Entre movimientos inconexos e ideas fracturadas, su mente se ordenaba de tal forma que jamás volvería a ser el mismo. Los recuerdos y experiencias adquirieron nueva significación. Las neuronas inflamadas le generaban estremecimientos. Eliseo lo había devuelto a la vida —fue lo que después contó— para que cumpliese una misión sagrada. Excepto su abuelo Eric, nadie prestó atención al anuncio.
Por las polvorientas calles de Pueblo galopó la noticia sobre el giro de su salud: ingería líquidos, movía las manos y las piernas, pronunciaba sílabas. Aunque el médico se empeñaba en restringir las visitas, la casa era un corredor por donde circulaban parientes, amigos y vecinos que no podían frenar el espíritu solidario o la curiosidad. Bill era Lázaro resucitado, y el doctor Sinclair, un instrumento de la Divina Providencia.
La rehabilitación que se puso en marcha confirmó cuán grave había sido su encefalitis. A duras penas le hacían levantar los brazos, no podía caminar y tampoco llevarse la cuchara a la boca. Sus manos eran un manojo deforme. Con respecto a su voz, tampoco era reconocible.
—Está saliendo de una bruma —explicó el médico—. Su cerebro sigue inflamado. Menos que antes, pero inflamado.
Bill oyó “bruma” y asoció esa palabra con las nubes entre las que había vivido sin ruido ni dolor. Oyó “cerebro” y asoció con la luminosa calva de Eliseo. Por horas permanecía arrellanado entre los desfiladeros algodonosos y por minutos se conectaba a la Tierra.
Un mes y medio después ya mostraba tanta mejoría que tuvieron la desafortunada idea de llevarlo a la iglesia en silla de ruedas. Los feligreses lo saludaron con júbilo porque era un testimonio vivo de la misericordia celestial. Jack Trade, el calavérico pastor metodista, dedicó su sermón a darle la bienvenida. Recordó que Cristo derrama milagros cuando impera la fe. Hablaba dirigiendo sus ojos alternadamente al muchacho y a la audiencia, a la audiencia y al muchacho. Bill sólo captaba fragmentos del servicio ya que su atención era muy inestable. Por momentos oía algunas frases, por momentos recordaba los ejercicios que le exigía su fisioterapeuta. Lo emocionaron las palabras “milagro” y “fe”, porque tenía grabado en el alma que Eliseo era el profeta de los milagros y sólo beneficiaba a quienes demostraban fe. El pastor le resultaba aburrido y su cara le recordaba la bandera de los filibusteros. El servicio no acababa nunca. Los salmos que entonaba la feligresía le trepanaban el cráneo.
Empezó a gritar sin importarle cuán solemne era el momento.
Al principio cundió la perplejidad; luego, el disgusto. Las miradas exigieron a los acompañantes de Bill que detuviesen la ofensa al servicio. No obstante, el convaleciente siguió lanzando aullidos que rebotaban en los muros de piedra. Algunos feligreses se movieron con susto; otros, con rabia, y hubo quienes se pusieron de pie para intervenir. El aire se tensó. La disciplina que solía imperar en los adustos bancos quedó trizada cuando cinco hombres y seis mujeres caminaron presurosos hacia Bill para taparle la boca. El pastor imploraba serenidad en nombre del Altísimo.
A los primeros hombres y mujeres siguieron decenas. En un santiamén se produjo tal anarquía en el recinto que Jack Trade temió que se desatara una catástrofe.
Las venas del cuello de Bill se hincharon como víboras; su piel se tornó negra, y su aullido, más ronco. Saltaba sobre la silla como si le quemaran el trasero. Parecía un muñeco sometido a descargas eléctricas. Una mujer unió las manos en oración y pronunció la evidencia:
—Está poseído...
Otra mujer añadió el dato que faltaba:
—Por el diablo.
El pastor bajó del púlpito y casi se desplomó de narices. Pegó la Biblia a su pecho y con la mano libre intentó separar los cuerpos en lucha. El alboroto hacía inaudible su voz. Pudo advertir que entre varios aprisionaban a Bill para evacuarlo. Dudó si pedir clemencia por el enfermo o respeto por el lugar; mejor los dejaba hacer porque, cualquiera fuese el camino que eligiera, sería criticado por impiadoso. Hilos de sudor rodaron por su cara de hueso.
En ese instante se abrió paso un hombre de cabeza redonda y pelo de carbón que mantenía junto a su ojo una cámara fotográfica. Lo llamaban Cáscara de Queso.
—¡No, Lucas! Ahora no —le imploraron.
El fotógrafo no escuchaba razones cuando se ponía en juego su deber. Los flashes sucesivos registraron mandíbulas retorcidas y dedos anhelantes. Cada foto no sólo contenía formas, sino tembladeral y angustia. Su trabajo consistía en obtener la mayor cantidad de tomas; los periodistas de la redacción determinaban qué ángulos publicar. Su esfuerzo tenía a veces el premio de la primera página y a veces el castigo de la indiferencia. De todas formas, se reía tanto cuando le iba bien como cuando le iba mal.
Bill fue metido a los empujones en un coche, luego aplastado por varios cuerpos y llevado velozmente a su casa. La tarea de estos voluntarios acabó en frustración, porque apenas arrancaron el enfermo dejó de resistirse. De bestia salvaje pasó a sumisa oveja. Los guardianes aflojaron sus brazos y Bill les sonrió. Antes de llegar suspiró hondo y dijo con voz melodiosa y clara:
—El milagro fue de Eliseo.
Lo miraron espantados.
Su familia decidió no llevarlo más a la iglesia, por lo menos hasta que se registrase un equilibrio duradero. El doctor Sinclair insistía en que eran las secuelas de la inflamación cerebral y había que seguir teniendo paciencia. Pero no lograba componer variaciones sobre un mismo tema, como en los días del coma, así que procuró enfrentar el desaliento de los familiares con su grueso libro de enfermedades infecciosas. Abrió en el capítulo dedicado a la patología del sistema nervioso central y les leyó la verdad que proveía la ciencia: la encefalitis es un cuadro gravísimo que suele terminar con la muerte o deja secuelas.
—Pero usted aseguró que el pronóstico era bueno.
—Lo dije y lo reitero: bueno en cuanto a su vida. Pero no me referí a su calidad de vida.
—¿Qué quiere decir “secuelas”? —preguntó Dorothy.
—Los indeseables efectos a largo plazo, los restos del incendio. Pueden mejorar.
—¿En cuánto tiempo? —lo apuró el abuelo Eric.
Sinclair encogió los hombros y el anciano lo despidió con un gesto de disgusto.
La pequeña Evelyn rezaba por él. Lo amaba con el corazón de una niña que aún no había llegado a la pubertad. Bill le producía sensaciones indefinibles pero intensas. Seguía sus pasos y aprovechaba clandestinos observatorios para mirarlo comer, leer y dormir. Lo encontraba luminoso como un príncipe. No imaginaba otra figura más apuesta que la suya. En su fantasía lo arropaba con terciopelos rojos, deslumbrante espada y túnica de armiño. Lo veía cabalgar un corcel blanco provisto de alas.
Bill cumplió dieciséis años. Recuperó la salud y su bello timbre de voz. Era alto, de mandíbula fuerte, cabello rubio y penetrantes ojos claros. Pero no dejaban de sucederse hechos inquietantes: noche por medio se levantaba dormido y recorría los pasillos de la casa conversando con fantasmas. Al principio consideraron transitorio su sonambulismo, pero daba miedo cuando salía a la intemperie. Su padre lo seguía en silencio, descalzo; actuaba con prudencia porque le habían advertido que despertarlo de golpe podía causarle un desequilibrio más grave del que ya tenía. Una noche dio la vuelta completa a la casa, en otra intentó subir a un árbol y en la tercera buscó una montura para ensillar un caballo inexistente.
Pese a los sustos, Bill también recuperó encantos. Siempre había sido inteligente y astuto, al extremo de haber corrido el rumor de que en clase no lograban vencerlo en un debate debido a su argumentación inagotable. También decían que los malos amigos lo buscaban para beneficiarse de su talento para inventar justificativos de cualquier índole. Tenía incluso habilidad para las trampas. Pero junto con las virtudes se incrementaron ciertas rarezas como, por ejemplo, su obsesión por el profeta Eliseo. Insistía en que ese personaje lo había resucitado desde su ermita en las nubes y lo había ungido para una maravillosa misión. Esto hubiera resultado menos perturbador que su agobiante insistencia en los detalles nimios del profeta. No quedaba un habitante de Pueblo que a partir de esos meses no hubiera oído referencias a Eliseo.
Sinclair lo interpretó como una pequeña irritación en un punto de su corteza cerebral. El pastor, en cambio, prefería rendirse ante la evidencia de que el muchacho había sido agraciado por la inspiración del Cielo; nunca, en sus setenta y tres años de edad, había visto un caso semejante. En la clase dominical sólo había hecho referencias superficiales a Eliseo, que no alcanzaban para generar una obsesión semejante. Lo que Bill contaba reiteradamente debía de ser verdad, así como debían de tener sentido sus preguntas. En calidad de pastor, no tenía derecho a ignorar el portento de que alguien apenas versado en las Escrituras emergiera de un coma grave provisto de visiones tan duraderas. Estaba conmovido. El Señor había derramado su benevolencia sobre Bill. Entonces decidió visitarlo para hablarle con detenimiento sobre el personaje que lo había devuelto a la vida.
Pero cuando el ministro se fue, Bill volvió a preguntar sobre anécdotas de Eliseo, como si nada hubiese escuchado.
—El pastor acaba de contarte todo, versículo por versículo. —Su abuelo Eric lo miró al fondo de las órbitas. —¿Qué más quieres saber?
Bill acarició la rugosa mano de Eric y repitió la exigencia. El anciano le dio unas palmadas y prefirió alejarse. Un rato después Bill volvió a lo mismo, esta vez en presencia de su madre. Ella pidió a Jack Trade que regresara.
El ministro alzó de nuevo su Biblia y, con la esperanza de una revelación, fue a reencontrarse con el joven, que, al verlo, descerrajó la misma pregunta como si fuese la primera vez.
—¿No te acuerdas de lo que hablamos? —Trade le oprimió con afecto el brazo—. Fui minucioso y me escuchaste atento; al menos así me pareció. ¿No te acuerdas? Describí la amistad entre Eliseo y Elías, su enérgico maestro. Luego te narré sus milagros, sus advertencias, sus andanzas por el monte Carmelo, por Samaria y Judea y las muchas veces que cruzó el río Jordán. Juntos repasamos todo cuanto narra la Biblia sobre sus milagros. ¿Qué te inquieta ahora? ¿Qué mensaje hierve en tu interior y puja por salir?
Bill movió la mano como si espantara una mosca.
—Quiero saber qué ropa usaba.
El pastor levantó una ceja.
—Se cubría con sencillas túnicas, supongo. O con piel de cordero. Encima debía de ponerse un manto.
—El manto... —repitió Bill con fascinación.
—Así es —concedió el pastor mientras su rostro de calavera dibujaba una sonrisa—. Eliseo recogió el manto que Elías dejó caer cuando fue llevado a las alturas por un carro de fuego. Y lo usó hasta el fin de su existencia terrena.
—¿De qué color era?
—No sé, la Biblia no lo dice. Tal vez rojo.
—¡No! Rojo seguro que no. Así era el manto de Cristo.
—¿Qué importancia tiene? ¿Qué mensaje hay tras estos detalles?
—Rojo no.
—¿Quieres que te lea nuevamente la historia de Eliseo? —Nunca el rostro de Jack Trade había expresado tanta curiosidad. —Fijarás los datos que más te interesen, y quizás haya indicios sobre el color de su túnica y el mensaje que el Señor nos está enviando por tu intermedio, hijo.
—Sí, léame.
—Podrías hacerlo tú mismo.
—Prefiero escuchar. —Cerró los párpados.
Jack Trade se arrellanó en el sofá, acarició la fina piel de sus mejillas y abrió en el Libro de los Reyes. Bill permaneció concentrado unos minutos y se durmió.
Al despertar, el religioso había partido y su madre le acercó un vaso de agua. Bill, muy tenso, murmuró:
—¿De qué color era la túnica de Eliseo?
Antes de terminar la pregunta se le cayó el vaso sobre las baldosas y salpicó agua y astillas hasta la cara de su desconsolada madre.
Al cabo de dos semanas ella encontró sobre la cómoda de su dormitorio una lacónica esquela.
Seguiré los pasos de mi salvador, el profeta Eliseo.
Sospecho que su túnica era blanca.
No me busquen.
Los quiere,
Bill
Cargó su bolso y marchó hacia el río Arkansas en medio de la noche. Pocos faroles alumbraban las calles. Las aguas ferruginosas reverberaban soñolientas a la luz de la luna. Bill pensó en el bíblico Jordán que a menudo habían cruzado los profetas, seguro de que era más bello y estimulante que ese torrente profano. Le arrojó una piedra como signo de despedida. Le pareció pobre el sonido y le resultaron débiles los círculos que se formaron en la superficie. En este sitio había contraído el mal que lo hundió en coma. Fue una enfermedad decidida por la Providencia para unirlo al profeta de los milagros.
Enfiló hacia la ruta 25 y marchó varias millas. El fresco de la noche energizaba sus músculos. Cuando en el este empezaron a sonrojarse las nubes, Pueblo ya había desaparecido a sus espaldas. Sangriento nacía el sol, como de una herida abierta en las nubes. Pronto ardieron las cúpulas de los árboles y chispearon sus hojas más elevadas. A un costado se levantó una bandada de golondrinas excitadas por el amanecer. Bill oía el ritmo de sus zapatillas sobre el asfalto y miraba las gotas de rocío sobre los matorrales chatos. Era importante mantener el ritmo de la marcha, porque los vehículos que pasaban no atendían a su pulgar. Peregrinaba hacia su destino y no debía impacientarse. En el momento que estaba por ascender una colina, frenó lentamente un camión de ruedas altas. Se lo había mandado Eliseo.
—Voy a Phoenix —informó el conductor a través de la ventanilla.
Phoenix significaba el oeste, el desierto. El desierto era el lugar donde se inspiraban los profetas.
—Está bien —respondió Bill—. Subo.
Trepó a una cabina con olor a tabaco y coñac. El conductor tenía una cabeza idéntica a la de Abraham Lincoln, con una barba corta que le rodeaba la mandíbula. Metió una ruidosa primera y prosiguió la marcha a mediana velocidad. Por la ventanilla abierta ingresaba el viento de la mañana con fuerte olor a campo. Bill apoyó la cabeza contra el respaldo de cuero mientras el viento le tironeaba del pelo. A los pocos minutos el camionero extrajo un puñado de tabaco, lo extendió sobre su palma y lo revisó con un dedo para quitarle las impurezas. Después se lo llevó a la boca y con la lengua chupó las hojitas residuales. Lo masticó con deleite, aunque de vez en cuando lo atacaba una tos de lobo. En uno de los golpes de tos la bola de tabaco voló hacia el parabrisas; la recogió con destreza y la devolvió a sus dientes amarillos.
Si era tan parecido a Lincoln —pensó Bill—, debía de conocer a Eliseo. Y le descerrajó la pregunta:
—¿De qué color era la túnica de Eliseo?
El hombre parpadeó, detuvo la masticación y con lentitud giró los ojos hacia el exótico pasajero.
—¿Eliseo? ¿Quién mierda es Eliseo?
—Cuidado con blasfemar —advirtió Bill—. Es un profeta.
El conductor dio una palmada sobre el volante.
—¿Qué? ¿Acaso eres seminarista?
—No.
—¿Hijo de algún maldito pastor?
—Tampoco.
—Entonces, ¿a qué viene esto de la ropa que usó un puto profeta?
—Tenga cuidado.
Lanzó una carcajada y la bola de tabaco volvió a dispararse; esta vez no la pudo atrapar y acabó perdida bajo sus pies.
—¡Mierda!... —protestó.
Bill no podía ordenar la fragmentación de la realidad: Lincoln jamás se hubiera expresado de esa manera.
—¿Adónde vas? —preguntó el camionero un rato más tarde.
Bill se encogió de hombros.
—Supongo que no te interesa llegar al Pacífico —agregó el hombre ante el silencio de su invitado—. Yo voy hasta Phoenix y pego la vuelta.
Tampoco logró respuesta.
—¿Te enojaste? Mira, si te interesa llegar a Australia, deberás buscarte otro medio.
—La túnica de Eliseo era blanca —aseguró Bill.
El camionero se frotó la nuca.
—Me parece que estás loco.
—Era blanca —insistió Bill, con el rostro fruncido por las ráfagas de la ventanilla abierta.
Pasado el mediodía, “Lincoln” giró hacia la derecha y avanzó por el desfiladero que dejaban otros camiones prolijamente estacionados. Ubicó el suyo al término de la fila.
—Es hora de comer. —Se restregó las manos ásperas.
—Espero aquí —dijo Bill.
—¿Tienes comida?
—En mi bolsa.
El camionero miró con sorna el tamaño de la bolsa, se mesó la corta barba y le obsequió un guiño:
—Joven ministro de alguna estúpida iglesia: guárdate tu insignificante comida para otra oportunidad. Te invito con un sándwich. ¡Vamos!
Bill dudó un instante, pero acabó tras los pasos del camionero. En el alborotado restaurante la gente hablaba nerviosa. La radio sonaba a un volumen ensordecedor para que la gente escuchara el noticiario.
—Es la guerra —comentó Lincoln, que despachó sin respirar una jarra de cerveza hasta el último copo de espuma.
A Bill no le pareció una novedad: Eliseo había sido testigo de guerras importantes que la Biblia relataba con crudeza. La del noticiario debía de estar descripta en el Libro de los Reyes.
—¿Es la guerra contra Edom? —preguntó mientras daba un mordisco a su sándwich.
—¿Edom? —Un eructo atropellado acompañó su sorpresa.
—Sí, la guerra de Judea contra Edom.
—¡De qué mierda me hablas!
Bill también bebió algo de cerveza. El camionero no estaba en condiciones de entenderlo. Para Bill los enfrentamientos de la época de Eliseo proseguían como si tal cosa. Antes eran conocidos por la letra de la Biblia; ahora los difundía la radio.
—¡Es la guerra de Corea, pedazo de asno! ¡Es la guerra de Corea contra los malditos comunistas!
—Edomitas.
—¡Comunistas! ¡Qué sodomitas ni sorete en jugo! ¿Estás borracho?
“Lincoln” arrastró a su antojadizo pasajero hasta el mostrador, desde donde se oían mejor las noticias. La radio era una gigantesca caja de madera oscura que dominaba el salón desde una repisa. Exhibía un tablero iluminado sobre el que se ajustaba el dial según las indicaciones de un ojo verde, llamado mágico. Cuando el ojo se encendía a pleno la voz era nítida, pero cuando se fragmentaba, los chirridos obligaban a taparse las orejas. Informaba sobre el frente bélico: Corea del Norte y Corea del Sur, la amenaza de China, el incesante reclutamiento de soldados estadounidenses en todos los rincones de la Unión, el apoyo de los países democráticos y la protesta de los que estaban encadenados a la hoz y el martillo. El camionero pidió otro sándwich y tragó la segunda jarra de cerveza. El noticiario era seguido por un animado reportaje a los soldados que se alistaban para embarcar. El periodista insistía en que su ejemplo impregnaba de orgullo al país. Los jóvenes se sentían felices de navegar hacia el frente porque el entrenamiento les había aumentado la fuerza y el coraje. En poco tiempo aplastarían a los enemigos de la libertad.
“Lincoln” aplaudió. Bill no se unió a la demostración de apoyo ni siquiera cuando se transformó en una aclamación generalizada que hizo brincar vasos y botellas; no estaba claro si esos soldados defendían la causa justa o la equivocada; los periodistas evitaban referirse a Edom, Moab, Filistea o Madián.
Se limpiaron los dedos con servilletas de papel, fueron a orinar y retornaron al vehículo. El camionero empezó a mirarlo de costado, más detalladamente, no fuera a tratarse de un loco escapado del famoso manicomio de Pueblo. El pasajero tenía algo más levantado el hombro derecho e inclinaba la cabeza hacia allí, como si intentara unirlos. Tal vez imitaba las imágenes de los santos; en Pueblo había muchos católicos. Era evidente que algo funcionaba mal en su cerebro. Quizá lo andaban buscando. Quizá la ropa del puto profeta al que necesitaba identificar era la de su enfermero, del que había escapado mientras dormía. Pensó que había hecho mal en levantarlo, pero la madrugada era fría... Se contaban anécdotas sobre los tipos que hacían dedo; ya tenía una historia bárbara. ¿Cómo se llamaba el profeta ese? Eliseo... ¡Vaya nombre rebuscado! Debía de ser el nombre del enfermero.
—Dime, aprendiz de pastor, ¿adónde vas realmente? No creo que a Australia.
Bill tragó saliva. No soportaba que se riesen a su costa.
—Hacia el oeste.
—¡Bravo por la noticia!... ¿Me tomas por idiota?
—No.
—Te preguntaré de forma precisa, y no te andes por las ramas: ¿a qué ciudad vas?
—Al monte Carmelo.
—¡Ahá! Monte Carmelo. ¿Y dónde mierda queda?
—En Israel.
Escupió su nueva bola de tabaco apenas masticada. Tuvo un acceso de tos y empezó a darle manotazos al volante.
—¡Me estás tomando el pelo, hijo de perra!
—No, claro que no. —Los ojos de Bill se habían agrandado mientras su cuerpo se acurrucaba junto a la puerta del camión. —Sigo los pasos de...
—¡De quién!
—De Eliseo... Por eso voy al monte Carmelo.
—Pero dices que queda en Israel. ¿Cómo diablos piensas llegar a Israel montado en mi camión? No sé geografía, pero estoy seguro de que no queda en el oeste norteamericano, ¿ah?
—Aparecerá en mi camino. Eliseo también viajó hacia el oeste del Jordán.
—¿Qué Jordán?
—El río.
—No conozco el río Jordán. ¿Puedes hablarme en sencillo?
—Esta mañana, antes de caminar hacia la ruta, me despedí del Jordán... Bueno, un equivalente del Jordán.
El camionero suspiró hondo y se metió otro puñado de tabaco en la boca; después se lamió la mano hasta absorber los últimos residuos. Ahora masticaba con rabia; sus mandíbulas parecían las de un león devorando un ciervo. Ese muchacho era un caso de escopeta. Podría darse por satisfecho si no lo detenían por esconder a un loco.
Las montañas sugerían una acuarela que pronto cambiaría de color. Por el momento contrastaban las lejanas, de un gris azulado, con las próximas, verdes y hasta negras. A medida que avanzaban hacia la región desértica, se imponía el ocre. Atravesaron Walsenburg, Ludlow y Raton.
—¿Estuviste en el manicomio de Pueblo? —gruñó el camionero, impaciente.
Bill negó con la cabeza. “Se parece a Lincoln, pero es su contrario”, pensó.
Al atardecer, “Lincoln” se detuvo. Había que cenar y tomarse el debido descanso. Tras mandarse varias cervezas Lincoln se acomodó sobre la parte superior de la cabina, donde había un colchón, sábanas y frazadas. Bill lo hizo sobre el asiento, tapado con las mantas sobrantes. En Nuevo México las noches se tornaban más frías que en Colorado y había que tomar precauciones para no despertar enfermo.
Bill soñó el milagro a orillas del Jordán que tanto lo había impresionado. El bueno de Jack Trade se lo había contado con muchos detalles. Acompañaban al profeta unos hombres que deseaban construirse una cabaña de troncos. Provistos de pequeñas hachas, cortaban los árboles más altos y rectos y los derribaban uno tras otro con silbidos semejantes a los que el viento produce en las montañas. De pronto uno de los hombres, parado junto al borde del río, tuvo la desgracia de que su herramienta volase al agua. Empezó a gemir desconsolado: “¡Ay de mí! Era un hacha prestada”. Eliseo se arrimó afectuoso y pidió que le señalara el lugar exacto donde se había hundido. Lo miró con sus ojos ardientes, levantó un palo seco y lo arrojó al punto preciso. Se formó un torbellino cada vez más fuerte hasta que el hacha sumergida se elevó a la superficie. “Ve a recogerla”, ordenó el profeta. Bill se esforzaba por mirarle la cara, pero la túnica lo envolvía de la cabeza a los pies. Los hombres se arrojaron vestidos al sagrado Jordán rumbo al hacha flotante, pero cuando llegaron junto a ella se hundieron clamando ayuda. De la túnica brotó una risita macabra y Bill despertó transpirado. Sus dedos apretaban la gastada palanca de cambios.
Al día siguiente pasaron por las ciudades de Santa Fe y Albuquerque. En ésta el camión se detuvo unos segundos frente al río Grande.
—Su caudal crecerá mucho y se convertirá en nuestra frontera con México —explicó “Lincoln”—. Pero aquí es todavía un río mediano. Lo interesante de Albuquerque es su nuevo deporte; ¿te interesa? —Asomó el tabaco entre sus dientes de maíz. —Se trata de los globos. Mientras ahora el mundo prefiere los aviones, la gente de este lugar se dedica a los globos. Está bien, son conservadores. Arman una fiesta llena de color, que atrae a muchos turistas. Yo estuve en la fiesta. Se desprenden cientos de globos amarillos, rojos, azules, que juegan a recorrer el país mientras, abajo, los amigos y los idiotas sacan fotos. Como te das cuenta, no eres el único tarado del planeta.
—¡Hemos estado viajando hacia el sur! —se alarmó Bill al controlar por primera vez el mapa.
—Es la ruta más conveniente para llegar a Phoenix. De Pueblo bajamos al sur, en efecto. Entramos en Nuevo México y, siempre hacia el sur, llegamos hasta aquí. Ahora giramos francamente hacia el oeste, hacia Phoenix. ¿Qué te aflige?
—Yo quiero ir hacia el oeste, como Eliseo.
El camionero dio una furiosa palmada al volante.
—¡Siempre lo mismo!
Al cabo de una hora le explicó que no era Lincoln, como Bill lo había llamado en un par de ocasiones, sino Abraham Smith.
—Abraham, como Lincoln —insistió Bill.
—Abraham Smith. Smith. Pero puedes llamarme Aby.
Bill le contó entonces que se llamaba William Hughes, pero podía decirle Bill. Todos lo conocían por Bill.
Aby provenía de Kansas, donde vivía con su mujer, Rita, y tres hijos pequeños, el mayor de los cuales se parecía a Bill: iba a ser alto y también tenía ojos grises y pelo rubio.
—Ahora me contarás tu verdadera historia, Bill. Le sacudió amistosamente el brazo.
El muchacho meneó la cabeza.
—Es que mi historia recién comienza. Mejor dicho, está por comenzar.
—En el monte Carmelo... —se mofó Aby.
—Sí, en el monte Carmelo. Exactamente.
El hombre comenzó a pensar que su acompañante estaba poseído por una rara certeza. Aunque loco, algo potente lo guiaba. Introdujo la mano en el bolsillo de la puerta y sacó varios mapas.
—Bien. Fíjate y averigua dónde queda tu famoso monte Carmelo.
Bill recorrió con el índice el camino que venían haciendo y luego lo deslizó hacia el oeste. Llegó con rapidez a la costa de California. Leyó localidad tras localidad, desde San Diego hacia el norte. Se detuvo en un punto y apretó con la uña donde decía Carmel.
—¿Ahí? —Aby espió de costado.
—Dice Carmelo.
—Carmel a secas. Pero tú buscas el “monte” Carmelo. No es lo mismo, supongo.
—No.
—Entonces viajas sin rumbo.
Bill sonrió.
—De ninguna manera. Dios guía mis pasos.
—¿Ah, sí? Debería guiar mi volante —resopló Aby.
—Ya llegaré —porfió Bill.
—Ojalá, porque en Phoenix termina mi trayecto.
Dobló el mapa y lo devolvió al bolsillo de la puerta. La ruta se extendía como una boa azul por el desierto dorado. A lo lejos se elevaban promontorios de tierra dura que semejaban castillos en ruinas.
Ingresaron en una población de extraño nombre: Elephant City. El camino penetraba en su interior como si fuese la columna vertebral. A los lados emergían pequeños restaurantes, viejas estaciones de servicio y viviendas de una o dos plantas. Algunas construcciones se esmeraban en evocar la arquitectura de los indios con paredes de adobe amarillento y tirantes de madera oscura que sobresalían de los muros. Dejaron atrás un ancho cartel de Coca-Cola. De pronto Bill aferró la mano del conductor con tanta fuerza que le hizo girar el volante.
—¡Maldición! ¿Qué haces?
Bill tendía el índice hacia la izquierda, por delante de la cara de Aby.
—¡Es ahí! —La voz le salió disfónica, trabada por el júbilo.
—¿Qué puta cosa es ahí?
—Israel, el monte Carmelo.
Aminoró la marcha. Había una gran tienda azul de circo, delante de cuya entrada, orlado con banderitas, un cartel señalaba en irregulares letras de tamaño descomunal: “CRISTIANOS DE ISRAEL”.
El camionero se asombró por el sudor que brotaba en el rostro de Bill. Era la primera vez que lo veía tan exaltado.
—Se trata de una simple congregación religiosa. Nada más que eso.
—Israel... —balbuceó—. Dice Israel, monte Carmelo.
—¡Estás borracho! No es Israel. Tampoco dice “monte Carmelo”. A ver, ¿dónde mierda lees la palabra Carmelo?
—Yo me bajo aquí. —Recogió decididamente su bolso.
Aby adelantó la quijada, de repente tocado por la pérdida de un compañero con el que había empezado a encariñarse.
—Como quieras. ¡Pero qué ridículo! Esto es Nuevo México, no Israel.
—¡Me guía Dios! Hace un rato usted creía que yo me había perdido. —En su cara brillante de transpiración flameaba el triunfo.
—¿Has viajado dos largos días para meterte en esa carpa de vaya a saber qué cosa? ¿Perteneces a estos... cómo se llaman... —releyó las grandes letras— “cristianos de Israel”?
—Voy a Israel, al monte Carmelo. ¡Mi misión acaba de comenzar! Gracias por traerme.
Saltó a tierra.
Aby meneó la cabeza, accionó el guiño y se reintrodujo con lentitud en la ruta. Pero se detuvo enseguida, unos cien metros más adelante. Prendió las balizas y descendió. Tenía la camisa adherida a la espalda y los dientes mordían furiosos el tabaco. Bill lo esperó quieto y regocijado.
—Lamento que no me acompañes hasta Phoenix. Es una linda ciudad, mucho mejor que este pueblo de mierda. Hasta debe de haber mejores carpas.
—Tengo que quedarme aquí. —Se puso una mano sobre el corazón. —No se imagina todo lo que haré.
Aby pensó: “Pobre muchacho, qué loco está”, pero dijo:
—Cuídate.
Dio media vuelta y trepó a la cabina. Se quedó mirándolo por el espejo retrovisor. Bill se había parado frente al cartel y lo estudiaba como si fuese una catedral gótica. Las enormes letras parecían transmitir algo distinto de lo evidente. Luego avanzó por un sendero de lajas hacia una casa rodante sobre cuya negra superficie relucían cruces. Ahí debía de vivir el gurú, supuso Aby mientras introducía la chirriante primera.
Evelyn seguía recordando la mano de Bill guiando la suya, la tibieza que irradiaba su cuerpo, el roce de su cabello lacio. Evocaba sus camisas, pantalones y zapatos para que no se le esfumaran los detalles. Una imagen sucedía a otra, como en un álbum de fotos.
Dorothy se prestó a acompañarla en esa obstinada memoria. Inventaron un código para seguir refiriéndose a él, incluso cuando no podían hablar. De vez en cuando se deslizaban a su dormitorio, que la madre había decidido conservar en el mismo estado en que se hallaba la noche previa a su fuga: la Biblia abierta en el Libro de los Reyes, una remera colgada de la silla, el gorro sobre la mesa de luz, un zapato fuera de la caja. Evelyn solía acariciar la remera como si su textura equivaliese al cuerpo de Bill. Descubrió un lapicero de madera tallada y propuso a Dorothy que cada una se llevara un lápiz para seguir dibujando gatitos de dos circunferencias y bigotes risueños.
Bill había enamorado a Evelyn a la edad en que las niñas aún piensan en muñecas. Su brusca desaparición facilitó que lo idealizara. Lo extrañaba de manera tan confusa que, si hubiera tenido que describir su amor, lo habría asociado al que tenía por su padre, su madre, su hermano y su perrito faldero, todos juntos. Lo evocaba con un estremecimiento de fabulosa química, imposible de poner en claro a esa edad. Tenía la certeza de que era un príncipe con quien se casaría, que había debido ausentarse transitoriamente para arreglar asuntos de su reino. Tal vez le habían encargado conducir una batalla o vencer a un ejército de malhechores. Tal vez debía liberar a la princesa de un país vecino. Esas historias cursaban diferentes rutas y encendían sus mejillas.
El abuelo Eric, también convencido de que su nieto llevaría adelante una portentosa tarea, impidió que la familia radicara una denuncia para obligarlo a volver. Era seguro que la policía podría localizarlo en una o dos jornadas, pero ¿y después? Se negaría a someterse, gritaría, lucharía. En vez de llevarlo a su casa lo meterían en una cárcel. Todo eso, ¿para qué? Bill estaba sano y lúcido, quizá más lúcido de lo que captaban los hombres comunes. Había dejado una carta seca pero amable; era posible que pronto llegaran noticias alentadoras.
De la misma opinión era el reverendo Trade, quien releía encantado la breve nota de despedida porque hacía referencia a Eliseo y su túnica. El detalle no podía ser considerado menor. A su juicio, el joven respondía a un mandato de la Divina Providencia; sus pensamientos estaban enlazados con las Sagradas Escrituras. No era sensato resistirse a la Providencia.
El doctor Sinclair, en cambio, sostenía que estaba perturbado por secuelas de la encefalitis y aún podía cometer disparates. Todavía no había recuperado el equilibrio.
—¿Quién tiene pleno equilibrio en este mundo? —se enfadó Eric—. ¿Usted?
La familia Hughes quedó bloqueada entre los consejos del reverendo y el diagnóstico de Sinclair. Para algunos de sus amigos no padecía secuela alguna ni tampoco estaba la Providencia detrás de su conducta: era una simple rebelión de adolescente. Bill siempre había sido revoltoso y provocador. Por otra parte, a su edad miles de jóvenes se marchan a la universidad o a trabajos alejados; ¿qué sentido tenía preocuparse?
Sus padres repitieron para tranquilizarse: ¿qué sentido tenía preocuparse?
Se preocupaban, claro que sí. Pero nada hicieron para acelerar una solución, sino esperar y llorar en secreto, como dicen que hacían los indios cuando los paralizaba la tragedia.
Cuando Bill terminó de demostrar todo cuanto sabía sobre la vida y los milagros de Eliseo, el pastor Asher Pratt y su esposa, Lea, intercambiaron una mirada cómplice. No necesitaban referencias adicionales para contratarlo. Su tarea incluiría todos los servicios. Lea abrió sus bellas manos y prometió, enigmáticamente, hacerle conocer el monte Carmelo.
Bill quiso saber qué significaba “todos los servicios”.
Ella cambió de tema.
—Ese monte está próximo, ya verás.
A Bill le impresionó la mirada de Lea, fuerte como un relámpago.
La carpa era el templo de la congregación fundada por Asher y su mujer. Tenía la forma de un circo ambulante, con dos mástiles centrales y tres docenas de soportes en torno de la circunferencia. El piso era de tierra apisonada, con una alfombra roja en el pasillo central. A sus lados se alineaban sillas plegadizas. Tras el púlpito colgaba una cruz de latón iluminada por una lámpara de aceite. Junto al estrado, protegida con una verja, relucía una caja dorada cubierta por grandes plumas de pavo real.
—Sigo el modelo de Moisés en el desierto —explicó Asher.
La analogía resultaba incomprensible.
—Durante la travesía del desierto —agregó el pastor— los israelitas transportaron el Arca de la Alianza construida por el artista Bezalel. Ahí la tienes. —Señaló la caja cubierta de plumas. —Su tinte dorado indica que su contenido es más valioso que el oro. Las plumas evocan a los arcángeles que en el templo de Salomón hacían guardia permanente.
—¿Qué hay adentro? No me va a decir que están las tablas de la Ley.
Asher frunció el entrecejo ante la insolencia.
—En tiempos de Moisés el Arca de la Alianza guardaba las tablas de la Ley, en efecto, pero ahora contiene algo más sagrado aún. Por eso nadie, nadie, ni siquiera yo, debe abrirla.
Bill aplicó su mirada al sagrado objeto y se acercó.
—¡Tampoco tocarla! —Asher levantó una mano como advertencia; luego se frotó las yemas. —¿No sientes algo extraño, una suerte de presión subterránea que corre bajo la piel?
Bill cerró los ojos para concentrarse.
—Intenso y sutil —añadió Asher.
Bill también se frotó las yemas de los dedos y notó que lo recorría un suave capullo de algodón.
—¿Quieres saber qué contiene el Arca? Abrió los ojos.
—Por supuesto.
—Nada material. No están los Diez Mandamientos esculpidos en piedra, sino algo tan sublime como un fragmento del espíritu del Todopoderoso. Su energía se expande a toda la carpa y a los feligreses que oran.
—El espíritu del Señor acompañaba a los profetas.
—Así es.
—Y les permitía realizar milagros.
—Tal cual. Los milagros son siempre obra del Señor; nosotros, apenas sus humildes instrumentos. No lo olvides. Bill tendió la mano hacia el Arca.
—¡No la toques!
—No iba a hacer eso: la pongo por testigo.
—¿De qué?
—De que pronto también yo realizaré milagros.
Asher comprimió la mandíbula. Ese joven, ¿era un fabulador o un inspirado?
—¿Qué quiere decir “pronto”? —Habló en tono exigente. —¿Una semana, un mes, un año?
—Cuando recoja el manto de Eliseo.
—¿Dónde, si se puede saber?
—No es un secreto.
—Dímelo, entonces.
—En el monte Carmelo.
—Ah...
Desde que Asher y la coqueta Lea contrataron a Bill para todo servicio, le fijaron deberes y derechos. Eso contribuiría a mantener acotada su impaciencia.
La casa rodante pintada con llamativas cruces blancas sobre fondo negro había sido acondicionada para albergar el dormitorio, la cocina y una biblioteca. No había lugar para Bill, así que éste armó su cuarto en un rincón de la carpa con unos metros de lona y cinco estacas. Compartía las comidas de la pareja sentado a la mesa de fórmica adosada a la pared del vehículo. Asher pronunciaba la oración de gracias antes de levantar el primer bocado. Las cenas eran livianas, compuestas por verduras, pescado o pollo. El desayuno, en cambio, más abundante: café, pan, huevos revueltos, tocino, jugo de naranjas y una tabla de quesos. Pero así como los tres se reunían puntualmente para cenar, a veces el pastor tardaba en llegar al desayuno: amanecía dormido, con los párpados hinchados y la lengua torpe, como si lo hubieran apaleado las pesadillas. Entonces Lea le zarandeaba el hombro, le tiraba dulcemente del cabello y le recordaba que debía rezar y comer. Asher obedecía como un autómata, balbuceaba la oración y masticaba con mandíbula floja.
Bill barría la carpa, ordenaba las sillas y hacía compras en el almacén según una lista que le entregaba Lea. También limpiaba la cucha de los dos perros doberman que montaban guardia junto a la casa rodante. Nada le parecía pesado o indigno, porque se acercaba la apoteosis. Eliseo, calvo como su abuelo Eric, se le aparecía en algunos sueños para asegurarle que marchaba por la buena senda.
Las actividades físicas se complementaban con el premio de las excitantes acciones espirituales de visitar a los feligreses en compañía del pastor. Lea les recordaba a quiénes debían ver en base a su extraordinaria intuición y memoria; insistía en que no era cosa de perder el tiempo, sino de generar el júbilo de los feligreses que los estaban esperando con la misma ansiedad que los leprosos a Cristo. Asher llevaba en su bolsillo un cuaderno doblado en el que anotaba las impresiones que causaba en cada uno de sus seguidores y las tareas que podría implementar más adelante para aumentarles el fervor.
A poca distancia de la carpa corrían las vías del tren. En determinados horarios —una de la tarde y tres de la madrugada— pasaba raudo como una centella, pitando y echando humo ardiente. Hacía temblar los alrededores. Sólo a las siete de la tarde se detenía en Elephant City por tacaños minutos. Barreras rojinegras bajaban a tiempo para que ni peatones ni vehículos fuesen atropellados por las ruedas de acero. En esa pequeña ciudad nunca olvidaban los dos accidentes que habían costado cinco vidas. Su estrépito era parte del ritmo cotidiano: quienes estaban cerca miraban arrobados las ventanillas fugaces, y quienes se encontraban lejos oían el pito y ponían en hora el reloj.
Las actividades de la iglesia Cristianos de Israel tenían lugar dos veces por semana en forma modesta. Pero el domingo estallaba la exaltación. Acudían familias enteras, con hijos, abuelos, tíos, sobrinos, perros, loros y gatos. A Bill se le instruyó que acompañara a Lea en la entrada; ambos daban la mano en nombre del Señor a cada concurrente, acariciaban la cabeza de los niños y deseaban buena salud a los ancianos. También la seguía durante y al final de los servicios con bandejas donde los fieles depositaban sus ofrendas. Casi siempre se producía un lleno completo y a menudo quedaba gente de pie junto a los bordes de la carpa.
Asher aparecía solemne, imponía silencio y hablaba con elocuencia. Sus manos se agrandaban y parecían estirarse hasta el feligrés más alejado. Por lo general mantenía los tonos dulces, pero de súbito explotaba en gritos de advertencia. Y el contraste erizaba los pelos.
Bill advirtió que Asher siempre empezaba con alguna anécdota de la vida cotidiana en Elephant City. Describía el suceso espolvoreándolo de incógnitas y enseguida formulaba preguntas que nadie, por supuesto, se atrevía a contestar. A continuación relacionaba esa breve historia con el plan de Dios, para entender si lo favorecía o contrariaba.
El pastor insistía en que sólo su congregación caminaba por el recto sendero de la verdad. Como prueba de ello estaba delante de todos la magnífica Arca de la Alianza con un fragmento del espíritu divino en su interior. En ninguna otra iglesia habían logrado una réplica tan perfecta del Tabernáculo, ni siquiera los católicos, ni siquiera los mormones.
—Siéntanse orgullosos de pertenecer a esta Casa del Señor —proclamaba—. Somos los auténticos cristianos de Israel, la más pura expresión del pueblo elegido. A pocas personas les es dado entender el privilegio que nos ha conferido la Providencia. Formamos parte del Israel de la Biblia. ¡Pero no somos judíos, Dios nos salve! Somos cristianos, los verdaderos, los descendientes de patriarcas, profetas y apóstoles.
Bill absorbía su mensaje con embeleso. Las interpretaciones que daba a las Sagradas Escrituras sonaban excitantes. Según Asher, los genuinos israelitas eran solamente los descendientes del antiguo reino de Israel, porque sólo en ese reino, y no en el de Judá, se concentraron casi todas las tribus que Moisés liberó de Egipto. Relataba que unos setecientos años antes de Cristo se produjo la invasión de los crueles asirios en el norte de Canaán, donde estaba el purísimo reino de Israel. Los asirios destruyeron las ciudades y forzaron el exilio de sus habitantes. Por medios violentos los empujaron hacia las montañas del Cáucaso, donde había sido encadenado el pagano Prometeo. Levantaron puestos de vigilancia a cargo de guerreros sanguinarios para impedir su retorno a Canaán. Millares de israelitas fallecieron como consecuencia del frío y el hambre, pero otros tantos consiguieron desplazarse hacia el oeste, hacia Europa. Eran blancos y rubios; eran bellísimos en comparación con los brutales asirios.
—Blancos, rubios y bellísimos como nosotros. ¡De ellos descendemos!
Muy diferente fue el destino del reino de Judá, en el sur —continuaba—, que fue destruido un siglo y medio después por el babilonio Nabucodonosor. Sus habitantes ya se habían mezclado con vecinos repelentes como los moabitas, amalecitas e idumeos. Los prístinos rasgos del pueblo elegido se habían borrado bajo el maremoto de las mezclas raciales: conformaron lo que ahora conocemos y despreciamos bajo el nombre de judíos. Nabucodonosor los deportó a orillas del Éufrates y allí se mezclaron peor, con las sucias y lascivas mujeres de Babilonia y de Persia. Se transformaron en una comunidad de infieles y perversos. Se mutaron en la esencia del Mal; por eso se ocuparon más adelante de perseguir, torturar y crucificar a Cristo.
—Los judíos no son Israel —afirmaba—, no descienden de las diez tribus perdidas, no cuentan con la bendición del cielo. ¡Israel somos nosotros!
En Pueblo jamás Bill había oído algo semejante. Allí se había constituido una numerosa comunidad de origen hispano y católico. El resto eran asiáticos, irlandeses, judíos, negros y estadounidenses del este o el oeste. La pluralidad estaba garantizada, aunque no faltaron quienes pretendieron sembrar el odio. Aún se recordaba lo ocurrido en las minas de carbón pertenecientes a Rockefeller que culminaron en la llamada “masacre de Ludlow”. Después se establecieron fundiciones de acero cuyas chimeneas se mantienen como obeliscos que rememoran otras luchas desafortunadas. Las turbulencias eran la oportunidad que los fanáticos habían aprovechado para exaltar el prejuicio.
Las familias de Evelyn y de Bill estuvieron al margen de semejante flagelo; hasta incluían hispanos entre los parientes. El padre de Evelyn era periodista y trabajaba en The Pueblo Chieftain; su madre enseñaba español en la universidad. Sus vecinos y amigos —algunos católicos, otros metodistas— también eran amigos de los Hughes.
Bill escuchó desde pequeño al pastor Jack Trade, que predicaba el amor entre los seres de buena voluntad con una voz tan dulce que no parecía concordar con su cara huesuda. Pero los fragmentos de esas prédicas entraron en colisión con los cañonazos del reverendo Asher Pratt, crudamente deflagradores. Al principio le sonaron como una explosión inverosímil; después, como algo que debía de ser cierto; pronto, como la única versión que merecía crédito y prédica. El viejo Jack Trade se redujo a un ingenuo dato de infancia. En cambio, le producían creciente fascinación las palabras de Asher. Tenían gusto a pan caliente, a transgresión. A menudo abandonaban la coherencia, pero ¡qué importancia tenía la coherencia, si exaltaban el corazón! ¡Para qué la fidelidad a ciertos versículos, si la nueva historia trompeteaba fuego!
Por consejo de Lea, Bill mejoró su pequeño hábitat. Lavó y emparejó metros de arpilleras para tenderlas como alfombra; sobre ellas puso un blando colchón de lana. Lea le proveyó más sábanas limpias, almohada y frazadas. En el depósito descubrió una mesita que instaló junto a su lecho y sobre ella ubicó una jofaina de porcelana y su cepillo de dientes. También encontró en el depósito un bate de béisbol, revistas viejas y un velador, que incluyó en su mobiliario. En comparación con la austeridad que distinguía a los profetas, su cubículo era un palacio.
La mujer volvió a decirle, con un relumbrón de los ojos, que no había olvidado la promesa de llevarlo al monte Carmelo, donde podría recoger el manto del profeta. Bill advirtió que había empezado a peinarse con coquetería y cargaba mucho rouge en sus sensuales labios.
Se dormía imaginando el momento en que treparía el monte y lo rodearían luces y sensaciones, aunque a menudo los hechos muy deseados finalmente se cumplen de una manera distinta. El Carmelo no podía ser como los demás montes, pensaba. Tanto Eliseo como su maestro Elías lo habían elegido por sus características excepcionales. Se trataba de un sitio elevado, sin duda, pero turgente de misterio. Entre su vegetación debían abrirse delicados senderos donde el polvo aún vibraba bajo las huellas que dejaron las sandalias de los iluminados. Las rocas debían ser altares, porque sobre ellas los sanguinarios sacerdotes de Baal carneaban niños hasta que Elías los derrotó y expulsó con una tormenta purificadora.
¿Podía ser el Carmelo como las escarpadas montañas que había visto desde la ventanilla del camión de Aby? Algunas parecían monstruos, otras parecían castillos. No, debía de ser mucho más. En cuanto a la lechosa túnica (Lea lo había acostumbrado a decir “lechosa” en vez de “blanca”), trataba de adivinar su textura, su olor, su temperatura. Debía de producir un encantamiento parecido al rojo manto de Jesús.
Día tras día y noche tras noche aguardaba su viaje. Ya rondaba por las cercanías, según la grávida voz de Lea. Mientras, se dedicaba a incorporar las pasmosas verdades de Asher.
Lo dejó frío escuchar su teoría sobre el primer hombre. Supuso que se limitaría, como el pastor Jack Trade, a narrar la conocida historia de Adán y Eva. Pero Asher apoyó la Biblia sobre su cabeza como si fuese un solideo que le derramaba poder y gritó que Adán fue el primer hombre “blanco”, no el primer hombre a secas. Fue la corona gloriosa de la Creación, no el padre de todos los seres que equivocadamente llamamos humanos. Porque antes de Adán, antes de que el Señor lo crease de la arcilla con su divino soplo, ya existían seres parecidos pero no idénticos a él. Eran borradores horribles, bípedos preadámicos que tenían que haber desaparecido hacía rato.
—¡Son los que desencadenan las desgracias del mundo y obligan a que el Señor castigue con terremotos, diluvios y epidemias! Habían llenado el universo de abominaciones y el Señor produjo el gran Diluvio. Pero el Diluvio no consiguió ahogarlos a todos, desgraciadamente: algunos se refugiaron en las cimas del Himalaya y dieron origen a los mogoles y mongoloides; otros, en las montañas de África, y produjeron la abyecta raza de los negros; un tercer grupo sobrevivió en las altas cuevas de la cordillera de los Andes y fue la semilla de los indios y los hispanos. Todos son inferiores, apenas despreciables proyectos de hombres, no hombres cabales. No integran la humanidad verdadera. No descienden del blanco y perfecto Adán creado por el Señor en el día sexto. Por eso en nuestra congregación, que se denomina Iglesia de los Cristianos de Israel, no aceptamos negros ni hispanos ni chinos ni indios ni judíos. Conforman la hez. Envidian nuestra superioridad. Y su más intenso deseo es corrompernos mediante las cruzas raciales.
Un fino temblor recorría los músculos de Bill mientras absorbía esos conceptos. Era indudable —reflexionó exaltado— que su misión sagrada tendría mucho que ver con limpiar el mundo de la carroña preadámica. Se avecinaba su riesgo y su aventura de profeta.
Ruidos en sordina penetraron en su sueño. Esforzadamente despegó un ojo. Alguien caminaba junto al exterior de la carpa y se dirigía a la casa rodante. De inmediato abrió los párpados como un resorte y se dispuso a levantarse. Podía ser un ladrón. Los doberman comenzarían a ladrar. Los oyó gruñir, pero al minuto callaron. Aguzó el oído y pudo relacionar lo que llegaba a percibir —que era muy tenue— con la cuidadosa apertura de una puerta y su más cuidadoso cierre. Luego se reinstaló el silencio. Dio unas vueltas entre las sábanas y, bajo el manto del restablecido silencio, se durmió de nuevo.
Tres noches después su corazón empezó a latir fuerte y se despertó. Estaba más alerta. Oyó entonces los mismos ruidos apagados, la breve inquietud de los perros, la puerta que se abría y cerraba. Ya no se durmió.
¿Recibían visitas secretas el pastor y su mujer? Su imaginación pretendió descifrar el interrogante con antojadizas alternativas. Su sueño se tornó superficial, porque ya no podía dejar de mantenerse alerta. Desde el sueño empezaba a ser recorrido por hormigas que lo impulsaban a abrir los ojos en el preciso momento en que los lentos pasos recorrían el costado de la carpa. Decidió investigar mejor. Se arrastró sigiloso hasta el borde y abrió un poco la lona. Era evidente que los perros reconocían y aceptaban al visitante. Bill, impaciente, asomó la cabeza y examinó los bultos de la noche. Las cruces pintadas sobre la casa rodante brillaban extrañas bajo la luz de la luna.
Entonces pudo verlo: era un hombre de mediana estatura, con sobretodo oscuro y sombrero de alas anchas. Incluso pudo ver su barba y anteojos de grueso carey. Caminaba vacilante. Tanteó el pasamanos de la casa rodante, trepó dos escalones y giró el pomo de la cerradura. Abrió, entró y cerró despacio.
Bill hundió la cabeza en la almohada para resolver el enigma. Era de suponer que el pastor sostenía conversaciones con alguien que quizá fuera su maestro: un sabio clandestino o un anacoreta. Seguro que su conversación duraba horas y por eso a veces llegaba soñoliento al desayuno. En esas noches recibía un alimento espiritual extraordinario que luego volcaba en sus prédicas. Bien valía quedarse despierto mientras la humanidad dormía. Bill llegó a la conclusión de que las audaces teorías de Asher no debían de provenir de revelaciones celestiales directas ni de su inteligente interpretación personal, sino que eran el producto de las enseñanzas que le regalaba ese misterioso visitante. Dio una vuelta sobre el colchón y se quedó mirando el techo de lona: aquel descubrimiento le resultaba perfecto, porque Asher estaba empezando a resultarle desagradable. No era un genio ni un profeta, sino el simple vocero de otro hombre superior a él.
Pero le faltaba averiguar quién era ese hombre. Debía de tratarse de una personalidad erudita y generosa. Poca gente aceptaría brindar conocimientos nocturnos en forma anónima. Quizás era un espíritu. Pero desechó la idea: no asociaba con el espíritu a alguien vestido de sobretodo, sombrero, anteojos y que caminaba con la torpeza de un borracho.
Después de una de esas noches en las que el sigiloso hombre visitaba la casa rodante, el desayuno tuvo las características previsibles: Asher bostezaba, con los ojos cerrados, y Lea recurría a zarandearle el hombro. Aquella mañana agregó un rabioso tirón de pelo. El pastor alzaba con esfuerzo las cejas y los párpados, se frotaba las mejillas pálidas, decía: “Está bien” y pronunciaba la oración. Después bebía la taza de café cargado como si fuera una vaca que arrean al matadero.
Bill lo contempló ambivalente: era un sujeto que tenía méritos y vicios; de veras que lucía miserable. Decidió intervenir.
—Anoche se lo pasó hablando —le dijo a Lea, con una mirada cómplice que añadía: “Vamos, todos sabemos por qué no logra despertarse”.
Ella depositó los cubiertos sobre el plato.
—¿Qué dices?
Bill abrió las palmas ante lo obvio.
—Tuvo la visita, ¿no?
Los interrogantes ojos de Lea se agrandaron.
—Hace semanas que lo oigo llegar —agregó Bill, confidencial.
Ella retorció sus dedos elegantes; las uñas pintadas parecieron deseosas de arañar el mantel.
—Debe de ser un maestro muy querido —Bill consideraba absurdo el encubrimiento y quería poner las cosas en claro de una santa vez.
Ante la ausencia de respuesta, vació su último cartucho.
—¿Por qué no son francos conmigo? ¿Es un eremita? ¿Un pastor? ¿Acaso un representante de Eliseo?
Ella se acarició el sonrosado cuello mientras hacía fuerza para tragar las maldiciones que afluían a su boca. Giró hacia la cafetera y sirvió otra taza al adormilado Asher.
—No tiene sentido mantener un secreto que ya no lo es —insistió Bill.
Lea suspiró un recalcitrante: “¡Dios mío!”, miró el techo perla del vehículo y fue cambiando su semblante duro por otro tierno. En su cabeza se acomodaban cajas llenas de dinamita. Luego se dirigió con benevolencia a Bill; alargó el brazo hasta tocarle la cabellera rubia. Era un gesto maternal. Muy dulce. Contrastaba con la ira que había manifestado contra su marido un momento antes.
—Me conmueves, joven profeta. Pero no es como supones.
Bill percibió que Lea no quería seguir hablando delante de Asher, de modo que recogió su vajilla, la lavó y fue a recoger los artículos de limpieza para ordenar la carpa. Mientras barría la alfombra central, casi rozó la verja que protegía el Arca. Se detuvo a contemplarla con arrobamiento; las plumas de pavo real que simbolizaban a los arcángeles formaban figuras de colores cambiantes; protegían algo que debía mantenerse a cubierto de la voracidad humana. En su interior, como repetía Asher, moraba el Espíritu. Allí residía la máxima santidad de toda la congregación. Levantó una mano y la puso frente al Arca, como si fuese una estufa cuyo calor brindaba salud y bienestar. Sintió que a su piel llegaba una corriente suave, algodonosa, que le evocaba las nubes por entre las cuales se había asomado la luz de Eliseo.
Hacia el mediodía el pastor amontonó algunas prendas en su valija, besó a Lea en la mejilla y estrechó la mano de Bill. Partía a Santa Fe por tres jornadas con el objeto de resolver asuntos administrativos. Realizaba ese viaje una vez por año. En la capital de Nuevo México lo esperaba su asesor de impuestos.
Por primera vez Bill comió a solas con Lea. Mientras masticaba el último bocado, ella volvió a decirle que cumpliría su promesa de conducirlo al monte santo y hacerle tocar la lechosa túnica. Ocurriría esa misma noche. Bill fue recorrido por un fino estremecimiento; estaba seguro de que decía la verdad. Después del postre abrió la alacena, extrajo una botella de whisky y vertió un buen chorro en dos vasos de vidrio grueso. Del fondo de un cajón extrajo un pastillero de plata y arrojó tres unidades en el vaso de Bill. Lo invitó a sentarse en el único sillón del estrecho living. En ese sitio Asher se concentraba en sus lecturas y elaboraba las prédicas. Seguro que allí memorizaba las enseñanzas que le transmitía el misterioso anciano. Bill se resistió a medias: ardía de ganas por usurparle el trono. Lea rió con la boca cerrada y lo empujó. Ambos hicieron fuerza para entrar en el angosto sofá como dos pies en un zapato.
—¡Cabemos!
Estiró el brazo y apagó las luces, menos la de un velador.
De pronto la atmósfera se tornó mágica. Sombras altas se proyectaban en las paredes mientras piezas del mobiliario que solían pasar inadvertidas adquirían un volumen desacostumbrado. De algún sitio llegaba una fragancia a jazmín. Bill tragó un sorbo de whisky y la cinta líquida le arañó la garganta.
Lea le preguntó cómo imaginaba la lechosa túnica del profeta.
Él se peinó el cabello con la mano y manifestó incertidumbre. Había escuchado, leído y releído cuanto narraba el Libro de los Reyes, comparándolo con imágenes que provenían de su sueño y su duermevela. Desde que Eliseo emergió de los esponjosos desfiladeros no había jornada en que no pensara en él y en sus prodigios. Con respecto al monte Carmelo, sólo sabía que estaba al norte de Israel. Pero no como aparecería a su tacto, a sus ojos y a su nariz. Imaginaba senderos imantados por las huellas fosforescentes de los profetas, zarzas como la que habló a Moisés en el Sinaí, cascadas que evocaban el sagrado Jordán. Suponía que el aire cargaba olor a mirra y laurel. Las nubes debían de formar sólo imágenes de querubines. El rocío se coagulaba en joyas. En fin.
—No te has equivocado —dijo Lea, soltándose la cabellera—. Tu imaginación ha creado cientos de posibilidades; poéticamente rondan la verdad.
—Cuando lo escale, tendré la verdad. Como pasó con Eliseo.
—Eliseo vivió hace miles de años. Su cuerpo, su manto lechoso y hasta el monte que habitó ya no son idénticos. Cristo mismo se transfiguró en el Tabor para que sus discípulos accedieran a lo que habitualmente no veían. Eliseo y el Carmelo tienen una dimensión espiritual muy potente, pero espiritual, ¿de acuerdo?
—¿Cómo escalaré un monte espiritual?
Lea le acarició la mejilla. Su mano estaba caliente.
Bill se angustió y bebió otro sorbo.
—¿Quieres decir que no tocaremos el monte? ¿No existe sino en espíritu?
—¡Claro que lo tocaremos! Existe en la realidad concreta. Pero es distinto de lo que supones. ¿Algo tan importante se reduciría a una elevación de tierra? ¡Por Dios! Tendrás el monte y tocarás el lechoso manto.
—¡Cuándo!
—Antes de que amanezca.
Bill dejó de parpadear.
—Empieza por convencerte —Lea sonreía y su boca sensual emitía un aliento de selva.
—¡Te agradezco tanto!
—Termina esa copa. Para llegar a ciertos lugares hay que prepararse. Algunos necesitan cuarenta vasos de whisky, como los años que los israelitas deambularon por el desierto. Contigo me parece que bastará éste; le agregué una pastilla de poder mágico.
—Nunca he bebido. —Apuró el resto.
—Mejor.
Media hora después Bill no sabía qué pasaba alrededor de él. Una grata liviandad le hacía recordar chistes estúpidos. El juego que proponía Lea no tenía sentido, pero causaba gracia. Decía que para internarse en el Carmelo había que presentarse con la original pureza del nacimiento. Desnudo se nace y desnudo se retorna al Señor. Era fantástico mantenerse de pie, apoyado contra la ventana, y dejar que le quitasen la ropa. Cuando chico y cuando enfermo lo habían desnudado, como ahora lo hacía Lea. Pero nunca sintió tanto placer. No sabía a qué atribuirlo; su cabeza había dejado de razonar. Cuando le desabotonó la camisa sintió que los brazos de la mujer penetraban como tentáculos hacia su espalda, sus axilas, su pecho. Lo envolvían y acariciaban con suavidad. Lo recorrió un escalofrío que casi lo arrojó al piso. Lea lo abrazó, pidió con voz anhelante que siguiese tranquilo y gozara.
Bill tuvo una inconsistente sacudida de rechazo, pero hizo una mueca y eructó alegre.
Lea le desabrochó el cinto. Cuando se le cayeron los pantalones, dijo que debía ser más agradecido y desvestirla también.
Las llamaradas de una hoguera trepaban desde el bajo vientre de Bill. A lo lejos silbaba el tren nocturno. Debía de ser muy tarde; ya no tenía noción del tiempo.
Cuando se tendieron en la cama, ella le tomó las manos y lo obligó a explorarla lenta y suavemente, desde la nuca a los pies. Mientras las yemas de Bill acariciaban divertidas e irrefrenables, Lea le susurraba en la oreja la geografía de la Biblia. Su blanco cuello era la torre de David en Jerusalén; un pecho, el monte Tabor, y el otro, el de las Beatitudes. Su cabellera con fragancia de jazmín era la fronda de los cedros del Líbano. Las plantas de sus pies, un trozo del áspero desierto.
—Pronto llegarás al monte santo —gemía—. Su vegetación es suave... suave...
La confusa mente de Bill registró el vello y se sobresaltó.
—Ya estás llegando... —Le soplaba a la oreja. —Acaricia con cuidado sus alrededores sensibles... fosforescentes... Se abren caminos, los caminos de los iluminados... Caminos secretos, maravillosos... Hacia los lados... Ahora hacia abajo... Sólo un poquito... Ahora hacia arriba... Abajo... Las rocas se licúan... Aparece una miniatura del Jordán, tu anhelado río.
Bill no entendía cómo se extraviaba en las miniaturas que también eran el Carmelo. La hoguera lo quemaba. Trepó a las colinas santas y penetró en sus profundidades como un suicida que busca el fondo inalcanzable del abismo. El aturdimiento lo hizo saltar como un loco.
De súbito ella le apretó las caderas y lo arrancó de su interior. Bill, que jadeaba desesperado, eyaculó sobre el vientre de la mujer.
Lea le aferró una mano y lo obligó a embadurnarse con su propio semen.
—Aquí tienes el lechoso manto del profeta —balbuceó agitada.
Antes de que Bill pudiese articular su asombro, agregó:
—Estaba dentro de ti.
Bill se desplomó y se durmió. Pero una hora después, con la mitad de su mente en el sueño y el paladar pegajoso de whisky y droga, percibió la excitante sedosidad de la piel que respiraba al lado. Sus dedos reptaron otra vez hacia el monte Tabor y el monte de las Beatitudes. Luego, cautelosamente, descendieron hacia el imantado Carmelo, cuya fronda era minúscula y blanda, prometedora de renovados deleites. Jugueteó con la delicada maleza y descendió por la cascada donde se licúan las rocas. Lea despertó amable y lo abrazó. Más confiados, volvieron a hacer el amor. Y más tarde de nuevo. Y otra vez. Cuatro veces en total.
Tomaron un desayuno tardío. Los unía la complicidad de una noche fantástica. Los ojos de Lea titilaban llenos de luciérnagas. Bill se sentía fuerte y animoso, capaz de predicar a multitudes, de hacer milagros.
Las otras dos noches en que el pastor permaneció ausente fueron otras tantas de descubrimiento y frenesí. Pero el regreso de Asher no implicó el fin de sus excursiones. Bill estaba listo para volver ante la mínima oportunidad que le proporcionara Lea. Servía cualquier instante del día o de la noche en que el pastor no estuviese cerca. Entonces se abrazaban y desnudaban con ardor, mientras ella le susurraba en la oreja la geografía de Canaán. Juntos se perdían en la tormenta de valles y obeliscos bíblicos.
Una noche, después del segundo orgasmo, Bill oyó ruidos. Pensó que debía de ser el maestro que venía en busca de Asher. Pero Asher había salido. Se desprendió de Lea y pegó un salto hasta la puerta. Tropezó con otro cuerpo que vestía sobretodo. Ella encendió el velador. El forastero, que trastabillaba, rodó junto a la mesa de fórmica.
—¿Eliseo? —murmuró Bill, desnudo, mientras le tendía las manos para ayudarlo a incorporarse.
El visitante se levantó despacio.
—Idiota... —farfulló Lea.
El presunto eremita dobló sus anteojos, que guardó en un estuche, colgó el sombrero de alas anchas en el perchero, se quitó el sobretodo negro y después, con suavidad, despegó su amplia barba. Era Asher.
Bill retrocedió aturdido.
—¡Imbécil! —A Lea le salían rayos.
Bill se cubrió los genitales con una camisa. Le martillaban las sienes. Giró en busca de un apoyo y se dejó caer sobre el sillón donde Asher elaboraba sus prédicas.
Lea se sentó en la cama con los pechos al aire y el pelo levantado. Su cara había enrojecido. De sus dientes salieron reproches de ametralladora. Bill no lograba entender, porque lo que sucedía era absurdo. Sufría una pesadilla de la que no lograba librarse. En la pesadilla veía a sus benefactores como enemigos, hechos unos monstruos enfrentados a muerte. El hombre parecía resignado; la mujer, insaciable. Ella quería hacerlo pedazos. Sus insultos parecían una lluvia ácida, como la que destruyó Sodoma.
Poco a poco, no obstante, en Bill se fue desgarrando la bruma. Empezaba a comprender algo complejo y terrible. Arduamente, como si se abriese un tajo en el cielo encapotado, se filtraba una mínima luz. En la tempestad de palabras Lea dijo una y otra vez que su marido la espiaba. Dijo que era un perverso eternamente insatisfecho. Un impotente.
Bill se pellizcó los brazos. Quería despertar. Sentía dolor. Debía reconocer que no soñaba una pesadilla, sino que la estaba viviendo. Asher parecía habituado a semejante filípica y, sin responder a su esposa, procedió a lavarse las manos, la cara y la nuca. Abrió la heladera y eligió una botella de cerveza. Buscó el destapador en el cajón de los cubiertos y llenó dos vasos, uno de los cuales tendió a Bill, como si nada especial estuviese ocurriendo. Bill se secó el sudor que le chorreaba de la cabeza; ansiaba ponerse los pantalones para huir de ese atolladero. Aceptó el vaso que le tendía Asher, pero no se lo acercó a los labios. Lea acababa de develar el enigma. Hizo añicos la caja de Pandora y los espectros saltaron en bandada. La casa rodante se había convertido en un muladar.
Asher hacía girar entre sus dedos el vaso helado y bebía tranquilo, de a pequeños sorbos. Tenía la certeza de que tras el tifón las cosas retornarían a la normalidad.
Lea, sin embargo, no dejaba piedra sobre piedra. La presencia de Bill significaba tener a alguien que la escuchaba con el debido asombro. Contó, siempre a los gritos, que su repugnante marido violaba sus propias prédicas porque cada tres o cuatro noches se iba disfrazado de viejo a las casas de putas instaladas en el borde de la ciudad, al otro lado de las vías del tren, donde se entregaba a orgías asquerosas. Que le gustaba mirar los coitos ajenos y ahora se había puesto a mirar el suyo con Bill.
Tal como Asher barruntaba, al día siguiente la rutina continuó como si nada hubiera sucedido. Lea preparó tostadas, huevos, tocino, jugo de naranjas y café mientras Asher bostezaba con la misma intensidad que solía hacerlo otras veces, sólo que ahora Bill sabía que su sueño atrasado no se debía al esfuerzo de mantener conversaciones metafísicas con un sabio. Luego Bill limpió su cubículo y ordenó la carpa. Asher recibió la lista de feligreses a los que debía visitar y más tarde, junto con Bill, cumplió debidamente su misión pastoral. El domingo hubo, como siempre, saludos a la entrada y abundante recolección de ofrendas. Asher pronunció un encendido sermón basado en los castigos de fuego y azufre que el Señor había lanzado contra los pervertidos habitantes de Sodoma.
Antes de dormirse Bill leía sistemáticamente algunos capítulos de la Biblia, yendo hacia delante y atrás del Libro de los Reyes, donde se contaba la vida y los milagros del profeta Eliseo; a esa parte la consideraba el ombligo de las Sagradas Escrituras. También anotaba en un cuaderno las ideas que Asher desarrollaba en sus prédicas, en especial su teoría sobre los verdaderos israelitas y las abominables razas preadámicas. Cuando veía a un negro, un hispano o un asiático, entendía que ya no correspondía tratarlos como a hermanos y ni siquiera como parte de la auténtica humanidad. Nunca se había sentido tan respaldado en su desprecio.
Algo decisivo, no obstante, había cambiado en la rutina de la iglesia. Cada tres noches, cuando Asher salía con su hirsuta máscara a satisfacer la compulsión de mirar coitos ajenos, Lea llamaba a Bill sin ocultar su alegría por el desquite. Durante esas horas no sólo se extraviaban en la excitante geografía de Canaán y gozaban de las zambullidas en sus abismos, sino que se reían a carcajadas del pastor ausente.
El domingo de Pentecostés se produjo otra fractura.
Asher amaneció con una angina que no le dejaba pronunciar palabra. Era un inconveniente serio, porque en esa fecha Dios había hablado desde el monte Horeb al pueblo elegido y, siglos después en el mismo día, iluminó el alma de los apóstoles. Era en Pentecostés cuando la sublime iglesia de los Cristianos de Israel también accedía a las verdades más excelsas mediante una prédica de fondo. Lea, por lo tanto, no se resignaba a que una afección de garganta frustrase el acontecimiento: preparó para su marido té con miel y lo obligó a beberlo; después lo obligó a tomar varias aspirinas. Como la afonía no daba muestras de ceder, ordenó que se metiera en cama, y a Bill, que se sentase en el sillón del living.
—¿Sabes quién ocupará el púlpito de nuestra iglesia? —preguntó.
Bill sostuvo su mirada desacostumbradamente firme. Sospechaba la respuesta y se le aceleró el pulso.
—Ya estás en condiciones —agregó ella.
Asher, mortificado, agitó ambas manos desde su lecho.
—No te esfuerces en hablar, querido. Es inútil.
Bill disimuló su sonrisa de triunfo. Después cerró los ojos y se puso a organizar las ideas. Era su debut.
Ella se ocupó de recibir a los feligreses en la puerta de la carpa, como de costumbre, pero redoblaba las muestras de afecto. Una mano estrechaba diestras y acariciaba cabelleras infantiles mientras la otra sostenía una bandeja donde aterrizaban los billetes del diezmo.
Cuando todas las sillas quedaron ocupadas, Bill apareció en el estrado envuelto por una amplia túnica blanca. Era de algodón liviano y formaba muchos pliegues sobre sus hombros. Parecía el manto de un rey. Contrastaba con el sobrio hábito de Asher, idéntico al de cualquier pastor evangelista. Bill, en cambio, pese a su juventud, irradiaba solemnidad. Sostenía una Biblia con el índice introducido en la página que iba a citar. Se desplazó con aplomo ante centenares de personas que lo escrutaban expectantes. Subió los escalones del púlpito por el costado derecho de la tarima y contempló a la concurrencia con mirada desafiante.
Le brotó una voz honda y segura cuando ordenó cantar el salmo veintitrés. Los feligreses obedecieron. A continuación dio la bienvenida y explicó que la voluntad del Cielo había decidido que en ese Pentecostés el reverendo Asher Pratt sufriese una afonía para que su devoto ayudante Bill Hughes pudiera reemplazarlo.
—Hubo un tiempo en que el bienquerido profeta Elías tuvo que delegar su tarea en otra persona —agregó como ejemplo.
Narró entonces algo que formaba parte de su identidad: el prolongado vínculo de Elías con Eliseo y cómo este último no sólo tuvo el privilegio de presenciar el instante en que su maestro fue arrebatado hacia las alturas por un carro en llamas, sino que recogió el manto que le dejó caer desde las nubes. Envuelto por la túnica portentosa, el discípulo no fue menos que el maestro.
Mientras hablaba se acomodaba los pliegues del manto a fin de que hasta el más estúpido pudiera asociarlo con aquel personaje. No dudó en contar su fantástica historia. Una terrible enfermedad lo había hundido en coma y arrastraba hacia el sepulcro. Entonces apareció Eliseo para salvarlo. Le atravesó la cabeza con su báculo de olivo y se tendió sobre su cuerpo: palma contra palma, pecho contra pecho, nariz contra nariz, boca contra boca. Le infundió su aliento, su latido y su energía. Le revivió la sangre y la sensibilidad. Le produjo siete golpes de sísmicos estornudos. Y lo devolvió al planeta de los vivos. Ahora él, Bill Hughes, era Eliseo. El profeta moraba en sus venas, en sus pulmones y en su cerebro. Lo decía frontalmente, sin rodeos mentirosos, en presencia del espíritu del Señor que habitaba la sagrada Arca protegida por las plumas de los arcángeles. El profeta que lo habitaba aconsejó que dejase su familia, se despidiera de las oscuras aguas del río Arkansas y caminara hacia la ruta donde la Providencia le mandó un camión guiado por un buen hombre idéntico a Abraham Lincoln. Recorrió cientos de millas sin otra guía que su intuición. Anduvo y anduvo como un peregrino hasta que vio a un costado de la ruta el mismo cartel que cada uno de los presentes conocía. Había llegado a Israel. Y no se había equivocado, porque en esa iglesia se reunían los auténticos israelitas.
Bill calló durante un minuto para que los rostros de hombres, embobadas mujeres y niños inquietos metabolizaran sus frases. Ya los tenía en el puño.
En esa prédica de Pentecostés correspondía insistir sobre las “bestias del campo” que amenazaban a los israelitas verdaderos. Las horribles criaturas preadámicas perturbaban al pueblo de Dios con la negrura de su piel y los bajos instintos de sus hormonas. A esas “bestias” acompañaban otros monstruos igualmente dañinos por su semejanza con los descendientes de Adán: eran los hispanos y los indios cuyos cabellos y ojos oscuros evocaban las tinieblas del Mal. No menos abominables eran los asiáticos, porque su tinte amarillento era un dato de enfermedades crónicas, y sus ojos oblicuos, una herencia de las serpientes.
Dejó para el tramo final a los judíos. El plato fuerte. Quería iluminar aquel Pentecostés con un secreto sobre lo ocurrido en el paraíso terrenal a espaldas del primer hombre blanco. Inspiró hondo y las voluptuosas escenas compartidas con Lea se convirtieron en el excitante soplo de las musas. Sacudió la Biblia como si fuese una pandereta y gritó:
—¡Aquí está dicho! —No estaba dicho, ¡pero qué importaba!
Apretó los labios, descendió del púlpito y caminó por la amplia tarima haciendo sonar los tacos agresivos. Sus ojos claros se convirtieron en reflectores. Los feligreses pellizcaban el borde de las sillas.
—¡Aquí está dicho! —repitió.
Entonces agregó a media voz, haciendo pantalla con la mano:
—Está dicho que Eva, la primera mujer, la mujer de Adán, no fue leal a su esposo.
Se expandió una onda de sorpresa.
—Ninguna mujer leal lo hubiese inducido al pecado. Pero ocurría que ella ya era una pecadora tenaz.
Creció el murmullo. Lea sacó su pañuelito de la manga y se secó la frente: no era el tema que le había propuesto.
—Está dicho en las Sagradas Escrituras que la vil serpiente tenía miembros para caminar y que su aspecto no era repugnante como ahora, tras el castigo que le aplicó el Señor. Pero, ¿ese castigo extremo sólo se refería a la tentación que provocó en Eva para que comiese el fruto prohibido? Piensen un poco...
Silencio.
—¿No les parece raro? ¿Cuántas veces cada uno de ustedes —recorrió la sala con el índice extendido— ha tentado al prójimo con un chiste, una insinuación, un ejemplo, un plato exótico? ¿Merecerían la condena de perder brazos y pies y arrastrarse por el polvo para siempre?
Cuando el silencio ahogaba, Bill gritó:
—¡No!
Otra vez silencio. El orador sacudió la Biblia como si tratara de hacerle desprender los objetos contenidos entre sus páginas.
—La serpiente sedujo a Eva mucho antes, y con algo infinitamente peor. La serpiente, mis queridos hermanos —puso una mano en el pecho para contener su dolor— mantenía relaciones sexuales con la inescrupulosa Eva. Ése fue el verdadero pecado de Eva y la serpiente vil. ¿Acaso el Señor los iba a castigar tan severamente sólo por haber mordido una fruta? ¡No! ¡Mil veces no!... Los castigó por lo que venían haciendo desde antes.
Aguardó que la noticia fuese incorporada y se dispuso a lanzar el próximo disparo.
—La serpiente era Satán, no un ser humano. Y las relaciones entre Satán y una mujer no equivalen a las de una mujer y un hombre. No tienen las mismas consecuencias.
Picó la curiosidad.
—¿Quieren saber en qué forma copulaban?
Lea se abrazó a un mástil para no perder el equilibrio. Algunas madres envolvieron con sus chales la cabeza de sus niños para evitar que oyeran.
—Todos deben saberlo, también los niños. —Miró con reproche a la audiencia atónita. —Para que nunca, nunca, vuelva el Maligno a probar suerte.
Los ojos intimidados de la gente se adhirieron a la alta figura cuyo manto se abría como las alas de un ave.
—La serpiente tenía brazos fuertes y piernas hermosas con las que acariciaba y abrazaba. Pero en lugar de llegar a la culminación del acto mediante una unión genital, introducía su cabeza negra de ojos oblicuos, mongoloides, hasta las profundidades femeninas. Eva gozaba pecaminosamente y la sucia boca de Satán derramaba en su interior las gotas fertilizantes que provenían de sus abyectas entrañas. De esa manera la preñó de su primer hijo, Caín.
Se produjo una exclamación.
—Caín y Abel fueron sólo medio hermanos: por la madre, no por el padre. ¿Dudan de mis palabras? Pues lean el libro de Dios. Caín mató a Abel porque advertía que sus ofrendas no eran gratas al Cielo. ¿Cómo lo iban a ser, si descendía del Maligno? El Señor no lo amaba. Era el fruto de un pecado asqueroso.
En el fondo de la carpa azul cruzaba los brazos sobre el pecho un hombre recién llegado, que miraba la escena con estupor. Era Aby Smith. Una nerviosa bola de tabaco le abultaba la mejilla.
Bill apretó un pliegue de su manto para recuperar la concentración y formuló una pregunta que ya no parecía tan sencilla:
—Saben de quiénes descendemos, ¿verdad?
El público creía saberlo: Adán y Eva, Caín y Abel, las diez tribus del antiguo Israel. Pero ahora les temblaba el edificio de sus conocimientos como una gelatina. Eva era una mujer aberrante, y su primer hijo, el producto de una repulsiva infidelidad.
—No descendemos de Abel —explicó Bill—, porque fue asesinado antes de tener hijos. Tampoco de Caín, porque era producto del Demonio. Por orden del Todopoderoso, Adán y Eva engendraron otra criatura, llamada Set, de quien provenimos los hombres blancos no contaminados con las malditas razas preadámicas. Pero esto no es suficiente. Deben saber qué pasó con Caín. Caín fue marcado en la frente y huyó al este del paraíso, como narra el Génesis. Se acostó con las mujeres preadámicas que ya llenaban la Tierra y tuvo su propia y execrable descendencia. ¿Saben cómo se llaman los descendientes de Caín y las atroces mujeres preadámicas?
Algunos lo sospechaban, aunque tímidamente.
—¡Díganlo!
—Los judíos... —aventuraron unas aisladas voces.
Bill saltó sobre el estrado y revoleó su enorme túnica.
—¡Claro que sí! ¡Muy bien! ¡Acertaron!
Por último Bill explicó rápidamente el milagro de Pentecostés, bendijo a su excitada audiencia, prometió visitar muchas familias durante la semana y se retiró. Mientras la gente abandonaba la carpa en forma ordenada, Lea completó la recaudación de ofrendas con una bandeja en cada mano. Bill retornó cuando ya no quedaba feligrés alguno para apagar las luces y vio a “Lincoln” derrumbado sobre una silla, la cabeza echada hacia atrás, la eterna bola de tabaco abultando su cara.
—¿Duermes, amigo?
Aby levantó los párpados y sonrió apenas. Estaba notoriamente envejecido, con menos pelo, flaquísimo, y cuadriculado por arrugas profundas.
—¡Cómo has progresado! —Simuló bienestar mientras escupía la triturada bola.
—Es cierto.
—¿Ya eres el patrón de este circo?
—Casi.
—Pues me alegro.
—Hace mucho que no nos veíamos —evaluó Bill.
—Desde que te dejé. Hace...
—Casi tres años.
—Sí. Casi tres... Tres años terribles. —Le brotaron lágrimas.
Bill percibió su infortunio y lo ayudó a ponerse de pie.
—Me voy. —El camionero dio vuelta la cara, avergonzado. —Solo quería saludarte... Pasaba por aquí, me acordé, vi la multitud. ¡Reconocí tu voz!
—¿Vas a Phoenix?
—De allí vengo. Es mi primer viaje en muchos meses.
—No entiendo.
Puso una mano sobre el hombro del joven pastor.
—Me ha demolido una tragedia que... —Se le cortó la frase.
—Cuéntame.
El hombre caminó hacia la salida de la carpa meneando la cabeza. Bill lo siguió. Llegaron hasta el camión, que enseguida despertó recuerdos. Aby abrió la puerta del vehículo. Bill lo miró a los ojos:
—Quédate a comer conmigo.
—Ya es tarde.
—Quédate.
El camionero tragó saliva y bajó la cabeza. El loco de antaño había adquirido una voz de mando que doblegaba. Al cabo de unos segundos Aby encogió los hombros y aceptó. Poco después Bill lo presentó a Lea, que estaba preparando la cena, y a Asher, que intentaba bajar su fiebre con una bolsa de hielo sobre la cabeza. Bill ubicó al enteco huésped junto a la mesa de fórmica.
Recién al final de la comida pudo Aby Smith sacar de su pecho la pena que lo roía. Intentó contener el llanto, pero al término de las primeras palabras se quebró. Bebió whisky y, en párrafos entrecortados, dijo que ocho meses atrás, durante su ausencia, en su casa se produjo durante la noche un escape de gas que terminó en explosión e incendio. Murieron Rita y sus tres pequeños hijos. La noticia le llegó pocos kilómetros antes de arribar a Phoenix. Perdió el habla cuando los policías le transmitieron el horror. No pudo conducir y un colega ofreció llevarlo de vuelta. Fue un regreso espantoso; tenía ganas de arrojarse del camión y matarse. Cuando llegó a su vivienda fue peor: sólo quedaban escombros. Y de su familia, una hilera de tumbas que repetían patéticamente el apellido Smith. Se hundió en una depresión tan endemoniada que compró veneno para ratas; sólo quería morir. Un vecino lo descubrió y fue internado en un hospital. Pasó meses sin comer por sus propios medios; no aceptaba bañarse ni cambiarse de ropa. Hasta que un buen día volvió a conectarse con el mundo; fue como un lento amanecer. Un amanecer sombrío. Salió del hospital, pero acababa siempre en las tabernas. Unos amigos lo convencieron de reanudar el trabajo. Y allí estaba, recorriendo los miles de kilómetros de van de Kansas City a Phoenix y viceversa, como si lo ocurrido hubiera sido una pesadilla vulgar y hasta ajena. Se acusaba de haber pasado a una especie de indiferencia.
—¿Indiferencia? —protestó Lea—. Su dolor es tan grande que ha estremecido hasta la vajilla.
Aby sentía culpa por no haberse matado.
—Al regresar de Phoenix vi el cartel que tanto impresionó a Bill: “CRISTIANOS DE ISRAEL”. Se notaba que había un servicio religioso y... frené. Supuse que escuchar una prédica aliviaría mi corazón. ¡Reconocí la voz de Bill!
—Actuó la Providencia.
El joven le dio una palmada.
—Me sorprendió verte en el púlpito... —Reapareció algo de luz burlona en sus pupilas.
—¡Me reemplazaba! —se quejó la distorsionada voz de Asher.
—¡Se desempeñó de maravillas! —terció Lea.
Al rato Bill propuso tender otro colchón en su cubículo. Aby rehusó.
—Gracias, no es necesario. Tengo mi propio dormitorio en la cabina del camión. Durante mis viajes nunca duermo en otra cama.
Se despidió de sus anfitriones, deseó pronta cura a Asher y prometió reiterar su visita en el próximo viaje.
Desde hace unos años mi casa ha cambiado y tengo miedo. Todo se puso mal con la enfermedad de Bill. Papi dice una cosa y enseguida otra; mamá se ofende por nada. Yo voy de aquí para allá como una perra triste. La única persona que me acompaña y escucha es mi amiga Evelyn, que vive a la vuelta, en la misma manzana. Un poco, también, mi abuelo Eric.
Tenemos un gran patio central, con la buena sombra que produce una enramada de glicinas. En el fondo, tras un árbol, está el cuarto de mi abuelo, al que invitamos a vivir con nosotros cuando quedó solo. Es muy creyente y se pasa horas conversando con su ángel de la guarda. Me ha dicho que yo también conversaré con mi propio ángel cuando sea más grande. Es el único de nuestra familia que sigue teniendo confianza en Bill y dice que volverá. Mamá, en cambio, opina que su confianza es la de un viejo tonto.
Cuando Bill despertó de su largo sueño, hace años ya, fue como una tormenta. No le gustaba el masajista, porque era duro, ni el doctor Sinclair, porque era blando. En realidad, no le gustaba nadie. Pero fue distinto con la enfermera, a la que bautizó con un nombre rarísimo: “Sunamita”. El lío que provocó en la iglesia nos obligó a dejar de concurrir durante meses, excepto mi abuelo, para quien ese lío era una adivinanza mandada por Dios.
Mi amiga Evelyn piensa parecido a mi abuelo. Dice que Bill es un genio. No sé de dónde sacó esa idea. Yo no le veía nada de genio, sino de alguien que se había vuelto muy caprichoso y malo.
Cuando se marchó sin dejar otra explicación que una nota de cuatro renglones, a mamá le vino una jaqueca con vómitos y papi fue a buscar consuelo en lo del reverendo Trade. Yo me encerré con Evelyn y, tomadas de la mano, lloramos no sé cuánto tiempo.
Ahora pregunto: ¿Volverá? ¿Piensa en nosotros?
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Durante un fin de semana mis padres me llevaron a Denver para visitar, entre otras cosas, uno de los museos de la ciudad. Me aburrió mucho y pedí cambiar el programa. Ahora sé qué es un museo y sé que no me gusta.
El viaje sirvió para que me diera cuenta de que mamá se ha emperrado en hacer un museo dentro de nuestra propia casa. Sí, tal cual. No lo dice con estas palabras, pero cualquiera adivinaría su intención. Ha convertido el cuarto de mi hermano en algo tan quieto como las feas salas de Denver. En tamaño más chico, claro. ¿Por qué? Porque decidió que nada, absolutamente nada, se modificase en su interior. Supongo que lo hace para que mi hermano se entere de que cuida sus cosas como si estuviera cuidándolo a él mismo. ¿Pero de qué forma se va a enterar, si no nos escribe ni nos dice dónde vive? ¿Quién se lo podría contar?
Me emociona ver cómo ventila y tiende su cama, con el cobertor liso y las almohadas redondeadas, listas para recibir el cuerpo de Bill. Ojalá hiciera ese trabajo con mi cama, pero no: la mía debo arreglarla solita. Repasa con una franela sus pocos libros y las viejas revistas. Mantiene en su lugar once copas deportivas que mi hermano ganó en la escuela y el club, así como dos gastados pósters. Su ropa está ordenada en el vestidor y su gastada Biblia sigue abierta en el Libro de los Reyes, tal como la dejó mi hermano al desaparecer. Sobre una silla también sigue su remera, un gorro sobre la mesa de luz y un zapato fuera de la caja. Mamá lo hace para que tengamos la sensación de que Bill recién anduvo por ahí. Continúan en su sitio las fotos de mi hermano con cada uno de los miembros de la familia, y no falta la más grande de todas, con el abuelo Eric.
Nuestro vecino Lucas Zapata avisó que se puso a revisar sus archivos y los del diario donde trabaja para recuperar las tomas que le hizo a Bill cuando era pequeño. Lucas es un hombre que ríe siempre, y tal vez por eso tiene una cara tan ancha. Pero Evelyn se dio cuenta de que ahora deja de reír cuando habla de Bill: seguro que está arrepentido por haberlo fotografiado durante el lío en la iglesia.
Evelyn me acaba de confesar que le gustaría convertirse en católica, como los Zapata. No sabe mucho de religión (yo tampoco), pero los católicos creen en los santos y ella considera que Bill es un santo. Había visto en un libro la imagen de San Jorge, y ambos son idénticos. Le pregunté, encantada, si estaba segura y contestó que sí. También me dijo que habló del tema con su mamá, pero no se animaba a soltar una palabra más si antes no le juraba callarme sobre lo que me iba a contar. Juré cruzando los dedos sobre mi boca, y Evelyn me habló al oído.
Dijo que su mamá primero abrió grandes los ojos y después los entrecerró, enojada. No le parecía bien que cambiase de religión; le recordó que su familia era bautista y que entre Bill y San Jorge había tanto parecido como entre un gato y un repollo. Agregó que los buenos cristianos sólo adoran a Dios y no precisan de los santos. En cuanto a Bill, opinaba que no era santo ni genio, sino “un chico raro”. O que la enfermedad lo había dejado raro, nada más. Que se sacara de la cabeza estas locuras.
Nos quedamos pensativas porque la palabra “raro” sonaba misteriosa.
Entonces Evelyn dijo que los santos son raros, claro que sí; de lo contrario no serían santos. No podían parecerse a la gente común. Y eso me sonó lógico.
Días después, mirando una foto, ella repasó con el dedo el contorno de la cabeza de Bill y me aseguró que tenía una aureola, como los santos. Yo sólo veía el brillo del cabello. Pero insistió y pude verla también.
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¡Alegría! ¡Hoy nos ha llegado una breve carta de Bill! Cuenta que se radicó en el oeste y trabaja en una congregación religiosa. Dice que nos ama y promete hacernos una visita más adelante, cuando sus obligaciones lo permitan. Mamá se ha enojado porque el sobre no tiene remitente, pero el matasellos indica que fue despachado en Nuevo México. El abuelo Eric abrió los brazos y exclamó feliz: “¿Se dan cuenta ahora de que no había razón para preocuparse? Está encaminando su misión”.
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Mientras jugábamos en el patio, Evelyn preguntó a qué se debía que mi abuelo estuviera tan contento. No supe qué contestarle, tal vez porque la carta confirmaba sus opiniones. Todos lo veíamos quedarse horas bajo el nogal y conversar con alguien invisible. Decidimos preguntarle. Nos devolvió una mirada dulce y nos acarició la cabeza: “Mi ángel informa que Bill hará prodigios”.
Evelyn preguntó qué prodigios.
Mi abuelo le tiró suave de la oreja y contestó que ya nos enteraríamos, que todos nos enteraríamos.
Y pidió que lo dejáramos tranquilo con su ángel.
Evelyn me llevó a un rincón y aseguró que el abuelo tenía noticias que no llegaban a los demás. Su idea me entusiasmó, era una buena idea. Entonces le propuse algo de lo que pronto me arrepentiría: espiar al abuelo, seguirlo. Como en las películas. Tal vez se reunía con Bill en persona en algún lugar oculto.
Discutimos un plan y probamos. Nadie debía enterarse, especialmente mamá, que seguía con un humor de perros, ni papá, que parecía bola sin manija. Cuando el abuelo se disponía a salir, cada una elegía una muñeca para sacarla a pasear, como hacen las madres. Evitábamos que el abuelo se percatase de nosotras. Su calva y su bastón facilitaban que no lo perdiésemos de vista. Las primeras veces resultaron decepcionantes, y quise renunciar a esta aventura porque me parecía que le faltábamos el respeto. Yo tuve la idea y yo tenía derecho a darla por terminada. Pero Evelyn estaba segura de que mi idea era fantástica y pronto descubriríamos una pista.
La recompensa llegó dos semanas después, una tarde.
El abuelo empujó con su bastón la puerta de la oficina de correos y entró. Evelyn quiso seguirlo, pero yo la frené; no me animaba a tanto. Esperamos en la esquina y, cuando apareció, tenía la cara cruzada por una sonrisa. Mientras su mano derecha se apoyaba en su bastón, en la izquierda llevaba una carta.
Evelyn dijo: “¿Ves? Seguro que se la mandó un ángel al servicio de Bill”.
Mientras cenábamos pedí disculpas para ir al baño y corrí a su pieza, tras el nogal. Abrí el cajón de su mesa de luz y descubrí cuatro cartas, una de ellas fechada dos días antes. No las firmaba un mensajero, sino el mismo Bill. No me animé a leerlas en ese momento porque en el comedor se iban a dar cuenta. Las volví a ensobrar y guardar. Al día siguiente, cuando el abuelo salió a dar su caminata, regresé al cuarto, me oculté en un rincón y las leí con el corazón en la boca. Después le conté a Evelyn, que también quiso leerlas y tocarlas.
El hombre de sombrero y sobretodo ingresó de puntillas en la carpa y caminó hacia la tarima. Pero en lugar de treparse se dirigió al Arca, cuyas plumas resplandecían bajo la lámpara de aceite.
Avanzaba sigiloso. Su cabeza cubierta giraba hacia atrás, como si temiera ser perseguido. Antes de llegar a la verja aguzó la vista en dirección al cubículo donde dormía el ayudante. Bill sólo había abierto un ojo y se preguntaba por qué Asher había vuelto a ponerse el disfraz. La respuesta era obvia: se dirigía a la casa de las putas y quería evitar que lo reconocieran. Pero no entendía sus movimientos junto al Arca. Presentía que estaba por ocurrir algo extraordinario.
En efecto, el hombre de la barba introdujo una mano en el bolsillo y sacó una llave, abrió la verja y se pegó al Arca. Luego separó las coloridas plumas de la cara lateral hasta encontrar un punto que era, evidentemente, la cerradura. Allí encajó otra llave con un ruido apagado. Bill no pudo evitar sentarse sobre el colchón y contemplar la increíble escena. Si era cierto que en el Arca moraba un fragmento del espíritu divino, desde las alturas caería un rayo que convertiría en cenizas al profanador. Pero el rayo tardaba en llegar. En cambio, Bill oyó el chirriar de los resortes que giraban. El hombre maniobró con unas palancas y levantó la tapa emplumada. Tendría que ocurrir una catástrofe. Acababa de cometer un delito que no purgaría ni con mil años de infierno. Bill se llevó las manos a las orejas para no ser ensordecido por el trueno inminente. Pero Asher, en lugar de detener su crimen, sacó del fondo un pequeño fajo de billetes, del que eligió tres y guardó el resto. Bajó la tapa, hizo girar la llave y movió las plumas para que ocultasen el sitio de la cerradura. También echó llave a la verja. Miró en ambas direcciones y hundió los billetes y las llaves en el bolsillo de su pantalón. Luego se abotonó el sobretodo.
En ese segundo las vísceras de Bill gruñeron. El hombre se sobresaltó y fue hacia el cubículo para verificar si su ayudante estaba dormido. No le conformaba oír la respiración aparentemente tranquila. Levantó la cortina que hacía de puerta y lo vio tendido, con los ojos abiertos.
Asher murmuró iracundo:
—¿Me espiabas, bastardo?
Bill apretó los puños.
El pastor dejó caer la cortina y se alejó. Pero antes de caminar diez metros cayó sobre su cabeza el rayo divino. Tenía un poder fulminante, tal como describían las Escrituras. No era posible profanar el Arca de manera gratuita. Asher emitió un tenue “¡ay!” mientras oscilaba como un equilibrista sobre la cuerda; se dobló hacia delante y se desplomó con lentitud. Cayó de nariz, pesadamente. Junto a él se erguía el ángel de la venganza. Había satisfecho la voluntad del Señor. De su mano colgaba el bate de béisbol.
Bill, que no estaba seguro de si lo había matado, aguardó que se recuperara. Por lo menos se le formaría un hematoma en el cráneo.
Pero Asher Pratt no despertó. Ni siquiera movía parte alguna del cuerpo. Quizá navegaba entre nubes de color. Quizás el coma le durara varios días o una semana, lo cual sería una enorme complicación. Al fin de cuentas, ese hombre ya no era necesario en la tierra: le había enseñado lo esencial. Hasta acababa de demostrarle cómo abrir el Arca. Mejor sería que un vehículo llameante lo transportara hacia espacios sin retorno. De esa forma él, Bill, se haría cargo de la misión. A este pensamiento añadió otro más convincente aún: el profeta Eliseo había sido en la antigüedad el único testigo de cómo bajaba del cielo un carruaje en llamas para llevar hacia Dios a su maestro Elías, y él, Bill, sería el único testigo de cómo un carro en llamas se llevaba a su pésimo maestro hacia las calderas del Diablo. Era una equivalencia en espejo, realmente impresionante. Empezó a golpearle el corazón. Tenía ganas de aullar a las estrellas, sacudir los mástiles de la carpa, levantar en sus brazos la casa rodante. Una energía de galaxias se concentraba en su cuerpo.
Buscó una carretilla y cargó al pastor inerte sin quitarle el sombrero ni la barba. Pero tuvo la precaución de sacarle las llaves del bolsillo y guardarlas en el suyo. Lo envolvió con una lona y se preocupó de que los miembros colgantes quedaran perfectamente disimulados. Salió por la puerta lateral de la carpa y se dirigió hacia las vías del tren. En la negra calle sólo vio a un peatón borracho. La Providencia limpiaba los obstáculos.
Pronto debía pasar el convoy nocturno, siempre raudo como una exhalación. Empujó la carretilla hasta un paraje donde las vías se ocultaban de la luna bajo la fronda de unos árboles. Miró en torno y, seguro de que no había testigos, quitó la lona y tiró con fuerza del pelo del pastor para verificar si estaba muerto. Lo arrastró por los rieles. Un zapato se trabó en uno de los durmientes de madera que sostenían las vías; parecía una indirecta resistencia del reverendo. Bill le levantó la pierna, destrabó el zapato y arrastró el cuerpo un par de metros más. Cuando estuvo en el punto exacto lo acomodó en forma transversal, de modo que la garganta y los muslos fueran cortados por las ruedas de acero. Entonces volvió a la carretilla, dobló la lona y se sentó a esperar.
El silbato del tren perforó la noche y el aire se estremeció como si una legión de ángeles iracundos se precipitara sobre la tierra. Una tenue claridad se insinuó a lo lejos. Pronto se transformó en el ojo de un cíclope que venía a la carrera. Era el vehículo de fuego arrastrado por corceles invisibles que se llevaría a ese Elías inútil. Bill se puso tenso. El estrépito crecía. Un alud se derramaba desde las alturas. La masa de hierros, humo y chispas se abalanzaba con velocidad creciente. Las barreras que detenían el tránsito de la ruta habían descendido, pero tanto Asher como Bill estaban a varios metros de distancia, y tampoco había autos ni peatones a esa hora de la noche. La luz se venía encima. Era de veras el carro de fuego que describía el Libro de los Reyes. El calor de sus engranajes podía desencadenar un incendio. Las ruedas arrancaban perdigones a las vías. En un segundo alzarían el cuerpo del pastor y lo lanzarían a la estratosfera.
Asher Pratt despegó los ojos para ver el final de su existencia. Bill se dio cuenta de que al pastor lo recorrían sacudidas y pensó que era lo mejor que podía pasarle, así disfrutaba la visión del grandioso carro en llamas. Confundido aún, Asher intentó apartarse, pero sólo consiguió correrse unos centímetros: su pierna y el tórax fueron atrapados. El resto se convirtió en una molienda. Los hierros candentes transformaron su cuerpo en una explosión roja que salpicó el vientre de los sucesivos vagones. Algunos fragmentos de carne y huesos volaron hacia los costados.
Bill retornó a su cubículo. Decidió que la desaparición de Asher no perturbaría la marcha de la iglesia. Lea y él podían regentearla sin problemas. Ella creería que su marido regresaba de sus sesiones en la casa de putas y no había visto la locomotora. A los feligreses les contaría que había fallecido en un inexplicable accidente, llamado por Dios. Todo pintaba simple y verosímil.
1958
Aby Smith cayó en otro pozo depresivo, fue internado de nuevo y demoró cuatro años en reanudar sus viajes a Phoenix. Ahora, mientras recorría el tramo de la ruta que unía Colorado y Nuevo México, recordó al Bill Hughes de años atrás, cuando hacía dedo en una fría mañana de otoño siete kilómetros al sur de Pueblo. Parecía un fugado del manicomio; más aún cuando bajó intempestivamente en una extraña ciudad próxima al estado de Arizona, fascinado por las palabras de un cartel. Lo volvió a ver —y oír— después de la tragedia que barrió con su familia. Entonces prometió visitarlo cada vez que pasara por Elephant City. Convenía hacerlo porque su jefe, el reverendo Asher Pratt, tenía fama de lograr curaciones milagrosas. A Aby le dijeron que necesitaba algo más efectivo que tranquilizantes y buenos consejos. Su tristeza era compacta, persistente; se diluía por unas semanas para caerle luego con la fuerza de un alud. En dos oportunidades había vuelto a comprar veneno de ratas y hasta consiguió ingerir una importante dosis, pero lo descubrieron enseguida y le aplicaron un lavaje de estómago que lo dejó extenuado.
En Elephant City frenó junto al anuncio de grandes letras irregulares que identificaban a los Cristianos de Israel. Advirtió que le habían añadido un par de reflectores para mantenerlo iluminado durante la noche. La carpa había sido mejorada con un corredor a la entrada, como los que poseen los hoteles de lujo, con alfombra central y maceteros llenos de flores. A un costado vio la misma casa rodante pintada de cruces.
Encontró a Lea. Se enteró de que Bill se hallaba visitando a las familias de la congregación y de que su esposo había fallecido en un accidente estúpido. Aby estaba tan sensible que se echó a llorar. Lea le sirvió una sopa y el mejor vino que guardaba en un rincón de la cocina. Aceptó la sopa y declinó el vino. La mujer aseguró que Bill lo ayudaría a superar su tristeza. Y le contó que tras el fallecimiento de su marido la iglesia había sufrido una merma de fieles.
—Era lógico. La gente sólo confiaba en Asher.
Pero su marido había enseñado muchos conocimientos sagrados y secretos a Bill, con generosidad ejemplar. Bill había aprendido rápido. Tenía genio. La actividad de la iglesia prosiguió sin interrupciones. La tenaz asistencia de Bill a decenas de familias le devolvió su antiguo esplendor. Las ofrendas ahora marchaban bien, y hasta pudieron darse el gusto de embellecer la carpa por dentro y por fuera.
—¿Quién oficia de pastor?
La pregunta sonó ridícula.
—Bill, por supuesto.
—Preguntaba... —se disculpó Aby—. Es tan joven...
—Ya no. Tiene veintitrés años. Sabe la Biblia de memoria y habla como los ángeles.
El camionero asintió.
—Lo escuché, ¿recuerda? Me asombró, la verdad que me asombró.
—Es maravilloso, claro que sí —confirmó la mujer.
—Me di cuenta cuando lo conocí. Hablaba de profetas, buscaba un monte... el monte no me acuerdo cuánto.
—Bill ha sido bendecido por poderes sobrenaturales.
Aby levantó sus abultadas cejas.
—Sobrenaturales —subrayó la mujer mientras le servía otro cucharón de sopa—. No sólo hace tiritar las piedras cuando habla, sino que realiza curaciones milagrosas. Ya verá: él le quitará la hiel del alma.
El camionero se acarició la barbita; se sentía confundido. Quien efectuaba las curaciones milagrosas era el pastor fallecido. ¿Semejante poder puede heredarse?
—¿Usted cree...? —murmuró.
—Absolutamente. Bill no es un hombre común.
Aby Smith lo confirmó cuando al rato se abrió la puerta y entró el nuevo reverendo con su túnica de algodón sobre los hombros. En la mano izquierda llevaba la Biblia, con el índice metido entre las páginas. Parecía más alto y robusto; tenía el cabello recortado y un fino bigote que le aumentaba la edad. No restaban huellas del adolescente al que Aby había recogido en la ruta. Su mirada se había tornado fría y dominante, casi amenazadora. Bill no se turbó por la visita y le tendió su mano. Se la retuvo lo suficiente para hacerle entender que estaba ante alguien superior.
El camionero se retrajo levemente y, como signo de respeto, escupió en la mano su masticada bola de tabaco. No supo dónde arrojarla; Lea indicó el balde de residuos. Luego ella sirvió whisky para todos.
Aby no tenía necesidad de preguntar lo evidente: Bill ocupaba los espacios del finado Asher, desde el título de pastor hasta su lecho. ¿No se dice que los genios son locos, o los locos, genios? Bill había parecido loco y ahora demostraba ser genio. En aquella lejana ocasión preguntaba en forma monocorde sobre la túnica de un profeta. ¿Cómo podía sospechar que la ridícula pregunta encerraba tanta verdad? Bill consiguió la túnica y era tratado como un profeta. Daba un poco de miedo.
Al término de la comida el camionero, de nuevo atacado por las lágrimas, contó por segunda vez su tragedia, su depresión y sus fallidos intentos suicidas. Lea le acarició con gesto maternal las pocas hebras de cabello.
—Bill lo curará. ¿Verdad, Bill?
Aby elevó sus ojos arrasados por la angustia. El majestuoso ministro lo estudió desde lejos y se reservó la respuesta. Pero, desde su enigmático recato, ya había empezado a operar.
Cuando se despidieron no le dijo: “Buenas noches”, sino: “Te espero aquí a las siete para compartir el desayuno”. Era una frase vulgar en apariencia, pero pronunciada con un timbre de voz que llegaba al alma y no admitía réplica. Equivalía al “¡Sígueme!” de Jesús. Aby se sintió agradecido y fue al dormitorio de su camión. Se cubrió con la gruesa frazada que lo acompañaba en sus itinerarios y se durmió profundamente. Hacía mucho que no se relajaba tanto.
El desayuno, como siempre, fue abundante: huevos, tocino, tostadas, miel, manteca, jugo de naranja y café. Bill anunció con desconcertante naturalidad que irían en el camión de Aby a fundar una sucursal de la iglesia en Three Points. Una miga asaltó la tráquea del hombre, obligándolo a toser. Se secó las lágrimas con la servilleta y, cuando al final pudo recuperar el habla, explicó que no era posible, que no podía desviarse de su camino ni de sus horarios. Bill siguió untando su tostada, sin responderle. El silencio era más elocuente que un discurso. Aby no entendía por qué su oposición se derrumbaba. Ante los rasgos glaciales de Bill a esa temprana hora, se dijo que estaba frente a un ser que disponía de una misteriosa fuerza espiritual. ¿Entonces era cierto que ese genio loco le curaría la depresión?
Media hora más tarde aparecieron cuatro hombres robustos que cargaron mástiles, rollos de lona, sillas plegadizas, alfombras, sogas, banderines, tarros de pintura, cornetas, pinceles, bandejas, un equipo amplificador, flores artificiales y una enorme caja de madera que tenía escrita la palabra “FRÁGIL” sobre tres de sus lados.
Aby Smith, como un Lincoln súbitamente rejuvenecido, se sentó al volante; Bill, a su lado. Los estibadores se enjugaron el sudor con una toalla gris y se acomodaron sobre los rollos de lona. Enfilaron hacia el sudoeste de Elephant City, donde el aire adquiría un dominante tono amarillo. El sol de Nuevo México trepaba por el cielo limpio de nubes. El paisaje se tornaba seco y polvoriento a medida que avanzaban. Algunos matorrales aislados, retorcidos, eran el testimonio de la obstinación que hasta en el desierto evidencia el agónico verde.
Bill Hughes no era la persona de antes. Apenas abría la boca y, cuando lo hacía, se limitaba a frases escuetas. Sólo comentó que ya había visitado Three Points en dos ocasiones, una en auto y otra en sueños. La última fue más útil porque le proveyó los detalles que un ojo en vigilia no descubre. Aby se metió en la boca otra ración de tabaco; era lo único que lo mantenía atado a la realidad.
En dos ocasiones estuvo a punto de plantearle al joven pastor que abandonar su plan de ruta era un delito. Pero no pudo: una pinza invisible le paralizaba la lengua cada vez que intentaba hablar. Al tercer esfuerzo, tan inútil como los anteriores, llegó a la conclusión de que en el fondo quería evitarle un disgusto a Bill. En su torbellino de pensamientos había empezado a fijarse la esperanza en una cura milagrosa.
Llegaron a Three Points, que parecía algo más poblado que Elephant City. Cuando atravesaron el paso a nivel con la barrera levantada (por allí pasaba la misma locomotora que cruzaba Elephant City), Bill ordenó frenar.
—Es aquí.
Sólo había un baldío junto a la ruta. El barrio era pobre y disperso. Algunos carteles señalaban una ferretería, un almacén, una tienda de ropa para niños, un restaurante dormido. Era ideal para avanzar otro capítulo de su misión.
Descargaron la parafernalia y, por último, la caja preciosa bajo la atenta supervisión de Bill. Luego se pusieron a construir la iglesia. Los hombres tenían oficio o habían sido adecuadamente entrenados. Apenas comenzaron a cavar pozos para fijar los mástiles, el reverendo, con su amplia túnica sobre los hombros, se dirigió hacia el centro de la ciudad. En una hora y media regresó al frente de quince nuevos trabajadores.
Las sogas fueron enlazadas a las robustas roldanas y de pronto, como inflada desde abajo, se alzó una enorme carpa azul igual a la de Elephant City. Su grandiosa cúpula se extendió por el baldío como un hongo antediluviano. Por encima de sus nervaduras, y hasta el extremo de los mástiles, flameaban banderas de mil colores. En el interior desenrollaron alfombras rojas y se instalaron centenares de sillas plegadizas. En torno de la carpa empezaron a circular los curiosos.
Antes de que se apagase la tarde el trabajo llegó a su fin. La última tarea, a cargo exclusivo del pastor, consistió en abrir la caja de madera en cuyos lados estaba escrita la palabra “FRÁGIL”. Cuando cayeron los tabiques reverberó la maravillosa Arca de la Alianza cubierta con las plumas de sus guardianes.
—¡Nadie la puede tocar, porque será destruido por el Cielo! —advirtió con firmeza.
Pronunció una oración y abrazó el sagrado cubo con ambas manos, como si fuera una jaula dentro de la cual moraba un animal valioso. La levantó con impresionante facilidad, como si la estuviesen izando desde las nubes. La trasladó hacia un pedestal situado delante del estrado. Volvió a pronunciar la oración y se desprendió con suavidad, para no arrastrar fragmentos de plumas. Retrocedió cuatro pasos e hizo una reverencia. Después los obreros instalaron la verja, a cuya cerradura echó llave.
—Dios ha prohibido tocar su Tabernáculo. Sólo puedo hacerlo yo, su pastor, cubierto con el manto de Eliseo.
A continuación fueron prendidos los reflectores que daban sobre el cartel de letras descomunales: “CRISTIANOS DE ISRAEL”. Aby Smith lo contempló arrobado y tomó conciencia de que una fascinación parecida había conmovido a Bill cuando lo vio por primera vez en Elephant City. En sus venas ya circulaba la tendencia a permanecer junto a Bill. Lejos de ese hombre joven y poderoso caería en el precipicio. No entendía qué le estaba ocurriendo. Tampoco importaba.
Bill mandó pegar decenas de afiches en lugares de alta visibilidad, incluidas las paredes donde estaba prohibido fijarlos. A los musculosos hombres que trabajaron en la erección de su carpa añadió jóvenes de ambos sexos que repartieron volantes casa por casa, tienda por tienda y bar por bar, contra el pago adelantado de cinco dólares por cabeza. Esta actividad fue apoyada por el recorrido del camión de Aby, que había dejado de ser un transporte de carga para convertirse en un circense vehículo negro cubierto de cruces plateadas que emitía trompetazos por un amplificador.
El reverendo Bill Hughes era presentado como el hermano Bill, el Mensajero de Cristo, el guía de los Cristianos de Israel y la encarnación del profeta Eliseo. En la tienda del Todopoderoso curaría enfermos de la piel, los oídos, la boca, los ojos, los brazos y las piernas. “¡No más ciegos ni paralíticos en Three Points!”, repetía el parlante desde la madrugada hasta la noche.
El día del debut se formó delante de la carpa una cola que superaba las especulaciones más optimistas. La policía movilizó sus equipos montados y ordenó el alerta de todo su personal ante la perspectiva de disturbios.
Aby Smith se duchó, vistió camisa, pantalones y zapatos blancos y se encargó de recoger las ofrendas a la entrada, en hondas bandejas sobre las que aterrizaban billetes de diverso valor. Según instrucciones de Bill, cada tanto los acomodaba para que sólo se viesen las donaciones generosas.
—La gente imita, imita siempre; tanto lo bueno como lo malo. No lo olvides.
Mientras Aby observaba la afluencia de dinero, se convencía de que había tomado una correcta decisión al quedarse: ese loco de Bill era más genio que loco y estaba seguramente inspirado por Dios. Debía de ser cierto que encarnaba a un profeta; era distinto de los otros hombres. Cuando se llenó la bandeja, vació el contenido en un bolso de cuero también blanco, que ató a su cintura.
El servicio comenzó puntualmente.
Todas las sillas estaban ocupadas y medio centenar de personas se comprimían en torno de la circunferencia de lona. Al frente, intensamente iluminado, el pastor impresionaba con su apostura reforzada por la túnica que descendía de sus hombros. En su cabeza alzada los ojos relampagueaban. La Biblia contra el pecho y un báculo de apóstol completaban su atuendo. Delante del estrado resplandecía el Arca de la Alianza.
El guía de los Cristianos de Israel se desplazó en silencio de un extremo al otro sin dejar de mirar a la gente. La estudiaba desde varios ángulos y, poco a poco, fue controlándola como un titiritero a sus muñecos. Encendió el micrófono y, con una voz que ascendía desde el centro de la Tierra, afirmó ser el Mensajero del Señor. Los que tenían fe serían bendecidos con generosidad. En esa misma jornada, en breve, sus palabras y sus manos los librarían de males. Los invitó a cantar el salmo veintitrés. De inmediato, una disonante melodía comprometió centenares de voces, sobre las cuales planeó la de Bill.
—¡Loado sea el Señor! —gritó a su término—. ¡Loado sea quien cura nuestras enfermedades! ¡Aleluya!
—¡Aleluya! —respondieron desaunadamente hombres, mujeres y niños.
—¡Él es nuestro remedio! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Sólo Él cura las llagas, la ceguera, la parálisis! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Pero —alargó su índice acusador— tengamos en cuenta que sólo brinda su misericordia a quienes tiemblan de fe.
Alzó la Biblia, inspiró hondo y soltó un aullido que hizo saltar a la gente.
—¡¿Tienen fe?!... ¿Tienen fe suficiente como para animarse a implorar la misericordia del Señor? ¡Contesten a esta pregunta o serán fulminados!
—¡Síííííííííí!
—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Escúchalos, Señor: tienen fe! ¡Tienen fe en tu misericordia! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Deja caer sobre ellos los pétalos de tus bendiciones! ¡Cúralos de sus males! Son gente de fe, son buenos cristianos. Son cristianos de Israel, tu pueblo elegido. ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡El Señor todo lo puede! ¡Creó el universo en seis días! ¡Y mandó a Su Hijo bienamado para redimirnos! ¡El Señor es pura bondad! ¡El Señor es nuestra única esperanza! Repitan conmigo.
—¡El Señor es nuestra esperanza! —retumbó la carpa.
—¡Aleluya!
— ¡Aleluya!
—Vino a pedirme auxilio la hija del gobernador de Texas. Estaba ciega. Llegó a mi congregación de Elephant City con su bastón blanco y dos acompañantes. Había perdido la vista por una explosión de gas.
Aby Smith fue recorrido por una descarga. Se le doblaron las rodillas y se abrazó a un mástil para no caer.
—¿Qué le dije entonces a la pobre niña? —continuó Bill—. Le dije que el Señor da y quita, quita y da. Si tienes fe, la vista que has perdido retornará ¿Tienes fe?... —Tendió de nuevo su dedo acusador hacia la primera fila. —¿Tienes fe?, pregunté con la misma convicción que pregunto ahora.
—¡Sí! —contestaron los rostros asustados.
El pastor retrocedió hasta la parte posterior de la tarima y aguardó unos segundos. Luego volvió al frente en dos zancadas, como si quisiera arrojarse sobre la multitud.
—¡Mentira! —bramó furioso—. Ella dijo que sí como ustedes ahora, pero sin convicción sincera. ¡Para curarse hace falta mucha fe! ¿Me escuchan?... ¡Mucha! ¡Muchísima fe! ¡Sólo quienes tienen muchísima fe serán bendecidos! ¡Sólo ellos! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Esa pobre muchacha, hija del gobernador, lloró e imploró. ¿Qué consiguió? Nada. Y se fue como había venido. Pero... y aquí reside el secreto... en su soledad reflexionó, rezó, elevó su espíritu. Consiguió aumentar la fe en el Señor. Y... cuando regresó a mí, su alma había cambiado. ¡Ya era un incendio de fe! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Puse mis dedos sobre sus ojos. Estos mismos dedos. ¡Contémplenlos! Son mis dedos, pero también los del profeta de los milagros. Los puse sobre sus ojos y dije: “¡Concéntrate en el Señor!”. Y ella se concentró. En mi sangre corrió fuerte la sangre del profeta Eliseo que me habita. Su poder se convirtió en mi poder. ¡Por mis músculos y mi piel se desplazaba la energía del infinito! En la cabeza de la niña se produjo una turbulencia, se le erizaron los cabellos, sus mejillas cambiaron de color porque era traspasada por los metales del Cielo. De pronto, en sus órbitas hirvieron las lágrimas. ¡Hirvieron como agua sobre fuego! ¡Se estaba produciendo el milagro! —Bill corría por la tarima y centenares de cabezas giraban a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha. —¡Levanté mis agradecidas manos! ¡Estas mismas manos! ¡Las manos que apretaron sus ojos! ¡Levanté mis manos para agradecer al Señor con toda la fuerza de mi alma porque la hija del gobernador de Texas, la pobre niña ciega que había conseguido aumentar su fe, acababa de recuperar la visión! De su garganta conmovida brotó el más alegre de los estallidos: “¡Veeeeooooo!”.
—¡Aleluya! —La multitud se puso de pie.
—¡Se produjo el milagro!
—¡Aleluya! ¡Aleluya! —repetían cientos de voces. Caían sillas, algunos niños eran sentados sobre los hombros de sus padres, las mujeres estrujaban pañuelos chorreantes.
Aby se metió en la boca tres puñados seguidos de tabaco y se sentó en el piso, convulsionado.
—¡El Señor hace ver a los ciegos y caminar a los paralíticos! —agregó el pastor con la Biblia abierta en el Libro de los Reyes—. Ahora cantemos el salmo número cuatro. Porque hoy mismo, en esta santa asamblea, ustedes presenciarán varias curaciones. ¡Aleluya!
Cuando te invoco, Tú me atiendes,
Oh Dios de la justicia.
De la angustia me alivias.
Ten piedad, escucha mi oración.
Bill Hughes acomodó los pliegues de su manto y dio otra vuelta de tuerca a la expectativa de la multitud.
—Enterados de ese milagro, vinieron a mi iglesia los familiares del presidente de México. ¡Del presidente! Su hermano había quedado paralítico cuando la epidemia de polio. Me imploraron ayuda. Entonces, ¿qué pregunta les hice?
—Si tenían fe —chillaron varias mujeres.
—¡Exacto! Y... ¿qué contestaron?
—¡Que sí!
—¿Era verdad?
—¡No!
—¡No era verdad! Igual que en el caso de la niña ciega, ¡les dije que se marchasen, que eran indignos del Señor!
—¡Muy bien! ¡Aleluya!
—Pero el Señor es misericordioso. Llegó al alma de ese hombre enfermo. De repente fue iluminado. ¡Empezó a creer! ¡Con fuerza! ¡Con sinceridad! Y me lo trajeron de nuevo a Elephant City. Ahora confiaba en el Todopoderoso. Presenció la curación de una mujer con espantosas llagas. Presenció la curación de otros cristianos, tres sordos y un paralítico. Percibió la energía que el Todopoderoso envía a mis dedos para hacer huir la enfermedad como huye la bruma al desplegarse los rayos del sol.
—¡Aleluya!
—Entonces el discapacitado hermano del presidente empezó a gritar aleluya como ustedes aquí. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Y corrió por el estrado! ¿Oyeron bien? ¡Corrió por el estrado!... Primero con torpeza, ¡luego con equilibrio! ¡Corrió! ¡Corrió! ¡Había desaparecido su parálisis!
—¡Aleluya! —La multitud tronaba.
—¡También aquí correrán los paralíticos! ¡Verán los ciegos! ¡Oirán los sordos! ¡Desaparecerán las hemorroides y las várices! ¡Cerrarán las úlceras!... Cantemos el salmo treinta y uno mientras nuestro hermano Aby recoge en su bandeja nuevas ofrendas de los que tienen fe.
A Ti, oh Iahvé, me acojo.
Tiende hacia mí tu oído,
Date prisa y líbrame.
Sé para mí una roca de refugio,
El muro que me salve.
Pues Tú eres mi roca y mi fortaleza.
Aby se sacudió la ropa y acercó su bandeja a las compactas filas. Era asombroso cómo esa superficie pulida atraía billetes.
Dos hombres condujeron a un ciego vacilante por el pasillo central rumbo a Bill Hughes, que lo observaba desde las alturas. Era de edad mediana, vestía un traje raído y el nudo de su corbata se había corrido del centro. Empuñaba un bastón blanco y calzaba anteojos negros. El murmullo creció como vapor de caldera.
Trepó con ayuda los peldaños esquivos. El pastor fue a su encuentro y lo abrazó. El hombre se dejó conducir, quebradizo como un fideo crudo.
—¿Cuánto hace que perdiste la vista?
—Cinco... co... años —tartamudeó.
—¿La perdiste de golpe o progresivamente?
—De golpe, por... por una explosión.
—¡Como la hijita del gobernador de Texas, entonces! ¡Aleluya! ¡Dios sea loado! ¡Esta coincidencia me llena de esperanzas!
—¡Aleluya!
—¿Confías en el Señor?
—Sí, mucho.
—¿Muchísimo?
—Mu... mu... chísimo.
—¡Aleluya! ¡La misericordia del Altísimo bajará sobre ti como bajó el maná sobre los hijos de Israel! Cientos de hermanos te acompañan ahora con su oración. Todos hacen fuerza para que el Todopoderoso se apiade de ti. De la tierra brota un clamor fabuloso. Escucha, hermano. ¡Recemos todos! Padre nuestro que estás en los cielos...
La plegaria se expandió con bravura. Labios y hombros se estremecían ante la inminencia del milagro.
—Quítate los anteojos que ocultan tu desgracia. Pronto la desgracia será bendición.
El hombre dirigió su mano encallecida hacia la cabeza, se sacó los anteojos y plegó las patillas. Con mala puntería tanteó el bolsillo superior de su chaqueta.
—Bien —prosiguió Bill—. Ahora impongo mis manos sobre tus órbitas desnudas. —Los reflectores habían duplicado la intensidad. —¡La sangre del profeta Eliseo corre por mis venas! ¡Una energía arrolladora desciende desde las alturas! ¡Recen en voz más alta, hermanos míos! ¡Que las voces unidas lleguen al cielo! ¡Que las gargantas resuenen como las trompetas de Jericó! ¡Energía sobrenatural penetrará mis huesos! ¡Desde mis huesos se dirigirá a mis manos! ¡Mis manos tocan los ojos de este buen hombre que confía en el Señor! ¡En sus ojos ya hierven las lágrimas que diluirán la ceguera! ¡Su fe opera este milagro! ¡El milagro del Señor! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—En su cerebro ya renace la vista. En sus músculos trabajan hormonas. ¡Tenemos fe en la curación de este hermano! ¡Tenemos fe!
—¡Tenemos fe!
La carpa trepidaba en toda su extensión, oscilaban los mástiles y se alzaban las banderitas. La muchedumbre se había puesto de pie; las mujeres lloraban, y también varios hombres. Los niños, atravesados por el miedo, se abrazaban a pantalones y faldas. El rezo ya era un maremoto.
—¡Somos testigos de un milagro impresionante! ¡Retiraré mis manos de las órbitas enfermas y sus ojos recuperarán la transparencia! ¡Loado sea el Señor!
—¡Loado sea el Señor! —El eco equivalía a un alud.
—¿Tienes fe en el Señor?
—¡Sí, sí!
—¡Más fuerte! ¡Que te oigan hasta en el lejano mar!
—¡Sííííí! —Se desgañitó como un lobo de las estepas.
—¡Aleluya!
Bill Hughes abrió teatralmente los brazos y, un tenso segundo después, empezó a aplaudir con vehemencia.
—¡Estás curado! ¡Estás curado! —Aplaudía y saltaba.
—¡Aleluya! —vociferaron mil gargantas enloquecidas.
El pobre hombre giraba la cabeza, solo en medio de la tarima, protagonista de un hecho abrumador. Sus manos tanteaban el aire mientras los reflectores lo bañaban con una catarata de luz.
—¡Aleluya! ¡Aleluya! —El pastor seguía estimulando la fiebre.
El hombre se agarraba la cabeza. No sabía qué estaba ocurriendo. Le aseguraban que veía y le parecía que era cierto, que veía. En su rostro se dibujó una sonrisa mientras parpadeaba confuso y sus rodillas temblaban.
Bill lo abrazó.
—¡Ve a reunirte con tus hermanos y cuéntales sobre la misericordia de Dios! ¡El Todopoderoso te ha bendecido por medio de este humilde pastor en el que se ha encarnado el profeta Eliseo! ¡Gritemos aleluya, loado sea el Señor!
Un fragor colosal, como el de los terremotos, agitaba el interior de la carpa.
El atribulado hombre no tuvo que caminar siquiera hasta el borde del estrado, porque fue levantado en andas como un héroe y paseado por sobre las cabezas. Ya no sabía qué diferencia había entre ver y no ver. Mientras, Bill exigía cantar el salmo cuarenta y nueve para restablecer el orden.
Las cartas secretas entre mi hermano y mi abuelo Eric hicieron más soportable su ausencia. La verdad, hace rato que esas cartas dejaron de ser secretas. Papá, más tranquilo, dice que lo mismo pasa con los emigrantes, porque durante años deben permanecer dolorosamente separados de sus familias. Mamá, menos resignada, contesta que ni ellos ni Bill son emigrantes para merecer semejante destino, pero acepta continuar esperando... a regañadientes.
Bill contó que su maestro, el pastor Asher Pratt, había terminado siendo un avaro y un pervertido que enseñaba verdades pero practicaba cosas feas. El Señor decidió sacarlo del mundo en un carro de fuego como hizo con el profeta Elías, pero, en lugar de llevarlo al paraíso, lo hundió en el infierno. Para el abuelo estas expresiones son misteriosas y no hacen sino demostrar que su nieto vuela a gran altura. El doctor Sinclair tuerce la boca y murmura: “Bill también pudo haber tenido envidia a su maestro...”.
La resistencia de mi hermano a mantener otros contactos con familiares y amigos ha empezado a cambiar. Sus primeras cartas a mis padres fueron cortas y sin remitente. Ahora podemos comunicarnos con él en forma directa y decir a los vecinos que lo hemos recuperado.
El abuelo Eric fue el intermediario más constante. Se ocupó de mantenerlo al día sobre cada miembro de la familia, los amigos y los chismes. También le contó sobre su frágil salud, puesto que el asma ya le causa problemas en el corazón.
Ahora, cada dos semanas recibimos algo de Elephant City con el encabezamiento: “Queridos abuelo, mamá, papá y Dorothy”. Hoy nos acaba de llegar una. También manda postales de Navidad a una docena de familias, pero nunca a los Zapata.
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Este año, 1960, empieza mal. ¡Qué desgracia! Internaron al abuelo Eric, con un triste pronóstico. Bill contestó enseguida el telegrama que le despaché. Su respuesta produjo tanto revuelo como la internación: prometió llegar mañana. Es increíble: se fue por años y regresará en minutos.
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El arribo de Bill tras nueve años de ausencia produjo un vendaval. En casa se desencadenó una tormenta de plumeros, baldes y estropajos. Mamá se ocupó de que el cuarto-museo reluciera. También arreglamos el cuarto del abuelo, podamos las glicinas y regamos el nogal. Papá convocó al doctor Sinclair y el reverendo Jack Trade para que le dieran una bienvenida especial en el salón de visitas. Evelyn apareció con fuego en las mejillas y con un vestido de fiesta muy inadecuado.
Parece que desde cuadras antes Bill fue reconocido y muchas personas dejaron sus tiendas, cafés o lugares de trabajo para caminar tras el largo automóvil, con patente de Nuevo México, conducido por un chofer. Más que hijo pródigo, Bill era un prodigio.
El automóvil negro con adornos plateados estacionó junto a la puerta de casa. Los vidrios de la ventanilla estaban bajos y vi los ojos grises de Bill refulgiendo en la penumbra. Papá, mamá y yo nos abrimos paso entre los curiosos. Contra mi espalda se comprimió Evelyn. Mi hermano esperó que su chofer detuviera el motor, bajara y rodeara el vehículo para abrirle la puerta. Sacó una larga pierna y luego el resto de su humanidad. Se enderezó entre la gente como si fuera un obelisco. Su cara ya no era la del atolondrado que escapó una noche, sino la de un rey, con bigote fino y nariz orgullosa. Sobre sus hombros se apoyaba un manto. Evelyn me susurró al oído: “¿Oyes las trompetas?”.
Mamá se arrojó a sus brazos; luego lo hizo papá, y por último yo. Todos lloramos. Los vecinos aplaudieron para aflojar el nudo de exaltación que producía el recién llegado. Evelyn, pegada a mi cuerpo, temblaba.
Mamá charlaba como agua hirviendo y no dejó que papá lo llevase al salón de visitas para escuchar discursos, sino que lo empujó directamente a su cuarto. Rompía el plan acordado momentos antes porque estaba impaciente por demostrarle cuánto lo había extrañado. Mientras lo empujaba hacia el interior, le apretaba un brazo y le informaba sobre la familia.
Papá se limitó entonces a despedir a la gente, agradecer las expresiones de cariño y cerrar la puerta de calle. Hizo pasar al chofer, Aby, y luego fue a pedir disculpas al médico y al pastor. Les rogó que tuviesen otro poco de paciencia.
Yo tomé la húmeda mano de mi amiga y la arrastré conmigo. Ella susurró su agradecimiento. Le tuve mucha pena, porque Bill ni siquiera la había rozado con una mirada.
Papá se unió a nosotros. Dijo que tenía buenas noticias, porque el abuelo se estaba recuperando; iban a sacarlo de terapia intensiva y tal vez lo dejaran regresar en un par de días. Casi milagroso. Le preguntó a Bill si quería visitarlo enseguida, aunque debían prevenirlo para que no lo afectara la sorpresa. Agregó que sería bueno consultar al respecto con el doctor Sinclair, quien lo esperaba con Jack Trade en el salón de visitas.
“El doctor te ha curado, ¿recuerdas?”, agregó mamá.
Para qué.
Bill reaccionó enojado. “No fue Sinclair, porque ninguna fuerza humana habría sido capaz de curarme de aquella encefalitis. Fue el Señor”, dijo.
Mamá se encogió y aceptó que debían agradecer únicamente al Señor.
Evelyn estaba desolada. Me di cuenta de que sufría la indiferencia de mi hermano, porque parecía invisible a sus ojos. De repente Bill se fijó en mis dedos, que entrelazaban los de ella. Nos estremecimos al unísono y casi me desprendí, pero Evelyn me agarró con doble fuerza. Los ojos de Bill pasaron de mis dedos a los de Evelyn y subieron a su muñeca, lentos. De su muñeca llegaron al antebrazo, el codo, el hombro, el cuello y por fin la cabeza. Evelyn se apretó las sienes, como si fuesen a estallar. Cuando los ojos de mi hermano tocaron los suyos, parecía una paloma herida.
Entonces él pronunció su nombre: “Evelyn...”. Y agregó: “Qué cambiada estás”.
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Lucas Zapata llegó más tarde. Del hombro le bajaba la correa que sostenía su cámara, responsable de las fotos que publica el diario The Pueblo Chieftain. Lo anunció su inconfundible risa, porque Lucas ríe con carcajadas de diferente largo por motivos que no siempre se pueden entender. A menudo le causa gracia algo tan estúpido como un saludo o la ubicación de un adorno. Su dedo apunta: “ese saludo...” o “ese adorno...” o “esa historia” y ríe, ríe. Su risa molesta a quienes no conocen su fibra, que es muy tierna.
Cuando estuvo cerca de Bill lo miró de pies a cabeza; se detuvo en la túnica que le cubría parte de los hombros. La encontró cómica y tuvo la mala idea de gritarle: “¡Esa capa!”. Y empezó a reír.
Bill palideció. No le gustó nada, nada.
Lucas arrastró una silla para sentarse frente a él. Le tendió la mano, pero no obtuvo respuesta. El fotógrafo encogió los hombros, acostumbrado a que algunos se achiquen ante su agresiva cordialidad. Insistió: “¡Vamos, Bill! ¿Ya no me reconoces?”.
Bill era un témpano. Sabía que a ese hombre todos lo apodaban Cáscara de Queso por su rostro oscuro y redondo. Sus ojos separados parecían acercarse a las orejas. Mi hermano lo miraba con desprecio. Yo me puse muy nerviosa, porque me di cuenta de que lo odiaba, que su odio chisporroteaba como la electricidad. Era injusto, porque queríamos a Lucas como excelente persona; no merecía ser tratado de ese modo.
El aire se puso irrespirable. Nunca he vivido un momento tan incómodo. Lucas no conseguía romper el hielo de Bill pese a sus forzados chistes. Era imposible saber cómo terminaría esa tensión; tampoco podía entender su verdadera causa. Me parecía que en algún momento Bill le daría un puñetazo en la cara. Pero el desenlace se produjo cuando Lucas, cansado de no lograr respuesta, empezó a dirigirse a Evelyn y a mí. Eso fue el colmo para Bill; no lo iba a tolerar. Yo tampoco entendía por qué. Se paró crispado y fue hacia la puerta. La abrió y, sin hablar, le hizo señas para que se marchara.
La risa de Lucas se frenó de golpe. Su cámara colgaba en el vacío como si quisiera escapar antes que su dueño. Se le ensanchó más la cara, pero esta vez de dolor. Tragó saliva y, casi en puntas de pie, fue derecho a la calle. Me pareció oír las burbujas que se revolvían en su garganta y pretendían convertirse en algo parecido a la carcajada. Pero no hubo más carcajadas. Seguro que en su cabeza daban vueltas otras imágenes de Bill, cuando era más joven y más amable.
1959
Además de Elephant City y Three Points, Bill Hughes consideró conveniente desembarcar en Carson.
El líder de los Cristianos de Israel derramaba sus mensajes en apoteóticas concentraciones. Su fama de curador se expandió por zonas rurales de Nuevo México, Nevada y Arizona.
Antes de comenzar el último servicio, un mensajero le entregó un sobre cuyo remitente decía: “Pastor Robert Duke”.
Querido hermano:
Me han referido tus proezas y los grandes poderes que te ha brindado el Señor. También me han contado sobre los principales asuntos que abordas en tus prédicas. Debo manifestarte mi alegría, porque coincidimos en casi todo. Deduzco que nuestra asociación podría ser maravillosa. Y muy grata al Cielo.
Imagino tu sorpresa. Pero son las sorpresas que nos regala la voluntad del Señor.
Te invito a visitar mi iglesia. Serás bienvenido.
Robert Duke
Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel
Bill estiró con el pulgar y el índice la hoja de papel y releyó el texto. Examinó el anverso y el revés del sobre y decidió que olía a desafío. Desplegó su capa, se la puso sobre los hombros y caminó solemne hacia el estrado para iniciar el servicio.
En el clímax de su actuación tuvo dificultades con un paralítico que, pese a chillar su fe ardiente, no conseguía mantenerse parado. Bill rugía aleluyas y la multitud bramaba, pero cada vez que lo incorporaban el hombre volvía a caerse como un muñeco de trapo. Entonces lo mandó a intensificar su fe con una airada reprimenda y ordenó que le llevaran creyentes de verdad y no malditos falsarios. La multitud casi devoró al paralítico mientras entonaba rabiosa el salmo noventa y siete.
La jornada resultó agotadora. Bill regresó de mal humor, se lavó la cara, el cuello, las axilas y se tendió sobre el catre de campaña. Cerró los ojos y trató de adivinar el aspecto de Robert Duke. Ese sujeto lo había interferido. Debía de ser un pastor chapado a la antigua. Se habría esmerado al redactar su carta y había incorporado la frase sobre la maravillosa asociación con un fin espurio. ¿Por qué lo buscaría? ¿Serían ciertas las coincidencias? ¿O se trataba de un envidioso oportunista? Cuidado, Bill.
La mañana siguiente despuntó nublada. El cielo anticipaba complicaciones. Se vistió con traje y corbata y caminó hacia un severo edificio situado en el centro de Carson. En la puerta resplandecían unas letras doradas sobre una chapa de hierro: “IDENTIDAD CRISTIANA PARA EL MENSAJE DE ISRAEL”. Apretó el timbre y le abrió una mujer flaca y distante que se presentó como la señora Duke. Lo invitó a una habitación con escritorio, butacas, sofá, paredes forradas de libros y retratos adustos. Su premonición no había fallado: era la sacristía de un pastor tradicional.
Robert Duke abrió la puerta, acicalado con riguroso traje negro, corbata de cordón y botas de media caña. Tenía el cabello gris peinado hacia atrás, nariz filosa y labios más delgados aún. Sus ojos de indefinible claridad se asomaban apenas por la rendija de los párpados entrecerrados. La cabeza parecía un conjunto de navajas. Su mano, empero, se extendió franca y sostuvo durante casi un minuto la de Bill.
La esposa de Duke proveyó una bandeja con café, galletitas y dos vasos de jugo. Hizo una reverencia y desapareció.
Ambos pastores se estudiaron con indisimulada curiosidad: abierta la mirada de Bill, entrecerrada la de Duke. Hablaron sobre la vida cotidiana en Carson, aunque ambos sabían que esa ciudad no era el motivo de su encuentro. Como ocurre en una larga pieza musical, mientras desarrollaban el primer tema surgían los motivos del siguiente. De esa forma aparecieron aisladas menciones al Señor, sitios de Tierra Santa y episodios de patriarcas, apóstoles y profetas que, en el fondo, nada tenían que ver con Carson y sí con la misión de sus vidas. Media hora de vacilante conversación los instaló de lleno en la teología. Ansiaban un inventario sobre el conocimiento del otro, como dos guerreros que se estudian recíprocamente las armas.
Bill evocó las rutas de Eliseo, pero dejaba amplios huecos en el resto de las Sagradas Escrituras que, no obstante, se empeñaba en leer todas las noches con disciplina de monje. Robert Duke, en cambio, conocía las peripecias de Eliseo, pero no las consideraba un hito central; era un erudito que podía repetir de memoria centenares de páginas, tanto del Nuevo como del Viejo Testamento. Lo más sorprendente fue la convicción con que se refería a temas que Bill había aprendido de su asesinado antecesor. Duke coincidía en llamar “bestias del campo” a los negros y consideraba que solamente los blancos descendían de Adán.
—Me informaron que en tus prédicas insistes en las pecaminosas relaciones de Eva y la serpiente.
—Ajá.
—Coincido —dijo Duke, sonriente—, aunque en el Génesis no existen referencias a semejante pecado. De esas relaciones nació el asesino Caín, y de Caín descienden los pérfidos judíos.
—Me complace confirmarlo —Bill cruzó las piernas.
—¿De dónde obtuviste la información?
—De la fuente más directa y confiable: mis sueños. El Señor me permitió ver, como en una película, las cópulas que Eva practicaba en el Paraíso a espaldas de Adán. Me permitió observar cómo la serpiente introducía su cabeza en la vagina y le depositaba su esperma. También vi los primeros hijos de Caín, los judíos originales, que tenían cabeza de víbora y cola de cerdo.
—Sueños privilegiados, no hay duda. Tienes la pasta de Jacob y de José, grandes receptores e intérpretes de sueños. ¿Crees que la ausencia de estos datos en la Biblia invalida nuestra hipótesis?
—Claro que no. Tampoco deberíamos decir “hipótesis”. Es la verdad —replicó Bill.
—Digamos que es una interpretación.
—Es la verdad. —Bill lo miró con reproche.
Robert Duke volvió a sonreír y los filosos rasgos de su cara se tornaron más agudos aún.
—Me gusta tu firmeza.
—Viene del Señor, que es mi roca.
El pastor de Carson contrajo sus desconfiados párpados, miró el reloj e invitó a Bill a un segundo encuentro. Habían charlado durante dos horas y media.
En la nueva reunión ya no necesitaron ablandarse con rodeos y se refirieron de entrada, no más, a las cópulas de Eva y la serpiente.
—De esto yo hablé con Asher Pratt —informó Robert Duke.
—¿Conocías a mi predecesor?
—¿Si lo conocía? Pues... —Hizo una mueca. —Fue mi discípulo.
A Bill se le cayó el mentón.
—Tuvo una extraña muerte... —Se acarició lentamente la nariz sin quitarle los ojos de encima.
En los oídos de Bill volvió a tronar la locomotora y en su retina aparecieron las chispas que las ruedas de acero arrancaban a los rieles.
—Durante unos años trabajó en mi iglesia. —Duke se recostó contra el respaldo de la butaca para mantenerse relajado pese al enojo que le provocaba el tema. —Me debía sus conocimientos. En forma transitiva, ahora la deuda... es tuya —le ofreció otra taza de café para disminuir la dureza del tono.
—Explícate. —Bill recordó que una interferencia invisible había malogrado su cura del paralítico. Este pastor era más importante de lo imaginado.
—Por supuesto.
Vació la copa de jugo y se dispuso a impresionarlo con su revelación.
—Vayamos de lo simple a lo complejo. La Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel es un movimiento aún pequeño, pero en firme expansión. Se asienta sobre pocos y fértiles principios que ya conoces, porque yo se los enseñé a Asher, y Asher, a ti. ¿Te los recuerdo?
Abrió los dedos de la mano izquierda y con el índice derecho se dobló el pulgar.
—Uno: los verdaderos integrantes del pueblo norteamericano son los israelitas del Antiguo Testamento, descendientes de las Diez Tribus presuntamente perdidas, cuya raza es aria, como te dijo Asher.
Luego dobló el índice.
—Dos: los judíos, en cambio, son semitas y descienden de Satán, la serpiente, y del asesino Caín.
Dobló el dedo mayor.
—Tres: Adán y Eva no fueron los primeros seres humanos, como creen equivocadamente los cristianos de otras denominaciones, sino la primera pareja humana plena, blanca y pura, a imagen y semejanza del Señor. Las otras razas... negros, asiáticos, hispanos, mesorientales, indios y esquimales... provienen de los monstruos preadámicos.
Dobló el anular.
—Cuatro, la guerra de Armagedón con armas atómicas y bacteriológicas es inminente y enfrentará a las hordas subhumanas con el pueblo elegido.
Quedó levantado solamente el meñique.
—Quinto y último punto: te lo diré cuando bebas la tercera taza de café, porque no se comprende tan fácil.
Bill se rascó la nuca y pensó que Robert dosificaba la expectativa como si estuviese hablándole a una gran audiencia. Seguro que predicaba muy bien; por algo Asher Pratt lo había tenido de maestro varios años. Escanció el resto del café, añadió unas gotas de leche, media cucharadita de azúcar y revolvió con aparente tranquilidad.
—Mira —prosiguió Robert; su rostro evocaba a Mefistófeles—. Contra nuestra fe trabajan hombres que han logrado un indebido prestigio: se llaman historiadores, exégetas, teólogos, defensores de derechos humanos, antropólogos. Pretenden refutarnos con documentos apócrifos y pistas que no merecen crédito. Algunos hurgan papeles antiguos y ambivalentes; otros los fraguan. Su objetivo es destruir nuestras comunidades. Profanan la sagrada Biblia y la “historizan”; es decir, la convierten en un texto más entre los miles de sucios textos que escriben los hombres, no Dios. Y la manosean como si fuese igual a cualquier producto humano: caprichoso, contingente, perecedero. ¿Me sigues?
—Perfectamente.
—Inculcan ideas ridículas, trasnochadas, como la famosa hermandad de todos los seres humanos y que los judíos son los descendientes de Israel. No es cierto. Ni los judíos descienden de Israel ni todos los hombres, o seres con aspecto humano, descendemos de la misma pareja. Esto lo advierte cualquiera que se ponga a reflexionar. Los mogoles, los negros y demás subhumanos se parecen a las bestias, no a nosotros. No tengo que insistir: lo sabes perfectamente y lo predicas con eficacia. A esos enemigos se refiere el quinto punto. —Levantó el meñique.
—A los defensores de derechos humanos, antropólogos, historiadores, periodistas...
—Así es. Niegan y se burlan de nuestro auténtico origen ario-israelita. Son nefastos. Debemos combatirlos sin tregua porque pretenden invalidar nuestra doctrina.
—No tengo inconveniente en atacarlos donde y cuando se presente la ocasión.
—Así me gusta. Pero no te he llamado para repetir lo que ya sabes, aunque es bueno repetirlo. Te he llamado para decir lo que Asher callaba.
—¿Por ejemplo?
—Que él había integrado mi iglesia.
—¿Cómo sabes que no lo decía?
—Porque me lo confesó Lea. Ocultaba su antigua relación. Y exigió que ella hiciera lo mismo.
—¿Entonces también conoces a Lea?
—Sí, bastante...
Bill lo miró fijo.
Robert Duke le devolvió la mirada.
—Es mi hermanastra —agregó.
Bill pellizcó los bordes de los apoyabrazos.
—Era hija de la mujer con quien se casó mi padre luego de enviudar —refirió con lentitud, palabra tras palabra—. Mi padre tenía ya tres hijos y, a partir de entonces, fuimos cuatro.
—Tu hermanastra... ¡Ajá! Por cierto que me acabas de sorprender, reverendo.
—Convivimos sólo seis años, porque mi padre falleció y Lea se fue con su madre. Luego supe de su noviazgo con Asher Pratt. Lo tomé entonces como una manifestación del Cielo, una posibilidad de reunir otra vez la familia. Lea era una buena mujer; Asher tenía vocación y le entusiasmaba nuestra doctrina. Aceptaron instalarse en Carson y empezamos una fructífera actividad. Pero... —Necesitaba una pausa y la dedicó a comer una galletita. —Los caminos del Todopoderoso resultan enigmáticos para la mente estrecha de los hombres. Asher no resultó ser lo que parecía: contra unos gramos de virtud cargaba toneladas de maldad. Fue traidor y embustero. Ahora que ya no vive y Lea no me oye, puedo decir que el Señor hizo bien en apartarlo de la vida.
Bill observaba de soslayo al pastor y advertía que guardaba un resentimiento extraordinario.
—Luego de aprender y trabajar conmigo, forzó a mi hermanastra a abandonarme. Se fue de manera escandalosa; inventó la carpa azul y construyó una impostura del Tabernáculo con plumas de pavo real. Un disparate. Decepcionó la esperanza que yo había depositado en su talento. Acaparó mis enseñanzas, pero sin honestidad. A su precaria tienda ni siquiera le puso un nombre correcto, algo que remitiese a la Identidad Cristiana. Fue cegado por su ambición y se dedicó a juntar dinero. Me ha llegado la versión de que Dios se lo llevó en un carro de fuego, ¿verdad? Creo que así lo has comentado a tus feligreses.
—Sabes mucho, reverendo.
Un atardecer, ambos pastores permanecían sentados en la penumbra mirando por la ventana cómo descendía la noche. Duke puso en sus labios un cigarrillo y palpó en los bolsillos de su camisa hasta dar con el encendedor. La breve llama resplandeció en el metal y prendió el tabaco. Bill tuvo de repente frente a sí un rostro enigmático, con arrugas y cicatrices, concentrado en chupar el naciente humo. Conos negros se elevaban de su nariz, cejas y orejas. Los párpados contraídos apenas dejaban ver sus ojos. Sus manos, que rodeaban la punta del cigarrillo para proteger el fuego, evocaban las de Frankestein.
—El mundo acabará mal, muy mal, si no tomamos la iniciativa. La bocanada salió con un suspiro. —Es evidente que el comunismo, la democracia, los derechos humanos, la guerra, son todos inventos que los preadámicos aplican según convenga, aquí y allá, allá y aquí, para lograr el dominio del mundo.
—Dicen que en Corea pretendimos frenar el avance comunista —comentó Bill.
—El avance preadámico. Pero sólo conseguimos migajas de victoria. Mientras luchábamos en los valles y en la montaña, nos saboteaban desde la prensa antipatriótica y también desde las organizaciones pacifistas. Se trataba de operativos aviesos, múltiples y simultáneos.
—Nos confunden.
—Tienen la inteligencia de Lucifer. Y saben usarla. Quien advirtió esto con extraordinaria lucidez fue Henry Ford.
—¿Ford?
—¡Ah, es una historia impresionante! Ford se enteró y tuvo el coraje de difundir lo que muy pocos norteamericanos conocían. Era un hombre de negocios imaginativo, práctico y permeable. A mediados de la década de los 20 uno de sus representantes le obsequió un pequeño libro que había traído una tal Paquita Shishmareff, emigrante del infierno desencadenado en Rusia por la revolución bolchevique, y que explicaba las secretas operaciones realizadas por los judíos en Europa desde hacía tiempo. El libro se titulaba Los protocolos de los sabios de Sión.
—Ah.
—El clarividente Ford ya olfateaba la amenaza de las razas inferiores desde un lustro antes, y ese volumen fue como una explosiva revelación. Sin pérdida de tiempo ordenó su reimpresión masiva. Y también ordenó que fuese acompañada por comentarios alusivos en su semanario Dearborn Independent. Esta serie de artículos fue titulada desde el comienzo con una frase perfecta: El judío internacional. Aparecieron en noventa y una semanas consecutivas. Por primera vez, y sin rodeos, un norteamericano acusaba a los judíos de crear y utilizar el comunismo, los sindicatos, el alcohol, el juego prohibido, las finanzas internacionales, la música de jazz, la perversión de las costumbres, los diarios y el cine.
—¿Todo eso?
—Parece increíble, ¿no? A Henry Ford hay que agradecerle su contribución colosal, que se expandió como una bomba. Su semanario empezó a publicar los comentarios de El judío internacional con una tirada de 72.000 ejemplares y terminó con una tirada de... ¡300.000! Entusiasmado por la recepción que obtenía, ordenó reunirlos en una obra en cuatro tomos, de la cual vendió más de 500.000 ejemplares y fue traducida a dieciséis idiomas.
—Sabes mucho, reverendo —repitió Bill.
—En repetidas declaraciones públicas insistió en que estaba ayudando a generar un despertar del mundo ante la inminente catástrofe. Y la catástrofe vino.
—La guerra mundial.
—Efectivamente. Estás atando los cabos. Quien no dudó en reconocer los méritos de Henry Ford fue Adolf Hitler en persona.
Duke se levantó, encendió una lámpara y buscó entre los volúmenes que forraban la pared una edición de 1935. Lo abrió y leyó el elogio firmado por Hitler en la primera página: “Miro al señor Heinrich Ford como mi inspirador. Ojalá pudiese enviar algunas de mis tropas de choque a Chicago y otras ciudades de los Estados Unidos para ayudarlo en las elecciones. Vemos al señor Heinrich Ford como el líder del creciente movimiento fascista en los Estados Unidos. Hemos traducido sus artículos y los hemos publicado. Su libro circula en millones de copias”.
—Déjame ver —pidió Bill.
Duke le entregó el volumen abierto.
—En 1938 —agregó mientras apagaba el cigarrillo—, antes de que los preadámicos desencadenaran la guerra, Henry Ford se convirtió en el primer norteamericano que recibía el más alto homenaje del Tercer Reich: la Gran Cruz del Águila Germana.
—Admirable. Pero, ¿cuánta gente lo sabe?
—Poca. Los descendientes de Ford se han ocupado de borrar huellas que podían arruinarles la venta de autos. No genera simpatías adherir al nazismo, porque estuvimos en guerra con él. Pero el nazismo no ha muerto. Nosotros continuamos defendiendo algunos de sus principios a través de la Identidad Cristiana. Debemos hacer frente a las tropas de Lucifer. Tenemos que vigorizar nuestras comunidades, debilitar a nuestros enemigos y armarnos para la nueva guerra.
—Es la misión.
—Es la misión.
¡Bill regresa nuevamente a Pueblo! En estos años hemos mantenido una buena comunicación por carta, pero todavía nadie logró ser invitado a Elephant City y tampoco nadie se arriesgó a caerle de visita sin permiso. Ese lugar es objeto de especulaciones porque hasta el nombre resulta increíble: en el oeste podemos imaginar todo tipo de animales, menos canguros de Australia o elefantes de la India. ¿Qué causa ha dado origen a un nombre tan exótico como Elephant City? Hasta lo de “city” suena inverosímil allí, en los desiertos que rodean el cañón del Colorado.
“Puede que el nombre se haya inspirado en un viejo elefante olvidado por un circo de gitanos”, dijo Lucas Zapata, riendo, para vengarse del desaire que le infligió Bill.
Evelyn, en cambio, sostenía que no era de extrañar, porque los príncipes de la India usan elefantes, por lo cual el nombre tenia valor emblemático. “Bill tiene un aire palaciego, no olvides.” En la intimidad ella sigue llamando “príncipe” a mi hermano, pese a su inexplicable indiferencia. A mi juicio, el nombre de Elephant City no tiene importancia. Pero sí me importa (y preocupa) que mi amiga se haya convertido en una devota. Corrijo: en una devota fanática. Cada tarde lee la Biblia y no pierde ocasión de intercalar imágenes de los salmos. Habla como una vieja, o como un pastor. Viste ropas negras o grises, mientras sus antiguos vestidos de fiesta duermen en el placard. Su madre, asustada por el vuelco místico, la obligó a realizar una visita al psiquiatra, que, sin embargo, etiquetó su conducta como vulgar rebeldía adolescente.
Evelyn me ha confesado la certeza que guarda su corazón: algún espléndido día mi hermano la tomará por mujer. Y debe estar entrenada. No será cualquier mujer, sino la de un príncipe-reverendo, un servidor del rey Dios. Simulé sorpresa, pero no había tal. Hace rato que su interés por Bill es más obvio que la cruz en el frente de una iglesia. Por mi parte, le hice saber que yo estaba de acuerdo y que la apoyaría de la mejor manera. Y es cierto: que mi mejor amiga se convierta en mi cuñada me permitirá recuperar más aún a Bill.
————————
Bill acaba de llegar. Estamos pasando por momentos dolorosos. El abuelo Eric volvió a descompensarse. Anteanoche su corazón dejaba de latir, y menos mal que un médico le hizo masajes en el pecho y lo llevó en ambulancia a terapia intensiva. El pronóstico es muy malo. Nos hicieron entender que esta vez no habrá retorno. Bill aterrizó como una tromba en un auto parecido al del viaje anterior, conducido por el mismo chofer. Frenó ante la puerta del hospital con chirrido de neumáticos. Yo estaba por pedir un informe en la recepción cuando lo vi entrar. Corrí a darle un abrazo. Su majestuoso porte causó impresión; médicos y enfermeras le abrieron paso de la misma forma que harían ante el gobernador del estado.
Antes de cruzar la puerta vidriada de terapia intensiva le ofrecieron un delantal estéril que Bill vistió sin quitarse la túnica que colgaba de sus hombros. Caminó directo hacia la cama del abuelo, como si ya hubiera estado allí, y se paró a su lado. Yo abrazaba a mamá y hacía fuerza para contener las lágrimas. El abuelo estaba demacrado e inconsciente, cubierto de sondas, cables y aparatos. Respiraba con dificultad, irregularmente, como alguien que se olvida de hacerlo; tras largas pausas incorporaba una bocanada ruidosa y entrecortada, a la que seguía una espiración que parecía ser la última.
Mi hermano murmuró una plegaria de la que sólo oí sílabas, pues tomó el borde de su túnica, la extrajo por debajo del delantal y rozó con ella la frente del enfermo. No sé por qué esa escena tan simple me conmovió tanto, y ya me fue imposible retener el sollozo. Una enfermera me propuso salir, pero negué con la cabeza y abracé más fuerte a mamá. Bill se sentó en el borde del lecho, apoyó la cabeza sobre una mano y permaneció callado durante un cuarto de hora. No hubo más ruidos que los que producían mis sacudidas. Luego enderezó la cabeza, miró en torno y se puso de pie. Parecía un sumo sacerdote rodeado de súbditos pendientes del mínimo gesto. Sentenció con voz profunda: “Reside junto al Todopoderoso, envuelto por su magnificencia”.
Y salió.
A los pocos minutos el cardiólogo certificó su fallecimiento.
Mis padres, Bill y yo nos abrazamos.
La desgracia nos volvía a unir.
En el sepelio Bill reconoció a Evelyn, vestida de color pizarra. Su pupila rapaz examinó su cuerpo de dieciocho años. Ella, impulsada por el fuego que se escondía bajo la ropa monacal, se le aproximó con la excusa de saludar a los familiares del muerto. El pecho le estallaba. Acarició a la madre de Dorothy. Luego se desplazó tres pasos adicionales y rozó el costado de Bill. Sus mejillas se habían convertido en tomates y un estremecimiento la recorría desde el cabello hasta los pies. La desgarraba una tempestad de emociones, pero sus sentidos capturaban la realidad y, dentro de ella, la magnética cercanía del amado: el perfume de la piel recién afeitada, la blanda aspereza del traje, la tibieza de sus manos grandes. Se armó de tanto coraje como si tuviera que arrojarse a un precipicio, giró y le tendió la mano. De su garganta brotó un inaudible pésame. Bill posó sus ojos en la muchacha. En los oídos de Evelyn zumbaban abejas. Temía que se le doblaran las rodillas.
A Bill le costaba unir la nena que había sido amiga de su hermana con la preciosa joven que tenía frente a sí. Por la tarde se las arregló para llevarla a su cuarto y quedarse a solas con ella. Evelyn advirtió su astucia, porque unos segundos antes había simulado salir luego de echar llave. Era el inconfundible príncipe de sus sueños, tan diestro como pícaro para vencer a cualquier adversario, incluso a los indiscretos. Sus ojos, su voz y sus dedos se consagraron a ella. Resultaba vertiginoso, pero las robustas fantasías empezaban a convertirse en realidad. Navegando por encima de la luna, Evelyn murmuraba su agradecimiento al Señor.
Bill tenía curiosidad. Esa muchacha era bella y misteriosa, casi hipotética, como una alegoría. Su exterior parecía severo, pero debajo de su vestido gris seguro que ardía la pasión. Era evidente. Le hizo preguntas sobre sus gustos y deseos en el más amable de los tonos. Por primera vez Evelyn lo percibía interesado en ella; el momento le sonaba a cuento de hadas. También era la primera vez que él hablaba con ella tanto tiempo. El éxtasis arribó cuando las grandes manos —las mismas que le habían enseñado a dibujar gatitos con dos circunferencias y luego ciñeron su cintura en historias fraguadas por su mente al galope— se aproximaron a sus cabellos levemente transpirados y los acariciaron con extraordinaria delicadeza. La corriente se le expandió hasta las uñas.
Al día siguiente Bill la besó. Si una caricia podía convulsionar hasta la última porción de su cuerpo, el beso la lanzó a otra galaxia. Rodó ligera por el espacio. Estaba decidida a entregarse sin límites. Su amor era más intenso que la sed de una mujer abandonada en el Sahara. Ni siquiera podía distinguir entre las caricias castas y las audaces. No importaba. Todo lo que Bill hiciese con ella era una bendición y conducía hacia la unión definitiva. La piel y el aliento de Bill se mezclaron con su sangre. Una excitación convertida en flecha le rompió las costuras. Ingresó en lo inefable.
Entonces se amaron con brutalidad.
El trote fue doloroso y la dejó sin aliento. No reprodujo las cabalgatas suaves que solía disfrutar en sus fantasías, pero tuvo mucho de primitivo y angelical, casi como las grandes explosiones que sacudieron el espacio mientras el Señor creaba las esferas. Temió despegar los párpados y verificar la realidad concreta. Temió descubrir que estaba sola como siempre. Pero cuando por fin abrió los ojos, su retina captó el maravilloso paisaje adherido a sus pestañas: Bill, adormecido, respiraba por la boca y su tibio aliento le movía el flequillo.
Durante los quince días que esa vez Bill permaneció en Pueblo hicieron el amor tres veces. El duelo por la muerte del viejo Eric no inhibía la sexualidad del pastor.
En sus conversaciones fue entregándole, a cuentagotas, noticias de su actividad en Elephant City, Three Points y Carson. Mencionó a su fallecido maestro Asher Pratt, su eficaz asistente Lea, el leal chofer Aby y su socio Robert Duke. Prometió escribirle. Pero la tarde de su despedida la dejó boquiabierta.
—Cuidado con los monstruos preadámicos. En Pueblo abundan indios, hispanos, negros, japoneses y judíos. Ni se te ocurra vincularte con ellos.
Evelyn supuso que era celoso y de esa forma elíptica la alejaba de otros pretendientes. Ella contestó:
—Sólo te amo a ti.
—Eso se dice... — se acomodó la túnica sobre los hombros, la besó en la frente y salió. Su apostura congelaba.
Mientras repasaba con Mónica los documentos de nuestra investigación, aparecieron unos libros y folletos sobre sectas, milicias y organizaciones neonazis en los Estados Unidos. Eran tan interesantes que no pudimos dejar de echarles una mirada, aunque no se relacionaran con nuestro propósito inmediato. Pero —lo insinuó Borges— quizá son sinónimos el azar y el destino. Pusieron delante de nuestros ojos una pista que en poco tiempo llevaría a la explosión.
Efectivamente, una de las organizaciones que más me asombraron tenía un nombre retorcido: Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel. Sus líderes dirían que me guió el ángel del mal, porque accedía a sus dominios.
En efecto, parece una organización creada en un manicomio. Aunque está limitada a zonas del Medio y el Lejano Oeste, viene creciendo en forma sostenida. Mantiene lazos con otras denominaciones religiosas de parecida virulencia, pero también con milicias de ultraderecha y organizaciones racistas o inequívocamente nazis que —en la medida en que les conviene— se reconocen parte de la Mayoría Moral. Las pesquisas realizadas dejan el amargo sabor de que nunca se llega a su raíz, porque carecen de un liderazgo unificado.
Predican la lectura textual y atemporal de la Biblia —como los demás fundamentalismos—, pero no dudan en alterar versículos o inventar otros cuando conviene al odio y al prejuicio. En su anhelo de autoexaltación aseguran que provienen de las diez tribus perdidas que formaron el antiguo reino de Israel (de ahí “el Mensaje de Israel”).
¡Hicieron una película a su medida! En impúdica contradicción con la realidad.
Porque, sintéticamente, los historiadores coinciden en algo muy distinto: tras la muerte del rey Salomón (cerca de un milenio antes de Cristo) se produjo una guerra civil y su heredad se dividió en dos Estados: al sur el reino de Judá, con sólo dos tribus (capital: Jerusalén), y al norte el reino de Israel, con las otras diez (capital: Samaria). La invasión de los asirios en el año 772 a.C. destruyó sólo el reino de Israel, porque una epidemia impidió que avanzaran hacia el sur. Provocaron el forzoso exilio de los habitantes norteños, los dividieron en pequeños grupos y generaron su extinción rápida mediante la asimilación con otros pueblos de la zona. Un siglo y medio más tarde los babilonios conquistaron Judá, destruyeron Jerusalén y también exiliaron a sus habitantes. Pero los dejaron formar comunidades compactas a orillas del Éufrates, lo cual permitió su supervivencia, la aparición de grandes profetas, el retorno masivo y la reconstrucción del antiguo solar.
De las diez tribus nunca se tuvieron más noticias, excepto escasas familias que quedaron en Samaria y luego se integraron a Judá.
Entre la segunda y la tercera Cruzadas que llevaba a cabo Occidente contra los musulmanes brotó la quimera de que las idealizadas diez tribus no se habían extinguido, prosperaban en algún país remoto y se entrenaban para el rescate de sus hermanos perseguidos en Europa. Benjamín de Tudela, un viajero español del siglo XII, acrecentó el mito. Mucho después, por el 1600, tras matanzas y pogroms que asolaron Rusia, Ucrania y Polonia, Natán de Gaza no sólo proclamó a un Mesías, sino que aseguró la inminente llegada de las diez tribus. Marchaban encolumnadas desde las montañas de Persia y el desierto de Arabia; pronto penetrarían en el corazón del Imperio Otomano y restablecerían el antiguo reino de Israel. Sus palabras se reprodujeron en cartas febriles que recorrieron la cuenca del Mediterráneo y dejaron una perdurable impresión.
Medio siglo después, en Aberdeen, Robert Boulter amplió la visión de Natán. Describió a seiscientos mil hombres armados que ya habían derrotado batallones turcos y ahora avanzaban por mar en naves cuyas banderas proclamaban: “Éstas son las diez tribus de Israel”. Pronto se difundieron en Alemania, Suiza, Gran Bretaña y Flandes otras cartas que repetían la misma versión. Los predicadores se referían a las tribus como prueba del poder divino. Se especulaba sobre el carácter de sus armas, entre las que figuraba el manejo del rayo. Lo cierto es que las tribus adquirieron tanta presencia como los países donde se hablaba de ellas.
Luego, mientras Francia se desangraba con la guillotina de la Revolución, en Londres estalló el trueno más sonoro de la historia, tan fuerte —según crónicas— que agrietó decenas de viviendas, miles de personas ensordecieron e incontables caballos huyeron para siempre. El oficial naval Richard Brothers escribió que ese trueno era la voz de un ángel, tal como estaba anunciado en el capítulo XVIII del Apocalipsis. El ángel predijo que Londres sería destruida en dos años. El libro de Brothers fue una bomba: explicaba que intercedió con éxito para salvar Londres y que le fue revelado por el mismo ángel que los verdaderos descendientes de las tribus eran nada menos que los ingleses. Sus palabras tuvieron dos consecuencias: primero, el oficial fue internado como lunático; segundo, muchos compatriotas le creyeron. Tanto que más adelante apareció otro libro, de Scotsman Wilson, apoyándolo, aunque extendía el origen israelita a casi todos los europeos del norte.
La fantasía se impuso con rapidez. En menos de una década se fundaron en Inglaterra veintisiete asociaciones británico-israelitas. La gloria bíblica fue transferida al presente. Dios estaba con ellos así como lo había estado con las tribus desde Egipto a Tierra Santa.
En 1884 un discípulo de Scotsman Wilson llamado Edward Hine viajó a los Estados Unidos para difundir la noticia. Fue recibido con entusiasmo, porque la noticia lo había precedido. Permaneció allí cuatro años y consolidó la fe de un amplio grupo en el anglo-israelismo.
Pero en el siglo XX se produjo una metamorfosis de esta ilusión: la centralidad europea pasó a ser estadounidense, con un creciente odio antijudío. Según se desprende de los documentos que tuve en mano, William J. Cameron desempeñó un papel decisivo. Era editor del periódico que pagaba Henry Ford y fue quien redactó el exitoso infundio antisemita titulado El judío internacional.
La Identidad Cristiana redondeó su delirio teológico sistematizado entre 1940 y 1970. Durante ese tiempo estructuró un racismo y un antisemitismo desenfrenados. Adoptaron y corrompieron las convicciones de Boulter, Brothers, Hine y las organizaciones británico-israelitas, basadas en el hecho de que los judíos eran hijos de Abraham, Isaac y Jacob, integrantes de la tribu de Judá y luego del reino de Judá. Les negaron todo rasgo favorable. Los judíos eran un sinónimo del mal absoluto.
Pude eslabonar en forma cronológica el desarrollo de este delirio:
1- A mediados de la década de los 30 predicaban que pocos judíos quedaron libres de la mezcla con pueblos vecinos del Medio Oriente y, por lo tanto, no merecían ser considerados legítimos herederos del reino de Judá.
2- Influidos por el racismo nazi, avanzaron hacia la hipótesis de que los arios son los únicos descendientes de Adán y Eva, mientras que las demás razas son un defectuoso proyecto anterior que integra el campo de la zoología.
3- Una década más adelante afirmaron que la mayoría de los judíos eran en realidad edomitas, hititas, moabitas e idumeos (todos preadámicos) que trataban de hacerse pasar por verdaderos judíos, de los cuales sólo quedaban muy pocos, inhallables.
4- En 1960 ya no había predicador de la Identidad Cristiana que aceptase relación alguna entre los judíos y los verdaderos israelitas, fueran descendientes del reino de Israel o de Judá.
5- Hacia fines de 1960 ya aseguraban que los judíos ni siquiera provienen del Medio Oriente, sino de los mongoles.
6- Acostumbrados a la irrefrenable distorsión, no tuvieron escrúpulos en lanzar la última perla: que son ajenos al resto de los seres humanos y fueron engendrados por el mismo Demonio, que fecundó a Eva a espaldas de Adán.
Una bomba de alquitrán explotó a la medianoche en la puerta del profesor Charles Klenk. Nadie se atribuyó el atentado. En Elephant City resultaba difícil encontrarle enemigos. Era un pacífico docente de Historia en la universidad católica de San Agustín. Tenía una agraciada esposa y dos hijos pequeños. Su vida era rutinaria, y su deporte favorito, el tenis, que practicaba dos veces por semana con un grupo de amigos. Acababa de publicar un libro de limitada difusión —editado por la misma universidad— en el que describía las leyendas, los mitos y fantasías que se fueron creando en torno de las diez tribus perdidas del antiguo reino de Israel. Basado en pruebas arqueológicas, traducción de textos cuneiformes y estudios comparados, daba por tierra con las teorías sobre la supervivencia de aquellas pequeñas organizaciones. El exilio forzoso que impusieron los conquistadores asirios pretendió —y consiguió— diluir a los miembros de esas tribus entre los habitantes del imperio. Sólo quedaban como material de ficción.
El reverendo Robert Duke, en nombre de la Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel solicitó al diario local que le publicase una declaración de repudio a la violencia, pero en la cual también advertía sobre el daño que cometían los historiadores que se empeñaban en difundir mentiras en cuanto a temas vinculados con la fe.
Bill leyó el texto y, tras hacerle un guiño, se lo pasó a Pinjás.
La bomba arrojada en la casa de Charles Klenk fue la primera del año. Pinjás la armó y colocó con alto virtuosismo. No pretendía matar, sino disuadir a los irresponsables que se divertían metiendo confusión. La estrategia funcionó bien, porque tras esa bomba los originales de un segundo libro que el profesor envió al consejo editorial de la universidad fueron rechazados por mayoría de votos. Si no era Klenk el asustado, sí lo estaban sus colegas. El mensaje resultó eficaz.
Pinjás era el nombre con que Robert Duke había bautizado al basto Todd Random, llegado de Nueva York tras incontables peripecias. Ahora se ocupaba de las acciones punitivas que, para gloria del Señor, acordaron Duke y Bill en un encuentro. Luego de trabajar Pinjás tres años en Carson, ambos pastores decidieron que se trasladase a Elephant City y sirviera bajo las órdenes de Bill, ya que éste era más joven y se ocuparía del proselitismo activo. Duke, en cambio, enriquecería la doctrina y dibujaría la estrategia. También se pusieron de acuerdo en que el dinero no sólo debía provenir de las ofrendas legitimadas con el nombre de “diezmo” (casi nadie donaba el diez por ciento). Por lo tanto, correspondía apelar a métodos heterodoxos, ya que los seres humanos se resisten a caminar derecho y necesitan algunas reprimendas. Para esto último Pinjás era el hombre indicado, ya que contaba con una experiencia que congelaba la sangre.
Todd Random era cerril y corpulento. Su voz ronca parecía una demolición. Debía esmerarse para no provocar susto. Empezaba por las mañanas con un ataque a su barba, que enjabonaba con paciencia y luego rasuraba una y otra vez. A menudo el esfuerzo le producía tajos cuya sangre cohibía con trozos de papel higiénico. Tampoco era fácil domeñar los pelos de su cabeza, erectos como lanzas: debía mojarlos y aplastarlos con grasa perfumada, todo lo cual, en el mejor de los casos, lo hacía parecer coronado de asfalto.
Había nacido en Manhattan, llamada por Robert Duke “tierra de filisteos”. Su barrio se extendía por el borde oeste. Con acierto fue calificado el Basural de las Delicias, porque en sus calles se entrecruzaban los adoradores de ídolos con los sirvientes de Lucifer. Abundaban las Dalilas empeñadas en seducir a cuanto Sansón ingenuo tuvieran a su alcance. Por todas partes fermentaba la guerra por dinero, sexo y poder. Mientras algunos niños jugaban al béisbol, vendedores ambulantes voceaban mercaderías, una familia festejaba la boda de una hija y otra sollozaba el velatorio de un hijo. En el fondo de enmarañados caseríos los mañosos jugaban a las cartas, planeaban nuevos asaltos o resolvían sus diferencias a tiro de revólver.
En ese Basural, Todd aprendió el oficio de una guerra sujeta a pocas normas que practicaría hasta el ocaso de sus fuerzas. Cada niño del barrio debía asociarse con una pandilla cuyo nombre era el apellido de su líder o una fantasía sádica: Descuartizadores, Reventadores, Sanguinarios. En las pandillas con historia había que pasar por ceremonias de iniciación que consistían en infligir perjuicios a un rival. Se consideraba un profesional quien recibía ofertas monetarias para herir a alguien caído en desgracia, romper vidrieras o espantar caballos. Las remuneraciones empezaban con cinco dólares. Los asesinatos se pagaban mucho mejor, pero requerían entrenamiento y probada capacidad para sellar los labios. La paga superaba los cien dólares si tras el homicidio le hacían llegar a la familia un trozo del cadáver, como, por ejemplo, una mano con los anillos intactos para que no hubiera dudas y sirviese de escarmiento.
Durante el asfixiante verano, Todd y sus compinches violaban la prohibición de bañarse en las aguas contaminadas del río Hudson. Competían en el rescate de animales muertos. Al final de la jornada comparaban sobre el muelle sus ganancias respectivas. Juntaban perros, ratas y gatos podridos. Pero si se topaban con un cadáver humano lo dejaban pasar, a fin de no complicarse con los deudos o con sus asesinos.
En diez años Todd recorrió el borrascoso espinel. Empezó con cinco dólares por aplicar golpizas sin secuelas graves, luego pasó a siete, doce y veintitrés, en los que registró hazañas inolvidables: dos hombres tuertos, cuatro con un brazo inutilizado y una mujer a quien le arruinó la cara con ácido nítrico. No se contaban las costillas quebradas. Llegó a embolsar cincuenta dólares por prender fuego al estudio de un abogado. Más adelante recibió ciento ochenta dólares por hacer morir en un accidente de tránsito a dos testigos molestos. A cambio de doscientos dólares le quebró la nuca a una mujer infiel mandándola escaleras abajo. A continuación fue contratado por la mafia de Meyer Lansky, donde sirvió ocho años.
Cuando huyó a Texas por guardarse en forma indebida una parte del botín, debió enfrentar un problema sumamente grave. Conducía su auto con exceso de velocidad y un vehículo de la policía se le adelantó, le hizo señas y lo obligó a estacionar sobre la banquina. Bajó un uniformado negro, de complexión atlética. Era un oficial que asustaría a cualquiera, menos a Todd Random. Verle la tez oscura, los labios gruesos y la nariz ancha era suficiente para generarle fastidio; en Nueva York había destrozado la cara de por lo menos veinte negros. El hombre se aproximó con la lentitud que en estos casos suelen desplegar los agentes, le pidió que bajase el vidrio de la ventanilla y le reclamó el registro de conductor. Todd lo tenía en su billetera, pero le sublevaba obedecer órdenes de un individuo de una raza inferior.
—Escuche, estoy apurado.
—Ha cometido una infracción seria. Muéstreme su licencia, por favor.
—No he cometido ninguna infracción. Usted me está provocando.
El policía olió ferocidad y se dirigió a su coche para pedir ayuda. Todd lo alcanzó de un salto y, antes de que el policía pudiera reaccionar, lo derrumbó de un golpe en la nariz. Con otro directo a la boca del estómago lo puso fuera de combate.
—Negro de mierda...
Ese mismo día lo arrestaron. Durante el juicio manifestó sin rodeos que en los Estados Unidos debía volver a regir la supremacía blanca. El fiscal creyó que Todd Random se cavaba la tumba. Pero el jurado, compuesto por blancos, lo declaró inocente. Fue aplaudido en la escalinata de los tribunales por miembros del Ku Klux Klan y apareció en el diario local con foto y un artículo.
Estimulado por el inesperado apoyo del Ku Klux Klan, decidió rapiñar a unos malditos amarillos. Necesitaba dinero y hombres para hacer frente a las inminentes represalias de Lansky. Unos pescadores asiáticos habían formado una comunidad en las cercanías de Houston para dedicarse a la pesca de camarones. Con su repentina celebridad, Todd pudo reunir un grupo de voluntarios y asaltó durante la noche un barco de pesca. Golpearon, amarraron y llevaron a tierra a dos marineros. Después escribió en ambos costados de la nave con grandes letras rojas: “¡Go home!”. Finalmente roció con nafta el interior y le arrojó un fósforo. Los japoneses no pudieron rescatar el barco, pero centenares de ojos leyeron el mensaje antes de que lo consumieran las llamas. El hecho se convirtió en una clara advertencia.
A la noche siguiente, pese a que reinaba gran agitación y muchos hombres montaban guardia, Todd y sus voluntarios consiguieron incendiar dos botes más, uno en el muelle de pescadores y otro en la marina. Fue un operativo de alta destreza, digno de gente experimentada.
Las consecuencias no se hicieron esperar. Varios ciudadanos estadounidenses comprendieron que había sido un error permitir que los asiáticos se instalaran en ese sitio. Efectuaron rápidas consultas y decidieron cancelar unilateralmente los contratos de alquiler. Sin endulzar las frases, pidieron que se fueran enseguida a otro estado.
Para un guerrero común, este triunfo habría sido suficiente. No para Todd Random, porque sospechaba que los japoneses ofrecerían resistencia. Se impuso la tarea de efectuar alrededor de cuarenta llamadas diarias, amenazándolos con nuevos incendios.
Las víctimas, doblegadas, aceptaron su ofrecimiento de protección a cambio de cien dólares por familia. Su tarea, sin embargo, fue interferida por el arribo de tres defensores de derechos humanos que hablaron con los líderes de la comunidad.
Todd no iba a darse por vencido, así que coordinó con sus amigos del Klan un espectáculo aleccionador. Reunió a quince hombres y efectuó un paseo triunfal en barcos de pesca por toda la bahía. En el mástil del más grande colgó un muñeco de cabeza amarilla. Algunos miembros del Klan vestían el uniforme completo, con túnica y capucha blancas; otros lucían camisas negras con las debidas insignias. Se detuvieron frente al muelle donde los asiáticos desembarcaban su mercadería y rodearon los botes que aún no habían anclado. Agitaron rifles y aullaron insultos. Algunos pescadores se arrojaron al agua. La demostración de fuerza acabó con la quema del muñeco y una alarma generalizada.
El éxito habría sido ejemplar si no hubiese intervenido un grupo de abogados que convencieron a los pescadores de poner en marcha acciones judiciales. Todd Random tuvo que abandonar el estado de Texas, y sus amigos del Klan optaron por guardar silencio.
Lamentablemente para él, los hombres de Meyer Lansky lo habían localizado. Tenía que cambiar a diario de motel y de disfraz. Pero su pelo de asfalto, su cutis plagado de cicatrices y su torpe andar lo delataban. Llegó al estado de Arizona y fue hasta la pequeña localidad de Carson. Lo atrajo ese nombre porque remitía a un héroe que supo usar las armas. Por razones que después Robert Duke atribuyó a la Providencia, fue a un servicio de la Identidad Cristiana. Allí Todd escuchó las teorías sobre las razas preadámicas, las bestias del campo y los hijos de Satán, que le sonaron a una verdad tan obvia que se asombró de no haberlas incorporado antes. Había presentido algo así desde el indefinible rencor que latía en su alma contra negros y judíos, en especial desde que entró en conflictos con esa mierda de Lansky, pero nunca había oído un fundamento religioso tan lógico y firme. El pastor hablaba claro; era un hombre huesudo vestido de negro, una especie de fantasma que navegaba entre lo natural y lo sobrenatural.
Cuando terminó el servicio, Todd se acercó con cierto titubeo a Duke, quien enseguida advirtió su excepcional aspecto lombrosiano. Mientras hablaban, el pastor captó la cuota de útil criminalidad que se amontonaba en ese gigante de pelo grueso y piel cortajeada. Lo llevó a un costado de la iglesia y le formuló unas preguntas. En sólo quince minutos tuvo la certeza, como si estuviera escrito sobre papel, de que a ese personaje se lo había enviado el Señor.
Pero los hombres de Lansky ya estaban a punto de atraparlo; se precipitaban hacia Carson como leones hambrientos. Antes de que llegaran Todd cometió otro crimen.
Había estado alerta a los arrumacos de un negro y una joven blanca en un bar. Quizá lo excitaba la blanca o le producía envidia el negro. No les sacó los ojos de encima y, como un perro de caza, aguardó la llegada del momento preciso. Cuando se levantaron, rumbo a un cuarto de la parte posterior del bar, los siguió encendido de rabia. Su corpulencia se complementaba con los pasos de un felino o el disimulo de las víboras. Los siguió sin que nadie, ni siquiera la excitada pareja, registrase la persecución. La crónica local informó que los gritos de la mujer fueron terribles antes de apagarse en el charco de sangre que su cuerpo derramó sobre las baldosas. Todd Random tenía los ojos neutros y algo de espuma en la boca. Regresó a la barra, pidió otra cerveza y aguardó a la policía con el cuchillo chorreante sobre el mostrador.
Carson es chico y Robert Duke se enteró enseguida. El hecho fue una revelación impresionante para su perspectiva religiosa. Todd procedía como un heraldo del Dios de los ejércitos, era fuerte como Sansón y rápido como David. En ese momento el deber del pastor consistía en ayudarlo a eludir la justicia de los hombres, que casi nunca procura entender la voluntad del Cielo. Averiguó quién era el fiscal y a quiénes se barajaba para el jurado.
Llegaron los hombres de Lansky con sus pistolas cargadas y tuvieron que regresar con las manos vacías, porque las rejas de la cárcel ya protegían a Todd. Pero Todd, antes del año, recuperó la libertad. En Carson no resultaba difícil sobornar o extorsionar a fiscales y jurados. Agradecido, el ex mafioso se convirtió en guerrero de la Identidad Cristiana: primero al servicio de Duke, luego de Bill Hughes en Elephant City.
Los fundamentalistas no sólo pretenden una lectura atemporal de la Biblia —con los “arreglos” que brindan verosimilitud al delirio—, sino que prestan atención desusada a las porciones que justifican su odio. Es el caso de Pinjás, descrito en el libro Números, capítulo XXV.
Números dice que los hebreos, conducidos por Moisés, marchaban por la región de Madián rumbo a la Tierra Prometida. El culto pagano de los madianitas, con quienes era inevitable mantener relaciones de convivencia, empezó a contaminar a los israelitas que, curiosos, iban a presenciar los sacrificios abominables. Algunos, aún nostálgicos de las costumbres asimiladas en Egipto, decidieron prosternarse ante las imágenes de barro o de oro. Esta inmoralidad desencadenó la ira del Señor y una peste que barrió con más de veinticuatro mil pecadores.
Pese a la gravedad de la epidemia, un jefe de la tribu de Simeón, llamado Zamri, tuvo la insolencia de llevar al centro del campamento a una hermosa princesa de Madián. La presentó a los conductores de su pueblo, incluso al mismo Moisés. Todos quedaron paralizados de asombro. Entonces Zamri, desafiante, la llevó a su alcoba. Pero no prestó atención a un joven encendido que lo estaba observando. Era Pinjás, nieto del sumo sacerdote Aarón, quien empuñó su lanza, esquivó la guardia que protegía al simeonita y penetró en la tienda mientras los cuerpos excitados se unían. De un lanzazo atravesó los vientres del hombre y la mujer. La cópula se transformó en abrazo letal.
Todo fue muy rápido. Según la Biblia, Pinjás procedió como determinaba la voluntad del Altísimo, pero los hebreos ignoraban que lo había inspirado Dios: había asesinado a un jefe de tribu. Era un delito imperdonable y acabaría condenado. Entonces Dios habló a Moisés y le dijo que esa acción aparentemente inexplicable apagó su cólera y, por lo tanto, cesaba la peste.
Las denominaciones religiosas racistas, en especial la Identidad Cristiana, veneran a Pinjás. Sostienen que la mezcla de los arios con otras razas es igual al pecado de Zamri. Critican los llamados a la tolerancia y la convivencia porque los consideran trampas que pretenden exterminar a los verdaderos descendientes de las diez tribus y corromper a los bellos hijos de Adán para convertirlos en “bestias del campo”.
1965
Lea empezó a despertar en medio de la noche; su mente navegaba nostálgica por escenas del ya lejano principio. Bill había cambiado en forma radical. ¡Qué vigoroso e insaciable había sido a poco de conocerlo! Gozaba del descubrimiento de Lea como si fuese en verdad la Tierra Prometida. Era brioso cuando Asher aún vivía y, tras el sangriento accidente, aumentó su placer. Le divertía evocar al finado mientras jugaba con sus pechos y acariciaba sus muslos. Entre beso y beso lo convocaba: “Ven, métete ahora entre nosotros”, “Arranca de aquí a tu mujer”, “Quítale las ganas de que yo la siga cogiendo”.
A Lea también la excitaba esa fantasía salvaje. Pero no convocar a su difunto marido: sólo pretendía, de vez en cuando, resarcirse de las humillaciones a las que había sido sometida. Asher le había confesado su tendencia de voyeur, y Lea se prestó a desnudarse en su presencia como si fuese experta en strip tease, o a aparecer parcialmente cubierta por un toallón junto a un espejo que develaba otras porciones de su cuerpo. El resultado fue lamentable, ya que no consiguió moverle un pelo. En su desesperación llegó a urdir un plan de manicomio: atraer a un adolescente para hacer el amor, lo que colmaría el voyeurismo de Asher y, de esta forma, devolverlo a la normalidad. Felizmente no dio ni el primer paso y el cielo proveyó a Bill Hughes, que tenía ansias por introducirse en el monte Carmelo. Apenas lo vio y oyó; Lea supo que le cambiaría la vida.
La felicidad duró hasta que, en mala hora, Bill descubrió a Robert. Lea no tuvo la precaución de indicarle que no fuese a Carson. Era inevitable que allí se encontraran y ventilaran cosas. Seguro que Robert seguía furioso contra el difunto Asher y contra ella. Tal vez más contra ella, porque era la hermanastra que había preferido a un traidor. Duke le habría contado gran parte de la historia y Bill no habría podido ni querido ocultar su relación pecaminosa. La confidencia de uno provocó la del otro, lamentablemente. Robert no perdonaba los deslices sexuales, era severo como un inquisidor, y le habría exigido a Bill que pusiera orden en el desaguisado que mantenía con Lea. Pero Bill no aceptaba contraer matrimonio; aseguraba que los profetas no se casan, y él era un profeta. Robert le habría dicho lo mismo que solía repetir Lea: ¿Dónde dice la Biblia que los profetas no se casan? Moisés se casó y quizás otros también. Pero Bill respondía que Moisés era más patriarca que profeta y de los demás no había crónicas precisas.
Lo cierto es que, desde su primer viaje a la maldita Carson, Bill dejó de convocar a Asher en la cama y Lea dejó de gozar los coitos. Las caricias de Bill perdieron convicción, y sus fantasías, combustible. Algunas noches ni siquiera se abrazaban.
También llegó a pensar que Bill incubaba la perversión de Asher. Era tan buen discípulo que hasta podría superarlo en las locuras. Ella ya tenía cuarenta y cinco años, pero la incendiaban ardores de veinte. Los consejos de películas y novelas no alcanzaban. Bill estaba cada vez más absorbido en la expansión de su iglesia, pendiente de las multitudes y atento a las acciones punitivas que llevaba a cabo Pinjás contra historiadores, periodistas y defensores de derechos humanos.
Hizo un triste balance. Había probado muchos modos de aparecer seductora. Recurrió a veinte técnicas de caricias, tanto de la cabeza a los pies como de los pies a la cabeza; le trazaba dibujos insinuantes que empezaban directamente en el ombligo o la entrepierna, con fugaces abandonos que incentivaban el suspenso. Le propuso sexo oral, anal, masturbatorio, acuático y mixto. Su aquelarre pornográfico resultaba patético.
Hasta que la vaga sospecha cobró una dimensión sísmica. Ya no le quedó espacio mental para urdir noches de erotismo.
Desde que Bill había regresado de enterrar a su abuelo Eric empezó a fijarse en las muchachas jóvenes. Esto era nuevo y desconcertante. Lea lo conocía en público y en privado; tenía un registro de sus reacciones más íntimas y podía detectar qué absorbían sus ojos aparentemente fríos. En un comienzo este dato la alegró, porque significaba un incremento del ardor que corría por sus venas. No tenía sentido ponerse celosa: muchos hombres aumentan su energía mirando jovencitas y la descargan en la intimidad de su pareja. Era un recurso más aceptable que algunos de los que ella fraguaba cuando caía en desesperación.
Bill se interesó por una familia con una hija de diecisiete años, llamada Nancy, y pidió a Lea que la incluyese en la lista de visitas pastorales que confeccionaba con excelente criterio desde los tiempos de Asher. Esto pretendía disolver sospechas, ya que Bill tenía muchas formas de reunirse con esa muchacha sin necesidad de comunicárselo a Lea. Lo notable fue que con ese ardid consiguió mantenerla efectivamente confundida por un buen tiempo.
¿Qué pensaría entonces el adusto Robert? Bill no sólo vivía en concubinato con su hermanastra, sino que mantenía relaciones sexuales con jóvenes de Elephant City. Era peor que Asher. ¿Ella debía callar? ¿Simular? ¿Resignarse?
Compró fajitas picantes y preparó un cóctel explosivo. Apagó algunas lámparas hasta que la atmósfera le pareció relativamente encantada y lo invitó a compartir en el sofá una segunda copa antes de sentarse a la mesa. Bill le contó el rápido progreso que generaba en la comunidad de Elephant City la acción intimidatoria de Pinjás. Numerosas familias adherían con más fervor al mensaje de la Identidad Cristiana, mientras que los periodistas y los abogados pensaban dos veces antes de calumniarlo. Pinjás huía tras las acciones como un gato por las enredaderas: no lo habían pillado ni una sola vez.
Lea le acarició las mejillas, el cuello y le desabrochó los botones superiores de la camisa. Con el índice bajó desde la clavícula hasta el ombligo. Ya había practicado ese juego en otras ocasiones; la novedad consistía en enroscar en sus dedos el vello del tórax y, cuando menos lo esperaba, sorprenderlo con fuerte tirón.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —protestó Bill.
—¿Duele? —preguntó ella, melindrosa.
—Claro que duele.
—¿No te excita?
—¿Si me excita?
—Ajá —Le dio un tirón más fuerte.
—¡Ay!
—¿Te gustó?
—¿Estás loca?... No, no me gusta.
—¿Te pellizco de nuevo? Oí decir que el dolor excita mucho.
Bill le introdujo la mano bajo el sostén y le retorció un pezón.
—¡Bruto!
—¿No te gustó, acaso? —En la mirada de Bill restalló un fulgor insólito.
—Nunca me pellizcaste así...
—Te lo hago de nuevo. —Intentó repetir la agresión, pero ella lo apartó, asustada.
La resistencia de Lea lo excitó de golpe. ¡Hacía tanto que no lo asaltaban llamaradas eróticas! La abrazó y le besó apasionadamente el cuello, los hombros, la nuca. Sus manos se deslizaron con apuro por el cuerpo de la mujer buscando las rendijas de su ropa. En cuanto las descubría, los dedos penetraban audaces y volvían a salir para buscar otros ingresos. Se le había desatado la voracidad.
Lea pensó que por fin estallaba el milagro. ¡Un milagro con tan poco! Pero su objetivo era volverlo al redil.
—¿Yo te gusto más que Nancy?
Bill la separó mientras le clavaba el acero de sus pupilas.
—¿No soy tan deseable como esa mocosa? A que no tiene mi experiencia...
Ella siguió acariciándolo mientras le hablaba, pero Bill se había transfigurado. No le perturbaba tanto haber sido descubierto como advertir que ella lo había estado espiando. De repente se desinfló la relativa confianza que había depositado en esa mujer. Sólo faltaba que hubiera presenciado el asesinato de Asher.
Ahora tenía al enemigo en casa.
Le acarició los pechos turgentes y frotó con tramposa delicadeza los pezones rosados hasta que, sin aviso previo, los pellizcó de nuevo, con ferocidad. Lea saltó, disparada como un cohete. Los dientes de Bill parecieron crecer y sus uñas volvieron a la carga. Lea tropezó contra los muebles y se defendió a ciegas, con rodillazos y cabezazos. Bill le clavó los incisivos en un hombro, profundamente, y Lea, fuera de control, casi le quebró la nariz en su desesperada maniobra para desprenderlo. Entonces Bill le asestó una violenta bofetada. Ella se levantó a duras penas, sangrando, y corrió hacia la cómoda.
— ¡Espera! ¡Espera! —chilló sin aire.
Revolvió el cajón.
Bill estaba por atacarla desde un costado cuando lo detuvo con una pistola.
—¡Basta!
Bill se frotó las órbitas para no verla y aceptó.
—Sí, basta.
1966
Dieciséis años después de haberlo rescatado de la encefalitis, el profeta Eliseo volvió a presentarse en medio de algodonosas montañas. Caminaba lozano con su bastón de olivo por los colores pastel; en su calvicie refulgían los brillos de la eternidad. Parecía el abuelo Eric en sus buenos tiempos. Se acercó y le dijo en voz baja, grave, que tres lustros de permanencia en Elephant City y ocho años de asociación con Robert Duke eran suficientes. La grandiosa misión de Bill no se compadecía con ciertas dependencias humanas, fuera con Lea, fuera con Robert.
—¿Qué debo hacer?
El profeta se acarició la barba.
—Sepárate en buenos términos.
—¿Y Lea?
—Una mujer desconfiable no conviene a tu futuro. Que se mude a Carson.
—Pero Robert...
—Es avaro, ladrón y envidioso, como lo fue Asher. —El profeta le acercó los ojos rodeados de pliegues morados. —Robert Duke es traicionero. Asher lo supo y por eso se fue. Ambos, Asher y Robert, sirvieron de eslabones para la primera parte de tu misión, pero no tienen amarre en el futuro. Así como te libraste de Asher, debes librarte de Robert. Pero en este caso te alcanzará con partir. En buenos términos.
El profeta le respiró en la cara un cálido aliento a bosque.
Bill abrió los ojos y se encontró sentado en el estudio del reverendo Duke, con una Biblia abierta en el Libro de Ezequiel. Los mensajes sobrenaturales solían llegarle durante las modorras que lo asaltaban en algún momento del día. Sentía angustia. No dudó de la autenticidad de la orden. Se incorporó y fue a lavarse la cara. El Señor acababa de formular una directiva. Sólo cabía obedecer.
Apenas vio a Robert le pidió reunirse: entre hombres de fe no tienen relevancia los subterfugios, y menos cuando llegan mensajes del Cielo.
Duke introdujo un índice bajo el duro cuello de la camisa para darse aire, estiró el afeitado mentón hacia delante y dijo, cautelosamente, que no dudaba del origen celestial de un mensaje tan repentino y dramático. Pero se permitía expresar, basado en su larga experiencia onírica, que requería una interpretación. El sueño le parecía demasiado rotundo, casi un empujón hacia el abismo, para ser tomado al pie de la letra. El milagroso Eliseo había sido parte orgánica de Bill desde su juventud hasta unos años atrás, cuando empezó a retirarse de escena porque Bill ya no necesitaba su ayuda. ¿Por qué la aparición súbita con órdenes aparentemente negativas para la iglesia? ¿No habría en ese sueño una trampa de Satán?
Bill estaba seguro de que se trataba de Eliseo.
—Está bien —concedió Robert, advertido de los puntos inflexibles de su discípulo y socio—. No olvides que Satán es hábil para los disfraces. Sin embargo, acepto que tal vez no se trató de Satán, sino de Eliseo. También acepto, asombrado, que Lea venga a vivir conmigo. Pero no entiendo lo de nuestra separación. ¿En qué puede beneficiar a la causa?
—El profeta sugirió que lo hiciéramos en buenos términos. No se destruirá lo construido.
—¿Cómo, pues? Una separación es una separación.
—Mi alma seguirá perteneciendo a la Identidad Cristiana. Pero no seguiré con la carpa de Elephant City ni con la de Three Points ni con la de Carson. No predicaré en otros pueblos ni gastaré horas en la atención pastoral de sus familias. Es una etapa cumplida, en la que aprendí mucho y di mucho. Ahora mi sagrada misión debe realizar un giro de ciento ochenta grados.
Robert Duke sentía que la camisa lo asfixiaba.
—En vez de consagrar mis días a tareas de superficie —añadió—, iré a la profundidad. Me haré rico y construiré un campamento sagrado, un nuevo monte Carmelo en tierra libre de pecadores. Levantaré una fortaleza para la inminente guerra del Señor.
El bigote de Duke pegó un respingo.
—¿Un campamento con armas? ¿Y cuáles serán los pasos siguientes?
—Los irás conociendo.
—Pareces muy seguro...
—Me guía el Señor.
—¿Qué harás con tu gente? ¿Qué harás con las exitosas carpas y sus Tabernáculos?
—Empezaré como los apóstoles de Cristo: sin nada. O casi nada. Sólo me acompañarán Pinjás y Aby Smith. Una nueva etapa es una nueva etapa.
—Querido Bill, me cuesta dominar mi asombro.
—¿Por qué?
—Tenemos constituida una sociedad basada en la fe y en nuestra recíproca confianza. Lo que me cuentas de Lea me deja sin aliento; no olvides que es mi hermana.
—Hermanastra.
—Deberías haber conversado conmigo sobre sus desviaciones antes de tomar una decisión tan drástica.
Bill contrajo la frente.
—Cometes un error. —Su tono giraba hacia la ira. —No lo resolví yo, sino Eliseo.
Robert Duke masticó unas palabras que no dejó salir de la boca. Su cabeza de calavera estaba enharinada por la luz de la lámpara y emitía un rabioso brillo.
—Los ateos y los hijos de Satán —agregó Bill— desconocen nuestro privilegio de la comunicación onírica. Por eso se enfrascan en negociaciones interminables. En cambio, a nosotros nos llega en forma directa el mensaje de Dios, ¿no es así? Pues bien, Dios ha decidido varias cosas, entre ellas que Lea venga a unirse contigo en Carson y yo vaya a conquistar el estado de Texas.
Duke tragó saliva. Ya estaba enterado de la existencia de una muchacha de Pueblo llamada Evelyn que se le había instalado en la carpa y se había prendido a su vida como una garrapata a la piel de un pollo. Seguro que le había empezado a trastornar el seso desde tiempo atrás y ahora lo tenía completamente enajenado.
“Dentro de poco o de mucho, Bill deberá pagar por su insolencia y su traición”, pensó, rabioso. Se había vuelto intolerable. Actuaba como si fuese el vocero del cielo, con una soberbia tan grande que inhibía al más ducho. En lugar de reconocer la altura jerárquica de Duke, Bill acababa de tratarlo como a un empleado y no había tenido escrúpulos en tomar todas las decisiones en forma unilateral. Algún día cobraría la debida venganza. Lo juraba en su corazón.
ANTES DE 1966
Las jornadas que Evelyn había gozado con Bill en la más absoluta intimidad se convirtieron en una fuente de fantasías que la alimentaron durante un año. Podía construir ficciones a partir de datos verificables, no sólo a partir de su imaginación. Evocaba la piel, el vello, los olores, la respiración y los latidos de su amado. Seleccionaba las frases que le había dicho, para deleitarse con su música, estuvieran o no dentro de un contexto.
Necesitaba creerle. O se desfondaba el mundo.
Sus oraciones incluían el ruego por su vuelta que, tras el fallecimiento de Eric, se postergaba sin término visible. Besaba su foto y escondía sus postales. Estaba convencida de que no renunciaría a su príncipe-pastor por nada del mundo. Debía aguardar y tener fe, como lo había hecho hasta ese momento. Siguió con sus hábitos de vestir gris o negro, leer la Biblia, rezar mucho, no perder un servicio de la iglesia.
Pero hasta las postales dejaron de llegar. Por cierto que Evelyn se las arreglaba para inventar excusas. Bill era un felino que siempre caía parado.
En más de una ocasión tuvo ganas de armar su bolso y viajar a h legendaria Elephant City. Se presentaría ante su puerta, saltaría a sus hombros y lo besaría en la boca. A él le encantaría tal intrepidez. El abrazo se prolongaría por horas; luego él miraría su rostro encendido y su cabello ensortijado y sonreiría feliz... Pero después de estos ensueños Evelyn sentía una opresión porque Bill la llevaría a una butaca, la haría sentar y le explicaría dulcemente que ella había cometido una falta grave: no debía aparecer sin su consentimiento; eso estaba prohibido y entonces las lágrimas de Evelyn rodarían, inconsolables.
Y las lágrimas rodaban de verdad y le empapaban la almohada.
Finalmente, al cabo del año juntó coraje y le envió una esquela en la que insinuaba sus deseos de conocer Nuevo México en general y Elephant City en especial. Sus palabras podían interpretarse como una vaga aspiración, para nada urgente. Pero obtuvo una respuesta inmediata, seca como higuera en invierno. Decía: “No vale la pena venir por ahora. Firmado: Bill”.
Evelyn se quebró, desconsolada.
Ya no conseguía desmentir la renovada indiferencia de su amado; se volvería loca.
En su desolación, aceptó responder a las invitaciones que la acosaban en Pueblo. Daniel Pear era un muchacho ocurrente que lograba hacerla reír porque tenía más chistes que minutos la semana. Casi siempre contaba uno para la ocasión que fuese; Evelyn le preguntó si se reunía con Lucas Zapata para cargar energía. Pero Daniel no la cortejaba para divertirla: le gustaba como novia. Primero la tomó de la mano y en otra oportunidad, en un baile, intentó besarla. Evelyn se apartó horrorizada, como si de pronto hubiese tomado conciencia de su infidelidad. Salía con Daniel para soportar la ausencia de su verdadero amado, no para entregarse. Le rogó que la llevara a su casa y que no la invitara más. El pobre muchacho se deshizo en disculpas y explicó de cien formas que no le había faltado el respeto, que era la mujer de sus sueños más nobles y que lo trastornaba verla sufrir. Incluso tuvo la capacidad de traer a colación unas bromas, pero no logró que ella le devolviese ni siquiera una sonrisa.
Daniel regresó al día siguiente con un ramo de rosas. Al otro, con un peluche blanco. Más adelante, con una caja de bombones. Tal era su desesperación que Evelyn la interpretó como una copia de la que ella sufría por Bill. Entonces se resignó a salir de nuevo.
Lo hicieron durante dos meses sin que ahora él intentase besarla. Era inevitable, no obstante, que a Daniel comenzara a impacientarlo la falta de progreso. Entonces sus visitas se espaciaron y otra muchacha, menos complicada que Evelyn, terminó por ocupar su sitio.
Aparecieron otros candidatos en el horizonte. Evelyn salió con Jonathan, luego con Francis, más adelante con George y finalmente con Anthony. Mediante diversos subterfugios mantuvo intacta su lealtad a Bill. No sólo se negaba a besarlos, sino que evitaba alternar con la gente que él llamaba preadámica. Era engorroso, porque tenía vecinos hispanos y su madre enseñaba español.
Los cuatro muchachos le parecieron inconsistentes y hasta afeminados. Aún así, aceptó concurrir a fiestas y bailes en su compañía. En ninguno de ellos descubrió la energía y la majestad que irradiaba Bill. No sabían cómo meterse en las fantasías de una joven. Por fuerza que Evelyn hiciera, no lograba imaginarlos sobre un brioso corcel.
Al cabo de un tiempo regresó Daniel Pear. Era el más rescatable. Su perseverancia la seguía conmoviendo. No le dijo que comprendía su dolor, aunque algo nuevo crecía dentro de ella, algo de lo que no deseaba enterarse. La pétrea indiferencia de Bill agotaba su capacidad de inventar excusas. Siguió repitiéndose que él la adoraba, pero ¿cómo explicar su negativa a encontrarse?
Besó a Daniel. Se acariciaron con timidez al principio, luego ganaron soltura. Hacía mucho que no probaba el sabor de un cuerpo masculino. Pronto volvió a sentir lo mismo que la había exaltado con su príncipe. Pero algo fundamental no se satisfacía. La cara que yacía junto a la suya no respiraba como Bill ni le movía el flequillo. De pronto todo le pareció falso. Con Daniel sólo conseguía un simulacro del amor. No era amor.
Los avances que la habían llenado de expectativas desembocaron en una catástrofe. Renunció a Daniel. Ya había renunciado a Jonathan, a George, a Anthony y a Francis. Sólo le quedaba seguir esperando. Volvió a la ropa gris, las lecturas de la Biblia y los rezos compulsivos.
Cumplía veintiún años cuando por fin su difícil príncipe regresó por tercera vez, para la boda de Dorothy.
Evelyn lo miró con agitación de pestañas, como si sus ojos se hubieran convertido en libélulas. Bill conservaba la distancia de siempre. La saludó con frialdad, como si nada los uniera. El idilio que había protagonizado con ella parecía no haber existido, y esto amenazaba a Evelyn con paralizarle el corazón. Lo miró desplazarse indiferente e intercambiar pocas palabras con cada uno de los vecinos que lo rondaban como abejas a un panal.
—Reserva su elocuencia para los sermones —se consolaban los vecinos, frustrados por su parquedad.
Evelyn no consiguió estar a solas con Bill, ni siquiera hablarle por más de cinco minutos. Pero esta vez no se iba a resignar. En su pecho latía la certeza de que algún espléndido día el Señor haría que el príncipe de sus sueños la tomase por mujer.
Cuando al término de esa estadía Bill fue hacia el automóvil donde ya habían sido acomodadas las maletas, Evelyn marchó tras de él y, respirando hondo, le dijo con una voz que le subía desde las entrañas:
—Iré a Elephant City.
Él se dio vuelta y la contempló perplejo. Acomodó un pliegue de su túnica, reflexionó por un instante y pronunció una respuesta tan asombrosa que casi la desmayó:
—Muy bien. Te espero.
Mónica me ayudó a ordenar en los anaqueles de mi departamento, en el Barrio Norte de Buenos Aires, los materiales referidos a los iluminados de la Identidad Cristiana y otras agresivas organizaciones afines. Había referencias al periódico The Jubilee y a entidades como el Partido Nazi Estadounidense, la Hermandad Aria, el Posse Comitatus, la Resistencia Blanco-Aria, la Ciudad de Elohim, los Hombres Libres, los Patriotas Cristianos y las fuerzas que se agrupaban bajo el grandilocuente título de Pacto, Espada y Ejército del Señor. Una y otra vez aparecían nombres vinculados a organizaciones que impulsaban una cruzada contra las instituciones federales, el pluralismo cultural y la convivencia pacífica. Esos nombres eran cartuchos cargados que podían herir o matar y que, inevitablemente, generaban contagio emotivo. Resultaba asombroso que en base a pícaros subterfugios legales sus líderes pudieran esquivar la justicia y, cuando se los arrojaba tras las rejas, pronto recuperaran su libertad y volvieran a las andadas.
La extrema derecha norteamericana —que incluye a los mencionados idólatras de la supremacía blanca, neonazis, milicias, herederos del Ku Klux Klan, sectas fundamentalistas y movimientos religiosos discriminatorios cuyo listado siempre resulta incompleto— repudia a las instituciones nacionales con la excusa de que “distorsionan” la Constitución, impulsan la inmoralidad, cercenan la libertad del individuo y corrompen al pueblo. En el fondo y en la superficie, no se diferencian de otras derechas.
Tampoco se limitan a los discursos. Además de refriegas, muertes y atentados más o menos circunscriptos, han infligido daños de magnitud. El 19 de abril de 1995 fue volado un edificio del gobierno federal en Oklahoma City, crimen que produjo 168 muertos y más de 500 heridos. Timothy McVeigh, autor material de la catástrofe, fue apresado, juzgado y vinculado de forma irrefutable con esas instituciones delictivas. En otras palabras, con la excusa de defender la vida, esos tarados asesinan; con la excusa de ampliar la libertad, promueven la clausura de la mente; con la excusa de elevar la ética, predican aberraciones inhumanas. Proclaman con exactitud lo opuesto a sus acciones. Si no estuviesen tan alienados, diría que constituyen la apoteosis del cinismo.
En la desordenada complejidad de nuestro tiempo se han multiplicado los mercaderes de una sospechosa espiritualidad: gurúes de cualquier orientación, supersticiones, cultos esotéricos, rituales mágicos, chamanes, curanderos, buscadores profanos de experiencias místicas, telepredicadores, logias. A mi juicio, es una regresión que busca desesperada llenar vacíos, pero lo hace con baratijas que esquivan las carencias de fondo. Mientras estos iluminados y sus enclenques seguidores respeten el derecho de los demás ciudadanos, tienen derecho a predicar lo que quieran. Pero algunos simulan inocencia y luego desenfundan las espadas. Inducen a suicidios colectivos —de los cuales ya hubo suficientes muestras— o amenazan a millones, como ocurrió con la secta Aoun de Japón, cuyo líder, Shoko Asahara, se proponía expandir un gas letal que produjese el fin del mundo. Este fanático ha demostrado que las concepciones apocalípticas no son exclusivas de Occidente.
Fatigados, acomodamos las últimas carpetas, libros y disquetes, deseosos de regalarnos una pausa. En conjunto, ese material mostraba que el ser humano avanza por el nuevo milenio con un descontrol de ideas y emociones parecido al que tenía cuando regresaba a su cueva luego de cazar un mamut, aparentemente fuerte con su garrote al hombro, pero frágil y desconsolado en su alma.
Salimos a caminar. Recorrimos veinte cuadras bajo la fronda de los plátanos y nos sentamos en una terraza. Pedimos cerveza acompañada por una batería de aceitunas y quesos cortados en cubos. No sospechábamos que las sectas y milicias del Norte nos llevaban rápidamente hacia un impresionante nudo con el Sur.