ENERO DE 1975

Después de cenar ella le entregó el paquete de la correspondencia. Abundaban los sobres de anunciantes, pero destacaba uno en el que Wilson identificó el sello de la embajada argentina. Hacía tiempo que no recibía cartas oficiales. Su reciente retiro de la actividad militar no le había mejorado el ánimo: se sentía aburrido, irritable, y los ingresos que le deparaban los negocios inmobiliarios, en los que no tenía experiencia, resultaban mezquinos. Además, estaba cansado de recorrer consultorios y hacerse análisis con los mejores especialistas. Vietnam le había brindado enseñanzas y maldiciones. Se salvó de una septicemia por milagro, pero no había quedado entero. Algo terrible le habían inyectado los comunistas de mierda. Sus superiores creyeron que se recuperaría en la Escuela de las Américas, en Panamá, y hacia allí lo trasladaron. Tuvieron razón en parte, porque no sólo se recuperó, sino que se convirtió en uno de los entrenadores más eficientes. Pasó años felices, pero también se puso en evidencia su mal. Un mal demasiado resistente. En las últimas semanas lo rondaban deseos de cometer suicidio. Su hombría no toleraba semejante limitación.

Desplegó la carta y lo primero que captaron sus ojos fue la imponente firma del embajador. Lo invitaba a presentarse en su oficina, en Washington, para transmitirle un ofrecimiento confidencial del gobierno argentino. Los gastos de traslado y estadía serían cubiertos por la embajada. Wilson esbozó una sonrisa que, aunque escéptica, era la primera que le aparecía en meses. ¿Era el llamado que lo lanzaría a las estrellas?

Pidió a su mujer que le preparase un cóctel con doble medida de ron. La noticia empezaba a enderezarle el ánimo. Por fin sucedía algo distinto en la dormida ciudad de Pueblo, en esa amplia casa que habían dejado en herencia los padres de Dorothy.

—Arriesguemos suposiciones. —Wilson hizo rodar el vaso entre los dedos—. ¿Qué me propondrán?

—¿Conoces al embajador?

Puso el papel bajo la luz y volvió a leer su nombre.

—No.

—Podría ser alguno de los altos oficiales que entrenaste en Panamá.

Wilson Castro había nacido en Cuba, cerca de La Habana, en 1940. Su historia estaba llena de lapsos que prefería mantener vacíos. Pertenecía a una familia de clase media que explotaba un campo dedicado en parte a cultivar hortalizas y en parte a la caña de azúcar. El padre era ambicioso y no quería que sus hijos quedasen atados a la tierra; tenía suficientes ingresos para ayudarlos a seguir carreras universitarias. Pero Wilson era un joven práctico que no se llevaba bien con los libros. Luego de la muerte de una profesora del colegio, que lo trastornó en forma desmedida, optó por la profesión militar. En la familia cundió el asombro, y su padre, tras inútiles discusiones, debió resignarse. No obstante, la situación de los uniformados era brillante, gracias al gobierno de Fulgencio Batista Zaldívar, un dictador que necesitaba gente leal para mantener su opulento régimen.

Cuando, a principios de 1959, triunfó la revolución, Wilson no tuvo siquiera la oportunidad de defender a su jefe. El gobierno se desmoronó con más rapidez de lo que imaginaban incluso los barbudos guerrilleros que descendían de Sierra Maestra en un clima festivo. El líder insurgente era un abogado contradictorio y charlatán con quien compartía el apellido, pero ningún lazo de sangre. Los Castro abundaban en Iberoamérica desde los tiempos de Cristóbal Colón.

Los llamados de Wilson a ofrecer resistencia no encontraron eco en las perplejas Fuerzas Armadas. El antiguo régimen se deshilachaba como un tapiz podrido. Batista huyó hacia Europa y se exilió en la isla tropical de Madeira. Ni siquiera dejó instrucciones sobre cómo organizar la resistencia o preparar su regreso. La población se dividía rápidamente entre quienes adherían al nuevo gobierno y quienes vislumbraban un porvenir macabro. Finalmente Wilson fue convencido de abandonar la isla, aunque fuese de modo transitorio: Fidel Castro no tendría clemencia con los servidores del tirano prófugo. Se avecinaban las purgas.

Arrojó su uniforme en el cesto de mimbre adonde iba a parar la ropa sucia y embarcó enojado hacia Miami, donde sería un refugiado más. Allí no lo alegraron ni la libertad (que era tacaña) ni las medidas de salvamento (que eran caóticas). Desde el amanecer hasta la noche manifestaba rencor hacia los estúpidos anfitriones norteamericanos que ahora se mostraban solícitos pero que habían aplaudido, permitido y —según versiones fidedignas— ayudado al derrocamiento de Batista. Wilson pudo conseguir trabajo en un restaurante y luego en una tienda, pero de ambos lo despidieron por indisciplinado y provocador. Él era un militar, y los patrones de ocasión no tenían jerarquía para tratarlo como a un mequetrefe. En medio año inició y acabó por lo menos seis actividades distintas, siempre con destreza, siempre con rabia. En dos ocasiones fue arrestado. Mucha gente sabía quién era y quién había sido, lo cual ayudó a que no le faltase techo ni comida. Pero mucha gente empezó a esquivarlo.

Una mañana, mientras ingería su frugal desayuno compuesto por café y plátano frito en el mostrador de un bar pringoso, se le acercó un hombre que chapuceaba el castellano. Lo invitó a tomar un mejor desayuno en otro bar; él pagaba. Wilson lo estudió con desconfianza: aunque estaba escaso de fondos, no quería meterse en negocios ilegales.

—No te propondré cosas malas —replicó el hombre, de anchos hombros—. Será digno de un cadete militar.

Wilson inclinó la cabeza para mirarlo de reojo. ¿Cómo se había enterado de su profesión?

—Saberlo es parte de mi trabajo. —Señaló la puerta con gesto decidido.

Caminaron doscientos metros e ingresaron en un salón donde Wilson no se hubiera atrevido a asomarse siquiera, ya que era demasiado lujoso para las pocas monedas que tintineaban en su bolsillo. Se acomodaron en mullidas butacas. Reinaba fragancia a limpio; en las mesas cubiertas por manteles coqueteaban flores naturales en recipientes de porcelana, y en el techo permanecían encendidas las arañas a pesar de que entraba luz exterior. Un camarero les llevó sucesivas bandejas con tostadas, croissants, jugos, dulces, manteca, queso y una reluciente cafetera. Preguntó si deseaban huevos fritos, revueltos o duros.

—Me llamo Theodor Graves —dijo el anfitrión.

—Mucho gusto —respondió Wilson con la boca llena.

Mejor que comiese antes de que aquel desconocido le encargara un asesinato por diez dólares. O quizá se trataba de un operativo menos grave: robar a una vieja acaudalada o darle una lección al amante de alguna esposa adúltera. Diez dólares no era mucho. Pero debería estar bien alimentado para llevar a cabo la tarea.

Graves introdujo una mano en el bolsillo del traje a rayas y extrajo una credencial impresionante.

—Soy de la CIA —aclaró, como si la chapita no encandilase lo suficiente.

Wilson se pasó la lengua por los labios. “¡Carajo!”, exclamó para sus adentros.

—Sabes de qué se trata, supongo.

En vez de contestar, Wilson se limpió la boca con la servilleta y luego repasó cada uno de sus dedos, levemente pegoteados de mermelada.

Graves guardó la credencial.

—Es una poderosa organización que inventó el presidente Truman para combatir a los enemigos de nuestro país —informó sintéticamente—. ¿Estás enterado de quién es nuestro enemigo?

Wilson encogió los hombros y siguió masticando. “No le diré una palabra, por las dudas”, pensó.

—Los comunistas, querido amigo. Los comunistas acaban de adueñarse de tu patria y amenazan la nuestra y al mundo entero. Necesitamos que los cubanos, nuestros queridos vecinos cubanos, se liberen del maldito régimen usurpador. No podemos aceptar que la amenaza se haya instalado a noventa millas de nuestras costas.

“Ahora nos llaman ‘queridos vecinos’, pero nada hicieron para impedir el derrocamiento de Batista. Son unos malditos traidores, basura interesada”. Con un trozo de pan Wilson limpió los restos de huevo que quedaban sobre el plato. Hacía tiempo que no embuchaba tantas y tan sabrosas calorías. “Este grandote, de todas formas, es un aliado. Aunque pronuncia un español de comemierda.” Se respaldó en la butaca y se dispuso a negociar.

—¿Cómo liberaremos Cuba? —Bebió el resto de jugo.

—¿Cómo? Muy fácil. —Graves apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Fácil?

—Mediante una invasión.

—¿A eso le llamas fácil?

—Proveeremos lanchas, armas, aviones y propaganda.

A Wilson se le agitaron los intestinos.

—¿Recién ahora se acuerdan de hacerlo? ¿Cuando perdimos todo?

—No sabíamos quién era el maldito Fidel Castro.

—Pero sabían quién era el presidente Batista. Y sabían que era un leal amigo de los Estados Unidos.

—Fallamos, lo reconozco. Carecimos de buena información. Ignoramos que en Sierra Maestra tenían a Marx bajo el brazo.

—La cosa me entusiasma. —Wilson se paró, se arremangó la camisa y volvió a sentarse; adelantó un índice. —Pero no me vengas a decir que es fácil. ¡Qué coño va a ser fácil!

—Reclutamos gente como tú. Los entrenaremos y les daremos todo lo que necesiten. La idea es brillante, porque será presentada al mundo como una iniciativa del Frente Revolucionario Democrático, formado únicamente por cubanos en el exilio y presidido por José Miró Cardona. Nosotros, los norteamericanos, pareceremos ajenos, casi indiferentes. De esa forma, apenas desembarquen, el pueblo oprimido se alzará violentamente para recibir en triunfo a sus libertadores.

—El pueblo no ofreció resistencia ante el avance de Fidel.

—No sabía quién era, ni cuáles sus verdaderas intenciones. No lo sabíamos nosotros. Pero ahora dejó caer su antifaz: es un títere de los rusos. Una invasión armada contra él desencadenará un efecto irrefrenable dentro de la isla. Los comunistas tendrán que huir.

Wilson aspiró hondo y ordenó al camarero que le llevara más café.

—¿Te gusta el plan? —preguntó Graves.

Wilson se frotó el mentón. Miró fijo al agente de la CIA y luego hacia la ventana cubierta por un visillo transparente. En la calle era posible reconocer a los cubanos que acababan de ingresar en el país, por sus ceños plagados de incertidumbre.

—Me gustará cuando triunfe.

—Necesito tu respuesta.

—No tienes derecho a apurarme. Ustedes no se apuraron cuando fue posible abortar el movimiento dentro mismo de Sierra Maestra.

—Wilson, te estoy reclutando. ¿Aceptas o no participar en la liberación de Cuba?

Cruzó lo brazos sobre el pecho. “Estos yanquis son unos comemierda de verdad.”

—Necesito más información.

Theodor Graves resopló, fastidiado.

—Escucha: el plan comenzó a elaborarse apenas asumió el barbudo, si eso te tranquiliza. El presidente Eisenhower le dio prioridad. La CIA creó un equipo especial para este fin, el más grande en actividades clandestinas. Apostamos a obtener una victoria fulminante. El plan ya tiene asignados varios millones.

—¿Cuántos?

—Varios. Más de cuatro. No te preocupes; alcanzarán. Y si se necesitan adicionales, abundan sitios de donde obtenerlos.

—¿Cuántos hombres participarán en la invasión?

—Tampoco te debe preocupar. Serán suficientes, más que suficientes: alrededor de mil quinientos. Pero esta gente sólo debe servir de disparador, ¿entiendes? En las semanas previas desencadenaremos una intensa propaganda anticastrista por radio, desde Miami y desde una estación en el mar. Operarán en la isla nuestros infiltrados, se distribuirán libros y panfletos. Bombardearemos aldeas y cultivos con aviones camuflados. Provocaremos un feroz levantamiento interno contra Fidel.

Wilson bebió otra taza de café y se dijo que esos yanquis eran unos estúpidos: gastaban fortunas para corregir errores, nunca para prevenirlos.

—Sí, acepto.

Theodor Graves le estrechó la mano.

A la semana siguiente Wilson desapareció de Miami. Pero antes se ocupó de saldar todas sus deudas: pagó la pensión y recorrió bares, tiendas y almacenes donde le habían fiado. De su bolsillo salían los billetes como palomas de una galera. No faltó quien sospechara que había asaltado un Banco y por eso tenía que huir.

Aterrizó secretamente en Nicaragua, donde fue integrado a una porción de las fuerzas especiales que se organizaban bajo el directo control de oficiales estadounidenses. Otro batallón crecía en Guatemala. Debían capacitarse en acciones guerrilleras contra guerrilleros experimentados que habían tomado el poder en Cuba. Aprendían del enemigo para conocer no sólo sus tácticas, sino para sorprenderlo y anular sus iniciativas. Wilson volvió a saborear el olor de la pólvora, las acciones compartidas, las maniobras con visos de realidad. La práctica era intensa, responsable, y generaba más excitación de la que jamás había conocido en sus años de Colegio Militar. Los preparaban para acciones generales y también especializadas en comunicaciones, sabotajes, impactos psicológicos y procesamiento de información. Aunque se calculaba que el triunfo se lograría en menos de una semana, era conveniente disponer de recursos para un enfrentamiento más prolongado. Allí se jugaba una advertencia categórica al enemigo comunista: ¡Saquen para siempre sus pezuñas de América!

En las barracas se habían instalado fotografías del presidente Batista junto a las de Somoza y el general Eisenhower; era una trinidad optimista. El proyecto había cautivado de inmediato a Eisenhower, quien jamás podría tolerar que los comunistas le infligiesen una derrota en las narices. Aspiraba a retirarse de la Casa Blanca con un desquite perfectamente aceitado.

Las prevenciones de quienes rodeaban al gran héroe de la Segunda Guerra Mundial demostraron no ser infundadas: el demócrata John Kennedy ganó las elecciones y pretendía generar una distensión con el bloque oriental. Era probable que dilatara y quizás anulara la invasión a Cuba. En Nicaragua y Guatemala cundió el escepticismo, pero pronto se hizo saber que el desembarco en la isla era inminente e irreversible. Ni siquiera el encuentro de Kennedy con Jruschev, en el que se dieron varias veces la mano y prometieron trabajar por la convivencia pacífica, fue ya interpretado como un freno al operativo. Había sido muy astuta la iniciativa de hacerlo aparecer como inventado, organizado y protagonizado sólo por cubanos. El gobierno de los Estados Unidos no podía hacerse responsable por las luchas fratricidas de un vecino.

Llegó el instante tan ansiado. Aviones que llevaban pintada la estrella de la Fuerza Aérea Cubana, pero que venían secretamente de su base en Miami, volaron bajito para dejar caer bombas de destrucción e incendio. La radio Swan llamaba furiosa al levantamiento popular contra el tirano. El diario Avance, de los exiliados, saludaba la liberación en marcha.

El presidente Somoza despidió personalmente a los valientes que partían hacia la victoria. Los buques llevaban fusiles, granadas, cañones, ametralladoras, tanques, camiones para transporte de tropas y acoplados con agua y combustible. Cruzaron durante la noche las procelosas aguas del Caribe rumbo al sur de Cuba, hacia una amplia franja llena de mosquitos y cocodrilos que el vulgo había bautizado Bahía de los Cochinos. El desembarco debía realizarse en Playa Girón. Algunos celebraban que Eisenhower hubiese gestado para ellos otra edición del histórico desembarco en Normandía. Pero esta vez no sería tan sangriento ni complicado: los esperaba un pueblo oprimido y ansioso de libertad.

Mil trescientos hombres transportados en siete naves desembarcaron en Cuba el 17 de abril de 1961, listos para barrer con los fantoches de la revolución marxista. Los estadounidenses habían cumplido su promesa de brindarles apoyo aéreo mediante oleadas de aviones que sembraron el pánico entre los aliados del régimen y prendieron la esperanza de los hombres libres. La radio Swan era secundada por casi todos los programas que se irradiaban desde Miami y ciudades vecinas, azuzando el maravilloso levantamiento del pueblo.

Pero, contra lo que se esperaba, en la Playa Girón fueron recibidos por una metralla intensa. Debieron abandonar los barcos bajo un fuego inclemente. El panorama comenzó a parecerse demasiado a Normandía. Wilson recordó que el ingenuo de Graves le había dicho que esas cosas eran fáciles. El gobierno comunista no daba muestras de querer rendirse y respondía al ataque con una inesperada organización. Los servicios de inteligencia estadounidenses habían fallado otra vez, como habían fallado cuando Batista aún ejercía el poder. No tuvieron en cuenta que Fidel Castro había empezado a formar comités para la Defensa de la Revolución; esos Comités no se limitaban a declamar su lealtad: movilizaron a decenas de miles y pusieron en estado de máxima alerta a toda la isla. Los aviones camuflados y la propaganda anticastrista generaron un efecto opuesto al que se buscaba. Mientras centenares de campesinos apagaban los incendios, miles de hombres y mujeres corrían hacia los puestos de reclutamiento. La invasión no produjo una reacción incontenible contra el régimen, sino la adhesión masiva a Fidel, visto como víctima de la prepotencia imperialista. Nadie aceptaba la versión de que era un asunto exclusivo de cubanos.

Wilson corrió enloquecido por su amada tierra con la ametralladora en ristre. Lo embriagaba el aroma de los cañaverales densos y le pareció que estaba en los campos de su padre. Algunos compañeros habían caído bajo la lluvia de balas. No se rendiría: esta vez debía luchar por lo que no había luchado cuando se hundió Batista. Pero antes de las veinticuatro horas, desbordado de frustración, cayó en una emboscada. Fue desarmado, escupido e internado en un campo de prisioneros. Se resistió hasta que le encañonaron la sien. Puteó y aflojó. Le costaba aceptar semejante derrota. El mundo no era mundo; no existía la lógica. ¿Qué habían hecho de su pueblo? En tan poco tiempo los comunistas habían lavado el cerebro de millones.

En dos días terminó la guerra. Se comprobó que durante su curso habían muerto cuatro pilotos norteamericanos, con lo cual quedaba desenmascarada la participación de los Estados Unidos. Los comunistas buscaron entre los invasores a la gente que había servido bajo el régimen del tirano prófugo, para desprestigiar aún más el operativo. Wilson temió que lo identificaran y eso acarrease graves consecuencias a su familia. Varios soldados caminaron presurosos hacia él con el arma en la mano. Se consideró definitivamente perdido y urdió una rápida historia, pero a quien buscaban era a otro que estaba un metro detrás. El hombre se llamaba Ramón Calviño y había sido un célebre torturador; fue llevado para que el pueblo de Cuba supiera quiénes eran sus presuntos “libertadores”. La prensa tuvo comida para un festín. En materia de propaganda los comunistas eran unos maestros.

Wilson no esperó un buen trato. Para sus guardias era un traidor deleznable. Le dijeron “vendido a los yanquis”, “gusano imperialista”, “asesino de hermanos”. Le dijeron que del campo lo llevarían a una prisión de delincuentes condenados a perpetuidad, que lo someterían a trabajos forzados para limpiarle la escoria del alma. Y que no intentase fugar, porque su cuerpo sería transformado en un colador.

Kennedy y Jruschev intercambiaban furiosas cartas de reproche. Kennedy estaba en desventaja porque el plan fue un regalo que le dejó la administración anterior y que él no pudo frenar; y era algo que tampoco podía reconocer en público. Asumió dignamente la responsabilidad por el fiasco mientras trataba de mantener controlada la rabia del jefe soviético. Ordenó iniciar negociaciones para liberar a los mil doscientos prisioneros que languidecían en las prisiones de Fidel. En sordina se expandió la versión de que los materialistas del gobierno castrista proponían devolver prisioneros a cambio de tractores. Eran tan miserables que para ellos un ser humano equivalía a un montón de hierros. De todas formas, ojalá que los yanquis aceptaran —pensó Wilson—; era intolerable seguir en una Cuba que no era Cuba, sino un basural del infierno.

La esperanza en ese intercambio naufragó porque una y otra parte se pusieron de acuerdo en competir por su sensibilidad humana: equiparar hombres con tractores sonaba a negocio vil, realmente. Entonces no hubo trato.

—¡Que nos cambien por bosta! ¡Queremos irnos!

Las negociaciones viraron hacia otro rubro, también materialista pero menos evidente que un tractor: medicamentos. Hombres por barcos llenos de medicamentos sintetizados en los Estados Unidos. Sonaba más altruista.

Wilson Castro desembarcó en Miami con miles de compatriotas tristes. Fueron recibidos con calculada discreción: no habían liberado la isla, pero habían escrito una página imborrable.

En una cabina improvisada junto al malecón lo saludó el hombre de anchos hombros. Theodor Graves ofrecía una sonrisa que fluctuaba entre la resignación y la complicidad.

—No necesitas que ahora te muestre mi credencial de la CIA, supongo.

—Recuerdo tu sólida confianza en el plan.

—La guerra no ha terminado. Tampoco tu ascenso.

—Me alivia enterarme. Creía que, encima de lo que padecimos, aquí nos condenarían. Es la primera frase cálida que me llega en meses.

—No hace falta ironizar. Quiero informarte que tu conducta ha sido evaluada como excelente en todos los sentidos y etapas: durante el entrenamiento en Nicaragua, el desembarco en la Bahía, las batallas en la costa y el interior, y hasta tu actitud en el campo de prisioneros.

—Gracias. Soy una maravilla.

—Mi gobierno te ofrece continuar la carrera militar.

—Buena noticia. ¿Tengo que pensarlo?

Theodor Graves tecleó en su solapa.

—Ya has tomado la decisión. Lo leo en tus ojos.

—¿Ah, sí?

—Felicitaciones.

—¿Todos los tipos de la CIA son tan agudos?

—De todas formas, debes decírmelo con tus palabras. —Graves no perdía la tranquilidad.

—¿Jurar?

—Jurarás cuando te confiramos la ciudadanía.

—¿También eso?

—Es un paquete completo. No pretenderás convertirte en un oficial estadounidense sin tener nuestra ciudadanía, ¿verdad?

—De acuerdo, entonces.

—De acuerdo... qué.

—Que acepto la ciudadanía norteamericana y seguir la carrera militar.

Theodor Graves le estrechó la mano con energía. Esta vez las cosas irían mejor.

La Academia de la Fuerza Aérea había construido un vasto conjunto de instalaciones en el sur de Denver, al pie de las montañas Rocallosas. Esa cadena constituía una robusta muralla que marcaba el límite de las llanuras por donde rondaban las oleadas de búfalos y vivieron durante siglos tribus de indígenas que ahora se contraían en reservas de diversa fortuna. Hasta allí se desplazaban en el siglo XIX las diligencias cargadas de ilusiones y de aventureros, para después emprender el azaroso cruce de las cimas rumbo al Lejano Oeste. Aún quedaban por toda la zona restos de antiguas minas de oro donde se amasaron fortunas y tragedias. Ciudades fantasmas hablaban de un pasado enigmático, apasionado y cruel. En el terso paisaje moderno de la Academia era difícil advertir cuánta gente soñó y murió tras los espejismos.

Los estudiantes de la Academia aprovechaban los días libres para escaparse a la capital del estado, a unos cuarenta minutos de distancia. Mientras contemplaba el paisaje chúcaro, Wilson recordó lecturas y películas sobre cow-boys. Estaba en la tierra donde otrora sobrevivía quien mejor empuñara el revólver. La justicia había sido un asunto que a duras penas imponía el sheriff o algún providencial enmascarado. No resistió la tentación de visitar la casa de Búfalo Bill, convertida en museo sobre una colina que funciona de mirador. Búfalo Bill existió de verdad —le explicaron—: asombró como cazador de animales grandes o pequeños y fue un prodigioso domador de caballos y búfalos; tuvo el acierto de inventar un espectáculo que llamó “circo”, con el que recorrió medio mundo.

Wilson simpatizaba con James Strand, un rudo tejano cuya familia aún consideraba inconclusa la Guerra de Secesión. En septiembre de 1965, mientras deambulaban por la calle Larimer, James reconoció a una amiga a la que no veía desde sus años de universidad, en Austin. La sorpresa de encontrarse en forma imprevista y tan lejos de Texas los sonrojó de emoción. Mathilda presentó a su compañera, Dorothy Hughes, y James presentó a Wilson. Las muchachas estudiaban en la Universidad de Colorado.

Dorothy cautivó a ambos desde el primer instante. Pero a Wilson le pegó más hondo. Aunque estaba acostumbrado a las formas gráciles de las caribeñas, esa joven derretía al más exigente. Era a la vez fina y enérgica, recatada y vivaz. Combinaba la tersura del cielo con los rumores del océano. Su cercanía le erizó la piel. Tenía una estatura media y proporciones impecables. Le enmarcaba la cara una cabellera cobriza levemente ondulada. En sus órbitas oscuras, misteriosas, brillaban grandes ojos de color verde. Los labios avanzaban un poco, lo suficiente para atrapar la mirada y el deseo. Apenas habló en esa oportunidad, pero Wilson detectó que sus delicados músculos cimbraban bajo el vestido. Sospechó que de ese imán no podría liberarse.

Hasta entonces sólo se había enamorado una vez en la vida, cuando adolescente. Ocurrió a poco de instalarse en el barrio viejo de La Habana y le dejó una cicatriz que volvía a supurar de cuando en cuando.

Tenía apenas quince años. Ella era su profesora de biología y lo doblaba en edad, pero —al decir de cualquiera que la mencionase— la apetecía toda Cuba. Docentes y compañeros del aula, con los ojos brillantes, la describían y comentaban excitados. El director se babeaba por conseguir sus favores y la invitaba infructuosamente a su oficina. Dentro y fuera del establecimiento la masticaban con la mirada y sembraban de piropos su camino. Sus colegas hacían apuestas sobre quién la poseería alguna vez. Los alumnos de los últimos años también se anotaban en la competencia. La bella Mariana, sin embargo, tenía un marido al que no parecía dispuesta a traicionar.

Wilson absorbía los comentarios, los hacía propios, los agrandaba. Mariana le anegó la cabeza; él dejó de comprender lo que ella enseñaba, porque se perdía en la contemplación de ese cuerpo fascinante. De noche se masturbaba imaginando las caricias que prodigaba a su piel maravillosa. Su amor tórrido no tenía otro camino que el agotamiento. Llegó a convencerse de que se moriría de amor. Entonces advino la fantasía de violarla. Violación o muerte, repetía. A lo macho. Basta de pendeja resignación. Imaginó una estrategia y puso manos a la obra.

En clase le hacía preguntas para llamar su atención, aunque las preguntas revelaban que estaba fuera de tema y hasta de órbita. Cuando ella le reprochó que ignorara lo que había explicado tantas veces, se disculpó y, con teatralidad, dijo que anhelaba ser biólogo. Que haría el máximo esfuerzo para lograrlo. Mariana se enterneció. En la hoja de cuaderno donde había trazado su plan, Wilson tildó el primer punto.

Después la abordó a la salida. En la segunda ocasión ella sonrió porque gracias a Wilson pudo esquivar al pegajoso director que siempre, siempre, le insistía en que lo acompañara con un cafecito en la intimidad de su oficina. Wilson desplegó su talento de seducción: contó anécdotas de su infancia y lo bien que se sentía escoltándola por las calles de La Habana.

Ella dejó caer algunas defensas y Wilson tildó otros eslabones de su plan, que funcionaba rápido y bien. Con destreza la interrogó sobre sus obligaciones y horarios, para descartar la presencia del marido. De esa forma, mientras insistía en su curiosidad por las mitocondrias, consiguió ser invitado a beber un vaso de jugo en el living exento de amenazas conyugales. A los pocos minutos, con el jugo agotado y las mitocondrias girando por el aire, Wilson derrumbó a Mariana sobre un sofá y comenzó a cumplir la última etapa de su plan. Ella se defendió sin gritar y al cabo de gozosos forcejeos culminaron —mal— su primer coito. Pero esa misma tarde hubo otro y otro más. Wilson fue despedido con un beso.

Nunca se había sentido más liviano ni feliz. Corrió hacia el malecón y trotó junto al mar hasta que cerró la noche.

Despertó cuando el sol le perforaba los párpados. El cuerpo de Mariana apareció sobre el cielo raso, en el cepillo de dientes, en el tazón de café. Se apretó los dedos como si fueran los suyos con los de ella. Y, a partir de ese momento, tomó la decisión de verla todos los días. En la clase la contempló con intensidad de tigre. Y luego la acompañó. Y habló más suelto. Y no podía frenar sus ganas de abrazarla y llenarla de nuevos besos. En el living no le dio tiempo para dejar la cartera ni buscar un jugo: se abalanzó con más hambre que antes, que nunca. Rodaron en el piso y cada vez el amor les salía más pleno.

Wilson pensaba en Mariana sin cesar. Estaba dispuesto a correr por ella todos los riesgos. Le propuso huir de la ciudad. Ella le recordó que era una mujer casada y con obligaciones profesionales.

Entonces Wilson le pidió y luego exigió que le hablase del marido. La resistencia fue tenaz pero no eterna. La conclusión que ambos obtuvieron fue que ella lo quería, pero no mucho. Wilson le pidió y luego exigió que se divorciara del hombre al que no quería mucho. Ella lo consideró imposible.

Wilson le pidió y luego exigió que no se acostara con el esposo: le resultaba intolerable que otras manos acariciasen su piel. Mariana le pasó los dedos por la cabeza febril y le dijo que tomara las cosas con calma, que lo estaban pasando bien, que no llamase a la mala suerte.

Wilson le pidió y luego exigió que abandonara la casa y se fueran a vivir juntos a una pensión. Mariana le tomó la cara con ambas manos, lo miró a los ojos y le recordó que era un adolescente irresponsable.

Wilson le pidió y luego exigió que se definiera: o él o el cornudo del marido. Mariana murmuró: “Esto me pasa por tonta” y le pidió que se fuera.

Wilson, en la calle, lloró en silencio. Se mordió los labios y tragó las lágrimas. No era posible que ella hubiese optado por el otro. Fue a su cuarto y abrió el cuaderno en la hoja dedicada al plan. No había previsto qué hacer en una situación así. Corrió por las playas, aumentó el número de duchas. Y rezó. Lo dominaba una idea: insistir. Era de maricones resignarse. Hembras como Mariana reverencian a quienes las doman. La vigilaría, seguiría y abordaría a luz y sombra. Hasta que se rindiera.

Una noche fue a tocarle el timbre y lo atendió el marido, que no parecía tan idiota como él lo había imaginado.

—Dígale que deseaba hacerle unas preguntas sobre las mitocondrias. Soy su alumno Wilson.

El hombre lo miró con desprecio y cerró la puerta sin contestar.

Mariana ya no simuló indiferencia en la clase, sino que de vez en cuando enviaba destellos de odio a su ex amante. En la calle él se le puso al lado, como siempre. Y Mariana le gritó:

—Niño, ¡déjate de molestar!

Wilson la siguió hasta la casa y recibió un portazo en la nariz. Al día siguiente ella le apretó los brazos y lo miró a los ojos.

—Wilson... Wilson... querido Wilson... Déjame antes de que sea irreparable. Mi marido compró un arma. ¡Te va a matar!

Wilson no se asustó. Era una prueba de que su rival estaba perdido: sólo le quedaba el uso de la fuerza. El final prometía ser grandioso.

Pero fue distinto. El alto portal del colegio apareció lleno de gente alarmada. Se habían suspendido las clases por duelo. Mariana fue asesinada de un tiro en la frente. El esposo se entregó a la policía con el arma en la mano.

Wilson corrió por el malecón hasta desvanecerse. Luego se inscribió en el Colegio Militar.

La imagen de Dorothy resucitó el recuerdo de Mariana. Aunque distintas, tenían en común el hecho de producir una atracción irresistible. Con Mariana fue abrasado por la hoguera del erotismo. Con Dorothy ocurría algo parecido también, pero no idéntico. Esta mujer de cabellera cobriza y profundos ojos verdes le despertaba un anhelo extraño, indefinible. Siempre se había burlado de los amores a primera vista, que —decían sus amigos— eran simples calenturas. Pero con Mariana antes y con Dorothy ahora sentía algo más intenso que una calentura. Lo suyo ardía como amor verdadero, como un fuego que no apagarían ni las aguas del océano. Dorothy le parecía decididamente fabulosa. Y más fabulosa por lo que ocultaba. ¿Qué ocurriría cuando lo descubriera? Presumía que algo le era escamoteado, y que debía de ser estupendo.

Le pidió a James que lo ayudara en la conquista de su Eldorado. Mathilda podía servir para justificar las primeras excursiones en grupo. Pero tanto James como Mathilda sólo hicieron falta al principio. Wilson Castro era seductor y conseguía despertar el afecto de cualquier mujer. Dorothy sabía bastante español y lo hablaba con acento mexicano; Wilson tenía buen oído y avanzaba hacia un inglés sin acento. Pero, además, ambos bailaban con gracia. Wilson ondulaba en los ritmos tropicales y Dorothy desplegaba enrevesadas coreografías con la música country. Se divertían sobre las pistas durante horas; hacían cortos descansos en la barra, donde bebían cerveza y se confiaban anécdotas de su vida cotidiana. Ella quería graduarse en Biología (¡como Mariana!) y él se entrenaba en la Academia de Aviación. La carrera de Dorothy lo inquietó. “No repitas los errores cometidos con Mariana”, se decía a menudo.

Les resultaba fácil comentar sus rutinas, describir tareas, compañeros, docentes. Pero mantenían reserva en cuanto a sus familias. Dorothy mencionó al pasar que tenía un hermano diez años mayor, Bill, a quien veía poco. Wilson detectó que la incomodaba describirlo y sólo se limitaba a dar unos pocos datos.

—¿Sabes? Tengo ganas de conocerlo. Se me hace que coincidimos en algunas cosas, aunque de religión apenas sé rezar.

Si bien ella no captaba en qué se parecían, esa idea la alivió.

Por su lado, tampoco Wilson podía referirse a su familia. Le subía la rabia y la vergüenza con sólo evocarla. A su padre la revolución le confiscó las huertas y los cañaverales para convertirlos en patrimonio del pueblo. Pero sus hermanos (¡ay, sus hermanos!), paradójicamente, se convirtieron en secuaces de Fidel. Iban camino de convertirse en brillantes universitarios; no obstante, uno acabó de técnico radiólogo en un hospital de Cienfuegos: otro, de administrativo en el ministerio de Comunicaciones, y su hermana, como redactora del diario oficial del Partido. Un desastre.

Dorothy lo escuchaba con atención. Wilson era cálido y ambicioso. Lo único que no armonizaba era su vocación militar. No entendía por qué le gustaba tanto la guerra. Podría convertirse en un fulminante empresario, ya que era convincente y tenaz. Pero “las vocaciones tienen amplios segmentos oscuros”, le había dicho Mathilda, que estudiaba Ciencias de la Educación.

Durante la semana de trabajo, que se hacía interminable por la imposibilidad de verse, hablaban por teléfono. Nunca más de diez minutos, así las cuentas no se tornaban excesivas. Pero bastaba para mantenerles encendido el corazón. La distancia quitaba frenos y Wilson se asombró de oírse diciéndole: “Te extraño tanto que no me puedo dormir; a la madrugada soy un espantapájaros”. Dorothy contestaba: “¡Pobre! Entonces duérmete de día, pero soñándome”.

Wilson me mira con mucha intensidad, como si quisiera entrar en mi cabeza. O como si le preocupara algo. O intentara contármelo sin saber por dónde empezar.

Me dijo que hay un sitio muy bello en las proximidades de Denver, llamado Las Siete Caídas, y que le gustaría que fuésemos juntos a conocerlo.

Le respondí que sí, y eso aumentó su vacilación. No sé a qué atribuir su aire contradictorio. O misterioso.

Las Siete Caídas son siete grandes cascadas que forma el río al bajar de las montañas abruptas. Wilson pasó a buscar a Dorothy en su modesto auto. Era temprano, pero ella ya lo esperaba con una canasta de sándwiches y bebidas.

Apenas lo saludó advirtió que tenía los ojos irritados. También le descubrió rasguños en la frente, la mejilla izquierda y el dorso de ambas manos.

—¿Qué te pasó?

—No pude dormir —contestó en voz baja, abochornado, mientras ponía la primera—. Jamás me ocurrió algo así.

—¿Por qué?

Esbozó una extraña sonrisa y enfiló hacia el sur.

—No lo vas a creer... —dijo más adelante.

Ella giró para mirarlo de cuerpo entero. Era realmente atractivo. Usaba un jogging gris con franjas celestes.

—¿Qué cosa?

—Estuve más despierto que manejando un avión de caza: los ojos redondos, las manos transpiradas, la frente contraída.

—¿Pensando qué?

—Pensando... —Movió la cabeza. —No, no lo vas a creer nunca.

Recorrieron la avenida adyacente al pintoresco arroyo Cherry, cuyas discretas aguas atraviesan parte de la ciudad.

—¿Por qué no lo voy a creer? —Dorothy simuló ofensa. —Vamos, larga el rollo. ¿Qué son estas lastimaduras?

Wilson tragó saliva y acentuó cada vocablo:

—Toda la noche estuve pensando en ti, Dorothy.

Ella no pudo frenar una nerviosa carcajada. Pero fue corta, artificial. Sentía que ese hombre le estaba confesando algo que venía de sus entrañas.

—¡Qué mentiroso, mi Dios! —exclamó de manera refleja, sin medir el impacto que podía generar—. ¿Y te flagelaste? —agregó con fallido humor.

Wilson negó con la cabeza. Se pasó la lengua por los dientes mientras esperaba que ella abandonara su escepticismo. Se mantuvo silencioso, tal vez lastimado por la incredulidad de su compañera.

Al rato, cuando ya quedaban atrás las últimas viviendas de la ciudad, Dorothy volvió sobre el asunto con más seriedad.

—¿Puedes confiarme qué te pasó?

—Pensaba en ti.

—No es una buena respuesta.

—Así fue.

—¿Y te arañaste? Wilson, tu historia no tiene pies ni cabeza. Además, ¿cuánto tiempo podías dedicarme? —Le estalló nuevamente la inoportuna risita. —No soy tan enigmática. Bueno, eso supongo. Dos minutos te alcanzan para recordar mi cara y algunas de mis palabras. Concedo que, tal vez, necesites... ¡cinco minutos! No vengas a decir que horas, que toda la noche... Eres muy galante, pero... ¡qué exagerado! Un latin lover.

Wilson se abstuvo de hacer comentarios y su silencio incomodó a Dorothy. Luego hablaron de trivialidades hasta llegar al bosque que rodea Las Siete Caídas. Wilson estacionó y emprendieron la caminata. Los pinos, álamos y robles disparaban flechas aromáticas. Las ardillas parecían haberse puesto de acuerdo en ofrecerles una alegre recepción, porque cruzaban delante de sus piernas antes de saltar hacia las ramas.

Subieron al mirador, desde donde se podían apreciar varias cataratas al mismo tiempo. El espectáculo era grandioso. Las gotitas frías salpicaban el piso y lustraban las rocas. En un claro, junto al fluir de la corriente, se había construido una pista de cemento donde estaba anunciado un número de danzas indias.

Decidieron llegar a la cúspide. Treparon una senda tan irregular que por momentos se evanescía entre el ramaje. Wilson se adelantaba para otear el terreno y apartaba los arbustos. Cuando había que subir un peldaño elevado, tendía su mano a Dorothy y la ayudaba. En esos movimientos no faltaron las aproximaciones intensas; para evitar caídas se abrazaban y frotaban con aparente inocencia. Pero en segundos volvían a separarse, sonrisa turbada mediante. Con la excusa de evitarle un peligroso resbalón, Wilson le rodeó la cintura con más fuerza que de costumbre. Ella percibió el trepidar de sus músculos y en sus ojos el resplandor del deseo. Entonces Wilson la soltó de golpe, y Dorothy casi se desbocó hacia el abismo. Él volvió a tomarla.

—Perdón —dijo.

Se les había acelerado el pulso. Tenían los labios secos y la voz ronca. Anhelaban lo inefable. En varios instantes cruzaron miradas que parecían caricias ardientes. Algo decisivo iba a ocurrir.

La guió por un sendero que doblaba hacia la izquierda. De pronto apareció un pasacalle de unos tres metros tendido entre las espinosas ramas de dos árboles. Era una presencia absurda en el paisaje agreste. Ella no pudo frenar su mano, que buscaba ansiosa y sin falso pudor la de Wilson. Se caía de asombro. En la tela, grandes letras rojas gritaban: “Dorothy, te amo. Wilson”.

A Dorothy le brotaron lágrimas; miró conmovida a su compañero. De golpe comprendió la causa de los rasguños en el rostro y en las manos. No sabía cómo reaccionar, porque lo que dijese sería poco.

Wilson le comprimió los hombros y contempló su mirada humedecida por la emoción. Acercó su boca y la besó en los labios. Fue un beso prolongado y suave, un preludio de contenida delicadeza. No hubo más, como si ambos temiesen romper un límite sagrado. Se desprendieron y bajaron en busca de la canasta.

Se sentaron lado a lado, las caderas pegadas. Dorothy le ofreció un sándwich mientras él destapaba las cervezas. Entonces Wilson no pudo resistir. Dejó las bebidas y el sándwich, la atrajo contra su pecho y dijo:

—Pensé durante toda la noche cómo actuar. Soy torpe en estas cuestiones. A la única mujer que amé de verdad antes de conocerte le expresé mi pasión de una forma imperdonable.

—No entiendo.

Demoró la explicación, que finalmente susurró, cabizbajo.

—La violé.

La espalda de Dorothy se tensó.

—¿Que la violaste?...

—Pasó hace mucho. Fue una pesadilla. Y terminó en tragedia. Nunca volví a hablar de eso hasta ahora. Créeme, por favor.

—Wilson. Yo... yo...

—Salí de la Academia cuando aún era noche y vine a instalar el pasacalle. Las ramas se sintieron violadas también, como aquella mujer, y me arañaron sin lástima. Fue una venganza tardía e inútil, tal vez de ella, tal vez de su marido engañado. Pero ésa no es mi obsesión. Mi obsesión actual, la que a veces me quita el aire, se refiere a otra cosa, Dorothy. Es una idea fija. Necesito poner en orden mi corazón.

Ella permanecía tiesa. Estaba por desprenderse un alud.

—Dorothy —exclamó con los ojos desorbitados—. Quiero casarme contigo.

Ella inspiró hondo y le salió una estupidez, de la que se arrepintió antes de terminar la frase.

—¿También corro peligro de... ser violada?

Wilson se entristeció y ella sintió culpa: no estaba a la altura de la transparencia que le estaba ofrendando. Avergonzada, mirándole la frente cubierta de sudor, agregó:

—Yo también pienso en ti.

—¿Aceptas, entonces? —A Wilson se le alumbró la cara.

Dorothy alargó los dedos temblorosos hacia la cabeza del aviador y le acarició el cabello negro.

—Lo nuestro ha sido tan veloz que me marea. Me gustaste desde el principio. Tal vez me gustaste poco, pero me gustaste. Es la verdad. Me confundías. Por un lado me encantaba divertirme contigo, bailar, reír. Por el otro me provocabas... ¿Cómo diré? Me provocabas... miedo.

—¿Miedo?

—No sé.

—Algo debes de saber.

—Es una idea loca. Me dijiste que tenías cosas en común con mi hermano, por lo que yo te contaba, sin conocerlo.

—¿Y eso, en qué nos afecta?

—Físicamente son opuestos. No se parecen. Pero espiritualmente sí. Algunos de tus silencios, la agresividad que a veces te sale como balazo, tu resolución... Bill es así, medio genio y medio loco.

—Ser medio loco no es un defecto grave. —Wilson la miró con picardía.

—No, claro.

—Te aseguro que no tengo vínculos de sangre con tu familia. No hay peligro de incesto. —Rió bajito.

Ella contempló la piel aceitunada, los ojos castaño claro y la boca sensual. Era apuesto y decidido.

—¿Qué respondes a mi propuesta?

Los rasguños de su mejilla izquierda eran una prueba rotunda de su imaginativa caballerosidad.

—Yo también te amo, Wilson —contestó mientras se bebían con los ojos.

En la modesta boda que celebraron en Pueblo los acompañaron pocas personas.

Del lado de Wilson no concurrió familiar alguno: la política cubana había producido una ruptura definitiva. Su padre estaba arruinado y, aunque hubiera querido viajar, no tenía dinero ni autorización para salir de la isla. En cuanto a sus hermanos, los tres expresaban en forma unánime su odio hacia Wilson, considerado un traidor a la patria que había adoptado la ciudadanía del país agresor y se entrenaba como verdugo de otros pueblos. Sólo concurrieron James Strand, su amiga Mathilda y otros siete buenos colegas de la Academia.

Del lado de Dorothy hubo algunos amigos y más familia. Asistieron sus padres, tíos, primos y hasta una anciana tía abuela.

Una presencia singular fue la de su hermano, Bill. Llegó en un auto manejado por el mismo chofer que lo había llevado en las ocasiones anteriores. A pesar de haber viajado muchas horas, vestía oscuro y formal, con su majestuosa túnica blanca colgándole de los hombros.

Wilson, que tenía curiosidad por el personaje, había registrado los detalles suministrados por Dorothy. Reconoció que le había provisto un excelente identikit, porque lo reconoció de inmediato. Aunque era evidente la solidez de su carácter, le impresionó como un monarca de opereta.

Se miraron con cautela.

Wilson fue el primero en hablar y le agradeció que hubiera acudido a la boda. Bill ordenó los pliegues de su capa, elevó la mandíbula y le respondió desde las alturas.

—He venido por una orden —dijo.

—¿Una orden?

—Jamás lo entenderías.

—Si no te explicas mejor...

—No depende de mi explicación. Eres tú quien no entendería, al menos por ahora. Las órdenes que obedezco no provienen de seres mortales.

Wilson lo miró de arriba abajo y detectó que hasta los músculos de sus orejas estaban en tensión. Ese hombre era una máquina de guerra, lista para disparar. No obstante, su voz sonaba firme y tranquila. También contrastaban sus ojos y sus manos. De los ojos salía fuego helado, mientras que los dedos se movían cordiales. Bill era dos personas a la vez. Descolocaba, ciertamente.

—Este casamiento no me gusta —agregó Bill, entre violento y amable—. Para ser franco, lo único que rescato por ahora es tu nombre, Wilson. Y algunos de tus amigos, en especial ese texano James Strand, con quien acabo de mantener una interesante conversación sobre su ciudad natal.

—Little Spring.

—Parece un lugar hermoso.

—Será por el nombre. No lo conozco. Muy aislado, seguramente.

—El aislamiento inspira a los profetas.

—¡A que te habló de la Guerra de Secesión!

Bill parpadeó complacido.

—Sí. Y estoy de acuerdo con él. Esa guerra terminó mal porque, entre otras calamidades, puso alas indebidas en la estrecha cabeza de los negros. Antes los negros servían para producir riquezas; ahora, sólo para producir delitos.

—También producen delitos los blancos.

—Es diferente. Los negros lo hacen por su naturaleza. En cambio, los blancos lo hacen por la infección que propagan los negros y demás razas inferiores.

Wilson se llenó el pecho de aire y le lanzó la estocada:

—¿Yo pertenezco a una raza inferior?

Bill volvió a elevar su mandíbula.

—Era lo que me tenía preocupado. En estas cosas soy muy franco. Debo reconocer que en parte... sí, en parte integras el campo de las razas inferiores. Temblé de rabia cuando supe que Dorothy se iba a casar con un hispano. No te asombres. Recé para que el Señor te apartase de su camino. Era una desgracia que mi familia incorporara a un sujeto de sangre preadámica.

Wilson se acomodó el cuello de la camisa.

—Pero...

—Pero estoy aquí, ¿no? ¿Significa que me resigno?

—No te veo cara de resignado.

—Correcto. Una revelación puso las cosas en su lugar. El Señor protege a mi familia.

—¿...?

—La revelación enfatizaba tu nombre. Wilson.

—¿Qué tiene de particular?

—Es un nombre ario.

—Lamento decepcionarte, pero estoy seguro de que mis padres no hicieron semejante evaluación. Me llamaron Wilson como pudieron haberme bautizado Juan o Pedro.

—Nada es casual. Y el nombre desempeña un papel decisivo para el Señor y para todas sus criaturas. Cada nombre es inspirado por el Espíritu Santo. La revelación decía que la boda de mi hermana era buena porque se casaba con un Wilson. Y que yo debía concurrir.

—¿Te ofenderías si te dijera algo? Me parece que estás tomándome el pelo.

Bill entrecerró los párpados como una celosía a través de cuyas ranuras puja el fulgor de un incendio.

—Tu sangre es hispana, inferior. Si no fuera por tu nombre, yo ni te saludaría. El nombre, que es espíritu, te redime y eleva.

Wilson no supo si molestarse o agradecer. Ese sujeto era de otro mundo.

—¿Así que todos los hispanos con nombre inglés dejan de ser inferiores? Podríamos cambiar la situación de mucha gente.

—No te burles. Pisas terreno santo.

—No me burlo, Bill. Estoy sorprendido.

—Es un buen comienzo. Confío en que pases de la sorpresa a la convicción.

—Cuando Dorothy te describió, yo le dije que tenía ganas de conocerte porque intuía aspectos coincidentes. Lo dije sin pensar y sin conocerte a fondo; simple corazonada. Después ella misma reconoció que yo había dicho algo cierto. No sé si nos parecemos en algo, realmente, pero confieso que me impresionas.

—Cuida a mi hermana —replicó Bill—. Es demasiado hermosa para no ser tentada por el pecado.

—Soy un marido celoso. Las razas inferiores tenemos esa virtud —ironizó.

—Una revelación me ha hecho venir para conocerte. —Los párpados de Bill seguían entrecerrados. —El Señor no gasta una revelación para hechos intrascendentes. Algo me dice que nos espera una tarea común, pese a las diferencias de origen.

—Me alegra saberlo.

—Deberás estar preparado para la misión.

Wilson se rascó la sien.

—¿De qué misión se trata?

—Lo sabrás a su debido tiempo. El Señor proveerá.

No volvieron a conversar, ni siquiera para despedirse. Cuando Dorothy preguntó por Bill, éste se había esfumado. Era un ser que navegaba por pistas invisibles al ojo común.

Mientras, circulaban bandejas con exquisiteces de la comida estadounidense y mexicana. Wilson prefería la mexicana: nachos que untaba con queso, guacamole, fajitas, pipián de piñón y frijoles ayocotes cocidos en el suavizante tequezquite. El cóctel Margarita mejoraba el humor y dotaba de espuelas a quienes se lanzaban a bailar.

La guerra de Vietnam no toleraba incertidumbres. Era preciso aniquilar a los comunistas antes de que aniquilasen el mundo libre. Había que poner el esfuerzo colectivo al servicio de esa causa noble y trascendental. La resistencia del Vietcong era el producto de las vacilaciones de Occidente. No brotaba de los mismos vietnamitas: les habían lavado el cerebro, tarea en la que los comunistas de todos los tiempos demostraban ser virtuosos. En la Academia repetían: “Si no alcanzan mil, que sean diez mil; si no alcanzan diez mil, que sean cien mil; si no alcanzan cien mil, que sean un millón de hombres, dos millones, tres millones, todos los que hagan falta para acabar con el flagelo”. Si no alcanzaban las bombas convencionales, que fueran las de napalm; si no alcanzaban los bombardeos, que les arrasaran los campos y la jungla. Había que golpear duro y perseguirlos sin tregua, hambrearlos, amputarlos. El Vietcong y sus secuaces equivalían a las alimañas de una ciénaga. Todo el país se había transformado en una ciénaga. Los comunistas eran más dañinos que los microbios: bastaba que alguno merodease las cercanías para que comenzara a formarse pus.

Wilson Castro fue incluido en la lista de los oficiales que debían partir al frente de guerra. La noticia no lo perturbó. Lo primero que acudió a su mente fue la figura de Theodor Graves ofreciéndole un opíparo desayuno antes de exponer el plan de invasión a Cuba. Aquello fue un fracaso para la causa nacional, pero no para su carrera. Gracias a Graves saboreó la experiencia del entrenamiento en Honduras, el desembarco en Bahía de los Cochinos, conoció la prisión casuista, fue rescatado por los Estados Unidos, le confirieron la ciudadanía estadounidense, estudió en la Academia de la Fuerza Aérea, pudo conocer a Dorothy y casarse con ella, y ahora lo enviaba a destruir las fortalezas de Vietnam.

A su joven y hermosa mujer no le gustó la noticia. No le importaba la patria ni la política; prefería engendrar hijos y tener una familia numerosa. Le pidió que recurriese a todos los medios que retardaran su partida; muchos militares quedaban en los servicios de retaguardia. Wilson contempló su belleza multiplicada por el enojo y volvió a sentir que la amaba de una manera inexplicable: era una hembra fabulosa.

—Cumpliré con mi honor —replicó—. Debes entender.

Dorothy lloró, protestó y al fin se resignó.

Wilson se preparó para el largo viaje y llegó a Vietnam con la clara conciencia de que iba a un sitio donde no cabían las medias tintas. Tendría por delante a un amigo o un enemigo, no seres intermedios. Al enemigo debía matarlo: cuanto antes, mejor. Una simple bala decidiría quién vivía y quién perecía, decidiría quién se salvaba y quién quedaba tullido para la eternidad.

Pudo enterarse de la calidad de la gente que integraba las legiones del mundo libre: algunos eran profesionales, y otros, voluntarios. Además, abundaban los locos, los resentidos, los jugadores y los criminales recién sacados de la prisión. Cada cuartel era una caldera de delincuentes; los blanqueaba su santa misión purificadora. Podían explicitar sus ansias por homicidios indiscriminados. Podían divertirse con el riesgo. Estaban al borde del fin y valía cualquier recurso para que la guadaña decapitase a otro antes que a uno.

Matar en Vietnam brindaba la gratificación de que no se exigían justificativos; era delicioso aplastar seres humanos como se aplastan hormigas con el taco o, para los más sofisticados, hacerlas brincar bajo chorros de agua hirviente antes de achicharrarlas con el fuego de las bombas. Era una alucinación ver estallar la gente: se abrían grifos de sangre y saltaban como esquirlas los músculos y los huesos. El espectáculo era único. Pero a nadie le garantizaban que terminaría la función con el cuerpo entero. El heroísmo que Wilson había sentido durante el desembarco en Cuba se desintegró rápidamente en Vietnam. Porque no se trataba de una guerra, sino de un matadero.

Curiosamente, a veces la gratificación se transformaba en lo contrario. Cuando regresaba de sus incursiones con los nervios anestesiados, Wilson no se conformaba con cerveza; necesitaba bebidas fuertes, que a menudo conseguía y en ciertas ocasiones faltaban. La escasez demostró que también ayudaba el alcohol diluido o la loción para después de afeitar. Era preciso que el alcohol corriese por sus vísceras para apagar las imágenes que veía desde el aire tras descargar bombas incendiarias en campos y aldeas. Ya no se trataba de ejercicios, sino de figuras humanas envueltas en llamas que corrían enloquecidas, se revolcaban con desesperación y terminaban convertidas en humeantes pasas negras. Una tarde consiguió dar de lleno con su proyectil en una escuela rural y necesitó volver para contemplar el efecto. Reía y lloraba con tanto frenesí que casi perdió el control de la máquina. Cuando regresó a su base descubrió en el hangar una lata de querosén y tragó varios sorbos. Después vomitó veinticuatro horas.

A la ingestión de alcohol siguió la de somníferos en suficiente cantidad para que el sueño lo derribase de un mazazo. A los somníferos hubo de agregar anfetaminas para conseguir despertarse. Su cuerpo perdió la regulación automática.

En una carta Dorothy le formuló una extraña pregunta: “¿Qué sueñas?”.

Wilson hizo un bollo con el papel y soltó una puteada. En Vietnam no había espacio para los sueños, carajo, porque la vida se había extraviado de la realidad. Todo era una locura constante y agotadora.

A pesar de ello, contestaba que lo estaba pasando bien y que pronto aniquilarían al maldito Vietcong. Le satisfacía luchar por el mundo libre. Los que no tenían su rango militar pasaban dificultades que él no conoció, como por ejemplo la comida. A veces, en lugar de descargar bombas tras las líneas enemigas, descargaba entre las tropas norteamericanas avanzadas grandes paquetes azules y amarillos llenos de porotos, carne de cerdo y ensalada de fruta podrida adecuadamente acondicionados.

Le comentó a Dorothy que, pese al clima de muerte, trataba de conseguir algunos logros personales, como abandonar el vicio del tabaco. En lugar de los cigarrillos tradicionales resultaba más fácil aprovisionarse de marihuana. Sus efectos espirituales eran mejores, y no dañaba los pulmones ni el corazón. Dorothy respondió que se estaba volviendo imbécil, y que esa noticia la asustaba más que la descripción de los bombardeos.

Wilson también experimentó el uso de la ametralladora. Era un arma inventada en el Olimpo por el más lúdico de los dioses, pues brindaba una orgásmica sensación de omnipotencia. Con ella se derribaban enemigos como juguetes, se ganaba rápidamente terreno y se alcanzaba la victoria. Los disparos en serie, como una fantástica catarata, producían un panorama de enemigos destrozados por un cataclismo: cráneos abiertos, panzas humeantes, rodillas seccionadas, cabezas sueltas como pelotas. Se formaba un barro de sangre y vísceras donde pronto harían un festín los chacales.

Por lo demás, no necesitó quejarse. El tiempo era escaso y había que insultar, correr y apretar el gatillo sin escrúpulos. El enemigo no era humano, sino microbios. Las escaramuzas excitaban a los valientes. Emocionaba encender hogueras y quemar multitudes, provocar huidas masivas. Los vietnamitas fugaban como ratas. Sobre el pasto dejaban muertos y heridos cuya sangre ensuciaba la condenada tierra. A Wilson le alegraba perseguir a los sobrevivientes desarmados. No se perdía tiempo en tomar prisioneros aunque levantasen trapos blancos hincados de rodillas.

El regreso de las operaciones punitivas sólo significaba fiesta para los bravos. Los flojos vomitaban, lloraban, se emborrachaban o volaban hacia el éxtasis religioso (porque sabían que iban a morir). Los más tranquilos se consideraban inmortales.

Mientras Wilson redactaba una carta iluminado por su linterna, el compañero más próximo daba vueltas en el lecho como si rodase a un lado y otro para evitar disparos. En realidad no lograba sacarse de la cabeza las escenas del día y acabó hurgando en su bolso hasta encontrar el frasco de somníferos, que vació en su boca. Masticó y tragó, ahogándose.

—“Se va a morir...”, presintió Wilson.

Apagó la linterna y se durmió. Lo despertaron antes del amanecer los camilleros que retiraban el cadáver. La guerra enseñaba de todo; también la clarividencia.

La violencia no sólo es propia de la condición humana, sino que fue exaltada como imprescindible recurso para superar etapas obsoletas. Discutimos con Mónica si Karl Marx y Friedrich Nietzsche estuvieron acertados al aceptar esa función de la violencia. Era difícil refutarlos.

Ella dice que con la violencia pasa algo parecido al dolor, el hambre o la culpa: debe remitirse a las dosis. En la vida, nada de violencia es muerte, y mucha violencia también. Lo mismo se aplica al hambre, la culpa o el dolor.

Pero, ¿quién determina las dosis? ¿Cuándo y qué tipo de violencia se tolera en cada oportunidad? Además de la violencia destructiva existen las inocentes o sublimadas: el deporte, el chiste, la competencia. Su presencia dinamiza, desde luego; pero sus matices, objetivos y resultados son contradictorios e infinitos según intereses, circunstancias y protagonistas.

La violencia fue exaltada como “partera” del progreso. Pero ahora nos entran dudas sobre la misma naturaleza del progreso. Algunos hasta afirman que es dañino. Me resisto a semejante condena. Por el contrario, se me ocurre que ahora el progreso se ha polifurcado. En vez de tenderse como un previsible cable que empieza abajo y termina arriba, que lleva —teológicamente— del alfa al omega, se ha disparado en varias direcciones, algunas de las cuales mantienen pareja intensidad y otras ni siquiera mantienen paralelismo ni relación dialéctica. Por ejemplo, progresan la abundancia y la escasez, la belleza y la fealdad, los derechos y su violación, la solidaridad y la falta de solidaridad, el respeto y el odio, el bienestar y la exclusión. Hay crecimiento y retroceso, fantástica producción de bienes y tremendo despilfarro de lo que se produce. Progresamos hacia el bien y progresamos hacia el mal.

La violencia de matar gente no cesa. Es difícil considerarla una bendición. Pero muchos iluminados la justifican como un instrumento divino, el medio ineludible de la paz, el orden y “la gloria del Señor”. Las armas siguen siendo bendecidas por las autoridades religiosas, y las carnicerías, festejadas por el pueblo exaltado de patrioterismo u otras alienaciones. Ingresamos en el nuevo milenio sin que la guerra haya sido erradicada de los usos humanos. Todavía no se entiende que, por sobre todas las cosas, es criminal y estúpida. Vista en perspectiva, no puede disimular su carácter siniestro.

Ahora es aún más grave. Hubo un avance horrible en esta materia. Matar ya no sólo significa defensa o afán de trascendencia, sino entretenimiento. Esta novedad hace descorchar botellas a quienes fabrican armas, reconstruyen zonas devastadas por bombardeos, someten regiones enteras o producen cortinas de humo para ocultar mugres políticas. El homicidio como diversión no sólo incentiva las ganas de matar, sino la indiferencia con que se mata. ¡Vaya progreso! Ahora se puede liquidar al semejante sin percibir su dolor, sin tener cerca el cuerpo convulsionado del inminente cadáver. Quitar la vida equivale a un videogame, a un homicidio virtual. Algo tan inocente y beneficioso como arrojar pesticidas desde un avión sobre seres que no valen más que los insectos.

Durante la Segunda Guerra Mundial se calculaba que un 80 por ciento de los soldados se resistían a disparar. Esta cifra era insuficiente para los fines ofensivos. En esa época Stalin había asegurado que quien no estaba decidido a incursionar hasta los extremos ya pisaba la derrota. Entonces comenzaron entrenamientos más eficaces y sofisticados. Mediante juegos, películas y videos se enseñó a deshumanizar al enemigo. Ahí residía la clave: suponer que no se trataba de seres como uno, sino de objetivos que debían barrerse con júbilo.

Apenas veinte años después, cuando se desencadenó la guerra de Vietnam, el número de soldados que mostraban algún tipo de resistencia descendió al 20 por ciento. Se había conseguido una profunda insensibilización. ¡Más progreso! El objetivo de trivializar la vida se estaba cumpliendo. Este avance homicida fue acompañado por otro, de signo contrario: las demandas de las organizaciones que defienden los derechos humanos y claman por la paz. Para unos, el enemigo es menos respetable que las cucarachas. Para otros, son hermanos cuyos derechos no se pueden profanar.

Las consecuencias de esta situación, empero, no quedan circunscriptas al ámbito castrense. Las películas y los videogames conquistan multitudes. La violencia no se sublima, sino que retrocede a etapas primitivas, de una crueldad que ni tienen los lobos. El progreso de la destrucción, por lo menos en apariencia, gana por varias cabezas al de la solidaridad.

Se lamentaba de no haber participado aún en batallas decisivas. Hasta entonces había luchado en acciones menores en las cuales las bajas se contaban por decenas; él quería que fuese por millares. A los comunistas amarillos había que exterminarlos de una santa vez.

En una ocasión las ametralladoras vietnamitas superaban a las del batallón de Wilson. Disparaban desde los árboles, los pozos, la izquierda y la derecha. Wilson sobrevivió gracias al abrigo que le proporcionaron cuatro cadáveres caídos sobre su espalda. Manaban sangre caliente cuyos hilos le corrían por la oreja, el cuello, y descendían hacia sus costillas. Permaneció inmóvil durante horas. El peso de los muertos le había adormecido las piernas y un brazo. Pensó que quizá también estaba muerto. Pero contradecía esa sospecha la percepción del ritmo vital que seguía imperando en la jungla. Desde las profundidades emergían millones de insectos cuyas mandíbulas voraces pronto se hincarían en su piel y devorarían sus músculos. Horas después despertó en el hospital y luego le dieron franco por unos días: tenía el cuerpo despellejado, con hematomas; sus dedos estaban agarrotados de tanto apretar al arma; en sus bronquios seguían adheridos el fósforo, la pólvora, el napalm, la sangre seca, el vómito y la mierda humana.

El descanso incluye juerga: alcohol, naipes, mujeres. Escuchó historias tan truculentas como las suyas propias. Un colega narró cómo violó a una joven vietnamita delante de la familia paralizada; el único que protestó fue su hijito de tres años. Entonces lo baleó y pudo gozar plenamente de la madre.

Después lo integraron a las tropas encargadas de formar y supervisar las Aldeas Estratégicas Defendibles. Wilson quedó impresionado por la iniciativa, que era lúcida y fecunda. Pretendía frenar el apoyo que el pueblo ignorante brindaba al Vietcong. Había que ofrecer seguridad y desarrollo a esa multitud hambrienta, cosa que no podían hacer los comunistas. Era el anzuelo que, poco a poco, llevaría a que millones de habitantes diesen la espalda a sus antiguos jefes. Presentaban la acción como estrictamente cívica, aunque había sido concebida, organizada y llevada a cabo por militares estadounidenses. Wilson se entusiasmó, porque era maravilloso combinar terror y consuelo, represión brutal y obras comunitarias. Las balas no perdonarían la menor sospecha de traición, pero sobraría dinero para extender la electricidad, abrir caminos, purificar el agua, abonar los sembrados, realizar amplias cosechas, levantar hospitales y construir escuelas. El Vietcong se las vería en figurillas para reconquistar la simpatía de esa gente. Por lo tanto, había que puntear el país con cien, doscientas, mil, diez mil de esas aldeas, y los comunistas tendrían que huir al norte, hacia las profundidades de China.

En una hoja celeste anotó que había perfeccionado su capacidad para reconocer la cercanía del enemigo. Cuando estaba de operaciones no necesitaba dormir. Una noche su compañía debió descansar junto a un pantano. Las tiendas tenían piso de plástico, su bolsa de dormir era impermeable, pero su cuerpo estaba ensopado por la humedad ambiente. Su olfato no dejaba de permanecer alerta: los comunistas tenían un olor inconfundible. Mientras esperaba, arañas y culebras venenosas aliadas de los enemigos merodeaban a su alrededor. De vez en cuando se oía el grito de alguien picado en un tobillo. A Wilson no se le acercaban las serpientes, sino los mosquitos.

El estallido brutal se produjo en medio de la noche. A los comunistas les encantaba sorprender. Silbaron las balas y explotaron bombas en torno del campamento. De súbito se instalaron las luces del infierno. La ondulación de las llamas se opacó por efecto del humo. Wilson corrió hacia el sitio de donde provenía el ataque. Los mosquitos habían tratado de impedir que olfatease a los comunistas, pero los olfateó igual; siempre olía a esos monstruos antes de que se descolgaran. Corrió hacia los disparos como si se hubiera vuelto completamente loco. Sabía que la única forma de sobrevivir era correr, pero no hacia la fuente de las balas. Había dejado de pensar. En esos momentos no había que pensar. Saltó cadáveres y tiendas ardientes y se arrojó al centro de los malditos como si se zambullera en un río lleno de caimanes. Arrojó una granada a la derecha y enseguida otra a la izquierda. El efecto resultó desconcertante y portentoso. La lucha cesó por arte de magia. Impresionante.

A los pocos minutos el aire se llenó con el sonido atronador de los helicópteros estadounidenses. Desde sus vientres los reflectores iluminaban con la luz de día. Bajaron en un claro de la jungla, sobre el borde del pantano. Las llamas, que ardían por doquier, permitían identificar cuerpos. Empezó la macabra recolección de heridos y de cadáveres. Los primeros irían al hospital de Saigón; los segundos, a la patria. Ésta era la tarea que más le disgustaba; era como oler la propia bosta luego de un banquete. No había derecho.

Por supuesto que nada debía hacerse con el cuerpo de un enemigo comunista: si estaba muerto, que se lo comiesen las alimañas; si herido, también. Los cadáveres norteamericanos, en cambio, eran puestos en bolsas de plástico y etiquetados para su largo viaje y para recibir el digno sepelio de héroes en la lejana tierra que los vio nacer. Pero no siempre los cadáveres estaban enteros, no siempre se podía escribir el nombre, porque en la bolsa se incluían la mano o el pie de otro que había sido reventado a cien metros de distancia. Por lo general tampoco alcanzaban las bolsas y había que levantar los muertos de alguna forma, arrojarlos sobre el piso del helicóptero y, cuando el piso se llenaba, poner otra fila encima y otra más, como reses, hasta que el piloto, tapándose la nariz, dijera basta.

Un compañero le enseñó a calmar la ira durante esa tarea contando cadáveres enemigos, porque entonces el mundo se tornaba un simple juego. Cuando se cerraba la puerta de un helicóptero podían tomarse un respiro, que nunca llegaba a ser agradable: giraba la hélice y, con ella, la peor de las pestilencias. La primera vez fue tomado desprevenido, no sabía que además del ruido y la luz deslumbrante y el viento feroz, se levantaba un tifón de basura: ramas quebradas, hojas podridas, polvo y barro, dentro de los cuales volaban la sangre y las entrañas. Un pedazo de intestino le azotó la boca. Supo que era una víscera de un comunista porque le dejó un gusto a mierda que no se pudo sacar en días ni con gárgaras de kerosén.

Tras la partida de los helicópteros la compañía reagrupaba sus disminuidas fuerzas y se disponía a tomar posesión del terreno abandonado por el enemigo. Esa noche ocurrió algo distinto. Peor.

Wilson anotó en su diario que la reciente batalla había sido un anzuelo, porque, en cuanto su compañía se dispuso a ocupar el terreno, decenas de soldados norteamericanos cayeron en pozos profundos, apenas disimulados con cañas de bambú cubiertas con pasto seco; se ensartaron en estacas de puntas afiladas. Desde adelante y atrás explotó una lluvia de metralla que partía los cuerpos en dos o hacía volar a cien metros un brazo o una pierna. Wilson se arrastró como un insecto en busca del resquicio que debía tener ese círculo infernal. Por encima de su cuerpo pasó un compañero convertido en antorcha y otro compañero cayó sobre su espalda profiriendo aullidos. Wilson lo apartó con violencia y vio que del abdomen abierto le brotaban las tripas como una inmensa flor tropical.

Wilson fue herido en ambas piernas y enviado al hospital de Saigón. Allí lo operaron. Su recuperación sufrió complicaciones: se le formaron abscesos que amenazaban expandirse. Estaba al borde de la septicemia. Lo inundaron de antibióticos y al cabo de tres semanas bajó definitivamente la fiebre. Luego comenzó un duro trabajo de rehabilitación. Dos meses más tarde lo mandaban de regreso en un avión militar. Los jefes decidían y los buenos soldados debían obedecer. Si se tragaban las preguntas, mejor.

Pero no iba a la Academia de Aviación de Colorado. Una evaluación psiquiátrica y castrense ordenaba alojarlo por un tiempo en la Escuela de las Américas, en Panamá. Allí se reuniría con su esposa. Era septiembre de 1968: acababa de cumplir veintiocho años, con la sensación de haber vivido cien.

Las cartas de Wilson me llegan con regularidad pero repiten mentiras. Sus elogios a la guerra y el exitoso resultado de sus incursiones, así como sus comentarios sobre la calidad de sus superiores y las excentricidades de Oriente procuran calmar mi angustia, lo sé. Pretenden que sea menos dolorosa la espera. También los diarios escamotean o retuercen la información. No obstante, algunos horrores comienzan a filtrarse. El enemigo no es débil ni estúpido. Las oleadas de bombas no consiguen quebrarlo. Y nuestra gente sufre bajas interminables. Las estadísticas empiezan a convertirse en papas calientes.

Cada vez que me entero de los solemnes funerales que se hace a los “héroes repatriados”, o cada vez que los noticiarios describen el regreso de soldados sin brazos o sin piernas, siento ahogos que reproducen en mis bronquios la enfermedad del abuelo Eric.

A las esposas de quienes luchan en el frente se nos invita a mantener alta la moral de nuestros cónyuges. ¡Qué ironía! Participamos en encuentros de familias, acciones de caridad y gestos patrióticos que se difunden por radio y televisión. Debemos contar hechos agradables y divertidos en nuestras respuestas, así como felicitarlos por el grandioso esfuerzo que realizan en beneficio del mundo libre. En otras palabras, mentir también.

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Hace tres semanas que no recibo cartas de Wilson, y mis reclamos acaban de obtener una respuesta. Pero no de él. Su comando me informa que debieron internarlo en un hospital de Saigón; que tiene el cuerpo entero y yo debo seguir tranquila y confiada. Imagino —porque se niegan a expedirse— que se trata de una enfermedad tropical, de esas que se incuban en las regiones tórridas. No sé por qué supongo que eso es mejor que las balas, si también pueden acabar en la muerte.

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Otra carta del comando. Por fin dice que Wilson está mejor y que se decidió su regreso de Vietnam. ¡Gracias a Dios!

Pero no sé si sentir alivio o espanto. Creo que me ocultan algo horrible porque no es un regreso, exactamente. No lo traen a los Estados Unidos, sino a Panamá. Incomprensible. Para colmo, no permiten que vaya a su encuentro enseguida. ¿Por qué? Insisten en que no ha perdido miembros, como ocurre con muchos repatriados, pero, ¿y si tiene alterada la audición, o la vista, o el sentido común?

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Pienso en mi marido noche y día. Ya debe de estar en Panamá. Me han prometido que pronto lo abrazaré. Sí, pronto lo abrazaré. Pero, mientras tanto, ¡cuánta angustia!

Recuerdo que cuando lo vi por primera vez en una calle de Denver, allá por 1965, más me gustó su colega, el tejano James Strand, amigo de Mathilda. Pero Wilson puso sus ojos sobre mí y decidió conquistarme al mejor estilo latino. Me acosó con halagos e invitaciones. Logró que saliésemos con más frecuencia de la que toleraba el ritmo de mis estudios y, para eludir mis excusas, arrastraba con nosotros a James y Mathilda. Pronto, sin embargo, James y Mathilda quedaron al margen. Contra mis vacilaciones, resultó ser más entretenido de lo sospechado. Las horas pasaban rápidas y debíamos poner fin a nuestras salidas en forma abrupta cuando tomábamos conciencia de lo tarde que se había hecho.

Wilson tenía una firme personalidad. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja no había muro que lo detuviese. Una vez dijo al pasar, como asunto obvio, que se sentía omnipotente. Pero yo me asusté. Omnipotente era mi hermano. Entonces tuve una suerte de fugaz alucinación, como si a mi lado estuviera Bill disfrazado de Wilson.

Mathilda me envidiaba. Decía que Wilson era el hombre más embriagador que jamás había conocido, que no fuera tonta y me dejara conquistar. Quizás en Evelyn hubiera causado la misma buena impresión que en Mathilda, porque seguía locamente enamorada de Bill pese a permitirse superficiales escarceos con otros jóvenes. Si yo había detectado analogías de carácter entre Wilson y Bill, mejor los hubiese visto y apreciado Evelyn. Ahora me pregunto: ¿es tan extraño que nosotras, amigas y compinches desde la más tierna infancia, termináramos unidas a dos hombres de similar temperamento?

Sin embargo, hay un mundo de diferencia entre la forma en que Evelyn se adhirió a Bill y la manera en que yo acepté a Wilson. Ella empezó a amarlo desde chica; yo lo conocí de grande. Ella convertía en virtudes sus defectos; yo los percibía claramente. Ella se impuso hacer todo lo necesario para ganar su corazón; en mi caso, la tarea estuvo a cargo de Wilson. Cuando al fin se materializaron nuestras uniones, el amor de Evelyn tenía más de una década, y el mío, menos de un año. Ella no tenía dudas sobre su amado, y yo sí. Evelyn es la pareja de Bill, no su esposa; yo soy la esposa de Wilson y a veces temo que no soy su verdadera pareja. Ella se siente una “pastora”, y yo nada quiero saber de los militares.

Nos casamos porque Wilson me convenció.

Nos casamos sin que yo pudiera sospechar siquiera que poco después aceptaría marcharse a Vietnam.

Todo parecía deslizarse como sobre una alfombra roja. Había exigido algo correcto: viajar a Pueblo para conocer a mis padres y transmitirles la dichosa novedad. Contra algunos de mis temores, causó una impresión excelente, también entre los amigos y vecinos. Llovieron las felicitaciones. Wilson fue alojado en el cuarto que había pertenecido a mi abuelo Eric, luego transformado en habitación para huéspedes (¡nadie quería otro cuarto-museo!). Seguía sombreado por el añoso nogal y recibía el perfume de las glicinas que se extendían por el patio. Disfrutamos paseos, reuniones, presentaciones y discusión de proyectos sobre nuestro futuro. Entre todos fijamos la fecha de la boda y encargamos la impresión de las invitaciones. Escribí una larga y prevenida carta a Bill, en la que destacaba los méritos de mi novio. Le rogaba que asistiese a nuestro casamiento y nos diera su bendición.

A Evelyn se le convulsionaron las neuronas. En esa época parecía completamente resignada a la indiferencia de mi hermano y había reanudado la costumbre de vestirse de negro o de gris, como si estuviese de luto. Me abrazó y sollozó sobre mi hombro durante una eternidad. Claro que estaba contenta por mi suerte y seguía siendo mi amiga del alma, pero le resultaba inconcebible que pasara el tiempo y sus sueños no dieran señales de cristalización.

Le recordé un viejo aforismo: “La noche es más oscura poco antes del amanecer”. En ese momento no sólo reina una densa opacidad, sino la mayor desesperanza. Me miró asombrada, sus pupilas chispearon un instante y luego volvieron a apagarse. Temí que acabara enferma. Lo que menos iba a imaginarme era que, en efecto, su vida estaba a punto de amanecer. Al término de mi boda tuvo la osadía de proponerle a Bill algo que nadie había intentado hasta entonces, por miedo o estupidez: visitarlo en su misteriosa Elephant City. Contra lo que ella misma esperaba, Bill accedió.

Mientras yo partía con Wilson a nuestro viaje de bodas en las playas de Acapulco, Evelyn no demoró en trepar a un ómnibus con una valija y un bolso de mano rumbo a Nuevo México. De nada valieron las objeciones de su madre.

Nuestra luna de miel fue maravillosa. Acapulco es una de las playas más románticas del mundo. Gozamos el día, la noche y cada crepúsculo. Pero sólo dos meses después de nuestro regreso a Colorado —tan sólo dos meses— un rayo pudo convertir en cenizas nuestro amor. Wilson fue convocado para ir a Vietnam. Parecía el más injusto de los castigos. Una brutalidad del Cielo. ¿Cómo aceptar el desgarro de una pareja que recién empezaba su vida común? No rogué clemencia a Dios, sino que exigí su justicia elemental. Le grité que demostrase su famosa bondad, su incomparable sabiduría.

No hubo tal cosa. Wilson, pese a repetir cuánto me amaba, no quería dejar de cumplir con su misión. Debía combatir el comunismo hasta aniquilarlo. Era su lucha, su vida, su misión. Otra vez aluciné a Bill disfrazado de Wilson: eran idénticos de obstinados. No lo conmovieron mis lágrimas, que descalificaba con dulzura como “irracionales ternezas de hembra”.

Prometió volver cargado de medallas.

¿Por qué me torturo recordando esos momentos?

Ya está en Panamá, a salvo de balas y de comunistas. ¿Será feliz con sus medallas? ¿Será el mismo que se me declaró con tanta pasión en Las Siete Caídas?

¿Y Evelyn? ¿Será feliz con Bill? No escribe, se ha contagiado de la parquedad que invade a los que se instalan en el Oeste.

Próximo al canal de Panamá se destacaban las instalaciones de la Escuela de las Américas, donde confluían oficiales provenientes de las antípodas del globo: por un lado los norteamericanos que habían servido en Vietnam, y por el otro los becarios latinoamericanos que luchaban en varios países al sur del río Bravo. Todos ellos estaban involucrados en la guerra contra el comunismo internacional y subversivo. Los que llegaban de Vietnam cargaban algunos trastornos mentales, pero se hallaban en condiciones de transmitir un saber invalorable. Sus experiencias en el sudeste asiático debían ser procesadas e inoculadas en los inmaduros militares de América latina, que, en muchos casos, ni siquiera tenían buenas escuelas militares en sus respectivos países e ignoraban las modernas tácticas que exigía un enemigo cada vez más hostil y ubicuo.

La Escuela de las Américas fue fundada en 1946 para hacer frente a la guerra fría. Estaba financiada por el Pentágono y fondos federales. Contaba con sólidos fuertes y la base aérea Howard, desde donde partían vuelos de reconocimiento hacia el Cono Sur.

Antes de que a Dorothy le entregaran su pasaje para volar a Panamá, Wilson fue sometido a un tratamiento de rehabilitación física y mental que limpiase sus venas de los miasmas contraídos en los campos de la muerte. Sus vínculos conyugales no debían contaminarse con pesadillas. Su probado valor y su astucia debían servir a la multiplicación de iniciativas que desbaratasen el avance de la guerrilla y sus apoyos logísticos desde América Central hasta la Argentina. Mientras esperaba a su esposa le ofrecieron trabajar un poco, descansar bastante y divertirse a gusto.

—¡Tanta mentirosa cortesía! —maldijo en voz baja.

Durante la primera semana le hicieron conocer las instalaciones de Fort Gulik. Eran varios edificios y él había sido asignado al segundo. Alternaban las aulas para las clases teóricas con los vastos campos de entrenamiento. Los militares estadounidenses disponían de toda la tierra que necesitaran: controlaban el canal, el país, y ofrecían ayuda al resto del continente. Enseñaban especialidades importantes: artillería, mecánica, inteligencia, operaciones, contrainsurgencia y —en secreto— las artes de la tortura y la represión. Los oficiales latinoamericanos llegaban en grupos y se los distribuía según criterios prácticos. En poco tiempo debían estar listos para regresar a sus respectivos lugares de origen y orientar la acción de las Fuerzas Armadas.

Dormían en grandes y confortables barracas que cobijaban de cien a ciento veinte personas cada una. Pero estaban separados por divisiones que permitían mantener cierta intimidad: en cada cubículo se alojaban dos oficiales o sólo uno. El calor de Panamá agobiaba. Las camas tenían un par de sábanas para una mínima protección. Se pretendía alejar a los jejenes mediante ventiladores, matamoscas, espirales o tules, instrumentos que siempre resultaban infructuosos ante su perseverancia de picar a toda hora. El invierno no traía alivio, sino lluvia. Y más jejenes.

Wilson se dirigió al depósito, donde le entregaron pantalones y camisas color caqui, un birrete y zapatos negros. También le proveyeron el uniforme de combate.

Lo despertaban a las siete. Media hora más tarde servían el desayuno colectivo. No había diferencia con los desayunos de La Habana, la Academia de Aviación o los cuarteles de Vietnam, salvo en que era más sabroso el café y acompañaban el pan y manteca con plátanos fritos y arroz con frijoles. Luego la gente se dirigía a las aulas para asistir a clase. Hacían una hora de pausa al mediodía y continuaban los estudios hasta las cinco.

A Wilson le planificaron una sesión diaria con el psiquiatra y ejercicios de relajamiento, como natación y tenis. Las imágenes de horror comenzaban a espaciarse y, en su lugar, crecían los recuerdos sobre las Aldeas Estratégicas Defendibles levantadas en Vietnam. De ellas habló en las sesiones de terapia y también con sus superiores. Reconoció que le interesaba la contrainsurgencia por sobre las demás especialidades; incluso había perdido el gusto de volar. A su juicio, era indiscutible que las Aldeas Estratégicas Defendibles constituían el remedio más eficiente contra la subversión marxista-leninista. Equivalía a un potente insecticida. Los norteamericanos debían enseñar y convencer a los oficiales argentinos, bolivianos, chilenos, paraguayos, brasileños y nicaragüenses de que aprendieran y aplicaran ese método. Si en Vietnam había sido exitoso, en América latina llevaría a la gloria.

La ciudad más cercana era Colón, sobre el Atlántico. Hacia allí se dirigía Wilson los fines de semana. Las playas estaban protegidas con profundas redes metálicas que impedían el ingreso de los tiburones, permanentemente atraídos por los residuos que arrojaban los barcos cuando abandonaban las esclusas del canal. Junto a un acantilado volvió a practicar buceo, deporte que había empezado en el mar de China. Después bebía en una taberna y, junto con oficiales amigos, terminaba revolcándose en divertidos lupanares.

Cuando arribó Dorothy ya habían asignado a Wilson una casa modesta y digna, provista de las comodidades a las que su mujer debía de estar acostumbrada. No bien ella depositó su equipaje, Wilson le contó que sus superiores le habían asignado tres días de franco para que disfrutasen juntos de una merecida segunda —aunque breve— luna de miel. “Estos gringos comemierda tienen gestos humanitarios... cuando quieren”, agregó. Mientras le contaba estas noticias fueron al dormitorio dándose besos y no pudieron levantarse de la cama hasta el siguiente mediodía. Anhelaban recuperar el tiempo de la separación disolviéndose en forma recíproca, acariciándose la nuca, la espalda, las piernas y revolviéndose los cabellos. Finalmente decidieron partir hacia el mar.

Caminaron horas por la playa y bebieron jugos de coco, de piña, de guayaba y de melón en los paradores mientras se contemplaban con alegría y asombro. También con curiosidad: cada uno había incorporado elementos intransferibles que tal vez se habían hundido en el fondo del alma: escenas de las batallas o experiencias de soledad. Repetían que se habían extrañado con locura y que se amaban con más locura aún. Pero en la mente de Wilson aleteaba la sospecha de que algún aventurero la hubiese tocado, y en la mente de Dorothy revoloteaba la certeza de que en esos dos años su marido había frecuentado prostitutas de exóticas artes. Pero evitaron rozar los temas que prenderían como ramas secas. Les esperaba una larga y tranquila temporada en Panamá. Era tiempo de pasarla lo mejor posible. Juntos. Y volvieron a besarse.

Entre los ejercicios prácticos que debía enseñar Wilson figuraban los simulacros de lucha en terrenos adversos. El modelo de Sierra Maestra y luego Vietnam fue copiado a pies juntillas por los subversivos del continente. Había que enfrentarlos en su propio medio, que casi siempre eran la montaña y la selva. Wilson tenía mucho para trasmitir a los oficiales de los países hermanos. Antes de que despuntara el día recorría con los dedos la cabellera de Dorothy y le recomendaba que no se levantase aún. Luego bebía una taza de café, comprobaba el estado de su equipo y marchaba hacia el punto de encuentro con los otros tres integrantes de la unidad. En pocos minutos el sendero se tornaba angosto y penetraban en la espesura. Un buen entrenamiento requería enfrentar peligros. Y era lo que menos faltaba. Los oficiales que lo acompañaban confiaban a medias en Wilson y abrían los ojos como si estuviesen a punto de ser devorados.

Delante marchaba quien abría el paso con un machete. Lo seguía el encargado de la brújula. Después, Wilson. El último medía las distancias en base al largo de sus pasos y haciendo nudos en un hilo. Tenían que llegar hasta un sitio donde habían fijado un número. Desde allí debían continuar en otra dirección hasta dar con el número siguiente. En apariencia era como jugar a la búsqueda del tesoro. Pero la marcha exigía cruzar ríos, bordear precipicios, escalar montañas abruptas, evitar las picaduras de víboras y estar alerta ante un ataque enemigo por sorpresa.

Al final de la agotadora jornada regresaban al fuerte, donde los esperaba una evaluación sobre el tiempo insumido y la cantidad de números encontrados. Se establecía un orden de mérito para las diferentes patrullas.

Los oficiales que conseguían el mejor puntaje en forma reiterada obtenían como premio la tarea de realizar el mismo operativo, pero de noche. Una acción que requería el máximo de habilidad y coraje.

En una de esas prácticas Wilson casi perdió la vida. Fue durísimo. Se extraviaron una hora después de iniciar la marcha. El contador del recorrido se desbarrancó y fue a parar a la hondura de una cañada. Voceó que se le había escapado el hilo donde hacía los nudos. Y eso fue lo último que dijo. Las linternas apuntaron en la dirección de su voz, sin importarles que despertaban a las fieras. Pero no hubo más voz del compañero, pese a la insistencia con que repetían su nombre. Supusieron que se había desmayado o que cayó en un pozo que ahogaba los sonidos. Los militares se acercaron al jefe para que les indicara cómo resolver tamaño problema. Wilson procuró transmitirles calma y pidió que cesaran de gritar, porque el ejercicio sería anulado.

—En una guerra de verdad estos alaridos harían caer sobre nosotros a cien comunistas juntos.

Debían proceder con lógica y eficacia, aunque ambas cualidades se hubieran evaporado.

Bajaron agarrados de las lianas y los nudos vegetales. La oscuridad era agobiante, y la luz de las linternas chocaba contra troncos y ramas siempre iguales, siempre hostiles. El encargado de abrir el camino sintió que un espectro le arrebataba el machete y se paralizó de susto. Clamó auxilio y Wilson debió abofetearlo para devolverle la cordura.

Siguieron bajando hasta que sus botines chapalearon el borde del arroyo. El compañero faltante no aparecía, aunque debía de estar cerca. Se sentían agitados, débiles. Caminaron por entre las resbalosas piedras de la orilla hasta que los orientó un quejido. El oficial yacía doblado en una posición inverosímil, inconsciente. Wilson lo cargó sobre su espalda y reiniciaron la marcha. Las linternas de los otros dos militares iluminaron los muros vegetales sin encontrar salidas. El herido manaba sangre por una oreja; era posible que hubiese sufrido fractura de cráneo. Wilson sentía su peso muerto y temía que expirase pronto si no conseguían regresar al fuerte. Su bota pisó una masa elástica y en el acto se dio cuenta del error fatal. La gigantesca víbora se irguió como un resorte y clavó los colmillos en la pierna colgante del herido. El machetazo reflejo y brutal del oficial que iluminaba la escena dividió el cuerpo del reptil e hizo volar una rebanada de pantorrilla.

A Wilson le chorreaba el sudor. Acomodó mejor el pesado cuerpo sobre su espalda y ordenó seguir. Ahora el herido también manaba sangre por la pierna. No había tiempo para perder en vendarlo aunque el otro oficial optó por ajustarle un torniquete mientras avanzaban. El arroyo debía conducir hacia una zona más abierta. De la garganta de Wilson brotó absurdamente el canturreo que a veces lo acompañaba en Vietnam cuando sentía el abrazo de la muerte. La víbora había querido picarlo a él y ya sería hombre muerto, pero la ponzoña circulaba por las arterias del cuerpo que sostenía su espalda. Pisó con bronca, deseoso de aplastar otra enroscada víbora. Le pareció ver los ojos fosforescentes de animales listos para saltarle a la cara. Sería bueno que apareciera un pelotón de comunistas, así les arrojaba las granadas que colgaban de su cinto.

No pudieron descubrir la salida hasta que el alba devolvió formas al mundo. Agotados, rindieron cuenta de su escaso profesionalismo. El puntaje cayó al piso por un deceso tan lamentable que los operativos nocturnos se suspendieron por un mes, hasta que la jefatura diseñó mejores técnicas de seguridad. El cadáver, que pertenecía a un capitán chileno de apellido Tabares, fue despedido con los máximos honores por todos los integrantes de la Escuela.

Wilson quedó apesadumbrado. Quienes lo habían acompañado esa noche, no obstante, se encargaron de informar sobre su entereza. De no haber sido por la calma que les había transmitido, las consecuencias habrían sido peores. Pocas semanas después Wilson fue ascendido y le comunicaron que apreciarían que se quedara en la Escuela de las Américas por unos años más.

Se nos ocurrió invitar a Bill y Evelyn por una semana. Conocerían el célebre Fort Gulik, el canal de Panamá y las hermosas playas de dos océanos. Pero mi hermano, fiel a su excentricidad, en lugar de agradecernos respondió que por el momento no podía interrumpir sus actividades. Se había mudado a Little Spring, Texas, la ciudad natal de james Strand. Allí no fundó una nueva iglesia al estilo de las carpas azules que había erigido en Nuevo México y Arizona, sino toda una comunidad. La emplazó a unas veinte millas del centro. Por lo poco que describía en sus cartas, el conjunto se extendía en torno de un sólido rancho convertido en “fortaleza del espíritu”. Lo acompañaba un reducido estado mayor compuesto por Evelyn, su chofer Aby y un tal Pinjás. Cada uno estaba a cargo de tareas diferentes que no describía ni con media palabra. Ya había reclutado familias enteras, incluidos niños. Llamaba a su grupo Héroes del Apocalipsis. En algunas cartas se dirigía sólo a Wilson y le recordaba que sus caminos se encontrarían en torno de la gran misión.

Nunca pude entenderlo del todo.

Ahora acaba de llegar un cable sorpresivo. Anuncia que mañana aterrizará en el aeropuerto de Panamá. Parece que viene solo. Esta forma de actuar me saca de quicio. Nunca piensa en los demás: ni por un instante se le cruzó por la mente preguntar si estábamos en condiciones de recibirlo. Es así. En mi familia decían que su encefalitis tuvo la culpa, pero a veces pienso que hubiese sido igual sin ella.

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Llegó Bill. Y ya se fue.

Fuimos a esperarlo al aeropuerto. Pese al calor traía su famosa túnica de profeta colgada de los hombros. Me dio un abrazo frugal y le palmeó la espalda a Wilson. Pregunté por Evelyn y me contestó con tanto desgano que temí hubieran roto. Era evidente que no la consideraba esencial. Pobre Evelyn. Bill ni siquiera mostró buena disposición para contarme cómo lo estaban pasando en Little Spring, cuáles eran sus programas de rutina. En realidad no quería soltar prenda sobre su rancho ni sobre la comunidad que había formado, y menos sobre su intimidad. Se limitaba a decir que todo estaba bien y bajo control.

Lo noté más serio y tenso que antes. Pálido de tez, ojos y bigote. Medía cada palabra, contemplaba con fijeza de tigre los detalles y atendía nuestros comentarios y los de otros militares como si los grabara para un examen. Más que pasar unos días de vacaciones en nuestra compañía, parecía obsesionado por estudiar a Wilson y las actividades de Fort Gulik.

No demostró interés en pasar muchas horas conmigo. Habíamos permanecido distantes durante décadas y parecíamos extraños pese al vínculo de sangre. Hablamos sobre la precaria salud de nuestros padres y el deseo de Wilson —también mío, por supuesto— de tener hijos. “Yo, en cambio, no los quiero. Los profetas no tenemos hijos biológicos porque somos los padres en espíritu de todos los descendientes de Adán e Israel”, me dijo.

Cuando le pregunté qué opinaba Evelyn, me contestó: “Acepta los designios del Señor”.

—Pero, ¿qué dice Evelyn?

—Acepta los designios del Señor.

“¿Se resigna a no...?”, insistí. Su respuesta fue: “Se resignan los que tienen poca fe. Ella acepta gozosa su destino”.

Moví la cabeza. No podía creerle. Al fin le dije: “Lo siento por Evelyn. En cambio, nosotros sí queremos un niño. Pero tarda en llegar”. Se limitó a contestar: “El Señor lo proveerá en el momento oportuno”.

Le confesé que la demora nos estaba preocupando, en especial a Wilson. Mi hermano sólo dijo: “Sara tuvo a Isaac cuando anciana, y Ana, la madre de Samuel, debió esperar muchos años. El Señor escucha las súplicas. Hablaré de esto con tu marido”.

Me pareció un gesto maravilloso. Por fin iba a interesarse en algo que nos concernía.

Wilson estaba realmente preocupado. Los estudios ginecológicos que me hice con dos especialistas diferentes coincidían en que yo no era estéril. Algo pasaba con él. Pero su machismo le impedía someterse a un examen. Insistía en que su potencia era perfecta y eyaculaba como un semental. Se deprimió al enterarse de mi buena salud, pero siguió resistiéndose a consultar con un médico. Prefirió esperar. Yo me esmeraba en tranquilizarlo y aceptaba esperar también.

Seguro que Bill le habló. Pero algo me decía que los entusiasmaba discutir otras cosas en lugar de concentrarse en el problema. Cosas que yo no debía oír, como si fuese una nena inmadura. En tres ocasiones cambiaron bruscamente de tema al verme junto a ellos. Ambos consideran que las mujeres somos necesarias pero no confiables, incluso las buenas esposas. Que no tenemos capacidad para los negocios complicados.

Bill dijo que deseaba conocer y escuchar a los oficiales de alta graduación que se entrenaban bajo la tutoría de Wilson, en especial colombianos, bolivianos, peruanos y argentinos. Con el aceptable español de Bill y el inglés variable de los huéspedes —más las traducciones que Wilson y yo aportábamos para las sutilezas—, las veladas en casa resultaron animadas e instructivas. El intercambio de información dibujó un mapa fascinante del continente, con clara identificación de problemas y desafíos. Bill no se refirió en ningún momento al tema religioso o racial, lo que habría generado fricciones. Supongo que no lo hizo porque le sobraba perspicacia. O estaba detrás de algo más importante que, por el momento, le exigía mantener violín en bolsa. No sé.

De todos modos advertí que se había generado una recíproca simpatía entre los cuñados. Tal vez por la esperanza que Bill logró inyectar en Wilson acerca de su capacidad de convertirse en padre, o tal vez porque coincidían en la inexplicable tarea que llamaban “misión”.

Al término de esa semana prometió volver a visitarnos.

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Hoy fuimos otra vez al aeropuerto para esperar a Bill. Es su tercera visita a Panamá, siempre sin Evelyn. Ya ni le pregunto por ella. Al vernos anunció que se quedará una semana, como las veces anteriores. No viene a descansar ni a estar conmigo. No comprendo su motivación real y tampoco Wilson puede —o quiere— explicarla.

Le interesa reunirse con oficiales latinoamericanos a pesar de que integran la raza inferior de los hispanos, según sus teorías. Una vez dijo: “Si Goering podía definir quién era judío, yo puedo definir quién es un hispano grato al Señor”. Tiene particular interés por los colombianos, ecuatorianos, peruanos y bolivianos. También hace largas caminatas con Wilson, de las cuales mi marido apenas me comenta alguna trivialidad. Pareciera que el amor que debería sentir por su hermana lo ha transferido a su cuñado. Por cierto que me complace verlos tan amigos, pero hubiera querido sentirme menos excluida.

Respecto a su comunidad en Little Spring, nada nuevo. Se limita a decir que crece en forma lenta, como corresponde a un ambiente que privilegia la calidad y la pureza. Reina una disciplina conventual, con plegarias, trabajo y estudio. Evelyn lo acompaña con devoción y no escribe porque está inmersa en ese mundo más cercano al Cielo que a la Tierra.

Lo miré a los ojos y sentí frío.

Mientras escribo esto, sigue charlando con Wilson en el living. La verdad, no debería importarme (pero me inquieta).

En Panamá se entrenaba contra la democracia, porque había una tremenda confusión de valores. Los Estados Unidos invertían dinero y recursos humanos para sostener dictaduras infames. Enseñaban a torturar y reprimir. En 1999 el presidente Bill Clinton, en América Central, pidió perdón por semejante delito, y James McGovern, representante por Massachusetts, acaba de afirmar que ha llegado el momento de cerrar la Escuela de las Américas porque es humillante para la imagen de su país. Ya no funciona más en Panamá, sino en Fort Benning, Georgia. No obstante, su mayor productividad y eficacia fue generada en Panamá. Y sus efectos aún se sienten en muchos países.

Es difícil comprender desde la actual perspectiva cómo fue posible que los Estados Unidos, desarrollados a partir de la luz ejemplar de sus padres fundadores, con firme adhesión a la ley y las instituciones republicanas, hayan pactado con la hez de América latina y contribuido de forma ostensible a su frustración política, social y económica.

Su destino manifiesto perturbó las mentes más esclarecidas y, hasta el día de hoy, no logran asumir que las amenazas que golpean a sus puertas desde América latina no se resolverán mediante la represión armada o económica.

La historia es larga y diferente a un lado y otro del río Bravo. Los Estados Unidos siguen mirando con desprecio a sus inevitables vecinos del sur. A menudo muestran mejor disposición hacia países distantes, como si los latinoamericanos fuesen unos irredimibles que terminarán destruyéndose solos. Pero no será así: los perdigones de sus conflictos cruzarán las herméticas fronteras y herirán a distancia en el cerebro y el corazón.

Ocurre que Estados Unidos es un país especializado en ganar, y América latina, un continente especializado en perder. Pierde desde los tiempos de Cristóbal Colón. El continente era una diosa con los pechos hinchados de líquidos preciosos. Los conquistadores se prendieron a esos pechos y les succionaron toneladas de oro y cordilleras de plata. Tanta plata que habrían podido tender un puente de ese metal que uniera las cuevas de Potosí con los palacios de España. La diosa y sus hijos, sin embargo, no fueron respetados ni retribuidos. Más riqueza les quitaban, más desaprensivamente los oprimían.

Después la diosa produjo otros bienes. Era de una fecundidad sobrenatural. En sus tierras abundaba lo que Europa y los Estados Unidos necesitaban. La diosa y sus hijos podían sentirse afortunados. En sus tierras mágicas brotaba caucho, café, frutas, azúcar, hierro, salitre, cobre, estaño, algodón, carne, petróleo. Para extraer tanta riqueza y llevarla a otros puertos fue necesaria mano de obra. Se importaron esclavos sin límite y se segaron vidas sin compasión.

La enorme riqueza, sin embargo, no sirvió para ganar algo, sino para volver a perder. La riqueza engendraba pobreza, marginación y servidumbre. América latina, hiciera lo que hiciere, seguía barranca abajo.

Durante siglos la diosa fue succionada, y sus hijos, maltratados. Hasta que se produjeron las sublevaciones. Tardaron bastante, hay que reconocerlo. Haití era un hervidero de esclavos por la cantidad de brazos que exigía la explotación del azúcar, y en 1791 estalló la sangrienta revolución, la primera de muchas. Luego se produjo la emancipación del resto. Pero el espacio colonial no se mantuvo unido, sino que estalló en fragmentos más fáciles de dominar por los de afuera.

El continente siguió perdiendo tras la independencia. A los amos españoles se agregaron o sucedieron los ingleses, franceses, holandeses, estadounidenses y miopes caudillos locales. Su riqueza seguía constituyendo una maldición. Para apropiarse de ellas todo resultaba lícito. A mediados del siglo XIX el filibustero William Walker invadió Centroamérica al frente de una banda de asesinos y cumplió expediciones sucesivas en Nicaragua, El Salvador, Honduras y Costa Rica. Restableció la esclavitud y hasta se proclamó presidente. En los Estados Unidos fue celebrado como un héroe. Desde entonces las intervenciones se tornaron naturales. El presidente Theodor Roosevelt arrancó Panamá a Colombia por veinticinco millones de dólares e implantó la doctrina del garrote. Luego los marines irrumpieron sin permiso para proteger las vidas y los intereses estadounidenses (de algunas empresas, en verdad). Invadían y ocupaban países enteros por el tiempo que se les antojase; permanecieron en Haití durante veinte años (Haití es sólo un ejemplo). No enseñaron a respetar la Constitución y las leyes —como ocurría en su propio territorio—, no apoyaron la juridicidad ni la estabilidad. Sólo abusaban y rapiñaban. Dejaban un tendal de muertos, humillados y resentidos.

Sus acciones se repitieron sin pudor durante el siglo XX. La tenaz rebelión de César Augusto Sandino parecía haber conducido hacia la sensatez. Pero Sandino, invitado a las conversaciones de paz, fue asesinado por Somoza, quien, en lugar de ser castigado por el crimen, asumió las riendas de Nicaragua con la bendición del Norte y luego fue sucedido por su corrupta descendencia. Los Estados Unidos premiaron a esa familia en abundancia, como decidieron premiar a quienes se mostrasen obsecuentes con sus intereses de corto plazo. Lo mismo ocurrió en Guatemala al ser derrocado el noble Jacobo Arbenz por el coronel Castillo Armas, entrenado en Fort Leavenworth.

América latina seguía desfondándose por causa de su inagotable riqueza sin dueño.

Y crecía la frustración económica, social, política, nacional. Crecían los virus de enfermedades que tarde o temprano estallarían como granadas.

La experiencia de Cuba encendió una exaltada esperanza. Aparecía como un camino nuevo, limpio, bienintencionado, racional. Único modelo alternativo a la ancestral frustración. Pero la revolución enfermó también y dejó de ser la panacea de multitudes hambrientas y engañadas.

El presidente Kennedy, casi simultáneamente, lanzó su proyecto de la Alianza para el Progreso, que en algunos años declinó hasta morir sin pena ni gloria. ¡Qué lástima! Nueva frustración. En lugar de apoyar de manera decisiva las instituciones de la democracia y el desarrollo latinoamericano, en los Estados Unidos prevaleció la paranoia de la Guerra Fría. Cada intento progresista en el sur era visto como una traición a Occidente. Para la Casa Blanca los únicos líderes confiables terminaron siendo los dictadores, enemigos jurados de cualquier ideología que propiciara superar la marginación y la pobreza sobre las que se erguía su ilegítimo poder.

Se aceptaron y hasta estimularon los golpes de Estado, se derribaron gobiernos representativos y se persiguieron personalidades esclarecidas. Un manto sombrío cubrió a la ubérrima diosa, sus tierras y sus hijos. Los dictadores eran los heraldos que aniquilarían la subversión y restablecerían el orden y la paz. A ellos había que sostener.

El embajador argentino lo recibió en su oficina forrada de oscura boiserie. Lo invitó a sentarse en un ancho sillón mientras las manos enguantadas de un camarero depositaban sobre la mesa ratona los pocillos de café.

De inmediato se interesó por la vida de Wilson. No se trataba de preguntas urbanas, de esas que se estilan para hacer rodeos, sino encaminadas a completar una información. Sabía lo esencial de su carrera y que pocos meses atrás se había retirado a Pueblo, Colorado.

—¿Cómo le sienta la vida en un lugar como ése?

Wilson removió el azúcar, extrajo la cucharita y miró sus reflejos plateados; luego la depositó sobre el platito. Bebió un sorbo.

—Es casi como vivir en México. Me he suscripto a The Pueblo Chieftain, un diario bastante ágil. Algunas tardes paseo por las orillas arboladas de los dos ríos que cruzan la ciudad, el Arkansas y el Fountain. Voy al cine, juego al golf, tengo amigos. Una vez por semana me entretengo en la taberna de Gus, algo muy típico.

—¿Qué tiene de extraordinario?

—Si alguna vez anda por allí, le recomiendo saborear el Dutch plate con la doble bebida.

—Doble...

—Es una tradición inventada por los dueños, italianos. Curiosa la mezcla, ¿no? Dueños italianos, comida holandesa, clientes hispanos o irlandeses. Primero hay que tragar de golpe un vasito de whisky y luego beber la cerveza en grandes recipientes de vidrio. El Dutch plate es la única comida que sirven, pero resulta inolvidable: salame, queso, jamón, ajíes, tomate y cebolla con mostaza o mayonesa. Los viernes, en la mesa del fondo que todos conocen y nadie usa por respeto, se reúnen los políticos.

—Usted concurre los viernes.

—Adivinó. Pero le aseguro que no me mueve la vocación política.

—¿Qué, entonces?

—Divertirme. Mi mujer dice que necesito divertirme, y allí lo paso bien. No soy el único. Fíjese que muy cerca de la mesa de los políticos hay un toilet, pero fuera del toilet, casi pegado a la mesa, hay un pequeño lavatorio y un espejo desde el cual se puede mirar y escuchar hasta la respiración de los políticos. Es como un balcón en el Capitolio. A veces la polémica resulta chispeante.

—¿Usted me quiere decir que no cambiaría esa vida por nada del mundo?

—Tanto no he dicho.

El embajador se pasó la lengua por el borde inferior del bigote.

—No tengo derecho a meterme en su vida, desde luego, pero sabemos que usted ha venido cumpliendo una carrera brillante en la Escuela de las Américas. No se entiende por qué ha decidido retirarse.

—Razones personales.

—Es claro. —Sonrió. —O nada claro. Repito que no tengo derecho a meterme. La razón de este encuentro se refiere a otra cosa.

—Lo escucho.

—Es un ofrecimiento de mi gobierno.

—Veamos, entonces.

—Señor Wilson Castro, lo que voy a decirle proviene del más alto nivel.

—No esperaba otra cosa.

El diplomático se levantó, fue a su escritorio y recogió una carpeta. Sin abrirla volvió a su sitio y la mantuvo sobre las rodillas, por si necesitaba verificar algún dato.

—Mi país atraviesa una etapa difícil. El regreso del general Perón no trajo la armonía esperada. Se están rompiendo todas las costuras de la organización institucional. La subversión nos pone al borde del abismo y debemos aniquilarla. Los expertos suponen que la lucha será compleja y tal vez dure años. Existe la decisión de contraatacar enérgicamente.

—Me parece lógico.

—Usted, señor Castro, es recordado con admiración por los oficiales argentinos a los que entrenó en la Escuela de las Américas y ahora ocupan lugares de mando.

Wilson puso en actividad sus obsesiones y proyectos mientras mostraba una cara de póquer. El comunismo era la hidra de cien cabezas que no cesaba de masticar países enteros. Había tragado a Cuba, amenazaba con triunfar en Vietnam, ponía en riesgo toda África, contaba con poderosas organizaciones políticas en Europa, seducía al mundo árabe, había ganado las elecciones en Chile y ahora despedazaba un país grande y evolucionado como la Argentina.

El plan elaborado secretamente con Bill demostraba ser correcto. De haber seguido como instructor en Panamá, sólo habría obtenido más elogios, pero de un círculo limitado. Su misión —la misión de su vida— se marchitaría entre el calor húmedo y los obstinados jejenes. Debía interrumpir esa carrera que no llevaba a la gloria y dejar espacio a la sorpresa. Debía cortar las ligaduras para poder volar hacia su destino fulgurante. Arriesgarse a esperar el llamado. Lo mismo había hecho Bill al renunciar a sus carpas en Nuevo México para iniciar la aventura de una comunidad de héroes. Los grandes no yacen encadenados.

Wilson tuvo que imponerse al asombro de Dorothy, que no entendía estas cosas. “¿Dejar ahora Panamá? ¿Renunciar a tu carrera? Antes me hubiera encantado, pero ahora me deja muda.” El fallecimiento de la madre determinó que el padre se fuese a vivir con un hermano y dejara vacante la amplia casa de Pueblo. “Nos instalaremos allí por un tiempo. Verás: no será mucho”, la había convencido él.

Dorothy estaba acostumbrada a los caprichos de su marido. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja... También aprendió a no alarmarse por los bruscos golpes de timón que pegaba el destino. Se casó llena de ilusiones y apareció Vietnam; viajó a Fort Gulik llena de miedo y disfrutaron años hermosos. ¡Qué paradojas! Pasar una temporada donde gozó su infancia y su juventud sonaba atractivo, aunque cargado de incertidumbre. Sabía que ése no iba a ser el puerto final del ambicioso Wilson. Además, era posible que el descanso lo ayudase a superar su maldita incapacidad de generar espermatozoides.

El embajador adelantó el torso para transmitir la confidencia.

—Mi gobierno lo invita a entrenarnos y asesorarnos para la cruzada que llevamos adelante contra los delincuentes subversivos, en las condiciones que usted mismo fije.

—Ajá. ¿Y en qué campo quieren que trabaje?

El embajador abrió la carpeta, leyó unos renglones y volvió a cerrarla.

—El que enseñaba... El mismo que enseñaba en Panamá. Abarca varios rubros. No podemos perder un minuto ni ser gentiles con el enemigo.

—Comprendo.

—Eso sí: piden que vaya a Buenos Aires cuanto antes.

—Deberé meditar. Me cansé de la guerra; por eso fui a Pueblo.

—En base a lo que sabemos de usted, me permitiría decir otra cosa.

Wilson contrajo la frente.

—Entendemos que Pueblo es para usted una breve vacación —continuó el embajador—. Su energía, su talento y su juventud no están para jubilarse ni para convertirlo en un oscuro vendedor de inmuebles.

Vació el pocillo de café mientras pensaba que ese ofrecimiento tenía los sonidos de un llamado. Era la ocasión profetizada por Bill. En Buenos Aires podría hacer mucho más de lo que había hecho en Cuba, Vietnam y Panamá. Le estaban entregando en bandeja un rango cuyas perspectivas superaban los mejores sueños de un jefe en Fort Gulik, por ejemplo. Y quizás el cambio de clima, de gente y de actividad le devolviera la capacidad de generar espermatozoides. Su hombría recuperaría lo que le faltaba. En su horizonte emergía algo potente. Desde que le había llegado la carta del embajador se le empezaron a borrar las ideas suicidas, cosa que tranquilizaría en primer lugar a Dorothy. En la Argentina le nacería un hijo.

El embajador lo miraba sin parpadear, ansioso de leer los pensamientos que le recorrían el cerebro. Cruzó las piernas y abrió la caja de habanos que tenía a su derecha. Antes de que extrajese uno, Wilson descerrajó la pregunta.

—¿Cuánto me pagarán?

El diplomático levantó la caja y la ofreció a su invitado, quien la declinó con un movimiento de cabeza.

—¿Le molesta que fume?

—No.

Mientras cortaba la punta, respondió calmo:

—Desea saber cuánto le pagarán... Pues es muy sencillo: lo que usted pida.

—¿Cómo?

Se puso el cigarro entre los dientes y lo encendió con cuidado mientras aspiraba enérgico.

—No hay cifras, amigo. Es como decir: no hay tope. El ministro José López Rega y su equipo de confianza controlan muchos recursos, y en materia de combatir la subversión no se dejan frenar por mezquindades. Recibirá lo que desee. Está tratando con hermanos y sé que no pedirá locuras. Proponga, no más.

—Deberé renunciar a mis negocios.

—Si se refiere a los inmuebles que vende en Pueblo, ya no le parecerán ganancias, sino propinas. La comparación es absurda.

—Contestaré en una semana.

—Una semana es mucho. Por favor, compréndanos. En la Argentina lo esperan con los brazos abiertos.

En Buenos Aires, Wilson y Dorothy cambiaron de domicilio tres veces. Primero se alojaron en un departamento amplio pero poco luminoso del Barrio Norte, prestado por el ministerio de Bienestar Social, que había pertenecido a un empresario vinculado con organizaciones de izquierda, ahora prófugo. En dos meses pasaron a otro, lleno de luz, en las Barrancas de Belgrano, que compró a mitad de precio gracias a la intervención de una inmobiliaria que le recomendó un general. Era su primera inversión en el país. Más adelante adquirió una suntuosa residencia con parque en la localidad de San Isidro, también a costo irrisorio, y alquiló el departamento de Belgrano por varios miles de dólares mensuales. En poco tiempo era notorio que su cuenta bancaria no engrosaba por día, sino por hora.

Escribió a Bill contándole que la Argentina era un país de milagros. Fue a la mejor joyería del centro y compró un pesado collar de oro y platino para Dorothy; se lo regaló mientras cenaban en un restaurante de la Recoleta. Él brindó por el impulso que el destino había dado a su misión, y ella —mirándolo con dulzura a los ojos— brindó para que pronto quedase embarazada. Bebieron el burbujeante champán, pero el rostro de Wilson se nubló por un instante y Dorothy lo percibió, arrepentida.

El superministro José López Rega había sido un cabo de policía supersticioso e ignorante que el presidente Perón elevó de la noche a la mañana a rango de comisario general. Practicaba cultos africanos, se desempeñaba como secretario del Presidente y asesor confidencial de su necia esposa. Por expresas instrucciones que Perón había transmitido desde España, antes de su regreso, el cabo fue ungido como referente central y los cambios en la jefatura de Estado (Cámpora, Lastiri, el mismo Perón y luego su viuda, Isabel) no disminuyeron su poder. Puso en marcha dos grandes iniciativas, una pública y frustrada, la otra secreta y exitosa. La primera fue construir un Panteón de la Patria en desaforado estilo nazi-fascista. La segunda fue lanzar un grupo parapolicial sanguinario llamado Triple A (Asociación Anticomunista Argentina). El Panteón quedó en la nada, mientras la Triple A comenzó a barrer las calles del país y arrojar cadáveres a las zanjas de las rutas, en especial la que llevaba al aeropuerto de Ezeiza.

Pese al clima enrarecido generado por la lucha entre subversivos y represores, la Argentina resultó fascinante para Dorothy y Wilson. Wilson era escuchado y respetado en forma creciente y obtenía generosas recompensas. Dorothy mejoraba su castellano, compraba en las mejores boutiques y fue rodeándose de alegres amigas. Buenos Aires era el día frente a la noche si se la comparaba con Pueblo o con Fort Gulik. Hasta su clima resultaba excepcional.

La caída de López Rega —forzada por el asco que generaba en la población civil y también entre los militares— no perjudicó a Wilson. Sus contribuciones en el campo de la contrainsurgencia ya eran apreciadas por el Estado Mayor y su futuro no dependía de quienes eran sus provisorios jefes.

El 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe de Estado que venía incubándose desde hacía meses. La desbordada Isabel Perón no tenía luces ni cintura política para enfrentar el caos. La oposición proponía llegar a las elecciones aunque fuese con muletas, pero el oficialismo no supo articular los factores democráticos y la confusa presidente fue sacada sin resistencia de la Casa Rosada por un piquete armado. Los obsecuentes que formaban su entorno huyeron como ratas. El jefe de la corrupta CGT voló a España y acuñó una expresión que hizo historia: “Yo me borro”.

El poder fue tomado por una implacable Junta Militar que voceó —como en los golpes anteriores— su voluntad de restablecer el orden y la moral. Pero la lucha contra la subversión —de la que sólo quedaban desorganizados restos— se convirtió en la excusa para que militares, policías y muchos civiles sacasen los colmillos, saldaran viejas cuentas, aboliesen el estado de derecho y desencadenaran un maremoto de persecuciones, rapiña, tormentos y desapariciones sin precedentes. Wilson fue parte activa de muchos operativos llevados a cabo en forma inexorable, a luz o sombra.

Desde la cúpula formada por la Junta Militar descendía una soberbia paralizante. Millares de personas con buena conciencia no tuvieron otra alternativa que doblegarse ante el gruñir de bestia cebada o partir hacia el exterior (si tenían la suerte de no ser detenidas en los aeropuertos). Miles de familias empezaron a enlutarse. Pronto no habría un argentino que no tuviese alguien próximo que se hubiera esfumado con testigos o sin ellos. Los hábeas corpus se convirtieron en letra muerta. Desde la guerrilla y desde las Fuerzas Armadas se disparaba sin escrúpulos. La solución del mal consistía en aplicar la violencia más sádica posible. La sociedad entera se desfondaba, aturdida.

Pero Wilson Castro no pensaba de la misma manera. Le entusiasmó el golpe de Estado porque su odio a los comunistas indicaba que para semejante enemigo hacía falta mano de hierro. Con los militares en el poder desaparecían las cortesías jurídicas y se podía actuar a toda orquesta: los cañones quedaban libres de estorbo. Los políticos, jueces, estudiantes o periodistas que apoyaban a los delincuentes recibirían su merecido en la calle o en los campos de detención.

Rápidamente aumentaron los colaboradores de Wilson y le llovieron inesperados negocios. Muebles e inmuebles quedaban vacantes por la desaparición de sus propietarios. No había actividad nacional que no incluyese a oficiales de las tres armas, muchos de ellos relacionados de alguna forma con la oficina de Wilson. Las empresas del Estado, universidades, estaciones de radio y televisión, embajadas, aduana, clubes deportivos, planes de vivienda, proyectos agropecuarios, fábricas, exportaciones e importaciones, compañías de publicidad, todo requería la presencia de uniformados que garantizaran la destrabazón burocrática y aceitasen el flujo de las ganancias. En los bolsillos verde oliva no sólo penetraban sueldos, sino regalos agradecidos o sobornos llenos de angustia. Wilson era apreciado en las tres armas y en la Policía Federal. Hasta tenía rápido acceso al despacho presidencial, donde el carniseco Jorge Rafael Videla lo escuchaba con atención.

Estoy encantada con Buenos Aires. Es una ciudad impresionante. Durante una recepción, la mujer del agregado cultural belga dijo que la veía como a París en medio de África. Me causó gracia semejante idea, pero tengo que coincidir. Nunca vi calles tan bulliciosas; la gente viste con elegancia, abundan los restaurantes de lujo, hay teatros al por mayor, residencias que compiten con Beverly Hills.

La inseguridad que había cuando llegamos ha desaparecido. Soldados, oficiales y policías circulan por doquier, muchos de ellos con ropa civil. Ningún subversivo ya se anima a poner bombas. Las Fuerzas Armadas tienen el control absoluto. Los asesinatos de la guerrilla han terminado para siempre, gracias a Dios y a la firmeza de la Junta Militar.

Tuve ocasión de hablar con las esposas de coroneles y generales amigos de Wilson, que me describieron las zozobras padecidas durante años. Algunos de sus parientes fueron asesinados en acción o en atentados cobardes. La subversión fue una peste que asoló el país desde mediados de la década de los 60. Mezclaban su ideología marxista con ingredientes religiosos. Un absurdo tan retorcido que ni Wilson me lo puede explicar. Numerosos Montoneros provenían de familias acaudaladas que se aconsejaban con el párroco e iban a misa los domingos. Algunos habían sido antiperonistas y se convirtieron en adoradores del viejo, que seguía exiliado en España bajo el ala de Franco. Lo imaginaban socialista pese a que fue amigo de Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza y Trujillo. Un caos mental que tenía subyugada a la juventud, los universitarios, los profesionales, los trabajadores. No había argentino que no estuviese listo para una polémica que solía terminar a los golpes.

Cuando se consiguió el retorno del viejo, los peronistas antiguos y nuevos confundieron sus metas pero no sus métodos: se baleaban al grito de “¡Viva Perón!”. Después de su muerte no hubo más remedio que dar el golpe de Estado, como insiste Wilson. Casi todo el mundo lo deseaba. La presidente era una mujer a la que no sabían ni cómo vestir; huía hacia retiros serranos para enfrascarse en la lectura de revistas frívolas. Como dicen aquí, era una “pelotuda irrecuperable”.

Paso a otro tema.

Hoy conocí a Amalia. Quiere ser mi amiga porque admira a los “yanquis” y adora pasar sus vacaciones en Miami. No es la única que se mea por ser norteamericana ni que sueña con ir y venir de Los Ángeles, Nueva York o Chicago. Me invitó a su casa, donde ha renovado casi todo, cambiándolo por artículos norteamericanos que hizo traer en un contenedor.

Otro tema. Hoy estoy inspirada.

Nuestra residencia de San Isidro es espectacular. Nunca soñé con algo tan hermoso y confortable. No le falta nada. ¡Qué salones! ¡Qué dormitorio! ¡Qué parque! Una legión de mucamas, empleados y guardias logran que funcione de maravillas y lo hacen de tal forma que ni siquiera molesta su presencia. Son serviciales y eficaces. Wilson ha sabido seleccionarlos.

Cuarto tema, el más importante. Wilson está deprimido. Lo veo en su cara. No se resigna a su esterilidad. Es lo único que no funciona en nuestro matrimonio. Lo único. Yo, en cambio, aceptaría adoptar un chico. Conocí... a ver... ¿cuántas? Tres mujeres que adoptaron y son felices. El hijo les cambió la vida. Se lo dije a Wilson, pero no quiere escuchar. Su machismo se lo impide. En la Argentina podríamos adoptar una criatura hermosa, proveniente de una buena familia. Si algo abunda, son los bebés nacidos de jovencitas irresponsables. No saben a quién regalarlos. Los militares también tratan de salvar a los bebés de madres asociadas a la guerrilla, que mueren en combate pero que pertenecieron a familias dignas.

Esta noche volveré a hablar con él. Ojalá consiga convencerlo. Tenemos la solución a nuestro alcance.

En Buenos Aires se hizo examinar por especialistas que ratificaron el diagnóstico que traía de los Estados Unidos: su mujer estaba sana y él padecía azoospermia. La azoospermia no le afectaba ni afectaría su potencia sexual: sólo le impedía engendrar hijos. Insistieron en que no confundiese hombría con esterilidad; sus hormonas funcionaban a la perfección. Pero Wilson miraba con desdén a esos médicos que pretendían suplir con palabras de consuelo una palmaria incapacidad para solucionar su problema.

Realizó viajes a los Estados Unidos para poner en venta los pocos bienes que había heredado Dorothy, pero en realidad le interesaba hacerse nuevos análisis de esperma. Hacía un vuelo directo a Miami en primera clase y desde allí tomaba la conexión a Denver con escala en Houston. En el aeropuerto de Houston solía esperarlo Bill, con quien seguía hasta Denver. Allí alquilaban un auto —que manejaba Wilson— y llegaban a la serena localidad de Pueblo en una hora. Entre Wilson y Bill, ambos desconfiados, circulaba una creciente transparencia. Nada podía unirlos tanto como sus ideales de combate.

Bill Hughes se sintió alentado a revelarle parte de sus proyectos, cosa que había empezado con prudencia durante sus visitas a Panamá. Le miraba el perfil y, pese a que era de origen cubano, encontraba que Wilson era semejante al profeta Eliseo cuando joven. Podía ser el hermano que no le dieron sus padres, sino la Providencia. No había sentido la misma confianza con nadie antes, ni siquiera con su ex socio Robert Duke. Su comunidad en las afueras de Little Spring proveería los soldados de la próxima conflagración. Le puso un nombre tan preciso como la punta de un cohete: Héroes del Apocalipsis. “El nombre es decisivo”, insistía. Ahora trepaba hacia el quinto eslabón, que aspiraba a destruir por dentro a las razas inferiores. El primero de la cadena había sido su trabajo en Elephant City. El segundo, su expansión a Three Points y Carson, su vínculo con Duke y la complementación de la prédica religiosa con castigos a cargo del terminante Pinjás. El tercero fue ir a Little Spring con tres personas leales (Aby, Pinjás y Evelyn) e instalarse en el rancho que le donó una viuda antes de fallecer. El cuarto, transformar el rancho en fortaleza y erigir una comunidad de combatientes. La propiedad disponía de suficiente campo, muros, habitaciones, corredores y atalayas para convertirse en un bastión inexpugnable. De hecho, ya tenía esas características. Le había resultado estimulante el asombro de Evelyn cuando vio el edificio por primera vez y dijo que parecía un castillo. Lo amplió en las cuatro direcciones y lo ordenó con medidas de seguridad interna y externa. Su gente era enseñada a proceder como una orden monástico-militar, bajo estricta disciplina física y moral, rigurosa separación de sexos, estudio cotidiano de las Sagradas Escrituras y mucha devoción al líder. Los entrenaba en cuerpo y en espíritu para ser héroes victoriosos en un mar de enemigos. El ataque del Demonio podía estallar en cualquier momento y era preciso tomar la iniciativa antes de que fuera tarde.

Wilson lo escuchaba con asombro, en particular cuando explicaba la doctrina de la Identidad Cristiana. Era fascinante como un cuento de terror y mierda. Aunque le costaba aceptar sus interpretaciones sobre el origen de la humanidad y de las diferentes razas (no entendía cómo Bill lo eximía de sus abominables raíces hispanas), las consideraba llenas de dinamita. Y un militar valora los explosivos. Ojalá el mundo libre pudiera construir teorías semejantes —y tan motivadoras— para aniquilar el comunismo. El comunismo era un tentáculo del Demonio y ahogaba desde hacía décadas a su querida Cuba. Ahora Wilson aceptaba que las extravagancias de su cuñado tuviesen importancia emblemática: la túnica que jamás se quitaba de los hombros, la mirada glacial, la rigidez de sus posturas. Era un obelisco que imponía miedo. Un jefe sin rivales. Las leyendas sobre los milagros que había efectuado en tres carpas del oeste, ¿eran mentiras? ¿Eran verdad? Algo de cierto debían de tener. Aunque Wilson no era propenso a las historias sobrenaturales, más de una vez cruzó por su cabeza el deseo de preguntarle si también podía hacer un milagro con su problema y devolverle la fertilidad perdida en alguna batalla. En ese caso, hasta aceptaría convertirse en un fervoroso miembro de la Identidad Cristiana. Su catolicismo lo tenía sin cuidado. Y también le daría el dinero que necesitase para convertir su rancho-fortaleza en algo más impresionante que Fort Gulik.

Le miró las grandes manos con un anillo de obispo, los labios delgados, el bigotito rubio, la túnica flotante, y decidió abordarlo de frente.

Bill Hughes lo escuchó serio y dijo que tenía clara conciencia de su problema. No debía sentirse avergonzado. El Señor creaba planes que los hombres tardan en comprender. Él apreciaba en Wilson al guerrero. Durante sus visitas a la Escuela de Panamá pudo apreciar cómo enseñaba, persuadía, organizaba y ordenaba. Vio su habilidad para el mando. Captó su sangre fría ante los riesgos y su resolución frente a las dudas. Era un jefe de ala y garra. En las dificultades descubría el camino más recto y atacaba en el instante óptimo. Nunca se cansaba, nunca perdía el control.

—Admirable, Wilson.

Wilson no supo cómo agradecer esa andanada de elogios pronunciados con seriedad por un hombre al que no le salían fácil. Pero lo que más deseaba no era su reconocimiento, sino curarse de la maldita incapacidad para generar espermatozoides. Tal vez se debía a la infección que casi le había abierto el sepulcro en los pantanos de Vietnam, tal vez a una herida mal curada por los médicos cuando era pequeño, tal vez al mal de ojo de algún brujo.

Bill consideró posible el mal de ojo.

—Los infieles se burlan del mal de ojo, pero es más antiguo que la historia. Voy a ayudarte. Sentémonos aquí. Mientras me cuentas otros detalles de tu actividad en la Argentina, yo rezaré para que el profeta Eliseo me señale cómo resolver tu problema.

Wilson miró en derredor. Estaban en una plaza solitaria, en un banco de madera color marfil. En el cielo colgaban pocas nubes. Parecían los únicos habitantes del mundo. Bill entrecruzó los dedos, cerró los ojos y movió sus finos labios en una apagada oración.

Wilson ya le había contado bastante, pero siempre quedaban hechos sin referir. Era un hombre de acción, no de palabras. Pero deseaba probar este recurso límite del milagro; a veces ocurrían, o de lo contrario la gente no seguiría reclamándolos. Se acarició la garganta y empezó a repetir que no sólo asesoraba en operativos, sino en inteligencia y encubrimientos. Había ayudado a dejar impunes dos asesinatos que hicieron bramar la prensa, como los del embajador argentino Hidalgo Solá, en Venezuela, y el gobernador Ragone, en la provincia de Salta. Fue una de sus primeras actividades, con las que consiguió que le aumentasen la confianza. Hizo comprender a sus dubitativos anfitriones que en la Argentina ya se podía matar sin dejar huellas; es decir, borrándolas. Ayudó al pacto de silencio entre militares, policías y mercenarios, pacto imprescindible para ganar la guerra. Aconsejó marginar sin anestesia a los militares remisos, escrupulosos o inadecuadamente “morales”.

Su mayor contribución, sin embargo, apuntó en otro sentido. Su experiencia en Vietnam decía que la seguridad y el desarrollo iban juntos y eran esenciales para los países latinoamericanos. La consigna podía sintetizarse en dos elementos: balas y trabajo. El gobierno de facto se había autotitulado Proceso de Reconstrucción Nacional, una denominación perfecta. La lucha armada debía acompañarse de hechos que quitasen el piso de sustentación a los guerrilleros. No sólo había que combatir con fiereza, arrestar, torturar y asesinar, sino poner en marcha planes de impacto social. Entonces permitieron que Wilson se concentrase en el campo económico y financiero. Se involucró en la construcción de viviendas, hospitales, escuelas, caminos, huertas y tendido de electricidad en las zonas críticas. Articuló sus proyectos con el Fondo Nacional de la Vivienda y, gracias a recompensas distribuidas entre los burócratas de turno, obtuvo contratos que redundaron en una multiplicación acelerada del patrimonio de sus jefes. Si antes lo habían escuchado, ahora podía decir que le prestaban obediencia.

Se hizo rico. La riqueza es poder. El poder lo usaría para combatir el comunismo internacional y convertir en cenizas al barbudo monstruo que oprimía a Cuba.

Destinó parte de sus ingresos a inversiones agropecuarias en las provincias de Salta y Jujuy. Pero también destinaba una parte sustancial al tráfico de armas, un negocio sin límites y afín con su sueño de liberar Cuba. Barcos venezolanos ya transportaban desde puertos argentinos armas italianas.

Llegados a este punto, Bill dejó de rezar, y Wilson, de contar. Permanecieron callados. Una bandada de golondrinas se perdió entre los árboles en la lontananza. No se veía ningún intruso. Pese al verde del entorno podía decirse que estaban en medio de un desierto que sólo habitaba Dios. El reverendo se puso de pie y su cabeza, vista desde la hondura del banco, pareció tocar una nube.

—Tendrás el milagro —prometió.

Wilson también se puso de pie, con los ojos brillantes.

—Volaremos a Houston y te llevaré a Little Spring, a mi fortaleza. Quiero que la conozcas.

—¿Allí realizarás el milagro?

—Deberás permanecer conmigo un tiempo; quizás una semana, quizás un mes.

—Y solucionarás mi problema.

—Sí. Pero de una manera diferente de la que imaginas.

—Pero lo solucionarás —insistió Wilson.

—Por supuesto. Mis plegarias fueron oídas. El Señor provee a quienes Le servimos con lealtad. Pero Sus rutas tardan en ser bien interpretadas por los hombres.

—No entiendo.

—No hace falta. Dentro de poco te habrás olvidado de la maldita azoospermia.