Victorio Zapiola se peinó con los dedos el enrulado pelo de oveja y entregó la abundante documentación, que fue procesada con el resto del material acumulado en Buenos Aires. El seguimiento mantenido con escuchas permanentes y un sutil espionaje desde el gris edificio céntrico confirmaba las sospechas. La caída de Lomas fue a la vez un éxito y una cortina de humo. Mientras las fuerzas de seguridad se concentraban en los alrededores de Garín y lograban apresar a una organización de mediano poder, quedó libre de vigilancia el área desde donde partió un embarque fantástico rumbo al Caribe y, desde allí, al puerto de Galveston una parte y otra hacia las rutas clandestinas que llevaban de México a Texas y Arizona. La ruta de Miami sería esquivada esta vez porque el reiterado descubrimiento de cocaína resultaba oneroso para sus insaciables barones. Allí la marina disponía de hombres ranas, se habían instalado satélites para un control incesante y estaba a disposición de los agentes una flota de helicópteros.
De todas formas, ni el FBI ni la DEA ni el ATF lograban bloquear el ingreso de la droga sin la colaboración de algún informante que precisara con exactitud cuándo y por cuál medio se perforaría la barrera. Los informantes, las escuchas y los espías coincidieron en que las naves que zarparon de la Argentina transportaban camarones congelados y navegaban hacia el norte sin que figurase en ningún sitio la palabra “Miami”. Tras el operativo se ocultaban personajes de máscara y poder.
La mujer que comandaba la sección de Victorio le dio la orden de partir hacia Houston y unirse a las fuerzas que ya se desplegaban en torno del puerto. Esta vez se haría una redada impresionante.
Mientras volaba, el ex enfermero abrió su laptop, introdujo el disquete que le había entregado su jefa antes de partir y tradujo para sí la información codificada. Las fotos aéreas tomadas alrededor de Little Spring por agentes federales demostraban que la granja Héroes del Apocalipsis no cultivaba ni una décima parte de sus doscientas cuarenta hectáreas y que los establos estaban casi vacíos. La cantidad de vehículos y camiones estacionados en torno del espacio perimetral que rodeaba el casco no guardaba lógica alguna con la vida monacal que afirmaban llevar sus integrantes. Muchos camiones solían dirigirse a los puertos y después desaparecer por semanas. Las prudentes averiguaciones efectuadas en kilómetros a la redonda no revelaban una actividad comercial que justificase ni su número ni su función.
Apenas se enteró, Mónica le avisó a Damián.
—Salgo en el primer vuelo a los Estados Unidos. No me importa que papá esté organizando un equipo médico para traerla.
Damián corrió hacia ella, la abrazó y le dijo palabras de consuelo que expresaban su disponibilidad y amor para ayudarla en lo que fuese. La acompañaría.
—No es necesario.
—Sí lo es, al menos para mí.
Ella lo contempló agradecida y le apartó el cabello que le caía sobre la frente. Lo miró con más pena de la que ya sentía. El riesgo de que ella perdiera a su madre debía de activar en su novio el recuerdo de las circunstancias en que había perdido a la suya. Damián le había contado por lo menos tres veces, con penetrante elocuencia, cómo la dulce voz de Estela, su madre, duraba poco en sus oídos porque se transformaba en los gritos pavorosos del arresto. De chico, las pesadillas de los gritos lo hacían caerse de la cama y disparar hacia el cuarto de su abuela, durante años.
Hasta cumplir los doce temía quedarse solo. ¿Cómo no iba a acompañar a Mónica en semejante emergencia?
Wilson se opuso de plano. El viaje no tenía sentido. Dorothy estaba bien asistida en un centro que disponía de más recursos que el mejor sanatorio de Buenos Aires. Ellos sólo podían generar una perturbación. El problema era médico, no filial. Ya estaba organizando el equipo que partiría para los Estados Unidos, aunque no tendría nada que aportar. Houston era el mejor centro médico del mundo.
—Ya me dijiste lo del equipo —replicó Mónica—. Además, mamá no está en Houston, sino en Little Spring.
—Si fuera necesario y no implicase riesgos, la trasladarán a Houston.
—¿A Houston o a Buenos Aires? Pa, todos estamos nerviosos y confundidos. No quiero que a nuestro dolor se agregue esta discusión. Yo salgo para allá en el primer avión. Tengo que estar con mamá. Esto no merece un segundo más de debate.
Wilson se frotó las órbitas.
—Me imaginaba... —murmuró; le costaba resignarse ante la esperada firmeza de su hija.
—Me va a acompañar Damián.
—¡Qué! ¿También eso? ¡Damián no tiene nada que hacer en nuestros asuntos de familia!
—Es mi novio.
—No es tu novio oficial. Tampoco tu marido. ¡Mónica, querida, algo de decoro!
—Él viene conmigo, pa. Ya reservamos los pasajes.
Wilson sacudió la cabeza. Abrió la caja de puros, los acarició y volvió a cerrarla: su corazón exigía menos tabaco. Pero esa hija, de la que en el fondo estaba orgulloso, no se preocupaba por su corazón.
—Allá te recibirán tus tíos. —Se puso a caminar alrededor del escritorio. —Viven en un rancho convertido en comunidad. Bueno, eso ya lo sabes. Es gente rara, muy distinta de nosotros y nuestra forma de vida. No creo que dispongan de comodidades.
—No me interesan los tíos ni sus comodidades. Nunca los vi. Pararemos en el hotel más cercano al hospital. Texas no es la jungla.
Wilson se detuvo de golpe; contrajo las mandíbulas.
—Ese profesorcito no es tu esposo, para compartir contigo un hotel.
—¡Pa...! —Mónica se apantalló con la mano. —Tu antigüedad me conmueve. Es de comedia.
—Mónica, estoy deshecho. —Puso cara de víctima y se dejó caer sobre una silla, encorvado, las manos balanceándose cerca del piso. —Esta desgracia... Quién iba a imaginarse a Dorothy, lejos de nosotros, golpeada por semejante enfermedad... Yo tuve una fibrilación y parecía el enfermo, pero ahora es ella quien... ¡Dios mío! ¡Y mis problemas empresariales! Debemos hablar sobre mis negocios, que pronto serán tuyos. La envidia desenvaina cuchillos porque no me perdonan el éxito. Por favor, hija, no aumentes mi amargura. Sé razonable. ¡Quédate!
Mónica le dio un beso en la mejilla.
—En media hora salimos para el aeropuerto. Ya pedí el remís.
—¡No lo necesitas! Tengo diez autos a tu disposición.
—Desconfío de tus autos. O de Tomás. Nos harían llegar tarde.
Wilson resopló. ¿Cómo manejar a los rebeldes que uno ama? Su hija, además, se potenciaba con ese pétreo Damián Lynch. Formaban un dúo incontrolable. Tal vez pudieran también formar una pareja victoriosa, pero Damián nunca levaría el ancla de su pasado; era un trauma demasiado hondo. Él ya había analizado el asunto con Tomás, y las conclusiones no dejaban dudas. Un cuarto de siglo después de perder a sus padres, seguía resuelto a conseguir venganza. Parecía ingenuo, pero era más sagaz que el rey de los zorros. En Little Spring vería cosas, ataría cabos y les metería el dedo en el culo.
—Aceptaría que viajaras... —Extrajo el último cartucho con una voz que despertaba lástima. —Pero sin Damián. No hace falta, no tiene razón de ser. Mis amigos de Texas se ocuparán de esperarte, hija, de acompañarte y brindarte todo lo que necesites. Si se justificara una prolongación de tu estadía, entonces, bueno... entonces quizás aceptaría que Damián... ¿Entiendes?
—Papá, no seamos infantiles. Él no me acompaña para cuidarme ni asistirme. No es mi enfermero.
—Dorothy se asustará cuando te vea. Y se asustará más cuando vea a Damián. Creerá que llegó el momento de suministrarle la extremaunción. —Lanzó un gemido de agotamiento—. ¡¿Por qué no escuchas a este hombre con años y experiencia?!
—Está resuelto, pa: Damián viene conmigo.
Wilson se acercó a Mónica y la abrazó durante un largo rato. Tenía aspecto de haber sido aplastado por una derrota terminal.
—Está bien, me rindo. Eres peor que los vietnamitas. Buen viaje. Cuídate. No soporto las despedidas, así que... ¡Adiós!
Cuando Mónica desapareció del cuarto, Wilson fue hasta la puerta y le echó llave; se aflojó en su sillón, hizo media docena de inspiraciones profundas y eligió el puro que reclamaban sus dientes iracundos. Se lo puso en la boca sin cortarlo porque no lo iba a encender, sólo masticar. Levantó el teléfono y llamó a Bill.
—¡Escúchame y no cortes! —Ni empezó con el saludo; era un profeta maldito. —No pude retener a Mónica. Tiene mi carácter.
“El mío, farsante de mierda”, pensó Bill, sin articular palabra.
—Supongo que sabrás cómo gobernar la situación y cómo mantener cerrada la boca de Evelyn —agregó Wilson.
—De eso no te preocupes.
—Pero hay algo más grave: la acompañará su novio. Es un individuo peligroso. Ve más de lo que aparenta y descubrirá el color de tus calzoncillos sin bajarte los pantalones.
—Pondré atención.
—¡Mucha! Está en juego el operativo.
—¿Desde cuándo debes recordarme los deberes?
—Vendría bien que disminuyeras tu dosis de arrogancia, Bill. Al menos conmigo.
—Contigo deberé aclarar varias cosas. Pero después de que termine Camarones.
—Lamento que te hayan llenado la cabeza de mierda alcoholizada. Y que encima le des crédito.
—¿Qué más puedes decirme del novio? —Bill volvió al tema sin perder la calma.
—Es hijo de desparecidos. Periodista y profesor universitario. Se especializa en investigación y se ha metido en un temita: el narcotráfico. ¿Te alcanza?
—Uno de mis colaboradores ha quitado las ganas de joder a más de un investigador.
—La brutalidad de Pinjás no conviene aquí. También intenté liquidarlo, pero el resultado fue peor. En el medio está mi hija.
“¿Tuya?”, pensó Bill.
—Si lo vas a mandar a pasear a las nubes con tu milenario profeta Eliseo, que Mónica no tenga la menor sospecha. ¿Entendiste, Bill? ¡¿Entendiste?!
—Procederé como en La carta robada, de Poe: todo a la vista, y entonces nada verá.
—No conozco esa historia de Poe. ¿Qué carajo tiene que ver la literatura con nuestro negocio?
—Te perdono la ignorancia. Otras cosas, no. —Dejó que la frase resonara. —¿Cuándo llegará Oviedo?
—Debes de estar enterado. —Se arrepintió al instante de haber dejado filtrar sus sospechas, y siguió hablando. —Dadas las complicaciones, hizo lo mejor que pudo y partió. Seguramente nos llamará en las próximas horas. Ya te dije que necesito sacarme de encima los puñales de un diputado comemierda.
—Olvídate del diputado, porque en la Argentina te sobran recursos. En cambio Oviedo deberá “aceitar” el laberinto de Galveston antes de que llegue el primer barco.
—Lo hará. Y muy bien. Como siempre.
—Adiós.
—Adiós.
Robert Duke tenía apuro en prevenir a Pinjás sobre el inminente asalto a la fortaleza de Little Spring, sus camiones y su gente. Cuando Bill quedara bajo rejas o retornara al polvo en un sepulcro, el gigante debería ponerse a salvo, regresar a la desértica Carson y seguir trabajando para él, como al principio.
Pero antes de hablarle sobre un tema tan desquiciante para la estrecha mente de Pinjás, Robert debía dejar que desembuchara su corazón, como sucedía en cada visita. Pinjás se henchía de felicidad cuando se sentía escuchado por su viejo y poderoso “padre”. Ahora necesitaba contarle sobre los grandes perfeccionamientos de su técnica persecutoria. Según Pinjás, los resultados de su tarea eran cada vez mejores. Cuando un miembro de los Héroes del Apocalipsis flaqueaba en su lealtad o se mostraba remiso en llevar a cabo ciertas acciones, se le aplicaba una serie de castigos que lo devolvían al debido carril. Pero si lo picaba el desatino de abandonar la fortaleza, entonces su vida se transformaba en un calvario. Pinjás reconocía haber copiado la técnica del FBI. Consistía en aumentar en forma sostenida el terror.
Duke empezó a escucharlo con curiosidad genuina porque ese hombre de Neanderthal pronto actuaría en Carson y, desde allí, podría transformar en realidad muchos de los anhelos predicados en Eastes Park, en su inolvidable Rocky Mountain Rendezvous. Duke y su congregación podrían ser mencionados con gran frecuencia en Jubilee y convertirse en la referencia asidua de todos los pastores de la Identidad Cristiana.
Pinjás aseguraba que la ignorancia y la codicia de los sureños no tenían límites. Eso facilitaba la compra de voluntades, silencio y apoyo logístico. No cualquiera podía enterarse de la distribución de drogas “para que los negros regresaran a la zoología que nunca debieron abandonar” —como enseñaba Bill Hughes—, pero sí colaborar en el retorno a la fortaleza de los desertores rescatables o ejecutarlos mediante estrangulamiento o degüello en algún sitio apartado.
Antes de llegar a las medidas extremas, Pinjás, con el acuerdo de Bill, ponía en marcha un seguimiento cruel. Fuera adonde fuere, el desertor era acosado de día y de noche. Cuando estacionaba junto a su casa los autos que iban tras él encendían los faros para iluminarle la espalda. Si conseguía un trabajo lo hostigaban allí mismo, entraban en los talleres o las oficinas con cualquier excusa, pero mirándolo siempre con cara de asesinos. Cuando podían, sembraban comentarios degradantes para que oyeran jefes y colegas. Algún sobre con dinero certeramente entregado lograba que lo despidieran. Cuando lograban enfrentarlo a solas, le mostraban las armas que llevaban bajo la chaqueta o en un bolso. Tampoco se privaban de molestarlo hasta en las iglesias donde el acosado buscaba alivio, ningún pastor de las cercanías deseaba entrar en conflicto con los Héroes y prefería solicitar a la víctima que buscase ayuda espiritual en otra parte antes que ver de nuevo a la gente de Pinjás en el templo.
Si el hombre aún no se daba por vencido, lo acompañaban al café y al restaurante, donde se sentaban muy cerca. En el cine se ubicaban en la fila de atrás, hacían comentarios y le pinchaban la nuca con alfileres.
—Actuamos como verdaderos agentes del FBI. —Pinjás rió y sus dientes antediluvianos le llenaron la boca. —Sólo nos falta mostrar las placas de identidad.
Robert Duke lo felicitó por su trabajo y formuló votos para que el Señor premiase su arte. Pero ahora urgía ponerlo al tanto de lo que estaba por ocurrir, aunque sin confiarle los detalles. Ese hombre era un elegido, pero sólo para la acción; aún seguía lastimándose la cara al afeitarse la barba de hierro y no se resignaba a otra forma de hemostasia que unos trocitos de papel higiénico. Duke no debía confesarle la retorcida intimidad, por supuesto: que el marido de su hermanastra, Lea, había caído en una trampa tendida por los agentes del FBI para que ella aceptara convertirse en informante sobre las actividades de la Identidad Cristiana. A cambio de tamaño favor el FBI se ocuparía de aliviarle los cargos al marido. Toma y daca. Conocían su larga vinculación con la Identidad Cristiana en Carson, Elephant City y nuevamente Carson; necesitaban detalles sobre la red de alianzas entre pastores, milicias, neonazis y gente de la supremacía blanca. Corría peligro la fortuna del esposo de Lea y se cernía la perspectiva de pasar un lustro en la cárcel, lo cual, a su edad, significaría la muerte segura. Lea y su marido entraron en desesperación y, avergonzados, consultaron con Robert. El pastor, luego de ponerse muy pálido y meditar en silencio, llegó a una conclusión insólita: el suceso no era una maldición, sino un camino dibujado por el Cielo.
—Únicamente los incrédulos se privan de la sorpresa y la maravilla que teje el Altísimo —dijo.
Gracias a ese transitorio infortunio, los testimonios que Pinjás confiaba a Robert podían ser comunicados a quienes se ocuparían de aniquilar a Bill, su rancho y su corrompida comunidad. Había llegado el momento de la aplastante y divina justicia. Por lo tanto, Robert procesaba la información de Pinjás, instruía a Lea qué datos, y de qué manera, referir al agente del FBI, y éste tomaba notas sobre las actividades de una fortaleza de la Identidad Cristiana en Texas sin que se comprometiese la de Carson ni la de ningún otro lugar. Bill Hughes aparecía como un delincuente carismático, pero sin conexiones importantes con el resto de la derecha religiosa o las milicias, lo cual era relativamente cierto. Se trataba de un narcotraficante que disimulaba su comercio mediante una cobertura mística.
Pinjás —ignorante del uso que se hacía de sus orgullosas narraciones— contó a Robert que pronto debería partir hacia Galveston para cargar toneladas de camarones congelados, los cuales se distribuirían entre mayoristas de Texas a muy bajo precio porque lo que interesaba eran los kilos de cocaína disimulados en el fondo de las cajas. Esa droga sería luego llevada a la fortaleza, donde se procedería a su fragmentación. Enseguida, decenas de niños, mujeres y hombres de la comunidad partirían con destinos prefijados para colocarla entre los negros de varios estados.
Duke apoyó su mano blanca y huesuda en la rodilla de Pinjás. Unos bolsones violetas se le habían formado bajo los ojos, la única prueba de que pasaba los setenta años de edad.
—El Señor bendice la confianza que depositas en mí desde que me conociste. Pero el Señor me ha anunciado que el FBI, la DEA y el ATF han intercambiado informes que calzan unos con otros como fragmentos de un rompecabezas. Saben tanto como tú y ahora yo sobre la marcha del operativo. Inclusive tienen marcada la conexión de Bill con Buenos Aires. También se han enterado de que la droga fue envuelta en sucesivas capas de camarones congelados y que todo el operativo se llama, precisamente, Camarones.
A Pinjás le empezaron a girar los objetos y debió agarrarse del apoyabrazos. Se le cayeron los trozos de papel higiénico pegados a las lastimaduras.
—El Señor da y quita —prosiguió Robert, con el tono más convincente del que era capaz—. Dio a Bill Hughes talento y oportunidades, lo convirtió casi en un monarca. Así procedió miles de años atrás con Saúl, el primer rey de Israel. Pero luego Su infinita sabiduría decidió que otro debía sucederlo en el trono y lo condenó a muerte. Le dio honor y poder, luego se los quitó. Bendito sea el Señor. Repite conmigo: Bendito sea el Señor.
—Bendito sea el Señor —balbuceó el asombrado Pinjás; su boca fláccida parecía el hueco de una caverna.
—Pero a ti quiere salvarte, hijo mío. Quiere salvarte como lo hizo cuando te perseguían los mafiosos de Meyer Lansky y la justicia de Carson. Para eso te trajo a mí en este preciso día. ¿No pensabas que esta visita era trascendental?
—No, no... Es decir... ¿Qué?...
Robert Duke elevó las manos hacia el cielo, dramáticamente.
—¡La bendita voluntad del Señor, como siempre, se impondrá! Estamos en vísperas de un ocaso, hijo mío. Debemos aceptar y elogiar la voluntad del Señor. Bill caerá en manos de los federales con la túnica de Eliseo o sin ella. Y casi toda su comunidad será juzgada.
—¡Pero los federales son nuestros enemigos!
—El Señor usa a nuestros enemigos para instrumentar Sus decisiones. Usó a los filisteos para que muriera Saúl.
—¿Qué debo hacer? ¡Tengo que correr a prevenirle!
—Pinjás, Pinjás... Atolondrado y puro hijo mío. ¿Quieres sabotear la voluntad del Señor?
El hombre abrió grandes los ojos y negó con la cabeza.
—No debes trasmitir a Bill ni una palabra de lo que hablamos. ¿Acaso le cuentas sobre las visitas que me haces?
—¡No, claro que no!
—Muy bien. Por eso serás el único en salvarse.
—Pero me atraparán como a los otros.
—Eso sería posible si te apartases del programa. Los agentes conocen cada milímetro del programa. Deberás actuar con la misma naturalidad con que lo habrías hecho si yo no te hubiese explicado nada. Irás a Galveston, cargarás los camarones, los distribuirás por los mercados y llevarás la droga a la fortaleza. Lo harás exactamente como está planeado desde hace varias semanas. Alguien llamará a tu celular para indicarte cuándo deberás abandonar la fortaleza. Y obedecerás sin hacer comentarios, tranquilamente. Irás hasta el centro de Little Spring y allí te recogerá un auto. Unas horas después estarás sentado en este mismo lugar.
—¡Me lo dice como si ya hubiese ocurrido!
—Tal como efectivamente ocurrirá.
—Me apena el fin de mi jefe. —Bajó la cabeza y hundió los dedos en el asfalto de su grasienta melena.
—También a mí —simuló Robert—. Pero no te olvides de que tu verdadero salvador y jefe, el Señor mediante, soy yo.
—Pero lo conozco desde hace tanto... —Se le humedecieron los ojos. —Hicimos tantas hazañas...
—Comprendo. Pero debemos obedecer al Señor y someternos a Su sabia voluntad.
—Me costará mucho abandonarlo.
—¡Pinjás! —Le apretó los anchos hombros como si fuese un niño. —¡Cuidado con equivocarte! ¡Te debes al Señor! Repite: Me debo al Señor.
—Me... me debo al Señor.
—¡Aleluya!
En el aeropuerto de Miami el anodino empleado de Wilson corroboró en la pantalla el puntual arribo del avión y se dirigió a buscarlos apenas cruzaron la barrera de migraciones. No tuvo dificultades en reconocer a Mónica Castro y Damián Lynch. Los saludó por sus nombres y se presentó. Formuló preguntas baladíes sobre cómo había sido el viaje, comentó la temperatura de Florida y los condujo hasta la sala VIP. Luego los orientó hasta el embarque rumbo a Houston. En Houston los aguardaba Aby Smith con su aspecto de Lincoln centenario y la limusina provista de chofer, quien se ocupó de instalar el equipaje. Dentro del vehículo, Aby les mostró el hospitalario interior provisto de heladera, revistas y televisor. El viaje, como seguramente sabían —dijo—, tardaba una hora y diez minutos hasta la puerta del hospital.
Mónica preguntó si se habían producido cambios en la evolución de su madre, pero el anciano negó con la cabeza.
—¿Mis tíos estarán en el hospital?
Aby encogió los hombros nuevamente.
Damián hojeó las revistas. Era la cuarta vez que visitaba los Estados Unidos. Había participado en congresos sobre Ciencias de la Comunicación en San Francisco, Nueva York y Atlanta y completado un master en la Universidad de Standford. Conocía la mentalidad estadounidense y sentía mucha curiosidad por la extraña mezcla de fanatismo religioso, milicias racistas, patriotismo delirante y violencia gratuita que habían empezado a verse en las últimas décadas. Uno de sus profesores de Standford le había dicho, en un momento confidencial, con cervezas de por medio, que la no esclarecida desaparición de sus padres, ocurrida cuando él apenas tenía siete años, lo impulsaba a interesarse por todo lo que tuviera misterio. Y esa proliferación de sectas o de lo que fuere iba a seducirlo. En Buenos Aires ansiaba meterse en las guaridas del narcotráfico, y en este viaje renacía su interés por recorrer la vizcachera de una comunidad religiosa como la que dirigía el tío de Mónica. No lejos estaba Waco, donde David Koresh empujó su comunidad hacia un hipotético Armagedón. ¿Habría semejanzas entre los Héroes del Apocalipsis y la comunidad de Waco? Su solo nombre indicaba que sí. ¿Serían parecidos Bill Hughes y el difunto David Koresh? Quizá no tanto: Koresh se consideraba la reencarnación de Cristo y era joven; en cambio, Bill Hughes se llamaba profeta y tenía más de sesenta años.
También Mónica hojeó las revistas. Su madre no se le iba de la cabeza. Le tenía una lástima profunda, compacta. Trataba de alejar las imágenes horribles de verla paralítica, en silla de ruedas, con la boca torcida, incapaz de articular una sílaba, bruscamente momificada. O muerta por insuficiencia respiratoria, además. ¡Qué injusticia! Había llegado a los cincuenta años pareciendo muchos menos. Tenía una elegancia que envidiaban las solteras. Su hermosura era quizá perturbadora porque la cruzaba un halo de inexplicable sufrimiento, una mirada ausente. Parecía esclava de su marido, quien la colmaba de regalos. Mónica no entendía por qué debía ser o parecer una esclava, por qué su tenaz ausencia de opinión propia, por qué sus silencios. Su alma debía de ocultar algo tan indigerible que ni siquiera se lo contaba a su terapeuta, ya que cada año lo cambiaba; era obvio que evitaba ser arrinconada en la fuente de sus males. Más de una vez la había forzado a sentarse en un aparte para decirle a los ojos, casi brutalmente: “Mami, ¿por qué no me contás qué te pasa?”. Ella le devolvía una expresión de vaca perpleja, apretaba los dientes y se marchaba cabizbaja. Decía que su único amigo verdadero, el único que no la cansaba con preguntas, era el whisky. Pero ese amigo se había encargado de arruinarla. Bebía hasta quedar exhausta en el living con la botella a los pies. Mónica se preguntaba entonces si por lo menos su padre había intentado arrancarle el indigerible secreto de tanto dolor. ¿Por qué no visitaba a su hermano de los Estados Unidos? ¿Por qué ni siquiera se hablaban por teléfono? ¿Qué había pasado en la familia, o entre ellos? ¿Qué podía ser tan grave e imperdonable para mantener semejante distanciamiento? Ahora, estando muda, quizá resolviera hablar. Así son las paradojas: que resolviera hablar cuando ya no podía hacerlo.
Comenzó a pensar en su tío Bill para alejar las opresivas imágenes de su madre. Cuando chica fantaseaba con los pocos datos que goteaban por aquí y por allí; luego lo excluyó de su imaginación. Pronto lo tendría frente a ella y se acabaría el misterio. Sabía que era excéntrico y que la gente atribuía sus rarezas a una encefalitis. Pero las encefalitis, cuando dejan secuelas, no son de ese tipo; así había oído una vez comentar a los médicos. ¿No habrían tratado de explicar mediante la encefalitis algo que no podían explicar de otra forma? Menos creíble era que esa infección le agudizara ciertas áreas cerebrales. Lo cierto es que había logrado fundar iglesias y ahora dirigía toda una comunidad. “¡Es tu hermano! —se indignaba Mónica ante Dorothy—. Deberías encontrarte con él.” Entonces la madre le confiaba que Bill se reunía con Wilson, y eso era bastante. “Tampoco conoces a tu cuñada.” “Fue mi amiga; ya no lo es más.”
Dorothy volvió a instalarse en su cabeza. No tenía lógica lo que había hecho: viajar de repente para caer fulminada lejos de su hija y su marido. Tras una separación (o una callada enemistad de décadas) había decidido visitar a su hermano y su amiga. Lo hizo de golpe, como si hubiera emergido de un letargo. O como si escapase de un incendio, porque ni siquiera preparó una maleta. Fue un estallido tan incomprensible como su inconsolable dolor espiritual y su amigo el whisky. Una fuga desesperada. Por qué. De qué. De quién. Había tenido un ataque de presión cuando se compraba zapatos en la avenida Alvear; por suerte, ese día la acompañaba Mónica y se recuperó en minutos. Pero le causó tanto miedo que abandonó a su amigo el whisky. Mejoró hasta su semblante. Pero volvió a reincidir. ¿Por qué? Nunca aceptó concurrir a Alcohólicos Anónimos pese a que Mónica había ido a solicitarles ayuda personalmente y un par de mujeres se molestaron hasta la residencia en San Isidro para tratar de persuadirla. Estaba claro que Dorothy no aceptaba los grupos porque tendría que hablar. “No ventilaré mis intimidades con extraños”, decía.
Resultaba evidente que el reencuentro con su hermano la había trastornado. Los distanciamientos familiares muy prolongados se pagan con un terremoto de emociones. Dorothy no estaba en condiciones de soportarlo.
Ingresaron en la calle central de Little Spring. A los lados se sucedían los carteles de Wendy’s, McDonalds, Burger King, Chili’s, Subway, Denny’s, Taco Bell y las estaciones de servicio Texaco, Shell, Coastal, Exxon. A la izquierda vio el edificio de K-Mart y Foley’s. A la derecha, unas cuadras más adelante, WalMart y Target. No faltaba el típico Blockbuster, ni la farmacia Walgreens, ni los artículos de Radio Shack. Damián confirmó la impresión que había recogido en su segunda visita: los Estados Unidos estaban habitados por una ciudadanía nómada que cambiaba de domicilio en forma incesante y, para evitar la angustia del desarraigo, reproducía en todas las poblaciones del país las mismas firmas. ¿En qué se diferenciaba Little Spring de miles de otras pequeñas o grandes ciudades estadounidenses? Hasta sería lógico que uno perdiera la noción de espacio.
Aby Smith telefoneó al hospital para anunciar su inminente llegada. No bien estacionaron se presentó un médico con el delantal desabrochado y los invitó a seguirlos. Subieron una breve escalinata de piedra que conducía a unas puertas automáticas vidriadas. Ingresaron en el fresco interior. El médico caminaba con paso rápido. Cruzaron la mesa de admisión y una larga sala de espera donde había algunas personas sentadas. Abrió otra puerta y solicitó a la mujer concentrada en la pantalla de una computadora que anunciara la presencia de Mónica Castro Hughes. En cuanto lo hizo apareció un hombre alto de ojos grises y una túnica que le bajaba de los hombros.
—Hola. Soy tu tío Bill —se presentó.
Mónica y Damián lo contemplaron asombrados.
Bill tomó las manos de ella y murmuró una bendición. Mónica insinuó acercarse a su mejilla para darle un beso, pero él la soltó y se volvió hacia Damián.
—Es tu escolta, supongo —mintió, mirándola.
—No, mi novio.
—Mucho gusto. —Lo estudió de arriba abajo sin agregar palabra. Volvió su elevada cabeza hacia Mónica. Era majestuoso. —Imagino que quieres noticias.
—Sí, claro. Estoy ansiosa por ver a mamá. ¿Cómo sigue?
—Ahora lo dirá su médico. Nos espera.
Entraron en un consultorio con el negatoscopio encendido y varias cajas de medicamentos sobre la camilla. Un médico de mediana edad, calvo y de pómulos rubicundos, los invitó a ubicarse alrededor de su escritorio. Preguntó urbanamente sobre el largo viaje y dedujo que estaban cansados. Les ofreció café. Ese rodeo puso más nerviosa a Mónica.
El doctor Taylorson dijo que no tenía novedades importantes. El cuadro de la paciente se aproximaba a la estabilización, lo cual era positivo en esos casos. No se la podía mover ni siquiera para realizar ciertos estudios, porque las fracturas costales le habían producido una insuficiencia que era compensada mediante respiración artificial. El cuerpo de especialistas se mantenía alerta y avanzaba centímetro a centímetro para evitar las complicaciones. Se había iniciado el tratamiento de emergencia antes de que la paciente llegase al hospital, en la misma ambulancia. En ese sentido podían tener la tranquilidad de que se le había brindado el mejor servicio desde el primer momento. Debía seguir en terapia intensiva. Su estado de conciencia era soporífero; en palabras técnicas se llamaba “coma tipo uno”. ¿Sufría? Más o menos, porque se le suministraban analgésicos y no tenía noción de lo que pasaba. En cuanto al pronóstico, dijo que algunos pacientes se recuperaban por completo, mientras que otros necesitaban una larga rehabilitación. No sabía aún qué futuro tendría Dorothy.
Mónica comprimió los párpados para que no le brotaran las lágrimas. Damián la abrazó. Bill aparentó no mirarlos y se puso de pie.
La cadena de transmisión que iba de Pinjás a Robert Duke, de éste a Lea y de Lea al agente del FBI —quien se las arreglaba para hablar con ella en su casa, en la iglesia, junto a góndolas del supermercado o a la salida de una tienda— frenó el avance de las causas contra el anciano marido. Las impresiones que recogía Lea del agente, como retribución al material que le daba, no eran tan precisas como las que ella le suministraba en cada ocasión. Lea era la informante, y Pinjás, la fuente ingenua y primordial. Lo cierto es que el agente del FBI aseguró que iban a proteger a ese matón lombrosiano al que el reverendo Duke consideraba un elegido del Señor.
Altos niveles del FBI y de la ATF discutían las semejanzas y diferencias del rancho Héroes del Apocalipsis, cerca de Little Spring, con el campamento religioso-militar que construyó David Koresh a siete millas de Waco, también en Texas. El desastre que cerró aquel capítulo no debía repetirse. Aunque Bill Hughes, cuya trayectoria había sido rastreada hasta los más escondidos detalles, no reproducía a David Koresh, era de temer que procediese con la misma técnica y el mismo fanatismo. También su rancho era un campamento religioso-militar donde había acumulado armas, víveres y municiones, se mantenía comunicado con la red de milicias, predicaba conceptos de la extrema derecha y ejercía un control hipnótico sobre los miembros de su comunidad. Era evidente que bajo los establos que se habían fotografiado desde el aire se extendía una pequeña ciudad subterránea —según habían podido arrancar con tirabuzón a dos desertores que acabaron muertos—, donde fragmentaban la droga que luego era vendida entre los negros de varios estados. Pinjás confirmó esta versión y describió el recorrido de los túneles.
No podían efectuar el ataque a los Héroes del Apocalipsis como lo habían hecho en Waco. En aquella oportunidad parecía que un asalto sorpresa de cien agentes del ATF para arrestar a David Koresh iba a paralizar toda oposición. Pero Koresh tenía treinta y tres años y estaba decidido a morir como Cristo; su gente lo sabía y ese dato reforzaba el ardor y las medidas de vigilancia. El gobierno no percibió que en ese lugar no habría factor sorpresa, porque estaban esperando día a día y minuto a minuto la irrupción de los infieles. El resultado fue cuatro agentes muertos y dieciséis heridos. En el intercambio de disparos también fallecieron cinco integrantes del campamento y una hijita de Koresh. Entonces no hubo más alternativa que la retirada de los agentes, y el gobierno decidió poner sitio al lugar por todo el tiempo que hiciera falta para negociar un acuerdo y evitar otro baño de sangre.
Durante las negociaciones se produjo una intensa movilización de la red de organizaciones simpatizantes de Koresh. Los supremacistas, los neonazis, la Identidad Cristiana, los Hombres Libres y varias otras denominaciones criticaron por radio y televisión la desaforada perversión del gobierno y sus fuerzas de seguridad. Se hizo presente en Waco el enfático Louis Beam. Por su parte, Kirk Lyons puso en actividad los recursos legales de la fundación CAUSE. Trataban de exhibir a la comunidad sitiada como víctima de la crueldad federal y consiguieron que la opinión pública empezara a dividirse.
Tras cincuenta y un días de estériles negociaciones y la imagen de impotencia que revelaba el gobierno, se resolvió efectuar otro ataque, esta vez contundente y definitivo. Era el 19 de abril de 1993. Se suponía que dentro del campamento ya cundía el agotamiento. Se habían estudiado diferentes vías de penetración y el asalto en cadena de vehículos fuertemente armados. Pero la defensa de la comunidad fue tan violenta como al principio, y cuando parecía que el avance lograba su propósito, los religiosos prendieron fuego al edificio para convertirse en mártires. El resultado fue la muerte de setenta y cinco davidianos, incluidos un alto número de niños.
La catástrofe se convirtió en una vergüenza. Desde el comienzo se había proclamado que las autoridades pretendían rescatar a los niños maltratados y sometidos por su jefe, pero ni siquiera en ese aspecto pudieron lucir una victoria. Las fuerzas del orden tuvieron que reconocer que no supieron con quiénes trataban realmente; habían olvidado la tragedia de Ruby Ridge y no tuvieron en cuenta el Rocky Mountain Rendezvous. El resultado generó una reacción adversa en muchos medios y hasta la razonable Asociación Nacional del Rifle, con tres millones y medio de miembros, condenó las acciones.
Con respecto a los Héroes del Apocalipsis, era preciso atraparlos con las manos en la masa. Cerrar pinzas en torno de los delitos que venían cometiendo con tanta sagacidad, pero sin repetir los errores de Waco.
Aby Smith, antes de dirigirse al aeropuerto de Houston, había reservado cuartos individuales en el Marriot Courtyard de Little Spring para Mónica y Damián. En ambas habitaciones pusieron tarjetas de bienvenida sobre cestas llenas de frutas; en la de Mónica, además, un ramo de rosas frescas.
Pero tardaron en llegar.
Mónica se quedó horas en la sala de terapia intensiva junto a Dorothy. Había olor a remedios. La enferma estaba rodeada por cables y pantallas. Además del respirador artificial que emitía sofocados ruidos de monstruo, en sus fosas nasales penetraban tubos de plástico y de su tórax y sus miembros partían hilos de color rumbo a los aparatos que efectuaban el puntual control de las funciones vitales. Tenía el aspecto de una oveja desvanecida que pronto sería llevada al matadero. Nada podía resultar más lúgubre. Mónica creyó percibir que desde su patológico sueño Dorothy transmitía su vergüenza y desesperación. Esta idea le hacía doler el pecho. La hermosa mujer de otrora se había reducido a un cuerpo degradado.
Pero Mónica se esmeró en no soltar su congoja. Tragó saliva y le habló con dulzura, como si Dorothy pudiera entenderla, como hacen algunas personas con las plantas a fin de transmitirles su afecto. Le relató los nimios avances en la decoración de la residencia, le anunció los próximos vernissages en las galerías que más le gustaban, inventó que su nueva entrenadora de gimnasia había sufrido un esguince, lo cual demostraba que hasta el más hábil tiene problemas con las piernas; le dijo que los rosales estaban bien cuidados y que la mano de pintura que necesitaba el yate se realizaría la semana siguiente.
Mónica pensó que también debía tranquilizarle otros flancos. Debía hablarle de su padre —el difícil marido—, así que le describió el sufrimiento que lo embargaba. Wilson la quería mucho y se había quedado para organizar un equipo de especialistas que la trasladaría a Buenos Aires en las mejores condiciones del mundo. Seguía minuto a minuto su evolución. No sería extraño que pronto tomara un vuelo y apareciera junto a ellas.
Entrelazó sus dedos con los de su madre, que estaban secos y dóciles como los de una muñeca de trapo. Muchas veces, al verla borracha, Mónica había tenido deseos de abofetearla como a una mujer estúpida, pero después se sentía miserable y le entrelazaba los dedos como ahora. En aquellas ocasiones estallaba una respuesta nerviosa, casi expulsiva; en cambio, estos dedos de muerta reflejaban capitulación.
Al rato Mónica le pidió a Damián que entrara. Aunque el aspecto de Dorothy era desolador, no podía excluirlo; el amor también exigía compartir la desdicha. Damián caminó despacio, más preocupado por la sensación que su presencia generaría en la paciente que en él mismo. Al ver el bosque de cables y aparatos en medio de los cuales yacía un cuerpo inmóvil, parpadeó con angustia. Mónica le dio unos golpecitos tiernos en el brazo. Damián estaba tan conmovido que se acercó vacilante a la cabeza despeinada de Dorothy y la besó en la frente. Mónica imaginó que por el cuerpo de su madre se expandía un estremecimiento. Algo debió de haber ocurrido, porque el monitor chilló desajustes. En el acto aparecieron un médico y dos enfermeras que miraron las pantallas, movieron botones y controlaron el implante de los hilos de color. Después se dirigieron a los visitantes.
—Evitemos esto, por favor —dijo el médico—. Que la acompañe una persona por vez, únicamente.
—De acuerdo —respondió Mónica—. Él sale, yo me quedo otro rato.
—Mi amor —protestó Damián, afectuoso—, ya llevás dos horas acá. Deberías descansar; no te has relajado desde que salimos de Buenos Aires. Deberíamos turnarnos.
—No puedo abandonarla.
—¿Quién pide eso? Pero te vas a descomponer.
—No te preocupes. Puedo resistir.
Damián le acarició el cuello y fue a sentarse en la sala de espera. Al rato apareció la figura imponente de Bill Hughes. Parecía un prócer en estatua. Se atusó el breve bigote blanco y su voz solemne increpó:
—¿Todavía aquí?
—Mónica no acepta alejarse.
—No será bueno para Dorothy; hasta los enfermos necesitan descanso. Nos turnaremos entre todos, incluidos yo y Evelyn —dijo mientras pedía a un médico que se acercase.
El reverendo hizo comparecer a Mónica y le transmitió la propuesta: habría turnos. Damián le guiñó complacido, porque era lo absolutamente lógico.
—Duerman una siesta en el hotel y luego vengan a cenar en la granja. El chofer de la limusina conoce el camino y los pasará a buscar. Ahora me quedaré yo.
Mónica se resistió, pero entre los dos hombres lograron llevarla hacia el exterior del hospital.
—Después de la cena vuelvo —se resistió Mónica—. Voy a quedarme a su lado toda la noche.
—El Señor aprecia tu abnegación —pontificó el reverendo—. Pero no olvides que el mejor control y cuidado lo realizan los médicos. Y ellos piden que nuestra preocupación no dañe su trabajo. El Señor nos ha bendecido con algunas ramas de la ciencia, y no debemos ponerle piedras. Zapatero, a tus zapatos.
Damián le tendió la mano con alivio: ese hombre por lo menos simulaba sensatez. Pero debía mantenerse alerta: reunía una extraña combinación de paranoia mística y psicopatía seductora. Era, además, el tío de su amada.
El Marriott contaba con un salón de gimnasia y una piscina con jacuzzi. Damián propuso hacer una hora de ejercicios físicos para descargar las tensiones de los últimos dos días. Mónica, sin embargo, eligió ir a descansar un rato en la habitación.
—Tenemos dos cuartos hermosos, pero vamos a dormir juntos —le recordó Damián mientras se besaban—. Te harán bien mis abrazos.
Luego de los ejercicios y una ducha, Damián se encerró. Extrajo su laptop del estuche de tela acolchada, la conectó a la línea de teléfono y empezó a navegar por Internet. Mientras permanecía en el gimnasio contrayendo músculos se había dado cuenta de que antes de ingresar en el rancho de Bill Hughes necesitaba proveerse de información más precisa.
A las seis de la tarde bajaron al vestíbulo, donde se entretuvieron ante las carteleras de ofertas turísticas en el estado de Texas. Puntualmente arribó la limusina y el quebradizo Aby Smith los invitó a subir. Apenas arrancaron, Mónica exigió pasar de nuevo por terapia intensiva antes de ir al rancho. Aby transmitió el pedido al conductor. En el hospital fueron directamente a la sala donde yacía Dorothy y encontraron a un hombre de monstruosa cabeza llamado Pinjás. Tenía rasgos abultados, cicatrices en la cara y un pelo duro y levemente encanecido que aplastaba con fijador. El hombre casi se cuadró al ver a Mónica.
—Soy asistente del reverendo y me encargó hacer guardia junto a la hermana. Se fue recién.
Ella se aproximó cautelosa a su madre con la esperanza de encontrar signos de restablecimiento. Pero Dorothy seguía quieta, con el sonoro respirador artificial e innumerables tubos, cables y pantallas que dibujaban curvas. Le acarició un brazo y la besó en la mejilla pastosa; se sentó a su lado y le susurró palabras de amor. Durante diez minutos le acarició las manos desarticuladas. Era difícil ocultar la pena, pero quería insuflarle energía, algo de esperanza. Le explicó que estaban invitados a cenar en la casa de Bill, que había resultado ser mejor tío de lo que ella suponía antes de conocerlo; también estaba contenta de ver a Evelyn, la amiga de la infancia. Pero volvería pronto para acompañarla durante toda la noche.
En el camino Damián le preguntó a Aby Smith acerca de los Héroes del Apocalipsis. El empleado encogió los hombros. Luego, sobre los milagros que se atribuían a Bill Hughes durante su trabajo pastoral en Elephant City, Three Points y Carson. Aby encogió los hombros de nuevo. Ante la falta de respuesta, Damián le pidió que dijera algo sobre el funcionamiento de la comunidad que habitaba el rancho. Aby no sólo encogió los hombros por tercera vez, sino que miró hacia fuera por entre las cortinas de la ventanilla; había envuelto su bola de tabaco en un pañuelo de papel y la mantenía en la mano derecha para arrojarla a la basura o volver a usarla. Era un viejo sin opinión, ideal para los curiosos y preguntones a los que nada había que decir. Se limitaba a llevar y traer gente. Damián acababa de recibir otra confirmación de que penetraba en una zona hermética.
Demoraron un cuarto de hora en llegar.
No he podido terminar de leer el vasto material que apareció en pantalla mientras aguardo la limusina que nos llevará al rancho.
Pero he confirmado que la derecha religiosa avanza contra el pluralismo y la tolerancia que tratan de cultivarse en los Estados Unidos desde los padres fundadores. Las tendencias racistas y xenófobas —que siempre estuvieron presentes— no son la letra de la Constitución ni el espíritu de sus próceres, sino el alimento de sectores fanatizados. Con la excusa de defender valores compartidos por todos —mejor educación, libertad individual, promoción de la familia y respeto a la persona—, surgieron organizaciones que las proclaman y, a la vez, combaten. Sus derechos no tienen en cuenta el derecho ajeno.
Acuñaron la palabra “fundamentalismo” antes de que el Islam lo popularizara en el mundo. Para mantenerse fieles al sentido literal de las Escrituras aborrecen las interpretaciones críticas y afirman que la palabra de Dios no está sujeta a los cambios que introducen los hombres. Me acabo de enterar que el “fundamentalismo” nació de manera oficial hace más de cien años, en el Congreso Bíblico Norteamericano de Niagara Falls (1895), y estimuló la tendencia conspiradora.
Su posición originalmente religiosa fue traslada al ámbito político, condimentada con ataques a la vida secular. No estimulan la conciliación práctica entre cristianismo y democracia que tanto había impresionado a Tocqueville durante su visita de 1832. Tampoco les importa la Primera Enmienda de la Constitución, que ordena: “El Congreso no dictará ninguna ley con respecto a la adopción de una religión oficial”.
Se niegan a reconocer que el ser humano adquiere nuevas visiones, hábitos y necesidades a medida que procesa su experiencia. Entran en conflicto con denominaciones religiosas más vastas y razonables que, sin negar la inspiración divina de los libros bíblicos, aceptan que fueron redactados por autores humanos con capacidades limitadas, sujetos al lenguaje, el estilo y las obsesiones de su tiempo.
Esa vuelta a los “fundamentos” conduce a inescrupulosas falsificaciones del texto bíblico. Y también a simpatizar con neo-nazis, supremacistas blancos, antiabortistas dispuestos a asesinar médicos, infractores de las leyes federales, herederos del Ku Klux Klan y violentos defensores del uso irrestricto de las armas. Dicen luchar por Dios, la soberanía de los Estados Unidos y la Constitución, pero son racistas, intolerantes y agresivos. En lugar de practicar el amor, empujan hacia un odio en llamas.
Predican el milenarismo paranoico. El nombre que puso el tío de Mónica a su comunidad es alarmante, porque responde a esa tendencia. Se refiere a los Héroes del Apocalipsis, y sobre eso no cabe segunda interpretación. Aguardan la guerra entre el ejército de la Luz y el de las Tinieblas. Creen que el Anticristo ya marcha al frente de sus huestes. Usan cada nueva crisis como otra prueba de que el Mal gana batallas. Excitan la fiebre.
Pero —como también anuncia la Biblia— cuanto más avanza el Anticristo, más se aproxima su definitivo aniquilamiento. Las fuerzas de la Luz no deben desanimarse por las eventuales derrotas. Seguro que Bill Hughes prepara a su gente para el sacrificio.
Según acabo de leer, resulta difícil calcular el número de milicias organizadas y armadas. Quizá redondean el millar. Algunas son numerosas, y otras, muy pequeñas. Pero sus adherentes y simpatizantes suman millones. Louis Beam aconsejó en el Rocky Mountain Rendezvous mantener el esquema de células, como los movimientos guerrilleros. Medio centenar de organizaciones son manifiestamente activas y están dispuestas a todo.
En fin, ya lo anticipó Hölderlin hace dos centurias y ahora lo reconoce mucha gente: se apuran por establecer el Paraíso en la Tierra y, como todos los iluminados que registra la historia, sólo consiguen atarnos al Infierno.
Por tercera vez en setenta y dos horas el hombre de Miami se dirigió al aeropuerto, esta vez para encontrarse con Tomás Oviedo, que emergió de la barrera de migraciones con un bolso de mano. Fueron al salón VIP, bebieron café y aguardaron la primera conexión aérea a Houston. Volaron juntos. Ya en Houston, apareció en la salida un Mitsubishi negro con dos personas a bordo. Se dirigieron raudos hacia el sector oeste de la ciudad por las rutas que esquivaban el congestionado centro metropolitano. Penetraron en una zona de fastuosas residencias e ingresaron en una de ellas, protegida por rejas altas. Atravesaron su parque sombreado por robles y estacionaron ante las columnas de un edificio que recordaba la arquitectura de la Casa Blanca. No era tan imponente como la residencia de Wilson en San Isidro, pero disponía de muchas habitaciones, algunas de las cuales estaban disimuladas por muros móviles. Tomás miró la hora y le satisfizo comprobar que había marchado a buena velocidad. Le esperaba un trabajo sutil.
Fue al despacho, cuya fragancia a papel y madera le recordó visitas anteriores. Abrió su agenda electrónica y repasó la lista de actividades. Invitó a sus cinco colaboradores más íntimos a sentarse en círculo frente a él. Guardó la agenda y cruzó los dedos sobre el escritorio de caoba. Pidió noticias sobre el operativo y enfocó su mirada en el primero de la derecha. El hombre le entregó varias carpetas y solicitó que les echara un vistazo. Oviedo asintió y, sin inquietarse por los pares de ojos que permanecían fijos sobre sus tensadas cejas, las hojeó una por una. En un anotador marcó las treinta y cuatro etapas cumplidas sin inconvenientes hasta ese momento. Los cinco hombres vestidos con saco y corbata que lo rodeaban en semicírculo frente al escritorio lo conocían desde hacía años y aguardaron pacientes. Oviedo no sólo leyó con pericia los informes, sino que revisó planillas, facturas y recibos. Era un individuo experto, minucioso y desconfiado que sabía administrar todo, incluso el tiempo. Los otros estaban seguros de que, por mucho empeño que hubieran invertido, siempre Oviedo encontraría algún ítem para criticar. En efecto, al concluir la última página levantó los párpados y, con el índice sobre su anotador, preguntó sobre seis puntos referidos al inminente desembarque en Galveston. Sus preguntas tenían la precisión de un cirujano: dos se referían a la venta de los camarones en tres localidades; una, al número exacto de camiones que llegarían de Little Spring, y tres, a los nuevos agentes de la aduana.
Cuando resolvieron las preguntas, dirigió el examen hacia los embarques menores que ingresarían por la frontera mexicana. Allí descubrió cuatro errores y los cinco hombres tuvieron que secarse la frente: era más de lo que habían previsto. Para esas acciones se habían inspirado en exitosos procedimientos anteriores y no habían prestado atención a un número de detalles que parecían en extremo rutinarios. Oviedo los miró como un iracundo fiscal.
—Ustedes conocen el negocio —dijo en voz tan baja que el semicírculo debió cerrarse—. Cabe la sospecha de que se ha filtrado información. Nos están poniendo el palo en la rueda.
No hubo reacción verbal, sino pupilas que expresaron desconcierto.
—En este negocio un amigo se transforma en traidor en menos de un minuto. Basta con que le paguen más. Yo pago bien y pagaré mejor cuando descubramos el origen de estas filtraciones.
Uno de los hombres, con una cicatriz plateada en el pómulo izquierdo, tras acariciarse los labios se ofreció a dirigirse a Phoenix en el primer avión; quería investigar sobre el terreno. Oviedo lo atravesó con sus ojitos filosos y lo reconoció leal.
—Está bien —contestó—. El resto me ayudará a que el grueso del embarque no tenga dificultades. Pero sospecho que las tendremos, aunque espero que no sean graves. Cerca de la frontera mexicana se nos ha escapado un informante; estoy seguro.
—Si ha ocurrido eso, no tiene por qué saber lo de Galveston.
—Nos enteraremos mañana. Ahora quiero ver las credenciales, los fletes y demás documentación con referencia al puerto. Tal vez en la aduana se pongan pesados. ¿Los camiones serán dispersados en la forma que pedí? Bien. ¿Dónde dormirá el monstruo de Pinjás esta noche? Vigílenlo; que no se vaya de juerga con putas y arme un escándalo. —Ordenó la documentación que tenía delante. —Ese hombre me genera inquietud —murmuró para sus adentros.
Después, tras meditarlo cuatro segundos, telefoneó a Wilson.
—Surgieron complicaciones. Me parece que algo se ha podrido en Arizona. Se me ocurre que el rancho ha perdido la vieja inmunidad. Olfateo que se nos escaparon ciertos informantes, algunos que anduvieron por el oeste soltaron la lengua.
—¿Qué me estás diciendo? —Wilson hizo rechinar los dientes.
—Es duro, pero debemos manejamos con la realidad. —Mientras hablaba, Oviedo pretendía imaginarse cómo diablos se había producido la filtración.
—¡La puta realidad!... ¿Tienes alguna pista? ¿Es Dorothy quien metió la pata?
—No creo. En Arizona se avivaron hace semanas o meses.
—Ajá. —Tomó el puro que estaba al final de la caja y lo hizo girar entre los dedos como si fuese un cilindro de madera. —Bill no tiene suficiente control sobre su gente. —Suspiró.
—Yo no dije eso.
—Tomás. —Alzó el tono de voz. —Dijiste que aparecieron complicaciones, que algo se ha podrido, que falta la vieja inmunidad del rancho y que en Arizona nos traicionaron algunos informantes. ¡No te faltó nada! ¡Me has puesto los pelos de punta! ¿Y quieres hacerme creer que Bill controla la situación?
—Amigo mío —dijo Oviedo con tono paternal—, acabo de detectar algunos problemas. Eso no significa que...
—¡Que Bill sea un arterioesclerótico! —bramó Wilson en el otro extremo de la línea.
—Vamos a necesitar lobbies. Temo que se produzca una encerrona.
—¿También eso? Bueno, para eso estás en Houston. —No podía frenar las ganas de trompearlo. —Deberás moverte como en tus mejores tiempos.
—¿Vas a venir? Tu presencia podría ser muy útil.
Wilson mordió el puro sin haberle cortado la punta. ¿Aquello era una jugada que a sus espaldas habían urdido Tomás y Bill? A él no le parecía que su gestión fuera imprescindible en Houston, pero Tomás hablaba de esa forma para conocer sus pasos y sentirse más libre. De todas formas, el operativo Camarones debía concluir bien en la fase del ingreso en los Estados Unidos. Les convenía a todos. La traición sólo se tornaría evidente en las semanas siguientes.
—No —mintió—, no voy a ir. Entre tú y Bill sobran para arreglar este asunto. Es rutina. Algo más complicada que otras veces, pero rutina.
—Te ruego que lo vuelvas a pensar.
—El barco llegará mañana y el cargamento será examinado pasado mañana, ¿no? Entonces hay tiempo.
—Tiempo para que vayas reservando el vuelo, Wilson. Es importante que vengas.
—Lo pensaré.
• • •
—Lo llamarás enseguida y le explicarás todo —había decretado Bill, terminante, mientras marchaba tras la camilla empujada por dos enfermeros luego del ataque sufrido por su hermana.
Evelyn cumplió llorando. Se preparó una taza de café y entró vacilante en el cuarto que había dispuesto para su amiga. Sobre una butaca yacía el bolso que constituía el único equipaje de Dorothy. De un perchero colgaba la ropa que había usado durante la cena. Junto a la mesa de luz estaba su cartera de cuero marrón. Evelyn acomodó las prendas del perchero y miró el interior del bolso, donde sólo quedaba ropa interior y dos blusas. Después se sentó sobre la cama y levantó la cartera. Dudó en abrirla, pero correspondía hacerlo. Era de su amiga, que se hallaba en una emergencia; quizás ella debía poner a mejor resguardo los documentos que encontrara. Introdujo una mano y lo primero que tocó fue un objeto duro. Lo extrajo lentamente, con temor. Era un diario íntimo, viejo, de los que se usaban en su adolescencia. Las tapas de cuero de víbora estaban resquebrajadas; incluso tenían una fláccida lengüeta con broche que cerraba las páginas. Debía de ser un regalo que había recibido cuando era chica. Evelyn lo miró del derecho y del revés; recordaba haber visto ejemplares idénticos en la librería de Pueblo. Acarició el arrugado lomo, la tapa, la lengüeta, y resolvió enterarse. La conexión con su pasado le inyectaba una resolución de suicida. “Basta de frenos”, se dijo mientras confirmaba que nadie la estaba mirando.
Entonces ingresó en la máquina del tiempo. Las primeras páginas tenían caligrafía de nena y estilo escolar; expresaban la conmoción que produjo la enfermedad de Bill. Luego, episodios vinculados con su agitada rehabilitación. Eran frecuentes las referencias a su amiga Evelyn, a quien se le aceleraron los latidos cuando el diario le hizo recordar en forma descarnada su patológico enamoramiento de Bill. Leyó apurada, con el pecho convertido en tambor. Temía descubrir noticias terribles. Dorothy no había sido sistemática ni constante con su diario; a veces pasaban meses y hasta años sin que agregara una línea, pero a veces lanzaba un violento chorro de información. Evelyn se enteró de pormenores vinculados con el romance con Wilson, sus penas durante la guerra de Vietnam, la buena convivencia en Panamá, su corto regreso a Pueblo, el contrato del gobierno argentino y las maravillas de los primeros años en Buenos Aires. Y luego Mónica. ¡”Su” hija, Mónica! Dorothy había aceptado y asumido la versión de que la niña había sido engendrada por una guerrillera desaparecida, muerta, de la que jamás surgieron noticias.
Evelyn se pasó la mano por la frente mojada. Le dolían la cabeza y el estómago. Pero había otras cosas graves. Las páginas siguientes contaban que... ¡No podía ser! ¡Inventaba! ¡El whisky le había llenado el cerebro de fantasías diabólicas! Más que obscenas, abominables, leyó y leyó hasta la última página, escrita horas antes en aquel mismo cuarto. Evelyn dejó el mamotreto sobre la mesa y entrelazó los dedos para rezar. ¡Dios! ¡Dios!
Cerró la cartera y volvió a sostener el diario henchido de recuerdos, amor y veneno. Sus hojas amarillentas eran peor que una bomba. No lo entregaría a Bill. No. Debía ser leal con su torturada amiga de infancia. Debía rebelarse de una santa vez y asumir la responsabilidad que dictaba su conciencia. Pensó dónde ocultarlo. Lo envolvió con ropa interior limpia y lo puso en el fondo del cajón que nunca tocaba nadie.
Después volvió a tomar la cartera. Extrajo los objetos de maquillaje, unas pastillas de mentol, la agenda electrónica, el pasaporte y la billetera. La abrió y encontró pesos argentinos y dólares estadounidenses. Pero también algo más importante: una vieja foto en blanco y negro, agrietada, donde estaban ellas dos cuando tenían quince años; en la parte superior se insinuaba un ramo de glicinas y, al fondo, el nogal bajo cuya sombra el abuelo Eric conversaba con su ángel de la guarda. Le produjo un llanto convulsivo y debió apartar la foto. Se secó la cara y las manos húmedas, devolvió los objetos a su sitio y se dirigió al estudio para telefonear al hospital. Quizás el doctor Taylorson se dignase atenderla y le confiara la verdad sobre la evolución de su amiga.
Apareció el rancho como un desafío al paisaje: en vez de un proyecto agropecuario lucía como una fortaleza provista de torres en los cuatro ángulos y un hosco cerco de madera con soportes de mampostería, coronado por alambrados de púa que se perdían en el horizonte. El sol de la tarde proyectaba largas sombras en torno de los bloques del casco. En los alrededores había pocos árboles, cuyo ramaje estaba desnudo y retorcido; quizás habían eliminado los umbrosos para que no dificultaran la visión. Antes de llegar observaron que a los costados de la ruta se esforzaban por sobrevivir unas matas espinosas con flores diminutas. Cien metros antes del cerco fueron detenidos por guardianes armados, quienes cumplieron una breve inspección del vehículo y sus pasajeros. La inspección se repitió junto a unas vallas. Automáticamente se corrió un portón de metal y entraron en una franja de tierra apisonada donde había estacionados autos y combis.
Mónica y Damián giraban la cabeza a diestra y siniestra para absorber los pormenores del inquietante escenario: mujeres y niños se desplazaban lentamente, como en una calle de aldea; algunos portaban herramientas de labranza que debían guardar antes de que cerrase la noche. Ambos cruzaban miradas cómplices mientras se aplicaban en registrar cada puerta, ventana y postigo, como si fuesen las cifras de una revelación inminente. Quisieron adivinar hacia dónde conducía el fragmento de patio que se insinuaba a la izquierda, qué significaba la construcción añadida en el extremo derecho del cerco externo y cuántos guardias vigilaban desde las torres de control. Pero nada preguntaron al obtuso Aby.
La parsimoniosa entrada de la limusina no produjo alteración alguna, excepto un movimiento de las mujeres para que los niños desaparecieran. A Damián le extrañó la escasez de hombres; ¿estarían aún en los sembradíos? No hubo saludos por parte de los callados habitantes, que parecían vivir en otro mundo.
Aby extendió el brazo como si fuese un grotesco introductor de embajadores y los condujo al interior del edificio.
La construcción era antigua y amplia. Tenía dos plantas, corredores exagerados e innumerables cuartos laterales. Algunos mantenían las puertas entornadas y dejaban ver el borde de austeros bancos y mesas; debían de servir de aulas o de taller. Otros eran seguramente los dormitorios, como se estila en cualquier convento. No había separación entre la vida privada y el trabajo compartido.
Damián le susurró a Mónica que en esos monasterios del siglo XX no habían cambiado las reglas medievales que para ciertas mentes resultaban insuperables. Sus habitantes debían constituir —como los monjes de un milenio atrás— un grupo ciego hacia afuera y compacto hacia dentro. Algunos sublimaban la violencia y otros la almacenaban para matar o matarse. Mónica asintió mientras abría y cerraba las manos a fin de quitarles tensión.
Las paredes eran irregulares y bien pintadas; los pisos, embaldosados; los muebles, sobrios. El largo corredor semejaba la nave de una iglesia vacía. Aby arrastraba sus zapatos polvorientos, pero su ritmo cansado no impedía que retumbasen otros pies, invisibles, en las gruesas paredes. Por supuesto que no era una iglesia vacía, sino una colmena de abejas ocultas. Tras los muros palpitaba una disciplinada multitud de seres alienados.
La poca gente que se cruzaba en el camino no parecía ser personas sino espectros. La cabeza de Damián hervía de asociaciones. Algunas las susurró al oído de Mónica, pero la mayoría las calló para no alarmarla. Ingresaban en un terreno minado. Allí aguardaba el misterio o la revelación.
Damián evocó lecturas sobre el origen de estas comunidades. Habían brotado como hongos hacía miles de años, poco antes de Cristo; ansiaban defender la pureza de su fe. Querían la paz y se preparaban para el combate. Estaban seguros de que inclusive una derrota frente al Imperio Romano no significaba el fin, sino la renovación de la promesa. El historiador Flavio Josefo describió a los esenios y los sicarios que formaban esos grupos militantes. Tenían el objetivo de restablecer aquello que el trono corrupto y los poderes extranjeros destruían. Por eso se apartaban de las ciudades infectas de paganismo, reuniéndose en cuevas o en el desierto. Entre ellos actuaba Juan el Bautista, y a muchos les resultó familiar la prédica del dulce Jesús, que consolaba a pobres y desahuciados fuera de las ciudades grandes y el templo enajenado.
Al cabo de unos siglos hicieron eclosión sus epígonos medievales: monasterios herméticos y laboriosos, sometidos a disciplina. Más adelante se constituyeron comunidades heréticas que provocaron una hoguera religiosa cuyas llamas quemaron los pies de instituciones antiguas. Algunas tuvieron jefes magníficos, y otras, diabólicos; unos fueron respetuosos de la ley y otros torcieron la ley en favor de la lascivia, como Jan Matthyjs en Münster —que acabó en holocausto—, o como su símil reciente, David Koresh, en Waco, cerca de aquí. También aparecieron unidades donde la religión era una movilizadora utopía. Siempre dominaba la tendencia de aglutinarse bajo el mando de un líder. El líder —aunque ignorante y trastornado— era considerado un elegido por Dios, la autoridad indiscutible.
La frágil condición humana traccionaba hacia el amparo de un líder omnipotente. Y Damián se preguntaba si ese rancho sería una excepción.
Aby Smith abrió una puerta y apareció el líder.
Mónica y Damián tuvieron la sensación de penetrar en un centro imantado. Por doquier había velas cuya luz amarillenta provocaba un trémolo de sombras. La pared del fondo estaba cubierta por los lomos encuadernados de una biblioteca vidriada. A un costado se alzaba una cruz de bronce rodeada por fotografías del pastor durante sus oficios. En un ángulo lucía tendida la mesa con un mantel blanco y un candelabro de cinco velas.
Sentada en el sofá, una mujer de cabello tirante recogido en la nuca se inclinaba sobre el costurero.
—Evelyn —dijo Bill con voz cavernosa—, ha llegado nuestra “sobrina”.
Los ojos de las mujeres se tocaron por primera vez después de veintitrés años, cuatro meses y dieciocho días exactos. Mónica no podía creer que la amiga de infancia de su madre pareciera casi diez años mayor. Tenía la piel y los labios secos, agrietados, y una telaraña de arrugas en torno de los párpados. Parecía haber estado llorando recién, aunque su sonrisa expresaba felicidad. Dejó la labor sobre la mesa y se arregló el cabello; era un gesto de coquetería inesperado, casi olvidado. Los músculos de Evelyn eran atravesados por alfileres; intentaba, infructuosamente, disimular el temblor de sus manos.
Se puso de pie, se alisó la pudorosa falda gris y miró al reverendo, siempre alerta. Minutos antes él había repetido las machaconas advertencias que habían precedido la llegada de Dorothy; incluso apoyó ambas manos sobre los angostos hombros, como si quisiera hundirla en el piso, y le ordenó que redoblase la cautela. Por eso, durante unos segundos Evelyn permaneció quieta junto al protector sofá, con una sonrisa cuyas contracciones pretendían frenar las lágrimas que amenazaban con convertirse en río; en su alma tintineaban campanillas. Mónica se contrajo ante la intensidad de los ojos verde claro rodeados de arrugas que la devoraban como a un caramelo. La miraban con embeleso, deslumbrados. Supuso que su tía, algo trastornada mentalmente (nadie lo había dicho), contenía el deseo de saltarle al cuello y estrecharla contra su pecho, en abierta violación a las normas norteamericanas de conservar las distancias.
El living era espacioso. Damián lo examinaba centímetro a centímetro mientras los demás se dedicaban a intercambiar saludos. Dedujo que el pastor convocaba ahí a sus discípulos y recibía a curiosos de la región. Pero esa noche eran sólo cuatro personas. Aby se había retirado sin decir palabra.
Evelyn, por fin, destrabó sus articulaciones y levantó una ancha bandeja con jugos de fruta, quesos y aceitunas que ofreció a los presentes. Mónica tuvo pena del temblor que la recorría de la cabeza a los pies. El reverendo le mandó una fugaz mirada de reproche por el apuro en servir e invitó a tomar asiento en torno de una mesa ratona adornada con un florero de cristal lleno de abultados crisantemos. Evelyn restituyó la bandeja a su lugar, fija en su rostro la sonrisa, sus manos aún temblorosas.
Charlaron sobre los últimos informes acerca de Dorothy. Bill reveló que había conocido al doctor Taylorson a poco de instalarse en el rancho, cuando uno de sus ayudantes sufrió una fractura al caer del techo en reparaciones. Desde entonces se había convertido en su médico de confianza. En el hospital existían departamentos de muchas especialidades y Taylorson le garantizaba que su hermana estaba en manos expertas y confiables. No era preciso ni conveniente un traslado inmediato a Houston, y menos a Buenos Aires. Él rezaba por su recuperación, incluso consultaba con el Señor si en este caso le concedería un milagro.
Mónica no ocultó su ansiedad. La sola referencia al milagro la puso más pálida aún. Aunque esperaba lo peor desde el primer momento, no la calmó saber que sus constantes biológicas aún podían desestabilizarse. Dijo que verla paralizada y rodeada de aparatos le resultaba devastador. No suponía que los milagros fueran posibles, pero en ese momento creería hasta en la magia negra.
Bill, con desacostumbrada suavidad, explicó sus vínculos con Eliseo, el profeta de los milagros, quien lo había curado de una encefalitis que ningún médico consideraba dominable. No sólo lo había curado, sino que le había concedido poderes especiales. Narró las dificultades de sus primeros años de pastor, cuando ingresó en la iglesia de Elephant City. Luego contó los progresos que fue ganando en esa localidad, progresos tan grandes que lo estimularon a predicar y curar en otros sitios de Colorado, Nuevo México y Arizona. Trabajó simultáneamente en tres carpas que se llenaban de fieles y durante un tiempo estuvo asociado con un importante pastor de Carson, pero recibió un mensaje de Eliseo que le indicaba que era el momento de dar un potente giro a su vida y obra. Debía separarse de ese pastor, unirse a Evelyn y trasladarse a Texas. Las curas milagrosas habían sido un eslabón de su carrera, no su misión final. De vez en cuando le sería permitido volver a efectuar una curación notable, pero sólo cuando lo justificasen los designios del Señor. Por eso no descartaba que en algún momento se presentase Eliseo para autorizarlo a hacer algo especial con Dorothy
—¿Me lo dices en serio? —Mónica pareció despabilarse.
—Depende de la fe que tenga la paciente. Ella está en coma. Por ahora debemos orar.
Damián apretó la mano de su amada para transmitirle consuelo y contempló amistosamente a Bill. Estaba frente a un chamán. Pero debía ser cauteloso, porque esos seres tienen olfato y enseguida desconfían.
Bill, mientras, percibía que en su sangre se reacomodaban ciertas convicciones. Se dio cuenta de que había hablado más de lo común, sin parar. Que se sentía excitado, igual que ante las visiones de los desfiladeros morados entre los cuales aparecía la frente luminosa de Eliseo. Esa “sobrina” que tenía a un metro de distancia era un ejemplar ario de la más alta calidad imaginable. Sus ojos verde claro (idénticos a los de Evelyn), su cabello de bronce limpio, su tez de mármol y sus manos largas y perfectas eran más elocuentes que el Evangelio. No la merecía un perverso hispano como Wilson. No cuadraba siquiera que llevara el apellido Castro. No era en realidad la descendiente de una mezcla entre una adámica pura como Dorothy y un preadámico evidente como Wilson. Era el producto de un óvulo y un espermatozoide generados en el sector predilecto del Señor. Era “su” hija. Por primera vez la veía y oía como tal. Estaba impresionado, extrañamente conmovido.
También Evelyn, estaba asombrada por el inesperado afecto que emitían la voz y los ojos de Bill. Se había preparado para una reunión seca y formal. Su marido algunas veces adoptaba actitudes incomprensibles, pero ella no debía apartarse de las nerviosas consignas que le había marcado en los últimos días. No resultaba fácil, pero trataría de cumplir.
Damián, estimulado por la cordialidad del anfitrión, ansiaba formular mil preguntas. Aspiró para relajarse el diafragma y parecer tranquilo, apenas motivado por una curiosidad intrascendente. Quería saber, por ejemplo, cuándo y cómo había construido Bill Hughes aquel rancho.
Evelyn alzó las cejas, pero el reverendo no se alteró. Contestaría. ¿Algo más?
También quería saber cuánta gente vivía allí, cómo era la organización, qué los impulsaba a ingresar y permanecer en ella.
Bill masticó una aceituna y depositó en su mano el carozo, que dejó rodar hacia un cuenco; tampoco le molestaron las preguntas adicionales.
Evelyn se estrujó las manos.
Damián agregó entonces que le interesaba conocer cómo eran las relaciones entre varones y mujeres, cómo educaban a los niños, si practicaban ceremonias de iniciación.
El pastor lo escuchó con paciencia y, de vez en cuando, deslizaba miradas a Mónica.
¿Tenía discípulos a los que entrenaba para una eventual sucesión?
El pastor registraba impertérrito las preguntas, pero evocaba la advertencia de Wilson: ese sujeto era de temer. Por lo tanto, le seguía el juego. Vació la copa de jugo y propuso que se sentaran a la mesa. Evelyn había preparado un menú especial y, mientras lo saboreaban, respondería todas las preguntas. Como adelanto, aclaró que por lo general un gran profeta no tiene discípulos, excepto el maravilloso caso de Elías y Eliseo.
Propuso a Mónica que se sentara a su derecha (“a la diestra del Señor”, como dicen a menudo las Escrituras). Damián se ubicó a la izquierda, y Evelyn, en el otro extremo. Al minuto Evelyn se levantó y llevó una sopera humeante que depositó en un ángulo de la mesa. Sirvió a los cuatro con un enorme cucharón de plata. Bill tendió la panera a sus invitados, luego juntó las manos en plegaria y agradeció al Señor la comida de esa noche.
Damián se concentró en las respuestas de Bill, encantado de escuchar su versión sobre el origen y la vida de su iglesia. Pero más de una vez descubrió los ojos embelesados de Evelyn sobre Mónica, mucho más conmovedores que los vistazos fugaces, casi avergonzados, que le lanzaba Bill. Entre cucharada y cucharada la mujer del pastor elevaba sus tímidos párpados y quedaba absorta en su sobrina, como si no diese crédito a la realidad. La embargaba de tanto placer contemplarla que una cucharada llena de sopa no dio en sus labios, sino en el mentón, y salpicó fuera del plato. Evelyn se disculpó, azorada. Mónica la tranquilizó con palabras, pero el mayor efecto se produjo cuando apoyó una mano sobre la muñeca de la tía. El contacto de la piel estremeció tanto a Evelyn, que abrió los ojos y la boca, y dejó inmóvil la muñeca para que no se alejase esa mano. Su garganta tragaba las lágrimas que no debían manifestar sus órbitas.
A medida que transcurría la cena, Evelyn aparentó tranquilizarse. Bill le mandaba mensajes furtivos mediante un código secreto: parecía satisfecho con su conducta.
Mientras, Damián tomaba notas en su cabeza. Bill no se irritó por ninguna de las preguntas, aunque algunas le exigieron un imaginativo rodeo. En su historia y en su quehacer no había muchos elementos que merecieran ser ocultados, decía. Era un hombre de Dios, bienintencionado y enérgico. Tenía convicciones translúcidas que algunos repudiaban y otros seguían con férrea convicción. ¿Cómo había construido ese rancho? También se había decidido en el más allá. Desde los sueños Eliseo había empezado a pedirle que se instalara en Texas.
—¿Por qué Texas?
—“Al más allá no se le pregunta; se le obedece”—citó Bill—. Cancelé mi alianza en Carson, transferí tres exitosas carpas azules a otros pastores, abandoné Elephant City y, acompañado por Evelyn y dos hombres fieles, llegué a este lugar, donde algo se sabía de mis curaciones milagrosas. La elección quizá fue determinada cuando en la boda de Dorothy y Wilson conocí a James Strand, un tejano que fue colega de Wilson en la Academia de la Fuerza Aérea, en Colorado. Ese hombre había nacido y se había criado en Little Spring. El nombre de James Strand me sonó atractivo desde el primer momento, y para el Señor los nombres son determinantes.
”Así que nos vinimos con la seguridad de que el profeta Eliseo guiaba mis pasos, de la misma forma que los había guiado cuando partí de la aldeana localidad de Pueblo, dieciséis años antes. No me equivoqué. El Señor dibuja nuestros recorridos. Apenas llegado, fui requerido para asistir espiritualmente a una mujer afectada de cáncer.
Alzó la jarra de agua y llenó los cuatro vasos.
—Gracias —dijo Damián.
—La pobre —continuó Bill— era una viuda que había decidido dejarle este rancho a la hermana. Conocí a su hermana, y en ese preciso instante —hizo una pausa y miró con pareja vehemencia a Damián y Mónica— Eliseo se encrespó dentro de mí como las olas que golpean un acantilado. Supe entonces que lo enojaba un sesgo pecaminoso. Recé por la salud de la enferma y por el esclarecimiento de la desconocida injusticia. Yo había captado una injusticia. Algo terrible.
Hizo un gesto a Evelyn para que ofreciera repetir la sopa. Sus invitados negaron con la cabeza.
—Bien —prosiguió—. Una mañana encontré dormida a la viuda. Me senté a su lado y empecé a rezar. Ella, estimulada por mi plegaria, soñó escenas reveladoras que narraba en voz alta, muy ronca. Hablaba con los ojos cerrados, pero arañándose los brazos con furia. Entre mi oración y su sueño comenzó a destejer una trama llena de pecados.
Damián y Mónica lo escuchaban con fascinación. Bill emitía los sonidos desde la profundidad del pecho. Imitaba como un actor a la enferma y a sí mismo en aquella desagradable oportunidad. Narró que la viuda pudo acceder oníricamente a las relaciones que habían mantenido su cínica hermana con su esposo muerto, y accedió además a las contracciones de placer que habían sacudido al esposo y las risas burlonas de la hermana. Se convulsionó y gritó hasta despertar empapada de sudor, cólera y sangre en los brazos. Exigió la presencia de su abogado y ese mismo día, delante del pastor que la había conducido a esa revelación tremenda, corrigió su testamento. Los bienes pasaron íntegramente a manos de Bill Hughes, en testimonio de justicia y gratitud.
—¿Te acuerdas, Evelyn? —Por primera vez la incluía en la conversación.
Ella asintió, sumisa.
—Es más: cuando Evelyn vio la granja por primera vez, exclamó... ¿te acuerdas, Evelyn?... Exclamó que era como el castillo que había soñado toda la vida. ¿Se dan cuenta? El Señor unía cabos.
Evelyn carraspeó. Le parecía que Bill reclamaba alguna frase suya.
—Sí... Yo quería ser la esposa de Bill, soñaba que Bill era un príncipe vinculado a castillos y hazañas. Cosas de chica.
—¿Pero me dijiste o no que te recordaba el castillo de tus sueños?
—Sí, por supuesto.
El pastor calló un momento, para que sus invitados digiriesen la prueba. Luego añadió, cariacontecido:
—Debí ocuparme de la tarea más dura: expulsar a la hermana traicionera, quien, obviamente, negó esa historia. Alegó que yo había realizado una inducción, que la había embrujado y cosas así. ¿Cuántos pecadores tienen la dignidad de reconocer sus errores?
Evelyn bajó los ojos. Había oído muchas veces el mismo relato, y también había oído versiones que se adaptaban con sutileza a las circunstancias.
Para Damián las palabras de Bill eran cautivantes y dudosas. Las martilladoras referencias a Eliseo, los milagros grandiosos y la extrema santidad de su existencia no lo eximían de una tendencia paranoide y psicopática a la vez. Integraba la Identidad Cristiana y había fundado un campamento religioso —que seguramente era también militar— en aquel rancho que había ganado muy fácilmente, como acababa de relatar sin el mínimo pudor. De todas formas, no cabía juzgarlo en forma superficial. Los grandes misterios apenas empezaban a asomarse. Ojalá que no perjudicasen a Mónica. Al fin de cuentas, era un pariente próximo.
Cuando se despidieron, Evelyn les tendió un paquete con galletitas que había preparado personalmente. La emoción le impidió terminar la frase. Su cara blanca, de tez fina, estaba surcada de arrugas, pero sus ojos verde claro eran tan luminosos como los de Mónica; a Damián le sorprendió que existiese semejante parecido.
Bill los acompañó por el solitario corredor hasta la limusina estacionada en la franja del perímetro. A su lado se hallaban los mismos vehículos que habían visto al entrar. Sólo divisaron algunas sombras haciendo guardia. No estaba la flota de camiones con la que —según había explicado— distribuía los productos agrícolas que la comunidad cultivaba en las doscientas cuarenta hectáreas del rancho y con cuyas ganancias podía cubrir los gastos de mantenimiento y educación.
—Recorren casi todo Texas y otros estados. En un par de días estará de regreso la mayor parte.
Las torres apuntaban hacia las estrellas. ¿Por qué tanta vigilancia en una pacífica comunidad de creyentes? Damián decidió no pasar la raya y guardarse la pregunta.
Bill elevó su largo brazo y lo apoyó en el hombro de Mónica. Necesitaba sentir el cuerpo de esa maravilla que había creado el Señor a partir de genes limpiamente arios. Era “su” hija.
—Esta noche acompañarás a Dorothy en el hospital, ¿verdad? Te lo pasarás sentada en un sillón y luego deberás ir al hotel. A la madrugada te reemplazará Evelyn; luego, Damián, y también yo. Confeccionaré un cronograma para que no terminemos todos internados. Dime que aceptarás.
Damián lo apoyó.
—Es muy sensato —dijo.
—También propongo que en los próximos días —añadió el reverendo—, durante la hora del almuerzo, se quede con Dorothy mi fiel Aby. Es el hombre más sensible y leal que conocí en la vida. Fue mi chofer por años y se ha convertido en mi sombra. Nosotros destinaremos ese tiempo a reunirnos y comer juntos aquí. Nada alegraría más a Dorothy que convertir su desgracia en algo positivo: el reencuentro familiar.
Cuando partieron, Bill retomó a sus aposentos. Evelyn lloraba a moco tendido mientras retiraba la temblorosa vajilla.
—Te has portado bien —sentenció Bill mientras se dirigía a la biblioteca y buscaba un pequeño libro. Necesitaba releer La carta robada de Edgar Allan Poe para chequear si podía seguir confiando en su táctica.
Todavía era de noche cuando Evelyn se vistió para relevar a Mónica junto al lecho de Dorothy. Se arregló el cabello en el rodete de la nuca, bebió una taza de café y se dirigió al tablero donde se guardaban las llaves de los vehículos estacionados en el perímetro. Reconoció las de su auto. Se sentó al volante y accionó el limpiaparabrisas para quitar el rocío que lo empañaba. Arrancó, hizo señas a los guardias apostados junto al pórtico y enfiló hacia el hospital por la ruta aún negra y vacía. Era temprano para el relevo, pero no resistía las ganas de ver a Mónica.
La encontró dormida en el sillón junto a la cama, con un libro sobre las rodillas y la cabeza rubia apoyada de perfil. Sus manos eran elegantes, de uñas perfectas; sólo lucían un anillo de rubíes en el anular izquierdo. Pidió a la enfermera que no la despertase aún. La luz era tenue y por entre los cables las pantallas insomnes se obstinaban en trazar líneas ondulantes. Se quedó de pie, contemplándola. Era un bebé crecido, mágicamente transformado en bellísima mujer. Tenía cierto aire a ella misma, a Evelyn cuando joven, sólo que perfeccionada. Con un encanto que no se concebía en las muchachas de antes.
Vacilante, su mano áspera se aproximó a la cabellera desparramada sobre la parte alta del sillón. Tocó las hebras doradas y las masajeó con suavidad entre las yemas de los dedos. Sonaban melodiosas como las cuerdas de una lira. Le costaba asumir ese momento. Tanto lo había deseado que terminó por considerarlo imposible.
De pronto Mónica parpadeó, abrió los ojos y la vio. Ambas se sobresaltaron, pero al instante se ablandaron en sonrisa. Mónica se puso de pie y el libro cayó al piso. Evelyn rogó que no se apurase, ya que era temprano; que siguiera sentada. Pero las dos se contemplaron por primera vez un rato largo, como si recién se descubrieran. Luego los ojos fueron hacia la yacente Dorothy y se interrogaron en silencio sobre su inmovilidad, tan patética. Mónica se acercó a Evelyn y, llevadas por un impulso desconocido, se estrecharon en un abrazo. Evelyn creyó que se desintegraría de emoción. Apretaba la espalda de su recuperada hija, le acariciaba los hombros y los brazos, de nuevo la espalda. Y no pudo contener el llanto.
Se dijeron frases entrecortadas.
—Sé que fue tu amiga de la infancia —interpretó Mónica.
—Más que eso, querida... Más que eso.
—Me contó poco, pero te amaba. Siempre llevaba en su billetera una foto de ustedes dos, cuando vivían en Pueblo.
—Sí... —se enjugó las lágrimas que le humedecían las mejillas. —Pero yo le agradezco algo mucho más importante... ¡Le agradezco que te haya criado, Mónica! —y volvió a abrazarla con fuerza.
Al rato, más tranquilas, Evelyn no pudo resistir confesarle que desde su nacimiento la tenía presente. No le importó que en la mirada de Mónica rielase la incredulidad, o que la muchacha creyese que ella exageraba o mentía. Necesita transmitirle que su corazón y su mente se habían mantenido fijados en ella, pese a la distancia y la incomunicación. Siempre le había gustado el nombre Mónica.
—Quizá mamá tuvo en cuenta tu preferencia. Pero nunca lo dijo.
—Agradezco que mi preferencia no haya sido ignorada. ¿Te das cuenta, querida? Algo intenso nos une.
Mónica advirtió que el deteriorado aspecto que su tía había exhibido durante la cena se borraba a medida que conversaban. Rejuvenecía por minutos. Se le agrandaban las pupilas, se le rellenaban los pómulos, se le iluminaba el cabello. Era dulce y vivaz. Otra mujer. Seguro que su autoritario marido la tenía oprimida bajo el taco; en ese rancho se marchitaba como una planta sin aire.
Mónica acercó un taburete y rogó a Evelyn que se ubicara en el sillón. Se tomaron de la mano y ya no se soltaron por una hora. Ambas querían saber. Se contaron cosas que quizá sabían, pero que ganaban sabor cuando volvían a decirlas. No podía faltar la referencia a Damián Lynch, de quien Mónica trazó un entusiasta perfil; aseguró que estaban decididamente enamorados.
—Me di cuenta —Evelyn sonrió y echó una ojeada a Dorothy, por si había oído esa noticia; el diario lleno de dolorosos impulsos reapareció como una aguja en su sien. —Me parece un muchacho espléndido. Yo me uní a Bill siendo un año más joven que tú, Mónica.
—Pero mamá me contó que lo amabas desde que tenías uso de razón.
—Falta de razón; no confundas. —Sonrió. —Fue anormal, lo reconozco. Pero, en fin... Cuéntame más.
Mónica dijo aquello que tal vez la misma Dorothy habría relatado; dejaba al margen los aspectos conflictivos. Por momentos le parecía difícil recorrer su biografía de opulencia vacua, porque su tía no la comprendería. Evelyn habitaba en una suerte de monasterio, y Dorothy, en la pecaminosa Nínive que condenaron los profetas. Pero Evelyn no se sorprendía ni escandalizaba. También conocía a Wilson y tenía información sobre sus empresas. Vivía aislada pero no era tonta.
A medida que charlaban se sentían más próximas. Mónica volvía una y otra vez sobre Damián, en especial cuando la conversación rumbeaba peligrosamente hacia las aguas profundas de sus padres... aguas en las que no quería entrar.
—Es mi mejor amigo, el más noble. Puedo confiar en él como no lo hacía desde que era una nena prendida a la falda de mamá.
—Un verdadero amor. Es eso.
—Como el que tuviste, ¡o tienes, perdón! por Bill.
—El que tuve. —Una nube descendió sobre su cara.
Se apretaron con más fuerza la mano para transmitirse aquello que les faltaba a las palabras.
—Mi enamoramiento fue loco, de entrega exagerada —dijo Evelyn—. Tal vez lo estimuló la ausencia del hombre amado, al que idealicé con fantasías de Las mil y una noches. O sufrí demasiado su falta de correspondencia, porque durante años ni siquiera me miró. Te aseguro que tampoco me importa averiguarlo ahora, querida mía. —Recuperó el buen semblante. —¡Estoy tan feliz de tenerte conmigo!
Mónica percibía que a duras penas mantenía el equilibrio emocional. ¿Estaba Evelyn en sus cabales? No podía descifrar qué la conmocionaba tanto. Pero no había sino afecto evidente que derramaba sin contención.
—Dorothy también ha sufrido. O sufre —agregó la tía mientras sus ojos recorrían el bosque de cables—. No evitemos reconocerlo.
Mónica enderezó la espalda.
—Fuimos tan amigas que parecíamos hermanas siamesas —continuó Evelyn—. Se dice que las siamesas comparten el destino. O parte del destino, si quieres. Se enamoró mucho más tarde que yo, dudó mucho más que yo, fue más pasiva que yo. Pero finalmente nos pusimos a disposición de nuestros maridos. Primero yo y después ella: consideramos que debíamos convertirnos en sus irracionales apéndices, como las mujeres de siglos pasados. O como las mujeres de los talibanes.
—Entonces sabías que mami dejó de ser feliz. —Mónica susurró apenas, temerosa de cometer una infidencia.
—Ahora lo sé. —El abrasador diario volvió a pincharle la sien. —Compartimos un destino de sometimiento y desilusión. Es absurdo y triste.
—No imaginaba, tía, que llegaríamos a estas intimidades. Quizá mamá... ¿Alcanzaste a conversarlo con ella?
—Le hubiera preguntado por qué no se divorció.
—Yo lo hice... Y por casa, Evelyn, ¿cómo andamos? —Le acarició los transpirados dedos.
—Con Bill no se juega. No me habría concedido el divorcio. —La miró fijo y no se atrevió a decirle que integraba los Héroes del Apocalipsis, donde las deserciones se pagan más caro que en el infierno. Ella sabía mucho sobre el jefe y su comunidad; los que saben demasiado no tienen otra alternativa que seguir bajo el yugo o terminar mutilados. Tal vez ocurría lo mismo con Dorothy, y por eso había acudido a pedir un milagro. Pero había equivocado el momento y el lugar.
—¿Por lo menos le contaste sobre tu malestar?
—Ni lo insinué. ¿Sabes qué es el miedo?
Mónica apretó los labios.
—Se habla mucho sobre el miedo, pero pocos lo conocen de verdad —dijo Evelyn—. Cuando joven tuve miedo de no conseguir que Bill me mirase; después tuve miedo de que no me aceptara. Luego tuve miedo de contradecirlo. Durante años acepté todo, más allá de lo imaginable, por miedo a que me echase de su lado. Por miedo acepté aquello que nunca debe aceptar una mujer.
Mónica esperó que se explicase, pero Evelyn había llegado al límite. Se sonó la nariz y la abrazó de nuevo, para no seguir hablando. Era mucho en una sola vez. Mónica debía ir al hotel y acostarse por unas horas. Seguirían más tarde, propuso la tía con repentina firmeza.
Examinó el contenido del minibar y resolvió elegir algo simple: cerveza. Le tendió una lata congelada a Mónica y abrió otra para sí. Se sentaron en el borde de la cama. Damián le rodeó los hombros y la estrechó con firme dulzura; Mónica se dejó disolver en ese abrazo que tanto necesitaba. Sus cuerpos intercambiaban amor y energía en la burbuja del cuarto a media luz.
Damián aproximó su rostro a la frondosa cabellera; despedía un perfume suave y fresco. Después hundió la nariz y los labios. Le producía un ligero temblor navegar por la intimidad de esa fronda rubia; durante un largo rato se entretuvo besando sus mechones.
Mónica empezó a devolver los besos apenas insinuados, casi tímidos. Damián soltó uno de sus brazos y le acarició el pelo. Levantaba los bucles y los dejaba caer; un juego que los hizo sonreír. Cuando los alzaba, quedaba al descubierto la nuca; se la acarició, se la besó, y luego continuó recorriéndole la garganta.
Se prodigaban silencioso apoyo con gestos siempre tranquilos —o disimuladamente frenados—; expresaban cuánto se necesitaban en ese tiempo de angustia y perplejidad.
Se incorporaron un momento en la cama, para beber otro sorbo de cerveza. Los ojos de Damián recorrieron las líneas armoniosas de su enamorada. Los dos se abrazaron mientras las manos de él se deslizaban por los hombros, las nalgas, los muslos. Las bocas exhalaban el aliento de un ardor creciente. Volvieron a besarse con los labios entreabiertos, la lengua entrometida, mientras los dedos, como antenas, exploraban excitados las mejillas, los ojos, el mentón, las sensibles comisuras.
Mientras uno se extraviaba en el otro comenzaron a caer las ropas, en desorden. El contacto de la piel erizada los tumbó sobre la cama, donde rodaron de pasión, enredados en un gozo de pechos y vientres, piernas y brazos, manos y pies, ovillándose y extendiéndose en busca de las zonas antes reticentes que ahora empezaban a gemir.
Húmedos de ansia se fundieron con una dicha nueva. Galoparon y frenaron y volvieron a galopar, lejos del mundo y de las ataduras que engrillan los sentidos. Siguieron besándose mientras suspiraban y murmuraban palabras de amor.
El orgasmo, más prolongado que en otras experiencias, los dejó extenuados. Tendidos sobre la cama, parecían dos fieras que hubiesen terminado de batir a una jauría de enemigos, con la respiración agitada y crispados aún los dedos.
Damián tomó su lata de cerveza y se la ofreció a Mónica, que bebió lo poco que quedaba, ya tibio. Luego permanecieron mirándose a los ojos felices, soplándose el aliento que chisporroteaba de aliviada fatiga. Siguieron abrazados hasta que la luz del día siguiente les atravesó los párpados.
La planificación del asalto a la fortaleza ya contaba con suficiente información.
Sobraban datos sobre escuchas telefónicas procesadas durante meses en varios estados de la Unión, fotografías del rancho y de la comunidad Héroes del Apocalipsis y de cada metro de sus doscientas cuarenta incultivadas hectáreas. También había relevamientos del cerco coronado por alambradas de púas y estudios sobre los puntos donde sería posible atravesarlo sin que lo detectasen las alarmas. Las informaciones tan puntuales y diversas habían permitido dibujar mapas coincidentes sobre los tres grandes cuartos subterráneos, el laberinto de túneles que los conectaban entre sí y con los montacargas que bajaban desde los establos vacíos. Había una clara identificación de cada uno de los camiones que conformaban la flota de Hughes, el nombre y las fotografías de por lo menos dos tercios de los miembros de la comunidad que partían en misión, así como de todos los que manejaban los camiones.
Se sumaban a estas carpetas y disquetes las informaciones provistas desde Buenos Aires, abundantes también en escuchas procesadas, fotografías, relevamientos e identificación de personas.
El operativo Camarones avanzaba invicto desde el lejano sur. Había hecho escala en América Central, se había dividido en tres lotes desiguales y marchaba hacia la frontera de los Estados Unidos. Los dos cargamentos más chicos iban por tierra mexicana con el propósito de cruzar los puestos fronterizos de Texas y Arizona, seguros de que las autoridades aduaneras no verían la droga escondida bajo una montaña de camarones congelados. Hasta allí, perseguidos y perseguidores consideraban tener la situación bajo control. Pero en Arizona los agentes se adelantaron en el despliegue de sus medidas, y esto fue captado rápidamente por los narcos, quienes ordenaron que el convoy retrocediera cien kilómetros antes del cruce. La columna de Texas, en cambio, se apresuró a evadir los controles, ingresó en territorio estadounidense y se disponía a viajar sin obstáculos hasta la fortaleza de Little Spring.
Esta novedad obligaba a introducir ajustes de último momento para que el operativo no burlase la trampa final. Era de suponer que los narcos estaban advertidos e introducirían cambios en sus planes. Se resolvió entonces mantener la unidad Topo y poner en marcha la novedosa propuesta de Victorio Zapiola para la mercadería que arribaría al puerto de Galveston. Roland Mutt, cascarrabias jefe de la sección, la bautizó enseguida Caballo.
—Imagino que me entienden —exclamó, optimista.
Su comité de confianza asintió. Entonces telefoneó al responsable de la unidad Topo, el arriesgado Jerry Lambert, para que siguiera adelante con los preparativos, tal como se había dispuesto hacía una semana. Las pinzas se aplicarían sobre la comunidad de los Héroes de otra forma, pero se aplicarían sin escrúpulos. Jerry respondió desde el campamento habilitado a treinta millas de Little Spring, donde hacían su encubierta escala. Eran cuarenta personas entre hombres y mujeres, provistos de ropas, herramientas y armas adecuadas para su misión. Dedicarían parte del tiempo que faltaba para mantenerse en forma.
Mutt se frotó las manos y pidió a su asistente que retirase la documentación desparramada sobre la ancha mesa de roble. Miró el reloj: las siete de la mañana. En ese momento la nave de insignia hondureña ya había anclado y esperaba la inspección. En unas horas los vistas de aduana cumplirían su trabajo y era probable que sólo al día siguiente comenzara la etapa más difícil. La nave llevaba productos que podían descomponerse fácilmente y la expedición no iba a ser demorada por nadie que tuviera algo de sentido común; las compañías aseguradoras estaban alerta para descubrir culpables de un eventual deterioro. Por eso era norma que se postergasen otras urgencias cuando llegaban alimentos. No obstante, podían generarse problemas, y esta inquietud era compartida a uno y otro lado de la ley, tanto por Oviedo y sus hombres, en la residencia de Houston, como por Roland Mutt y su calificado personal, en las oficinas del ATF.
Mientras, los agentes del FBI y el ATF, distribuidos en las rutas como ciclistas o aerobistas, informaban sobre las patentes de los camiones que se desplazaban hacia los estacionamientos de Houston y Galveston. Escondidos en autos, bares o tras las cortinas de ventanas, algunos agentes adicionales supervisaban cada vehículo y la cantidad de personas que ocupaban las cabinas.
Victorio Zapiola preguntó si dispondrían de hombres y tiempo para llevar a cabo su iniciativa. Caballo necesitaba por lo menos quince individuos entrenados como actores. Era una guerra contra la suspicacia de los perseguidos.
—Recurriremos al operativo Ratón que usamos en Miami —sentenció Roland Mutt—. La misma gente, disfraces y armas.
—Entre Ratón y Caballo no veo parecidos —murmuró un oficial mientras cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Existen hasta para los que saben zoología, que no es tu caso —replicó el jefe—, de modo que te guardas la opinión. Ya mismo te pones a la cabeza de todo lo que hicimos con Ratón hace tres meses. Sigo confiando en tu talento y lealtad, pese a todo. ¿De acuerdo?
—A la orden.
—Bien. Antes de que empiecen a cargar los camiones, tus hombres deberán estar listos, con el traje térmico y el disfraz de estibadores. ¿Alguna pregunta?
—¿Dónde estudiaste zoología? —El oficial rió.
—¡Vete al carajo! —El jefe lo miró con odio. —Pero escucha: en ti deposito mi mayor esperanza.
—No fallaré. —El hombre descruzó los brazos.
Damián percibía en Evelyn un aire familiar. Como le resultaba poco comprensible su parecido con Mónica, prefería asociarla con la fallecida abuela Matilde. Pero su abuela había sido una mujer de temple granítico, y Evelyn, la cabizbaja esposa de un pastor autoritario. Aunque, pensándolo mejor, también hacía falta temple para sobrevivir al sometimiento. ¡La condición humana era tan compleja! Del Holocausto y demás exterminios que azotaron el siglo sólo sobrevivieron los más fuertes, es decir, los que, pese a ciertas apariencias de rendición, no les dieron el gusto a los verdugos. Había un penoso darwinismo de los espiritualmente vigorosos. ¡Había que tener hilo en el carretel para soportar la asfixia sin morir! Evelyn parecía mayor que Dorothy, pero continuaba en pie.
Trató de hablarle a solas en el rancho. Debía ingeniárselas para esquivar la silenciosa vigilancia de Bill o Aby. Evelyn era una mezcla de miel y temor. Predominó la miel cuando le dijo sin rodeos que Mónica le había contado su trágica historia.
—¡Perdiste a tus padres y tu única hermana cuando tenías sólo siete años! —exclamó sin ocultar la pena.
Damián recibió con gratitud esa muestra de solidaridad.
—Creí que había perdido mi sombra —confesó él, mirándole el cabello tirante que debía de haber sido broncíneo y ahora terminaba en un agrisado rodete—. Caminaba aterrorizado y me asaltaba el pánico cuando mi sombra desaparecía.
—No se me había ocurrido que la sombra fuese tan importante.
—Es el dato que confirma nuestra existencia física. Además, durante años temía ser descubierto por algún delito que nunca cometí. Esperaba que me fueran a buscar para hacerme desaparecer.
—¡Dios mío! ¡Cuánto habrás sufrido! —Alzó el termo y le llenó la taza de café.
—Gracias. Mi abuela me protegía demasiado. Tenía dos hermanos y siete sobrinos, pero el único nieto era yo. Los delincuentes querrían quitárselo también. No lo decía, pero yo le adivinaba esa preocupación. ¿Sabes, Evelyn? Te pareces a mi abuela Matilde.
—¿Qué me parezco a tu abuela? No, ¡no lo puedo concebir!
—Sí.
—En todo caso, me parezco a un hombre llamado Damián —dijo Evelyn, enigmática.
—¿Por qué?
—Primero, porque ambos amamos con locura a Mónica.
Damián sonrió sorprendido.
—Segundo, porque también temía ser descubierta por un delito que nunca cometí. —Se le cortó la voz. —O que sí cometí.
—No entiendo.
—Desde que hablé largo y tendido con Mónica en el hospital, junto al lecho de mi pobre amiga, me da vueltas una idea. No me deja dormir. Y te aseguro que no es una frase. Presagio que estamos cerca de un final inmanejable. No me refiero al Apocalipsis del mundo, sino al mío, al de Bill y tal vez el de ustedes. Contigo debo compartir algo terrible.
—Por favor, Evelyn, hablemos con más transparencia.
—Es lo que procuro hacer.
—Existe un gran secreto aquí, ¿no es cierto? —Miró en torno para cerciorarse de que nadie los espiaba.
—¿Uno? ¡Varios! Pero uno, efectivamente, es el peor de todos. —Sus manos pellizcaron nerviosas el mantel; luego alzó un plato con galletitas caseras y lo arrimó al café de Damián.
—Empecemos por el menos penoso —propuso él.
Evelyn se paró y le susurró al oído, como si las paredes pudiesen escuchar:
—¿Estás en condiciones de esconder algo bajo la chaqueta?
Damián la abrió y mostró los bolsillos interiores.
—No cabe en un bolsillo —dijo Evelyn—. Pero lo llevarás en la mano junto con el diario, como si fuese un objeto sin importancia. Y lo guardarás en el hotel. Mónica no debe enterarse. ¿Soy clara? ¡No debe enterarse!
Ante la perplejidad de Damián, salió de la pieza y regresó con un volumen forrado en cuero de víbora. Le entregó también el periódico local, para que los llevara juntos.
—Nadie conoce su existencia, ni siquiera Bill. Es el diario de Dorothy; lo encontré en su cartera. Muy íntimo, doloroso y revelador. Deberás cuidarlo como a una joya.
Damián abrió y cerró las manos. Se negó a recibirlo.
—Toma —insistió Evelyn—. Me exime de explicarte una historia llena de brillos e inmundicias, pero que pondrá a prueba tu fortaleza moral y si eres digno de tu abuela. Si lo lees y sigues tan prendado de Mónica como hasta ahora, con el corazón pleno, entonces te confiaré el secreto mayor.
—Amo a Mónica —aseguró Damián.
Los labios de Evelyn se distendieron en una sonrisa melancólica:
—Por eso me animo a entregarte el diario —repuso.
Damián contempló el objeto, que parecía de otro siglo. El lomo estaba más gastado que las tapas y la lengüeta apenas se mantenía en su lugar.
—¿Tengo derecho a meterme en intimidades ajenas sin permiso de...?
—¿Permiso? ¡Obligación, Damián! Tienes la obligación de saber. Eres el único apoyo de Mónica.
—No exageremos.
—Y alguien debe conocer la verdad antes de que sea tarde.
—Estoy cada vez más confundido.
Evelyn le puso el diario en la mano y se la cerró. Se la mantuvo apretada.
—Ahora vas al hotel y te encierras a leer. —Las lágrimas empezaron a desbordarle los párpados. —Por favor.
—Me siento un violador. No debo...
—No imaginas cuánto me afecta todo esto, pero es necesario. Lo quiere Dios.
Guardó el diario en el cajón de su mesa de luz, junto a una Biblia de tapas negras, y fue a lavarse con agua fría. La tensa lectura le había irritado los ojos y dejado un sabor amargo en la boca. Mónica había salido a dar una vuelta por Little Spring y regresaría en cualquier momento. Damián no sabía qué hacer, a quién llamar. Se reproducía la soledad que lo había perseguido durante su adolescencia. Tampoco Evelyn era la mujer indicada para darle el mejor consejo: ahora debía manejarse por instinto. Evelyn no había podido soportar la suerte de su amiga y lo había hecho cómplice de un conocimiento atroz. Se masajeó el cuero cabelludo, como si de esa forma pudiera liberar su cerebro de tantas incertidumbres. Decidió llamar a Buenos Aires.
—¿Victorio Zapiola? No está. ¿De parte de quién?
—Damián Lynch. Dígale mi nombre; me atenderá enseguida.
—Pero no está, señor.
—Estoy llamando a su celular, ¿no? Soy un amigo. Es urgente.
—Al celular, sí, pero lo dejó derivado a esta oficina. Es imposible comunicarse con él, lo lamento.
—Yo sé que no es imposible. ¡Háblele adonde esté y pásele mi número!
—Muy bien, señor.
—¿Lo hará?
—Sí, señor. Quédese tranquilo.
Cuando colgó, temblaba. Fue al bar del hotel y pidió vodka con hielo. Bebió la mitad de un sorbo y sostuvo el vaso entre las manos como si fuese una madera en medio del naufragio. Lo rodeaba un envenenado berenjenal, y la única persona con la que ahora podía cambiar ideas era la impotente Evelyn. ¿Serviría de algo? Fue al locutorio y la llamó, pero lo atendió otra mujer.
—Aguarde un momento.
Evelyn tardó casi un minuto. Antes de que ella alzara el tubo, él oyó la aproximación de sus pasos.
—Necesito que nos veamos —le espetó Damián.
Evelyn percibió su agitación y asintió con la cabeza. Luego, con una desconcertante combinación de placer y dolor, dijo:
—Yo también.
—¿Voy al rancho?
—No. En media hora termina el turno de Aby; lo reemplazaré yo. Allí será mejor.
Cortó sin despedirse.
Damián supuso que tenía dificultades con Bill, pero ya no quería enredarse en conjeturas enmarañadas. Dejó un mensaje a Mónica para que no lo esperara. Pasaría a buscarla para ir juntos a cenar en el rancho.
Fue directo a terapia intensiva, donde el respirador artificial insuflaba oxígeno en los dañados pulmones de Dorothy. Los cables y las pantallas proseguían su eterno y tal vez inútil registro de funciones.
Arrimó un taburete al sillón donde ya Evelyn se había sentado a tejer una bufanda de color azul.
Ella, sin mirarlo, le disparó una pregunta:
—¿Sigues amando a Mónica?
Damián reaccionó ofendido.
—Como siempre, por supuesto. Es un diamante único.
—En medio del barro, ¿no?
Apretó los dientes.
—En medio del barro, sí. Pero es un diamante. La amo, Evelyn. Es definitivo, hondo.
—Es lo mejor que oigo en años.
—¿Lo dudabas? Pues ahora seré yo quien te formule una pregunta frontal.
—Tienes derecho. —Movió las agujas en el complicado punto.
—¿Por qué te preocupa que la ame?
—Ya lo dije: eres su único apoyo —tejió con ritmo más acelerado. —Está sola en medio de locos y perversos. Es una suerte que su rebeldía la haya salvado. Siguió mi modelo, pero al revés. Un negativo perfecto. —Detuvo su trabajo y lo miró fijo con el propósito de que sus ojos completaran el mensaje.
—¿Tu modelo? Evelyn, por favor... Vuelvo a rogarte transparencia.
—Todavía tengo viva la sensación de la mano grande de Bill —dijo como si se hubiera fugado a otro mundo— guiando la mía pequeña, cuando me enseñaba a dibujar gatitos con dos circunferencias. Es mi recuerdo más lejano. Una circunferencia más chica arriba y otra más amplia abajo. —Ilustraba con la punta de la aguja en el aire. —De la de abajo salía la cola, y en la de arriba ponía dos orejas, unos puntos gruesos como ojos y las rayas de los fantásticos bigotes.
—¿A qué viene eso? —se impacientó Damián.
—A que yo comencé a amarlo desde entonces. Supuse que era un amor definitivo, puro y hondo, como acabas de calificar el tuyo. Y así fue, pese a nuestras diferencias temperamentales. Aún lo amaba muchísimo cuando quedé embarazada y por nada del mundo iba a privarme del fruto que enaltecía nuestro amor.
—¿Tuviste hijos? —Se asombró.
—Una hija.
—¿La... conoceré, entonces? —No entendía por qué se ponía tan nervioso. —¿Vive en el rancho?
Los ojos de Evelyn se llenaron de lágrimas otra vez. Dio vuelta la cara para que él no percibiera su extrema turbación y preguntó con firmeza:
—Has leído el diario, ¿verdad?
—Todo. Algunas partes dos veces; no me parecía real. Y me hizo sufrir. Te guardo rencor, Evelyn, por habérmelo dado.
—Imagino que te produjo un terremoto, como me pasó a mí.
—Terremoto, angustia, confusión, lástima... ¡qué sé yo! Deberíamos quemarlo.
—No. Dijiste que querías conocer secretos. No deberías quejarte. —Volvió enérgica a su labor.
—Ese diario me produjo un terror semejante al que tuve cuando el enfermero que vio morir a papá me contó qué sucedía en los campos de la dictadura. Paradójicamente, yo quería saber. ¿Era un morboso? ¡Le insistí para que hablara! Después no pude dormir por muchas noches.
—Por el diario ya te has enterado, como yo, de muchas cosas. Yo tampoco puedo dormir. Pero faltan otras. —Dejó la labor y tomó las manos de Damián; lo miró al fondo de los ojos. —He decidido confiarte el mayor de los secretos, el que más me importa. —Se mordió los labios. —Te prometo que no será tan fuerte el dolor como el asombro.
—¿Asombro o espanto? ¿Es necesario que me entere? —Lo recorrió un escalofrío; ciertas expectativas son peores que la peor realidad.
—Absolutamente. Pero antes jurarás por Dios que no se lo revelarás a Mónica.
—¿Por qué?
—Por la salud de su mente.
—No entiendo. Mónica y yo no nos guardamos secretos, no es nuestro estilo. Me sentiré incómodo, desleal.
—Damián, jura por Dios que callarás lo que voy a decirte.
—Me impones algo injusto.
—¡Jura, y bendito seas!
—Está bien. Juro por Dios que no divulgaré el secreto que ahora me vas a confiar.
—Y no se lo dirás a Mónica.
—Y no se lo diré a Mónica.
Evelyn introdujo las agujas y la lana en una bolsa que depositó en el piso. Giró hacia Damián y volvió a tomarle las manos.
—En el diario de Dorothy ambos nos hemos enterado de verdades conmovedoras, pero también de un error enorme: estaba convencida de que Mónica es hija de guerrilleros desaparecidos.
Damián dejó de respirar.
—No es así —continuó Evelyn—. Sus padres no son desaparecidos: viven. Y su madre sufre como un animal desollado.
Le apretó con fuerza las manos para que el vértigo de lo que venía a continuación no lo tumbara.
En Galveston los vistas de aduana eligieron al azar, para la prueba, algunos cajones de alimentos congelados y los hicieron abrir. Ante su mirada experta aparecieron camarones de tamaño mediano prolijamente distribuidos. Con estiletes de acero removieron el fondo y sólo obtuvieron muestras de que los productos estaban en orden. La sospecha de que algunas de las naves provenientes de América Central podían incluir mercadería ilegal los obligaba a ser cuidadosos, porque corría la voz de que los contrabandistas utilizaban refinadas artes para cegar la mejor pupila. Destinaron tres horas a efectuar la revisión del cargamento, área por área, y echaron un vistazo disimulado a las caras ajadas de la tripulación y el estado inmundo de los camarotes. En esos barcos los animales muertos eran privilegiados con respecto a los hombres vivos. Examinaron la documentación, hoja por hoja, y al final, autorizaron el paso de los contenedores.
De inmediato sonaron los celulares en oficinas de Galveston y Houston. Tanto los agentes del FBI y el ATF como los hombres que rodeaban a Tomás Oviedo suspiraron conformes. Tomás Oviedo telefoneó al hombre de la cicatriz que había volado a Phoenix para arreglar el desajuste en la frontera de Arizona, y le dijo que mantuviese una actitud calma. A los conductores de los camiones se les ordenó llenar los tanques de combustible y permanecer atentos cerca del muelle. Uno de los conductores, más meditabundo que de costumbre, era Todd Random, alias Pinjás.
Las grúas se alistaron para iniciar su tarea, pero ya se agotaba la tarde y las autoridades del puerto decidieron que se ocupasen de evacuar otros bultos. La nave hondureña debía permanecer amarrada y fue anotada al comienzo de la lista para el día siguiente.
—¡Perfecto! —Roland Mutt desactivó su celular. —Esto se acomoda a nuestra planificación. Esta noche Topo cumplirá su despliegue, y mañana lo hará Caballo.
Bill llamó al hotel y pidió comunicarse con Mónica. Le avisó que lamentaba tener que postergar la cena de esa noche, pero que tanto él como Evelyn habían sido convocados a una emergencia de organización de la comunidad. No era grave. Su comunidad equivalía a un país, y él era el gobierno. Pero volverían a reunirse a la noche siguiente, como estaba programado; Evelyn prepararía un excelente asado con salsa tejana.
—¿Quieres que te mande un auto para pasear por Little Springs? —ofreció.
—No hace falta. Gracias, tío. Saldré a caminar con Damián; nos hará bien estirar las piernas. Comeremos en algún restaurante típico.
—Perfecto. Otra cosa: modifiqué el cronograma de acompañamientos a Dorothy, para que no debas quedarte de noche. Dispongo de devotas mujeres que son caritativas y eficaces.
—Soy yo la que desea acompañarla.
—Hija... —La palabra le salió con leve disfonía. —De noche no. Es un sacrificio inútil.
—Lamento disentir. Para mí no es un sacrificio, y tampoco lo siento inútil.
Bill Hughes, impresionado por la serena firmeza de Mónica, la sintió más cerca y más propia que nunca.
Cuando ella le comentó que quedaban libres, Damián sintió alivio. Esa noche no estaba en condiciones de asociar a Mónica con sus verdaderos progenitores y verlos lado a lado, ocultando los vínculos. La conversación con Evelyn lo había dejado de cama.
Tras lustros de permanecer sometida a un silencio monacal, Evelyn había reconocido que el reencuentro con Mónica le había dado vuelta el alma. Ya se había resignado a sobrevivir como una mujer condenada a una injusticia eterna, pero ahora brotaban la decisión y la urgencia de compartir secretos con Damián. Sus peligrosos y agobiantes secretos.
Para que Damián comprendiese, debía entender la extraña mentalidad de Bill. A ella le había llevado una vida darse cuenta. Pero darse cuenta ya no significaba su redención personal, sino sólo acusarse de imbécil. No importaba; importaba Mónica.
Evelyn dio los rodeos de una delatora nerviosa: por un lado quería formular su acusación rotunda, y por el otro sus palabras tropezaban con obstáculos. Pero lo que dijo alcanzó para que Damián infiriera que Bill era un sectario irreductible, tal como había sospechado antes de conocerlo. Hábil, manejador y duro. Un hombre que recurría al argumento de su directa comunicación con Dios mediante los mensajes del profeta Eliseo para legitimar ideas y proyectos. Antes de unirse con Evelyn ya había adherido a la teoría de los preadámicos y la semilla humanoide de Satán. Ahora gobernaba con puño de acero su comunidad de Little Spring, fundada sobre la base del modelo de los guerreros bíblicos. Muy cerca había habido una imitación que acabó en tragedia: Waco y sus davidianos intransigentes. Los Héroes del Apocalipsis de Bill parecían una organización más antigua y avisada, dispuesta a luchar en forma sostenida por la guerra del fin del mundo, que estallaría durante la primera década del nuevo milenio.
Evelyn habló sin mirar a Damián, porque su mirada de asombro la habría paralizado. Sus pupilas preferían dirigirse a un punto lejano, más allá de los cables que unían el cuerpo de Dorothy con los insomnes aparatos. De su garganta brotaban palabras oscuras. Pero Damián oía todo: aquello que disfrazaba y aquello que corría el velo. Entendió que los Héroes tenían la “elevada” misión de corromper a las huestes del Maligno, es decir, los preadámicos, las razas inferiores. Hombres, mujeres y niños eran adoctrinados en forma diaria y enfática para su trabajo, irrefutablemente ilegal. Debían proceder como los misioneros que, sin contaminarse, se introducen con valentía en las pestilencias de la lepra u otras plagas. Damián pellizcó el borde de su silla cuando Evelyn confesó que también había aprendido a fraccionar y suministrar el “santo” veneno... sin consumirlo.
“Bill nos repite que los Héroes seremos la única comunidad del mundo que se sentará a la diestra del Señor, porque realizamos lo que ninguna otra denominación; ni siquiera iglesias de la Identidad Cristiana se atreven. Somos idénticos a los primeros apóstoles en un mar de paganos.”
A Damián le latía la cabeza. Se había introducido en un manicomio donde los psicóticos manipulaban bombas. Esa mujer le confirmaba su presagio de que, así como la guerrilla marxista (idealista, altruista) se había asociado en Perú y Colombia con el narcotráfico para que se cumpliese el apotegma de “cuanto peor, mejor”, allí, en Little Spring, se había comenzado a producir la alianza entre una secta religiosa (espiritual, moralizadora) con un comercio vil. Era increíble.
No había alcanzado a metabolizar esta noticia cuando Evelyn ya se disponía a tocar un espinoso asunto relacionado: el firme rechazo de Bill a tener hijos, posición que a ella aún seguía resultándole absurda. Por accidente quedó embarazada y tuvo que decidir entre una ruptura sangrienta con el déspota o acatar su voluntad. Corría peligro la criatura y, desesperada, procedió como la madre auténtica frente al rey Salomón: para que no matasen a su hija aceptó que se la llevase otra, en este caso Dorothy, su mejor amiga... Después compensó el tormento con una redoblada obediencia y se sepultó bajo los escombros.
A Damián le faltó aire. Este tramo era como una patada en la nuca. Inspiró hondo y se frotó la cara. No sabía si marcharse o seguir escuchando. Acababa de descubrir la verdadera, alucinante, filiación de Mónica. Al incipiente dolor de cabeza se agregaba esa asfixia que amenazaba con convertirse en náusea. Mónica no era hija de desaparecidos, como pensaba Dorothy, sino de... ¡Qué impresionante!
Evelyn ya no podía parar. El murallón de su dique se había partido. Saltaba de un tema a otro, desquiciada. Damián suponía que continuaba hablando de Bill, pero se refería a otra persona: Wilson Castro. Aseguraba que era otro delirante cuya dínamo no se refería a la religión ni la raza, sino la incendiaria liberación de Cuba. Hacía mucho que anhelaba formar un ejército que recuperara por la fuerza el control de la isla; quería convertirse en un héroe más grande que José Martí. Para ello valían todos los medios: lobbies, incursiones asesinas, negocios clandestinos, intrigas.
Mientras derramaba opiniones sobre Wilson, se pasó la lengua por sus labios y murmuró: “Pinjás”.
¿Qué quería decir? Mejor que callara, rogó Damián sin abrir su boca pálida. “¿Qué vendrá ahora?”
Evelyn siguió.
Bill había llevado consigo a Pinjás desde la remota Carson, Arizona, para que se ocupara de los trabajos sucios; era parte de su acuerdo con su ex socio, el pastor Robert Duke. Pudo entonces comprar las tierras aledañas al rancho por monedas gracias a las amenazas mafiosas de Pinjás a los antiguos propietarios, y también por monedas consiguió adquirir autos, camiones, combis y camionetas. Limpió los alrededores de abogados o periodistas que se atreviesen a denunciarlo. La técnica de Pinjás consistía en apoderarse de los animales domésticos, especialmente perros. Durante la noche, acompañado por uno o dos ayudantes, se dirigía a la casa del enemigo provisto de una lona, sogas y un bidón de nafta. Arrojaba la lona sobre la cabeza del animal y lo inmovilizaba; después le ataba las patas y lo enmudecía con un bozal. Cuando quedaba convertido en un convulsionado pero inofensivo paquete, lo colgaba de un árbol cercano, lo rociaba con combustible y le prendía fuego. Los ladridos que explotaban en cuanto se desprendía el bozal eran tan brutales y convincentes que se esfumaban los deseos de seguir molestando a Bill y sus actividades.
Damián sentía que Evelyn lo paseaba por los infiernos como Virgilio a Dante. Lo hizo subir y bajar escalones en llamas. Pero una y otra vez retornaba al dolor que le había producido la pérdida de su hija. Se la arrancaron durante una noche de tormenta, tras haberle dado el pecho por última vez.
“¡Pobre mujer! —pensó Damián—. Semejante tortura no fue imaginada ni siquiera por Dante.”
Luego Bill le prohibió preguntar por la criatura o telefonear a Dorothy. También le escamoteó encontrarse con Wilson durante las numerosas ocasiones en que éste iba a Little Spring para coordinar negocios. Debía convencerse de que jamás había estado embarazada.
Ahora, en cambio, Evelyn se había sublevado como una esclava que rompía sus cadenas. No sabía qué sería de ella, de su marido ni de la robotizada comunidad. No importaba —repitió—: importaba Mónica. La empujaba una emoción salvaje; quizá terminaba en suicidio, lo menos gravoso. Todo era posible.
La llegada de su hija fue avasalladora. Ya en el curso del primer encuentro, de inmediato, se produjo el milagro de dar el pecho al revés. Sí, al revés: ella, Evelyn, fue quien bebió la vital leche de su hija recuperada; ella recibió la nutrición que faltaba a sus huesos y a su alma. Perdía el miedo y la ceguera que la habían mantenido sometida con la misma rapidez que el sol expulsa la bruma de la mañana. De nuevo circulaban por su cráneo pensamientos propios. La asombraba reconocerse audaz. Se estudiaba en el espejo como no lo había hecho en años, porque no era la misma persona. Por eso había resuelto confiar a Damián el diario de su amiga de infancia y madre sustituta de su propia hija. Por eso se atrevía a contarle los secretos de Bill, de Wilson, de Pinjás, de todo.
Damián estaba deshecho. Contempló las curvas que las pantallas dibujaban sobre las constantes fisiológicas de Dorothy como si fueran textos capaces de proporcionarle orientación. La atmósfera era de por sí irreal, y las palabras de Evelyn habían contribuido a tornarla en pesadilla. Ella, súbitamente consciente del terremoto que había inyectado en Damián, le frotó los dedos para cerciorarse de que seguían calientes y sensibles. Damián suspiró y se puso de pie. La miró con gratitud y miedo. Esa mujer se había convertido en una nave sin timonel. Apoyó sus manos sobre los hombros contraídos y le dio un largo beso en la frente. Corroboró que Mónica, en efecto, había heredado sus ojos verdes, su nariz recta y sus labios seductores. Miró a la seguramente sorda Dorothy: inmóvil, ausente. ¡Si supiera!
Convenía alejarse del hospital antes de que llegase el relevo ordenado por Bill. Era mejor que no lo vieran con Evelyn fuera del programa oficial. Aunque seguro que algún espía ya había soplado el dato.
Necesitaba una prolongada ducha para limpiarse la sangre, de modo que se dirigió al hotel. Las agujas calientes le castigaron la nuca, la espalda, luego el pecho y las piernas. Se frotó las mejillas y se enjabonó dos veces. El cuarto se llenó de vapor. Entonces cerró el agua caliente y el frío de la ducha lo despabiló como si hubiera hundido la cabeza en un balde con hielo. Se le abrieron grandes los ojos, casi espantados, y una corriente eléctrica le erizó toda la piel. Las palabras de Evelyn continuaban golpeando como un ventilador de ruinosas aspas. Se secó, se cambió de ropa y bajó al vestíbulo para aguardar a Mónica. Pidió una tónica con limón. Menos mal que esa noche no tenían que ir al rancho.
Luego de la medianoche los cuarenta hombres y mujeres de la unidad Topo levantaron el campamento y marcharon hacia su excitante objetivo. Lo hicieron en forma discontinua para no despertar sospechas, aunque resultaba difícil que en el rancho tuvieran noticias de sus propósitos. Usaron las luces bajas y en algunas partes manejaron a oscuras. Ya habían estudiado los caminos que aproximaban al rancho desde el norte y el oeste. Algunos vehículos se ocultarían en la amplia hondonada norte; el resto lo haría entre arbustos, pirámides de heno o esqueléticos ramajes.
Estacionaron un kilómetro y medio antes de llegar al extremo más distante del cerco. A lo lejos se distinguían las luces del edificio central. Las investigaciones previas habían corroborado el descuido de ese sector, ya que existían dos canales secos por donde pasaban los ratones de campo.
Levantaron las armas semiautomáticas ocultas bajo una lona, se ajustaron las bandoleras llenas de municiones, se colgaron de los cintos las granadas de mano y se cubrieron las cabezas con capuchas camufladas. Cuatro hombres cargaron palas y bolsas de plástico resistente.
Caminaron por la zona más hundida del terreno; por instantes perdían de vista las distantes luces del edificio. A sus botas se adherían abrojos y espinas. Trataban de no hacer ruido, aunque nadie podía oírlos aún. El aire poblado por el monocorde canto de los grillos fue cruzado por la queja de una lechuza cuyas alas pasaron tan cerca que pareció rozarlos. Los tacos de los cuarenta agentes crujían apenas sobre la tierra seca. Distinguieron la borrosa franja del cerco sobre cuyo borde superior estaban fijados los alambres de púa. El jefe se puso de espaldas y se encorvó; encendió un lápiz luminoso y sacó el mapa de su bolsillo. A la izquierda se alzaban los brazos retorcidos de un árbol calcinado que servía de referencia. Guardó los materiales y tendió el índice hacia adelante y un poco a la derecha.
Avanzaron casi en cuatro patas, como si pudiese capturarlos un súbito reflector. La torre más cercana distaba sesenta metros y estaba oscura, seguramente vacía. Casi todos los varones de la comunidad habían partido a recibir el embarque de droga en la frontera con México y el puerto de Galveston; los que quedaron concentraban la vigilancia en torno del edificio y el portón de entrada.
Se arrimaron al muro. Era necesario evitar que se prendiese alguna alarma. Los cables pasaban por el medio y por arriba, pero no los habían tendido en la porción inferior para que no estuviesen al alcance de los animalejos silvestres.
—Hay que agradecer a la zoología —ironizó Jerry mientras señalaba la concavidad que formaba un canal seco—. Por ahí circulan nuestros amigos los ratones.
—Roland Mutt tenía razón.
—Siempre lo dice. ¡Viva la zoología! —prendió su lápiz y marcó el sitio. —Bueno, empiecen a cavar. Pero sin hacer ruido, ¿eh?
En las bolsas de plástico recogían la arena, los cascotes y el pedregullo que las aceitosas palas extraían por debajo del cerco. El túnel, que hasta ese momento sólo usaban víboras, ratones y coyotes, se ensanchó lo suficiente para dejar pasar en forma holgada a una persona con armamento.
Trasladaron las bolsas cargadas hacia el norte, a más de cien metros de distancia, y las vaciaron entre los yuyos. Después identificaron un segundo canal y repitieron el ensanche. Jerry no se conformó con iluminar ambos túneles con su linterna y verificar que alcanzaran para el cruce de su gente, sino que tendió su cuerpo en la tierra e hizo la prueba. Del otro lado se ocultó en la sombra interna del cerco, se sacudió el uniforme lleno de polvo, miró las débiles luces del casco aparentemente dormido y la torre apagada. La luna en cuarto menguante apenas dejaba distinguir los establos donde deberían entrar antes de que llegase el cargamento. Dentro de la muralla también cantaban los grillos.
Ordenó pasar a la etapa siguiente.
Jerry había dividido a su gente en dos mitades. Una penetraría por el canal de la derecha, y la otra, por el de la izquierda. La de la derecha se dirigiría al primer establo; la de la izquierda, al segundo.
—Recuerden —susurró con firmeza—: avancen pegados al suelo, como lagartijas.
La columna destinada al segundo establo llegó antes. Rodeó con cautela las paredes de leños, porque a veces allí funcionaba una guardia aunque los depósitos subterráneos estuviesen vacíos. Jerry golpeó con la culata de su ametralladora la base del muro para generar la reacción del eventual centinela. Como no hubo respuesta, repitió el golpe dos veces, más con el mismo resultado. Ordenó a su gente que se pegara al suelo y abrió el portón con la punta de la bota. Arrojó un cascote hacia el montacargas que adivinaba en el medio. Tampoco obtuvo respuesta. Puso su arma en condiciones de disparar y rodó hacia el interior. Enseguida se introdujo en un ángulo del muro que protegía por lo menos dos tercios de su cuerpo, y encendió la linterna. El haz de luz rayó toda la superficie del establo; sólo pudo ver el enorme montacargas. Ordenó que ingresara el resto de su columna.
De súbito oyeron quejas y golpes provenientes del primer establo. Un centinela, al advertir la linterna de Jerry, había salido a dar cuenta de los invasores. En la carrera tropezó con los agentes tendidos sobre la hierba seca, que lo atraparon por los tobillos. Cachiporrazos certeros lo pusieron fuera de combate antes de que pudiera gritar. Fue rápidamente maniatado y amordazado.
Jerry se desplazó para verificar su estado.
—Servirá de rehén. Ahora, ¡a bajar!
Accionaron los montacargas y seis hombres descendieron al laberinto subterráneo. Tal como estaba previsto, esa noche no había gente en ninguna de las tres salas. Los lápices luminosos corroboraron, en la primera, la acumulación de armas, municiones y cajas con nitrato de calcio y nitrato de amonio (material utilizado en la bomba que había estallado en Oklahoma); en la segunda sala se apilaban los archivos sobre sectas y milicias afines, y en la tercera estaban ordenados los equipos de comunicaciones. Los varones de la comunidad habían partido a recoger el colosal embarque que ingresaba por la frontera mexicana y por el puerto de Galveston. Sólo permanecía una guardia elemental en torno del edificio, compuesta por mujeres y niños.
Pero Jerry alcanzó a verlo emerger de las sombras. Llevaba pistola al cinto y se abalanzó sobre un tablero. Con la linterna le iluminó las facciones contraídas, propias de alguien decidido a matarse. Pegó un salto y con la espalda le impidió llegar a los botones. Uno de los agentes que lo acompañaban le dio un culatazo entre el hombro y la nuca que casi lo decapitó. Jerry le metió un trapo en la boca mientras sus ayudantes lo maniataban.
—No accionarás la alarma, hijo de puta. Pero nos llevarás al sector oeste de los túneles. Si tratas de engañarnos, te haré vomitar sangre —susurró al confuso prisionero que apenas podía moverse.
Jerry Lambert había memorizado cada centímetro y podía llegar solo a donde quisiera, pero el ardid solía dar resultados para detectar guardias adicionales o sistemas de aviso encubiertos. Los ojos de un cautivo resultan más elocuentes que su lengua.
Avanzaron hacia el área menos transitada de los túneles, lejos ya de las salas en actividad. El espacio se tornaba más estrecho e irregular, con cascotes en el piso, tablones sueltos y algunas herramientas abandonadas. Ahí estaba proyectado efectuar una ambiciosa ampliación destinada a refugio antiaéreo. La guerra del Apocalipsis no sería un juego de niños. Los trabajos iban a ser reanudados cuando finalizara la distribución de la partida de droga que estaba por ingresar.
Los treinta y cuatro agentes que quedaron en la superficie aguardaron hasta los minutos previos al alba y se dispersaron por el campo, entre abrojos y maleza. Palparon sus armas, se ajustaron los audífonos a las orejas y esperaron la orden. Los más ansiosos habían guardado en el bolsillo un sándwich que hubieran deseado acompañar con café caliente.
Bill llamaba “Cenáculo” al auditorio donde reunía al conjunto de su comunidad para impartir instrucciones. Todo cristiano debía recordar que en el Cenáculo de Jerusalén, antes de ser arrestado, Jesús comió con sus discípulos y les brindó el último tramo de su mensaje. Por lo tanto, la atmósfera debía generar fe y aprensión al mismo tiempo. Era el ámbito de los momentos trascendentales. En el cenáculo de los Héroes, Bill conseguía que el misterio penetrase el alma con tanta fuerza como si se estableciera comunicación con el otro mundo.
La sala estaba en penumbras y tenía la forma octogonal de las construcciones carolingias. Las paredes habían sido pintadas con tonalidad malva oscura y esporádicos brillos. El techo, de plexiglás, permitía ver las estrellas. Desde lo alto descendía un silencio pesado, como si las galaxias comunicasen la densidad del vacío. En torno del amplio estrado cubierto de alfombra roja ardía una circunferencia de velas que sólo podía cruzar el jefe supremo. Al fondo resplandecía el Arca de la Alianza con las plumas de pavo real que evocaban la guardia de querubines. Los focos del techo estaban apagados para que sólo parpadearan las candelas. Los asistentes ni siquiera movían los labios, en espera de la palabra que pronunciaría el reverendo. En la cuarta fila se ubicó Aby Smith; Evelyn, en la segunda. Las personas grandes y pequeñas se veían unas a otras como respetuosos espectros. Bastaba con ingresar para asumir la transfiguración.
Bill apareció desde una negra puerta lateral. Su elevado porte expandió vibraciones hasta la pared del fondo. Caminó lento y erguido; sus pasos resonaban como sordos golpes de tambor. Atravesó el límite de candelas como Eliseo el río Jordán. Subió al estrado con su báculo de olivo en la derecha y una Biblia en la izquierda. Apoyó el libro sobre un atril del que salía un brazo con un candelabro encendido. Se arregló la túnica que le bajaba de los hombros y se concentró. Esa noche había pocos hombres, pero se hallaba presente la totalidad de mujeres y niños. Sólo se oía la respiración de los presentes, sobre cuyos rostros la luz de las velas pincelaba matices rosados y malvas.
—Recitemos juntos el salmo 23 —ordenó mientras abría la Biblia en la hoja exacta.
Un coro de voces desafinadas recitó los versículos aprendidos de memoria:
Iahvé es mi pastor, nada me falta.
Por prados de fresca hierba me apacienta;
Hacia las aguas del remanso me conduce,
y con dulzura recrea mi alma.
Me guía por senderos rectos
Por el amor que profeso a Su nombre.
Aunque vaya por un valle tenebroso
No temo ningún mal,
Pues están junto a mí Su vara y Su cayado.
Tú, Señor, me preparas una mesa
Ante mis enemigos;
Perfumas con ungüento mi cabeza,
Y llenas hasta arriba mi copa.
Con gracia y dicha me circundas
Todos los días de mi vida.
El pastor cerró la Biblia y recorrió con sus ojos grises la asamblea en penumbras.
—Mañana temprano comenzarán a llegar los camiones conducidos por vuestros esposos y padres. Traen una nueva dotación de armas para la guerra del Apocalipsis. Se volverán a reunir las privilegiadas tropas de ésta, la fortaleza de Iahvé. Todos deberemos colaborar. Las cajas de alimentos serán descargadas transitoriamente, hasta que aparezcan las que encierran el veneno para las bestias del campo. El veneno será transportado hacia los establos, bajado en los montacargas y guardado en los túneles. En cambio, los alimentos volverán a los camiones para ser distribuidos en los negocios de tres localidades.
Una nena de cinco años empezó a llorar y Bill autorizó a la madre a que se la llevara. Fingió no haberse molestado y prosiguió:
—Si trabajamos arduamente, la tarea concluirá en pocas horas. Mañana por la tarde algunos camiones ya deberán estar entregando los alimentos. Al Señor le gusta la rapidez; ama los rayos.
Evelyn se arregló el cabello, distraída. Mientras se acariciaba las hebras que terminaban en su rodete antiguo, pensó cómo le quedaría un corte más elegante. También pensó qué estarían conversando Mónica y Damián. Le había sorprendido esa reunión en el cenáculo previa a la llegada de la droga; no era imprescindible. Ella habría preferido cenar con su hija y su apabullado novio. Pero algo aún no dicho habría determinado que Bill reuniera a la gente. Los niños y las mujeres siempre colaboraban en los trabajos, en especial cuando había apuro. Se le ocurrió entonces que el encuentro con Mónica también había conmocionado a su marido, aunque evitaba expresarlo. Por duro y empecinado que fuera, el impacto de la juvenil presencia tenía algo de sobrenatural. Tampoco él había vuelto a verla desde que la entregó a Wilson aquella noche de tormenta. Bill, bajo su armadura, también debía de sufrir un sacudón. No tan fuerte como el que la convulsionaba a ella, pero un sacudón al fin. Era humano, después de todo.
El pastor añadió con énfasis:
—Ustedes son mi familia. Yo soy el padre de cada uno de los que componen esta comunidad.
—¡Eres nuestro padre! —respondieron a coro.
—Yo recibo las instrucciones del Señor.
—¡Recibes las instrucciones del Señor!
—Eliseo me habita el alma.
—¡Eliseo te habita!
—Aleluya.
—¡Aleluya!
—Cantemos el salmo número 12.
¡Auxilio, Señor!
¡Que ha muerto la piedad y
Se ha ido la verdad
De entre los hombres!
Mentiras se hablan
Los unos a los otros.
¡Son labios de engaño,
Lenguaje de corazones dobles!
¡Oh, extirpe el Señor
Todo labio tramposo,
Toda lengua que habla hinchadas frases!
—Aleluya —dijo Bill.
—¡Aleluya!
—¿Digo yo la verdad?
—¡Tú dices la verdad!
—Pues debo comunicarles que se acercan acontecimientos decisivos. Las fuerzas del Mal han resuelto atacarnos. No sabemos cuándo exactamente, pero sucederá pronto. Debemos rezar y permanecer alerta. ¡Somos el ejército del Señor!
—¡Somos el ejército del Señor!
—Pero en nuestras fuerzas se han infiltrado traidores. Tenemos uno, dos o tal vez siete Judas. ¡Caiga sobre ellos la maldición del Cielo!
—¡Caiga la maldición! ¡Malditos sean! —se enardeció la feligresía.
—Algo extraño ha ocurrido en Arizona —agregó Bill—, y es probable que también en Galveston. Cada mujer deberá hablar con su marido, y cada hijo, con su padre. Los traidores quieren nuestra derrota. ¡Pero ellos y sólo ellos serán hundidos en el infierno!
—¡En el infierno!
Evelyn se sobresaltó. ¿Habían arrojado granos de arena en el engranaje que funcionaba perfectamente desde hacía años? ¿Quién lo había hecho? Conocía a cada uno de los miembros de la comunidad y los consideraba incondicionalmente leales a Bill. Se sentían protegidos y seguros bajo el ala de su esposo; obedecían las órdenes con entusiasmo y esperaban la guerra seguros de la victoria. Las dudas que algunos habían manifestado al comienzo de la catequesis se borraban por arte de magia frente a Bill o el jubiloso contagio del resto. Las tareas encomendadas —cualquier tarea— no generaban críticas, sino competencia interior por cumplirlas cuanto antes y de la manera más eficaz. Hasta ese instante la única traidora era ella: había escondido el diario de Dorothy y luego se lo había pasado a Damián. Y le había contado, sin la mínima sospecha de Bill, intimidades que justificarían su lapidación. Pero Damián no iba a poner granos de arena en el engranaje de la comunidad. No por el momento. ¿En qué tiempo? Desde su llegada no se había movido de Little Spring; Galveston quedaba a una hora de distancia, y Arizona, a más de un día... Pero —se arañó el rodete fijado sobre la nuca—, podía haber hablado por teléfono. ¿Podía? No, imposible. Sabía que Bill era el padre de Mónica, y Evelyn, la madre. Por amor a Mónica no los denunciaría.
Sus manos volvieron a temblar. Su flamante audacia retrocedió ante la repentina incertidumbre. Podía considerarse una Judas, pero no tenía derecho a endilgar semejante calificativo a Damián. A lo mejor Bill exageraba. Más de una vez habían surgido problemas con los embarques, y su marido había convocado a la comunidad para fortalecer la confianza en el Señor. Quizás pronto se superara el escollo. Cada familia potenciaría su juramento y la vida seguiría su curso. No había signos de persecución federal. Ninguna amenaza concreta, ninguna investigación, nada de lo que había pasado en Ruby Ridge o en Waco. El gobierno había aprendido a manejarse con cautela. Era eso: Bill exageraba. O estaba conmocionado por la presencia de Mónica.
El pastor rezó con fervor insólito. De veras le preocupaban los traidores y la inminencia del Armagedón. Pero, en última instancia, más que los traidores o la guerra le preocupaba el texto del Salmo 12 dedicado a la mentira. La mentira podía resquebrajar su alianza con el Señor; había llegado el momento de volver las cosas a su lugar. “Hay un tiempo para rasgar, y un tiempo para coser; un tiempo para callar, y un tiempo para hablar”, dice el Eclesiastés. Por su mente caminaba el profeta Eliseo indicándole que así como había debido separarse de Lea y Robert Duke, ahora debía separarse del prostituido Wilson. Pero la separación de Wilson no se limitaría a la sociedad, sino a la posesión de Mónica: tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de perder y tiempo de recuperar. Esa abyecta basura preadámica no merecía ni siquiera llamarse su padre adoptivo. Mónica era una hija pura de Adán, y él, un subhumano vil que había traicionado el hermoso nombre brindado por la Providencia y gracias al cual Bill lo había aceptado como marido de su hermana. Era tiempo de recuperar a su hija: “Lo que fue rasgado será cosido; lo que fue perdido será recuperado”. Los sabios caminos del Señor son más potentes que todos los volcanes del universo. Ahí, en el cenáculo, mientras se dirigía a las mujeres y los niños de su comunidad, un viento cargado de polen luminoso henchía su espíritu. Los grandes hechos se producen durante las tempestades. Eliseo caminaba en su cerebro como lo había hecho en otras circunstancias decisivas; su calvicie reverberaba entre los desfiladeros de algodonosas nubes. Si se aproximaba el Armagedón, que la Bestia mostrara sus colmillos y el Señor la pulverizaría con el rayo de Su justicia. Mónica era suya, definitivamente.
Cerró el servicio con el salmo 57.
Tenme piedad, oh Señor, tenme piedad,
Mi alma a Ti se acoge.
A la sombra de Tus alas me cobijo
Hasta que pase el infortunio.
Bill se retiró por la negra puerta lateral, y la audiencia, por las anchas del fondo, en silencio. Cada uno marchó a su respectivo cuarto. Había que dormir, porque la inminente jornada exigiría mucho esfuerzo.
Cuando quedaron solos, Bill pidió a Evelyn que se sentara y dejase a un lado las agujas y el perpetuo tejido de lana azul. Debía concentrarse en lo que iba a decirle. El rostro de Bill vibraba de tensión; su mirada era como fuego. Ella obedeció, expectante. Presentía que en unos minutos nada volvería a ser igual.
• • •
En la madrugada ingresaron en el muelle de Galveston quince hombres con trajes térmicos bajo el disfraz de estibadores y ayudaron a cargar los cubos refrigerados en los camiones que habían llegado de Little Spring. El procedimiento calcaba la técnica de otros desembarcos. La tarea fue supervisada por agentes de la aduana que parecían desconfiar aún, pese al resultado negativo de su investigación. La actitud hosca de esos vistas puso nerviosos a los Héroes, que, como había sucedido otras veces, debían aguardar con paciencia, con los documentos en la mano. Los conductores se mantenían junto a la cabina del camión y algunos ya se hallaban sentados al volante, listos para correr hacia la fortaleza y retornar al amparo de su jefe.
A medida que los depósitos se llenaban eran cerradas las puertas de metal. Ni los conductores del camión ni los vistas de aduana captaron los pases de ilusionista que realizaron los quince estibadores para quedarse escondidos con su disimulado armamento entre las cajas de camarones congelados.
Cuando se encendía la esperada luz verde, los camiones empezaban a moverse simulando calma y enfilaban hacia la salida del muelle. En pocos minutos dejaban atrás el puerto y la égida de la ciudad de Galveston. La ruta libre de Texas les brindó oxígeno; apretaron el acelerador. Tanto al rancho como a la oficina de Roland Mutt llegaron mensajes sobre la destrabada marcha. En ambos destinos cundió la satisfacción por el desenlace de esa etapa crucial.
Cuando los camiones se aproximaron al cerco, los guardias efectuaron la inspección de rutina. Los pocos hombres que habían permanecido en la fortaleza verificaron la identidad de los Héroes sentados en la cabina de cada transporte. Se saludaron con familiaridad y accionaron la botonera; el pórtico blindado se corrió eléctricamente. La desordenada caravana ingresó en el perímetro y giró para que su contenido pudiera ser descargado y seleccionado por la gente que esperaba junto a las camionetas. Este trabajo era el más pesado y lo realizarían los hombres musculosos. En efecto, las cajas correspondientes a los auténticos alimentos congelados se apilaron junto a cada camión para volver a cargarlas luego y llevarlas a los mercados donde ya habían sido vendidas; en cambio, las cajas de cocaína —disimuladas entre las otras— se ordenaron en las camionetas que arrancaban hacia la parte posterior del edificio, rumbo a los establos. Allí aguardaban otros hombres, pero fundamentalmente niños y mujeres. La razón era obvia: todos debían participar en la epopeya para sentirse protagonistas; aquella actividad era motivadora y la supervisaba el Cielo. Tanto las mujeres como los niños gozaban del ruidoso descenso del montacargas y el ordenamiento excitante en los corredores subterráneos.
Mientras esto ocurría, Damián recibió dos llamadas telefónicas.
Al instante reconoció en la primera a la voz de Evelyn, notoriamente exaltada. Sus palabras confundían al Señor de los cielos con su hija, a su marido consigo misma, la necesidad de hablarle y la certeza de que un espía la estaba escuchando. Pero no le importaba qué le sucedería a ella. Mónica estaba en peligro. Mónica. Sus frases tropezaban unas con otras como la multitud en un incendio. Damián tuvo que gritarle.
—¡Cálmate y habla en orden! ¡No te entiendo nada!
Evelyn tosió, bebió agua, pidió disculpas y finalmente se explicó. La presencia de Mónica no sólo la había revuelto a ella, sino también a Bill. Su marido ya no se llevaba bien con Wilson desde hacía meses y había comenzado a revisar su antigua decisión. Se lo había dicho hacía apenas una hora. ¿Estaba claro? La antigua decisión de obsequiarle nada menos que su hija.
—Sí, Evelyn, está claro. Pero me resulta difícil aceptarlo como realidad.
Bill se había desencantado de Wilson —insistió ella— del mismo modo que en Elephant City se había desencantado de Asher Pratt y de Lea, o en Carson del pastor Robert Duke. Sus alianzas humanas eran acotadas en el tiempo; en un instante le surgían la desconfianza y el rencor.
—Evelyn, no quiero tus reflexiones —la interrumpió Damián—. Quiero que me digas qué está pasando. ¿Entonces Bill rompió con Wilson?
Evelyn respondió que todavía no, porque estaba en plena marcha el operativo Camarones. Pero mencionaba a Wilson con desprecio, le escandalizaba la degradación a que había sometido a Dorothy y temía que acabara haciendo lo mismo con Mónica. Calificaba a su cuñado de “subhumano vil”, “hijo de la Bestia” y “macaco fumador”.
—¿Y cuáles serán las consecuencias? ¿Mónica se enterará?
—Ya se enteró.
—¡¿Qué?!
—Después de hablar conmigo y quedarse solo en su despacho a conversar con Eliseo, Bill fue a buscarla.
—Repítemelo. No entiendo.
—Fue a buscarla. Al hospital. La trajo aquí.
—¡Dios!
—Me ordenó preparar de nuevo el cenáculo.
—¿Qué cenáculo?
Evelyn tuvo otro acceso de tos, bebió agua y, con una molesta disfonía, se esmeró en transmitirle la importancia de ese salón solemne: la sugestiva penumbra, el círculo de candelas, la vieja Arca de la Alianza y el espíritu del Señor. El cenáculo era una reproducción simbólica del sanctasanctórum bíblico.
—¿Y todo eso qué me importa? —se impacientó Damián.
—Bill quería el cenáculo para hacer una ceremonia con Mónica.
—¿Una ceremonia? ¿En este momento?
—No me entiendes. Esto es algo decisivo. Bill la recupera como hija propia. Estoy emocionada y aterrada.
—Dios mío...
—Sólo pude ver el comienzo. Mi corazón dice que terminará mal. Por eso los dejé y vine a llamarte.
—¿Qué es lo que te asusta, mujer? Sé más clara, por favor.
—La envolvió con túnicas blancas, como si fuese una mujer de la Biblia. Y la forzó...
—¡Cómo que la forzó!
—La forzó a tocar el Arca sagrada que hasta ahora podía tocar sólo él. Luego la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el círculo de luces como si ambos fueran profetas que atraviesan por milagro las barreras del espacio. Rezó para ella siete salmos escogidos y entonces, cuando Mónica había llegado al límite de la paciencia y del asombro, le hizo leer el versículo 7 del capítulo III del Eclesiastés: “hay tiempo de callar y hay tiempo de hablar”.
—Quieres decir que... le confesó su paternidad?
—Todo, Damián. Todo.
—¿Cómo recibió Mónica el impacto? ¿Cómo está? ¿Acepta que es cierto?
—No sé. No sé. —Estalló en sollozos. —¡Debes ayudarme! Siento lo mismo que cuando me la arrancaron. ¡Viene la tormenta!
—Calma, Evelyn —dijo sin convicción—. Ya corro para allá.
—Hay otra cosa... ¡más grave! —Hipó, al borde de quedarse muda.
—¿Más?
—No la llama Mónica, sino “hija de Jefté”... Así la llama.
—¿Qué quiere decir?
—La hija de Jefté fue sacrificada tras la victoria de su padre... Damián, ¡me muero de miedo!
La comunicación se interrumpió. Damián agitó el aparato y por último colgó el auricular con nerviosismo. Se vistió a las apuradas. Palpó su bolso para verificar si en el fondo aún estaban los libros que escoltaban el diario de Dorothy. Los hechos giraban como un trompo y quizás enseguida, mucho antes de lo esperado, él debería abrazar a Mónica y persuadirla de reconciliarse con su origen y su realidad mediante ese diario desgarrador. Cuando abrió la puerta para salir, sonó de nuevo el teléfono. Otra llamada de Evelyn. ¿Qué sucedía ahora?
—¿Damián?
Era un hombre.
—¿Quién habla?
—Yo. ¿No me reconoces?
—¡Carajo! ¡Victorio! Te estuve llamando a Buenos Aires; no me quisieron decir dónde encontrarte.
—Me avisaron. Estoy acá.
—¿Acá dónde?
—En Galveston.
Damián se dejó caer sobre la cama.
—¡Hola! ¿Me escuchas? —reclamó Victorio.
—Sí... —Se pasó la manga por la frente. —Te escucho.
—Pronto vas a enterarte. Sabemos que algo se filtró al periodismo. Te hablo para pedirte que no te muevas del hotel. Ni vos ni Mónica. ¡No vayan al rancho!
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—En unas horas los federales van a dar un golpe maestro. Tratarán de evitar muertes, pero nunca se sabe.
—Mónica está en el rancho.
—¿¡Có... cómo!?
—La llevó el tío. Es decir, el padre.
—¿Wilson?
—No te puedo explicar ahora.
—¡La puta que lo parió! ¡Esto sí que se pone serio!
—Victorio, si atacan el rancho, Mónica va a estar en peligro.
—Escuchame. Por lo menos vos no te muevas del hotel. Le voy a pedir a mi jefe que protejan a Mónica.
—Yo acá no me quedo. ¿Por dónde van a entrar? Voy para allá.
—Ya hay agentes adentro.
—Me estás jodiendo...
—Y tengo perfectamente ubicado a la mierda de Abaddón. ¡Por eso te pido que no interfieras!
—¿Encontraste a Abaddón?
—Sólo pude verlo a la distancia. Está más viejo, pero con la misma jeta de decencia hipócrita y esos ojitos de víbora.
—¿Victorio? ¡Hola! ¡Hola! ¡Victorio! ¿¡Qué mierda pasa!?
Damián lanzó el aparato contra la pared y soltó más puteadas que en varios años sumados. Como no tenía paciencia para aguardar el ascensor, corrió escaleras abajo hasta la planta baja. Damián pasó por delante de la mesa del conserje como un vendaval. La puerta giratoria fue empujada con tanto ímpetu que siguió dando vueltas como si la accionara un motor. Damián se abalanzó sobre un taxi estacionado ante la puerta del hotel. El conductor interrumpió un largo bostezo como si fuese objeto de un asalto a mano armada; se enderezó tras el volante y lo miró asustado. El violento pasajero apoyó los antebrazos en el respaldo del asiento delantero y le rogó, con la respiración agitada, que volase hacia el rancho de los Héroes. El hombre aspiró hondo y casi le dijo que no quería hacer semejante viaje, pero el estado de furia que le llegaba a la nuca lo indujo a decidirse por el mal menor. Mientras arrancaba miró por el espejo y movió la cabeza sin animarse a expresar lo que pensaba. El reducido centro de Little Spring quedó atrás, pero dos kilómetros antes de llegar a destino se toparon con un auto policial.
Damián tuvo que apelar a la escasa serenidad que le restaba para convencer al oficial de que él era un periodista extranjero al que no se le podía bloquear el acceso a la información. No estaban en Asia ni en África. Mostró su credencial y derramó argumentos legales. El taxista rezaba para que le ordenasen retroceder sobre sus pasos, pero al fin Damián consiguió que lo dejaran arrimarse al cerco. En el aire se palpaba la quietud que precede a la tempestad.
En la residencia de Houston, Tomás Oviedo esperaba impaciente el arribo de Wilson, anunciado a último momento. Ya era hora de partir hacia el muelle de Galveston, donde debía cerrar hábilmente los trámites aduaneros; pero antes tenía que mostrarle a su socio la conversación registrada por sus escuchas. El tapiz arduamente tejido con Bill se descosía a zarpazos. En su vida Tomás había sufrido momentos en los que intereses y emociones se cruzaban con violencia, pero siempre había podido controlar las emociones. Suponía que lo mismo ocurriría con Wilson. La noticia que le esperaba exigiría una alta dosis de autodominio.
La conversación telefónica de Evelyn con Damián desde el rancho había sido grabada por los hombres de Tomás en dos aparatos. La habían transcrito y él conservaba las cintas originales. Estaba seguro de que Wilson las reclamaría, por más que llevasen años de mutua confianza.
Otra vez miró la hora y se asomó a la ventana en cuya base se extendían macetones floridos. Vio que se abría el portón de rejas: por fin entraba el auto que llevaba a su socio. Pidió que sirvieran café, agua y ron en el despacho. Los necesitarían. Luego se dirigió al salón de recepción para darle la bienvenida.
—¿Qué tal, Tomás? —saludó Wilson con los párpados semicerrados, llenos de sospechas; arrojó su portafolios sobre una silla.
Tomás le estrechó la mano y lo invitó a conversar a solas. Los acompañantes se esfumaron. Wilson estaba listo para cualquier sorpresa, como si hubiera regresado a los pantanos de Vietnam.
Los primeros minutos se dedicaron a comentar la marcha de Camarones. No había novedades adicionales a las que ya le había transmitido por teléfono. Los problemas estaban identificados y se hallaron en marcha las inciertas soluciones; era una batalla en la que tenían altas probabilidades de salir victoriosos. Enseguida debían marchar al muelle, donde ya se trasbordaban las cajas.
—En el futuro habrá que tener más cuidado con ciertos miembros de la comunidad —dijo Tomás—. Deberemos convencer a Bill de que no tiene el dominio absoluto. Me parece que han surgido informantes porque descuidó algunos controles.
—¿Por qué acusás a Bill? —Wilson no entendía qué maniobra desplegaba Tomás.
—No lo acuso: señalo falencias corregibles.
—¿Estás dispuesto a que sigamos asociados con él? —disparó a mansalva.
Tomás se frotó el puente de la nariz como si le picase y luego se acomodó los anteojos.
—Evaluemos las ventajas y las desventajas —dijo, pensativo—. Entre las ventajas cuento la seguridad del operativo y su fuerza de distribución. Entre las desventajas, una paga inferior a la que obtendríamos con otros.
Wilson vertió su ron en el café.
—Podríamos exigirle una suma mayor —dijo con simulada indiferencia.
Tomás lo imitó con el ron.
—Es tu cuñado y tu amigo. Decidí. Me da igual.
Wilson lo estudió mientras sorbía el café con ron. Las respuestas de Tomás Oviedo no parecían las de un socio infiel. Quizá sus sospechas eran infundadas, producto de las tensiones agotadoras que lo bombardeaban en los últimos meses. Pero debía mantenerse alerta.
—Antes de ir al muelle tengo que informarte sobre algo ajeno a Camarones. Pero es desagradable —anunció Tomás mientras le ofrecía llenarle de nuevo la copa de ron.
Wilson enarcó las cejas y evocó aquella mañana de mierda en su despacho de Puerto Madero, cuando su fiel secretaria le derramó sobre la cabeza, una tras otra, pésimas noticias. Después tuvo la fibrilación auricular. Ahora acababa de llegar a Houston para el operativo Camarones y, de paso, descubrir si entre Tomás y Bill no lo estaban marginando, pero resultaba que lo castigarían con algo insoportable. Torció la boca.
Tomás fue al escritorio y regresó con dos casetes y un papel impreso. Se los tendió compungido.
—¿Qué es?
Oviedo no contestó.
Wilson se calzó los anteojos de lectura y empezó a respirar agitado.
—¡Hijo de puta! —bramó—. ¡Este Bill es un hijo de las remil putas!
—Te comprendo, y contás conmigo para lo que sea. Pero no pierdas la objetividad, por favor.
—¿Qué mierda pretende? ¿Robarme a mi hija?
Tomás asintió.
—¡Le arrancaré las bolas y los ojos! ¡Basura!
—Debemos partir. En la aduana no esperan. —Le puso una mano en la espalda.
Wilson se había convertido en un manojo de cables electrificados. Pero se dejó conducir hasta el auto. Tres Mitsubishis giraron sobre el camino de tupida grava y abandonaron la residencia.
Los cuarenta agentes dirigidos por Jerry Lambert aguardaban la orden de ataque con entrenada paciencia. Horas de espera antes de la fragorosa acción. Jerry en persona y otros cinco permanecían agazapados en el fondo del túnel mientras los treinta y cuatro restantes seguían escondidos bajo los matorrales como fieras al acecho. Un rehén yacía en el túnel; al otro lo habían elevado a los alejados canales ensanchados durante la noche.
Mantenían los auriculares y largavistas alertas, como forma de estar ocupados y despiertos. Desde sus escondites verían el ingreso y la descarga de los camiones. Procederían como médicos de urgencia: esperando los hechos lamentables para recién entonces correr a brindar sus servicios. Les habían enseñado que era mejor prevenir el mal, pero fueron alistados para contraatacar sus iniciativas en pleno desarrollo. Crispaban los puños, apretaban los dientes y sólo saltaban sobre los objetivos, con la agilidad y la precisión de los dedos de un pianista, en el instante óptimo, es decir, cuando volaban las esquirlas.
Estaban muy separados unos de otros, pero su éxito dependía de la sincronización que aplicarían como una máquina inhumana. Todo el tiempo emitían o recibían mensajes en código. A cada rato sus ojos se posaban en los relojes y miraban sucederse, segundo a segundo, los números digitales.
Era fundamental que brindaran protección a los niños. Para eso no sólo cada agente debía poner el máximo esmero, sino que se había incorporado más personal femenino de lo habitual. La consigna establecía que, apenas se desencadenaran las acciones, había que sacarlos velozmente del rancho y conducirlos fuera del cerco, aunque hubiera resistencia por parte de los mismos niños.
Desde los diferentes puestos de observación partían señales sobre el movimiento de los Héroes. Se registró la llegada del convoy, la inspección antes de cruzar el pórtico de acero, su estacionamiento en el perímetro y el bullicioso inicio de la descarga. También se contaron los hombres, mujeres y niños que se alineaban junto a los establos en espera de las camionetas con la droga. La media docena de agentes que aguardaban en el fondo de los túneles, por su parte, identificaban a cada una de las personas que había descendido para recibir los cajones que bajarían por el montacargas. Las instrucciones ordenaban que no se iniciara la acción hasta que casi todos los miembros de la comunidad estuvieran fuera del edificio y al alcance de los agentes: los integrantes de ese tipo de comunidad estaban dispuestos a la inmolación, y alguno podría prender fuego a la fortaleza, como sucedió en Waco.
En el lechoso fondo de los camiones, agazapados tras las cajas, los quince hombres protegidos con ropa térmica y disfrazados de estibadores acariciaron sus armas, listos para saltar.
Victorio Zapiola se sentó junto al conductor del auto y se ajustó el cinto de seguridad. Atrás se ubicaron otros dos agentes, tan armados como él. Aguardaron la partida del último camión. El chofer mantenía el motor encendido, con el pie tenso sobre el acelerador como si fuera un jinete esperando el tiro de largada.
—¡Esperá! —indicó Victorio mientras señalaba con la mandíbula los tres Mitsubishis vacíos estacionados en el muelle, cuyos conductores, sentados al volante, esperaban a los ausentes pasajeros.
Veinte minutos más tarde aparecieron seis hombres bien trajeados, provenientes de dos puertas distantes que comunicaban con las oficinas de la aduana. Habían cerrado con elegancia la ristra de trámites. Con paso tranquilo se dirigieron a los autos y se distribuyeron sin la menor hesitación como si los guiaran unas flechas blancas. Los vehículos giraron hacia la salida con aparente displicencia y luego tomaron velocidad.
—¡Ahora! —ordenó Victorio.
Los siguieron a distancia y varias veces los perdieron de vista, con la intención de despistarlos. Pero los agentes disimulados a lo largo de la ruta avisaban sobre su marcha hacia las afueras de Galveston y luego rumbo a la fortaleza de los Héroes del Apocalipsis. Los vehículos policiales escondidos junto a la ruta tenían firmes instrucciones de no encender las sirenas ni dejarse ver por los tres Mitsubishis. Sólo después de que pasó Zapiola formaron un cortejo que confluía hacia el rancho de Bill Hughes como una lenta y gorda serpiente.
—Doblaron a la izquierda —anunció un observador que transpiraba sobre su bicicleta.
—En este momento los tres autos abandonan la ruta —comunicó otro ciclista.
—¡Mierda! —exclamó Victorio—. Nos han descubierto y tratan de huir. Doblemos a la izquierda. ¡No se me va a escapar!
Pero a poco de avanzar por el desvío una nube de polvo reveló que también dejaban ese camino secundario.
—¿Los seguimos? —preguntó el chofer.
Victorio asintió pero al instante cambió de parecer. Abaddón era demasiado hábil para dejar semejante pista.
—¡Pidan refuerzos! —gritó a los agentes sentados atrás—. Solamente uno o dos autos se lanzaron al campo, pero el pez gordo seguro que no. Pretende distraernos mientras su jefe huye de regreso a Houston.
—Que también bloqueen la salida de este camino —agregó el agente en su mensaje.
—Muy bien —Victorio empuñó su arma y palmeó la rodilla del chofer. —Más rápido —le indicó.
Cuando alcanzaron una de las pocas elevaciones de terreno pudieron advertir que el único Mitsubishi a la vista, en efecto, se acercaba de nuevo a la ruta principal. Pero antes de tomarla giró bruscamente hacia la derecha y se esfumó entre los pastizales florecidos.
—Reconoció el bloqueo. Antenas no le faltan —observó Victorio.
—Me parece que abandonan el auto.
—Sí. ¡Paremos aquí mismo! Vamos a dividirnos. No podrán llegar lejos.
Bajaron con las armas desenfundadas y se internaron en la vegetación cobriza. Victorio extrajo del bolsillo un tubo recubierto de cartón grueso; le estiró la mecha y la prendió con su encendedor de plata. La contempló durante unos segundos, para asegurarse de que la llama se mantenía enérgica, y arrojó el tubo hacia adelante como si fuese una jabalina. Calculaba que pasaría por encima de Abaddón y del grupo que lo acompañaba. El chisporroteo de la bengala expulsó miríadas de chispas rojas y blancas que amenazaban con incrustarse en los ojos. De inmediato sonaron disparos ciegos. Había conseguido asustarlos. Se arrojó al suelo y se arrastró en dirección al origen de los tiros. Era el momento de atraparlos; sus compañeros debían de estar haciendo lo mismo que él. Por encima de su cabeza silbaron nuevos disparos. Estaba a poca distancia de los delincuentes y debía mantenerse aplastado contra la tierra si no quería convertirse en un colador. No le resultaba fácil la marcha de las lombrices, pese a que vivía entrenándose para ello desde que, quince años antes, lo habían incorporado a la DEA.
A su alrededor se oían roces y ruidos. Los agentes y los hombres de Abaddón se atraían como imanes. Eran inminentes el encontronazo y el desenlace. Ya debían de haberse aproximado los refuerzos, se dio ánimo Victorio.
De repente un zapato le aplastó la nuca.
—¡Quieto! —lo amenazaron al oído.
Apenas podía ver por el rabillo del ojo. Además del yugo que amenazaba con astillarle las vértebras, sintió que un caño de pistola se le hundía entre de pelo.
—¡Suelta! —le ordenaron mientras lo despojaban con violencia de la semiautomática.
Lo hicieron girar apenas; el zapato le cortaba la piel. El hombre que lo mantenía apresado era Wilson Castro, pero junto a él se erguía el gran hijo de puta.
—¡Abaddón! —Su lengua pudo más que su prudencia.
Tomás Oviedo entrecerró los ojitos. ¿Quién podía conocer su alias secreto allí, en Texas? No demoró mucho en pasar las asociaciones.
—¡Estás vivo! —También su lengua asombrada pudo más.
—El enfermero traidor... ¿Qué mierda hacés acá?
—Si el señor que me está rompiendo el cuello... —Un sonido de lija salió de su boca —Si aflojara un poco...
Nuevos balazos pasaron cerca. Los dos hombres se arrojaron sobre el cuerpo tendido de Victorio y casi le quebraron diez costillas.
—¡Te voy a llenar la cabeza de plomo si no ordenás que dejen de tirar!
A los tirones lo hicieron sentar, pero con el arma pegada al cuero cabelludo.
—¡Que dejen de tirar, carajo! —repitió Oviedo.
Victorio carraspeó y clamó —con cierto falsete, causado por el dolor de cuello— que pararan, que lo tenían encañonado.
Oviedo le rodeó la garganta con un brazo, con fuerza suficiente para ahorcarlo. Wilson Castro le pegó el arma a la sien.
—¡Parate! Vamos al auto.
Los tres cuerpos se alzaron por sobre las ondulaciones del pastizal; podían ser un blanco fácil, pero Victorio servía de escudo. Los agentes se mantuvieron en cuclillas, ocultos, por las dudas. Apuntaban, pero se abstuvieron de disparar porque a Victorio lo hacían girar todo el tiempo, rápidamente, para imposibilitar un tiro seguro. Aguardaron que subieran al Mitsubishi y enfilasen hacia Houston o la fortaleza. El auto giró rumbo a la fortaleza. Enseguida los agentes comunicaron la novedad y el pedido de que no disparasen, porque corría peligro la vida de Zapiola.
El viaje resultó inverosímil. En lugar de proceder a la detención del Mitsubishi, los pocos autos de la policía apostados a lo largo de la ruta que tenían cierta visibilidad lo dejaron avanzar como si efectuasen una guardia de honor. Zapiola torció los labios en una mueca de profundo disgusto. Otra vez era prisionero del maldito y volvía a sentir el ácido de la impotencia ante su diabólica habilidad. La ruta estaba más despejada que nunca gracias a la paradójica gentileza de las fuerzas federales. Protagonizaba el grotesco del siglo.
En pocos minutos el Mitsubishi llegó a las inmediaciones del cerco, libre de interferencias. Fue detenido por los guardias del rancho, que reconocieron a Castro y a Oviedo. Wilson explicó que llevaban prisionero a un agente del Anticristo. El guardia accionó la botonera y se abrió el majestuoso portón.
Estacionaron cerca de los camiones cuya mercadería estaban descargando. Abaddón empujó a Victorio fuera del auto mientras Wilson lo apuntaba a la cabeza.
—¡Al edificio! —mandó Tomás Oviedo—. Ahí vas a cantar.
Victorio recordó al instante su tono de amenaza. Lo había oído decenas de veces antes y después de ser torturado. Abaddón no había modificado la voz ni la resolución criminal que helaba la sangre antes de que transcurriese el primer minuto de interrogatorio. Le pareció que estaba otra vez en Buenos Aires, bajo arresto, en las sádicas cárceles de la represión; le pareció que en pocos minutos había retrocedido veinte años. Empezaron a temblarle las rodillas. Ese asesino seguía dominándolo.
De repente dos estibadores saltaron desde el fondo de un camión y lanzaron disparos al aire. De los otros camiones brotaron como por encanto más hombres, también armados, que se dispersaron en varias direcciones con velocidad de ardillas. La mitad se abalanzó como un rayo sobre los controles ubicados en el frente; ahí estaban las puertas de Troya, que debían ser abiertas desde el interior de las murallas. Los guardias intentaron ofrecer resistencia, pero los disuadieron en fracción de segundos. La situación en el interior de la fortaleza cambió de golpe. El perímetro pasaba a ser controlado por los invasores.
Oviedo apretó con más fuerza el brazo en torno del cuello de Victorio, y Wilson amenazó con hacerle volar el cráneo si alguien los tocaba. Pero un furioso golpe en la muñeca, proveniente del cielo, lo obligó a dejar caer la pistola. Otro golpe lo curvó hacia adelante. El estibador que apareció de repente iba a atacarlo, pero tuvo que arrojarse cuerpo a tierra cuando una andanada de disparos provenientes de una torre rebotó sobre la tierra del perímetro. La torre recibió como respuesta una lluvia de balas que volaban de los matorrales lejanos, del cerco norte, este y oeste, del mismo edificio, de los establos y desde el portón de entrada. Todo el espacio se había llenado en un santiamén de agentes federales armados.
Victorio rodó por el suelo para evitar que lo alcanzaran los tiros, y perdió de vista a Wilson Castro y al maldito torturador. Las agentes mujeres corrían tras los niños que huían desorientados hacia el campo abierto, y trataban de llevarlos hacia la entrada principal, donde aguardaban los minibuses acondicionados para su evacuación. Pero la tarea se vio turbada por el ingreso anticipado de autos policiales, que bloquearon el acceso directo a los vehículos.
Abaddón, pese a la renguera que le habían producido los golpes, se introdujo en la nube de pólvora y consiguió salir de la fortaleza. Saltó por encima de un cuerpo herido al que un grupo de agentes acudió a socorrer. Esquivó a niños empujados hacia los omnibuses y a agentes exaltados; gritó órdenes como si fuese un miembro del FBI. La confusión le servía de coraza, y pronto logró sumergirse en las honduras del pastizal que se extendía por la zona sur. Respiró profundo y recordó la disciplina que exigían algunos operativos: despojarse de ansiedad y tener confianza en el resultado. En forma disimulada debía alejarse, ya encontraría el medio para volver a Houston.
Wilson, en cambio, exasperado por la urgencia de rescatar a Mónica, utilizó la misma nube de pólvora para tomar la dirección contraria; se precipitó por el pasillo amenazador sin importarle los obstáculos. Conocía el camino.
Roland Mutt fue informado de que la operación Caballo había salido tan perfecta como la concebida por los griegos en la guerra de Troya; ni Ulises la hubiera hecho mejor. Hasta ese momento contabilizaban siete heridos, dos de gravedad, pero ninguna muerte. El portón de acero estaba completamente abierto y un río de autos policiales seguía penetrando para ocupar cada metro de la fortaleza. La operación Topo, conducida por Jerry Lambert, también fue eficaz, ya que impidió que se usara el arsenal subterráneo; desde la madrugada y en silencio pudieron dominar la compleja red de túneles, los dos establos con sus respectivos montacargas y las doscientas cuarenta hectáreas llenas de víboras y abrojos. Lo cierto era que en pocos minutos las pinzas de Topo y Caballo habían conseguido que la entera comunidad de los Héroes del Apocalipsis cayera bajo el control de las autoridades federales.
Mutt resopló feliz y pidió otra taza de café.
Bill Hughes, sacudido de raíz por la metralla de emociones que perforaban su espíritu, había recuperado las antiguas visiones que determinaron su triunfo sobre la encefalitis. Elevadas montañas de color pastel se movían nuevamente delante de sus ojos asombrados como si las rocas fuesen de algodón teñido. Alternaban matices azules, rosas y verdes. Reinaba el misterio de un territorio sagrado. Así debió de lucir el Sinaí cuando Moisés descubrió la zarza ardiente en un recodo del desierto. Por entre los desfiladeros móviles se aproximaba la familiar figura de Eliseo. Era idéntico a su abuelo Eric, sólo que cubierto por la capa que le arrojó Elías desde su llameante carruaje. Su calva refulgía bajo los rayos. Su diestra nervuda se apoyaba en el báculo de olivo mientras avanzaba con majestuosa lentitud.
Como en aquella primigenia ocasión, como tantas veces después, como siempre, Eliseo acudía en su ayuda. Ahora, por decisión divina, Bill se encontraba en una encerrona. Las huestes del Anticristo habían atravesado las murallas de su fortaleza como seres incorpóreos. El poder maligno que los alimentaba violó las leyes naturales: aparecieron dentro de los camiones, emergieron del fondo de los túneles, cruzaron el cerco así como los pájaros cruzan el aire, abrieron sin esfuerzo el blindado pórtico frontal. Se desparramaron por sus centenares de hectáreas como si fuesen ratones supersónicos e inmovilizaron a casi todos los miembros de la comunidad. El Señor permitió que llegasen al extremo de la insolencia y se ilusionaran con ser los más poderosos. Pero Bill sabía que más poderoso que ellos era el Señor. Los había dejado avanzar para devolverles un golpe definitivo en la cabeza.
El pastor comprimió sus manos hasta dejarlas exangües, para que el Señor le dijese cómo aplicar ese golpe. Su magnificencia podía convertir las huestes invasoras en nieve, en polvo, en vapor, y mandarlas a otras galaxias con más rapidez que la luz. Muchas veces su pueblo elegido debió enfrentar enemigos superiores en número y en armamento; muchas veces parecía que iba a ser aniquilado por los injustos. Pero entonces descendía desde las alturas un ejército de ángeles y querubines con espadas de fuego que en segundos revertían la situación.
—¡Que ahora ocurra lo mismo! —imploró a las móviles montañas por entre las que se acercaba Eliseo—. Lucifer está atento; su oído y su perfidia no ignoran Tu voluntad. Pero quieren confundirla. Dime qué debo hacer. Los federales penetraron durante la noche, Señor, como los ladrones. —Su mente era un volcán en erupción, como si le hubieran inyectado alguna droga. —Son chacales que profanan el interior de Tu fortaleza. ¡Quieren humillarte, Señor!
De Eliseo ya podía oler su aliento a bosque. Su paso era seguro entre las anfractuosidades. Su lentitud significaba confianza. El Señor era el amo del espacio y del tiempo. Sus mensajeros lo recordaban.
—¿Qué debo hacer? —Eliseo era el único ante quien Bill se atrevía a desnudar su angustia.
El profeta apoyó su báculo en las esponjosas montañas y levantó las palmas. Bill hizo lo mismo. Unieron entonces sus palmas y el desesperado pastor sintió que en su cuerpo penetraba un mensaje ineludible. Eliseo, en efecto, habló:
—El bravo juez Jefté, de bendita memoria, perdía frente a los crueles amonitas porque su número y sus armas lo superaban en mucho. Iba a ser destruido. Los hombres de Jefté estaban exhaustos, malheridos y cercados.
—Jefté... —Bill lo había evocando horas antes, cuando desde lo profundo de su alma, por un misterioso impulso, dijo que Mónica era hija de Jefté. El Señor había empezado a orientarle el cerebro. ¡Aleluya!
—Jefté tenía una hija —agregó Eliseo.
—Sí, la hija de Jefté. —Los ojos de Bill se abrieron ante la impresionante red de arrugas que cubría la cara del profeta.
—Tú tienes una hija.
—Acabo de recuperarla.
—La has recuperado. La hiciste atravesar el círculo de candelas con la misma agilidad con que yo cruzaba las aguas del Jordán; la hiciste tocar el Arca de la Alianza, le contaste la verdadera historia. Es “tu” hija, Bill. —Se acercó más. —Ahora, en consecuencia, reproduces al bravo juez Jefté, el gálata. Tienes pues la bendición de una hija y la maldición de estar súbitamente dominado por el enemigo.
—Sí, soy como Jefté. —Tembló.
—¿Qué hizo aquel valiente para derrotar a los idólatras?
Bill se contrajo. Recordaba el suceso. Era espantoso.
—¿Qué hizo aquel valiente? —Eliseo repitió la pregunta con reproche.
Bill apoyó con más fuerza sus grandes palmas contra las palmas añosas del profeta, como si fuesen un muro. Quería pedirle que el Señor provocara la victoria sin el sacrificio bíblico. Quería decirle que estaba decidido a realizar cualquier tarea, pero que tuviese misericordia. La hija de Jefté acabó sacrificada.
—Acabó en victoria, precisamente —replicó Eliseo, como si le leyera el alma.
Bill empezó a transpirar, lo cual era infrecuente. Por primera vez en su vida se resistía a acatar la orden que se insinuaba en ese momento con un resplandor siniestro.
—Cuando luchaba contra los amonitas —protestó Bill—, Jefté no pensaba en su hija.
—¡Quién sabe! —Las hondas comisuras de la boca de Eliseo estuvieron a punto de sonreír. —Tal vez no pensaba que pensaba, como te ha ocurrido antes de verme. A tu hija la llamaste “hija de Jefté”. ¿Qué significa?
Bill estaba desconsolado. Acababa de recuperar a Mónica y la había llamado en forma inconsciente “hija de Jefté”. No hacía veinticuatro horas que la había recuperado y pronto la volvería a perder. No merecía semejante castigo.
—Los tiempos del Señor no son los tiempos de un mortal. Para el Señor, el antes y el después no tienen diferencias. Jefté no creyó pensar en su hija, desde luego, pero prometió ofrendar en sacrificio al primer ser que le diese la bienvenida al regreso. Debía tratarse de un ser amado. En un pliegue de su alma estaba presente su hija.
Bill apretó la mandíbula con fuerza. Debía obedecer al Señor por sobre todas las cosas. Pero le costaba. Y lo irritaba esa contradicción.
—Entonces las fuerzas del Mal se quebraron —concluyó Eliseo su relato—. Perdieron la orientación en el espacio, se les cayeron las espadas que chorreaban sangre, arrojaron al suelo los escudos inservibles. Jefté soplaba, y ellos volaban lejos como si fueran hojas secas en un vendaval. Bastaron minutos para que los idólatras perdiesen y se impusiera el triunfo del Señor.
—¿Debo inmolar a mi hija, entonces? —preguntó Bill, ambivalente, casi resignado.
—Sólo un gesto supremo puede revertir tu impotencia en esta desigual batalla. Debes incluso superar a Jefté. —La figura de Eliseo empezó a desvanecerse en la bruma de algodones teñidos, pero su voz continuaba produciendo ecos. —Jefté primero ganó y después ofrendó; tú debes primero ofrendar y enseguida obtendrás la victoria.
—¡La victoria es siempre del Señor! —replicó Bill, pero ya no quedaban rastros del profeta ni de las montañas coloridas. Se frotó las órbitas para recuperar la visión de este mundo.
Espantada, Evelyn huyó del cenáculo en busca de auxilio. El control que en apariencia habían logrado los invasores del gobierno terminó cuando una columna de humo proveniente del ángulo oeste indicó que la rendición no había sido tal. Los policías que pretendieron acabar con el incendio fueron recibidos a balazos. El humo se expandía por los corredores como gordos tentáculos que penetraban violentos en cada abertura. Las llamas se multiplicaban debido a que los rebeldes que no habían sido apresados se dedicaron a vaciar bidones de combustible sobre los zócalos de los pasillos y en las principales salas del casco. El fuego succionaba el oxígeno y dificultaba el ingreso de los federales. De pronto Roland Mutt debió reconocer que le habían pasado una información engañosa. ¿Consolaba pensar que no llegarían a la catástrofe de Waco porque casi todos los integrantes de la comunidad estaban cercados y la mayor parte de los niños habían sido conducidos a los omnibuses? Con voz indignada ordenó que se reforzara la unidad de bomberos.
Zumbaban las balas de los francotiradores ocultos, lo cual impedía el libre desplazamiento de los efectivos. También ya resultaba arduo contener el fuego nacido en el ángulo oeste, cuya humareda tornaba irrespirable la atmósfera. Para colmo, un viento suave pero inoportuno soplaba en favor de las llamas.
Dos policías con el rostro negro de hollín negaron permiso a Damián para ingresar en el edificio.
—¡Únicamente los bomberos! —ordenaron con enojo mientras le devolvían la credencial.
Entre los autos, combis, cajas y camiones amontonados en el perímetro emergió la alta y frankensteiniana silueta de Pinjás. Mutt había indicado que lo dejasen huir en una camioneta: prefería que se alejara antes de que llegaran las cámaras de televisión; sus servicios habían sido muy útiles y debían permanecer en reserva. Pero Pinjás sólo alcanzó a viajar pocas millas: en su mente primitiva se disputaban la lealtad a su salvador Robert Duke y las vivencias compartidas con Bill Hughes. Aunque Bill no era Robert, merecía apoyo en circunstancias tan difíciles, reflexionó, dolido. Su pelo aceitoso chorreaba sudor y sus dientes se apretaban como los de una fiera. Quitó el pie del acelerador y se deslizó con lentitud hacia el costado de la ruta. Permaneció inmóvil un tiempo inconmensurable, corroído de incertidumbres. Por fin, dio un puñetazo al volante, giró en U y retornó a la fortaleza como un cohete.
Pero su ingreso no fue facilitado de la misma manera que su partida. Lo obligaron a detenerse lejos del portón y tuvo que abrirse paso a los golpes. Comenzaron a dispararle, pero Pinjás era ágil como un gato. Logró alcanzar el perímetro, cegado por una nube de pólvora. Los policías que trataban de contenerlo volaban en diferentes direcciones, y Damián, que buscaba el obcecado surco por donde entrar en el edificio, lo reconoció. No se le aproximó para que no lo arrojase lejos, igual que a los policías, pero aprovechó el alboroto y, tropezando con cuerpos tendidos, se zampó en la humareda del corredor. Un disparo dio en la pierna izquierda de Pinjás, que pegó un grito cuya sonoridad rebotó locamente en los muros. Damián se inclinó para ayudarlo cuando una columna de hombres se abalanzó sobre el gigante. Damián lo hizo rodar y ambos escaparon a duras penas. Se sumergieron en el fondo opaco del corredor. Pinjás avanzaba con una sola pierna, mientras su accidental compañero, sosteniéndolo de un brazo, le gritaba:
—¡Llévame al cenáculo! ¡Quiero ir al cenáculo!
A Evelyn se le había soltado el rodete y sus cabellos sueltos parecían un estropajo embebido en lágrimas. Corría sin sentido, afónica y torpe. Chocaba con los agentes federales, a los que había aprendido a considerar soldados de Lucifer; ninguno de ellos se prestaría a salvar a su hija. Buscaba a Damián, la única persona que le merecía confianza; ya debía de haber llegado. Pero no lo encontraba ni dentro ni fuera del edificio impregnado de humo negro y gente desesperada. En eso chocó de nariz contra una pared invisible: le pareció reconocer la silueta del abominable Wilson Castro. Se tapó la boca para frenar un aullido de sorpresa y tribulación. En vez de Damián, aparecía Wilson; en vez de un ángel, el demonio. Se apretó la cabeza con ambas manos ante la explosión que sacudió su mente. Era el criminal que le había arrancado a su hija, pero era también quien podía usar un arma para impedir que su marido la sacrificara. Para salvar a Mónica, Evelyn debía tragarse la repugnancia y exigir el auxilio de su enemigo. Se abalanzó sobre Wilson y lo aferró de las orejas. Le gritó que corriese tras ella para salvar a Mónica. Wilson le devolvió una mirada de loco y asintió.
—¡Sí! ¡Llévame! ¡Rápido!
Esquivaron a los agentes que corrían en diversas direcciones y pretendían contener el pánico. Zigzaguearon como un misil teledirigido por pasillos y escaleras. El cenáculo quedaba en el corazón de la fortaleza y su acceso estaba disimulado por tabiques móviles que confundían al más astuto. Evelyn abrió la puerta posterior, por donde ingresaban los fieles.
Les pareció que los succionaba una atmósfera distinta. En la sala octogonal imperaba una misteriosa penumbra con fragancia a mirra, aunque el humo que llenaba de ácido los pulmones ya se filtraba por las cerraduras. En el extremo anterior, hacia donde miraban las butacas dispuestas en semicírculo, parpadeaban candelas sobre un estrado. Wilson, que nunca había visitado aquel recinto, quedó boquiabierto. Un disco de luz se proyectaba sobre el Arca de la Alianza forrada con plumas de pavo real. En la parte superior, convertido en una impresionante ara de sacrificio, yacía Mónica, inmóvil. Era alucinante. Wilson quiso saltar hacia ella.
Bill, envuelto en su túnica, leía en voz alta la Biblia abierta sobre un atril. Recitaba el capítulo XI de Jueces, que narra la epopeya de Jefté.
La sonora irrupción de Evelyn y Wilson apenas turbó a Bill, que detuvo su lectura, les dio la espalda y caminó tranquilo hacia el Arca, la decidida pistola en su mano derecha.
—¡No la toques, hijo de puta! —gritó Wilson desde el fondo del recinto, frenando a duras penas el impulso de agujerearle la frente y llegar hasta Mónica.
Evelyn se arañaba los brazos y susurraba:
—La va a matar, la va a matar.
El reverendo no se alteró. Sabía que su imagen de imperturbabilidad paralizaba.
—No te acerques, cubano. O disparo sobre Mónica. —Era la primera vez que le decía “cubano”; su voz vibró fría y resuelta.
El antiguo afecto se había convertido en odio. Durante décadas se habían esforzado en suponer que se necesitaban. Ahora querían hacerse pedazos.
—Mejor que guardes el arma —se mofó Wilson para distraerlo—. O que la uses para liquidar a tus bestias del campo, que parecen gozar de buena salud.
—No es tu tema. Ocúpate de liberar Cuba —replicó Bill—. ¡Mono fracasado!
—¿Por qué amenazas a mi hija? —reclamó Wilson.
—Ya no es “tu” hija: es “mi” hija.
Wilson se rascó la oreja y replicó con tono cínico:
—¡Vaya novedad! ¿”Tu” hija?
—Por supuesto. Y acabo de recuperarla.
Damián, con la lengua afuera, entró como un cañonazo y enseguida distinguió a Evelyn, que lo abrazó con lágrimas y pavura. Detrás, Pinjás se dejó caer ruidosamente sobre una butaca, se quitó la camisa y se ajustó un torniquete alrededor de la pierna sangrante. Wilson aprovechó la distracción para deslizarse hacia el estrado.
—¡Quieto ahí! —rugió Bill, siempre alerta—. No intentes cambiar la voluntad del Señor, o te convertiré en papilla. —Elevó su cabeza arrogante. —Serás testigo de un milagro. ¡Aleluya!
Pinjás, automáticamente, repitió:
—¡Aleluya!
—No se muevan de sus lugares. —La mirada de Bill se tornó glacial. —Mi pistola apunta al corazón de mi hija. Y dispararé apenas desobedezcan. Incluso si me disparan, tendré fuerzas para disparar también. El milagro se realizará de todas formas. ¡La gloria es del Señor! ¡Aleluya!
—¡Aleluya! —Nuevamente Pinjás actuó de eco.
—¿Qué le hizo a Mónica? —gritó Damián sin soltar a Evelyn, que tiritaba como un animalito a punto de ser descuartizado.
—La anestesié y ahora navega por los desfiladeros del profeta Eliseo. Celebra su ofrenda con el mismo espíritu que la hija de Jefté.
—¡No puede sacrificarla! ¡Usted está loco de remate! —La desgarrada voz de Damián arañó los muros del octaedro, pero suscitó una leve sonrisa en los finos labios de Bill.
—¡Es mi hija y la reclama el Señor!
—Es su hija, es cierto. Por eso debe cuidarla. ¡Protegerla!
—La enviaré a los brazos magnificentes del Señor.
—Use un cordero, como hizo Abraham; Dios prefirió el cordero —insistió Damián, transpirado, disfónico, buscando aterrado la forma de impedir la tragedia—. ¡Cómo va a matar a su propia hija!
—Son los designios del Señor —replicó Bill, solemne—. Fue concebida para culminar una maravilla. La recordará la humanidad como la hija de Bill Hughes, así como recuerda a la hija de Jefté, el gálata. Su sacrificio dará la victoria al ejército del Todopoderoso sobre las malditas huestes del Anticristo. ¡No te muevas de ese lugar, bestia preadámica! —bramó al advertir que Wilson trataba otra vez de avanzar con disimulo—. ¡Esto no es Vietnam ni la Argentina! No pongas obstáculos a las órdenes del Señor.
Wilson retrocedió el dudoso paso que acababa de dar. Evelyn apretó a Damián y le susurró:
—Tienes que hacer algo.
Bill elevó los ojos hacia el cielo raso donde refulgían falsas estrellas y pidió al Altísimo que recibiera a su amada y única hija como recibió a la amada y única hija del devoto Jefté.
Luego bajó los ojos grises, helados, y miró con ternura el rostro dormido de Mónica. Era inminente el milagro cósmico: en las alturas ya rondaban las legiones de ángeles y querubines con las espadas desenfundadas. En menos de lo que canta un gallo los invasores se convertirían en grumos y sus viles fragmentos volarían hacia un castigo eterno. Se encenderían los focos de la gloria por todo el universo. Armagedón se trocaría en el triunfo de la luz.
Wilson decidió que era el momento de dispararle, porque en un par de segundos el crimen seria irreparable.
Retumbó un sonido corto y seco. Ante la sorpresa de Evelyn, Damián y Pinjás, el reverendo abrió la boca con un gesto de sorpresa, su mano armada se elevó sin sentido, giró como la de un borracho que busca un apoyo aéreo y se desplomó lentamente hacia la izquierda. Durante un minuto siguió respirando, pero su tórax se inundó con la sangre que expulsaba su corazón partido y acabó ahogado. Una lenta cuerda roja asomó por su nariz y corrió sobre el bigote, los labios, el desafiante y palidecido mentón.
—¡Nadie se mueva! —amenazó Wilson con rabia, el arma extendida y ansiosa—. ¡Quieto, Damián!... Serán mis rehenes.
—¡Muérete, hijo de puta! —chilló Pinjás mientras hacía certero fuego y se dejaba caer entre los asientos para esquivar la respuesta.
Damián se desprendió de Evelyn, saltó por sobre las butacas y se inclinó sobre Wilson, derribado junto a la pared. Le levantó la cabeza. El frustrado libertador de Cuba daba sus últimas bocanadas, los ojos desorbitados por el asombro.
Los disparos orientaron a los policías, que irrumpieron con sus uniformes negros de humo y las confusas linternas rayando el aire. El octaedro se llenó de la picazón del incendio, que se expandía veloz por el resto del edificio. También entraron bomberos.
Damián trepó hasta el altar instalado sobre el Arca y desató a la anestesiada Mónica, de cuya nariz brotaba aún el olor del cloroformo que Bill la había forzado a inhalar. Evelyn se le puso al lado, llorando desconsoladamente.
Una de las ambulancias que esperaban en el perímetro, rodeadas por carros de policías, recibió al esposado Pinjás. Otra se llevó los cadáveres de Bill y Wilson. Una tercera evacuó a Mónica, de quien ni Evelyn ni Damián accedieron a separarse.
Dos horas más tarde la CNN utilizó la palabra blitzhrieg para explicar los sucesos que habían dado fin a los Héroes del Apocalipsis. En su informe unían el súbito comienzo de las acciones y su trágico final. Pero de inmediato brotaron comentaristas que derramaban datos y opiniones sobre sectas, milicias, racismo y narcotráfico. Uno de ellos —poco interesante para audiencias masivas— apeló a la “moda Shakespeare” para enfatizar la muerte de los principales protagonistas en el final de la última escena.
No he vuelto a utilizar el grabador desde que regresamos a Buenos Aires.
Ayer la organización HIJOS efectuó un multitudinario escrache frente a la casa de Tomás Oviedo. Sus abogados se esmeran en impedir que prosperen las causas que han empezado a estallar en cadena desde que se hizo pública la identidad que enlutó a cientos de familias. Es probable que el escurridizo Abaddón termine encarcelado, pero debido a las actividades ilegales que realizó junto a Wilson, y no por las torturas y los asesinatos que le dieron fama durante la dictadura. De todos modos, se ha terminado su impunidad. Y aunque la justicia tarde en sancionarlo, ya no puede caminar tranquilo por la calle.
En cierta forma se ha saldado la deuda que tenía con mis padres. Ese criminal organizó los allanamientos de nuestra casa, el secuestro y el tormento de papá; el secuestro, las torturas y la muerte de mamá; el asesinato sin juicio previo de mi hermana; en fin, la inclemente destrucción de mi familia. Me siento aliviado, como si hubiese llegado al final de un viaje turbulento. El verdugo es denunciado no sólo por su saña con la familia Lynch, sino por las numerosas injusticias que cometió en su “patriótica” carrera. Paga una cuenta que va más allá de mi intimidad: es una cuenta con la Historia.
Pero junto a ese alivio siguen otras pesadumbres y no cesan de martillarme viejas y nuevas conjeturas. ¿Quiénes fueron en realidad Bill Hughes y Wilson Castro? ¿Fue tan productiva y lógica su larga alianza? ¿Qué generaba su mutua y ambivalente simpatía? ¿Hay delirio en las páginas de Dorothy, o su confesión fue descarnadamente objetiva? También me pregunto, desde luego, si existe la objetividad en temas como el amor, el sexo, los intereses y el miedo. Aún me suena irreal que Bill haya intentado sacrificar a Mónica con la excusa del precedente bíblico. ¿Hasta dónde llegaba su alienación? ¿No habría querido desplegar un show grandioso, como los que solía hacer en Elephant City? En aquellas ocasiones la multitud festejaba sus milagros. Quizás el hombre extrañaba su antiguo poder, y la captura de la fortaleza por parte de los agentes federales desencadenó un deseo absurdo. Muchos deseos son absurdos.
Recuerdo al provocativo Charles Baudelaire. Creo que dijo algo así: “El delito, de cuyo placer se ha teñido el animal humano en el vientre de su madre, es originariamente natural... La virtud, por el contrario, es artificial, sobrenatural”.
Hay un hilo que une las cuentas del poder, la codicia, la represión, las reivindicaciones sangrientas y el fanatismo religioso. Pueden cambiar de aspecto, pero no de esencia. Mónica cumplió el papel de Ariadna, aunque involucrada brutalmente: sin saberlo me condujo al laberinto y allí no descubrí un Minotauro, sino tres. Bill, Wilson y Abaddón conforman una advertencia sobre peligros manifiestos o latentes. Son individuos dispuestos a provocar catástrofes si ello conviene a sus objetivos. Ponen por encima del respeto al semejante su corona de “misión”. No ven, ni les importan las contradicciones entre el mal que desencadenan y el presunto bien que exige su trastorno ególatra. En términos simples podría decirse que tienen sangre de delincuentes. Están en todas partes, caminan a nuestro lado. Y no debemos dejarlos ascender.
Necesito metabolizar tantas preguntas, vivencias, asombro. Debo darme tiempo. He tragado cascotes.