CAPÍTULO 8
El Cavendish
Maxwell había conseguido ganarse una excelente reputación como físico experimental, aunque algo excéntrico por su «extraña» teoría electromagnética, que muy pocos entendían. Fue entonces cuando le ofrecieron ser el director de un nuevo centro de investigación que se iba a construir en Cambridge, el laboratorio Cavendish, que estaba llamado a convertirse en luminaria de las ciencias físicas.
En el verano de 1865, Maxwell estuvo de nuevo a punto de morir a causa de un golpe con una rama mientras montaba a caballo y la herida subsiguiente se infectó. Por suerte, tras un mes de cuidados de Katherine, James se recuperó por completo. Ese mismo año dimitía de su puesto de profesor en el King’s College, abandonaba Londres y regresaba a su Escocia natal.
Los siguientes seis años vivió en Glenlair, trabajando en su teoría de la electricidad y ocasionalmente viajando a Londres y Cambridge, al tiempo que se ocupaba de los asuntos de su vecindad, como conseguir un sueldo digno para el párroco del pueblo de Corsock o manteniendo con su propio dinero la escuela de la cercana Merkland, que el consejo escolar del distrito quería cerrar. También cumplió los deseos de su padre de construir una hacienda apropiada que por culpa de la escasez de fondos no pudo finalizar:
[Mi padre] quiso construir su casa a la escala apropiada, la que creía que necesitaría en calidad de juez del distrito, de modo que cuando le llegó la muerte solamente había construido una pequeña parte de la misma. Nosotros la completamos después en la medida de lo posible y siempre de acuerdo con sus ideas.
Su vida en Glenlair no fue un retiro. Allí publicó el libro The Theory of Heat, dieciséis artículos científicos y empezó a preparar su famoso A Treatise on Electricity and Magnetism. La literatura estuvo entre sus entretenimientos, leyendo en voz alta para su mujer las obras de Chaucer, Milton y Shakespeare, al igual que una gran cantidad de tratados teológicos y filosóficos que le ayudaban a fortalecer su fe.
En el verano 1867, los Maxwell prepararon las maletas para hacer un largo viaje por Italia. Una gran aventura que no empezó como habían previsto: a su llegada a Marsella, el barco fue puesto en cuarentena y James dedicó sus esfuerzos a repartir el agua entre los pasajeros y a animar a quien lo necesitara. Ya en Florencia se encontraron con su amigo Lewis Campbell, que era un entusiasta de la música y la arquitectura italianas. James no les profesaba tanta reverencia: a la orquesta vaticana la bautizó como «la banda del Papa». Eso sí, aprendió suficiente italiano como para poder discutir cuestiones científicas con un colega de Pisa.
En Glenlair transcurrían sus vidas, pero no se encerraban en ella: solían acudir a las citas que la British Association for the Advancement of Science convocaba en diferentes lugares del país, pasaban bastantes semanas en Londres y hacían su visita anual a Cambridge: la universidad le había pedido que fuera moderador y luego examinador del Mathematical Tripos. En 1868, su mentor Forbes dejaba vacante su plaza de rector de la Universidad St. Andrews, la más antigua de Escocia, y le invitaron a que la solicitara; Maxwell declinó la oferta para ocupar un puesto para el que creía que no estaba preparado: «lo mío es el trabajo no el gobierno». Curiosamente, esa misma universidad había rechazado para la plaza de profesor de Filosofía Natural a James P. Joule, el físico que demostró la equivalencia entre trabajo y calor. A juicio de un miembro del tribunal, la pequeña deformidad espinal que sufría lo inhabilitaba para el puesto.
En 1871, la Universidad de Cambridge escribió a Maxwell ofreciéndole una plaza de física experimental. El duque de Devonshire había donado una gran suma de dinero para la construcción de un laboratorio de investigación, y si aceptaba tendría la obligación de ponerlo en funcionamiento.
El consejo rector de Cambridge era consciente de la importancia de contratar a un excelente científico experimental. La elección primera y más obvia había sido William Thomson, el científico más renombrado de entonces. Sin embargo, él no quería abandonar su amada Universidad de Glasgow, donde a lo largo de varios años había ido creando un excelente centro de investigación que comenzó como un sencillo laboratorio en una antigua bodega. Entre 1870 y 1872, el Tesoro Público concedió 120 000 libras para la construcción de una nueva universidad en Glasgow, donde el laboratorio de física de Thomson ocupaba un lugar honorífico:
Las grandes ventajas que tengo aquí, en la nueva facultad, dado que cuento con los aparatos y los ayudantes idóneos, así como la gran comodidad de Glasgow para llevar a cabo trabajos mecánicos, consiste en que me ofrece medios que no tendría en ningún otro lugar.
El siguiente en la lista del consejo era el alemán Hermann von Helmholtz. Thomson le escribió cantando las excelencias del futuro centro, pero le habían ofrecido un excelente puesto en Berlín y tampoco aceptó. Maxwell era el tercero en la lista. Seguramente le veían como un científico brillante, aunque algo excéntrico: debía serlo para poder formular semejante teoría electromagnética. Sabían que era un hábil experimentador y había hecho demostraciones con los alumnos, pero no tenía experiencia directa a la hora de dirigir un laboratorio de investigación. James dudó durante un tiempo y al final aceptó. Ahora bien, si después de un año veía que no podía con el trabajo, lo dejaría. En marzo de 1871 fue confirmado oficialmente en su puesto y, una vez más, empaquetó sus cosas. Esta vez para regresar a su Cambridge de juventud.
LA INUTILIDAD DE LOS LABORATORIOS
La creación de un centro dedicado a la experimentación en la muy ilustre ciudad de Cambridge tuvo que sortear la oposición feroz de la élite intelectual de la universidad. Entre ellos se encontraban un antiguo vicerrector, Edward Perowne, y un importante matemático, Isaac Todhunter, que consideraban que «la presencia moral y física del aprendizaje experimental subvertiría el orden establecido de la excelencia matemática y la sumisión del clérigo y el oficinista». A su modo de ver, las matemáticas y el anglicanismo se absorbían mejor en las clases y capillas que en el laboratorio. El mismo Todhunter sostenía en 1873 que las ciencias experimentales eran «mercenarias» y que, a pesar de que «el trato constante con algún profesor ilustre por su capacidad original para la experimentación» pudiera merecer la pena, las pruebas en las ciencias experimentales no servían para nada. Muchos sacaban a pasear la opinión de William Whewell, el que fuera rector del Trinity cuando Maxwell estudiaba allí, cuando afirmaba que la física «no debía ser de la incumbencia de los college». Ese mismo 1873, un año antes de que abriera sus puertas el laboratorio, el venerable college Corpus Christi denunció que las futuras instalaciones en la otra acera de Free School Lañe violaría sus derechos de «antigua luminaria del saber», y reclamó 600 libras como compensación. No tuvo éxito en su denuncia, pues al poco recibió la orden de desestimar toda posible demanda.
El dinero era fundamental y la universidad había conseguido solamente un 30 % de la cantidad necesaria. Fue entonces cuando entró en juego el rector William Cavendish (1808-1891), séptimo duque de Devonshire, ganador del Smith’s Prize y del Second Wrangler, que se ofreció a correr con los gastos pertinentes. Así estaba la situación cuando Maxwell llegó. Stokes, profesor lucasiano de matemáticas, le dijo que «el principal deber del nuevo catedrático será, en primer lugar, asesoramos sobre la construcción del laboratorio de física y museo propuestos». Resulta llamativo que las ciencias universitarias del período Victoriano fueran notablemente partidarias de los museos: «el despliegue razonado de colecciones de especímenes y maquetas era tan predominante en ingeniería y ciencias físicas como en botánica o anatomía», afirma el historiador de la ciencia Simón Schaffer. De hecho, muchas de las iniciativas de la ciencia de mediados del siglo XIX giraban en torno a los museos.
Maxwell se puso manos a la obra. Junto con el físico y vicedecano del Trinity, Coutts Trotter, se impuso la tarea de visitar cuantos edificios y laboratorios fueran necesarios. En abril de 1871 viajó a Edimburgo y a Glasgow para discutir los planes que tenía para Cambridge. En la primera se citó con su amigo Peter Guthrie Tait, quien se avergonzó del «pobre apaño» que él mismo había llevado a cabo en su universidad. Maxwell, que tenía ya sus propias ideas, le explicó cada detalle, como que iba a ser necesario evitar las paredes alisadas y asegurarse de que había madera suficiente para sostener los aparatos atornillados a ellas: tenía en mente ciertos programas experimentales y el edificio debía estar construido en consonancia. La reunión más enjundiosa la tuvo con Thomson, que poseía el mejor laboratorio de todo el Reino Unido. Discutieron largo y tendido cada detalle, por nimio que pareciera.
A finales de marzo, Maxwell trazó un boceto de sus planos en una postal que envió a Thomson: por entonces quería tres salas con aparatos electromagnéticos y gravimétricos de precisión, un despacho privado para los catedráticos, una sala de preparación en la parte posterior de un gran auditorio en el primer piso y espacio para los ensayos con calor y las pruebas ópticas en las buhardillas de la planta alta. Trotter le advirtió del riesgo que se corría si la universidad contrataba un arquitecto de renombre. Maxwell coincidió en su apreciación:
Espero que no sea una figura de Londres […] Por lo que veo, no hay nadie que tenga la más remota idea de lo que hace falta en un laboratorio de física, y la única posibilidad de llevar a cabo la construcción de un edificio de veras práctico parece ser la de encontrar a alguien que sea capaz de aceptar consejos sobre la disposición.
Alguien dijo una vez que los arquitectos no construyen edificios, sino monumentos a su nombre, y Maxwell quería evitar este extremo. El arquitecto elegido fue alguien de la zona y que hasta entonces el único encargo que había recibido de Cambridge era la dirección de ciertas reformas del St. Catherine’s College en 1868: William Fawcett. En noviembre de 1871, Fawcett entregó a Maxwell un plano del edificio que seguía bastante de cerca los bosquejos y planos del físico. Mientras, los críticos seguían en su línea; la revista científica Nature, que se había fundado en 1869, dudaba de que pudiera llegar a la excelencia en la investigación: con suerte, decía, en diez años alcanzaría la calidad de una universidad alemana de provincias.
CAVENDISH, EL SOLITARIO OBSESIVO
Nacido en Niza, hijo de un lord inglés, Henry Cavendish (1731-1810) estudió en la Universidad de Cambridge, pero la abandonó antes de acabar sus estudios por su completa falta de interés hacia las formalidades convencionales. Cavendish tenía un carácter excéntrico y despistado. Vivió toda su vida como un recluso: detestaba la compañía de otros hombres y le aterrorizaba la de las mujeres, hasta tal punto que tenía prohibido a sus sirvientas cruzarse con él por los pasillos. Únicamente se comunicaba con ellas mediante notas escritas. A un personaje tan huraño e introvertido solo le quedan dos salidas: el suicidio o la obsesión compulsiva. A Cavendish le salvó su obsesión por la ciencia, por experimentar. Su devoción era tal que en sus experimentos sobre la electricidad medía la intensidad de la corriente por la gravedad de las descargas que sufría; se usaba a sí mismo como amperímetro.
Todo por la ciencia
Además de sus trabajos sobre la electricidad, Cavendish fue el primero en descomponer el agua en oxígeno e hidrógeno. Acorde a su personalidad, no le importaba en absoluto la fama y apenas se preocupaba por que el resto de los científicos conocieran el resultado de sus investigaciones. Vivía por y para la ciencia en total soledad, esa misma soledad que había asumido como opción de vida. Incluso cuando su salud se quebró, exigió morir como había vivido, solo. Cavendish, de quien se pudieron conocer sus trabajos gracias a los apuntes que dejó, ha pasado a la historia por realizar uno de los experimentos más delicados y concienzudos de la física: medir el valor de la constante de la gravitación universal. Lo hizo cuando tenía cerca de setenta años. Henry quería medir la atracción gravitatoria directa entre dos cuerpos. Para ello suspendió de un hilo una barra de hierro, en cuyos extremos colgó sendas bolitas de plomo. Entonces aproximó dos bolas más grandes, también de plomo, a las dos pequeñas. La forma de hacerlo no fue alineándolas, sino bajo un cierto ángulo que provocase la torsión del hilo que sostenía la barra. Midiendo esta sutil y casi imperceptible torsión, pudo deducir el valor de la fuerza gravitatoria con que se atraían y a partir de ella pudo calcular, por primera vez en la historia, la masa y la densidad de la Tierra.
Ilustración del aparato diseñado por Henry Cavendish para medir la constante de la gravitación universal.
El laboratorio se construyó entre la primavera de 1872 y el otoño de 1873. Justo ese año aparecía la gran obra de Maxwell, los dos volúmenes de A Treatise on Electricity and Magnetism, cuya importancia se encuentra a la altura de los Principia mathematica de Isaac Newton. En unas mil páginas, Maxwell realiza una soberbia síntesis de todo lo que se sabía hasta la fecha sobre el electromagnetismo y expone su particular enfoque, que se convertiría en un ejemplo de lo que se conoce como la teoría clásica de campos.
En él realizó otra predicción sorprendente: que la luz ejerce una presión sobre el entorno. Según sus cálculos, la luz solar empuja la superficie de la Tierra con una fuerza de 7 gramos por hectárea. Comprobada en 1900 por el físico ruso Pyotr Lebedev (1866-1912), ayuda a explicar por qué se sostiene la estructura de una estrella y no colapsa por acción de la gravedad, o por qué la cola de los cometas apunta siempre en dirección contraria al Sol.
El edificio que iba a ser el buque insignia de la física experimental de Cambridge se inauguró con una sonada ceremonia universitaria en junio de 1874. Iba a denominarse laboratorio Devonshire, pero a sugerencia de Maxwell se le mudó el nombre a Cavendish, no solo en honor del duque, sino también por uno de sus antepasados, un excelente físico experimental llamado Henry Cavendish. Ese año, el duque le entregó a James los manuscritos no publicados que contenían los experimentos sobre electricidad realizados por su familiar entre 1771 y 1781, sugiriéndole que podía prepararlos para su publicación. Tras leerlos, Maxwell quedó impresionado por la elegancia, la originalidad y la brillantez de su trabajo. No solo había diseñado los más cuidadosos experimentos que había visto nunca, sino que era el descubridor de muchos fenómenos que hasta entonces se habían atribuido a otros. Por ejemplo, descubrió la ley de Ohm, que relaciona la intensidad de corriente con el voltaje y la resistencia, medio siglo antes que el alemán Georg Simón Ohm. James sintió en lo más profundo que la historia de la ciencia no podía obviar este hecho y los años siguientes dedicó gran parte de su tiempo a preparar la edición del ímprobo trabajo de este impresionante científico experimental de carácter más que peculiar. El libro fue publicado en 1879, pocas semanas antes de la muerte de Maxwell.
ENTRE DOS MUNDOS
El diseño del laboratorio Cavendish revelaba las tensiones que existían entonces entre el gusto por la privacidad, algo tradicional entre los catedráticos, y la nueva función pública de su trabajo como profesores e investigadores. Según comenta el historiador de la ciencia Simón Schaffer:
La puerta de entrada era gótica, como debía ser, y estaba provista de puertas de roble en las que estaban grabados el oportuno salmo y el escudo de armas de la familia Cavendish, además de ostentar una estatua del propio duque de Devonshire sosteniendo una maqueta de laboratorio. La división del trabajo y las marcas de prestigio quedaban claras. La portería y el laboratorio del profesorado, en la primera planta, eran debidamente distinguidos. El aula de magnetismo ocupaba el extremo oriental de la planta baja, un lugar de honor, con estantes de base sólida y un espacio relativamente amplio para el equipo auxiliar.
Maxwell cedió sus instrumentos y diseñó otros tantos. En los primeros años era tradicional que los recién llegados empezaran a trabajar en el magnetómetro de Kew porque «permitía realizar prácticas no solo en la lectura de escalas y en la realización de ajustes, sino también en las observaciones temporales, contando el tictac de un reloj mientras se observaba el imán vibrante». Evidentemente, los recursos más amplios se destinaron a las nuevas materias que habían sido incluidas en el Tripos: calor y magnetismo en la planta baja y electricidad en una gran sala abuhardillada.
«El libro no es un atlas, sino el informe de un explorador».
— COMENTARIO DEL INGENIERO ELÉCTRICO BASIL MAHON SOBRE LA OBRA DE MAXWELL. A TREATISE ON ELECTRICITY AND MAGNETISM (1873).
El programa de investigación estaba claro con el diseño de Maxwell. Uno de los temas que más le preocupaba era la medición precisa de las constantes físicas fundamentales, algo que necesitaban imperiosamente campos como la electricidad y el magnetismo. Por ejemplo, la mencionada ley de Ohm había sido comprobada, pero no se sabía si la resistencia de un trozo de cable era una cantidad fija o variaba en función de la intensidad de corriente, como se sabía que hacía con la temperatura. Definir de manera correcta la unidad de resistencia eléctrica, el ohmio, fue uno de los principales objetivos del Cavendish. No era para menos, pues el desarrollo de la telegrafía dependía fuertemente de tener bien definidas tanto las unidades como las leyes en las que se basaban.
En esencia, las obligaciones de Maxwell en Cambridge eran dos: enseñar electricidad, magnetismo y calor para el Mathematical Tripos y diseñar y dirigir las líneas de investigación del laboratorio. Su objetivo era atraer a los estudiantes de matemáticas hacia la física experimental.
A los jóvenes estudiantes que entraban en el laboratorio les dejaba investigar lo que quisieran. Era la norma que él había seguido durante su vida; nunca sugirió ningún tema a no ser que se lo preguntaran. Su trabajo como director y su valía humana hicieron que se ganara el aprecio de cuantos le conocieron tanto dentro como fuera del laboratorio; si como profesor no fue especialmente brillante debido a su dificultad para hablar en público, como guía en el mundo de la ciencia experimental fue un importante puntal de apoyo.
Por supuesto, cometió sus errores. Uno de ellos, y principal, fue suponer que la pasión que él tenía por el conocimiento estaba presente en todos los que trabajaban con él. Arthur Schuster (1851-1934), un físico que hizo importantes trabajos en espectroscopia y que conocía de primera mano la forma de trabajar tanto en Cambridge como en Berlín, comentó los problemas que él creía que tenía el Cavendish a quien fue escogido como director tras la muerte de Maxwell, John William Strutt, tercer barón de Rayleigh: no había posibilidad de realizar experimentos de primera fila que fueran simultáneos y de signo contrario, el trabajo de aula no estaba relacionado con el que se llevaba a cabo en el laboratorio, no existía una supervisión del trabajo del alumnado y, sobre todo:
[…] incluso un hombre bueno es un ser completamente indefenso la primera vez que entra en un laboratorio. No tiene ni idea del tiempo que lleva concebir y poner a punto los detalles para la experimentación, ni cómo las dificultades imprevistas con frecuencia pueden postergar la investigación principal hasta casi eclipsarla.
Lo que señalaba con acierto Schuster era que existía una diferencia sustancial entre el trabajo en un laboratorio privado y el de un centro dedicado por completo a la investigación. El problema es que Maxwell había hecho prácticamente todas sus investigaciones en lugares como el primero: en su taller en Glenlair y en el laboratorio de Forbes en Edimburgo aprendió las técnicas necesarias; sus experimentos cruciales de electromagnetismo, color y viscosidad de los gases los hizo en el taller de ingeniería de los sótanos del King’s College, en su desván de Kensington y en los que habían montado en sus casas los expertos en electromagnetismo en Londres…
ENFERMEDAD Y MUERTE
El matrimonio Maxwell vivía cómodamente instalado en Scroope Terrece. Cualquiera que conociera a James y visitara su casa se percataría de que en su interior faltaba algo que siempre había estado presente: un laboratorio. No lo necesitaba.
Al poco tiempo de llegar, la salud de Katherine empeoró y James dedicó gran parte de su tiempo a cuidarla. Muy poco se sabe de su carácter, aunque la idea más extendida es que se trataba de una mujer «difícil». Su prima, Jemima Blackbum, la tildó de «ni bonita, ni sana, ni agradable» y de «naturaleza suspicaz y celosa». Algunos autores ponen en duda que estas palabras reflejen realmente una opinión objetiva de Jemima, pero de lo que no hay duda es que el matrimonio sentía devoción el uno por el otro y James siempre puso el bienestar de su mujer por delante del suyo propio.
Su nueva situación como director del Cavendish no hizo que abandonara Glenlair; pasaban cuatro meses al año en sus tierras, donde disfrutaba de la vida del campo que tanto le gustaba. Maxwell se encontraba en la cima de la madurez, tanto humana como intelectual. Aunque pronto las cosas iban a empeorar.
En la primavera de 1877 empezó a sufrir de acidez de estómago crónica. El bicarbonato sódico aliviaba los síntomas y durante el año y medio siguiente continuó con su labor habitual: dirigir el Cavendish, dar sus clases y escribir artículos y libros, entre otros una pequeña joya titulada «Matter and Motion», que resulta ser una excelente introducción a la mecánica donde, con el uso de un mínimo de matemáticas, explica los conceptos y leyes de esta disciplina de la física.
Como de costumbre, en junio el matrimonio regresó a Glenlair; en septiembre, James empezó a tener fuertes dolores. Estaba previsto que acudiera de visita uno de los primeros científicos que contrató, William Gamett, que le había impresionado con sus respuestas en el Tripos. Su mujer le dijo que podían escribirle para cancelarla, pero él se negó. Cuando el matrimonio Gamett llegó, se encontraron con un Maxwell muy desmejorado, pero aún con fuerzas para dirigir el rezo vespertino o cuidar con mimo a sus invitados.
Maxwell recordó la enfermedad de su madre y empezó a sospechar que le estuviera pasando lo mismo. El 2 de octubre le diagnosticaron que sufría un cáncer abdominal y que le quedaba, a lo sumo, un mes de vida. Le recomendaron regresar a Cambridge, donde el doctor Paget le podría administrar medicamentos que hicieran más llevadero el dolor. El 8 de octubre llegó a estar tan débil que casi no pudo andar desde el vagón al carruaje. Su médico en Glenlair, el doctor Lorraine, escribió a Paget un informe en el que, además de explicarle la situación, añadió:
Debo decir que es uno de los mejores hombres que he conocido, y además del gran mérito que tienen sus logros científicos es un ser que, hasta donde puede discernir el juicio humano, es el ejemplo más perfecto de un caballero cristiano.
James Clerk Maxwell murió el 5 de noviembre de 1879. El funeral se celebró al domingo siguiente en St. Mary’s Church, y tras una ceremonia en la capilla del Trinity College fue llevado a Glenlair para ser enterrado en el cementerio de la parroquia de Parton, junto a su padre y a su madre. Su mujer Katherine murió siete años más tarde.
La biblioteca personal de Maxwell fue cedida al laboratorio Cavendish junto con 6000 libras para la creación de una fellowship de física. Su mansión en Glenlair sufrió dos incendios devastadores, uno en 1899 y otro en 1929, que la destruyeron completamente. En 1993, la parte más antigua fue reconstruida por el nuevo propietario. Aún hoy, desde un camino que sale de la carretera que une Dalbeattie con Corsock, pueden verse las chimeneas y los gabletes de la casa que un día cobijara a una de las mentes más portentosas del siglo XIX.