CAPÍTULO 2

La teoría de la elasticidad

El siglo XIX fue hijo de la Revolución industrial y con él nacieron el liberalismo, el marxismo y el capitalismo industrial. Inglaterra se vio disparada a la cima de la economía durante la segunda mitad del siglo XVIII, mientras que la Europa continental tendría que esperar varias décadas a su industrialización. Sin embargo, estamos hablando de tecnología no de ciencia, que era considerada más o menos un pasatiempo de nobles y diletantes. Esta era la sociedad en la que Maxwell iba a intentar encontrar un lugar.

La Revolución industrial convirtió lo que era una sociedad rural en otra eminentemente urbana. La máquina de vapor drenó pantanos y marismas, abrió rutas por tierra y mar y las máquinas empezaron a sustituir la mano del hombre, comenzando por la industria textil, siguiendo por las minas y acabando en toda actividad económica. Y todo a causa de un escocés, James Watt.

Corría el año 1765. Hacía ocho años que James Watt (1736-1819), un melancólico e infatigable ingeniero nacido en la pequeña ciudad de Greenock, trabajaba en el taller de reparaciones de la Universidad de Glasgow. Había regresado a su Escocia natal tras renunciar a su anterior empleo en el taller de un constructor de instrumental científico en Londres. En la sala de reparaciones descansaba un modelo a escala de la máquina de vapor ideada por un quincallero sin estudios llamado Thomas Newcomen, utilizada por los miembros del Departamento de Filosofía de la Naturaleza en sus demostraciones. Frente a ella, Watt meditó sobre el modo de mejorar su rendimiento, y lo consiguió.

Una vez diseñada, el siguiente paso fue lanzar su máquina al mercado. Watt necesitaba encontrar un socio capitalista, y lo encontró en la figura del rico, jovial y hospitalario Matthew Boulton. Era propietario de una manufactura de seiscientos artesanos en Soho, Birmingham, dedicada a fabricar botones, mangos de espadas, hebillas de zapatos, cadenas de relojes y un amplio surtido de bisutería. Convencido del tremendo potencial de la máquina, le prestó el dinero necesario para construirla. Para convertir su idea en realidad, Watt tuvo que hacer uso de los recursos de la creciente industria metalúrgica de la zona, en particular las increíblemente precisas máquinas de taladrar del magnate del hierro John Wilkinson.

En 1769, Watt patentaba la primera máquina de vapor realmente eficaz. En lugar de venderla, Boulton convenció a su socio inventor para que arrendara las unidades a sus clientes potenciales, las minas de carbón, que las querían para achicar el agua del interior de los túneles. Únicamente pedirían como pago la tercera parte del dinero que la empresa se ahorrase en combustible durante los tres primeros años.

De este modo tan original, ambos escoceses se hicieron millonarios en poco tiempo, cantidades que se multiplicaron cuando uno de los ayudantes de Watt, William Murdock, desarrolló una transmisión que convertía el movimiento de arriba-abajo de la bomba de agua en un movimiento circular: era el engranaje sol-planeta.

Con la nueva transmisión, lo que iba a ser una bomba extractora de agua se convirtió en la revolucionaria máquina que cambió el aspecto del planeta. Hacia 1795, Watt la había instalado en prácticamente todos los procesos manufactureros de Inglaterra.

La fábrica de Birmingham se erigió en la mensajera de una nueva era, y no solo por culpa de la máquina de vapor. Dos silenciosas pero profundas transformaciones nacieron allí. Una de la mano de Watt; la otra, de la de Murdock. Watt introdujo ingeniosos cambios en la construcción de sus motores con el objeto de maximizar el ritmo de producción. Los diferentes trabajos fueron divididos en otros más específicos —con operarios dedicados exclusivamente a ellos—: acababa de aparecer la cadena de montaje. A su vez, Murdock convirtió las oscuras noches inglesas en días luminosos. Fue el primero en hacer del alumbrado de gas una empresa económica y tecnológicamente viable. En 1792, introdujo el primer uso comercial del carbón para alumbrado en Inglaterra y hacia 1802 instaló quemadores de gas en una fábrica de Watt a las afueras de Manchester.

DISIDENTES

La Revolución industrial debió muy poco a la ciencia, aunque los hombres que la dirigieron estaban completamente imbuidos en el espíritu científico. El valor útil de la ciencia fue muy bien comprendido por los industriales del norte de Inglaterra, y descubrieron que la razón por la cual no había tenido éxito en el pasado era porque quienes la cultivaron no habían sido hombres prácticos. Las viejas universidades, anquilosadas en su propia tradición, no servían para divulgar esta nueva visión. El único lugar donde encontró un lugar de enseñanza fue en las academias disidentes y, contradiciendo la norma, las universidades escocesas. Durante todo el siglo XVIII, ambas instituciones impartieron la mejor formación científica del mundo.

El poder tecnológico inglés se encontraba en manos de los herederos de los perseguidos por el Gobierno, aunque vivían cómodamente instalados jugando con las reglas sociales de la rígida y cínica moral inglesa. Sin embargo, en el continente, y particularmente en Francia, las aguas andaban algo revueltas. Si Inglaterra fue el seno de una revolución técnica, Francia se convirtió en la cuna de un nuevo orden político. En los últimos días de la monarquía francesa, cuando aires revolucionarios empezaban a soplar por París, los científicos estaban plenamente imbuidos en ese espíritu de progreso y cambio que se avecinaba. La gran Enciclopedia de las artes, las ciencias y los oficios de Diderot y D’Alembert era la biblia del nuevo liberalismo unido al librepensamiento, la ciencia, la industria y el laissez-faire.

La Revolución francesa concedió a los científicos la oportunidad que aguardaban. Eran los tiempos de la razón, y en la destrucción de los últimos vestigios feudales la ciencia desempeñó un papel director.

En la construcción de la nueva sociedad, los científicos cargaron sobre sus hombros el cambio de la obsoleta maquinaria del Estado y de la educación. Su primera medida fue la reforma de las unidades de pesos y medidas con la implantación del sistema métrico decimal en 1799. La tarea fue ardua y difícil, como bien queda atestiguada por la persistencia de los antiguos sistemas de medida en los países en los que no penetraron las ideas de la revolución. Su segunda gran tarea fue la reforma de la educación. Siguiendo el estilo de las escuelas disidentes y las universidades escocesas, fundaron la École Normale Supérieure, la École de Médecine y la École Polytechnique, faro y guía de lo que acabaría por ser la enseñanza científica y los institutos de investigación siglos después.

El científico aficionado, con el laboratorio de investigación instalado en su propia casa, se tornó en el científico asalariado que investigaba y enseñaba. La nueva educación abrió las puertas a jóvenes de todas las capas sociales para que las mejores mentes, viniesen de donde viniesen, se dedicaran a la ciencia. La llegada de Napoleón al poder no cambió este estado de cosas. El emperador mantuvo e impulsó la ciencia. Es más, las guerras napoleónicas sirvieron para que la ciencia francesa alcanzara una superioridad que perduró durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX. El bloqueo británico, por ejemplo, se sintió con especial intensidad en el abastecimiento de sosa y azúcar, lo que obligó a la industria química a explorar nuevos caminos. Consecuencia: Francia dominó la investigación química en Europa durante más de treinta años.

UN MUNDO SUCIO

James Beaumont

El inventor escocés James Beaumont Neilson (1792-1865).

La hulla fue el combustible de la Revolución industrial. Nada podía funcionar sin ella. Conocida de antiguo, se inició su extracción masiva en el siglo XVIII, a partir de la invención de la máquina de vapor. Así, de 30 millones de toneladas de producción mundial de hulla en 1820 se pasó a 125 millones en 1860 y 340 millones en 1880. El gas necesario para el alumbrado provenía de la destilación de la hulla, que extraía la mayor parte de los compuestos volátiles atrapados en su interior y la convertía en coque. La amarillenta llama del gas de hulla iluminó las calles de Londres en 1812, permitió conciertos vespertinos en el Brighton Pavilion a partir de 1821 y leer el periódico en los hogares en 1829. Pero la nueva iluminación también tuvo sus detractores. La industria ballenera inglesa veía peligrar su supervivencia, pues el aceite de los cetáceos era el principal comburente de las lámparas de gas. Sin necesidad de aceite no eran necesarias más capturas, lo que implicaba menos marineros experimentados, y Gran Bretaña los necesitaba para su Armada debido a la guerra con Francia. En 1824, el gerente escocés de un alto horno, James Beaumont Neilson, patentaba una idea para quemar con mayor eficiencia el carbón en el horno. Si se hacía pasar el aire frío usado para avivar las llamas de la caldera por una tubería al rojo, calentándolo a 300 °C, la eficiencia del horno aumentaba de tal forma que, con la misma cantidad de hulla, se producía tres veces más hierro. Once años después, todas las herrerías escocesas habían adoptado la técnica de Neilson y convertían a su país en uno de los más industrializados del mundo.

Nuevos productos

La destilación de la hulla también tenía sus inconvenientes. El principal era un residuo negro, maloliente y fangoso generado durante el proceso: el alquitrán. Completamente inútil, las destilerías lo arrojaban al río o estanque más próximo. A mediados del siglo XIX, el Támesis estaba tan contaminado que el Parlamento tuvo que cerrar sus puertas a causa del hedor. El problema era grave. No podía dejar de producirse el gas necesario para el alumbrado y no se podía seguir envenenando el agua. Un grupo de químicos alemanes encontró la solución: destilar también el alquitrán. Gracias a ello se obtuvo un cierto número de productos útiles, como el queroseno para las lámparas de aceite, tintes sintéticos, antisépticos y la aspirina —más concretamente el fenol, de donde se podía obtener fácilmente y con un gasto mínimo el ácido acetilsalicílico—.

SELECCIÓN SOCIAL

Mientras la Revolución triunfaba en París, en Londres se producía una contracorriente desesperada de apego a las viejas instituciones sociales que, sin dificultar la marcha de la ciencia, la ralentizó. El único esfuerzo científico análogo al iniciado en el continente se encuentra en la fundación de la Royal Institution en 1799. Su creación se debió al empeño de Benjamin Thompson (1753-1814), conde de Rumford. Maestro de escuela, Thompson fue uno de los primeros colonos norteamericanos y teniente coronel de la armada inglesa.

A Thomson no le costó mucho tiempo descubrir que el triunfo de la Revolución industrial dependía de un nuevo tipo de ingeniero, más asentado en los conocimientos científicos y menos en la tradición ciega. Persuadió a las fortunas inglesas para que donaran el dinero necesario y así fundar una institución, patrocinada por la Corona, que, en sus propias palabras:

[…] difundiera el conocimiento y facilitara la instrucción general en los inventos mecánicos corrientes, la enseñanza filosófica y los experimentos y aplicaciones de la ciencia en los objetos comunes de la vida.

Poco duró el sueño de Thompson. El primer director de la Royal Institution, Humphry Davy (1778-1829), fue el científico más extravagante de aquellos días, aficionado a la ostentación y la buena vida. Miembro de la Royal Society, armado caballero en 1812 y poseedor de la Legión de Honor impuesta por el mismísimo Napoleón en reconocimiento a sus trabajos sobre galvanismo y electroquímica —se le puede considerar el padre de esta disciplina—, en su discurso inaugural de 1802, Davy, a la sazón con veintitrés años, expresó perfectamente el sentir de la época:

La desigual división de la propiedad y del trabajo, y la diferencia de rango y condición en el género humano son las fuentes del poder en la vida civilizada, sus causas motoras e, incluso, su auténtica alma.

Davy hacía suya cierta tendencia entre los científicos —pertenecientes en su mayor parte a la burguesía— de la diferente gradación intelectual de los seres humanos en función de su raza y extracción social. Con esta visión tan conservadora, no es de extrañar que la Royal Institution se convirtiera en un centro conformista destinado al solaz y la complacencia de la clase media alta. Quizá la prueba más palpable de ello fue la clausura de la puerta trasera, por donde cualquiera podía entrar a las sesiones sin ser visto. Había que conseguir una concurrencia más selecta. A pesar de tales impedimentos, en este ambiente fue donde prosperó el único laboratorio subvencionado y donde se realizaron la mayoría de los descubrimientos de la época. Y aunque su labor de enseñanza se limitaba a conferencias públicas, estas atrajeron la atención de un joven aprendiz de encuadernador llamado Michael Faraday, el científico experimental que más tarde dominaría la institución durante más de cuarenta años. Por desgracia, no había puestos para los cientos de potenciales Faradays que hubieran podido beneficiarse de su laboratorio. Inglaterra perdió así un gran número de excelentes cerebros.

«La importancia de Maxwell en la historia del pensamiento científico es comparable a la de Einstein (quien se inspiró en él) y a la de Newton (cuya influencia él redujo)».

— IVAN TOLSTOY, BIÓGRAFO DE MAXWELL, EN JAMES CLERK MAXWELL, A BIOGRAPHY (1983).

Por todo ello, en la Gran Bretaña de mediados del siglo XIX no se usaba la palabra «científico». Los físicos y químicos se llamaban a sí mismos «filósofos naturales», y los biólogos, «historiadores naturales». Pocos eran los que trabajaban profesionalmente en la ciencia y muchos de los que investigaban eran diletantes, caballeros de la clase acomodada con ingresos suficientes para poder dedicar su tiempo a lo que más les gustaba. Otros eran clérigos, médicos, abogados u hombres de negocios que tenían la ciencia como su hobby; este era el caso del padre de James. Las posibilidades de ganarse la vida en un puesto en una universidad, un observatorio o en lugares como la Royal Institution eran muy complicadas: había pocas plazas y raramente quedaban vacantes porque sus titulares solían quedarse en ellas de por vida. Así que las pocas veces que una quedaba libre, la pelea por ella era muy dura y no podía esperarse llevar una vida regalada, pues la paga era bastante baja. Al contrario de lo que estaba sucediendo en Francia, la institucionalización de la profesión del científico no era una idea que tuviera muchos adeptos. En la Inglaterra de Maxwell, a la ciencia se la consideraba interesante, pero no útil. Quizá por ello el historiador Charles Gillispie dijera que el modelo de ciencia en Francia y en Gran Bretaña podía describirse como el del funcionario y el del voluntario.

Una de las razones de este papel segundón de la ciencia se encuentra en que los grandes avances en la industria y el transporte tuvieron su origen en la mente de ingenieros con poca o nula preparación académica: James Watt era el que arreglaba los instrumentos que se estropeaban en la Universidad de Glasgow; George Stephenson, el inventor de la locomotora, fue analfabeto hasta los dieciocho años; y algo tan fundamental para la navegación como es determinar con precisión la longitud de un barco en el mar, no lo resolvió ningún astrónomo, sino un relojero sin estudios llamado John Harrison. ¿Para qué servía entonces la universidad? Solo algunos brillantes científicos, como Charles Wheatstone o William Thomson, habían inventado algunos ingeniosos dispositivos para el recién llegado mundo de la telegrafía. De hecho, esta fue una empresa económicamente rentable gracias a los esfuerzos del oficial del ejército William F. Cook y de Wheatstone —profesor del King’s College de Londres— en 1837. Pero no apagó el sentir unánime de que la ciencia era un magnífico hobby para un caballero, pero una profesión muy poco conveniente. Nadie se daba cuenta de que la industria realmente iba a empezar a conocer los beneficios de la especialización científica cuando la universidad empezara a producirla, como efectivamente así ocurrió. Este era el mundo con el que James Clerk Maxwell iba a lidiar.

CAÍDA Y ASCENSO

Los disidentes aparecieron en 1660, al extinguirse la llama del cambio social y político iniciado por Cromwell al vencer en la guerra civil inglesa. Restaurada la monarquía, la nueva legislación obligó a todas las iglesias protestantes —valedoras de Cromwell— a admitir su derrota y jurar lealtad a la monarquía y a la Iglesia anglicana. Aquellos que no aceptaron este juramento fueron llamados disidentes y sus vidas se convirtieron en casi un infierno. El Parlamento promulgó una serie de leyes, condensadas más tarde en el Código de Clarendon, donde se privaba a los disidentes de cualquier derecho a trabajar para el Gobierno o la Iglesia y de organizar reuniones. Los funcionarios municipales debían ser anglicanos y ningún ministro podría cambiar nada de lo establecido por la Iglesia. A consecuencia de este código, más de un millar de ministros fueron expulsados de sus parroquias. En 1664 se aprobó otra ley con la que se prohibía cualquier reunión religiosa de más de cinco personas que no fuera de la Iglesia Anglicana. El castigo era la deportación a colonias, excepto a la puritana Nueva Inglaterra, donde probablemente los disidentes serían recibidos con los brazos abiertos. Profesores y clérigos disidentes tenían prohibido acercarse a menos de ocho kilómetros de un municipio.

Centros de sabiduría

Las condiciones de vida eran tan duras que muchos emigraron a América o a Holanda. A los que se quedaron, el Gobierno solo les había dejado un camino libre: dedicarse al comercio y la industria. Por eso, no es extraño que a principios del siglo XVIII la mayoría de las industrias se encontrasen en manos de disidentes y que la persecución implacable a la que estaban sometidos les convirtiera en librepensadores. Sus academias, inicialmente concebidas para aquellos que quisieran vestir los hábitos, se reconvirtieron en centros donde se enseñaba ciencia, ingeniería y finanzas. Fueron quienes estudiaron en sus aulas los que dirigieron los caminos de la técnica inglesa.

Rosa de los vientos

La rosa de los vientos es la base del emblema de la Comunión Anglicana, que recuerda la dispersión de la comunidad anglicana por todo el mundo. El de la fotografía se encuentra en el suelo de la catedral de Canterbury.

PREPARACIÓN ACADÉMICA

Por suerte, el joven James aún no tenía que tomar una decisión. Su siguiente paso fue matricularse en la Universidad de Edimburgo para estudiar matemáticas bajo la guía de Philip Kelland —el profesor que dio el visto bueno a su primer trabajo científico—, filosofía natural con James Forbes y lógica con el metafísico William Hamilton, cuya contribución a la filosofía ha sido escasa, pero su labor como profesor fue extraordinaria, al estimular un sano escepticismo en sus alumnos. Así que, con dieciséis años, ingresó en la universidad con su cerebro suspirando por la ciencia y las matemáticas, pero dispuesto a estudiar leyes porque su corazón le urgía complacer a su padre.

Las universidades escocesas llevaban con orgullo haber sido parte fundamental de la Revolución industrial y anunciaban al mundo que su formación era capaz de hacer de cualquier joven un gran emprendedor, capaz de enfrentarse a todos los retos que pudiera tener en cualquier empleo. James estaba especialmente interesado en las clases de filosofía —entonces se llamaba «filosofía mental»— de Hamilton, un profesor de gran carisma y en quien Maxwell descubrió que a veces la respuesta a algunas preguntas llega como cuestiones aún más profundas. La influencia de Hamilton fue profunda y decisiva: compartía la postura de su profesor al ridiculizar todos los intentos de demostrar la existencia de Dios, sosteniendo que el conocimiento y la lógica, a pesar de ser herramientas insustituibles para investigar el universo, eran inútiles a la hora de encontrar la causa que lo originó. Sin embargo, Maxwell estaba totalmente convencido de que su maestro se equivocaba cuando minusvaloraba las matemáticas. Esto era así porque Hamilton aceptaba gran parte de la postura de la corriente intelectual llamada «del sentido común», que rechazaba cualquier método que no procediera directamente de datos observados: para los seguidores de dicha corriente, el progreso científico se producía por la simple acumulación de resultados experimentales. Por otro lado, también compartía la idea de Kant de que todo conocimiento es relativo: no sabemos nada de las cosas en sí mismas si no por su relación con las demás. Esta idea permeó en el pensamiento científico de Maxwell, como él mismo puso de manifiesto en un ejercicio que realizó para su profesor:

La única cosa que se puede percibir directamente por los sentidos es la fuerza, que podemos reducir a luz, calor, electricidad, sonido y todas las otras cosas que podemos percibir por los sentidos.

Maxwell mantuvo esa postura toda su vida, de manera que dos décadas más tarde corrigió en el borrador del libro Treatise on Natural Philosophy de sus amigos Thomson y Tait el concepto de masa, diciendo que «los sentidos nunca perciben la materia».

Las lecciones de Hamilton definieron la forma en que Maxwell enfocaría sus investigaciones. Así, su teoría electromagnética personifica la idea de que las cosas que podemos medir directamente, como la fuerza que ejerce un hilo conductor sobre una aguja imantada, es la expresión de un proceso más profundo que está más allá de nuestra capacidad de visualización; en este caso, la intensidad del campo electromagnético.

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FOTO SUPERIOR: Grabado del taller de James Watt. El matemático e ingeniero escocés ayudó en el desarrollo de la máquina de vapor fundamental en la Revolución industrial.

FOTO INFERIOR IZQUIERDA: Estatua de Maxwell en George Street, Edimburgo. Con tan solo dieciséis años, el físico escocés se matriculó en la universidad de dicha ciudad.

FOTO INFERIOR DERECHA: Retrato de James Watt, por Carl Frederik von Breda en 1792.

EL EXPERIMENTADOR

James no era solo un pensador; también gustaba de la experimentación, y nada mejor para contrarrestar las clases de filosofía de Hamilton que las del amigo de su padre, James Forbes (1809-1868). El joven Maxwell pasaba horas y horas en el laboratorio de su profesor, que le había dado permiso para desarrollar todo tipo de experimentos. De este modo, aprendió el manejo de los diferentes aparatos y construyó los que necesitaba. La experiencia le pareció tan provechosa que años más tarde, cuando fue nombrado director del laboratorio Cavendish en Cambridge, siempre dejó que sus estudiantes hicieran sus propios experimentos y nunca dijo a nadie qué investigación hacer salvo que se lo preguntaran.

Forbes también le ayudó a pulir su estilo de escribir hasta el punto que su prosa acabó siendo tan inconfundible como lo son los cuadros de Gauguin o las partituras de Mozart. Según comenta el ingeniero Basil Mahon en su biografía sobre Maxwell:

[…] tenía un tono autorizado pero fresco e informal; las ecuaciones surgían naturalmente de sus argumentos. Los conceptos aparecen en lugares tan sutiles y originales que los estudiosos aún se preguntan qué quería decir exactamente.

Forbes era un experimentado escalador y había pasado muchas temporadas en los Alpes; es posible que de ahí naciera su pasión por las ciencias de la Tierra, que transmitía a sus alumnos. Inventor del sismógrafo, fue la primera persona que hizo un estudio serio sobre el flujo del hielo en los glaciares. Todo lo que hacía o decía era cuidadosamente asimilado por Maxwell, al que enseñó a ser disciplinado en la toma de datos y en el diseño de experimentos. Cuando murió el 21 de diciembre de 1868, Maxwell dijo que «amaba a James Forbes».

Maxwell asistía a las clases de matemáticas de Philip Kelland y a las de química de un tal profesor Gregory, que dictaba sus clases magistrales sin pisar el laboratorio, cuyas prácticas las dejaba para horario extraacadémico a cargo de quien llamaba «Kemp el Práctico». Por su parte, el señor Kemp era propenso a describir los procedimientos que Gregory enseñaba en sus clases como «inútiles y perjudiciales, inventados por los químicos que quieren hacer algo». De estas decepcionantes clases, James extrajo una lección que llevaría consigo siempre: el trabajo de laboratorio no solo era esencial para desarrollar una buena enseñanza de las ciencias, sino que debía formar parte de la propia clase y no ser algo extraordinario.

«Nunca he disuadido a nadie de empezar un experimento; si no encuentra lo que busca, puede hallar alguna otra cosa».

— MAXWELL, EN REFERENCIA A LA LIBERTAD QUE DABA A LOS ESTUDIANTES DEL LABORATORIO CAVENDISH AL REALIZAR SUS EXPERIMENTOS.

La mente inquieta de James no podía alimentarse solo de las clases de la universidad. Su formación intelectual también llegó de sus lecturas de los clásicos, como la Óptica de Newton, Cálculo diferencial de Cauchy, Tratado de mecánica de Poisson o Teoría analítica del calor de Fourier; estaba tan entusiasmado con este último libro que gastó la importante suma de 25 chelines para tener su propio ejemplar. La lectura ocupaba una fracción importante de su tiempo, que llenaba no solo con textos científicos sino también filosóficos, como el Leviatán de Hobbes o la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith; tampoco dejó a un lado el latín o el griego. Además, y solo para entretenerse, leía novelas y poesía.

Su inquietud científica le llevó a construir un pequeño laboratorio encima del edificio que su padre había utilizado para el lavado y planchado de la ropa de los miembros de la granja. Allí pasaba las horas durante las largas vacaciones de las universidades escocesas, que comenzaban a finales de abril y se prolongaban hasta principios de noviembre. De este modo, los estudiantes podían ayudar en la época más dura de la agricultura, las estaciones de primavera y verano. Maxwell definió su laboratorio como sigue:

Tengo una puerta vieja sujeta por dos barriles y dos sillas, de las cuales una es segura, y un tragaluz que puedo abrir y cerrar.

Sobre la puerta, o mesa, hay muchos cuencos, jarros, platos, botes… que contienen agua, sal, soda, ácido sulfúrico, vitriolo azul, grafito; también cristal roto, hierro, hilo de cobre, cera de abeja, cera para sellar, pizarra, resina, carbón vegetal, una lente, un aparato galvánico de Smee [un kit eléctrico de entonces que incluía una batería], y una variedad incontable de pequeños escarabajos, arañas y cochinillas que caen en los diferentes líquidos y mueren envenenados.

Si la práctica lo es todo, James estaba aprendiendo a pasos agigantados con sus experimentos sobre todo lo imaginable y preparándose para lo que estaba por llegar. Para sus experimentos eléctricos chapaba con cobre viejos botes de mermelada y divertía a la muchachada del lugar con sus pruebas químicas, dejando que escupieran en una mezcla de dos polvillos blancos y viendo cómo estos cambiaban su color al verde. Pero lo que realmente le llamaba su atención era la luz polarizada, luz en la que todos los puntos de la onda vibran en el mismo plano. Esto podemos observarlo fácilmente usando dos gafas de sol con cristales polarizados. Si las enfrentamos de modo que quede un cristal frente al otro y giramos una de ellas, se observa que llega un momento en que no pasa nada de luz. Esto sucede porque los dos cristales solo dejan pasar la luz cuya vibración se verifica en la dirección vertical del cristal. Al girar el segundo, lo hemos colocado a 90º respecto al primero, luego no dejará pasar la luz (figura 1).

Polarización de la luz

Una imagen para entender la polarización de la luz es imaginar una cuerda que vibra verticalmente (esto es, que está polarizada verticalmente) al pasar por dos vallados.

Le fascinaban los colores que emergían al iluminar con este tipo de luz los cristales no templados (que se han enfriado tan rápido que las tensiones que surgen en ellos quedan como congeladas, debido a que la parte exterior se enfría más deprisa que la interior). Pero su interés iba más allá de lo puramente estético: quería comprender la estructura y la distribución de esas tensiones. Para hacerlo, cortaba pedazos de cristal de viejas ventanas, los calentaba hasta ponerlos al rojo vivo y luego los enfriaba con rapidez.

En un principio, no tenía ningún instrumento que pudiera producirle luz polarizada, así que tuvo que improvisar. Sabía que cuando un haz de luz se refleja bajo cierto ángulo sobre una superficie de cristal, parte del haz resultante sale polarizado (figura 2).

cristal

La reflexión de un haz de luz sobre un cristal hace que esta salga polarizada.

Así que se construyó un polarizador que consistía en una caja de cerillas y dos trozos de cristal pegados con cera de sellar en el ángulo correcto. También sabía que había ciertos cristales naturales, como el frágil salitre, que polarizaban la luz al pasar por ellos; dedicó muchas horas a pulir delgadas láminas de esta peculiar mezcla de nitrato sódico y potásico hasta conseguirlo. En una ocasión escribió:

Estuvimos en el Castillo Douglas ayer y conseguí cristales de salitre, que he cortado en láminas hoy esperando ver anillos.

Los patrones que observó con este método fueron aún más fascinantes. Para poder reproducirlos utilizó una cámara lúcida, un dispositivo que superpone lo que se está viendo con lo que se está dibujando. Había sido descrita por el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) en su libro Dióptrica, pero que cayó en el olvido hasta que en 1806 la reinventó el físico británico William Hyde Wollaston (1776-1828), que se había hecho rico perfeccionando un método para procesar el platino y que, en el proceso, acabó descubriendo el paladio y el rodio. James pintó con acuarelas las estructuras coloreadas y se las envió a William Nicol, el famoso óptico que le había presentado su tío dos años antes. Nicol quedó tan impresionado por este trabajo que le regaló dos de sus prismas de espato de Islandia, un obsequio que James apreció toda su vida.

Pero pintar acuarelas con los colores creados con la luz polarizada no era el objetivo que Maxwell perseguía, sino más bien buscaba el principio de algo más profundo. ¿Podría usar su método para mostrar los patrones de distorsión en sólidos de diferentes formas y sometidos a distintos tipos de esfuerzos mecánicos? James sabía que era un tema que interesaba mucho a los ingenieros. Para comprobar si su idea funcionaba, necesitaba un sólido transparente al que pudiera dar distintas formas, estirarlo, retorcerlo, comprimirlo… ¿Serviría la gelatina? Obtenerla no era complicado; bastaba con acercarse a la cocina. Así que construyó un anillo delgado de gelatina cuya parte interior era un trozo de corcho, y lo retorció para producir una tensión en la jalea. Entonces, envió luz polarizada sobre ella y pudo ver los patrones de luz provocados por la tensión: Maxwell acababa de desarrollar el método fotoelàstico, bien conocido en la actualidad por los ingenieros.

CURVAS Y SÓLIDOS ELÁSTICOS

Al mismo tiempo, Maxwell continuó con sus investigaciones matemáticas siguiendo su primer trabajo sobre los óvalos: en febrero de 1849, Kelland leyó su artículo «The Theory of Rolling Curves» en la Royal Society de Edimburgo, que trata de la figura que aparece cuando una curva rueda a lo largo de otra. Un ejemplo es la cicloide, que se genera si seguimos un punto dado de una circunferencia cuando rueda por una línea recta (véase la figura).

cicloide

Si unimos un lapicero a un punto de una circunferencia y hacemos rodar a esta, sin deslizar, por una recta, la figura que se genera es una cicloide de extremo en A y altura máxima en B.

La forma de enfocar esta tarea —recordemos que en 1848 Maxwell tema solamente diecisiete años y estaba en su segundo año de universidad— apunta la forma de trabajar que Maxwell tendría en la madurez: exhaustivo en los conceptos usados en el tema así como en la bibliografía, donde hacía referencia tanto a trabajos clásicos en la materia como a los más recientes, y sistemático en su alcance, sin dejar nada por tratar y buscando el mayor número posible de generalizaciones. Uno de los resultados más simples que encontró en este estudio matemático fue el siguiente:

Si la curva A al rodar por una línea recta produce la curva C, y si la curva A cuando rueda sobre sí misma produce la curva B, entonces cuando la curva B rueda sobre la C produce una línea recta.

En ese segundo año, Maxwell continuó asistiendo a las clases de matemáticas y a las de metafísica de Hamilton, que fomentó su aprecio por la filosofía. En ese curso pasó a formar parte del primer grupo de los tres en que Forbes dividía su clase de ciencias, pues en el primer año su escaso conocimiento de cálculo hizo que se tuviera que quedar en el segundo. En este período, Forbes se concentró, como hizo el año anterior, en la mecánica y en las propiedades físicas de los cuerpos y la física del calor, y bastante en la óptica.

Mientras, Maxwell continuó con sus investigaciones sobre los patrones de luz que surgían al hacer incidir luz polarizada en sólidos sometidos a presión, y comenzó a desarrollar una explicación de los efectos fotoelásticos recurriendo a la teoría de los sólidos elásticos. La guía de Forbes en este punto fue inestimable, pues él mismo acababa de presentar un trabajo en la Royal Society de Edimburgo sobre cómo medir la capacidad de distendirse de los sólidos. El resultado fue un trabajo soberbio, «On the Equilibrium of Elastic Solids». Al presentar una teoría matemática de los sólidos elásticos, Maxwell proveyó a los científicos del marco conceptual para discutir la elasticidad y la fotoelasticidad. Y todo había salido de la mente de un joven de tan solo dieciocho años.

El artículo introducía por primera vez una teoría matemática general de la elasticidad, aplicada después a casos particulares de deformación elástica (algunos de los cuales ya habían sido discutidos por otros autores) y concluía con una descripción de la fotoelectricidad. Algunos de los resultados teóricos los comprobó con sus propios experimentos e iluminó el artículo con cuidadosos dibujos en acuarela donde mostraba las estructuras coloreadas que surgían al utilizar luz polarizada. Maxwell trabajó duro en el artículo, pero lo redactó con un estilo muy enrevesado y no cuidó en demasía la formulación matemática de sus ideas, lo que convertía sus explicaciones en algo difícil de seguir. Nada más recibirlo, Forbes le escribió una dura regañina por ser tan descuidado:

Es perfectamente evidente que es inútil publicar un artículo para uso de los científicos cuando hay pasos que, en muchos lugares, no puede seguirlos ni un experto matemático como el profesor Kelland.

James aprendió la lección. De este tirón de orejas nació la forma de redactar que destilaría Maxwell en todos sus escritos.

ESTIRAR, RETORCER Y COLOREAR

La teoría matemática de la elasticidad había sido trabajada por grandes figuras de la ciencia como Navier, Poisson y Cauchy. Para ello habían formulado diferentes hipótesis sobre cómo eran las interacciones moleculares en los cuerpos elásticos. Maxwell decidió no ir por ese camino. Prefería la idea que el físico irlandés George Gabriel Stokes (1819-1903) había presentado en la Cambridge Philosophical Society en 1845 bajo el título «On the Theories of the Intemal Friction of Fluids in Motion, and of Equilibrium and Motion of Elastic Solids». Stokes, aunque convencido de que la razón última del comportamiento de los sólidos elásticos se encontraba en las interacciones de las moléculas que los componían, había resuelto el problema desde un punto de vista puramente geométrico al presentar un modelo que era independiente de cualquier hipótesis física sobre las fuerzas moleculares en juego.

Siguiendo a Stokes, Maxwell rechazó para su teoría cualquier suposición sobre las fuerzas físicas, descartando las teorías de las fuerzas centrales de Navier y Poisson, que pretendían explicar la elasticidad como moléculas actuando a distancia. El enfoque de Maxwell fue fenomenológico: partiendo de los resultados obtenidos en sus experimentos, que establecían las relaciones entre la presión y la compresión de los sólidos elásticos, construyó unas ecuaciones que dieron cuenta de todas las leyes experimentales obtenidas hasta la fecha. Esta forma de atacar el problema, donde diferenciaba claramente el modelo geométrico de las hipótesis físicas, volvería a utilizarla con toda su potencia cuando años más tarde se enfrentara al campo electromagnético y las líneas de fuerza postuladas por Faraday.

Ahora bien, esta distinción no era una idea original suya: era característica de las matemáticas de Cambridge y ya había sido usada profusamente por Airy, Thomson y el propio Stokes. Resulta curioso que sin haber estudiado en Cambridge, Maxwell estuviera adoptando su estilo de trabajo.

Otro de los trabajos de juventud de Maxwell —y uno de los más importantes— también fue influenciado por Forbes: la teoría del color. En 1849, el profesor mostró a su joven estudiante los experimentos que estaba realizando sobre mezcla de colores, al tiempo que preparaba una revisión sobre el problema de proporcionar un método y una nomenclatura para la clasificación de los mismos. Los experimentos de Maxwell consistieron en observar los tonos generados por un disco en rotación dividido en sectores de distintos colores en los que se podía variar el área. Pero su trabajo fundamental sobre la clasificación de los colores estaba aún por llegar. Primero debía abandonar Edimburgo y marchar a Cambridge.

El primer año en la Universidad de Edimburgo, Maxwell había disfrutado de la compañía de sus amigos Lewis Campbell y Peter Guthrie Tait. Pero al terminar, Lewis marchó a Oxford y Tait a Cambridge. En su segundo año en Edimburgo, James sintió que se estaba quedando estancado mientras que sus amigos comenzaban una nueva y excitante aventura. Habló con su padre y ambos resolvieron que la mejor opción para su futuro era marchar a Cambridge. Forbes le recomendó que fuera a su alma mater, el Trinity College. Tait se encontraba en St. Peter’s, conocido entonces como Peterhouse, un college pequeño y selecto. El hermano pequeño de Lewis Campbell, Robert, estaba en Caius, muy recomendable, pero tan lleno de estudiantes que los nuevos debían alojarse fuera de sus instalaciones, así que decidió acomodarse en Peterhouse.

James dejó Edimburgo con diecinueve años y llegó a la exquisita Cambridge con su acento de Galloway, sin conocimiento alguno de lo que era elegante e indiferente a cualquier tipo de lujo: viajaba en tercera clase porque prefería sus asientos duros. Su amigo Lewis Campbell lo describió así en su diario:

Sus formas son muy peculiares, pero su sentido común, buen humor e incalculable valía borra todas sus rarezas en la vida social del college. No tengo duda alguna de que es una persona distinguida.

Con semejante bagaje, el 18 de octubre de 1850 James llegó a su habitación en Peterhouse, el más antiguo de los college de la universidad.