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Cuando llegué a la casa de Omar la puerta —la cortina— estaba abierta. Parecía claro que nadie iba a robar a quien no tiene nada. Me asomé al interior y volví a percibir el fuerte olor a sudor de la primera vez. Pero ahora no había nadie allí. Recordé el lugar en el que se sentaba Omar, la esquina que le pertenecía y el colchón bajo el que escondía su diario. Ahora estaba ocupado por otra ropa y otras cosas.

No pensaba moverme de allí hasta que llegase alguien a quien pudiera preguntarle. Así que decidí sentarme a esperar, sobre un colchón sin funda, roído en la parte del centro y lleno de manchas de orín y sudor. En la penumbra de aquella cárcel de hormigón, pensé por primera vez que quizá Omar había encontrado algo mejor. Lo más lógico era que hubiese salido de allí. Puede que no hubiera llegado a los siete días, pero con dos o tres mil euros habría podido salir de la caja y también escapar de aquella perrera. Quizá la escapada sí había tenido lugar. Pero aun así, si realmente había salido de allí y había ganado el dinero que Montes le ofreció, eso no cambiaba mucho las cosas. Omar era uno entre un millón. No cambiaba nada. Los demás seguirían en la gasolinera y esa casa seguiría siendo una cárcel. Quienquiera que ahora ocupase el colchón de Omar seguía estando en el mismo lugar. Nada cambiaba nada.

Pensé, no obstante, que era posible que Montes tuviese algo de razón. Porque si Omar había conseguido salir de allí, algo había cambiado. Era poco, muy poco, casi nada. Pero era una vida, momentáneamente. Algo mínimo, y no para siempre. Pero algo al fin y al cabo. Se me vino entonces a la cabeza un poema de Bertolt Brecht que Montes había utilizado como fuente de inspiración en alguna de sus obras y que se me había quedado grabado en la mente:

Me han contado que en Nueva York,

en la esquina de la calle Veintiséis con Broadway,

en los meses de invierno, hay un hombre todas las noches

que, rogando a los transeúntes,

procura un refugio a los desamparados que allí se reúnen.

Al mundo así no se le cambia,

las relaciones entre los hombres no se hacen mejores.

No es ésta la forma de hacer más corta la era de la explotación.

Pero algunos hombres tienen cama por una noche,

durante toda una noche están resguardados del viento

y la nieve a ellos destinada cae en la calle.

Montes había dicho en más de una ocasión que todo lo que hacía era reproducir el mundo. Pero yo había creído que en el fondo algo cambiaba, que en esa repetición había un cambio, y que «aunque no era ésa la forma de hacer más corta la era de la explotación», «algunos hombres tenían cama por una noche». Sin embargo, tras pensarlo con detenimiento, aquella tarde llegué a la conclusión de que el único que tenía cama era el propio artista. Nadie salía de allí, nadie se resguardaba por una noche, tan sólo el propio artista. Él era el único que guardaba las distancias, el único que lograba no quemarse con la realidad. Porque incluso en las obras en las que arriesgaba su cuerpo, Montes era consciente del lugar que ocupaba. Y ese saber dónde estaba era lo que le permitía mantenerse a salvo.

Fue entonces cuando imaginé que todo aquello era una especie de iconostasis. Sabía, por las clases de Historia del Arte, que en las iglesias bizantinas se había generalizado el uso de este elemento arquitectónico, una especie de celosía que, durante la celebración de la eucaristía, separaba a los fieles del lugar que ocupaba el sacerdote. Esa estructura, que podía ser de madera o incluso de piedra, era particularmente útil durante la consagración, cuando el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo y tiene lugar el momento verdaderamente misterioso de la misa, la transustanciación, la transformación de lo material en lo sagrado. Era en ese momento numinoso cuando tenía sentido la iconostasis, que separaba a los fieles de la luz de lo divino. La stasis guardaba la distancia respecto a lo sagrado, pero también conservaba el equilibrio entre dos puntos, manteniéndolos estáticos y en reposo. Y así salvaba a los fieles de los peligros de la imagen sagrada, excesivamente pura y verdadera para ser vista por los ojos de los pecadores.

Algunas teorías sobre la iconostasis sostenían que este elemento era una metáfora de la fusión entre lo sagrado y lo divino. Pero yo siempre había pensado que se trataba de un filtro, una especie de pantalla que servía casi como unas gafas de sol, permitiendo que llegase algo de luz, pero no toda. La iconostasis, por tanto, como un lugar de mediación, pero también como un lugar en el que se mantienen las distancias, un velo liminar entre lo sagrado y lo profano.

Nunca lo había visto escrito así referido a la obra de Montes. Nadie parecía haberlo advertido, pero yo estaba seguro de que su arte tenía que ver en el fondo con esa cuestión, con lograr rasgar y romper la iconostasis. Esa manera de transformar el arte en vida era un intento de quitar de en medio la iconostasis, de poner en contacto lo más sagrado con lo más mundano. Sin embargo, bien pensado, el arte de Montes nunca había logrado eliminar del todo esa veladura. Porque el artista en realidad era la propia iconostasis. Su intento de ir más allá del arte era siempre frustrado. Porque el cuerpo y la mente del artista acababan ejerciendo de pantalla, de velo sobre la vida. Y lo mantenían siempre protegido. Protegido a él, pero no a los demás. Porque para todos aquellos que Montes utilizaba no había protección. Era lo real puro lo que veían. No existía iconostasis para Omar, ni tampoco para tantos otros que se jugaban la vida real. Para ellos el arte no valía. Y, sin embargo, para Montes la iconostasis no podía desaparecer de ninguna de las maneras. La llevaba inscrita en su cuerpo. Era su herida, pero también su armadura. Aquello que deseaba romper, pero también aquello que le permitía vivir.

Pensé todo eso allí, sentado en el colchón roído y sudado que un día perteneció a Omar. Esperé hasta que, al mediodía, comenzaron a llegar los primeros habitantes de esa cárcel, hasta que uno por uno me corroboraron que no tenían noticia alguna de Omar. No entendían cuál era el problema. Se había ido y ya está. Había dejado su bicicleta y ya era usada por los demás.

Antes de irme de allí telefoneé varias veces a Montes. Sentí la necesidad de hacerlo. Sólo él o Helena podían saber lo que había pasado realmente en el almacén. Pero nadie respondió. Saltó un contestador automático en inglés y no supe qué decir. Helena tampoco respondió. Primero sonaron todos los tonos de llamada. Después, apareció como apagado o fuera de cobertura. Pensé entonces en acudir a la policía. Pero ¿qué les iba a decir? No tenía nada. Un inmigrante había desaparecido. ¿Y qué? Estaba desaparecido antes de desaparecer. Nunca había existido realmente para la ley. Supuse que nadie se iba a tomar en serio el caso. Además, en el fondo, y quizá esto fue lo determinante, no tenía demasiadas ganas de meterme en líos. Había hecho lo que estaba en mi mano. Había tomado una posición. Y en ese momento creí que eso ya era bastante. Aunque, en el fondo, no sirviese absolutamente de nada.