9

—Siempre hay que empezar por los lugares de tránsito. Son la puerta que conecta dos mundos. En sus umbrales está el origen de todas las cosas. Son como polos magnéticos que no nos dejan irnos del todo.

Eso fue lo que Montes dijo cuando llegamos a la estación de autobuses. Eran prácticamente sus primeras palabras desde que lo había recogido en el hotel. Palabras que, sin embargo, me hicieron reflexionar. Nunca lo había advertido. Pero tenía razón. Los dos grandes barrios de inmigrantes de la ciudad estaban en torno a las estaciones de tren y de autobús, como si permanecer allí fuese, al menos simbólicamente, estar más cerca de casa.

En la estación de autobuses me fijé en el tránsito de maletas, en la salida constante de los autobuses y en el trasiego de gente de un lugar para otro. Había mucho más movimiento del que jamás hubiera podido imaginar. Y, al mismo tiempo, todo se repetía. Los mismos gestos, las mismas rutinas. Todo el mundo era, a la vez, igual y diferente.

En la estación de tren observé las mismas escenas. Y me volvió a llamar la atención la cantidad de gente sentada en los bancos. No todos eran viajeros. Muchos no llevaban maleta. Simplemente estaban allí: sentados, inmóviles, como si estuviesen esperando algo que nunca parecía llegar del todo, como si la espera se hubiera apoderado de ellos.

Durante todo este tiempo Montes estuvo en silencio. Sólo miraba. Observaba con atención lo que veía y a veces apuntaba algo en el cuaderno negro que guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón. No hablaba con nadie, no preguntaba nada, ni siquiera hacía fotos de lo que veía. Eso me extrañó. En lugar de estar documentándose para su obra, parecía un turista que había salido a dar un paseo.

Cuando comenzó a anochecer, nos sentamos en el banco de un parque en las afueras de la ciudad. Y sólo entonces Montes volvió a hablar.

—Al final se trata de saber mirar.

—¿Cómo? —pregunté.

—El arte —dijo. Y, tras una pequeña pausa, continuó—: Es una forma de saber mirar. Es lo único que importa. El resto sobra. El resto no es más que el resto. Lo que se haga después es una manera de decir a los demás lo que hemos visto. Pero lo importante es lo que hemos visto, no lo que vayamos a decir. El arte es una manera de decir. Pero sobre todo es una manera de mirar.

Yo asentí y me quedé callado. Montes estaba hablando de arte. Y me emocioné al escuchar sus palabras. Ése era el momento al que quería llegar. Estaba diciendo lo que era el arte para él. Para el gran artista. Y me lo estaba diciendo a mí, que no era nada, en medio de aquel parque oscuro, en aquella ciudad pequeña, fuera de los radares de la historia del arte.

—Toda obra es una conclusión frustrada. El resultado es lo de menos. Lo importante es la experiencia. El proceso, pensar, hacer, sentir, ver…, todo eso es la obra. Y al final queda una huella. Y eso es lo que los demás ven. Pero eso es lo que menos importa. Lo único importante es lo que tú has visto, lo que has sentido, lo que has experimentado.

Se volvió entonces hacia mí y, por primera vez, pronunció mi nombre.

—Marcos, quiero saberlo todo. Quiero sentirlo todo. Y durante el próximo mes necesito que seas mis ojos aquí. Mis ojos, mis manos y mis emociones. Y necesito un compromiso de tu parte.

—Por supuesto —contesté.

—Quiero que entiendas que eso es arte.

Asentí sin cuestionar nada.

—Sólo te diré algo más: lo que vamos a hacer aquí es muy importante. No es un trabajo. Es la vida. Nos jugamos la vida. La nuestra y la de los demás. El arte es un juego a vida o muerte. Si no lo entiendes así, todo es una patraña asquerosa.

—Cuente conmigo para lo que sea —dije sin pensar—. Prometo jugarme la vida.

Sólo un instante después me di cuenta de a quién había dicho aquellas palabras. Acababa de comprometerme con Jacobo Montes. Era consciente de hasta dónde podía llegar. Y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Confiaba, no obstante, en que su uso del lenguaje no hubiera sido literal.

Montes me explicó entonces en qué iba a consistir mi trabajo. Habíamos dedicado toda la tarde a ver y a sentir. Ése era el primer paso. Del segundo me iba a tener que encargar yo. En un mes regresaría y comenzaría a trabajar con los materiales que yo hubiera conseguido. Tendría que enviarle información, recolectar experiencias, hacer todo cuanto él me fuera diciendo. Nos comunicaríamos por correo electrónico y, si fuera necesario, por teléfono. Y tendría una pequeña mesa para las gestiones que necesitara hacer en La Sala de Arte, cerca del despacho de Helena.

No tenía demasiado claro por qué, pero parecía que Montes confiaba plenamente en mí. Quizá mucho más de lo que yo mismo era capaz de hacerlo.

Lo llevé de regreso al hotel. Su avión salía temprano al día siguiente y no quería acostarse demasiado tarde. Aún tenía que terminar algunas cosas antes de seguir con su viaje. La ciudad tan sólo había sido una escala. Otros lugares del globo también esperaban su obra.

Pronto se pondría en contacto conmigo y me daría algunas instrucciones más. De momento, lo único que iba a tener que hacer era mirar. Descubrir lo que había a mi alrededor. Contemplar el mundo como si fuera la última vez que pasara por él.

—Cuando todo desaparezca para siempre —dijo al subir al ascensor— sólo nos quedará una huella en las pupilas.

A los pocos segundos —ahora sí, el tiempo se aceleró—, las puertas se cerraron y Montes desapareció del todo. En efecto, la huella de su imagen permaneció unos instantes en mi retina. Una impresión fugitiva que, sin embargo, tuve claro que no iba a borrarse jamás.