4
El sábado por la noche, al llegar a casa después de pasar la tarde en la biblioteca, encontré a Sonia sentada en el sofá del salón.
—Me ha abierto la puerta tu compañero —dijo con la voz ronca. Y advertí enseguida que sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Qué ocurre?
—Mi padre…, no aguanto más. —Dejó escapar un sollozo.
—Venga, tranquila. —Tomé sus manos entre las mías—. Ya verás como todo se arregla.
—Que no, Marcos, que no, que la cosa va a peor. Hoy hemos vuelto otra vez al hospital y el médico ha dicho que las posibilidades son mínimas. —Se quedó un momento en silencio con la mirada perdida y dijo con rabia—: Joder. ¿Por qué le tiene que pasar a él? Ha estado toda su vida puteado trabajando, y ahora que tenía algo de tiempo para disfrutar…
Yo me mordí los labios sin saber qué decir.
—Esto es una mierda, Marcos, una mierda muy grande.
—Venga, venga, ya verás… —balbuceé al fin. Y conforme salían de mi boca esas palabras, comencé a sentirme ridículo. ¿Cómo podía consolarla yo? No sabía nada de la vida. Cuando mi abuelo murió yo era muy pequeño. Y nunca había tenido que sufrir por una enfermedad en la familia.
—Perdona, Marcos, de verdad. Pero es que no sé con quién desahogarme. No quiero ponerme así delante de mi madre. Ya tiene la pobre bastante. Y mi padre aún no sabe nada.
—Te entiendo —dije con apenas un hilo de voz.
—Delante de ellos tengo que ser fuerte. Y lo intento, ¿sabes? Mi padre dice que soy la alegría de la casa y que con una medicina así todo el mundo se curaría. Pero a veces no aguanto más. Hoy, cuando el médico nos ha dicho eso, he consolado a mi madre y me he hecho la fuerte. Y luego en casa, delante de mi padre, como si nada. «Que todo está perfecto, papá, que llevas pilas Duracell y que nos vas a enterrar a todos». Y por dentro, hecha mierda y destrozada.
Yo continuaba sin tener claro en ningún momento qué debía decir y cómo hacerlo. Y me consolaba creyendo que era mejor simplemente asentir, mirar, tocar…, estar ahí. A veces la simple presencia es suficiente. Eso fue lo que pensé mientras apretaba los dientes buscando infructuosamente alguna palabra de aliento.
Poco a poco, Sonia se fue calmando. Sólo necesitaba hablar, decir todo lo que en su casa tenía que callar. Y yo me sentí honrado porque confiase en mí de ese modo.
—Qué puta mierda todo —concluyó, resoplando esta vez ya con más hartazgo que otra cosa. Luego, cambió de postura en el sofá, se volvió hacia mí y dijo—: Marcos…, ¿sabes una cosa?
—¿Qué?
—Esta noche necesito drogarme y follar.
Yo me quedé un poco descolocado, intentando asimilar sus palabras. Y, tras unos segundos, pude responderle:
—Me temo que no soy la persona más idónea para satisfacer ninguno de tus deseos.
Ella rió por primera vez. Y luego dijo:
—Sé que estás liado con los trabajos y con lo de Montes, que por cierto, qué tonta soy, ni siquiera te he preguntado; pero si me acompañases un poquito esta noche… Un ratito pequeño…, luego ya me quedo yo, ¿vale?
Seguía teniendo los ojos algo llorosos, pero su rostro comenzaba de nuevo a brillar. Y yo no podía decirle que no. Aunque no me apeteciese demasiado en esos momentos. Así que acabé cediendo.
Entré un momento en la habitación a cambiarme de ropa. Camisa negra por camisa negra. Al menos ésta olía bien. Me miré al espejo antes de salir. Parecía que iba de excursión al seminario. No era de extrañar que los curas me saludaran por la calle.
Desde el pasillo escuché a Sonia hablar por el móvil:
—Ahora nos vemos. Me voy a fumar la ciudad entera.
Le hice un gesto para indicarle que estaba preparado y la esperé de pie junto a la puerta. Ella cogió su bolso y, justo antes de llegar, colgó el teléfono y lo cerró haciéndolo sonar como si fuera una castañuela.
—Solucionado —exclamó.
—Profesional, muy profesional —dije yo imitando el acento gallego de Manuel Manquiña en Airbag.
Sonia rió. Y a mí me habría gustado perderme en su sonrisa.
Llegamos al Indie, uno de los bares de moda, en menos de diez minutos. Los sábados había concierto, pero quedaba sitio en una esquina junto a la barra.
—Aquí, bien escondidos —dijo Sonia parapetándose detrás de un pilar forrado con carteles de grupos que yo desconocía.
Ella pidió un vodka con limón y yo una Coca-Cola. Y antes de que hubiéramos podido acomodarnos, alguien tocó mi espalda.
—¡Artista! Nos encontramos ahora en todos los lados.
Era Ana, que inmediatamente se abrazó a Sonia y le dio dos besos.
—Me salvas la vida —dijo Sonia. E inmediatamente deduje con quién había estado hablando por el móvil.
Ana cogió un taburete y se sentó entre los dos. Percibí en ese instante un intenso olor a jabón. Llevaba el pelo corto completamente mojado, como si acabase de salir de la ducha. Cuando levantó el brazo para pedir una cerveza, me di cuenta de que no llevaba sujetador y advertí el movimiento de unos pequeños pechos bajo la camiseta blanca de tirantes. Intenté ladear la mirada, aunque no pude conseguir hacerlo del todo.
Mientras le traían su cerveza, Ana sacó de su bolso una barra de hachís, la desenvolvió con cuidado y se la ofreció a Sonia. Con movimientos hábiles, Sonia cortó un trozo grande, lo reblandeció con la llama de su mechero, lo aplastó con los dedos y lo mezcló con un poco de tabaco. Yo me quedé embelesado en el ritual.
—Tranquila, niña —dijo Ana—, que hay que salir a pie de aquí.
—Uf, tía, es que no aguanto más —contestó. Y se llevó el cigarro a la boca aspirando con fuerza mientras lo encendía.
—Artista, ¿tú fumas? —me preguntó Ana.
—No, él observa —Sonia se adelantó—. Las viciosas somos nosotras. Para uno al que le funcionan bien las neuronas…
—Pero ¿ni una caladita? —insistió.
Yo negué con la cabeza. Pero al momento, y sin saber muy bien por qué razón —quizá por impresionar a Ana—, me observé diciendo:
—Venga, vale. Pero sólo por curiosidad antropológica.
Nunca había fumado, ni siquiera tabaco, así que la primera calada me mareó un poco. Pero no noté nada más.
—¿Qué? —dijeron al unísono.
—Tampoco… es la cosa para tanto —repuse yo. Y sin pensarlo le volví a dar otra calada. Ya que había comenzado, quería probar qué era exactamente eso que tenía el hachís que tanto gustaba a Sonia. Y algo, que tampoco supe muy bien qué era, sí que comencé a notar.
—Bueno —dijo Sonia—, esto es ya demasiado para mi cuerpo. Marcos fumando. Voy al baño, que no doy crédito a lo que estoy viendo. Y pedidme otro vodka limón, porfa.
Tomó el cigarro, le dio una calada fuerte y se perdió detrás del pilar.
Me quedé unos minutos a solas con Ana y me preguntó por mis investigaciones. No quise entretenerla mucho, pero le hablé de la ruta por los locutorios, de cómo la línea que había trazado en el mapa casi coincidía con la de la antigua muralla árabe y de cómo en aquellos sitios uno parecía desaparecer en el tiempo. Le hablé de todo eso y le comenté también lo que me había escrito Montes en su último mensaje.
—¿Una tragedia oculta? —reaccionó algo disgustada—. ¿Pero qué coño quiere hacer el tío ese? Yo que tú estaría mosqueado —dijo llevándose el cigarro a la boca.
Yo le di un trago a la Coca-Cola y, con cierto pesar, le expliqué de nuevo que las obras de Montes buscaban hacer ver a la gente lo que no quería ver. Le dije que para él, según yo había leído, no había nada oculto, que todo estaba dado delante de los ojos, obscenamente presente, aunque nadie pudiera verlo.
—Como si estuviéramos ciegos —resumió ella, que parecía ahora haber comprendido mejor de qué trataba todo.
—Exacto —dije—. Como en «La carta robada»…
—¿Qué?
—Sí, el cuento de Poe: la mejor manera de esconder algo es ponerlo a la vista de todos —dije, citando de memoria las palabras de Montes—. Lo más terrible está delante de nuestras narices. Eso es lo que quiere que busque aquí.
Ella se quedó pensativa unos momentos.
—Algo terrible y evidente —comenzó a decir—…, algo escandaloso que todos miramos y que no vemos…, una injusticia oculta en plena luz… A ver… —le dio una calada fuerte al hachís y miró al techo como si intentara recordar algo—. Ostras… ¡Ya está! —exclamó—: los ilegales de la gasolinera.
—¿Cómo dices?
—En la gasolinera del barrio de la estación de tren, la que está cerca de la salida de la autovía. —Asentí con la cabeza—. Allí cada mañana se junta una multitud de inmigrantes sin papeles a esperar que alguien pase y los lleve a trabajar por un día, o por una hora. Es una imagen tremenda. Y a la vista de todos. ¿No es eso lo que quiere tu artista? —preguntó con cierta ironía.
—Sí, sí —contesté. Es lo que buscaba. Pero no quería parecerle banal. Así que me interesé por la situación, más allá de la investigación. O al menos eso fue lo que intenté hacer—: ¿Y hay gente que los lleva? —pregunté con aire de preocupación.
—Si están ahí es porque seguro que hay tíos que los necesitan para trabajar. Algunos son contratados y esperan allí como si eso fuera la parada del autobús, pero la mayoría no saben si alguien llegará a recogerlos. Una mañana fui a verlo porque no me lo creía. Y me quedé alucinada. Llega una furgoneta, abre la puerta y allí se tiran todos como locos. Se meten tantos como pueden. El conductor no les dice nada. Ni cuánto les van a pagar, ni cuántas horas van a echar, ni dónde van a trabajar, ni siquiera lo que van a hacer.
—¿Entonces?
—Ellos se meten allí, van donde los lleven y hacen lo que les dicen. Coger limones, trabajar en una obra, recoger melones, cortar ramas. Nada exquisito. Luego les dan una miseria, como mucho diez o quince euros por todo el día, y ellos se vuelven tan felices. Bueno, tan felices es un decir. Se vuelven puteados. Pero al menos han trabajado un día. Y hasta que vuelvan a meterse en otra furgoneta pueden pasar días.
Mientras decía esto, llegó del baño Sonia y se sentó de nuevo junto a nosotros. Ana le ofreció el porro y ella le dio una calada.
—Y eso… —continuó Ana con su argumento anterior— a la vista de todos. Ya es un elemento más del paisaje urbano. Es como el mobiliario.
—¿De qué habláis? ¿Del señor misterioso?
—Sí —contesté—. Estoy amargándole la noche a Ana.
—Qué va, artista. Me encanta poderte ayudar. Eso sí, ya me invitarás a la inauguración. No me quiero perder lo que hace el Montes ese. —Le dio otra calada al porro, esta vez la brasa se encendió tanto que casi estuvo a punto de prender, y cogió a Sonia del brazo—. Y ahora, nena, a bailar.
Yo me quedé junto a la barra cuidando de los bolsos mientras ellas se acercaron al pequeño escenario donde estaban los músicos.
Durante unos momentos, pensé en lo que había comentado Ana. A lo mejor había encontrado lo que Montes pedía. Estaba deseando pasar a verlo y podérselo contar. Pensé entonces en acercarme temprano a la gasolinera al día siguiente. Miré el reloj. Todavía no era la una. Si no me demoraba demasiado quizá podía ir a ver la situación sin problemas.
Cuando fui a poner mi copa en la barra, advertí que habían olvidado allí un canuto de hachís casi sin empezar. Sin pensarlo, lo encendí y le di varias caladas. Entonces sí que comencé a sentir una especie de nebulosa y tuve que sujetarme un poco a la barra. Busqué con la mirada a Sonia y a Ana. Y al verlas me quedé completamente embelesado.
Sonia parecía salida de alguna película italiana de los cincuenta. Sus movimientos me recordaron los de Silvana Mangano en Arroz amargo. Volúmenes rotundos, ritmo cadencioso. Me di cuenta de que no era el único del bar que estaba encandilado con su baile. Si ellos supieran, pensé.
Enseguida, mi mirada se dirigió al cuerpo de Ana. Y me quedé contemplándolo como quien admira algo extraordinario. Frente a la rotundidad de Sonia, Ana era grácil y ligera. Parecía estar levitando. Y a mí se me vino a la cabeza inmediatamente la Ninfa de Ghirlandaio, esa sobre la que tanto escribió Aby Warburg. Había algo en su ropa que me recordaba el velo de la Ninfa. Era esa sensación de que el velo muestra más de lo que esconde. Los pantalones anchos de tela fina se pegaban a su cuerpo, posándose sobre sus nalgas como si fueran una especie de piel exterior, desnudándola por fuera.
No podía salir de la imagen. Estaba hipnotizado. Supuse que era el efecto del hachís. Su cuerpo poco a poco se descompuso en pequeños fragmentos. Y mis ojos querían tocarlos. Sus pezones se marcaban en la camiseta de algodón. Sentí el tacto en mis pupilas. Desconecté por completo de la realidad y sólo vi un blanco infinito y dos pequeñas protuberancias. Imaginé el tacto del algodón y deseé acariciar los pezones por encima de la camiseta. Un pequeño roce, no más. Ni siquiera me interesaba lo que había detrás. Sólo el contacto de la camiseta con sus pechos. Era el sex-appeal de lo inorgánico, el deseo de tocar el propio tocar. No era la carne o el algodón lo que me excitaba, sino el roce entre ambos elementos. Y en ese intervalo invisible perdí la noción del tiempo.
—Espabila, Marcos —dijo Sonia, sacándome súbitamente de ahí—. Nos vamos ya.
—Voy, voy —dije. Y volví como pude al mundo real.
Al salir del bar, Sonia dijo que se iba a quedar con Ana y que ella la acompañaría a casa.
—Eres lo mejor que tengo —me susurró al oído mientras me abrazaba con fuerza.
Ana también se despidió con un abrazo. Involuntariamente, rocé su camiseta e intuí la dureza de sus pechos.
Cuando se fueron, me quedé un momento apoyado en la pared y juré no volver a fumar. A lo lejos, pude observar cómo Sonia, sin detener su paso, agarraba por la cintura a Ana y comenzaba a besar su cuello. Imaginé sus pezones erectos abriéndose paso entre las fibras de algodón de la camiseta, marcándose, hinchándose, endureciéndose cada vez más. Me quedé de nuevo preso de esa imagen. Y volví a casa con ella en la cabeza.
Caí rendido en la cama y me dormí al instante.