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Durante el trayecto, Montes apenas dijo nada. Miraba por la ventana y observaba el paisaje cambiante, las afueras de la ciudad, los suburbios y lo que quedaba de la huerta, que había ido desapareciendo poco a poco, devorada por urbanizaciones y polígonos industriales.

Con las indicaciones que me había dado Omar me fui orientando, aunque no sin ciertas dificultades. Al final de una de las carreteras que conducían a la montaña, ya bastante alejada de la ciudad, encontré el bar junto al que tenía que girar a la izquierda. A unos ochocientos metros, en medio de un huerto de limoneros y naranjos, nos topamos con la casa. Aunque quizá «casa» no fuera el término más apropiado. La vivienda era una especie de cuarto de aperos de no más de veinticinco metros cuadrados, sin ventanas y con una puerta de hierro que había sido arrancada. En su lugar había una cortina de tela hecha jirones.

En cuanto aparqué, Montes, sin mediar palabra, se bajó del coche y se dirigió hacia allí caminando con decisión. Al llegar a la puerta descorrió la cortina y, con un tono solemne que a mí me recordó a la llamada de Jesús a sus apóstoles, dijo:

—Omar.

—No —respondió una voz desde dentro.

Me acerqué al umbral de la casa y eché un vistazo al interior. Había ocho hombres sentados sobre colchones escuchando la radio. No reconocí a ninguno. Sin saber por qué, se me vino a la cabeza la escena de El baño turco de Ingres, un arremolinamiento de cuerpos en un espacio imposible, aunque aquí no encontraba ningún resquicio de exotismo orientalista. Todo lo contrario. Parecía haber saltado hacia atrás en el tiempo. En aquel lugar no había manera humana de vivir. Desde luego, pensé, nadie podía llamar casa a eso. Y mucho menos hogar.

—Tremendo —observó Montes—. Me encantaría poder reconstruir esta casa en la exposición.

Y, nada más decir esto, tomó algo de distancia y miró la estructura como si fuera un pintor, creando un cuadrado con las palmas abiertas de sus manos a través del cual enmarcó la escena.

—Es una caja —dijo.

En efecto, las dimensiones eran casi las de una caja. Un ataúd, pensé. Una caja de muertos. Un gran ataúd lleno de gente. Un espacio que, más que proteger, mortificaba.

Mientras Montes rodeaba el lugar y parecía cavilar sobre posibles obras, yo comencé a buscar a Omar. En el interior de la casa no logré reconocer a nadie. Pero el olor que salía de allí, una mezcla de sudor, orín reseco, humedad y calor, consiguió revolverme el estómago.

Entonces alguien me tocó por la espalda.

—Buenas tardes, amigo.

Omar nos invitó a sentarnos debajo de una higuera que había al lado de eso que ellos llamaban casa.

—Ya sé quién eres tú —dijo, dirigiéndose a Montes—. Tú eres artista.

—Y tú, escritor. Marcos me ha contado tu historia. Estoy muy interesado en saber más sobre ti. Quiero hacer que todos conozcan tu vida y sepan cómo es vivir aquí.

—Sí. Yo quiero que todos conozcan problemas.

Montes le dijo que le gustaría exponer el diario para mostrar las condiciones de vida de un inmigrante.

—Pero el diario está en mi lengua. Nadie entiende aquí mi lengua.

—No importa —replicó Montes—. Prefiero que nadie lo entienda. Eso es lo de menos. Además, por mucho que entiendan las palabras, no entenderán mucho más. No sabrán lo que es.

—Entonces, ¿qué sentido tiene si nadie entiende?

Y eso mismo me preguntaba yo. ¿Qué sentido tiene mostrar algo que nadie va a entender?

Montes contestó como si estuviese respondiendo a Omar y a mí al mismo tiempo:

—El sentido de hacer consciente a la gente de la imposibilidad de conocer. Lo contrario es incluso peor. Si alguien cree que sabe cómo es el mundo, ya no se ocupará de buscar una solución. La ecuación está resuelta. Pero es mucho más problemático no saber, no comprender. Ésa es la única manera de reaccionar, cuando sabemos que no podemos saber nada.

Yo no tenía demasiado claro que Omar hubiera entendido del todo los argumentos de Montes. Aun así, parecía convencido:

—Vale, amigo, pero ya sabes que si tú llevas diario, tú pagas fortuna. Diario es mi único tesoro. No tengo nada aquí. Pero tengo esto. Esto es toda mi vida.

Montes le dijo que no se preocupase por el dinero. Le pagaría lo que fuese necesario.

—Amigo, esto es todos mis recuerdos. Es importante para mí. Tú compras mi vida.

—Compro tu historia —sentenció.

Conforme decía eso, yo pensé que no era totalmente cierto y que en el fondo sí que compraba su vida. El diario era la única huella que Omar tenía de aquel tiempo. Montes se lo iba a llevar y ni siquiera lo pensaba traducir. Le interesaba la incomprensibilidad. Iba a arrebatar una vida para exponerla ante los ojos de unos desconocidos. Y nadie podría entender nada.

Cuando le ofreció mil euros por el diario, a Omar se le iluminó la cara. No dudó un momento. Mil euros era mucho dinero en esas condiciones. Pero es toda una vida, me dije. Lo único que poseía. Aun así, parecía tenerlo claro.

—Mil euros es bueno. Sólo pido que tú cuides mi historia. Aunque tú no sabes nada, mi vida es importante.

—No te preocupes, nadie la cuidará mejor que yo —dijo Montes, esbozando una sonrisa. Y enseguida le pidió que le mostrase el diario.

Omar nos condujo al interior de la casa. El olor a sudor que había percibido antes volvió entonces con más fuerza. Los hombres sentados en los colchones nos miraron sin dejar de hablar entre ellos. La música árabe de la radio siguió sonando de fondo.

—Ese dinero es importante para vivir. Yo no puedo escapar de aquí. Esta casa y esta vida es como estar en cárcel.

—¿Y te gustaría escapar de aquí? —preguntó Montes.

—Salir lejos de aquí. Volver a casa con dinero. Pero no puedo volver ahora. El dinero es mucha vida para mi familia. —Pensó un momento y añadió—: Una vida por otras.

Montes escuchó las palabras de Omar y, tras echar un rápido vistazo al interior de la casa, me dijo en voz baja:

—Se me está ocurriendo ahora mismo una obra. Una absolutamente magistral. Luego te contaré.

Entonces miró fijamente a Omar y, de nuevo en un tono solemne y trascendental, le dijo:

—Omar, ¿realmente quieres salir de aquí?

—Claro, quiero salir.

—¿A cualquier precio?

Él asintió.

—¿Aunque tuvieras que arriesgar tu vida?

—Ya he arriesgado… para venir.

—Entonces, hay algo que podrías hacer para escapar de esta cárcel. Ahora necesito el diario. Mañana hablaremos.

Omar levantó uno de los colchones y sacó de allí una pequeña bolsa de plástico en la que había tres carpetas azules de cartón llenas de papeles de varios tipos. Folios, hojas de cuaderno, facturas, cartas… Todas estaban escritas por la parte de atrás en una grafía que a primera vista parecía árabe pero que era algo más geométrica.

—Mi vida está en todos los papeles. Hay un número en cada hoja. Un número es un día. Ayer es el último.

Montes sacó de su bolsillo la cartera. Estaba repleta de billetes. Me sorprendió que alguien pudiera llevar encima tanto dinero en metálico.

—Mil euros por tres carpetas de papel —dijo, ofreciéndole los billetes a Omar—. Creo que es un cambio justo.

—Gracias, amigo.

Mil euros por una vida. Sin duda un cambio injusto, pensé.

Montes cogió las carpetas de Omar. Nos despedimos de él y Montes le dijo que continuara pensando si quería salir de allí. Al día siguiente lo buscaría para decirle cómo hacerlo.

—Una prueba —sentenció—. Una prueba de valor y resistencia. Escaparás dos veces.