CAPITULO X

LOS fragmentos del Diario de Kristina hasta ahora citados no arrojan una nueva luz sobre la tragedia de los Habsburgo; todo lo más, nos han acercado al desarrollo de los acontecimientos al permitirnos seguirlos a través de la experiencia personal de un testigo de vista que era, por sus sueños y deseos, copartícipe de la tragedia.

Esta sección final, sin embargo, contiene pormenores que hasta ahora no han figurado en la literatura de los Habsburgo. Hasta aquí ha sido necesario condensar el Diario, porque Kristina, como todos los que lo escriben, tiende a veces a divagar durante páginas enteras. Pero las siguientes son reproducidas en su integridad.

26 de noviembre de 1921. Navegando por el Atlántico.

«Ayer embarqué en Lisboa para un viaje de tres días hasta Madeira. El mar reluce bajo el sol, pero está muy alborotado, desgraciadamente. He pasado el día acostada y estos diminutos camarotes me dan la sensación de que estoy en mi ataúd.

»Y tengo muchísimos motivos para sentirme como un cadáver.»

28 de noviembre.

«Me encuentro muy mal esta mañana, pero he conseguido trepar hasta cubierta. El sobrecargo me ha dicho que a las tres estaremos en Madeira. La isla no tiene puerto; los barcos grandes fondean a una milla de Funchal y desembarcan los pasajeros en una lancha a motor.»

Más tarde.

«A las dos de esta tarde la isla ha aparecido por el horizonte de Poniente. Los gemelos temblaban en mis manes cuando he visto las palmeras del paseo marítimo de Funchal y tras ellas el Hotel Azuria, blanco y reluciente bajo el sol. Todavía no es mayor que un terrón de azúcar. Las lanchas del barco parecen reunir toda su fuerza y las olas, bañadas por el sol del océano, danzan alocadamente. Han aparecido las gaviotas chillando y revoleteando alrededor de las chimeneas, como si quisieran ayudar al barco a seguir su camino. Se levantó una súbita brisa; parecía que los vientos quisieran unir sus fuerzas a la velocidad del barco hacia la playa. Bajo los gemelos he visto el Hotel Azuria aumentar de tamaño. Ahora era ya grande como una sombrerera. Los rayos blancos que refleja son casi cegadores.

»El Rey vive en el Hotel Azuria.»

29 de noviembre. Hotel Azuria.

«El señor Camilo Camillian, director del hotel, me ha recibido con excepcional amabilidad cuando ha visto mi nombre. Contestando a mis preguntas me ha dicho que el Rey y la Reina llegaron a Funchal hace ocho días. Obrando bajo las instrucciones del Consejo de Embajadores, puso las veinte habitaciones de la Villa Amalia, ala completamente separada del hotel, a la disposición de Sus Majestades, que viven ahora en una soledad absoluta. No ven a nadie. El Rey aparece accidentalmente en el exiguo jardín de la villa para respirar un poco de aire.

»El señor Camilo Camillian es un hombrecillo con una barbita de chivo y lleva un traje perfectamente cortado. La fuerza de su perfume casi me ha mareado. Sus facciones y la forma de su cabeza me recuerdan la del rebeco disecado que había en la sala de billar de Ararat, que tanto miedo me daba de chiquilla. No hay nada que me inspire tanto terror, aun hoy, que los ojos amarillos y aparentemente cuadrados de una cabra.

«Necesito descanso, pienso pasarme todo el día en cama. Pero mañana solicitaré una audiencia con el Rey.»

30 de noviembre.

«Esta mañana he dado un largo paseo y he aprendido mucho sobre la isla que se ha convertido en la nueva Santa Elena inglesa. Funchal, la capital, se extiende a lo largo de la orilla del mar, y sólo la parte posterior trepa hacia la vertiente de la montaña. Las palmeras de los paseos y las plantas tropicales de los pequeños parques, cubren castamente la desnudez de la playa. La ciudad en sí no se diferencia mucho de las pequeñas poblaciones latinas del Mediterráneo, con sus tranvías y automóviles, algunos hoteles palaciegos y los bancos en la orilla del mar, mientras en la parte de atrás, los diminutos jardines encerrados entre muros de piedra y las callejuelas sujetas entre las viñas, tratan frenéticamente de escapar al asfixiante calor trepando montaña arriba. La ciudad entera parece llena de indecisión; la playa suspira por el mar y el mar suspira por la montaña.

»La enorme montaña que domina la ciudad ha resistido evidentemente a todos los ataques desde que el primer hombre paleolítico desembarcó aquí en su canoa para darle un nombre de humana referencia considerando su nomenclatura estar en relación con su dignidad; y así, incluso hasta nuestros días, la montaña ha sido llamada simplemente Monte. A media altura de la montaña circundando una gran iglesia de dos campanarios, yace un diminuto pueblecillo cuyos habitantes, todos trabajadores, suben y bajan mediante un funicular que funciona sólo por la mañana y por la noche. La isla tiene una población de ciento cincuenta mil habitantes que hablan portugués, a pesar de que son una amalgama de la mayoría de las razas europeas, latina, germana y eslava. Prácticamente, todos los estados de Europa tienen el privilegio de ostentar el escudo de su país en las puertas de sus casas, hacerse imprimir papel y tarjetas con títulos retumbantes, usar condecoraciones modestas y, en general, dar a la pacífica población de la isla la impresión de que son una especie de barcos de guerra humanos.»

1 de diciembre.

«El camarero que sirve a la real pareja en Villa Amalia se llama Arturo. Le he pedido a Arturo que diese a Su Majestad una breve nota en la que solicitaba una audiencia. A las once de la mañana, estaba sentada en el saloncillo del hotel, completamente desierto, cuando —con gran sorpresa por mi parte— alguien me ha puesto la mano sobre el hombro. Era el Rey. Llevaba una traje de paisano y me ha parecido más delgado que cuando lo vi por última vez. Lleva un bigote muy grande y esto ha alterado sus facciones. No me permitió levantarme, lo ha impedido apoyando una mano en mi hombro y se ha sentado en el sillón contiguo. ¡Cuan extraño era que me hubiese recibido sin una palabra, sólo con un ademán y una sonrisa! Ha sido como si fuese ya un fantasma. Ni un sonido ha salido de mi garganta. En la sonrisa del Rey había algo infantil y embarazoso. Los muchachos que fracasan en los exámenes suelen sonreír así. El Rey parecía avergonzado, incluso en mi presencia, del fracaso de su segunda tentativa.

—¡Con que está usted aquí!

»Éstas fueron sus primeras palabras y una huella de emoción y gratitud al pronunciarlas. Comenzamos a hablar y cuando me informé sobre su viaje, me contó brevemente que había tenido que abandonar el Glowworm en el Bajo Danubio, porque no había calado suficiente. Un tren los llevó hasta el Mar Negro donde un crucero inglés los recogió para traerlos a Madeira. Mientras hablaba, miraba a su alrededor nerviosamente.

—¿Puedo hacer algo por Vuestra Majestad?

—Quisiera hablar con el director del hotel. Encuentro nuestra cuenta demasiado elevada. No tengo secretos para usted... He llegado a Funchal con muy poco dinero. Quizá sepa usted que mis hijos y mi servidumbre están todavía en Suiza. La Reina y yo ocupamos sólo dos habitaciones y el hotel nos carga el precio de las veinte de Villa Amalia, con la alimentación de otras tantas personas. Me parece excesivo, la verdad.

«Indignada, me precipité hacia el despacho del señor Camilo Camillian y lo informé de que Su Majestad quería hablar con él. Salió en el acto al salón, se inclinó hasta el suelo delante del Rey y siguió haciendo reverencias mientras le regaba que entrase en su despacho. El Rey me hizo una señal disimuladamente. Tuve la sensación de que tenía miedo de quedarse solo con aquella cabra perfumada y cuando Camilo Camillian preguntó en qué pedía servir a Su Majestad, el Rey se volvió hacia mí un poco confuso.

—Quizá la condesa tuviera la bondad...

»Le dije al director lo que pensaba el Rey.

La mano de Camilo Camillan agarró en el acto su barbita y permaneció perplejo.

—Es un problema difícil, pero le encontraremos solución, desde luego. Probablemente Su Majestad no se habrá dado cuenta de que tiene el perfecto derecho a consumir veinte desayunos cada mañana, almorzar veinte veces al mediodía y cenar veinte veces por la noche y, lo que es más, nuestros directores no tendrían inconveniente en que Sus Majestades ocupasen las veinte habitaciones; es por consiguiente, su derecho más estricto levantarse cada media hora para ocupar un nuevo lecho fresco y recién hecho... —Me levanté de un salto, pero Camilo Camillan me detuvo con un nuevo torrente de corteses y amable palabras—... por favor, no he terminado. Sólo deseo poner las cosas bien en claro. Si Sus Majestades no están conformes con este arreglo por alguna razón y deciden ocupar tan sólo... digamos cuatro habitaciones... nos veremos obligados, bien a pesar nuestro, a poner a disposición de interesados las restantes dieciséis habitaciones, porqué las demandas son legión... ¡legión! Tenga la bondad de ver estos telegramas de Sir Henry Robertson, del príncipe Obcaelena, de mister Haywood. Todos pidiendo habitaciones. Estos han llegado esta misma mañana y en este montón de telegramas son todos lo mismo. Su Majestad tiene que comprender que, como director del hotel, tengo que proteger los intereses de los accionistas.

»El Rey permanecía mirando en el vacío y su expresión delataba claramente que lamentaba todavía más aquella excursión al despacho del señor Camilo Camillian que su última excursión en Hungría cuando fue recibido a cañonazos. La frase final «tengo que proteger los intereses de los accionistas» sonaba tétricamente en su oído, tanto más tétricamente cuanto que el señor Camilo Camillian, que hablaba perfectamente el alemán, al excitarse, intercalaba algunas palabras portuguesas en su discurso. Era la voz de un orden social completo, y era una voz que jamás había estado tan cerca de la oreja y la bolsa de un monarca cuyo trono había sido el principal apoyo de este orden. «Los intereses de los accionistas»... sí, había oído esta expresión, a la caída de la tarde, en los lamentos que lo llamaban al trono durante los días de la revolución. ¡Había que proteger los intereses de los accionistas! En días pretéritos fueron «¡La Dalmacia debe ser protegida!»... «¡Transilvania deber ser protegida!»... «¡Francia insiste en sus pretensiones sobre Alsacia y Lorena!» o «¡Turquía no quiere rendir el Bósforo!» El Rey sabía lo que significaban todas estas palabras amenazadoras, y sabía también que, como príncipe soberano, no podía negarles su santidad, porque eran el soporte del trono mismo. Sí, los intereses de los accionistas del Hotel Azuria debían ser protegidos. Sin decir una palabra, el Rey sacó la cartera y extrajo de ella mil ochocientos cuarenta y cinco francos suizos, importe de la factura de la primera semana de hotel. El señor Camilo Camillian hizo una profunda reverencia al hacerse cargo del dinero, y era imposible saber si la reverencia iba destinada a Su Majestad o al dinero.

6 de diciembre.

«Esta tarde estaba invitada a tomar el té con Sus Majestades. El estado de la Reina es ya claramente visible. ¡Dios mío, su octavo hijo está ya en camino y hace poco tiempo celebraron el décimo aniversario de su matrimonio! Los dos se quejan de que el jardín de Villa Amalia tiene apenas diez pasos de ancho y que sus verjas de hierro están llenas de curiosos de la mañana a la noche.

—No nos atrevemos a aventurarnos al jardín hasta la caída de la tarde —ha dicho el Rey—; de lo contrario tenemos la impresión de ser un par de gorilas recientemente llegados al parque zoológico. Cuando un barco turístico visita Funchal la situación es sencillamente intolerable. La gente se pisotea para llegar hasta la verja.

—Cuéntale lo de la vieja inglesa —dijo la Reina, que estaba haciendo una chaquetilla de lana para su futuro hijo.

—¡Oh, sí! —dijo el Rey riéndose—. Una tarde tranquila una vieja inglesa con gruesos lentes se apostó en la verja de Villa Amalia hasta que consiguió llamar la atención de una especie de criado que salía de la villa. Lo llamó y le ofreció cinco libras si la dejaba entrar y nos enseñaba a ella. Quería saber si era verdad que estábamos encadenados. El hombre demostró su lealtad volviendo la espalda a la vieja inglesa y desapareciendo de la villa.

—¿Quién era? ¿Arturo? —pregunté

—¡Era yo! —exclamó el Rey, riendo y echando la cabeza hacia atrás. La Reina se echó a reír también con gusto. En aquel momento el Rey se golpeó la frente con la palma de la mano—. Pero, ¡qué idiota soy! ¡Hubiera debido aceptar las cinco libras!

«Una deliciosa sensación de felicidad se apoderó de mí, si bien no me uní a sus risas. Seguramente Dios tiene que amar a la gente capaz de reírse así.»

14 de diciembre.

«Al parecer, las maravillas no terminarán nunca. Estaba sentada esta tarde en mi habitación cuando entró inesperadamente Juan Hwang. Se detuvo en el umbral y durante largo rato permanecimos mirándonos frente a frente sin decir una palabra. Yo estaba paralizada de sorpresa. Juan Hwang estaba pálido. Se acercó a mí, me besó en la frente y preguntó, con aquella voz tierna que se emplea para preguntarle a un individuo cómo sigue:

—¿Puedes vivir sin mí?

«Con palabras así me daba á entender generalmente que no podía vivir sin mí. Yo moví la cabeza pausadamente. Se echó a reír con una risa que me hacía quererlo todavía más, y se sentó a mi lado con aquellos movimientos de pantera que tanto admiro en él. Rodeó mi cuerpo con su brazo y me miró a los ojos, no con aquella mirada húmeda y honda de los enamorados, sino con la fidelidad de nuestra desgraciada y trágica amistad. Entonces empezamos a hablar y nos contamos todo lo que había ocurrido desde que estuvimos juntos la última vez.

»Juan Hwang tomó la habitación contigua a la mía y apartando el armario un poco pudimos dejar expedita la puerta de comunicación. No había casi nadie en el hotel; naturalmente, no había una palabra de verdad en lo de los telegramas a que el señor Camilo Camillian había hecho referencia en presencia del Rey.

«Después de cenar me fui a la cama, mientras Juan Hwang andaba de un lado a otro de mi habitación. Estuvimos mucho rato charlando. De cuando en cuando se detenía cerca de la pared y en estos casos desaparecía en las sombras porque mi lamparilla de noche era la única que alumbraba la habitación. Su voz llegaba a mí como si viniese de muy lejos, como una voz que se oye estando medio dormido.

»La conversación me aterró de tal manera que no puedo recordar lo que dijimos. Comenzó por decirme en síntesis lo que le había dicho al Rey la primavera pasada en Bösendorferstrasse. No sabía que había estado escuchando detrás de la puerta entornada. En resumen, la síntesis de sus observaciones fue la siguiente:

—Ni aun el Rey puede ya dudar un solo instante de que no es posible que alcance nuevamente el trono por los medios empleados hasta ahora. Aparentemente, toda esperanza está perdida. Aparentemente, fíjate bien. En sus más profundos instintos, los húngaros son todavía adictos a la corona. Sin embargo, sólo como jefe nacional Carlos puede volver al trono de Hungría. Lo cual significa que también él debe convertirse en un húngaro, abandonar el nombre de Habsburgo y casarse con una húngara.

—¿Estás loco? ¿Cómo puedes imaginar una cosa parecida? Aparte del hecho de que el Rey ama a su mujer es imposible pensar siquiera en un divorcio.

«Desde la obscuridad del muro, Juan Hwang respondió con calma, pausadamente:

—Un escritor romano, Artius, dijo una vez que el cerdo se alimenta de bellotas, la cigüeña de serpientes y la historia de vidas humanas. Algunas veces se traga cien mil soldados, otras, un hombre solo. Todavía es más bello abandonar esta vana y breve vida terrenal bajo las siniestras pero espléndidas estrellas de la historia que morir de apendicitis. La muerte en brazos de la historia es sólo una muerte que contiene la semilla de la vida, como el patrón que se injerta en un árbol. El Rey no aceptó mi proposición, que era suprimir fingidamente la vida de la Reina por medio de un accidente simulado en Suiza... Ahora es ya tarde. —Un segundo después añadió, en voz baja—: La Reina debe morir.

»Me cubrí el rostro con terror y gemí plañideramente:

—¡No, no!... ¡No digas nada más!

»En aquel momento, a pesar de que no tenía prueba alguna, estaba enteramente convencida de que Juan Hwang había estado complicado en los atentados dirigidos contra la vida de la Reina; primero durante el entierro de Francisco José y después en Schönbrunn.

—¡Sal de mi habitación!... ¡Sal de ahí! —grité cubriéndome todavía el rostro con las manos.

»Más tarde, cuando me serené, Juan Hwang no estaba ya en mi habitación.»

20 de diciembre.

«Por la mañana llevé mi máquina portátil a Villa Amelia a fin de ayudar al Rey a despachar su correspondencia. Me dictó varias cartas conmovedoras para sus hijos y su abuela, la archiduquesa María Teresa, que está con sus hijos en Suiza. El Rey tiene todavía una copiosa correspondencia. Recibe cartas de todo el mundo. Un anciano maestro húngaro escribe desde el territorio rumano ocupado pidiendo ayuda en el restablecimiento de su pensión. Un guardabosque tirolés, escribe preguntando si Su Majestad desea comprar un rifle de caza a bajo precio. Una mujer de Zagreb escribe pidiendo que el Rey no tire las ropas usadas de sus hijos sino que se las mande, porque tiene once chiquillos y su marido murió en el frente de Italia. Todo esto es como si los cadáveres putrefactos de la guerra estuviesen sangrando todavía. Eso es lo que ha quedado de la Monarquía. Yo contesto a todas estas cartas comenzando siempre con: «En nombre de Su Majestad Imperial tengo el sentimiento de informarle que...»

«Todo el mundo le pide cosas al Rey, quien, a veces, permanece con la mirada fija en el vacío, sumido en meditaciones, porque no sabe cómo se las compondrá para mantener a su familia. Ayer se quejaba de nuevo de que las exorbitantes facturas del hotel iban convirtiéndose en la principal fuente de sus preocupaciones.

«Esta noche he escrito una larga carta a papá, dándole clara cuenta de la situación. Evidentemente, el frente de nuestro país no ha sanado todavía de los recientes acontecimientos.»

1 de enero de 1922.

«Los días pasan con invariable monotonía y nada señala siquiera las fiestas. Me pregunto qué nos traerá el año próximo... Desde nuestra última conversación, Juan Hwang evita hablar de política y así conseguimos seguir adelante sin pelearnos.

»No tengo todavía noticias de casa. No he tenido contestación a la carta que escribí a papá, a pesar de que yo también comienzo a andar escasa de fondos. Estos días me encuentro muy débil. El eczema ha aparecido de nuevo en mi rodilla. Creo que es el resultado del clima de aquí y del régimen de comidas.»

6 de enero.

«La Reina ha recibido por fin autorización para visitar a sus hijos en Suiza. Embarca mañana.»

7 de enero.

«Un día horrible. La Reina subió a bordo antes de mediodía. Yo fui también en la lancha motora para despedirla y cuando regresé encontré una carta de Juan Hwang escrita a mano en mi habitación. La carta consistía en una sola frase sin firma:

Me he marchado.

»Me dejé caer sobre la silla, y quizá haya estado incluso sin conocimiento durante algún rato. ¿Por qué se ha marchado? ¿Dónde ha ido? Una vez más me parecía oír su voz... «el cerdo se alimenta de bellotas, la cigüeña de serpientes, la historia de vidas humanas...» ¿Qué debo hacer? ¿Debo prevenir al Rey? ¿Debo telegrafiar a la Reina y prevenir a toda la policía del mundo?

»...las siniestras pero espléndidas estrellas de la historia... Temo volverme loca. Estoy completamente abandonada. He ido a la pequeña capilla de los Carmelitas y he orado durante mucho rato.»

13 de enero.

«Esta mañana el Rey me ha enseñado un telegrama de la Reina diciendo que había llegado perfectamente a Suiza y encontrado a los chiquillos con magnífica salud, salvo el archiduque Roberto que estaba en cama con un ataque de apendicitis. La Reina estará en Suiza hasta que Roberto esté completamente bien.»

17 de enero.

«Actualmente el Rey y yo estamos completamente solos. No solamente me ocupo de su correspondencia antes del mediodía, sino que paso con él las horas de la tarde. Algunas veces jugamos a la baraja. Esta tarde, cuando nos cansamos de los naipes comenzamos a jugar Apfelstrudel para rememorar los maravillosos días de nuestra juventud en Viena. El Rey está de buen humor, y lleva la cuenta de los días que le faltan para poder ver de nuevo a sus hijos.

»Esta noche, mientras estaba sola en mi habitación, una terrible ansiedad se apoderó nuevamente de mí. He recordado el día en que Juan Hwang, en Ginebra, me mostró un rincón del lago en que el anarquista Luccheni clavó una lima en el corazón de la reina Elisabeth.»

20 de enero.

«Otro telegrama: Suiza ha dado orden a la Reina y sus hijos de salir del país inmediatamente. Nada es más significativo de la gentileza del gobierno suizo que el hecho de haber autorizado al archiduque Roberto a permanecer allí hasta su total restablecimiento, momento en que tendrá que marcharse también. Ésta es Suiza, el país de la miel y la leche, que ha conseguido mantenerse apartada de la guerra. Al parecer, el mundo entero ha olvidado el significado de la palabra «gracias».

»Mi corazón latía furiosamente al despertarme de un corto sueño esta tarde. He soñado que el Rey era coronado nuevamente en Buda en medio de gran pompa y esplendor. Pero en lugar de un helado día de nieve de diciembre, era un bello día de mayo, y yo era la reina.

«Tengo el corazón acongojado. Ojalá fuese una obscura maestra de un remoto pueblecillo de Hungría. Hubiera tenido un jardín con un viejo nogal en el centro. ¡Oh, Dios mío, protege a la Reina de todo mal, apártala de las siniestras estrellas de la historia!»

2 de febrero.

«Este ha sido el día más maravilloso de mi vida. Ha llegado la Reina con los seis hijos. He permanecido en tierra mientras el Rey embarcaba en la gasolinera para ir a bordo del Avon a recibir a la Reina. Cuando desembarcaron el Rey se fue directamente hacia la Villa Amalia con su hijo menor en brazos. Los otros cinco chiquillos revoloteaban alrededor de su padre como gorriones alborotados. La escena era tan emocionante que los presentes la contemplaban con lágrimas en los ojos.»

14 de febrero.

«El personal de la familia real ha llegado de Suiza esta mañana. La pobre Reina se hallaba verdaderamente en un estado terrible, teniendo que ocuparse de todos estos chiquillos.

»El Rey me ha enseñado una carta que Camilo Camillian ha recibido de la Dirección. Saturada de servilismo, con las más profundas lamentaciones la Dirección manifiesta que le es imposible esperar por más tiempo el pago de las notas atrasadas. Hace dos semanas que el Rey no ha podido pagar sus facturas.

»No puedo comprender que mis cartas a casa no hayan sido contestadas.»

21 de febrero.

«El Rey es feliz porque, de momento, ha mejorado la situación. Un noble caballero portugués de buen corazón, habiendo oído hablar de las dificultades económicas de la real familia, ha ofrecido el libre uso de su villa que está vacía, situada en la falda del Monte.»

28 de febrero.

«La real familia y su séquito se trasladaran a la villa del Monte, ayer tarde. Formaban un grupo de diecisiete personas, comprendiendo dos damas de honor, un preceptor austríaco y uno húngaro, dos chóferes la doncella de la reina, la institutriz suiza que cuida de los dos pequeños y la mujer de uno de los chóferes. Iban acompañados por el conde Dalmea, español, y su esposa. Diecinueve en total.»

4 de marzo.

«Todo el mundo está de buen humor; el pequeño archiduque Roberto, completamente restablecido, ha llegado esta mañana con su bisabuela, la anciana archiduquesa María Teresa. Toda la familia está, por fin, reunida. Pero los ocupantes de la villa son ahora veintiuno y el alojamiento es muy modesto. Esta noche he escrito la siguiente carta a Septemvir Utca:

«Querido papá: No puedo comprender por qué no contestas a mis cartas. Date prisa, por favor, y ayuda a la real familia antes de que sea tarde. Déjame que te dé una idea de la situación.

»La Villa Madaro está construida en la ladera del Monte, a unos mil cuatrocientos pies. El jardín es grande y agradable, pero la vegetación, a esta altura, no tiene nada de tropical. La villa tiene sólo un piso, está pintada de un rojo amarillo y desde una de las ventanas se goza de una vista maravillosa sobre las montañas, Funchal y el Océano. La villa es pequeña, porque fue construida pensando en los tres miembros de la familia Madaro.

»Dentro, una parte da a un vestíbulo octogonal. La instalación es como sigue: Los seis chiquillos y la institutriz suiza viven en las tres habitaciones de la izquierda. La habitación más grande de la derecha está ocupada por la archiduquesa María Teresa, y después viene el comedor, tan exiguo que a veces las comidas hay que servirlas en tres turnos. Las dos habitaciones siguientes —cubiletes, en realidad— albergan a las dos damas de honor. Los Reyes eligieron para ellos las dos diminutas habitaciones del ático; allí pueden gozar de una cierta tranquilidad, porque la agitación de la planta baja es mayor que en las calles de Funchal.

»En un edificio más pequeño, cercano a la casa, están las cocineras, y dos exiguas habitaciones en el ático han sido destinadas al conde Dalmea y su esposa. Los dos preceptores, uno de los cuales es un clérigo húngaro y el otro un maestro de escuela del Tirol, viven en la granja, iluminada únicamente por lámparas de aceite. El resto del personal está hacinado en una especie de caseta del portero.

»Os doy la situación del alojamiento tan detalladamente para que os hagáis cargo de que no puede ser más miserable. ¡Papá, mamá, si tan sólo pudieseis ver cuan espantoso es! ¡Por favor, papá, piensa en las ochenta habitaciones vacías de Ararat, sin contar las de las demás casas, en Septemvir Utca y en otros sitios! El destino ha sido generoso contigo; la servidumbre de casa, en los tiempos en que vivimos, asciende todavía hoy a cincuenta personas. No quiero hablar de «caballerosidad nacional», pero, ¿cómo podéis, tú, tío Andrés y tantos otros, traicionar vuestra conciencia permitiendo que nuestro Rey sufra de esta forma cuando todos vosotros debéis vuestras fortunas a los Habsburgo? Si no quieres creerme, mandad una comisión de encuesta, pero, por favor, haced algo por ayudarlo, haced algo lo más pronto que os sea posible.

6 de marzo.

«Esta mañana, al llegar a Villa Madaro, he encontrado gran confusión en el vestíbulo. El Rey estaba en mangas de camisa aserrando una plancha en dos. La sotana del clérigo húngaro estaba cubierta de serrín. Estaban construyendo una pequeña capillita debajo de la escalera. Estuve contemplándolos largo rato, y recordé el terciopelo carmesí, las góticas alturas de la iglesia de San Matías y el magnífico esplendor de la coronación. Pero me parece que esta capillita debe ser más querida del corazón de Dios.

»Al mediodía, la capillita estaba lista, y el clérigo dijo la Misa. El Rey y el pequeño Otto actuaban de monaguillos.»

7 de marzo.

«Esta mañana, el Rey, los chicos mayores y los dos chóferes, han ido al mercado de las afueras del pueblo donde han comprado treinta gallinas y seis gallos. El Rey en persona llevaba dos de las pesadas canastas. Su plan es criar pollos en el jardín, donde hay un gallinero vacío. Los he encontrado frente al Hotel Azuria, y he tratado de aliviar al Rey de uno de los canastos, pero se ha negado riéndose. Plácidamente, me dijo:

—Ahora tengo menos francos suizos que pollos. Pero me parece que la cría va a divertir a los chiquillos, porque cada cual tendrá sus obligaciones y responsabilidades. He descubierto, además, un maravilloso secreto para economizar. Estas gallinas van a poner huevos frescos cada mañana, y los polluelos crecerán y se convertirán en pollos bien gordos, y entonces podremos comérnoslos...»

8 de marzo. Villa Madaro.

«Esta madrugada, a las dos, he sido despertada por Juan Hwang, que acababa de regresar de la ciudad.

—Despiértate —dijo, tan pálido y nervioso como no lo había visto nunca. Encendió la luz y comenzó a andar por la habitación como un loco. Salté de la cama y me tapé con algo—. Acabo de enterarme —dijo, dejándose caer sobre una silla— de que hay una conspiración preparada contra el Rey. ¡Quieren asesinarlo!

—¿Al Rey?

»Juan Hwang bajó la cabeza melancólico.

—Es un asunto serio. No he conseguido averiguar quién hay detrás de esta conspiración, pero tengo la seguridad de que existe un poderoso apoyo. El Rey es una carga para los poderes mayores de Europa; mientras viva puede ocasionar perturbaciones en cualquier momento. Una cosa, sin embargo, he averiguado como cierta. La ejecución del atentado ha sido confiada a una especie de demonio con barbilla.

—¿Camilo Camillian?

»De nuevo Juan Hwang asintió tristemente. De pie, en medio de la habitación, con una manta echada sobre mis hombros, mis piernas comenzaron a temblar. No tenía ningún motivo para dudar de las palabras de Juan Hwang, porque su inteligencia, en esta clase de cosas, siempre resultaba exacta. Tenía fuentes secretas de información en la política subterránea. Comencé a vestirme apresuradamente, pero Juan Hwang me detuvo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Correr a la policía? ¿Decírselo al Rey? De momento todo esto no sería solamente inútil, sino peligroso. Mientras no sepamos cuáles son las fuerzas que están frente a nosotros, no podemos hacer más que vigilar y esperar.

»Estuvimos hablando hasta el alba; no volví a acostarme. A primeras horas de la mañana trepé por la montaña y comencé por hablar con el conde Dalmea. Siguiéndolas instrucciones de Juan Hwang no le dije exactamente lo que pasaba, pero le advertí que tuviese constantemente cerradas las verjas de la villa. Dalmea me tranquilizó diciéndome que las verjas estaban siempre cerradas con llave y me recordó la presencia de su perro lobo Ripp, que no permitía que nadie entrase en el jardín. Ripp es verdaderamente un animal terrible. Un brillo frío y verde reluce constantemente en sus ojos, sus fauces están siempre goteando saliva, y su pelo es reluciente. Está tan delgado, que se pueden contar sus costillas, a pesar de que consume gran cantidad de comida.

»He hablado también con Anna, la mujer de uno de los chóferes. Le he encargado que probase toda la comida destinada al Rey.

»He seguido concienzudamente todas las instrucciones de Juan Hwang, pero estando en el jardín he tenido la sensación de que todo aquello era una fantasía suya. En la pequeña loma que se levanta frente a la Villa hay un álamo plateado adorable, y en aquel momento su belleza estaba realzada por la niebla. El árbol fue plantado para celebrar la muerte de Napoleón. Me parece que la celebración fue un poco prematura.

»Ha llegado la primavera, pero el jardín está todavía envuelto en la niebla. Ahora, en los primeros días de marzo, los dos mil pies del Monte comienzan a quitarse el gorro de nieve, como si diesen la bienvenida a la estación que se avecina. La consumación de su gesto requerirá cuatro semanas, según me explica el conde Dalmea; las montañas se mueven más despacio que los hombres. Cuando la montaña presiente la aproximación de la primavera, envuelta en el manto azul y oro del mar, comienza a gritar de júbilo y sus lágrimas corren hacia el océano. Un serpenteante riachuelo corre a través de nuestro jardín. Abajo, en Funchal, se ha instalado el calor del verano, pero aquí arriba, el Monte está todavía bañado en las apocalípticas neblinas de su milagrosa metamorfosis. Una niebla cálida cubre el Monte desde la mitad de su altura hacia abajo y los robles no necesitarán más de ocho días para florecer bajo esta niebla.»

9 de marzo. Hotel Azuria.

«El Rey ha ido de compras esta mañana a la ciudad, porque mañana es el cuarto cumpleaños del pequeño archiduque Carlos. Cuando regresó a casa, por la tarde, el chiquillo estaba en cama con fiebre alta, y ni los juguetes ni las golosinas le han proporcionado ningún placer. La Reina y uno de los chóferes están enfermos también; de manera que tengo una gran oportunidad para lucir mis conocimientos de enfermera. Ésta ha sido la primera vez desde hacía mucho, muchísimo tiempo, que no tenía ocasión de lucir mi uniforme de la Cruz Roja. La institutriz suiza y yo, termómetro en mano, vamos de una habitación a otra.»

12 de marzo.

«Esta mañana he subido a Villa Madaro. He encontrado al Rey dando de comer a los pollos en el gallinero; hace tres días la pequeña archiduquesa Ethel fue atacada de neumonía y ayer el archiduque Félix tuvo que acostarse con la misma enfermedad. Hay también una parte de la servidumbre enferma, aumentando, por consiguiente, el trabajo, de manera que el Rey en persona se presta a ocuparse de la alimentación de los pollos.

Llevaba un delantal verde y sucio y acababa de llenar de agua las gamellas.

—Créame usted —me ha dicho—, ocuparse de una granja como ésta no requiere menos cuidados que responsabilidades un gobernante.

»Con un ademán extraño, sacó un puñado de trigo del bolsillo de su delantal.

»—¡Pi pi pi pi pi! Mire aquel pollo pequeño con el cuello pelado... Se comporta como Eslovaquia. Y aquellos dos gallitos, allí, el blanco y el rojizo, se están peleando constantemente, como los servios y los croatas. Aquel gallo grande, por el contrario, aterroriza a todo el mundo, e incluso ha tratado de hacerme frente a mí. ¡Pi pi pi!...

—¿Hungría?

—Sí —dijo riendo el Rey—. Y le voy a cortar su maravillosa cola negra como castigo y me la pondré en mi sombrero de caza.»

14 de marzo.

«Esta mañana los pollos, las gallinas y les pollitos esperaron en vano que su encargado pusiese agua en las gamellas. Desde hace días el Rey ha ocultado su fiebre creciente, incluso a sí mismo, pero ahora también él está en cama».

17 de marzo.

«Son las diez de la noche. Acabo de llegar de Villa Madaro donde he estado cuidando al Rey todo el día. Quiero anotar estas líneas rápidamente, antes de que se desvanezcan en mi mente. Ayer los chiquillos se pasaron el día entrando en la habitación de su padre, pero desde esta mañana les está terminantemente prohibido el acceso. Ahora sólo se les permite pararse ante la puerta a la caída de la tarde para dar las buenas noches. Yo estuve allí por casualidad cuando los cuatro chiquillos —los otros tres eran todavía enfermos— treparon por las angostas escaleras que llevan al ático y se detuvieron frente al umbral. Y los cuatro chiquillos, uno tras otro, chillaron con voces idénticas e idéntica entonación: Gute Nacht, Papi!... En aquella escena había algo que destrozaba el corazón. Soñoliento, pero con marcada ternura, el enfermo repetía: Gute Nacht, Otto... Gute Nacht, Roberto... Gute Nacht, Rodolfo... Gute Nacht, Franz Joseph... Parecían seis centurias de Habsburgos dando al mundo su postrero adiós... El Rey los llamaba por su nombre, a pesar de que su agudo saludo, Gute Nacht, Papi!... debió ser en todos ellos muy parecido a través de la puerta cerrada.

»Juan Hwang dice que la enfermedad del Rey no es grave. Está todavía preocupado por la conspiración que yo casi he olvidado. Dice que está en la buena pista y que pronto sabrá algo más sobre el asunto. El peligro, a su manera de ver, no ha cesado. ¡Muy al contrario!»

20 de marzo

«Esta mañana he encontrado al cocee Dalmea en el jardín de la Villa. Llevaba un sombrero de paja ribeteado y un traje ligero con una rosa en el hojal, atavío que parecía extraño bajo la niebla, porque el jardín está todavía cubierto de ella. Acababa de bajar de la habitación del Rey, y dijo que éste estaba planeando ir a matar el musmón la semana próxima en Isola Deserta. Esta mañana no tuvo casi fiebre. El conde Dalmea se iba a la ciudad a hacer los preparativos para la cacería. Mientras me acompañaba por el jardín, su perro Ripp anduvo rondando nuestros talones. Se desvanecía en la niebla y reaparecía. Aunque me gustan mucho los perros, no puedo soportar la presencia de esta bestia repugnante.

21 de marzo.

«Anoche la temperatura del Rey era de 38 grados y esta mañana ha descendido un poco. Cuando llegué a la Villa antes del mediodía, la archiduquesa María Teresa me llamó aparte para decirme que era hora ya de llamar a un doctor, porque hasta entonces ni él ni los chiquillos habían tenido la menor asistencia médica. Andan tan escasos de dinero que se resisten a llamar a un médico. He regresado inmediatamente a la ciudad y después de mucho llamar por teléfono, el doctor Nuno Roteimon y el doctor Leito Aldao han venido al hotel. Aldao, el más joven de los dos, habla inglés bastante bien, mientras el viejo Roteimon habla sólo portugués y algunas palabras de alemán. Les dije lo que quería de ellos y salieron para Villa Madaro en el acto. Diagnosticaron un catarro bronquial, no ajeno a una ligera congestión que creían localizar en la parte superior del pulmón derecho. Ambos declararon que la cosa no era grave. Han prometido volver mañana. El conde Dalmea los ha acompañado a la ciudad a fin de comprar municiones para la caza del musmón.»

22 de marzo.

«Esta mañana, temprano, estaba ya en Villa Madaro. Después de la Misa me senté en el vestíbulo y esperé. El doctor Aldao fue el primero en bajar por la angosta escalera del cuarto del enfermo. Se precipitó hacia mí y me susurró, casi metiéndome en los ojos: ¡Inflamación de los pulmones! Bronconeumonia. Todo el mundo quedó sin habla al oír el diagnóstico. Los médicos se preguntaban dónde instalar al enfermo porque encontraban mal sana aquella habitación. Después de estudiar la casa decidieron instalar al Rey en la habitación del piso bajo ocupada hasta entonces por la archiduquesa María Teresa. La Reina subió a decírselo al Rey, pero éste no estuvo conforme porque dijo que no quería molestar a su abuela. El viejo doctor Roteimon se puso serio y volvió a mandar a la Reina con el encargo de que debía haber algún error porque no había hablado del traslado del Rey como una conveniencia, sino como una orden facultativa. Mientras la Reina estuvo arriba, el doctor Aldao se asomó a la ventana que daba al jardín, cubierto todavía por una espesa niebla. Me hizo seña de que me acercase y dijo en voz baja:

—¿Quién aconsejó al Rey que viniese a vivir a esta villa?

—Temo que haya sido una necesidad económica.

—¿No sabe usted que no ha venido todavía nadie a vivir a estas villas? El Monte es muy malo en marzo para los pulmones. La población indígena lo sabe muy bien, pero, naturalmente, nadie lo dice, a causa de los turistas. Durante estas semanas, el Monte es como un animal salvaje cuando cría: no admite la presencia de nadie.

»El doctor Aldao se volvió otra vez hacia la ventana y siguió contemplando el jardín lleno de niebla que trepaba alrededor de los árboles como si se dispusiese a iniciar un ataque con todas sus fuerzas contra Villa Madaro.

«Entretanto, la doncella y la institutriz suiza habían extendido sábanas limpias en la cama de la planta baja y el Rey bajaba ya las escaleras, en pijama y zapatillas, con un gabán de invierno sobre los hombros. Pero la Reina tenía que sostenerlo porque apenas podía tenerse en pie. Me precipité delante del doctor Aldao para ayudarlo, pero apenas había espacio para los tres en la angosta escalera. Era la primera vez que lo veía desde que había caído enfermo y fue ésta una visión lastimosa. El cabello había encanecido en las sienes y en las raíces de su bigote. ¡Y pensar que no tenía más que treinta y tres años! Los médicos recetaron cataplasmas de linaza y quinina para rebajar la fiebre. Hasta aquí llegaban sus conocimientos médicos.

»Más tarde, en casa, cuando le dije a Juan Hwang lo que había dicho el doctor Aldao respecto a la niebla, vi con claridad que estaba profundamente impresionado.»

27 de marzo.

«El reino de Dios es una vasta música... El poema de Rilke acude a mi mente. El Rey ha recibido los Santos Óleos. Yo estaba allí, en su cuarto, pero me es imposible describir cuanto vi y sentí.

»A las cuatro de la mañana todos estábamos todavía en el vestíbulo, sin dormir. Los dos doctores pasaron la noche a la cabecera de la cama. El viejo Roteimon fue el primero en salir de la habitación del enfermo y, extendiendo los brazos dijo: «¡El corazón, el corazón falla!» Lo dijo en portugués, pero todos entendimos lo que quería decir.

»El Rey estuvo sin conocimiento desde la una de la madrugada. Alguien telefoneó y otros comenzaron a redactar telegramas.»

»¡El Rey ha recuperado el conocimiento! La fiebre ha descendido y el corazón recobra fuerzas. Según Roteimon, está fuera de peligro. Trajeron los chiquillos a verlo durante un momento. Después, el doctor Aldao le quitó un poco de sangre de la región dorsal. El conde Dalmea fue conmigo a la ciudad a hacer nuevos preparativos para la caza del musmón.»

31 de marzo.

Noticias inquietantes; la inflamación se extendido al otro pulmón y el Rey está en estado comatoso desde la mañana. A la caída de la tarde le han dado unas inyecciones de turpentina y adrenalina. No puedo aguantar más con los ojos abiertos. He regresado al hotel a medianoche después de haberme quedado dormida en el auto. Juan Hwang me esperaba con impaciencia. Cuando le di cuenta del estado desesperado del Rey tuvo súbitamente un acceso de rabia. Rechinaba los dientes y golpeaba las paredes con el puño.

—¡El cochino! ¡Ha podido más que yo este cochino!

—¿A quién te refieres?

—¡Al canalla ése! ¡Nos ha engañado a todos! ¡Yo mismo creí que quería matar al Rey con un revólver o un puñal, con veneno o una bomba! ¡Pero no! ¡Qué ingenioso ha sido! ¡Lo ha matado con la niebla! ¡Lo ha atado a Villa Madaro! ¡Ahora, ahora puedo ver para qué servía la niebla!

»Me pareció que Juan Hwang tenía razón. Y ahora comenzaba a comprender por qué no había recibido respuesta de mis cartas a papá. Probablemente Camilo Camillian interceptaba mi correo.»

1 de abril. Villa Madaro.

«A las siete de la mañana, Arturo, el camarero, me arrancó de mi profundo sueño diciéndome que tenía que ir a Villa Madaro inmediatamente. Me vestí a todaprisa y salí con Juan Hwang que me estaba esperando ya vestido. Una espesa niebla cubría el jardín. Cuando llegamos estaban preparando una nueva cama para el Rey. Tenía conocimiento, pero sucumbía de cuando en cuando a unos desvanecimientos. Abrimos la ventana. La niebla penetró en la habitación, blanca como un fantasma que quisiera llevarse al Rey. El doctor Aldao administró oxígeno y la institutriz suiza ponía botellas de agua caliente debajo de las mantas. A las nueve y media su estado empeoró súbitamente. La fiebre subió de una manera alarmante y el pulso se debilitó. Pero el Rey recobró inesperadamente el conocimiento e incluso se incorporó débilmente en la cama. Con voz clara y pausada, dijo: Ich möchte...» 4 Y no dijo más, pero todo el mundo comprendió lo que quería y el clérigo húngaro trajo la Sagrada Eucaristía. Cuando el Rey la hubo recibido pidió otra almohada en la espalda y de nuevo su voz fue completamente clara. A las once y media el doctor Aldao se llevó los balones de oxígeno porque no tenían ya utilidad alguna. Un sudor frío cubría el rostro del Rey.

»A las doce se abrió quedamente la puerta y la archiduquesa María Teresa entró en la habitación trayendo en la mano al príncipe heredero. Otto que tiene ahora diez años. No hay nada tan impresionante como el rostro de un chiquillo asustado.

»Se dio al Rey una inyección final. El doctor Roteimon dejó el pulso del enfermo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, y la habitación —en la que no se había oído más que susurros durante mucho tiempo— resonó bajo su voz vibrante, casi demasiado fuerte, cuando dijo en un grito: «¡Las doce y veintetrés minutos!» Fue dicho en portugués, pero todo el mundo lo entendió, porque todos miramos nuestros relojes. Y comprendimos también otra cosa: el Rey había muerto.

«Juan Hwang me agarró del brazo, me llevó a la ventana y susurró, con una voz lejana, señalando al jardín por la ventana abierta:

—¡Mira!

»Poseída del terror me cubrí el rostro con las manos para no ver lo que veía. Ahora, por primera vez, la niebla se había levantado de Villa Madaro, y un sol resplandeciente cubría el jardín. Como un asesino, la niebla había huido del lugar del crimen.»

Las cinco de la tarde.

«Hay días que son más largos que la vida misma. Estoy sola en un banco de la Villa Madaro. El pobre Rey hubiera hecho mejor en caer al frente de sus tropas en los campos de batalla o en sucumbir bajo el cañón de los revolucionarios; hubiera sido mejor morir en el altar de la paz en manos de los ejecutores secretos alemanes. La historia no perdona nunca una bronconeumonia, los balones de oxígeno y las ventosas.

«Una vez, antes de la guerra, papá, mamá, tío Cini y yo fuimos al circo en Viena. Los empleados del circo llevaron una muñeca de madera de tamaño natural, la pasearon por delante de las primeras filas sosteniéndola por las axilas, la manosearon para demostrar a los espectadores que su rostro era de madera pintada y sus ojos de cristal, y que manos y pies eran rígidos. Por último, dejaron caer accidentalmente el muñeco que dio un fuerte golpe contra el suelo. Entonces vino la sorpresa. El muñeco de madera, inmóvil hasta aquel momento levantó lentamente una mano y se puso en pie con sorprendentes movimientos, como movido por un ingenioso mecanismo. El espectáculo llegó a su apogeo cuando la muñeca comenzó a cantar y bailar con gran arte y salió de la pista en medio de una salva de aplausos, porque la muñeca era realmente un ser humano. Esto fue lo que ocurrió con el Rey. Aquí, en Funchal, lo vi volverse un ser humano. Aquel era el hombre a quien sentaron en el trono en medio de una guerra que no había provocado. Durante su reinado, los alemanes y sus consejeros estuvieron constantemente reprendiéndolo y engañándolo, porque, como un chiquillo travieso con una idea obsesionante, si no le hubiesen vigilado estrechamente hubiera hecho la paz enseguida. Aquel era el hombre que habían matado —Juan Hwang tenía razón— con facturas de hotel y con la niebla, pero, a mi modo de ver, más con hipocresía que con otra cosa. El conde Dalmea me ha dicho que acaba de ser informado de que los banqueros ricos de Funchal, cuando se enteraron de la angustiosa situación financiera del Rey en enero, votaron conceder a la familia real un crédito ilimitado. Lo que ocurrió fue que omitieron poner en conocimiento del Rey su generosa oferta. ¡En cuanto a la aristocracia austríaca y húngara!... Papá es una excepción. Papá intervino por fin; en cuanto fui a Telégrafos la semana pasada y le mandé un telegrama conminatorio y explicativo, envió en el acto cincuenta mil francos suizos con promesa de nuevas remesas. Y hubo otras excepciones que ayudaron también. ¿Excepciones? ¡No, excepciones, no! Su ayuda ni fue ni suficiente ni vino a tiempo. El Rey ha muerto; esto habla más elocuentemente que todo lo demás respecto a su ayuda. Todos fueron lamentablemente pusilánimes y despiadados con su Rey, todos ellos, cada uno de ellos, el Consejo de Embajadores, el gobierno suizo, todos los potentados y maharajás del mundo entero.

»Uno de los chóferes me ha dicho que Ripp, la perra del conde Dalmea, ha tenido esta mañana nueve perritos. ¡Brr!... Un estremecimiento de frío recorre mi espinazo cuando pienso en esta horrenda bestia».

Más tarde.

«Han decidido hacer la autopsia. En entierro no se celebrará hasta dentro de cinco días y sopla una ráfaga de calor tropical.»

Medianoche.

«A las nueve de la noche, el doctor Roteimon y el doctor Aldao han entrado en la cámara mortuoria con otro médico cuyo nombre ignoro. El cadáver del Rey yacía sobre la cama con la mandíbula atada y su rostro, ya desencajado. Los médicos prepararon sus instrumentos y comenzaron el trabajo. Como ayudante, yo iba con la bata blanca. Escalpelos, tijeras y sierras de extrañas formas brillaban bajo la luz. Sentaron el cadáver en la cama, le quitaron la camisa y volvieron a tenderlo. Abrieron su pecho y sacaron el corazón del Rey. Después inyectaron una solución de formaldehído en las arterias, a fin de evitar la descomposición.

»Yo sostenía la bandeja de metal cuando el doctor Aldao puso sobre ella el corazón del Rey; era una masa repulsiva y sanguinolenta, de color púrpura. Los bordes de las arterias principales eran blancos donde las tijeras las habían seccionado y la sangre manaba todavía en ellas.

«Súbitamente, la bandeja comenzó a temblar en mis manos. Como un siniestro rayo de luz, la profecía de Frau Katz acudió a mi mente: «¡Y algún día tendrás el corazón del Rey en tus manos...!»

Al alba.

«La autopsia duró más de dos horas. Mas tarde, sentada en una silla del vestíbulo, me quedé dormida de agotamiento. Cuando abrí los ojos había ya luz de día. Emprendí el camino de casa, pero di una gran vuelta hacia la entrada principal, porque quería dar un poco de agua a los pollos. Creí que debía esto a la memoria del Rey. Y quise ver, por última vez, aquel polluelo de cuello pelado, Eslovaquia; y los dos pollos pendencieros, uno rojizo y el otro blanco, los servios y los croatas; y el gran gallo leonado y dominante, Hungría... todo me recordaba la Monarquía.

»El hoyo para la basura está detrás de los gallineros. No sé cómo ha debido ocurrir... Probablemente, los médicos arrojaron el corazón del Rey en el cubo y las criadas, no sabiendo qué era, lo han tirado al hoyo de la basura.

»Cuando pasé por allá, Ripp estaba en el borde del hoyo mascando algo. Reconocí el corazón del Rey entre sus fauces en el momento en que se lo tragaba.»