CAPITULO PRIMERO

LAS campanas del campanario exagonal de la época del medioevo daban las ocho de la noche en el pueblo de Willensdorf. La tarde de verano era radiante. El sonido de las campanas se mezclaba con el mugido de una cascada invisible. Sentado en el único banco de la estación, un lacayo joven llamado Tobías, vestido con librea de caza, estaba dando cabezadas esperando un tren que no llegaba. Medio dormido, tenía la sensación de que aquellas campanadas eran como franjas de oro bruñido extendidas a través del murmullo de la cascada. Bajo el pueblo, el río Inn corría a lo largo de su canal amurallado, arrastrando su cola azul como una viuda noble y agitada que hubiese dado la libertad a su cólera diciendo todas las cosas que desde hacia tiempo le abrasaban la lengua. El tumulto estallaba en el molino de agua, y blancas olas espumeaban de indignación. El molino protestaba, agitando sus palas y tratando, enfurecido, de explicar un aspecto de la gran querella, pero el río no quería escucharlo y se alejaba, salpicando el cabello de los matorrales y sumergiéndolos ocasionalmente bajo su cólera.

La estridencia del silbato de un tren desgarró la tarde de verano, como si alguien hubiese hundido una daga en la barriga del Allenberg. Al pie de la montaña, el tren, como un asesino que huye, avanzaba rápidamente por el valle. Era a fines de julio de 1919.

Sólo un viajero se apeó en la estación; una mujer de avanzada edad, que, después de dirigir inoportunas miradas a sus compañeros de viaje y cerciorarse bien de que aquella estación era Willensdorf, sacó penosamente del vagón su voluminoso pie metido en un informe zapato atado muy arriba, indiferente a la llamada del conductor, Schnell, schenell, bitt'schön!, porque no entendía una palabra dé alemán. En el momento en que hubo bajado su equipaje al andén y se encontró en tierra firme, un poco aturdida, el suelo pareció empezar a retirarse acelerando su velocidad. Cuando desapareció el tren de su vista y la tierra quedó repentinamente inmovilizada, madame Couteaux miró en torno suyo. El buzón postal pintado de negro y amarillo, el jefe de estación con su gorra roja, el lagrimeante tanque de agua, las montañas aprisionando el cortante aire alpino entre sus grandes pilares azules... llevaban escritas en el rostro estas palabras: Grand Dieu, comme tout cela est étrange! ¡Cuan diferente de aquellas llanas y tibias extensiones, de aquellas rutilantes playas del Mediodía de Francia!

Madame llevaba un traje negro, como si estuviese de luto. Su escaso cabello, amarillento y gris por la edad, estaba cubierto por un simple sombrero de fieltro, ligeramente ladeado. Su rostro gris y huesudo era el de una campesina, el rostro favorito de pintores y escultores por ser representativo de un pueblo entero. Las cejas eran escasas, pero las mandíbulas y la boca eran firmes y estaban liberalmente provistas de lo necesario para comer y hablar mucho. Un rostro semejante era vasto campo en el que poner de manifiesto las mayores y más comunes emociones. Sobre el labio superior de madame Couteaux aparecía una considerable verruga de la que brotaban tres pelos como modestas flores de una maceta, pero flores que no son nunca regadas.

El tren hallábase ya lejos y el rostro de madame Couteaux mostraba todavía la expresión de terror del que ha sido arrojado a una isla desierta alejada del paso de los hombres. Más aun estaba en terreno «boche», y el infierno de Verdún ardía aún desde hacía menos de un año. Ah, que tout cela est étrange! Todo había ocurrido tan rápidamente... El miércoles, monsieur Pellissier..., sí, el miércoles le había telegrafiado preguntándole si estaría dispuesta a ocuparse de la instrucción francesa de una muchacha de nueve años en Austria. Desde luego, desde luego, si monsieur Pellissier se lo pedía, aunque no había sido nunca profesora de idiomas... El segundo telegrama le decía que tenía que tomar el tren e informar a Stephan Dukay, de Willensdorf, de la hora de su llegada. Irían a buscarla a la estación. Medio pueblo suyo la ayudó a preparar el itinerario, y entonces escribió la hora exacta de su llegada e incluso envió una fotografía.

Tobías estaba ya a su lado, sonriendo tímidamente, haciéndose cargo del equipaje, que consistía en una maleta atropellada, reminiscencia de la pasada centuria, y un no menos manoseado maletín.

—Non, merci, merci, mon cher ami —dijo madame Couteaux, con su voz ligeramente ronca, expresando cordialidad y reconocimiento por el servicio prestado.

Echaron a andar uno al lado del otro, pero sin cambiar más palabras, pues Tobías no sabía ni una sílaba de francés. Al salir de la estación no se dirigieron hacia el pueblo, sino que tomaron la dirección contraria. Madame Couteaux tenía que hacer un ligero esfuerzo para seguir el rápido paso del lacayo. Inclinada hacia adelante, caminaba agitando las manos como si el aire fuese una barandilla y quisiera agarrarse a él. Mientras caminaba, las líneas de su traje negro delataban su fláccido vientre y sus no menos fláccidos pechos. En lo alto de la blanca cuesta, con árboles frutales, plantados en sus bordes, aparecía una vieja casa amarilla en el centro de un pequeño parque y varios pequeños edificios al extremo de un jardín. Todo aquello no revelaba nada respecto a los habitantes de la casa ni del significado del nombre: Stephan Dukay; nada respecto a sus funciones ni su fortuna. La vieja mansión se limitaba a mirarla frunciendo el ceño y escuchando sus preguntas, pero no respondía a ninguna de ellas.

Madame Couteaux, que durante el viaje se había abandonado ya a su desconocido destino, era viuda de un francés que fue durante algún tiempo cocinero jefe del Berkeley de Londres. Había visto muchas veces a la corpulenta reina Victoria con su famoso paraguas salmón al pasar en coche por Piccadilly. Hijo de esa feroz arrogancia de que hacen ostentación quienes, por nacimiento, hablan algunos de los idiomas importantes de la tierra: el cocinero jefe y su esposa vivieron en Londres veinte años sin aprender una sola palabra de inglés. A pesar de que Londres es una especie de bestia de recia piel que rechaza cualquier frase extranjera, no solamente los directores y camareros del hotel, sino incluso los pinches de la cocina hablaban correctamente el francés por la sencilla razón de que la mayoría de ellos procedían de Francia o de Suiza.

Al finalizar el siglo, monsieur Couteaux y su esposa, no pudiendo soportar por más tiempo su incurable añoranza del terruño, decidieron retirarse a su pueblecillo natal y allí, al borde del Mediterráneo, convertir en realidad, no sólo su bien guardado peculio de libras esterlinas, sino una vieja ambición. Quería criar langostas, basándose en la teoría de que, si bien el Midland Bank paga tan sólo un uno y medio por ciento de interés, una sola langosta pone trescientos mil huevos o, si está de mal humor, sólo tres mil, pero aun en este caso, el rendimiento es infinitamente mayor. Aquel soleado pueblecillo meridional era uno de esos ricos lugares de Francia dedicados a las industrias derivadas del fuego; casas y más casas formando calles enteras estaban consagradas a la fabricación de pipas de brezo que más tarde habían de llevar la inscripción «Made in England»; los pueblecillos dejos alrededores se especializaban en el tallado de mangos para paraguas y sombrillas, y todos los hogares trabajaban las brillantes marmitas de cobre y las cazuelas de arcilla en las que, con el más minucioso aditamento de vino blanco y coñac, tomillo y pimienta se cocinaba lentamente la más sabrosa de las exquisiteces, las renombradas Tripas á la mode de Caen. Sin embargo, el pueblecito francés no cumplió aquellas imaginadas promesas, porque la tierra natal no posee generalmente todas esas excelencias que se le atribuyen cuando está uno poseído por su nostalgia. La cría de las langostas fue un fracaso. En realidad, terminó con una serie de persecuciones judiciales, en una de las cuales se demostró tal vehemencia que terminó en pelea y el demandante cerró de un puñetazo el ojo izquierdo de monsieur Couteaux, cosa que jamás había ocurrido en la enorme cocina del Berkeley Hotel, pese a que también aquí, en cierta ocasión, el cocinero jefe anduvo a golpes con un camarero al salir en defensa del honor de una mujer que nada tenía que ver con madame Couteaux. Después del fracaso de la langosta, el ex cocinero se entregó a la bebida con el producto de sus acumuladas libras. Durante todo el día podía vérsele saboreando sus aperitivos en la terraza del Café du Grand Monde, donde las cuatro únicas mesas eran de exiguas dimensiones. Allí, el cocinero retirado, con su único ojo inyectado en sangre, se pasaba el día dirigiendo insultos a los transeúntes. Murió pocos años después, dejando en la más sombría miseria a su viuda y una hija. Siguieron heroicas luchas, espantosos años de necesidad, una tienda de comestibles y un curso de costura, y mientras los años pasaron y no ocurrió nada de particular, la pequeña Louise fue creciendo, pero cuando había ya obtenido una plaza de maestra titular, en pocos días, debido a la epidemia de influenza, olvidándose de todo lo que debía a su abnegada madre, murió hacía un año.

Sin embargo, el duelo y el decaimiento duraron sólo unos pocos meses. De París llegó el telegrama de monsieur Pellissier y ahora estaba ya allí, al lado de aquel lacayo de librea que la acompañaba a algún sitio. Allí, incluso en el hecho de que le llevaran la maleta, hallándose la forma y personificación del final de sus inquietudes y preocupaciones.

Entretanto, la chiquilla de nueve años, habiendo aguardado este momento con gran expectación, escuchando ansiosamente en espero de oír el silbato del tren, iba de ventana en ventana como un pajarillo cautivo va de pared en pared en su jaula. ¿Había llegado ya la francesa?

Tobías tocó el timbre de la puerta. La chiquilla se precipitó a abrir. Durante los segundos que transcurrieron, madame Couteaux no sintió su conciencia tranquila, porque la fotografía que había enviado como presentación pertenecía a sus buenos tiempos de Londres y en ella la verruga del labio superior había sido cuidadosamente retocada. Estaba roja de excitación en su ímprobo esfuerzo por dominar el probable desengaño de aquel primer encuentro. Súbitamente se abrió la puerta y ante ella apareció la chiquilla, ruborizada también por el ansia de la espera. Su cabello rubio ceniciento caía sobre sus frágiles hombros. Sus grandes ojos verdeazules brillaban con expectación y júbilo en su rostro delicadamente pecoso. Sus delgados y pálidos brazos se tendieron hacia madame Couteaux con tan dulce y tierno ademán, que la viuda lanzó un grito, un grito francés, gutural e inimitable, acompañado de diversas palabras incoherentes con las cuales grabó la imagen de la chiquilla en su corazón, mientras la estrechaba contra su anciano cuerpo fuertemente, interminablemente...

—Ah¡... tu es la... tu seras la mienne... ah... ma petite... aquí... estás... Vas a ser mía... mi pequeña adorada...

Cogió a la chiquilla en brazos y, con el rostro congestionado, la besó sin dejar de dirigirle palabras que parecían reproches o reprimendas. Madame Couteaux había imaginado hallarse ante una chiquilla desconfiada y suspicaz y que el encuentro sería frío y cortés, pero al abrirse la puerta de repente, algo totalmente distinto se apoderó de ella. La anciana y la chiquilla, se besaron con pasión, riendo y gritando como dos almas que han conseguido por fin encontrarse. El alegre arranque de la niña pareció casi incomprensible.

«Elle n'est pos heureuse —se dijo cuando, por fin avanzaron por el corredor—. Esta chiquilla no es feliz. No tiene madre. O si la tiene, no cuenta en su vida. Esta chiquilla tiene simplemente sed de cariño.»

Había mucho de verdad en su suposición, pero esto era sólo una parte de ese todo que madame Couteaux descubrió más tarde. Una institutriz alemana había educado hasta entonces a la chiquilla regañándola y torturándola hasta la exageración según su sentido del deber. Sólo hacía un día que se había liberado de fräulein Elsa.

La chiquilla no sabía una palabra de francés; durante la guerra era imposible procurarse institutrices francesas y, por otra parte, hubiera sido considerado antipatriótico.

Estaban en el corredor, abrazadas aún. Tobías había desaparecido con el equipaje y no salió nadie más que los habitantes de la casa. Madame Couteaux, con lágrimas en los ojos, se dirigió a la chiquilla:

—Quel est ton nom? ¿Cómo te llamas?

La chiquilla no entendió la pregunta. Madame Couteaux se señaló a sí misma.

—Je... suis... Marianne. —Pronunciando de nuevo su nombre, se señaló cada vez—: Marianne! Marianne! Marianne!

Rápidamente señaló a la chiquilla poniéndole un dedo en el pecho como si hubiera sido la tecla de un piano y quisiera sacar algún sonido de ella.

—Tu es...? Tu es...?

La chiquilla comprendió por fin, y, radiante, con un grito, dijo:

—¡Zia!

—¡Ah, Zia!

Riéndose, la niña y la anciana volvieron a besarse como gentes que hubiesen asegurado definitivamente una amistad y su primera enemistad hubiera sido consecuencia de algún equívoco.

—Ah, tu es Zia...! Un nom charmant... Terezia...?

—Ja.

Nicht ja —exclamó madame Couteaux, porque esta palabra constituía todo su conocimiento del idioma alemán. Frunció exageradamente el ceño con la esperanza de divertir a Zia y, como si fuese una palabra dulce dicha de labio a labio, le dio a la niña la traducción francesa de «sí».

—Oui... oui... oui...

Y se echó a reír de nuevo.

En aquel momento fue cuando madame Couteaux y Zia, adelantándose a Versalles y el Trianón, firmaron el armisticio y restablecieron la paz del mundo.

En madame, Zia descubrió de nuevo el oso de terciopelo de sus años infantiles, un poco crecidito ya, pero siempre con sus viejos encantos; de manera que la besó de nuevo y con voz plañidera y dulce susurró: «Oh, querida...», sin embargo; el resto de la frase quedó sin ser pronunciado, pero fué substituido únicamente por el brillo de sus ojos. Acaso hubiera deseado decir: «Oh, mi querida madame!... ¡Oh, mi querida Marianne!... ¡Oh, mi querida Nanny!», pero instantes después añadió una sola palabra: «Berili», y lo hizo con una especie de estremecimiento de miedo. Era el nombre que había dado a su oso de peluche, y hacía pocos años que, en su deseo de prodigar y recibir cariño, solía estrujarlo en sus brazos, acostarse y jugar con él. En la palabra cariño encontró la expresión justa para la persona que había esperado tan ardientemente, aquella persona distinta de como había imaginado, fea, vieja, pero que irradiaba buen humor y maternal ternura. En el alma de madame Couteaux, Louise había vuelto a la vida, su pequeña Louise perdida para siempre, con sus orejas prominentes y la larga nariz heredadas de su padre, con sus cejas obscuras, delicadamente dibujadas, y sus miradas aterciopeladas y tristes. De nuevo y de una manera intensa y exuberante, podía ser madre como una campesina meridional, como la hija que era del fabricante de quesos de Carcasona.

Al extremo del corredor, cuyas paredes estaban llenas de astas de venados alpinos, había un cuarto de forasteros, y Zia hizo entrar a Berili, le señaló el lavabo con un mudo ademán y salió. Berili examinó aquella habitación anticuada y amueblada sencillamente; las paredes estaban también adornadas con diferentes variedades de astas y aves disecadas; algunos cuadros enmarcados delataban la humedad de los muros. Los cuadros, reliquias del pasado siglo, representaban escenas de caza. Berili llegó a la conclusión de que se hallaba en casa de algún acomodado propietario forestal o de un superintendente de bosques.

Media hora después Tobías llamó a la puerta, y la acompañó al comedor. La habitación tenía una curiosa y suave fragancia porque las paredes estaban cubiertas hasta la altura del hombro por ramas de amarillento pino cirbolya. Tres personas estaban sentadas en la gran mesa: Zia y dos hombres. Uno de ellos era de tipo atlético, ancho de hombros, con la cabeza completamente afeitada, revelando la conformación de su cráneo. Sus ojos negros y penetrantes parecían demasiado pequeños para su ancho rostro. Se levantó y se presentó a ella. Berili cogió su mano musculada y la estrechó haciéndole mil preguntas, pero él sólo respondió con una mueca que mostró sus dientes amarillos, excusándose porque no entendía el francés.

El otro, que permanecía sentado, ofrecía un aspecto impresionante. Sus ojos de pescado miraban en dos direcciones, uno hacia el techo y el otro al centro de la mesa. Advertíase en el acto qué aquel muchacho era idiota. Un ancho cuello de pajarita rodeaba su cuello de toro como un brazalete. Había en él algo de la conmovedora tristeza del animal y al propio tiempo un no sé qué grotesco. Zia se agitaba en su silla porque en aquel momento en el rostro de Berili vio escritas tan claramente como con tiza sobre una pizarra, dos palabras: Miedo y Horror.

Durante la cena Berili estuvo condenada al silencio. El lenguaje que se hablaba en torno a ella estaba lleno de sonidos guturales como el croar de una rana. Sabía que no era alemán porque en el tren había pasado medio día oyendo alemán. El alemán esté lleno de «íes» punzantes, como si quien lo hablara tuviese la boca llena de espinas. Ich, mich, nicht, wir, dir, sie... Ah. c'et horrible! Una vez había estudiado el inglés bajo este aspecto fijándose en la cantidad de «íes» largas que contenía: I, why, my, right, like... y aquellos locos italianos que no tienen más que «oes»...

Nada ocurrió en la casa durante cuatro días; parecía una casa encantada. Si Zia no hubiese estado constantemente a su lado, como un gatito joven, se hubiera vuelto loca. La rutina de las comidas era exactamente como el primer día, y los ojos del idiota seguían fijos en las dos direcciones: una mirando al techo y la otra al centro de la mesa. Llegó el quinto día, pero sentíase todavía incapaz de cambiar la menor palabra con nadie. Tenía la sensación de haber caído a un pozo profundo del que no podría salir jamás. ¡Y aquel eterno croar a su alrededor! ¿Dónde estaba la familia? La gran mesa, las numerosas habitaciones, los diversos sombreros y gabanes colgados en el vestíbulo, los artículos de aseo del cuarto de baño, todo el ambiente de la casa hablaba de hombres y mujeres que formaban parte de ella, pero estaban ausentes por alguna razón desconocida.

Al sexto día, al aproximarse el crepúsculo, la situación cambió completamente. Tres automóviles se detuvieron casi silenciosamente ante la puerta y diez personas saltaron de ellos irrumpiendo tempestuosamente en la casa, inundándola de ruidosos clamores, llenando las tranquilas habitaciones con el alborozo y la excitación de algo que debía ser un gran acontecimiento o una sensacional noticia política de alto significado.

La puerta de la habitación de Zia se abrió y un hombre alto entró en ella. Levanto a Zia del suelo, la besó en ambas mejillas y, riéndose, la acuñó en sus brazos como un chiquillo. Bajo su negro bigote oriental se veían sus labios rojos y sus dientes todavía blancos. Podía tener unos cincuenta años. Al principio se rió y graznó con Zia en aquel incomprensible lenguaje, sin dirigir siquiera una mirada a Berili. Tenía un cierto aire oriental y algo inusitadamente distinguido. Al dejar a Zia en el suelo se volvió hacia Berili y tendiéndole la mano con una afable sonrisa, dijo:

—Dukay.

Con voz cálida y suave empezó a hablar en francés. ¡En francés! ¡En francés! Madame Couteaux tuvo la sensación de que aquel hombre alto y simpático la había sacado del pozo. Radiante de júbilo le estrechó la mano y casi se la besó, a pesar de que Dukay se había limitado a hacerle algunas preguntas con respecto a su viaje, su llegada, si tenía algún recado de monsieur Pellissier y si le gustaba el renacuajo aquél, refiriéndose a Zia.

La madre de la chiquilla entró entonces en la habitación; llevaba sobre los hombros una capa de seda y en el sombrero esa especie de velo —el suyo era de color lila— que las damas usaban entonces para viajar en automóvil descubierto. Parecía tener unos cuarenta y cinco años y era de líneas muy delicadas, pero fría como el hielo. Hablaba perfectamente el francés, aunque con un acento muy duro. Y vinieron los demás: Kristina, de veintitrés años, con su cintura increíblemente delgada y sus grandes ojos verdes y soñadores; György, grueso y de corto cuello, que no se parecía a ninguno de sus hermanos o hermanas, y János, de trece años, cuyos torpes brazos y piernas le daban el aspecto de una cigüeña. Berili se enteró de que el idiota era el hermano mayor de Zia.

Las habitaciones se llenaron de baúles y todos comenzaron a abrirlos febrilmente. La señora de la casa estaba hablando en el corredor con un austríaco que permanecía delante de ella en actitud respetuosa, sosteniendo en la mano un sombrero adornado con un plumero hecho con la barba de un chivo. A la mañana siguiente la caravana reemprendió el viaje de regreso a Hungría; tres coches de turismo y un remolque atestado de equipajes. El pabellón de caza de Willensdorf debía cerrarse y las llaves fueron entregadas al austríaco del sombrero adornado con la brocha, con quien la señora Dukay estuvo hablando el día anterior en el pasillo, y que ahora siguió haciendo reverencias hasta que el último coche hubo desaparecido en una nube de polvo.

Los viajeros estaban alegres y excitados, como si regresasen tan sólo de una excursión prolongada y sumamente divertida. Los mayores, a decir verdad, habían pasado la mayor parte de la excursión en los grandes hoteles de Viena.

El primer coche cerrado llevaba a los dueños, a Zia y a madame Couteaux, conocida ya de toda la familia por el nombre de Berili.

—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Dukay a madame Cauteaux.

—Marianne.

—¡Marianne! —exclamó Dukay como si este nombre evocase para él algo especial. Entonces, cerrando su ojo izquierdo y espaciando cada sílaba como con el énfasis de un santo y seña, preguntó—: Connaissez-vous Marianne?

Madame Couteaux, sorprendida ante el vasto conocimiento de Dukay de la Historia de Francia, respondió con un vivo ademán. Levantando su mano izquierda hizo chascar tres veces el pulgar contra su dedo medio. Después se llevó el pulgar a la frente, volvió a bajarlo y señaló con él su corazón y su barriga.

—Très bien! —exclamó Dukay, riéndose.

—¿Qué significa esto? —preguntó la señora Dukay con su voz pausada y tranquila, pero siempre algo distante, como alejada de las cosas del mundo. Ni un sólo músculo de su rostro, se alteró al hacer la pregunta.

Dukay, que solía hablar siempre francés con su mujer, le explicó que durante el reinado de Napoleón III se formó en Francia una sociedad secreta para restablecer la República, y los conspiradores, para reconocerse, usaban entre ellos la pregunta: Connaissez-vous Marianne?. Así fué cómo la efigie de Marianne, con su gorro frigio, se convirtió en el símbolo de la República.

Después empezaron a hablar de otras cosas. Había dicho aquello simplemente por referir una anécdota histórica y alardear un poco de su erudición.

Durante el viaje Berili se enteró un poco más de las causas y motivos del mismo, a saber, que la Commune húngara se había derrumbado hacía dos días y que la familia Dukay hallábase ahora en situación de regresar a sus propiedades situadas en la parte lejana del Danubio. En marzo, cuando los comunistas se incautaron del poder, Dukay y su esposa cruzaron la frontera disfrazados, él de deshollinador y ella de campesina. La familia desterrada se reunió en el pabellón de caza de Willensdorf, propiedad de la señora Dukay, que era de origen austríaco.

Contemplando desde el automóvil el sinuoso paisaje, Berili iba experimentando la sensación de que aquellas regiones la defraudaban paulatinamente. Pero lo que le parecía traición no era acaso más que ternura; el Este se resistía a avasallar demasiado rápidamente a la hija del fabricante de quesos de Carcasona. Mientras los coches iban descendiendo por las montañas austríacas, las selvas de negros pinos cambiaban lentamente de decorado y se convertían en bosques de robles y álamos. Poco después, como fornidos granaderos, aparecieron los grandes cedros verdes; jamás Berili había visto árboles tan gigantescos. Las angostas calles de las diminutas aldeas austríacas pavimentadas con gruesos guijarros, las apretadas casas de estilo germánico medieval con sus doradas rejas de hierro en las ventanas, las hosterías con sus fastuosas muestras, las tiendecillas, los grandes patios de las alquerías, los vigorosos caballos de tiro con sus adornados arneses, los diminutos jardines llenos de flores, todo desaparecía gradualmente, y en el espacio de una hora las anfractuosidades del Oeste, dieron paso a las grandes llanuras del Oriente sobre las cuales se vertían sin término la luz del sol estival amarillo y sin sombra. Las bicicletas hacíanse en los caminos cada vez menos numerosas, como si la civilización se fuese despidiendo de los viajeros. Enormes carretas de heno avanzaban hacia ellos con sus imponentes cargas rebasando los bordes del camino y sus tiros de cuatro bueyes con su cansino paso, inmensas masas blancas de cuello hercúleo y cornamenta tan grande que llamaba la atención de Birili. Caminaban lentamente, arrastrando su carga como si quisieran hacer especial ostentación de la dignificada calma del Oriente dando así una lección a la locuacidad y ademanes de la francesa. El aspecto de las poblaciones cambiaba también; las rutas se extendían por entre las vastas extensiones de mieses, las casas de techo de bálago parecían aferrarse a la tierra como si durante centurias enteras hubiesen vivido bajo una constante amenaza. Las manadas de gansos se multiplicaban hasta parecer blancas manchas de nieve extendidas a ambos lados del camino; y los automóviles veíanse obligados a moderar la marcha al encontrarse en medio de los grandes rebaños de corderos que balaban con infinita melancolía mientras los vehículos avanzaban por en medio de ellos como en un mar de grasientos vellones. A derecha e izquierda del camino se extendían inmensas manadas de ganado que dibujaban grandes manchas negruzcas sobre el fecundo suelo. Berili tenía la sensación de haber hallado una despensa de fabulosas dimensiones y no se equivocaba, porque este ubérrimo suelo húngaro, como dos enormes pechos, ha nutrido siempre las escuálidas costillas de las montañas austríacas. Los campos arados, sin límites, sin señal alguna, extendíanse hasta el infinito dando a los viajeros la impresión de hallarse en tierra de gigantes. Modestamente, casi excusándose, una granja aparecía de vez en cuando, con sus pozos de curiosa forma e, invariablemente, el perro lanudo de cabeza redonda que se precipitaba de un salto hasta la cerca, ladrando a los automóviles que pasaban y brincando con el deseo de seguirlos hasta que lo impedía la cuerda atada a su collar.

Hacia el mediodía llegaron a un pueblo llamado Ararat, situado en lo alto de una meseta que formaba parte de una suave sucesión de colinas. Pasado el pueblo rodearon un muro de piedra al parecer interminable y se detuvieron delante de una gigantesca verja de hierro, cuyos pilares soportaban dos ángeles de granito. La verja se abrió al sonido de las bocinas, y comenzó entonces la última etapa del viaje a través del parque, a lo largo de los paseos de arena amarillenta, cruzando puentes que franqueaban sonoros arroyos y bajo la sombra que los árboles centenarios proyectaban sobre los coches. A la izquierda centelleaba un estanque lleno de peces, cuando su tersa superficie era rasgada por sus aletas al huir ante la proximidad de los automóviles. En la ribera opuesta, una pagoda china brillaba bajo el sol del mediodía, destacándose por entre los melancólicos sauces con sus bermellones, azules, negros y amarillos. Después, pasados los rojos rectángulos de unos campos de tenis, llegaron a una vasta extensión de céspedes sobre los que se elevaba el castillo, con sus alas extendidas y la antigua torre de la capilla en su centro, imponente como un monstruo del océano, con sus incontables ventanas.

Frente a la entrada principal, en medio de un estanque circundado por piedras teñidas, elevábase un surtidor que lanzaba las perlas de un arco iris de radiantes colores hasta la altura del segundo piso. Un pavo real arrastraba su exquisita cola por el borde del estanque, mientras unos acrobáticos loros verdes chillaban en ronco coro, y un gran perro danés negro y canela, con las orejas cortadas, examinaba petrificado a los recién llegados como si no quisiera creer lo que le mostraban sus ojos, incapaz de comprender que sus tan suspirados dueños habían ya regresado. Macizos de flores frente al castillo hacían estallar sus rutilantes colores bajo el sol del mediodía y el aire estaba saturado de suaves y embriagadoras fragancias. Todo parecía absurdo, sorprendente. Él inmenso castillo de tres pisos, noble y compacto de estilo Imperio, se elevaba bajo la luz radiante, rota la monotonía de sus muros amarillentos por el rojo pompeyano de sus postigos descolorido por el sol.

Los automóviles se detuvieron ante la entrada principal en la que cuatro columnas griegas sostenían en vasto balcón, Madame Couteaux contemplaba todo aquello y se limitaba a exclamar:

—Oh, lá, la...!

Hombres y mujeres, indudablemente la servidumbre del castillo, se agruparon alrededor de los coches cubiertos de polvo. Pero Berili tuvo la sensación de que la bienvenida de aquellas gentes se manifestaba sólo en sus rostros de una manera muda, silenciosa, impasible. Y quedó todavía más impresionada al ver que los hombres de más edad besaban la mano no solamente de su señora, sino también la del señor de aquellas tierras. Esto la impresionó tanto como el legendario saludo de los chinos frotando nariz con nariz, saludo del que había oído hablar, pero que nunca había visto.

La familia daba al castillo —extremadamente barroco, con sus noventas y dos habitaciones— el nombre de «la casa». Había en esta denominación, no sólo un sentido de herencia, sino una tácita protesta contra la palabra «castillo» porque durante los pasados cincuenta años no hubo en Hungría villa de tres habitaciones con su diminuta torrecilla, y su viña virgen en la pared lateral, que no hubiese sido llamada «castillo» por el abogado o droguero que la había construido.

Algunos de los muros de la casa de Ararat poseían auténtica historia antigua. Las bóvedas góticas del llamado «viejo comedor» eran los restos del monasterio benedictino que fué el único edificio de piedra en los pantanos y marismas de Panonia en el siglo X, elevándose como una antorcha solitaria en aquella bárbara soledad. Quinientos años más tarde, el rey Segismundo autorizó a Demeter Zoskay, que en 1414 le había acompañado al Concilio de Constanza, para que erigiese una fortaleza en un lugar apropiado; unum castellum seu fortalitium aedificaré, según rezaba la licencia original. En noviembre de aquel mismo año, un real decreto concedía a Demeter Zoskay el decreto jurídico de edificar, y en la primavera del siguiente año comenzó la construcción del castillo fortificado. No quedaba rastro de los planos originales ni del valor del castillo, pero sus muros conservaban todavía gran número y variedad de reliquias del Renacimiento húngaro. En aquellos dormitorios y construcciones tuvieron efecto muchos amores históricos, y muchos destinos se decidieron; el más notable de ellos fué la decapitación del viejo Kalemen Dukay, el año 1670, ejecutado en el antiguo almacén de cebollas. En aquella época el castillo llevaba ya más de doscientos años en manos de la familia Dukay. A comienzos del siglo XVIII fué abandonado y durante más de sesenta años sólo los búhos y los murciélagos buscaron en él refugio. En 1759, Lászlo Dukay derribó el castillo y comenzó la construcción del actual palacio barroco. Pero la vieja fortaleza no desapareció completamente. La Torre Vieja, como se la llamaba, se convirtió en el contrafuerte occidental del nuevo castillo, acaso por razones sentimentales o bien por escasez de fondos, y también el antiguo taller del zapatero, contiguo a la Torre Vieja, y el pabellón de los alabarderos, fueron respetados; todavía puede verse hoy la chimenea de este último porque fué más tarde convertida en garaje. Según la tradición familiar, en 1738, María Teresa le dijo a Lászlo Dukay durante un baile en la Corte: «El año próximo las maniobras se celebrarán más allá del Danubio y me alojaré en vuestro castillo.» Lászlo Dukay respondió: «¡Os esperaré, Majestad!...», a pesar de que en aquella época no tenía tal castillo, sino simplemente aquel inhabitable nido de búhos y murciélagos y el antiguo torreón. Sin embargo, sacó fuerzas de flaqueza y, un año después el edificio barroco esta terminado. Durante tres noches la emperatriz ocupó uno de los dormitorios y desde entonces la habitación fué llamada el Cuarto de María Teresa.

Durante el siglo XIX continuaron conservando y reparando el castillo y, finalmente, pocos años antes de la guerra, en 1910, el actual propietario, Stephan Dukay, instaló la electricidad, agua corriente y diecinueve cuartos de baño.

El pueblo, antiguo campamento que databa de la época de la primera conquista, era originalmente llamado Hemlice. Pero en la actualidad no estaba situado allí, bajo el castillo, sino tres millas más allá, en las profundidades del valle, donde la blanca cinta de la carretera condal es visible. En 1625 las impetuosas aguas del Danubio devastaron incluso este valle, y debió ser aquélla una prodigiosa inundación porque el Danubio corre muy lejos de allí. En pocas horas las olas torrenciales redujeron a barro las minúsculas chozas de arcilla del poblado. Reuniendo su ajuar y sus ganados, los habitantes buscaron refugio entre los muros del castillo de los Dukay, sobre la loma. Con el curso de los años se dio vida a un nuevo poblado al cual la bíblica fantasía popular dio el nombre de Ararat. A partir de entonces Hemlice existe sólo en el recuerdo.

La propiedad de Ararat comprendía cincuenta y dos mil acres de tierra laborable; por parte de su madre, Stephan Dukay había heredado, además, una propiedad de dieciocho mil acres en Gere, y de su tío Miháil cuarenta mil acres de bosque en el condado de Csík; entre los demás bienes de Dukay figuraba el palacio de Septemvir Utca de Buda y nueve casas de pisos en Pest, el Palacio Dukay de Bóserdorferstrasse de Viena y otra mansión de tres pisos, más modesta, en la rué du General Ferreyolles de París; había que contar, además, dos molinos a vapor en Transilvania, las minas de cobre de Hovad y las ocho mil quinientas sesenta y dos cabezas de ganado, tres mil ciento cuarenta caballos, incluyendo las famosas remontas de Ararat, más de veinte mil corderos, cinco mil seiscientos doce cerdos, incluyendo las lechonas, y aproximadamente veinticinco mil volátiles.

Las anteriores estadísticas fueron reunidas por sir Lawrence Gomma, durante las horas de aburrimiento, en ocasión de haber pasado unos cuantos meses cazando el musmón en los cotos del castillo. Sir Lawrence salió una tarde para dar un largo paseo, pero pronto retrocedió corriendo sin aliento y derribando las sillas a su paso en su afán de apoderarse de un rifle de mayor calibre y luego echó a correr de nuevo sin hacer caso de las advertencias que le gritaban. Más tarde se supo que había pasado la media hora siguiente echado de bruces acechando a dos bueyes de un campesino de Ararat, por haberlos confundido con dos búfalos de El Cabo. Los derribó a los dos. Una de las causas del error del noble prócer fué no haber advertido la considerable diferencia que hay entre Hungría y África; incluso aludió a las campesinos llamándolos «indígenas». Desde luego, lo descubrió la feroz arrogancia de los clubs de Pall Mall, pero consiguió, sin embargo, dar al hecho cierto viso de verosimilitud.

En aquel tiempo, habiendo también catalogado los tesoros de arte acumulados en su palacio de Septemvir Utca, entre los que se contaba una abundante colección de cuadros de Courbet, Delacroix, Renoir, el Greco y Munkacsy, sin olvidar la «Mujer vestida de púrpura», de Corot, y un fragmento de una tapicería de Ispahán, única en el mundo, además de las joyas de la familia. El mismo sir Lawrence Gomma estimó la fortuna de Stephan Dukay en cincuenta y seis millones de dólares.

Esta fortuna sufrió reveses como resultado de la revolución comunista. Aun cuando la policía necesitó tan sólo algunos días para restituirle los muebles que le habían sido robados de la casa, se descubrió una enorme y redonda mancha de grasa en la tapicería de seda verde de uno de los sofás, porque el camarada Ibrik había descabezado allí sus siestas durante la deliciosa temporada estival de la Commune; y el tapicero tuvo que cambiar la seda del asiento del mueble. Por lo demás, la fortuna de los Dukay fué recuperada sin pérdidas sensibles, y después del regreso de la familia, el 4 de agosto de 1919, la vida prosiguió en el punto en que se había detenido en los días de Francisco José.

El personal completo del castillo estaba formado por cincuenta y ocho personas. Solo cinco no regresaron: miss Wenlock y mister Johnson, el caballerizo, súbditos ingleses que se fueron a su país al declararse la guerra; mademoiselle Barbier y monsieur Cavaignac, ciudadanos franceses, y Józsi Simón, un lacayo que perdió su brazo izquierdo en 1915, durante la batalla de Chlebowitz, cerca de Lemberg. Más tarde corrió el rumor de que se había convertido en un agitador comunista.

Las Enciclopedias, al hablar de la familia dukay, dicen lo siguiente: «Dukay, familia (de Duka y Hemlice, ducado y condado), una de las estirpes más antiguas de la nobleza magiar; descendiente, según los documentos, de la familia Ordony que, en los días de Arpad y la incursión nacional húngara al valle, por derecho del primer ocupante se estableció en la tierra —es decir, Hemlice y Duka—, que constituye hoy todavía una parte de toda la heredad, tomando el nombre del último poseedor. El clan Ordony, habiendo participado en la concesión original de tierra nacional, se estableció en el condado de Bihar y fué la raíz de diversas ramas familiares, algunas de las cuales se han extinguido. Entre estas familias se hallan los Özy, Zoskay, Nema, Alacsy, etc. La familia Dukay, predominando gradualmente sobre las otras en riqueza y posición, alcanzó a través de los siglos un lugar de primera importancia y todavía se muestra floreciente. La autenticidad del origen de la familia está basada en genealogías presentadas en el transcurso de procesos familiares y aceptadas por la curia. De acuerdo con estas genealogías, Pál (de estirpe Ordony), descendiente de su antepasado paterno Isván, llevó el nombre de Duka en tiempos tan remotos como el siglo XV. Entre sus progenitores figura Endre (muerto en 1593), cuya hija Julia fué la esposa del rey Omello de Nápoles. Miháil Dukay (muerto en 1654), primer Señor Lugarteniente de la familia, fué honrado con títulos de nobleza por sus tierras y elevado al condado por Fernando II. En 1791, György, descendiente de Pal fué elevado al ducado hereditario por el rey Leopoldo II. En 1796 György se casó con la princesa Marie Josephine de Hesse. Murió sin sucesión en 1879, en que la rama de István asumió la sucesión de la familia. El escudo de la familia es el siguiente: Piedra de molino negra en un escudo cordiforme con dobles barras, azul en campo de plata, bajo un pájaro carpintero verde un polígono estrellado de siete lados o corona de campo rojo».

Las Enciclopedias siguen dando la lista de los miembros más ilustres de la familia, entre los cuales se hallan un palatino que tuvo corta vida, un cardenal, dos obispos, tres diplomáticos, dos chambelanes, un renombrado ganadero, un famoso cazador de leones, un no menos célebre poeta lírico, el dueño de un lupanar costarricense y un chófer de taxi en Ohio. Estos dos últimos no están mencionados en las Enciclopedias, si bien añaden más poesía a la historia de la familia que todos los chambelanes. Del mismo modo, la Enciclopedia observa un discreto silencio sobre Irma Dukay, la eternamente jovial «condesa loca» que a los sesenta años sirvió como doncella y cocinera en casa de un abogado de la ciudad y pasaba sus tardes libres de los domingos tomando parte en los concursos de tiro al pichón de yeso de St. Margaret's Island donde ganó valiosos premios.

Según Prinsault, el genealogista francés, el color rojo del escudo de la familia simboliza heroísmo y bravura, en virtudes; en humor sanguíneo, pasión; en planetas, Saturno; en un signo del Zodiaco, Aries; en piedras preciosas, el rubí; en días de la semana el sábado.

Es, por lo tanto, comprensible que entre las joyas de la familia Dukay figurase gran número de rubíes y que, según las crónicas familiares, la mayor parte de las empresas de los Dukay hubiesen sido realizadas en sábado. Este era, pues, el motivo por lo cual hicieron tan apresuradamente los equipajes en Willensdorf, a fin de poder salir al día siguiente, ya que era sábado y no deseaban esperar una semana entera. Por consiguiente, llegaron en sábado a su tierra natal, y de nuevo ocuparon sus castillos y vastas posesiones en ese momento de tan significativa trascendencia de su historia.

De acuerdo con la interpretación de Spanberg, el experto alemán en heráldica, el pájaro carpintero de color verde representa la vida humana y la inconstancia de lo circunstancial, una advertencia que tiende a evitar no ser excesivamente confiado en cuestiones de fortuna.