CAPITULO III

ERAN las cuatro de la madrugada. La triste oscuridad de la noche cubría un cielo invernal. Una espesa niebla envolvía el campanario de la iglesia al dar las horas. Era un alba extraña. La luz comenzaba ya a filtrarse en la niebla a través de las ventanas de las casas de Buda y a aquella hora inusitada la luz bajo el sombrío cielo suspendido era como oro bordado en un interminable manto negro arrastrándose en un ocaso cenagal.

La niebla se preparaba para una gran ocasión, semejante a la cual sólo debían verse una o dos durante una centuria. Destacamentos de policía vestidos con uniforme de parada avanzaba por las calles; los húsares se dirigían apresuradamente hacia la real fortaleza, las masas relucientes y sombrías de sus monturas se fundían en la niebla a cada paso. El único ruido era el agudo choque metálico de las herraduras de los caballos sobre el pavimento e incluso eran tan tenue que parecía filtrarse a través del muro del extinguido siglo mientras la población entera de Buda aplicaba su oído a la pared para escucharlo. La niebla convertía la colina entera de Buda, los tejados y las torres en algo que parecía estar a punto de remontar el vuelo hacia algún sitio; las dos grandes águilas de bronce de los pilares de la verja de hierro con puntas de oro que rodeaban el palacio real parecían moverse como si agitaran sus alas. Hombres y mujeres parecían escurrirse de un pórtico a otro; ejército de criados que se habían levantado más temprano para llevar a cabo misteriosos encargos o pedir prestadas unas tenacillas para sus dueñas. De no haber existido en las angostas calles aquellos postes anunciadores, la ilusión medieval hubiera sido completa, porque difícilmente existía en Europa otro rincón que hubiese conservado el ambiente de los siglos pasados como la fortaleza de Buda, emplazada en lo alto de una loma sobre él Danubio, con sus deliciosos palacetes, sus pequeñas ventanas y su arquitectura posterior en declive que recordaban los ojos dulces y las espaldas encorvadas de nuestras viejas abuelas. En aquel momento parecían mirar excitadas; ¿qué indumentaria usarían los bisnietos de sus antiguos señores barrocos, y cómo se comportarían en aquella ocasión? ¿Podían acaso saber que aquélla era la última festividad de esta especie? ¿Podían saber que la muerte, su propia muerte, estaba espiándolos en la niebla negra, no muy lejas de ellos, apenas a algunas décadas? Sus viejas bodegas abovedadas no terminaban donde se hallaban los barriles de vino en medio de un aire frío y al lado de los muros cubiertos de telarañas. Túneles pavimentados con guijarros, chorreando humedad, llevaban desde las puertas angostas y secretas a las profundidades, para reunirse luego en un subterráneo común situado en las entrañas de la colina, a ciento cincuenta pies bajo el suelo, y dispersarse nuevamente. Estos antiguos corredores uníanse en las profundidades como los laberintos subterráneos abiertos por los topos y las cucarachas, las hormigas y los castores. Y todas esas cavernas subterráneas, reliquias de la dominación turca, eran enseñadas también a los extranjeros, quienes temblaban a la luz de las antorchas al darse cuenta de la presencia de la Edad Media, mientras los guías referían rutinariamente la forma en que los infortunados habitantes de los pasados siglos buscaban en aquellas cavernas subterráneas un refugio contra las hordas asesinas de los turcos. Sobre todo en la vertiente oeste, estas cavernas elevaban algunas veces el suelo hasta los cimientos de una de las casas modernas habitadas jovialmente, como si fuera el espíritu de la tierra vejado por no tener ya utilidad alguna y el Ayuntamiento hubiese comenzado a tratar ya de la conveniencia y forma de rellenar aquellos túneles y cavernas. Afortunadamente las decisiones de los consejos municipales no siguen el ritmo de la historia. Los señores concejales no podían haber previsto el futuro; pero acaso aquellas matronas de hace quinientos años, con sus adornos de encaje en torno del cuello, ¿podían saber que estas profundidades salvarían miles y miles de vidas cuando viniese la tormenta? La tormenta en la que ningún escoliasta húngaro ni califa turco pudo jamás soñar, cuando el cielo arrojase llamas por treinta sitios distintos, cuando centenares de miles de bombas redujesen a cenizas y escombros los deliciosos palacetes, las dormidas y vetustas calles. En sus tiempos estaba escrito ahora que lo sabían, porque las casas pueden algunas veces parecer inefablemente tristes. Pero no revelaban aquel secreto suyo a las interminables columnas de policías y húsares que se dirigían hacia la fortaleza.

En la niebla negra y húmeda las compuestas tropas despedían un olor cálido de vainilla. Los obreros estaban todavía trabajando en el gran catafalco de ricos cortinajes escarlata en la gran nave gótica de la iglesia de San Matías y los grandes chorros de luz penetraban en la niebla sucia a través de la gran puerta de entrada como el celestial contenido de una inmensa sartén de oro que se derramase.

Era el alba del 30 de diciembre de 1916, el día de la coronación de Carlos de Habsburgo y Zita de Borbón en la capital de Hungría.

Grupos de periodistas se apiñaban a la puerta viendo trabajar a los obreros, porque a aquella hora temprana del amanecer no había otra cosa que ver. Había unos treinta, y no sólo fotógrafos, sino conocidos ilustradores y pintores con sus bloques de notas sacando apuntes de lo que veían. Todos los periodistas que habían estado en el parque de Schönbrunn estaban ahora allí; el anciano Kárai, el joven Paul Fogoly y Özessy, el fotógrafo de barba rubia de histórico recuerdo. Estaban fumando cigarrillos con el cuello del gabán levantado, sin sueño y temblando bajo el frío de la niebla húmeda. Esta vez su número había aumentado con colegas no solamente alemanes y austríacos, sino búlgaros y turcos también.

Súbitamente, Paul Fogoly agarró a Pognár del brazo y le susurró al oído:

—¡Venga conmigo!

Y salió corriendo por la niebla, tan espesa que Pognár podía difícilmente no perderlo de vista. Delante de ellos, en la luz que se filtraba por las ventanas, una figura alta y esbelta se dirigía apresuradamente hacia el palacio Dukay de Septemvir Utca. Llevaba un traje de la época angevina, con la toga hasta las rodillas, esa toga que sucedió a las capas de los hunos errantes y fue más tarde usada por los nobles venecianos. La gruesa seda de color cereza centelleaba de lentejuelas; cortada diagonalmente en el frente y a la izquierda, el cinturón estaba dispuesto de forma que pudiera llevar una pesada espada. Los broches estaban adornados con martas, lo cual, a su vez, delataba la influencia del estilo bizantino. La larga espada recta, con su vaina forrada de terciopelo, colgaba de una cadena de plata sujeta a la cintura, a la manera francesa, y la cadena pasaba por el hombro derecho. Los coturnos eran largos y con las puntas levantadas; el cuero suave, de color amarillo limón, estaba doblado en los tobillos en una anchura de cuatro dedos, y el pliegue era de color pizarra. El caballero llevaba un gorro de terciopelo adornado de piel con el borde sin volver, como el que usaba el príncipe Andrés en el Sínodo de Cividale de Friuli. Sólo faltaba el halcón en su mano enguantada.

En aquellas horas del amanecer parecía un fantasma que, bajo la forma de murciélago y araña, hubiese pasado seiscientos años en los áticos de una de aquellas antiguas casas de Buda.

Paul Fogoly iba sin duda alguna en persecución de aquella figura. Pero antes de que los periodistas pudiesen alcanzarlo, el noble angevino había desaparecido bajo la puerta del palacio de Septemvir Utca.

—¿Quién era? —preguntó Pognár jadeante.

—¿No lo ha reconocido usted? ¡El príncipe Schäyenheim!

El nombre era elocuente. Todo el mundo sabía que el príncipe Fernando Schäyenheim-Elkburg pertenecía al círculo más íntimo del rey Carlos. Su aparición vestido de gala a aquella hora tan temprana sugería únicamente una secreta e importante conferencia en el palacio Dukay, que sólo podía estar relacionada con la cuestión de una paz separada.

—Vuelva a la iglesia y dígaselo a Kárai, pero a nadie más —susurró Fogoly.

Pognár salió corriendo y al poco rato el viejo Kárai, apoyándose en su bastón, al lado de su colega, salió de la niebla como un aparecido. Hablaron cautelosamente en un rincón obscuro, no fuese que alguien los viera, porque contaban con llevar mucha ventaja a los Reporteros extranjeros en cuanto a la conferencia secreta, tan inesperadamente descubierta, y a la entrevista en perspectiva. También el viejo Kárai era de opinión de que la presencia del príncipe Schäyenheim en el palacio Dukay a aquella hora estaba relacionada con algunos trascendentales acontecimiento de política extranjera. El nuevo rey llegaba con la rama de olivo de la paz. Uno de los hermanos de la Reina servía en el ejército belga y otro en el francés. Corría el rumor de que el príncipe Xavier había ya conferenciado con monsieur Cambon, el ministro francés de Asuntos Exteriores, informándole de que su cuñado no estaba dispuesto a sacrificar la Monarquía a la causa de la conquista alemana. Carlos había expulsado ya del Cuartel General de Teschen al personal germanófilo.

Los tres periodistas tenían la sensación de que habían tropezado con una de las convulsiones más secretas del sistema nervioso de la historia, y la perspectiva les hacía estremecerse. El viejo Kárai tomó un sitio frente al palacio y Paul Fogoly y Pognár, respectivamente, a derecha e izquierda de la entrada, a fin de evitar que el príncipe Shäyenheim pudiese escapar a la entrevista cualquiera que fuese la dirección que tomase al salir.

Entretanto, el noble angevino, que no era otro que el hermano de la condesa Menti conocido entre sus amigos y relaciones por Fini, había subido detrás del portero las escaleras del palacio, una vez aquél le hubo acogido con una profunda inclinación a la que ni hizo caso. Ya gruesa alfombra de color verde guisante, absorbía el menor ruido que pudiese producir sus pisadas al subir, y este silencio hacía su andar todavía más espectral, como si notase en el aire. En su paso había una cierta elegancia ligera y juvenil combinada con un ápice de agotamiento; era el tipo de hombre que puede tener entre treinta y cinco y sesenta años. Sus orejas eran ligeramente prominentes, sus ojos marcadamente separados, las aletas de la nariz agudamente definidas y sus gruesos labios daban la sensación de haber sido formados para absorber ostras, champaña, labios de mujeres u otras cosas, como resultado del mismo proceso evolutivo que dio la trompa al elefante y el largo cuello a la jirafa a fin de que pudiesen alcanzar las ramas superiores de los árboles. En el aspecto del príncipe Fini y en la fragancia de su higiene había un cierta elegancia, como si hubiese sido creado para saborear los más altos placeres de la vida y particularmente para los fines del amor en su más artístico sentido. Un producto de la degeneración del hombre; esto es lo que el pueblo mal guiado por el prejuicio hubiera podida llamarlo. La diminuta barbilla del príncipe se metía súbitamente en su cuello. Su rostro pedía ser el de un payaso después de haberse quitado los grotescos colores. Pero el rostro de Fini expresaba algo más que eso: era tierno, risible, simpático; era a la vez cruel y vago.

A lo largo de la escalera ardían todavía algunos globos de luz y de las dependencias de la servidumbre llegaban el rumor de unas voces. Fini llegó al segundo piso, dio la vuelta a la derecha y tomó por un corredor uno de cuyos lados estaba lleno de armarios. Varias camareras, al cruzarse con él, pisando sin hacer ruido con sus mañaneras zapatillas de fieltro, dirigieron un respetuosa saludo al visitante disfrazado. Todas las habitaciones estaban ocupadas por invitados que habían acudido expresamente para aquel día. Fini seguía flotando con la cabeza alta y la espalda erecta como un fantasma familiar que conociese su camino por entre aquellas estancias. Torció hacia la izquierda al llegar a una bifurcación del corredor y, a pesar de que éste estuviese completamente a oscuras, hizo girar sin vacilación el picaporte de la tercera puerta y entró sin llamar. Una tibia oscuridad lo acogió en la estancia. El aire parecía falto de oxígeno y saturado de olores. Buscó el interruptor y encendió la luz. El candelabro de Venecia iluminó una habitación plafonada con grandes cortinas de seda verde que cubrían toda la pared exterior. Aquellas cortinas hubieran dado la sensación de hallarse en una cámara mortuoria al que hubiese visitado aquella habitación por primera vez. Grandes cuadros colgaban de las paredes, un Courbet, un Delacroix, un Renoir, un Greco. A la derecha, sobre un vasto diván turco, dormía Kristina. Sólo unos mechones de cabello negro aparecían por encima de la colcha, fascinadores en su promesa. La colcha dibujaba los perfiles del cuerpo de la durmiente, acostada de lado, con la espalda encorvada y levantadas las rodillas, con los diez dedos bajo la nariz. Era la posición de un feto soñando deliciosos sueños en el seno de su madre. La gente que duerme en esta posición conserva hasta el final de su vida algo de la floración de la infancia. En el piso de abajo, en una habitación semejante y una cama análoga, dormía la condesa Menti en la misma posición embriona. Hacía dos semanas que había sido nombrada Dama de Honor de la nueva reina. Los billones de células que constituyen el organismo humano están incesantemente en febril actividad en sus presiones linfáticas, llevando a cabo un increíble comercio conocido por la ciencia moderna con el nombre de secreción interna. En el activo laboratorio de las células, se producen también substancias que no son expelidas con los desechos, sino que regresan al sistema circulatorio para ayudar o impedir la digestión, inhibir o estimular la vida sexual. Estos elementos son conocidos de la ciencia con el nombre de hormonas, pero el mundo se obstina en hacer referencia a ellos llamándoles virtudes femeninas, impulsos criminales o facultades creadoras, si bien es obvio que el constante y misterioso laboratorio tiene muy poca influencia en la elaboración de las leyes de los hombres o de las provinciales reglas de etiqueta.

Fini se acercó a la cama y con su voz rasposa por el tabaco exclamó:

—«Giddap yore old neck

Fini había aprendido esta expresión mucho antes de la guerra, en América, donde había pasado año y medio, después de haber dicho a todo el Casino que iba a cazar el puma. Fini era un jugador diestro y profesional que arriesgaba cantidades tan importantes que cada noche lo ponían al borde de la ruina o de la fortuna como una canoa que alza y baja correlativamente su proa. Tomó la decisión de irse al extranjero una mañana en que la canoa se hallaba en medio de la corriente, lo cual hizo posible el viaje a América según la duración y estilo a que estaba acostumbrado. El príncipe Fini formaba parte también de la nobleza húngara porque era el propietario de una inmensa propiedad situada al otro lado del Danubio, propiedad que con el transcurso del tiempo se había ido reduciendo a unos ocho mil acres, sumergidos en un mar de hipotecas, contribuciones atrasadas y pagarés a los corredores de apuestas, copiosos como los bloques de hielo que se acumulan en los pilares de un puente al empezar el deshielo de primavera. Fini sabía aproximadamente ocho palabras de húngaro. La pobreza de este vocabulario quedaba en parte subsanada por el hecho de que estas ocho palabras procedían de las más íntimas minas de oro del idioma popular, palabras sonoras y fragantes, normalmente destinadas a decir obscenidades. Fini, algunas veces, pronunciaba estas palabras inoportunas durante las pausas que se producían en las conversaciones sostenidas en alemán, inglés o francés en las comidas, salones femeninos o funciones diplomáticas, de una manera inesperada y sin premeditación, y a los que las entendían —en general, los criados que servían la mesa— les producían un efecto que sólo hubiera podido conseguirse de otra forma, soltando ratas vivas sobre los manteles y dejándolas que rodasen por entre la cristalería y las porcelanas. Fini deslizaba estas palabras —o breves, pero lamentables expresiones formadas con estas palabras— durante las pausas de la conversación, con el mismo tono y expresión que podía emplear para decir Michelangelo, Sociedad para la Prevención de la Crueldad en la Infancia, o Igualdad, Libertad, Fraternidad; y en la pronunciación de estas escabrosas palabras había una especie de rebelión del espíritu humano contra el insípido vacío del formulismo, el mortal aburrimiento de la seriedad. La sorprendente e inesperada explosión de estas palabras indicaba también que un príncipe Schäyenheim puede permitírselo todo. Cuando Fini anunció su viaje a América, su actitud fue considerada muy natural, porque incluso bajó un punto de vista internacional, el príncipe pasaba por un cazador formidable y su más reciente triunfo había sido llegar a finalista en el tiro de pichón artificial de Niza. Después de varios meses de ojeo consiguió encontrar el rastro de un puma que usaba gruesos lentes, en Iowa, y era la muchacha más rica de la ciudad de Des Moines. Su padre comía en mangas de camisa y en su despacho ponía los pies sobre la mesa, agarrando sus tirantes con los pulgares, mientras sujetaba, en el lado izquierdo de los labios, un cigarro con la fuerza con que un perro sujeta un hueso cuando tiene miedo de que alguien se lo quite. En lugar de lenguaje, mister Homdike emitía unos gruñidos guturales comprensibles para los iowanos, pues también ellos usaban este lenguaje como lengua humana. Mister Homdike fiscalizaba toda la industria del cerdo en Iowa, además de lo cual poseía una mina de carbón en Dubuque. A Fini le tenía sin cuidado que todos los miembros de la familia, padre, madre, hija y muchacho de catorce años, pareciesen cerdos cebados, porque Patricia, que frisaba los treinta años, aportaba una dote de varios millones de dólares. Fini, como buen cazador, se acercó a su presa a sotavento hablando con su padre de negocios. Sabía exactamente a qué distancia podía acercarse de la fiera y sabía también que podía colocar la bala en el punto vulnerable. Este punto era la instrucción europea de Patricia que hablaba de una manera tolerante el francés y había leído El conde de Montecristo, de Dumas, en versión original. Fini tenía fe en su arma de fuego y esperaba el momento oportuno. La temporada de caza era buena, porque eran aquellos años en que gran número de aristócratas europeos mataban su primera pieza en Wall Street o en las vertientes vírgenes de la industria americana. Pero mister Homdike resultó ser un animal de piel extraordinariamente gruesa, porque después de la reverberación del primer disparo —que fue la petición de la mano de su hija para el príncipe— desapareció, desterró a Patricia y demás parientes a Mount Vemon y rompió toda negociación con Fini. Mister Homdike no sabía lo que hacía, no se daba cuenta de que privaba a su hija de la oportunidad de sumergirse en el maravilloso color y sabor de la vida, porque a aquella rolliza muchacha con lentes el príncipe Fini la hubiera llevado a tiempo de vals de un savoir vivre de alto estilo, cuya idea ninguna muchacha de Iowa, acostumbrada a la consumición de insípidas tartas de manzanas, jamás podía haber concebido, sin hablar de que, en manos de Fini, su peculio hubiera podido hacer milagros agrícolas e industriales en su pobre pero deslumbrante hogar europeo, porque Fini no era solamente un jugador, sino también un agricultor perfecto, así como un marido tierno; un caballero de pies a cabeza. Fini no persiguió a su presa, sino que miró hacia otro lado y sacó otra arma mejor: su destreza en los naipes. Sin embargo, las notabilidades de Iowa, con mister Homdike al frente de ellos, lo despojaron de su último dólar en el Club del Halcón Negro, hazaña que puede ser posiblemente atribuida a que aquellos endurecidos luteranos, magnates de la industria del cerdo, eran modelos de sobriedad en un tiempo en que Iowa era uno de los pocos estados en que la venta de bebidas tóxicas estaba prohibida. Habiendo terminado sus municiones, Fini trasladó su lugar de residencia a una ciudad más pequeña, Ames, y en vista de que su cable de petición de fondos parecía haber naufragado en el Atlántico durante su viaje a Budapest, aceptó provisionalmente un empleo de domador de potros, porque además de todas sus otras habilidades entendía mucho en caballos. Gozando de un alma alegre y equilibrada, su aventura lo divirtió enormemente. Varios meses después, cuando volvió a ocupar su mesa de juego en el Casino, las asiduas preguntas obtuvieron tan sólo la respuesta —hecha a través de su larga boquilla— de que no quedaban ya pumas en América.

Ahora, mientras permanecía de pie con su traje de noble angevino al lado de la cama de Kristina, con un fantástico alarde de cintajos en el pecho y su emblema de oro de chambelán colgado en la cadena izquierda, aquel «Giddap yore old neck!» —frase que había aprendido con los caballistas de Iowa— parecía verdaderamente fuera de lugar en aquel ambiente y dirigida a una condesa de cuello de cisne dormida bajo la luz de candelabro.

Kristina movió la cabeza y, guiñando un ojo hacia la puerta, dijo con una voz que parecía el primer piar de una pajarillo antes del alba:

—¿Finí?

—Sí, querida.

Respondió en inglés. Era cuestión de humor en él comenzar una conversación en inglés, alemán o francés, porque su espíritu estaba, al fin y al cabo, por encima de los nacionalismos.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro. ¿No recuerdas que tenía el encargo de despertarte?

Kristina se sentó en la cama y bostezó formando una O perfecta con sus labios. Después parpadeó con sus sensuales ojos azules.

—Apaga el candelabro.

Al propio tiempo encendió la lamparilla que tenía en la mesa de noche. Fini acercó el amplio sillón de grandes cojines al lado de la cama. Kristina bostezó varias veces, husmeó, se frotó los ojos con los puños y sacando los pies de debajo de la colcha los metió en unas sandalias caucasianas de punta levantada. Los tobillos de sus blancas piernas estaban todavía rojos por el sueño como si se los hubiese pintado.

—¿Has traído las invitaciones?

—Sí querida.

Kristina saltó de la cama y permaneció desperezándose un momento; la lámpara detrás de ella relucía a través de su camisa de noche de batista malva y miró hacia el cuarto de baño. Cuando regresó Kristina, Fini sacó su cartera con aquel movimiento tan conocido a los habituales clientes de los burdeles de París.

—Aquí están las invitaciones. Una es para la iglesia, la otra para la comida. Búscame en la capilla; procuraré meterte entre las Damas de Honor desde donde verás mejor. A propósito, ayer Su Majestad me preguntó: ¿Cómo está la linda condesita Dukay, der tullí Katz

Se despidió con un movimiento de su mano enguantada de blanco y salió. Su paso al avanzar por los corredores, era tan animado como al llegar y bajó las alfombradas escaleras con el mismo porte de dignidad, la cabeza alta y una cierta expresión nebulosa y soñolienta en el rostro, como los cancilleres de antaño. Ni había cerrado los ojos en toda la noche, habiendo salido del Casino a las tres de la mañana, donde un huésped de los aristocráticos austriacos, venido de Viena para asistir a la coronación, había jugado grandes sumas contra los señores de la puszta.

Cuando salió por la puerta abovedada del palacio Dukay, los tres periodistas que estaban al acecho se arrojaron sobre él por tres lados distintos. El viejo Kárai fue quien le dirigió primero la palabra, porque era el único de todos que hablaba bien el alemán. No era simple altruismo lo que había llevado a sus colegas a compartir el secreto con él.

—¿Vuestra Alteza tendría la bondad de decir a la Prensa húngara dos palabras sobre los motivos de...?

No había terminado la frase cuando Pognár, poniéndose delante de él, lo interrumpía hablándole en un alemán atroz:

—Was ist geschebben indie Dukay Palast?

Pero se arrepintió inmediatamente de su interrupción al darse cuenta de que Palast requiere der y no die.

Fini quedó sorprendido ante el ataque de los periodistas, pero al propio tiempo sintió halagada su vanidad. Levantó ligeramente la barbilla, y con inimitable elegancia, con la inflexible cortesía de la cual sólo era capaz un noble angevino, dijo:

—Caballeros, lo siento infinito pero... sin comentarios.

Dadas las circunstancias hay que reconocer que no había en verdad otra cosa que decir. Saludó, y desapareció en la niebla de Septemvir Utca. Fini era un miembro importante de la Comisión Organizadora que pasaba la noche en vela. En aquel momento se dirigía a la residencia del comité.

Decepcionados, los tres periodistas regresaron a la iglesia. Pero el interés humano es un factor importante en la profesión de periodista. Pognár se rezagó y a la luz de una pastelería anotó en su carnet lo siguiente:

«4 y ½ madrugada. Los alrededores de la iglesia de la coronación duermen todavía. El príncipe Fernando Schäyenheim-Elkburg ha entrado por la puerta barroca del palacio Dukay de Septemvir Utca llevando un maravilloso traje angevino. Nuestro corresponsal cree que un hecho histórico tiene lugar en estos momentos detrás de las ventanas del palacio. Lentamente, pero con decisión, el destino de la Monarquía toma un nuevo rumbo. Millones y millones de hombres están en esta hora sombría y tempestuosa sufriendo en las húmedas y negras trincheras, teniendo todos ellos cita con la muerte. A las cinco y nueve minutos el Príncipe ha salido del palacio Dukay. Tenía una expresión satisfecha. Se sabe que tiene una íntima amistad con el rey Carlos. No sólo la nación húngara y todos los pueblos de la Monarquía, sino el mundo entero que sufre tiene un deber de gratitud para con el noble príncipe por la influencia que ha ejercido sobre importantes cuestiones de política extranjera durante los cincuenta y siete minutos que ha pasado en el palacio Dukay.»

Entretanto, Kristina, sentada en el borde de la cama, estaba examinando con sus ojos ligeramente miopes las dos invitaciones que ostentaban la corona de la casa reinante de Hungría. Fini había cumplido su promesa. No creía una palabra de la pretendida pregunta del Rey con respecto a ella, porque conocía muy bien a Fini y sabía que no vacilaría en decir una inofensiva mentira con tal de complacer a alguien. Y tío Fini era un hombre sagaz porque sus palabras le habían procurado un indecible gozo, a pesar de saber que eran mentira. «Der tulli Katz»..., esta frase vienesa, aplicada a las muchachas lindas, era típica de Fini, tan personal suya como podía serlo la cadena de su reloj o su sortija de sello. Pero, ¿era acaso imposible que dos hombres coincidiesen sobre unas mismas palabras como si brotasen del insondable fondo del mar? Quizá fuese verdad. También el Rey empleaba al hablar frases vienesas.

Los hombros de Kristina se estremecieron nerviosa y espasmódicamente, porque estaba cogida en la dulzura de la mentira como un pájaro en la liga. Cerró los ojos, y sus dientes ligeramente irregulares brillaron entre sus labios, como cuando alguien, bajo un intenso dolor, masculla algunas maldiciones. De nuevo se echó de espaldas y con los brazos extendidos sobre la cama.

Ni una sola vez había hablado Kristina con nadie de su amor por el Rey salvo con Fini, quien, como debe recordarse, fue quien la mandó al fondo del pozo. Esto ocurrió una noche en que se encontraron casualmente solos con varias botellas de champaña. Y Fini quedó muy emocionado por la celestial belleza e inocencia de aquel amor no correspondido.

Eran las seis de la mañana. Los criados y las doncellas comenzaron, como medida preliminar, por encender los candelabros de las habitaciones del conde Dupi, la condesa Menti, sus hijos y los invitados. György, que tenía dieciocho años y era cadete de húsares, era uno de los que llevaban el cetro. El traje de paje aguardaba a János, de diez años. Y Zia, que tenía sólo seis, había sido destinada con su institutriz a una ventana de ala derecha del palacio que daba sobre el paso de la comitiva, desde donde podía ver perfectamente el desfile. La ventana contigua estaba reservada a Rere, con recomendaciones especiales dadas al señor Badar de que no perdiese de vista un instante, porque la excitación de aquella muchedumbre podía provocar imprevistas reacciones en su corto entendimiento.

Testigos de vista que habían asistido a la coronación de Francisco José y Elisabeth en 1876 y, después de la muerte de la reina Victoria, a la coronación de Eduardo VII y Jorge V, aseguraban que la coronación de Carlos IV y Zita de Borbón sobrepasó a todas las demás en pompa y esplendor. Y no había exageración alguna en tal aserto. Por su ancestral origen oriental, el pueblo húngaro y, más concretamente, les miembros de las más altas esferas, que tenían todavía antigua sangre turca, cuyos asiáticos antepasados llevaban tributos en forma de caballos, pieles u oro, saben más de la pompa oriental que ningún otro pueblo de Europa. Además, esta coronación tenía efecto durante el tercer año de la Guerra Mundial, cuando la joven pareja real y la anciana aristocracia estaban saturados de siniestros presentimientos; era una especie de ceremoniosa danza de despedida al solemne tañir de himnos y campanas, al temblor de los órganos en la Misa, mientras el rugido del cañón en la cima de las colinas de Buda resonaba como si siniestros sollozos hiciesen estremecer las crestas de las lomas. Sobre este fondo negro, aquella ostentación de colores era todavía más brillante. Banderas, suntuosos carruajes, trajes de gala, guardas, portadores de escudos, arneses y joyas ancestrales relucían en las profundidades del pasado como las iridiscentes tonalidades de un pez de los abismos del océano; incomparables índigos, inefables carmines, rutilantes verdes y amarillos, blancos y negros, maravillosos tonos de las profundidades que duran mientras la víctima del anzuelo jadea y mueve sus branquias, pero que desaparecen de las viscosas escamas en cuestión de segundos, al quedar solamente un pescado gris en el fondo de la embarcación. La arcaica pompa de la coronación durante aquella mañana nebulosa y fría de diciembre, la virginal hermosura de aquellas klenodias de mil años, resucitadas del cristalino catafalco del tiempo, se elevaba por encima de las olas de la Guerra Mundial como una cabeza de Gorgona cercenada por la espada de Perseo de la Entente, que la hubiese separado ya de la antigua nación; pero en esta cabeza cercenada de la horrenda mueca de su boca, de la acerba maldición de sus labios azules y temblorosos y de las sierpes de su cabello, los artistas afectos a la Comisión de festejos habían hecho una imagen de ideal belleza incluso en medio de las agonías de la muerte, como el pincel de Leonardo y el buril de Daujón con el horrible aspecto de la Medusa. La idealización fue un éxito y la coronación fue bella. ¿El pueblo? El pueblo estaba representado por un puñado de jóvenes y entusiastas periodistas, la mitad de los cuales estaban sumidos en el hechizo de sus propias palabras después de haber sido levantados de la cama a medianoche por las imperativas exigencias del cumplimiento del deber, mientras la otra mitad gruñía y se quejaba, temblando de frío después de una noche de insomnio en el Club de Prensa. La distribución de las invitaciones estaba cuidadosamente restringida a los elementos de toda confianza, ministros de la Corona, generales y sus familias, ayudas de cámara y doncellas de los grandes terratenientes. El pueblo hubiera sido inútil buscarlo detrás del cordón militar que guardaba la fortaleza; la muchedumbre a lo largo del trayecto de la comitiva era escasa y las tribunas reservadas mostraban huecos también. El pueblo —muchos de cuyos hijos habían acudido de distintas alquerías hacia los grandes centros de reclutamiento de la gran ciudad el día en que estalló la guerra, con todos sus bienes en un hatillo colgado de la punta de un bastón, se habían reunido como los hijos de Rákoczi y Kossuth con la idea de que ahora pelearían contra los austriacos y los Habsburgo, porque, ¿qué otra cosa podía amenazar la libertad magiar?—, el pueblo, como consecuencia de un prudente acuerdo lleno de tacto, tomado por el comité, no tomaba parte en la coronación. Cuando uno de los artistas, por ejemplo, sugirió que la más bella escena de ritual, el juramento de la coronación, debía tener lugar en el Baluarte de Pescadores donde la muchedumbre a lo largo de las riberas del Danubio pudiese ver y donde el simbolismo de la ceremonia sería suficientemente interpretado en las llanuras del Este, el Comité rechazó rotundamente la idea, temiendo que el Rey fuese en aquel baluarte abierto un fácil blanco para la bala del asesino. Era mucho mejor conservar a Su Majestad y a los preeminentes dignatarios detrás de los gruesos muros de la fortaleza de Buda, en una habitación bien cerrada.

Sin embargo, la guerra estuvo también presente en la coronación en la persona de cincuenta guerreros. Su grupo en uniforme de campaña formaba la única mancha verde oliva de aquella amalgama de colores, una mancha del nebuloso firmamento de la guerra. Eran los heroicos guerreros de espuelas de oro postrándose de rodillas ante el trono, esperando que el Rey los armase caballeros con la espada de San Esteban. El Comité Organizador, merecía los más calurosos plácemes por no haber olvidado a aquellos que vertían su sangre por su rey y por su patria en los lejanos campos de batalla. Verdad es, desde luego, que un historiador del futuro, al leer estos heroicos cincuenta nombres —que incluían veinticuatro aristócratas y, por una milagrosa casualidad, veintidós cuyos nombres tenían una viva semejanza con los de algunos generales y ministros—, leyendo estos nombres, decimos, el historiador podría ser llevado a la conclusión de que las trincheras, hospitales, campos de prisioneros y pozos de barro estaban únicamente ocupados por hijos de generales y ministros mientras el pueblo se hallaba tranquilamente en casa fumando en pipa al lado del fuego. Pero al lado de esta aparente desproporción, los futuros caballeros eran gente ya veterana, algunos de ellos con una sola pierna o de otra forma mutilados; y, no obstante, en cierto modo, parecían un triunfo de la química alemana que era capaz de fabricar mantequilla comestible con la grasienta superficie del agua sucia.

El Comité, en su cordura, fue incluso más lejos. De uno de los hospitales militares fue llevado un pelotón completo de inválidos que se estacionó en una de las calle laterales. Los veteranos inválidos cantaban sin cesar alegres canciones humorísticas y la calle entera vibraba con el Fanny Schneider, con los marciales acordes del Ormester ur fekete subája o Vékóny héja ven a piros almanak; como para demostrar que los que habían perdido una pierna estaban todavía de buen humor, y de no haber habido allí un buen número de policías para contenerles, hasta el último de los presentes se hubiera precipitado hacia los campos de batalla para patearle los sesos al enemigo.

A las seis y media de la mañana era todavía de noche, pero las dos Cámaras del Parlamento estaban ya reunidas en sesión conjunta, dando a la coronación su sanción legislativa de acuerdo con las antiguos leyes del país. Después de una breve reunión, mil quinientos carruajes se dirigieron hacia la fortaleza porque en aquel tiempo los tiros de caballos eran considerados más elegantes que un automóvil. La lluvia caía pausadamente. A las siete era todavía de noche cuando dos guardas de la corona rompieron los sellos de la verja de hierro de la capilla de Loreto y abrieron el cofre, también de hierro, que había dentro. Colocaron la corona, el cetro, el manto y la bola de oro sobre almohadones de terciopelo rojo, guardando un reverente silencio como si expusiesen sacramentos reales al aire mundano. Un destacamento de guardas de la corona vestidos de uniforme vigiló toda la ceremonia.

Entre tanto, la iglesia de San Matías comenzaba a llenarse de espectadores como un vasto teatro. Las maravillas de los antiguos orífices formaban grupos artísticos de caballeros y damas enjoyadas con piedras preciosas, diplomáticos extranjeros recamados de oro, prelados con suntuosas vestimentas y generales con plumaje de loro. Los muros y pilares del templo estaban recubiertos de terciopelo escarlata que añadía su nota de color a la brillante amalgama acumulada bajo las arañas resplandecientes. Archiduque y archiduquesa ocupaban sus sitios en el santuario y, aparte el hecho de que la Reina llevaba consigo a los cuatro retoños amados de su corazón, era consolador pensar que la casa de los Habsburgo estaba muy lejos de quedar extinguida.

A las ocho y media, el órgano comenzó a sonar y el coro entonó el Ecce Sacerdos Magnus. Los prelados oficiantes entraron formando un arco iris de púrpura, rojo, blanco, negro, oro y plata. Cada uno de ellos tenía que representar un papel determinado en la liturgia. Un obispo especial, el infulistus, llevaba la mitra del Príncipe Primado. Un canónigo especial, el bugifer, llevaba el cirio episcopal. El personal era dirigido animadamente por el pastoralistus que tenía tanto empeño en guardar la compostura como si no tuviese confianza en sus subalternos. El incienso y los incensarios eran llevados por los turiferi. Un librifer llevaba el enorme libro de plegarias y detrás de él iban los portadores de cirios, o acólythi y los lotores o portadores de lavatorios. El Divino Servicio siguió adelante sin una falta, armoniosamente. El desacuerdo entre la colocación de los invitados fue relativamente grande. Un anciano de larga nariz con un cuello rojo como el de un pavo amonestó en voz alta al Comité Organizador porque él, único invitado real a la coronación, había sido sentado en el mismo palco que un chiquillo de cuatro años. Este caballero, que usaba el rojo uniforme de general húngaro, era Fernando Coburgo, rey de Bulgaria. En vano trataron de explicarle que el chiquillo era Otto, el príncipe heredero, su igual en el trono de la monarquía austrohúngara; sus ojos lanzaban chispas mientras le daba la espalda moviendo su mano con cólera, como si supiese por alguna misteriosa fuente de información el exacto valor de este trono.

En general, todos estaban ofendidos por haber sido colocados donde estaban porque se habían mirado en el espejo con sus trajes de gala antes de salir de casa y habían decidido que su indumentaria —y más particularmente la persona enfundada en ella— alcanzaba una perfección y belleza que sería difícil sobrepasar. Cada uno de ellos pensaba, por lo tanto, que los demás impedían el lucimiento de su esplendor, causa de que los carámbanos de la insultada alteza pendiesen de las narices y los labios de todos ellos.

Kristina buscó entre la muchedumbre al príncipe Fini, permaneciendo de pie y tratando de ver algo por encima de las épaulettes de oro. Finalmente consiguió hallar su mirada a través de la masa de cabezas contiguas. Fini le hizo una señal con un amistoso guiño de su ojo izquierdo. Un momento después se abrió paso hacia ella a través de la muchedumbre y exclamó nerviosamente, con tono de reproche y casi con rudeza: «¿Qué significa eso de venir tan tarde?», y habiendo alejado así toda sospecha de especial privilegio, agarró a Kristina por la muñeca y se la llevó entre las Damas de Honor, a pocos metros tan sólo del santuario y del treno, posición desde donde se gozaba de la mejor vista.

Kristina estaba de pie al lado de una columna, con la mano derecha en su garganta como si temiese que de su yugular se escapase un chorro de sangre. Cercana al desvanecimiento, cerró sus ojos durante unos segundos. Esperaba al Rey, esperaba el introito. El canto del coro y el mugido del órgano le daban la sensación de ser ingrávida; le parecía elevarse por encima de toda ceremonia, impelida por sus joyas y su atavío.

El rey se acercaba. La carroza real que una vez había transportado a María Teresa, había salido ya de la fortaleza arrastrada por ocho caballos bayos. Palafreneros de peluca montaban los primeros y los últimos caballos; caballerizos de rodela trotaban a los lados del suntuoso carruaje dorado; los cortesanos y escolta real venían detrás. La escolta a pie precedía al carruaje, mientras un escuadrón entero de húsares cerraba la marcha. Los pañuelos revoloteaban en las ventanas y tribunas; el populacho estaba frío, pero, a pesar de ello chillaba. En la iglesia los dignatarios tendieron un palio sobre la cabeza de la pareja real.

Estallaron entonces las charangas, y los timbales redoblaron. El conde Carlos, el cazador de leones, hizo observar a la condesa María, que estaba a su lado, que todo aquello tenía cierta semejanza con los ceremoniales huli-huls de los indígenas de Uganda, y que se parecía todavía más si todos los presentes se desnudasen. La Condesa, ofendida, volvió su cara de pájaro hacia el otro lado. Las almas estaban profundamente impresionadas por la grandiosidad del momento Kristina no veía casi nada a través de sus lágrimas. El presunto heredero, con sus cuatro años, vestido de satén tan blanco como la nieve, se quitó su gorrito de aigrettes y lo agitó en todas direcciones mientras trataba de reunirse con los adultos agitando sus piernecitas. Los vítores aumentaban a medida que la real pareja se acercaban al altar, tal como había sido ensayado el día anterior, tal como concienzudos actores, envueltos en impermeables, hubiesen declamado a Shakespeare en un escenario vacío delante de una platea desierta. La ceremonia empezó. Los prelados se dirigieron mutuas preguntas y respuestas en latín, entonando el arcaico poema de los textos tradicionales cuya simplicidad había llegado a nosotros desde distantes centurias; todo aquel helado esplendor, toda aquella espectacularidad no estaba desprovista del rústico encanto del espectáculo de la Pasión. «¿Es vuestro deseo elevar al más perfecto caballero aquí presente a la dignidad real?», preguntó uno de los prelados, y el otro entonó: «¿Os es sabido que merece tal dignidad?» Y una voz, con una cantinela, respondió: «Sí, lo sé y lo creo». Ante lo cual el Príncipe Primado declaró: «Deo gracias». Gracias a Dios todo está conforme, vamos a coronar a este excelente caballero. Sí, indudablemente en todo aquel antiguo ritual había algo del encanto de las representaciones populares, algo de la fresca dulzura de la tierra que saturaba aquellos artificiosos diálogos de los prelados al simular que todo dependía de la respuesta del arzobispo de Kalocsa; que todo iría de una manera diferente si el Arzobispo, por ejemplo, comenzara a rascarse la nariz con el índice en que brillaba el anillo pontifical y respondía: «No se lo tome a mal, Reverendo Padre, pero, a decir verdad, no estoy muy seguro de que este digno caballero aquí presente, suficientemente bien educado, pero no muy reacio a empinar el codo de vez en cuando, sea idóneo para ocupar el trono en estos difíciles tiempos.». Y si el Arzobispo hubiese contestado esto, el Príncipe Primado hubiese dicho: «Entonces, ¿qué está usted diciendo, venerable hijo? Llévese usted a este muchacho a casa y esperemos a encontrar el hombre digno de ocupar el trono de San Esteban. Y en cuanto a ustedes, damas y caballeros, a casita que llueve, la ceremonia de la coronación se ha aplazado.» Afortunadamente tal peligro no amenazaba el drama tradicional, porque el autor era la propia historia de aquel rutinario ceremonial que no admitía cambio en el texto, pero cuando la ceremonia haya terminado, cuando sea demasiado tarde, la representación misma demostrará que aquel muchacho de veintinueve años que acaba de arrodillarse en los peldaños de un trono de púrpura y jurado la constitución, era verdaderamente inadecuado para su misión y hubiera hecho mejor solicitando una pensión de capitán de dragones mientras estaba a tiempo o abrir una zapatería o una pollería en una de las calles secundarias de Viena o hacerse plantador de tabaco en Sudamérica, la mejor manera de criar con decencia a sus siete hijos en perspectiva. Pero, ¿quien puede prever el porvenir? Quizás el Palatino, tan sólo, el primer señor de la tierra, aquel barbudo noble protestante de gruesos lentes que puso la corona, sobre la cabeza del Rey y cuyo sino estaba ya escrito en su rostro; porque sólo dos años después los rifles de la revolución habían de derribarlo en el vestíbulo de su casa.

Pero entonces, en medio de la excitación del fausto y esplendor, nadie pensaba en el futuro; ni aun entre los periodistas había ninguno suficientemente cínico para permanecer imperturbable cuando —con gran sorpresa de todos ellos— el Rey toco con su frente el peldaño del trono, demostrando su profunda humildad cristiana, guiado en aquel momento no sólo por la dirección escénica de su papel sino por los dictados de su propia alma. Entonces, en aquel acto de obediencia, el drama alcanzó su apogeo, un drama que trascendía de los muros de la catedral y que era el de millones y millones de hombres que se hallaban en las trincheras húmedas de los distintos campos de batalla.

Súbitamente, de forma inesperada, el sollozo de una mujer rompió el silencio, procedente de la dirección donde Kristina estaba. Era como si ella y su sensibilidad constituyesen el nervio único que sufría la increíble tensión espiritual que prevalecía en toda aquella iglesia atestada. Por otra parte, se oían también otras mujeres que lloraban más quedamente, como en un funeral.

—Accipe gladium! —dijo la voz del Primado cuando el maestro de ceremonias, el senescal y el chambelán, asistidos por los obispos, ciñeron la espada milenaria del primer rey santo en la cintura de su rey que se había puesto de pie. El Rey desenvainó la pesada espada, se volvió hacia la concurrencia y la blandió tres veces, después secó la hoja en su manga tres veces más y volvió a envainarla con la expresión de un malabarista que tiene buen cuidado en no hacer un falso movimiento. En aquel momento tenía una vez más el aspecto de un pelele sin vida.

Al terminar la ceremonia de la coronación, el Rey abandonó la iglesia al lado del Ministro de Asuntos Exteriores recamado en oro y fue acomodado en la silla ante la puerta principal por un abanderado que estaba pálido de emoción porque había llegado demasiado tarde para la ceremonia. Mientras se vestía se dio cuenta de que la maravillosa insignia magiar de su dignidad, cuajada de pedrería, había desaparecido. Una minuciosa investigación reveló que su hijo de dieciocho años le había echado mano pocos días antes para pagar unas deudas de juego. La tienda del Prestamista estaba cerrada a aquellas horas del amanecer, y la corona de San Esteban había ya ceñido las sienes de Carlos IV cuando las joyas pudieron ser recuperadas.

Ahora la comitiva iba guiada por un escuadrón de milicianos a caballo, detrás de los cuales iba el alcalde de la ciudad y los consejeros municipales seguidos de los representantes de la Justicia, de los condados y de las poblaciones, con sus tradicionales estandartes. Venían después los miembros de la Alta y Baja Cámara, caminando con dignidad. Tras ellos, las once banderas de la nación, llevadas por jinetes con uniforme de gala, flotaban a la brisa; es decir, hubieran flotado si hubiese habido brisa, pero sólo una lluvia menuda caía del cielo encapotado. Las once banderas eras los estandartes de Bulgaria, Eslovaquia, Rumanía, Ladomerie, Halicz, Servia, Rama, Croacia, Dalmacia, Transilvania y finalmente la propia Hungría; de nuevo —y por última vez—, pasaron sin ondear ante las tribunas medio vacías; fúnebre reliquia del poderoso rey Matías y los angevinos. Tras la masa de colores cabalgaba el Heraldo Real, el Primer Mayordomo y los portaestandartes, llevando los simbólicos almohadones del ritual. Venía después el Palatino, con el texto del juramento de la coronación en la mano y tras él avanzaban los archiduques a caballo. Diez metros detrás de él venía el caballo de batalla del Rey. La corona se posaba sobre la frente del Rey, el manto de San Esteban sobre sus hombros y la espada del Rey Santo colgaba a su lado. Evidentemente, el caballo, del Rey era más fogoso de lo que hubiera convenido porque súbitamente Su Majestad se llevó una mano a la cabeza y agarró la corona que se deslizaba hacia sus sienes. Ante aquel espectáculo se heló la sangre de todos. Un obispo, con la cruz apostólica en la mano, cabalgaba a la derecha del Rey, montando no solamente el caballo más viejo del monarca, sino que para aquella ocasión le habían administrado unas píldoras somníferas. El Príncipe Primado, el Nuncio y el arzobispo de Kolocsa, apartáronse del ejemplo de los pasados siglos, consideraron más prudente avanzar en coche. Los espectadores a pie seguían a los consejeros privados, chambelanes y otros dignatarios, y un escuadrón mixto de húsares cerraban la comitiva.

Una de las paredes del palacio de Septemvir Utca daba al paso de la comitiva. Las ventanas estaban llenas de servidumbre que no había salido de la casa, con los dos hijos Dukay, Zia y el inocente Rere. Mientras pasaba la comitiva ocurrió un hecho infortunado que interrumpió durante unos momentos la solemne exaltación de los que desfilaban. En la excitación de la fiesta, todo el mundo, incluso el señor Badar, había olvidado a Rere; al quedarse solo en la habitación donde estaba el árbol de Navidad, el semiimbécil comenzó a roer los adornos que pendían de él. Una tras otra, no sólo las nueve doradas y los chocolatines, sino las rutilantes estrellas y las candelas de cera de colores, acompañadas de algunas espigas de pino, desaparecieron en las profundidades sin fondo del estómago. Rere tenía en realidad un estómago de avestruz, pero cuando oyó el ruidoso clamor de los vítores y corrió a asomarse a la ventana, apretó el estómago contra el antepecho con el resultado de que la decoración entera del árbol despojado salió disparada par la boca, acompañada de una serie de gruñidos y en el preciso momento en que pasaban por debajo de la ventana los representantes de la Alta Cámara. Las cabezas desaparecieron en el acto de las ventanas, y dos lacayos ayudaron al señor Badar a sacar a Rere fuera del alcance de las escandalizadas miradas, tarea nada fácil, pues Rere oponía a sus esfuerzos hasta la última onza de su voluminosa energía.

Después de la coronación tuvo lugar el «florecimiento de la espada» sobre un terraplén elevado con este propósito cerca de la Fortaleza Real. El terraplén estaba compuesto de diez libras de tierra del suelo de cada uno de los condados, mezclada con igual cantidad de cada uno de los famosos campos de batalla de todo el reino. El Rey subió a caballo sobre el terraplén, desenvainó la sagrada espada y señaló con ella los cuatro puntos del horizonte. En las coronaciones de antaño, cuando reinaba la paz sobre la tierra, el «florecimiento de la espada» significaba que el Rey defendería a su país contra los ataques de cualquier parte. Era una escena meramente simbólica, y la espada sólo cortaba el aire. Ahora, sin embargo, la espada señaló hacia Rusia por el Norte, Rumanía por el Este, Servia e Italia por el Sur y Francia e Inglaterra por Occidente. Durante un momento, los espectadores volvieron a la realidad; recordaron que la vieja espada no había tenido nunca tanto que hacer durante el transcurso de la historia. Desde una ventana de palacio, le Reina y el príncipe heredero contemplaron la ceremonia, los nefastos presagios de la cual sólo quedaban mitigados por el hecho de que todo el mundo esperaba una pronta paz bajo el nuevo monarca, incluso al precio de tener que enfrentarse con Alemania.

Pero el tiempo pasaba y el banquete de la coronación estaba todavía en el programa. Una mesa en forma de herradura, dispuesta para seis cubiertos solamente, estaba puesta debajo de un baldaquino de terciopelo rojo sobre un estrado en el salón del trono. Había seis fuentes de oro sobre la mesa, y un enorme cuenco de oro en el centro ostentaba un ramillete. Vino primero el ritual del lavatorio. Una vez la real pareja se hubo quitado los guantes, el Palatino vertió de un jarro de oro algunas gotas de agua sobre sus manos, y el Príncipe Primado les ofreció la toalla. Pajes de noble sangre los ayudaban. Antes de que el Rey se sentase, el Príncipe Primado pronunció la acción de gracias y, cuando el Rey ocupó su sitio a la cabecera de la mesa, el senescal le quitó la corona de la cabeza porque al fin y al cabo no es muy correcto comer con el sombrero puesto. Puso la corona sobre una bandeja de oro que depositó sobre una mesa especial, y dos guardas reales la escoltaron durante toda la comida. El banquete se compuso de diecinueve platos, comprendiendo tedas las maravillas de la gastronomía húngara y francesa, porque los austríacos no entienden una palabra en comida. La comida empezó con el «Homage» asado y continuó con los pollos a la parrilla «a la Reine», seguidos por un jamón «Coronation». Vino después un filete de cerdo de Hortobágy, enormes truchas del Tátra y una serie de exquisiteces frías, postres y dulces de frutas que sólo los cocineros enajenados son capaces de preparar cuando se remontan a las alturas de la poesía con un cuchillo de cocina en la mano. Se podría suponer que la comida de diecinueve platos duró cuatro horas. Pero no fué así porque los servidores se limitaban a hacer su aparición con las fuentes en la mano, presentarlas con una reverencia y volver a marcharse, como si quisieran infligir el suplicio de Tántalo a los invitados que estaban a punto de caerse de la silla a causa del hambre. Pero todos ellos seguían rígidos e inmóviles en sus sillas, obedientes peleles de una antigua ceremonia. Durante el breve y simbólico banquete, la sala del trono estuvo atestada de gente que había recibido invitaciones para el «Banquete Real». Permanecían allí viendo el rápido aparecer y desvanecerse de las fuentes. Se pronunciaron sólo dos discursos y no hubo motivo de queja con respecto a su extensión. El rey se levantó, elevó su copa y pronunció las siguientes frases en un húngaro impecable y sin alterar siquiera el orden de las palabras: «¡Dios dé larga vida a nuestra tierra!» Fue recibido con aclamaciones desde los cuatro ámbitos de la sala. El segundo discurso fue pronunciado por el Príncipe Primado, y los oradores húngaros de los banquetes hubieran podido aprender también de su brevedad. Dijo meramente: «¡Dios dé larga vida al Rey!» Y de nuevo el discurso fue recibido con otra salva de aclamaciones.

Después del banquete, la pareja real se retiró a sus habitaciones y comió rápidamente, discutiendo con excitación los incidentes de la mañana, les estruendosos éxitos y los pequeños fracasos, como exuberantes y agotados actores después de una noche de estreno. Pero el programa no había terminado todavía. Fieles representantes de ambas Cámaras del Parlamento esperaban en el salón del trono, después de lo cual en el gran salón de fiestas del palacio le fueron presentadas a la Reina más de cuatrocientas damas privilegiadas. Pálida y agotada, la Reina se limitaba a hacer un pequeño movimiento con la cabeza como si practicase unos ejercicios de cuello que le hubiesen sido recetados. Hacía una inclinación de cabeza delante de cada una de las damas, mientras éstas hacían ante ella una tan profunda reverencia que sus piernas y rodillas desaparecían debajo las faldas. Llegaban en fila india por la puerta de la izquierda y salían en igual formación por la de la derecha.

El maestro de ceremonias estaba frenético porque la Reina le había dado orden de terminar las presentaciones en media hora y las damas avanzaban demasiado lentamente. Cada una de ellas quería producir una impresión, cada una de ellas estaba convencida de que su nombre y su fascinadora personalidad quedarían impresas en la mente de la Reina, y ni una sola dejaba de esperar, contra toda esperanza, que la Reina sostendría una conversación con ella. Los minutos pasaban con una alarmante celeridad y el maestro de ceremonias obligaba a las presentadas a apretar el paso hasta que llegaron a pasar por delante de la reina casi corriendo. Como consecuencia de ello, el movimiento de cabeza de la reina se aceleraba también hasta que llegó a parecer una máquina cuyo mecanismo se ha estropeado. Las mujeres se arrojaban ahora a los pies de la reina como el cartero arroja las cartas al suelo cuando tiene prisa; y en vista de que no había tiempo de pronunciar los nombres, la condesa Eszterházy fue presentada como Ensa Sztrhzy. Jadeantes después de la carrera, las damas más ancianas y corpulentas se desplomaban sobre los sillones al llegar a la antecámara.

La razón de estas prisas era que el tren esperaba y la real pareja quería salir para Viena aquella misma tarde. No tenía idea de cuan profunda herida debía dejar aquellaprisa en el corazón de los fieles a la monarquía de la nación, nación de la cual habían aceptado el regalo de la coronación consistente en diez mil coronas de oro, el tañir de las campanas de las viejas catedrales, los saludos del cañón cuando el Príncipe Primado exclamó: "¡Dios conceda larga vida al Rey!», y el sincero homenaje cordial de toda la nación, mientras ellos permanecían reloj en mano por temor a perder el tren de Viena. ¡De Viena! Este era el mal. La desilusión hubiera sido menor si hubiesen salido para Berlín o Estambul, pero durante cerca de cuatrocientos años Viena había sido siempre la ciudad por la cual los reyes de Hungría habían despreciado su palacio real de Buda. Lo mismo que ahora, acababan apenas de jurar eterna fidelidad al país cuando levantaban ya sus tiendas para dirigirse a Viena, lo cual se parecía mucho al escandaloso comportamiento de un recién casado que fuese directamente del altar a casa de su amante, sin preocuparse un solo instante de lo que podía haber en el corazón de la joven desposada bajo los velos de su traje de novia. Poco hacía que se habían marchado cuando comenzaron las censuras. Al día siguiente, en efecto, los periódicos dirigieron acerbos ataques contra el Comité Organizador por la brevedad de la fiesta, porque hubiera sido digno de un libelo manifestar su franca opinión sobre la conducta de los Reyes. Las informaciones sobre la ceremonia real fueron francamente adversas. El ministro de Hacienda no había representado bien su papel, no había montado a caballo de acuerdo con la antigua costumbre; y la crítica censuraba muy severamente que no habían arrojado dinero al pueblo. En cuanto al despilfarro de dinero, el ministro de Hacienda no dejaba lugar a queja dados los gastos militares; y con respecto a. montar a caballo, el pobre hombre no había montado en su vida y tenía incluso miedo de acercarse a un jamelgo. Había quejas de que el Comité había despreciado a la Cámara de los Diputados dando preferencia y supremacía a la Alta Cámara. La opinión pública, en general, consideraba aquella coronación como un asunto particular de la aristocracia.

Por la tarde comenzaron a ser descolgadas de la iglesia de San Matías las tapicerías escarlata. Una de las mujeres de la limpieza encontró en el suelo, cerca del altar, un enorme topacio. También esto fue considerado como un mal augurio. Pero los que asistieron a la coronación quedaron profundamente impresionados por la rutilante pompa y la física rapidez de la historia.

El diario de Kristina contiene la siguiente nota referente al día de la coronación:

30 de diciembre de 1916. Budapest.

«Un día vacío, aburrido. Tengo dolor de cabeza y he tomado las píldoras que me recetó el doctor Freyberger. El doctor está enamorado de mí. Siempre me toma el pulso más tiempo del necesario. Algunas veces su silenciosa mirada es bella. Es un hombre feo, cargado de espaldas. Es soltero».

Al día siguiente tiene algo más que decir:

Día de Fin de Año.

«Un día sombrío, lluvioso, de viento. La vida parece hoy más melancólica para todo el mundo. A las nueve en punto estaba de guardia en el hospital de la guarnición donde un joven teniente de artillería „y un capitán de la reserva están locamente enamorados de mí. Contando a Freyberger y al nuevo interno, son ya diecisiete. Voy bien, o muy bien... El teniente Hüvelyes, que pidió al médico jefe que le diagnosticase una desviación del septum para poder pasar algunas semanas más en el hospital, me ha escrito una larga carta diciéndome que su padre era chambelán de la corte imperial; que una tía suya está casada con un barón; que él heredará quinientos acres de tierras; que se estaba preparando para el Cuerpo Diplomático, que había tenido razón cuando dije que Puccini era el autor de Cavalleria Rusticana y que quería casarse conmigo. Le he recetado cataplasmas frías.

»Me puse la bata blanca y cogí la lista de los servicios que me había dado Tessa. Tenía que empezar por bañar al número 7. Tessa es hija de un fabricante de argamasa y parece hecha de argamasa también. Al principio probó de tratarme con familiaridad, pero le paré los pies y ahora estamos en buenas relaciones. Extendimos una sábana de goma debajo del enfermo, que no puede moverse a causa de la herida de su estómago. Le quitamos la chaqueta del pijama y, cuando estuvo completamente desnudo sobre la sábana de goma, comencé a enjabonarlo con una esponja y agua caliente. Tessa sostenía la jofaina. Durante la operación se apoderó de mí tal deseo de estar cerca del Rey, que me detuve súbitamente en lo que hacía y, volviéndome hacia Tessa, le dije:

—Sigue tú, ¿quieres?

»Me lavé las manos, me quité la bata y salí del hospital como si anduviese sonámbula.

»Tomé el tren de la tarde hacia Viena».